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La muerte de Ioan Vestimie

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

1

Ioan Vestimie ni estaba predispuesto a ser un hombre importante, ni pretendía serlo. Puede sin embargo que estaba más faltado de envidia que otros, que reconocía con mucha facilidad los méritos de los demás y sus aciertos, por lo que el mundo decía que era un espíritu observador, aunque no sabemos que la finura de observación y el reumatismo unido con el latido de corazón hubieran estado alguna vez en relación. Tenemos sin embargo que llegar al estado deplorable de la moral en el que la justicia simplemente de las visiones que pasan justo espíritu de observación... pero no se trata de eso.

La palabra es de nuestro Ioan, que todos los días se sigue regularmente el camino de su casita a la cancillería, de la cancillería a una cafetería de la esquina, donde leía diarios ilustrados, de allá al figón, del figón a casa, sin que en esta circulación de la marcha suceda alguna interrupción o irregularidad, mientras que, por contra, en la pulsación y en los latidos de su corazón sucedían a menudo irregularidades.

Sea la causa esta, sea otras en medio, pero de un tiempo acá Ioan, que había tenido una memoria espléndida, empezó a perderla poco a poco. De ese modo sucedió que una tarde, queriendo escribir una carta a una chiquilla rubia, a la que amaba con fe de 16 años y mejor, que olvidó completamente el nombre de la chica. Abrió un diccionario de nombres propios, juntó las terminaciones de los nombres femeninos en cualquier letra del alfabeto, en vano, su nombre quedó olvidado.

Su primera idea fue que podía haber sido golpeado por una afasia parcial, que olvidó una letra del alfabeto, la segunda que en los vasos del cráneo hubiera adquirido una hinchazón que le apretaba el cerebro y muchas otras ideas hipocondríacas se le ocurrieron a Ioan Vestimie. Nuestra opinión es sin embargo que Ioan había cerrado demasiado tempranamente la portezuela de la estufa y que quizá le dolía la cabeza.

Pero esta no era, se ve, su idea. Él se había acostado y empezó a sentir un extraño adormecimiento del brazo derecho. Aunque estaba decididamente despierto, no era capaz de mover aquel brazo. Después siguió el adormecimiento de la pierna izquierda, luego adormeció por fin.

Pero mucho no lo cogió su sueño. Él se levantó muy aliviado y tan sano de su cama como no se había sentido jamás: su corazón suyo le latía con viveza y calor, el paso era ligero como el de un ciervo. Eran las 10, cerca de la medianoche. Él vistió rápidamente y marchó a la ciudad, entró en su café acostumbrado y empezó a hojear los diarios.

Lo que le parecía extraño de la vía-afuera es que los pilares de la cafetería le cogían los diarios de las manos sin preguntarle, muchos de ellos parecían que no le veían, solo unos, y justo aquellos que se distinguían por la finura de su palidez o por los ojos demasiado ahondados en la cabeza, le miraban y suspiraban. Por qué estos hombres le eran especialmente simpáticos no lo sabía ni él.

Al acercarse la medianoche él sintió una ligera intranquilidad. Marchando del café, donde por excepción no había pedido ni su café negro, él arrojó la mirada a uno de los diarios de la tarde y vio con asombro la siguiente cosa:

Sucedió que hoy, a 7 horas de la tarde, d. Ioan Vestimie falleció a consecuencia de a una violenta palpitación del corazón. No podemos más que lamentar la muerte prematura de un joven que, además de un carácter sólido y digno de toda la confianza, también tenía un espíritu fino de observación y muy recto juicio.


Él no se podía explicar quién se la había jugado al anunciar su muerte en los periódicos.

Saliendo a la callejuela, una luna llena con toda la belleza cubierta con sus rayos turbios -débiles en cualquier sitio encontraba lugar por las tinieblas de las callejuelas-. Aquí golpeaba a una empresa de modisto, al otro lado por las ventanas cerradas de un salón desierto, en otro lugar sobre los muros largos y blancos de un patio de iglesia, limpio una belleza de luna. Él se asombró también por esta luz indecible de dulce, pero también de la ligereza con la que andaba él, hasta que por fin llegó a casa y se acostó. Se ve que había empezado a despuntar el día, porque los gallos cantaban y él adormecía profundamente, muy profundo, esta vez sin que le importe su cancillería sus manos u otros deberes. En su sueño profundo oía sin embargo murmurando a su alrededor como unos enjambres de abejas, pero muy tristes, muy melancólicos. Muchas veces quiso sacudir su cabeza, y entonces, agudizando su vista, divisó una multitud de luces encendidas, pero luego recayó rápidamente en su sueño profundo y ya no entendía nada de aquel murmullo misterioso y afligido de enjambre.

