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La mujer en «El señor presidente» de Miguel Ángel Asturias: entre juego erótico y crítica social

Patrizia Spinato Bruschi

La génesis de un estudio

Para empezar, permítanme contar cuál fue el origen del título que he elegido para la clase de hoy.

La invitación de la profesora y querida amiga del grupo de los hispanoamericanistas milaneses e italianos, Guadalupe Fernández Ariza, me ha honrado mucho por el afecto y el respeto que le tenemos a ella como persona y como estudiosa, y por el prestigio del ateneo malacitano que nos acoge en estos días en esta sede de Marbella y que me acogió hace un cuarto de siglo como joven estudiante de español en mi primera estancia en la península.

El título de este curso de verano, Erotismo y poder en la literatura hispanoamericana del siglo XX, proporcionaba muchas posibilidades de elección dentro del marco de la literatura hispanoamericana, y no me fue fácil escoger. Entre los autores protagonistas del panorama artístico, al final decidí proponer el nombre de Miguel Ángel Asturias, del que no me había ocupado desde hacía mucho tiempo pero al que, por varios motivos, he vuelto a estudiar en estos últimos meses. Posiblemente la mayoría de los colegas no se va a asombrar, puesto que todo el mundo sabe cómo el Maestro Bellini nos transmitió a sus discípulos su propia veneración humana y artística por el Premio Nobel guatemalteco; veneración que muchos de ellos, entre los cuales me encuentro, han llegado sinceramente a compartir.

La lectura de las obras de Asturias nos brinda cada vez que la reanudamos la posibilidad de descubrir aspectos formales y de contenido nuevos que no dejan de sorprendernos y de estimularnos a seguir con su estudio. Es un placer apreciar la refinada habilidad de un escritor que no deja nada a la casualidad, aunque el aspecto exterior de sus obras puede a veces engañarnos por la soltura aparente del lenguaje o de la estructura. Cuanto más se vuelve a sus obras, tanto más se aprecia su maestría en la construcción general del producto literario, desde el idioma, diferenciado según los personajes, hasta el entramado, a menudo barroco pero siempre con una rigorosa lógica interior, todo nos conduce a una personalidad artística de descomunal valor.

Por otra parte, mi renacido interés por la figura de Asturias tiene también que ver con la propuesta que hace un par de años, el Profesor Rovira nos hizo de dirigir un portal dedicado a Miguel Ángel Asturias para el magnífico proyecto de la Biblioteca Virtual de la Universidad de Alicante, que tantos materiales ofrece sobre todo a los estudiosos extranjeros que no tenemos a mano en todo momento los tesoros de la literatura en español. Y efectivamente merecía la pena reunir por lo menos los documentos fundamentales para retratar al escritor guatemalteco que, por diferentes motivos, siempre quedó un poco al margen de las iniciativas más importantes a nivel editorial y de comunicación. Sin embargo, se nos plantearon los usuales problemas de derechos de autor que, por lo menos por el momento, han impedido que se cuelguen en la red materiales oficiales y fidedignos.

Otra iniciativa en la que estoy involucrada llega del Profesor Bellini, que decidió editar su epistolario privado con el Nobel y, parcialmente, con su esposa: las cartas son casi todas inéditas y proporcionan a los estudiosos de Asturias materiales inestimables para apreciar sobre todo su talla humana. Si, por un lado, contienen comentarios o aclaraciones acerca de su obra, por otro, y son la mayoría, son cartas amistosas hacia Giuseppe Bellini, con el cual mantuvo durante años una relación fraternal: a él le cuenta sus viajes, los encuentros, las iniciativas, las preocupaciones, etc. A partir de todo ello se va perfilando el retrato de una persona sincera, genuina, directa y concreta, perfectamente en línea con el carácter de su correspondiente italiano.

Para volver a lo nuestro, este curso de verano me ofrecía, pues, la posibilidad de recorrer nuevamente la narrativa del escritor guatemalteco con vistas al tema oficial del encuentro. Me parecía interesante aislar todos los personajes femeninos de las novelas de Asturias, secundarios pero significativos, para llegar al fresco ofrecido por Mulata de tal, donde la mujer desempeña un papel de fundamental importancia con las figuras de Niniloj y de la Mulata. Pues bien, al empezar con el análisis de El Señor Presidente, me fui dando cuenta de que el material presente en esta obra era tanto y tan variado que podía ser suficientemente representativo de la producción de Asturias: y a esto, entonces, voy a dedicar estos apuntes.

El Señor Presidente

El Señor Presidente es la primera novela de Miguel Ángel Asturias1: desarrollada a partir de un cuento, «Los mendigos políticos» (1923), que había escrito en Guatemala para un concurso literario, encuentra su forma definitiva en París en 19322. La novela, que alude a la dictadura de Estrada Cabrera, tiene entre sus antecedentes Las fieras del trópico (1915) de Rafael Arévalo Martínez3 y el Tirano Banderas (1926) de Ramón María del Valle-Inclán4. Seguramente refleja, además de las lecturas abundantes, la influencia que tuvieron los escritores con quienes Asturias entró en contacto durante su estancia europea y las charlas nocturnas que compartieron en los cafés de la capital francesa. Autor sólido, original y ya maduro, el maestro guatemalteco reelaboró los influjos exteriores y dio vida a una de las obras fundamentales de la literatura occidental, interpretando de manera vital y personalísima el tema de la dictadura, tema que acabó siendo muy querido por los autores tanto americanos como europeos y que, a partir de los escritores del boom para terminar con iniciativas más aisladas como la de Le Dictateur et le hamac (2003) de Daniel Pennac, llegó a dar muchas obras y muy diferentes sobre una plaga que sigue afligiendo América Latina.

