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La mujer coqueta

Concepción Gimeno de Flaquer





Al ocuparnos de la coqueta debemos hacer una definición del coquetismo y la coquetería.

La coquetería y el coquetismo son tan incompatibles como la verdad y el engaño, la hipocresía y la sinceridad, lo espontáneo y lo violento, la malicia y el candor.

La coquetería es instintiva, natural; el coquetismo estudiado, artificial.

Frecuentemente vemos trocar la palabra coquetería y coquetismo hasta ser confundidas cual si fuesen voces sinónimas, a pesar de que expresan una y otro cosas muy divergentes.

La coquetería es innata en la mujer: consiste en el deseo de parecer amable, dulce, cariñosa, complaciente y simpática: la coquetería es el profundo conocimiento del arte de agradar.

El deseo de agradar encerrado en sus justos límites, no debe censurarse como se censura de ordinario: el deseo de agradar nos hace ocultar defectos, adquirir cualidades, reprimir nuestros fuertes ímpetus, sofocar nuestras pasiones y presentarnos con elegante distinción, respetando las fórmulas exigidas por la urbanidad y las conveniencias sociales.

El deseo de agradar es inherente a la niña, la joven y la anciana.

La coquetería es sencilla, no admite cálculo ni reflexión, se ostenta inconscientemente lo mismo en la aldea que en la capital: no puede confundirse con el arte, pues se conoce en la natural animación que da al semblante, en la soltura, facilidad y gracia que presta a los modales. Coquetería que se hace encantadora por su inocencia, coquetería que no se propone nada, que a nada aspira, que es ingénita en la mujer y que no muere jamás.

El coquetismo es el ardiente anhelo de inspirar muchas afecciones sin corresponder a ninguna, el deseo voraz de conmover los corazones, sin responder a esas conmociones siquiera con un latido.

La coqueta dice con Madame Ninon de Lenclos, «que la constancia es el recurso de los feos, que las personas de escaso mérito erigen la constancia en virtud, rindiéndole al amor un culto supersticioso por estar interesadas en conservar un corazón que saben no han ganado más que por la casualidad o el capricho».

El primero que comparó la coqueta al conquistador, estuvo muy inspirado: ambos destruyen, aniquilan, devastan y siembran por todas partes el llanto, la desesperación y el luto.

La coqueta hace su veloz carrera de una manera infame; sus trofeos representan un corazón lastimado, una ilusión marchita o una esperanza muerta.

Para llegar al pináculo de su ambición, no se detiene ante las súplicas, los lamentos y los dolores más acerbos; vive de la mentira, la astucia y la perfidia; todo lo mezquino y bajo le es familiar.

La coqueta consagra una parte de su existencia al espejo, otra a la ociosidad, la mayor a practicar lo contrario de lo que debiera hacer.

Su paso por el mundo es peligroso; la ocupación constante de su vida es templar las flechas de su aljaba, las saetas de su carcaj y dispararlas contra el primero que se le presente.

En su corazón se anidan las más repugnantes miserias. Dice Poincelot: «Un áspid haría la mordedura más venenosa si templara su dardo en el corazón de una coqueta».

La coqueta tiene muchos amantes, a los cuales engaña sin interesarse por ninguno; su corazón está yerto, helado cual un cadáver.

Distribuye sonrisas, flores y cabellos con la mayor prodigalidad, diciendo a cada individuo particularmente, que su dádiva vale mucho por concederla difícilmente: mas esta situación se sostiene hasta que llega un día en que se descubre su estrategia, gracias a algún pedante (están en mayoría) que ha querido darse importancia con el rizado bucle de su Filis. Del rizo se presenta toda una edición aumentada o disminuida, y se promueve un lance del cual salen todos coaligados para dirigirle una epístola en términos semejantes a estos:

Sus cabellos han causado su deshonra, como la cabellera de Absalón causó su muerte; el mechón de sus cabellos la descubre, como la calva descubrió a César; hemos conocido por el rizo su traición, como conoció al triunviro por la falta de su cabello un esclavo escapado de Roma.

Nos aflige se haya vd. desprendido de sus cabellos, porque si cual Sansón tenía vd. la fuerza en ellos, la pérdida es tristísima.

Piense vd. en Margarita de Borgoña, que fue ahorcada con una trenza de pelo, y reflexione las fatales consecuencias que la distribución de él puede originarle.

No entregue vd. a nadie cabellos si no es a Ortells, para que le haga artísticos brazaletes; o a Villalón para que le peine una peluca que no se parezca a la que le estamos echando.

Suponemos erizada su cabellera cual la de Medusa o la de las Euménides; pero resígnese y admita los bucles que le devolvemos húmedos por las lágrimas que nos arranca su ingratitud, de la cual procurarán curarse en casa de Prast o Lardhy los que suscriben etc., etc.