2

Cuando se despertó al día siguiente vio que era tarde por la tarde, y unos amigos suyos jugaban a las cartas en una mesa. Él dio las «buenas tardes» con una voz algo ronca y ellos de repente se levantaron todos y se miraban asombrados uno a otro.

Solo uno, que era más descarado de ellos, Alexandru, dijo:

-¡Vamos ladrón! quédate allá y duerme, tan solo no tengas ganas de estropearnos la partida.

Los otros empezaron a reír, y uno le tiró de la pierna. Ioan no sabía por qué, pero este comportamiento era tan molesto para él que se levantó y salió callando de la casa. Lo que le asombraba era sin embargo que se había acostado desnudo y se había despertado vestido en sus mejores ropas, negras. De ese modo salió a la callejuela. Había caído la primera nevada y sobre los muros de a lo largo de las callejuelas él vio por todas partes a algún niño bien vestido, haciendo bolas de nieve y tirándoselas uno a otro. Estaban alegres y reían los niños.

-Eh muchacho, ¿cómo te llamas? -preguntó él a uno.

-No tengo nombre, no fui bautizado -dijo el niño riendo-. La misma respuesta le dio el segundo niño. Esta tarde él ya no fue al café, pero se sentó en el portal del teatro, para admirar a las mujeres hermosas que salían después del espectáculo.

Pronto vio saliendo, roja como una rosa y rubia que un copo, con un capuchón blanco-cárdeno en la cabeza, la princesa B., una de las bellezas de la gran ciudad.

A él le había gustado desde hace mucho aquella princesa alta y varonesa, joven y hermosa, fuerte y dulce al mismo tiempo. ¿Pero de dónde y hasta dónde llegó él a pensar en subirse junto a ella en el cupé, en ponerle el brazo tras su cuello y besarla?

-Siéntese bien -dijo ella sonriendo y fingiéndose enfadada.

Pronto llegaron al palacio hermoso de la dama, él le dio el brazo y subió con ella escaleras arriba; el príncipe les vio y no quedó en absoluto escandalizado, y ella cogió de la mano al pobre muchacho y lo llevó tras de sí a su tocador, vestido en morado y blanco. Sin ninguna molestia ella empezó a desnudarse y, cuando él le rodeó el cuello desnudo y blanco con los brazos, ella sonrió y miró a sus ojos tan profundamente y con tanta indecible felicidad y amor como si le hubiera conocido desde decenas de años.

Pero a él mismo el comportamiento este no le parecía en absoluto extraño. El cuerpo dulce y blanco como la nieve de esta maravillosa mujer le parecía tan santo, de tal angelical limpieza, que le hubiera resultado extraño si ella se hubiera avergonzado por mostrarse con tanta libertad. Ella se miraba al espejo, después miró larga y soñadora a él, como si hubiera fijado un punto en la pared, y le dijo:

-Vamos ven, ¡ven a dormir a mi lado!

Una lamparilla con la luz rosada esparcía rayos delgados sobre la morada pared aderezada con flores de plata, sobre el cielo morado de la cama adornada con bordados blancos y finos; la hermosa estatua viva se subió a su cama como Susana en el baño y el pobre muchacho se colocó a su lado sorbiéndola con los ojos y acariciándole el pecho.

Ella sonreía siempre, abarcada como de un sueño celestial, se tendía perezosa en su cama blanda susurraba muy bajo:

-Qué muchacho tranquilo y dulce eres tú y cómo te amé desde el momento en el que me miraste con tus ojos sufrientes. Y qué dulce es el amor cuando no lo sabe nadie, nadie en el mundo. Tú ni sueñas cuanto te amo yo, ¿no es así? Ni sueñas que suspiro por ti como las tórtolas en la noche, y ni te atreves a soñar. Pero parece que tú supiste alguna vez qué hermoso eres y ¿cómo se te estropeaban los ojos de querido que me eras? Solo no seas loco, no te cogí tras mí para que te vean otros... Así... en el misterio del tocador cuando nadie sabe, cuando estoy sola yo conmigo, sola, entonces te amo mucho, mucho...

Ella adelgazó sus labios e Ioan la besó con fuego. Ella le cogía en el pecho y la apretaba, hasta que adormeció en sus brazos.

Bajo la lamparilla con la luz rosada él descubrió despacio aquella figura celestial, de una limpieza y de una finura como el mármol, le besó sus pies con calcetines puestos y la miró horas enteras, cómo dormía tan tranquila, que ni se oía el resoplo en absoluto y solo el levantamiento regulado del pecho y una ligera inflamación de la nariz fina demostraban que ella vivía.