Aunque no nombra al dictador que retrata ni hace referencias directas a su país, Asturias no considera la posibilidad de editar la obra hasta que Guatemala no sale de las feroces dictaduras de Manuel Estrada Cabrera y de Jorge Ubico Castañeda, en 1944. Bartolomé Costa Amic, que había custodiado el manuscrito en México a lo largo de los años, en paralelo a Georges Pillement en Francia, lo edita en el país azteca en 1946 gracias al dinero de la madre de Asturias y con el título que le dio la fama, sustituyendo al más culto, pero sumamente evocativo, que le había puesto el autor, Tohil o Malbolge. Como indica Albizúrez Palma5, el retraso de la publicación fue afortunado porque, por un lado, México representó para la novela una plataforma de lanzamiento muy superior a Guatemala; además, para 1946, se estaba operando en Hispanoamérica un proceso de cambio en la narrativa: se abandonaba el tipo de narración criollista y nacía un nuevo tipo de narrativa, experimental, más en línea con el estilo de Asturias.

La fama internacional, sin embargo, le llegó al autor con la edición que se hizo en Buenos Aires, en Losada, en 1948, que tuvo una gran acogida y que fue seguida por una gran cantidad de ediciones y de traducciones6. Lamentablemente en su patria desde el principio y hasta mucho tiempo después -exceptuados críticos iluminados como Lucrecia Méndez de Penedo o Dante Liano- hicieron todo lo posible para desacreditarlo o para menguar su excelencia, a nivel humano y artístico, tanto es así que la primera edición guatemalteca de esta obra no apareció hasta 1969, bajo el patrocinio de la Universidad de San Carlos.

La trama de la novela es muy escueta: el asesinato del coronel José Parrales Sonriente constituye el eje de la acción y pone en marcha todo un mecanismo cuyo fin es culpar a dos personajes caídos en desgracia ante el dictador; al mismo tiempo, permite desarrollar historias paralelas, como la de la relación entre Camila y Cara de Ángel. Pero, sobre todo, el autor nos restituye un fresco inolvidable de la condición humana bajo los gobiernos totalitarios: sus páginas emanan sentimientos verdaderos, experiencias efectivamente vividas por un autor que padeció la dictadura en su propia piel. Declara el autor defendiendo la creación artística sobre la reconstrucción histórica:

«Una novela histórica se escribe con base a sucesos que el novelista conoce por lecturas o referencias. En esta novela mía, yo viví su historia, su tiempo histórico, vivencia que me permitió su traslado a la ficción, sin historia, sin pasado, viva; los personajes del Señor Presidente no se siente que vivieron, sino que están viviendo»7.


Asturias reelabora por completo su propia experiencia gracias a la recreación artística, que le permite alejarse de obras más directas, panfletarias: a través del juego lingüístico, de la recuperación de mitos ancestrales, del humorismo, del simbolismo, inaugura un nuevo tipo de novela, personalísimo. Todos estos rasgos, y muchos más señalados por la crítica a lo largo de los años, hacen de El señor Presidente una obra maestra, imitada por los escritores más jóvenes y unánimemente apreciada por el público y por la crítica8.

Mujer y poder

Aunque el enredo de El Señor Presidente no está centrado en protagonistas femeninas, resulta evidente el papel de contrapunto que las numerosas mujeres desarrollan a lo largo de toda la novela y, por consiguiente, el poder que, sin aparentarlo, ejercen en los personajes masculinos y en la dinámica de la fábula9.

El poder trascendente está, sin duda, representado por la Virgen, única interlocutora de una religión positiva, que constituye patrimonio común del microcosmo novelesco y que se manifiesta sobre todo a través de la iconografía tradicional: catedral, velas, camarines, confesionarios, campanas, etc. La iglesia es un espacio mágico donde las fuerzas del bien y del mal se enfrentan para disputarse las almas de los pecadores10 y su dueño incontrastado no es Dios, sino su Madre, «propietaria de aquella casa, miel de los ángeles, razón de los santos y pastelería de los pobres»11.