Hemos retratado a la coqueta vulgar; pasemos a ocuparnos de la coqueta distinguida. El coquetismo tiene muchas ramificaciones: hay coquetismo tan delicado, tan ingenioso, que apenas se percibe a pesar de ser el refinamiento del más estudiado coquetismo. La coqueta poco común ofrece un mundo de placeres seductores en una mirada, y niega con una sílaba cuanto han prometido sus ojos: no concede nada y lo hace esperar todo; rechaza a sus adoradores con palabras duras y miradas tiernas, y en tan desigual combate hace uso constantemente de los ojos, sin necesitar acudir a su arsenal en busca de otras armas.

Nadie le conoce un amante, mas sí una gran corte de adoradores entre los que pasa por inflexible y difícil: es la gran actriz de salón, lleva su tocador en la inteligencia, y sus frases son como la túnica de Neso, brillantes y envenenadas. Cual la lanza de Aquiles, causan honda herida y vierten un bálsamo delicioso: jamás aparece cual es; se muestra ora animada, ora patética, ya risueña, ya sentimental, adaptándose a las situaciones del papel que representa.

Hay otro tipo de coqueta no muy común: es la que por halagar a los hombres abdica de sus aspiraciones e ideas, aprobando siempre las de estos y con mayor entusiasmo las del último que le habla.

Si Alfredito ensalza los goces campestres, ella pinta con bellos colores los goces de la poética soledad, envidiando la tranquila existencia de los moradores de la Antigua Arcadia; sueña con un valle suizo, con una amena floresta y con un bosque de aves canoras. Si Ricardo elogia los placeres sociales, ella encarece los encantos del beau monde, se muestra iniciada en la crónica del movimiento social, y hace apologías de los aristócratas que más figuran.

Si Everardo es romántico, ella anhela vivir en un ruinoso castillo feudal contemplando el pálido astro nocturno, que cual lámpara de plata esparce fantástico resplandor entre los medrosos torreones.

Existe también la coqueta que dicta leyes y que hace sentir su influencia en la época en que vive; pone en moda al poeta que canta sus hechizos, al pintor que más la embellece, al médico que le dice no alteran los dolores físicos su espléndida belleza, al peluquero que aumenta sus cabellos, y a la modista que le hace el talle ceñido y esbelto.

Son tan variados los tipos pertenecientes a la especie, que sería preciso escribir un infolio para bosquejarlos todos.

Nos concretaremos a presentar en boceto los que están más en relieve.

Conocemos la coqueta semibeata a la cual asusta el nombre de amante y mucho más el verse sin ninguno de los que llevan ese nombre, así es que no los acepta, pero no los quiere lejos de sí, y para retenerlos, les da el dulce nombre de hermanos, suavizando de este modo sus negativas, y encantándoles con un sentimiento que no comprenden y que les atrae por original y misterioso.

Esta mujer, cuando es abandonada del mundo, se hace devota por encontrar todavía amor; pero desgraciadamente para ella, su devoción es un crimen, porque ofrece a Dios lo que no quieren los hombres.

Pulula por todas partes la coqueta que disculpa su conducta, lamentándose de la inconstancia del hombre, y suele exclamar:

Ha llegado el hombre al estado de no poder amar a un le breve tiempo, de modo que la mujer que quiera conservar el amor de su amado, debe poseer el secreto de no mostrarse siempre la misma, y con dolor tiene que dar preferencia al arte sobre la naturaleza.

¡Luego el hombre se queja de la ficción de la mujer!

Estas lamentaciones son completamente hipócritas.

¿Queréis saber la opinión de Madama Bradí, respecto a la coqueta? Suponemos que sí: Madama de Bradí dice:

Una coqueta me parece un saltimbanqui que redobla el tambor y toca el clarín, y vuelve a redoblar y a tocar para que la gente acuda. Lo mismo que él, la coqueta ostenta todo lo que le es posible ostentar, los atractivos de su persona, los adornos y después las agudezas del espíritu. En ella se ven las mil rotaciones de sus miradas, la languidez o viveza de los ademanes; luego pasa a los pliegues del vestido, a las ondulaciones de los volantes; este es el ejercicio de los ojos; viene después el de los oídos, que suele ser corto, porque estas señoras repiten siempre lo mismo, respectivamente al género sentimental o apasionado. Mas luego vuelve a redoblar el tambor y a sonar el clarín, porque es preciso aumentar y renovar los espectadores.

A pesar de todo, el clarín y el tambor podrán atraer a la multitud, pero no lograrán retenerla.



La coqueta no puede devolver lo que le dan: exhausta de vida en el corazón, necesita, como el vampiro de la fábula, absorber poco a poco la vida de los demás para sostenerse, y no abandona a los que se han rendido hasta convertirlos en cadáveres, cual ella.

Una mujer casada que conserva el coquetismo de su primera edad, aunque no falte a su marido, es adúltera de corazón.

El deshonor está consumado desde el momento en que el honor se ha puesto en peligro, dice Jorge Sand.

¡Qué importa no se manche el cuerpo si el alma se mancha! decimos nosotros. Hay muchas mujeres que, careciendo de sensibilidad, anhelan ser amadas.

Lo que les falta de ternura les sobra de vanidad, y quieren inspirar amor, porque inspirarlo, es para ellas un gran trofeo, un gran éxito del cual hacen ostentoso alarde. Estas mujeres quieren despertar entusiasmo, porque el entusiasmo es el incienso del corazón, y por nada cambian una nube de incienso.