Pero, como llegó la medianoche, lo cogió un frío en la espalda. Él se agachó otra vez sobre su cara y la besó largamente, largamente hasta que le pareció que los labios sangraban, después se levantó rápidamente y marchó a casa.

Llegando allá vio a sus amigos adormecidos con las cartas en la mano. Él se acostó y adormeció de nuevo rápidamente.

3

Al tercer día un murmullo en verdad muy fuerte oía alrededor de la cabeza, y le pareció incluso que le llevaban arriba. Con todo esto, con toda la voluntad de su parte, no podía mover ni el brazo de aquel tremebundo adormecimiento, ni la pierna; lo que sentía en cambio en el alma era un extremo agradecimiento, un sentimiento de alivio del corazón.

Cuando se despertó ahora, se despertó no a casa, sino en un jardín grande y hermoso, sobre los árboles de los que colgaba nieve. Algunos niños jugaban con bolas de nieve y corrían rápidamente por el jardín, y en otro lugar vio una chica joven vestida de blanco, muy, muy pálida la cara y con los ojos medio abiertos solo. Él se acercó a ella, y ella le sonrió y le tendió la mano.

-Vamos juntos a la ciudad, ¿no es así?

-Por supuesto, respondió Ioan, aunque se rían los hombres de nosotros.

-Deja que rían -dijo ella-. Ahora su risa no tiene ningún significado. Anteayer aún tenían derecho a reír y la risa y sus palabras me dolían, hoy...

-Tienes razón, ¿pero dónde vamos?

-¿Qué clase? ¿Tú no sabes aún? Pero quiero que lo veas una vez más; él duerme ahora y sueña conmigo y su alma me atrae, me atrae como un imán...

Extraño era que Ioan no se asombraba demasiado de lo que le sucedía. Primero tenía el sentimiento de que había perdido en parte la memoria, luego el sentimiento que con ligereza puede entrar en cualquier sitio que quisiera, puede hacer todo que quisiera, el tercer sentimiento, pero el más enérgico de todos, eran que todas estos suceden en un sueño de verdad, cuya razón fisiológica es un dolor ligero en la sien derecha.

Esta vez él se fue primero a casa. Alexandru dormía roncando en su cama.

-Vamos Alexandre, levántate -dijo él.

Alexandru se levantó asustado y buscaba a tientas por las tinieblas una cerilla.

-¿Por qué buscas cerillas, no ves bastante bien?

-Veo, pero tengo que coger la mano de los ojos.

A Ioan le pasó entonces un escalofrío de alegría. Él sabía por inspiración que, si susurraba en ese instante tres palabras mágicas, que las sabía de quién sabe dónde, Alexandru tiene que transformarse como él.

-Te adivino el pensamiento -dijo Alexandru-, pero te engañas. Al sol tengo que mirar, con la mano en los ojos, para que tú puedas convertirme...

Las últimas palabras Ioan no las oyó, porque la voz de su amada le llamaba.

Ella había llegado con un carruaje a la escalera.

-Vamos al baile, vamos al baile -dijo ella-, toda la tarde pensaré solo en ti.

Él se subió junto a ella, le abarcó apretadamente la talla y vio que ella llora.

-¿Por qué lloras, Anna? -preguntó él.

-Señor, me asombró cómo preguntas, mi pobre amigo. ¿Tú no sabes lo que yo descubrí?

-¿Qué descubriste?

-¡Sut! que no oiga nadie, porque nadie lo sabe.

Él entró en la sala del baile. Canciones, retumbo, baile... pero más extraño le parecía que cualquier mujer le sonreía, y le golpeaba en la mejilla con el abanico, incluso las chicas más vergonzosas no se avergonzaban en absoluto de él. Si una había llegado hasta rogarle que le cierre la liga, y sin embargo, aunque era la más risueña, era sin embargo muy buena.

Cuando la música comenzó de nuevo, él la acompañó con la voz, primero bajo, luego cada vez más fuerte. El mundo quedó raptado, los bailarines de vals volaba raptados y hechizados, los músicos se manejaban con una demoníaca maestría los instrumentos, y él cantaba, cantaba bien bajo, bien fuerte, como una voz de viento pasando por arfa de Eolo.

Y sin embargo nadie se daba cuenta que él cantaba. Al contrario, todo el mundo miraba a un violinista borracho y tísico, cuyo violín se oía en verdad como un melodioso grito de dolor que inspiraba también a los demás instrumentos.

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