A la Virgen se atribuyen una secuencia de aposiciones que revelan elocuentemente como se le representa en el imaginario popular: sus características físicas, sus capacidades intuitivas, las gracias que puede conceder. Ella simboliza para todos la posibilidad de alcanzar la felicidad completa, añorada en la vida terrenal, y, por lo tanto, la salvación, el Paraíso. Al anochecer, cuando «De los campanarios luminosos caía en las calles el salvavidas del Ave María»12, sus oraciones marcan el paso de un día más, y el merecido descanso para una población vejada y humillada. Imágenes de la Virgen, pegadas a los cuerpos de las mujeres o rodeadas de flores y velas en casas particulares y tiendas, se encuentran en todos lados, para proteger a buenos y malos13

El idiota, uno de los pordioseros de la capital, en su delirio físico y mental nos la describe eficazmente, en todos los pormenores:

«De un camarín -como pasa la luz por los cristales, no obstante el vidrio- salió la Virgen del Carmen a preguntarle qué quería, a quién buscaba. Y con ella [...] se detuvo a conversar muy complacido. Tan gran señora no medía un metro, pero cuando hablaba daba la impresión de entender de todo como la gente grande. Por señas le contó el Pelele lo mucho que le gustaba masticar cera y ella, entre seria y sonriente, le dijo que tomara una de las candelas encendidas en su altar. Luego, recogiéndose un manto de plata que le quedaba largo, le condujo de la mano a un estanque de peces de colores y le dio el arco iris para que lo chupara como pirulí. ¡La felicidad completa! Sentíase feliz desde la puntita de la lengua hasta la puntita de los pies. Lo que no tuvo en la vida: un pedazo de cera para masticar como copal, un pirulí de menta, un estanque de peces de colores y una madre que [...] lo alcanzaba dormido en la basura»14.


La Virgen es la madre por antonomasia: afectuosa, respetuosa, acogedora, siempre presente y llena de atenciones hacia sus hijos, capaz de escucharles y de entender perfectamente sus intrínsecas necesidades.

Sus proyecciones terrenales, en la economía novelesca, están sin duda representadas, a niveles diferentes, por Camila Canales y Fedina de Rodas: mujeres jóvenes -una virgen, la otra madre-, rectas, cándidas, inocentes, respetuosas, figuras positivas a lo largo de toda la narración y desde todos los puntos de vista. Estas mujeres angelicales se sacrificarían sin pensarlo para sus seres queridos. La esfera erótica aquí resulta del todo ausente e inútil: su poder se transmite autónomamente.

Después de su aparición in medias res en el capítulo sexto, a Camila el escritor le dedica todo el capítulo XII donde, con un flashback de la muchacha, ya raptada por el favorito del Presidente, presenta su edad, el semblante físico, psicológico, sus sentimientos, sus debilidades. En el párrafo inicial se nos presenta con la coquetería típica de las adolescentes, mirándose continuamente en el espejo de su habitación y haciendo muecas mientras intenta encontrar, a pesar de su belleza evidente, algún rasgo hermoso, por lo que su nana la regaña. Junto a su descripción física, siempre a través de sus ojos, llega la de una «nube de gente emparentada»15 con ella: tíos, primos que aparentemente la miman pero que ella desprecia por su actitud dominadora y por sus repugnantes características físicas.

Vestal de la iconografía femenina, hacia su padre, trasposición de Dios, Camila manifiesta un amor tierno, filial, siempre bondadoso y respetuoso. Al comunicarle su inminente fuga, ella no se queja, no se desespera, sino que colabora aunque no le guste lo que está pasando porque confía ciegamente en los seres a los que ama. Más tarde, en espera de noticias de parte del favorito, se desespera sólo al pensar que al padre puede haberle pasado algo: ella actúa como si fuera su protectora, su madre y afirma que no sabría aguantar malas nuevas: «-¡Ay, Dios quiera que no me traiga malas noticias!... Estoy que no sé... Me voy a volver loca...»16.

El episodio se sitúa en paralelo con el encarcelamiento de Fedina que, en efecto, se vuelve loca al escuchar, impotente, el sufrimiento y la muerte de su hijo. Las situaciones son muy parecidas, aunque tienen finales diferentes, tanto es así que hay unas descripciones que podrían aplicarse, indistintamente, a cada una de las dos mujeres: «El corazón le daba golpes en el pecho. Al final de aquel día que ella creyó por momentos eterno, interminable, que no iba a acabar nunca, estaba entumecida, floja, sin ánimo, ojerosa, como la enferma que oye cuchichear de los preparativos de su operación»17.

A pesar de su joven edad y de las debilidades de su personal presentación, Asturias nos retrata a Camila como a una muchacha práctica, madura, responsable, concreta, observadora, afectuosa. La «crueldad de sus pupilas de vidrio helado»18 es la proyección de su fría inteligencia, de su madurez temprana, del fuerte imperativo moral que la guía y llega hasta el extremo de la autodestrucción para evitar que su integridad se manche.

Al contrario, Cara de Ángel, al raptarla, tiene «pupilas [...] negras y sin pensamiento»19, que reflejan una actitud todavía rapaz, hostil, violenta. El favorito se ha llevado lo más precioso de la casa saqueada, con el propósito de hacerlo suyo en la trastienda de la fonda, pero la llama de la omnipresente candela ofrecida a la Virgen de Chiquinquirá alumbra tanto la imagen sagrada como la cara pálida y llorosa del «cuerpo de ángel a medio hacer»20 de la muchacha, y lo detiene. Del mismo modo, les acompaña cuando salen a por los tíos de la muchacha y el viento, significativamente, se la apaga21; delante de la casa de Juan Canales, mientras toca desesperada como lo hizo unas horas antes Fedina a su puerta, Camila se detiene en los ojos de su acompañante: «Le alegraba separarse de aquel hombre cuyos ojos negros despedían fosforescencias diabólicas, como los de los gatos; de aquel individuo repugnante a pesar de ser bello como un ángel»22.