¡Coquetas, amad, para dejar de serlo! Amad para que no digan los hombres que vuestro corazón es un cero a la izquierda.

Ha pocos días oímos el siguiente diálogo entre dos caballeros:

-Es verdad, Gutiérrez, tienes mucha razón; la mujer hace alarde de sensibilidad, porque sus nervios se conmueven fácilmente.

-Cuando la veas llorar, no te alarmes nunca: sus lágrimas no son hijas del dolor; la mayor parte de las veces son debilidad del lagrimal.

-Si el corazón de la mujer fuese verdaderamente tierno, no habría coquetas.

-Desgraciadamente a pocas mujeres podemos excluir del número de las coquetas.

-Cuantas frecuentan la sociedad lo son.

-¿Luego tú crees que las coquetas se anidan en el gran mundo?

-Es el teatro en que ellas actúan.

-Para la coqueta nunca faltan escenarios, aunque no penetre en el beau monde.

-¿Opinas que la coqueta existe en todas las clases sociales?

-Sí, Alvarella, la coqueta crece como la mala yerba; la coqueta existe y existirá, es el ave fénix, que renace de sus cenizas.

-Pienso lo mismo que tú.

-¿Has leído Pepita Jiménez?

-¿Qué español no la conoce? Es una de nuestras mejores novelas.

-¿Te has fijado en el tipo de la protagonista?

-Ya lo creo.

-El autor ha comprendido a la mujer.

-Sí, nos presenta a la mujer con todas sus sagacidades y sus mil supercherías.

-Y sin embargo, el autor asegura que no se ha propuesto en su novela demostrar nada, ni atacar a nadie, ni ensalzar ni deprimir; que su obra es solo de entretenimiento.

-El espíritu de su autor, profundo y analítico, no puede ser en nada superficial: se propone escribir un libro ligero, y resulta un libro intencionado.

-En Pepita Jiménez ha herido a todo el sexo, mas ocultando el arma ofensiva.

-Sí, a mi modo de ver el autor ha demostrado que la mujer es coqueta siempre: unas veces su coquetismo es calculado, otras irreflexivo.

-No sé cuál de estos dos coquetismos es más dañino.

-Ambos lo son.

-Uno malo a sabiendas, el otro inconscientemente.

-El resultado es idéntico.

-Según Valera, la mujer, para ser coqueta, no necesita que la sociedad haya corrompido su corazón, pues el coquetismo es innato en ella.

-Exacta es tu interpretación. Pepita Jiménez no ha penetrado en el gran mundo, es una oscura o inocente lugareña, y no obstante, podría fundar una escuela de coquetas, que alcanzaría más celebridad que la renombrada escuela de Aspasia, maestra de la elocuencia.

-¡Y qué atrevido coquetismo el de Pepita!

-Es un coquetismo pérfido, lleno de la más herética ambición. Figúrate si es colosal la ambición de Pepita: se atreve a rivalizar con Dios.

-Sí, al coquetismo que, según Valera, no puede fallar nunca en la mujer, le ha dado la forma más censurable que podía darle, es un coquetismo mezclado con la soberbia más ilimitada.

-Es verdad: ella sorprende en el alma de Luis la imagen de Dios y se propone borrarla, imprimiendo en aquella alma su imagen.

-Como siempre, se ve aparecer la mujer lanzada a empresas temerarias.

-Sí, a la mujer le seducen los triunfos difíciles.

-Por eso Pepita desafía a Dios y le vence: cuando Luis se iba a consagrar a Él, ella le encadena; cuando él quería ser ángel, ella lo convierte en hombre; cuando aspiraba al cielo, le hace amar la tierra.

-¡Y de qué modo convierte a aquel ángel en hombre! Resumiendo en él las mayores culpas, osa amar a la mujer que ama su padre, pierde la castidad ofrecida a Dios, y como si esto no fuera bastante, en un momento se trasforma en jugador y duelista.

-A propósito de Luis: ayer una señora me hablaba de este mismo personaje y me decía: No acierto a comprender por qué el Sr. Valera se ha ensañado tanto contra ese pobre Luis: bastaba que hubiese sido débil ante los encantos de Pepita: ese es pecado que todas las mujeres le hubieran perdonado; ¿pero a qué manchar a Luis con tantas culpas? La observación me hizo gracia, y yo contesté a mi amigo:

-No, el autor no se ensaña contra Luis, al hacerlo delinquir, tantas veces se ensaña contra Pepita, o sea contra la mujer.

-Valera se ha propuesto demostrar que la mujer no ha dejado de ser serpiente, y como Valera tiene gran talento, el lector queda convencido.

No pudimos oír el final de la conversación; pero ya nos bastó ese rayo fulminado contra las mujeres, para saber el concepto que de nosotras tiene un escritor tan eminente.

Amad, coquetas, para reformar la opinión de los hombres de talento, que es la que puede importaros.

Amad, coquetas, para que vuestra vejez no sea triste y solitaria. Amad, coquetas, un verdadero amor borra veinte años de coquetismo.





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