Dejando por el momento a Fedina, al otro extremo el poder inmanente está oficialmente representado por los satélites del Presidente, en todas sus declinaciones jerárquicas. Los personajes masculinos a primera vista dominan la escena, con sus acciones y sus pensamientos; sin embargo, una análisis más detenida revela que, detrás de cada hombre, aunque en la sombra, actúa y piensa una mujer. En efecto, nos damos pronto cuenta de que cada personaje masculino tiene su «pareja», formal o moral. Todos giran alrededor del dictador, eje de la historia, aparentemente solo, aunque su proyección femenina puede estar representada por doña Chón.

La fuerza de las mujeres reside a menudo en el imperativo interior que guía sus actos y que las empuja a obedecer a un instinto a veces peligroso, porque se opone a la racionalidad, a la lógica social y política. En esa línea, podemos apreciar cómo sólo algunas de las figuras femeninas representan una humanidad de otra manera ausente en la novela; y cuanto más socialmente degradadas, mejor encarnan unos valores al parecer débiles o del todo ausentes en las clases más elevadas y en sus correspondientes masculinos.

Si prescindimos de las pordioseras del Portal del Señor23, almas inquietas pero degradadas al mismo nivel de las que ocupan peldaños aparentemente más altos de la escala social, el primer personaje que adquiere consistencia es la esposa del doctor Luis Barreño. Frente al idealismo del marido, que defiende la verdad científica y los principios humanitarios de su profesión -pero no consigue llegar a ser el médico de confianza del Presidente ni llenar de clientes su propia clínica-, su mujer le reprocha pragmáticamente el miedo que le impide ascender socialmente y económicamente.

La escena empieza con un leve matiz cómico, puesto que el marido, que ha entrado en su casa muerto de miedo después de una entrevista con el Señor Presidente, y receloso ante la posibilidad de sufrir algún atentado contra su vida, se refugia en un cuarto detrás del ropero. Al llegar su esposa se le acerca -dice- para evitarle inútiles sustos: en realidad es él quien se asusta al oírla arrimarse y, evidentemente, no quiere que ella lo encuentre, absorto, en su espacio sagrado, la biblioteca. Los movimientos rápidos del hombre se acompañan al contrapunto ofrecido por la voz impaciente de la mujer que lo llama:

«-¡Luis!... ¡Luis!...

Del ropero se descolgó un levitón como ave de rapiña.

-¡Luis!

Barreño saltó y se puso a hojear un libro a dos pasos de su biblioteca. ¡El susto que se habría llevado su mujer si lo encuentra en el ropero!...»24.


La mujer lo acoge con una agresividad que no sorprende al hombre, sino que le alivia, conduciéndole a un nivel cotidiano, doméstico, protector: «La luz y la voz de su esposa le devolvieron la tranquilidad»25, comenta el autor, aunque ni el tono ni los argumentos dejan hipotizar una relación afectuosa o equilibrada entre los dos. A pesar de las sombras que acechan sobre su conducta moral, es la señora -de la que, evidentemente, no merece la pena indicar un nombre (¿actitud generalizada?)- quien conduce el juego y aparenta insatisfacción por las debilidades del marido:

«-¡Ya ni gracia tienes! ¡Te vas a matar estudiando o te vas a volver loco! ¡Acuérdate que siempre te lo digo! No quieres entender que para ser algo en esta vida se necesita más labia que saber. ¿Qué ganas con estudiar? ¡Nada! ¡Dijera yo un par de calcetines, pero qué...! ¡No faltaba más! ¡No faltaba más!... [...] -¡No faltaba más! Estudiar..., estudiar... ¿Para qué?... Para que después de muerto te digan que eras sabio, como se lo dicen a todo el mundo... ¡Bah!... Que estudien los empíricos; tú no tienes necesidad, que para eso sirve el título, para saber sin estudiar... ¡Y... no me hagas caras! En lugar de biblioteca deberías tener clientela. Si por cada librote inútil de ésos tuvieras un enfermo, estaríamos mejor de salud nosotros aquí en la casa. Yo, por mí, quisiera ver tu clínica llena, oír sonar el teléfono a todas horas, verte en consultas... En fin, que llegaras a ser algo... [...] algo efectivo... y para eso no me digas que se necesita botar las pestañas sobre los libros, como tú lo haces. Ya quisieran saber los otros médicos la mitad de lo que tú sabes. Basta con hacerse buenas cuñas y de nombre. El médico del Señor Presidente por aquí... El médico del Señor Presidente por allá... Y eso sí, ya ves; eso sí ya es ser algo...»26.


«Algo» en vez de «alguien» es lo que preocupa más a esa mujer ruda, trepadora, en busca de visibilidad social a cualquier costa. Su fuerza es su ignorancia, junto al carácter apacible del marido, que busca en ella la seguridad que no encuentra dentro de sí.

Sin embargo, unas cuantas páginas más adelante, se encuentra otra pareja que ha llegado a representar de manera ejemplar tanto el sentido del humor del autor, como el peculiar (des)equilibrio de algunos matrimonios. Se trata de los célebres don Benjamín y doña Venjamón, cuya casa da al Portal del Señor y, por lo tanto, están entre los primeros en enterarse del asesinato del Pelele: al oír las detonaciones se asoman a la puerta y tratan de conocer, sin salir, los detalles del nuevo crimen. Desde las primeras líneas de su aparición, el lector se da cuenta del tipo de relación que, con el pasar de los años, se ha establecido entre los dos:

«De repente abrióse una puerta [...] y como ratón asomó el titiritero. Su mujer lo empujaba a la calle, con curiosidad de niña de cincuenta años, para que viera y le dijera lo que sucedía. [...] Al titiritero le resultaba poco gracioso asomarse a la puerta en paños menores por las novelerías de doña Venjamón, como apodaban a su esposa, sin duda porque él se llamaba Benjamín, y grosero cuando ésta en sus embelequerías y ansia de saber si habían matado a algún turco, empezó a clavarle entre las costillas las diez espuelas de sus dedos para que alargara el cuello lo más posible»27.


El diálogo que acompaña la descripción resulta verdaderamente divertido gracias a la pericia lingüística de Asturias, que sabe medir los ingredientes necesarios para reproducir con vivo realismo y, al mismo tiempo, vivacidad, la disputa física y verbal de la descomedida pareja. Sale ganadora, por supuesto, la corpulenta esposa -«dama de puerta mayor, dos asientos en el tranvía, uno para cada nalga, y ocho varas y tercia por vestido»28 que domina físicamente y psicológicamente al etéreo marido -«no medía un metro; era delgadito y velludo como murciélago»29.

Insatisfecha del relato poco claro que le hace el hombre desde su posición privilegiada, la señora consigue apartarlo para enterarse personalmente de lo que pasa en la plaza central, y con toda su imponencia se asoma a la puerta «desgreñada, con un seno colgando sobre el camisón de indiana amarilla y el otro enredado en el escapulario de la Virgen del Carmen»30. La curiosidad domina el cuadro, como se infiere de la concitación de los discursos o de la dejadez de las prendas de los dos protagonistas, detalles secundarios frente a la ansiedad de saber lo que pasa en las cercanías. Además, a pesar de los reproches de su pareja, no es solamente la esposa quien tiene «esas exigencias»31. Poco después, es el hombre el que se lamenta de su papel secundario en el observatorio: su queja típicamente infantil encuentra una respuesta del correspondiente registro:

«-Pero sólo vos querés ver... - se atrevió don Benjamín con la esperanza de salir de aquel eclipse total.

Al decir así, como si hubiera dicho ¡ábrete, perejil!, giró doña Venjamón como una montaña, y se le vino encima. [...] Y alzándolo del suelo lo sacó a la puerta como un niño en brazos.

El titiritero escupió verde, morado, anaranjado, de todos colores [...] mientras [...] pataleaba sobre el vientre o cofre de su esposa»32.


Al pasar el cadáver del Pelele la esposa se santigua mientras él, humillado y ultrajado, sigue doliéndose de su matrimonio poco acertado. Su infelicidad sobrepasa el evento triste del que es voluntario testigo y al que, como muchos, reacciona con total indiferencia:

«-¡Chichigua te doy y no esclava, me debió decir el cura ¡maldita sea tu estampa! El día que nos casamos! -refunfuñó el titiritero al poner los pies en tierra firme.

Su cara mitad lo dejaba hablar, cara mitad inverosímil, pues si él apenas llegaba a mitad de naranja mandarina, ella sobraba para toronja; le dejaba hablar, parte porque no le entendía una palabra sin los dientes y parte por no faltarle el respeto de obra.

Un cuarto de hora después, doña Venjamón roncaba como si su aparato respiratorio luchase por no morir aplastado bajo aquel tonel de carne, y él, con el hígado en los ojos, maldecía de su matrimonio»33.


Como en el matrimonio Barreño, es la mujer quien domina la pareja. Don Luis subordina su persona al código moral y profesional del estatus de médico: la seriedad con que desempeña su trabajo le permite controlar el miedo intrínseco de su persona y tolerar tanto las intimidaciones de los enemigos públicos, como la culpable agresividad verbal de su esposa.

En la pareja del titiritero, por otro lado, se percibe inmediatamente la preeminencia física de la mujer, vivida por ésta última de manera natural y protectora, y del otro como una afrenta a su orgullo herido. Sin embargo, incluso aquí el verdadero lance se desarrolla en el plan verbal: las riñas privadas de la pareja hallan resonancia en sus representaciones del teatro de títeres. En los muñecos se proyectan sus competiciones verbales, de las que llegan a ser denodados intérpretes: el público de niños ríe y ellos perfeccionan su habilidad. En estas disputas ambos parten del mismo nivel y la lucha es más equilibrada: la victoria de la mujer no se da por descontada:

«-¡Ilógico! ¡Ilógico!- concluía don Benjamín.

-¡Lógico! ¡Relógico!- le contradecía doña Venjamón. [...]

-Pero es ilógico...

-¡Relógico, vaya! ¡Relógico, recontralógico!

Cuando doña Venjamón la tenía con su marido iba agregando sílabas a las palabras, como válvulas de escape para no estallar.

-¡Ilololológico!- gritaba el titiritero a punto de arrancarse los pelos de la rabia...

-¡Relógico! ¡Relógico! ¡Recontralógico! ¡Requetecontrarrelógico!»34.


De todos modos la pareja de los titiriteros sale bien parada en el fresco asturiano. En efecto, al final de la novela, se revela todo el sólido afecto que les une a los dos. Al enloquecer el marido, la esposa no sólo no lo abandona, sino que lo sigue, lo defiende y lo protege: muestra evidente del amor y, por qué no, de la estima que de manera poco convencional siempre había tenido para don Benjamín35. La moraleja es clara: aunque a veces unas uniones se presentan poco equilibradas, la aceptación de un código común y el respeto mutuo las fortalecen y las consolidan, permitiéndoles seguir adelante a lo largo de los años, a pesar de las dificultades de la vida cotidiana.

Otra pareja, aunque no legitimada formalmente, es la compuesta por la Masacuata, la fondera, y Lucio Vázquez36, el policía. La señorita es única dueña y gestora de El Tus-Tep, «fondín de mala muerte»37 en el barrio de la Merced, justo en la esquina opuesta a la casa del general Canales. Aquí se entretiene el favorito esperando tener la ocasión de hablar con alguien de la casa. Aquí es donde el mismo se refugia después de raptar a Camila Canales, en la madrugada, con la complacencia de Vázquez.

En realidad, a la hora de organizar el secuestro, la fondera, prudente y avispada, no toma ningún partido, sin embargo deja que su compañero38 se ponga de acuerdo con el raptor de la muchacha. Al final es ella la que tiene que ocuparse de todos los detalles, mientras él aprovecha para desentenderse y emborracharse a costa suya39; o cuando, más tarde, se lo llevan preso y la muchacha se enferma. La Masacuata conoce su oficio y conoce al género humano: como, por un lado, al principio no le permite a Vázquez besarla y de sus agresiones se defiende con todos los medios a su disposición -fuerza física y verbal-40, por otro sabe permanecer neutral con los clientes menos asiduos del café: «La fondera hacía oídos sordos o se desayunaba de todo lo que aquéllos le contaban...»41. Habla lo necesario y actúa, con prudencia e instinto al mismo tiempo femenino y profesional.

Conversando con Camila le da su definición del amor que, como una chispa, ilusiona y no tiene sustancia: por eso no se rinde inmediatamente a la pasión del policía, porque sabe que va a acabar muy pronto. En su sintaxis colorida y esencial se aprecia su apego a la cotidianidad; nótese además cómo, a lo largo de la novela, el hielo y el frío presentes en sus reflexiones, siempre negativos, están a menudo relacionados con la decepción amorosa, con el juego erótico a secas:

«-El amor, niña, es como las granizadas. Cuando se empiezan a chupar, acabaditas de hacer, abunda el jarabe que es un contento; por todos lados sale y hay que apurarse a jalar para adentro, que si no, se cae; pero después, después no queda más que un terrón de hielo desabrido y sin color»42.


Mencionados por la fondera, además, se concretan por primera vez en la novela dos personajes femeninos opuestos por características físicas y morales pero que, en cierto momento, entran en contacto. La primera es doña Chón, dueña del prostíbulo, y la otra es Fedina, esposa de Genaro Rodas amigo del policía.

La Masacuata saca a colación a doña Chón cuando, acuñada contra la pared del fondín por Vázquez, evidentemente se defiende de la amenaza de encerrarla en la prisión llamada «Casa Nueva» con un pretexto cualquiera, con la prepotencia típica de quien se siente respaldado por un poder inicuo. A Cara de Ángel, que trata de apaciguarles, le dice:

«-[...]¡Y la policía..., para todo todo van saliendo con la policía! ¡Que preben! ¡Que preben a entrar aquí! No le tengo miedo a nadie ni soy india, ¿oye, señor?, para que éste me asuste con la Casa Nueva! -¡A una casa-mala te meto si yo quiero! -murmuró Vásquez [...].

-¡Será metedera! ¡Cómo no, Chón!»43.


El diálogo se juega en la oposición Casa Nueva/casa mala, una peor que la otra, a pesar del nombre engañoso de la cárcel; interesante, además, es aprender que, paradójicamente, la Casa Nueva, antes, era un convento de monjas, «cárcel de amor»44 de la que se conserva la estructura: «Mujeres y mujeres. Por sus murallones vagaba, como vuelo de paloma, la voz dulce de las teresas. Si faltaban azucenas, la luz era blanca, acariciadora, gozosa, y a los ayunos y cilicios sustituían los espineros de todas las torturas florecidas bajo el signo de la cruz y de las telarañas»45.

Los nombres de la prisión y del burdel se citan a menudo en paralelo, como se ve después en la canción que espanta a la esposa de Rodas. Mientras mujeres mundanas como la fondera saben cuál es el peligro que encierran las amenazas de las dos «casas» mencionadas en su riña con el policía, mujeres humildes y más caseras como Fedina no tienen idea de lo que se trata, sin embargo el destino quiere que lo experimenten dramáticamente en su propia piel.

Significativo es el incipit del sombrío capítulo noveno, metáfora de un microcosmos desdichado, en que se introduce directamente al personaje de Niña Fedina. El telón se abre sobre las actividades nocturnas en los barrios pobres de la ciudad; entre otros, el escritor centra su atención en un grupo de muchachos que se divierten impiadosos cazando los insectos que revoltean alrededor de los focos eléctricos: «Insecto cazado era sometido a una serie de torturas que prolongaban los más belitres a falta de un piadoso que le pusiera el pie para acabar de una vez»46. Unas líneas más adelante, además, se describen las «patrullas armadas de bayonetas y rondas armadas de palos que al paso del jefe [...] recorrían las calles tranquilas»47 y que a veces, por simple aburrimiento, «la tomaba de primas a primeras contra un paseante cualquiera, registrándole de pies a cabeza y cargando con él a la cárcel, cuando no tenía armas, por sospechoso, vago, conspirador, o, como decía el jefe, porque me cae mal...»48.

En tal contexto, se infiere lo fácil que es ser víctima de una pandilla cualquiera de gente ruin y vil que, en ausencia de justicia, descarga toda su rabia, su impotencia, su ignorancia sobre los más débiles49. El paralelismo entre el indefenso animal torturado por los pícaros o, a un nivel más elevado, semihumano, el transeúnte, por las milicias, y la familia Rodas, resulta patente. La culpa de la joven es hallarse en la casa de Canales después de su huida: toda la rabia de los colaboradores del régimen que no encuentran rastros del General se descarga sobre la indefensa mujer, víctima sacrificada por ninguna razón inteligible, aún más que el Pelele.

Sobre Fedina, instintiva, humilde y generosa hija del pueblo, incumbe la cobarde fragilidad de su marido, que indirectamente la hunde en la tragedia. Él no tiene oficio que defender, y tampoco se considera integrado en su propia familia: es la esposa la que trata de mantenerlo unido a ella y al hijo, pero Genaro no sabe contener su debilidad y su egoísmo aunque, en cierta manera, presiente con terror e impotencia lo que va a pasar: «El grito de su esposa bañó de puntitos negros el fantasma de la muerte, puntitos que marcaron sobre la sombra de un rincón el esqueleto. Era un esqueleto de mujer, pero de mujer no tenía sino los senos caídos, fláccidos y velludos como ratas colgando sobre la trampa de las costillas»50. Su persona le importa más que cualquier otra cosa, y hasta llega a traicionar formalmente a su mujer para verse libre.

Al contrario que la esposa del doctor Barreño, además de no haberse manchado con ninguna culpa, Fedina rechaza la holgazanería de su pareja y teme su ingreso en la policía secreta; sus reproches al hombre, al regresar por la noche, denuncian una preocupación verdadera por los efectos de sus amistades ambiguas para con la incolumidad y la moralidad de la familia, mientras la sombra de la muerte aletea en el dormitorio:

«-¡Cada vez más amigo de ese policía que habla como mujer! [...] ¡Ah, yo sé lo que te digo; nada buenos son esos hombres que hablan, como tu amigote, con vocecita de gallo-gallina. Tus idas y venidas con ése es porque andarán viendo cómo te hacés policía secreto. ¡Oficio de vagos, cómo no les da vergüenza!»51.


Asturias nos la retrata como un alma simple y buena, temerosa de Dios, preocupada por los seres más queridos, como el hijo o la comadre, por quienes, instintivamente, no duda en poner en peligro su propia vida. Nada en su actitud denuncia artificio y cada movimiento añade a su perfil transparencia, integridad, rigor, fuerza moral. Sus preocupaciones y su rabia se esfuman, por ejemplo, al imaginar la fiesta generosa que van a organizar para el bautizo del nene y el honor que van a tener con la hija de Canales para madrina:

«A lo lejos escuchaba Genaro la voz de su mujer. Hablaba de su hijo, del bautizo, de la hija del general, de invitar a la vecina de pegado a la casa, al vecino gordo de enfrente, a la vecina de a la vuelta, al vecino de la esquina, al de la fonda, al de la carnicería, al de la panadería. -¡Qué alegres vamos a estar!»52.


Otra señal sombría que Asturias nos da del triste destino que la espera a Niña Fedina, relacionado con el burdel de doña Chón, se encuentra a su llegada en la cárcel. Entre blasfemias, insultos y maldiciones, en los patios las reclusas cantan una canción que, sin saber por qué, inquieta a Fedina: no consigue entender su significado intrínseco, pero le causa angustia:

De la Casa-Nueva

a las casas malas,

cielito lindo,

no hay más que un paso,

y ahora que estamos solos,

cielito lindo,

dame un abrazo.

¡Ay, ay, ay, ay!,

dame un abrazo,

que de ésta, a las

malas casas,

cielito lindo,

no hay más que un paso53.



Es una verdadera premonición de lo que le va a pasar dentro de pocas horas, pero ella todavía no lo sabe y trata de analizar las estrofas que la voz destemplada, en tono de salmodía, «repetía y repetía»54 y que chocan con su sentido del pudor:

«Los dos primeros versos disonaban del resto de la canción; sin embargo, esta pequeña dificultad parecía encarecer el parentesco cercano de las casas malas y la Casa Nueva. Se desgajaba el ritmo, sacrificado a la realidad, para subrayar aquella verdad atormentadora, que hacía sacudirse a Niña Fedina con miedo de tener miedo cuando ya estaba temblando y sin sentir aún todo el miedo, el indiscernible y espantoso miedo que sintió después, cuando aquella voz de disco usado que escondía más secretos que un crimen, la caló hasta los huesos. Desayunarse de canción tan aceda, era injusto. Una despellejada no se revuelve en su tormento como ella en su mazmorra, oyendo lo que otras detenidas, sin pensar que la cama de la prostituta es más helada que la cárcel, oirían tal vez como suprema esperanza de libertad y de calor»55.


En el calabozo ninguno de sus sentidos se aplaca: además de la canción y de las vulgaridades que le llegan al oído, tiene hambre, frío y sueño; por el suelo andan insectos asquerosos y en las paredes una telaraña de dibujos que sintetizan la pluralidad del universo femenino: cruces, cunas, nombres masculinos, fechas, números, corazones, dioses, diablos, y toda una teoría de signos obscenos. Sale a flote una sexualidad que no conoce, no le pertenece y que turba en profundidad su sensibilidad de madre cristiana y de mujer decente.

Fedina se encuentra, de repente, en un mundo por completo opuesto al suyo, donde todo está al revés -paisajes, valores, perspectivas- y tiene miedo: «Aterrorizada, quiso alejarse de aquel mundo de locuras perversas [...]. Muda de pavor cerró los ojos; era una mujer que empezaba a rodar por un terreno resbaladizo y a su paso, en lugar de ventanas se abrían simas y el cielo le enseñaba las estrellas como un lobo de dientes»56. Trata de rezar, pero la angustia se lo impide.

Como un salvavidas que la lleva a su mundo, el pensamiento siempre vuelve a su hijo -«Pensaba en él como si aún lo llevara en las entrañas. Las madres nunca llegan a sentirse completamente vacías de sus hijos»57- y a todos los detalles del inminente bautizo, que como siempre la distraen de las preocupaciones inmanentes y la llenan de orgullo y placer:

«Luego trató de quitarse de la cabeza estos pensamientos, no le fuera a suceder lo que cuentan que le pasó a aquel que la víspera de su matrimonio se decía: "mañana, a estas horas, ya te verás, boquita!", y a quien, por desgracia, el día siguiente antes de la boda, pasando por una calle, le dieron un ladrillazo en la boca»58.


Cuando pierde a su bebé, verdadera razón de su vida, enloquece; llora hasta desfigurarse y luego encuentra cierto alivio en la idea de transformarse en la tumba viva de su hijo. Desde este preciso momento Asturias respeta su deseo y, como si fuera piedra, no vuelve a interpretar las sensaciones y los pensamientos de la pobrecita. Todo lo que sabemos acerca de ella nos viene desde el exterior, de las personas que la rodean o que, por algún motivo, saben algo de su destino.

Erotismo y poder

Aunque su nombre aparece desde las primeras páginas de la novela, la entrada en escena oficial de doña Chón y de su sucio negocio se registra casi a la mitad de la novela, en el capítulo XIX, significativamente cuando se presenta también a la negra figura del Auditor de Guerra. Retirado en su casa, por la noche le llega una carta en la que un colega le propone un trato, precisamente relativo a Niña Fedina, recién llegada a la cárcel y sobre quien los explotadores ya han puesto los ojos: como buitres, cada uno quiere aprovecharse de los desdichados, a menudo inocentes, que se caen en manos de la (in)justicia presidencial.

«La Chón Diente de Oro -le decía el Licenciado Vidalitas-, amiga del Señor Presidente y propietaria de un acreditado establecimiento de mujeres públicas, vino a buscarme esta mañana a mi bufete, para decirme que vio en la Casa Nueva a una mujer joven y bonita que le convendría para su negocio. Ofrece 10.000 pesos por ella. Sabiendo que está presa de tu orden, te molesto para que me digas si tienes inconveniente en recibir ese dinerito y entregarle dicha mujer a mi clienta...»59.


Entre las referencias, lo primero que se menciona en la carta es la intimidad de la mujer con el Presidente, lo que significa la posibilidad de obtener cualquier favor o prebenda por la cercanía que se tiene con él. Por otro lado se ve cómo funciona todo un sistema de espías que se ceba por medios lícito e ilícitos de los que caen en desgracia. El Auditor, hombre vulgar, necio y abyecto, sólo piensa en su placer y en las ganancias y venganzas personales que su oficio le permite acumular. En este caso, la suma de dinero que se le promete es tal que no piensa en otras cosas. El apego a la religión, aquí citada en relación con una función a la que el Auditor está invitado, es sólo de fachada, para que conste públicamente la adhesión del personaje a la Iglesia oficial: es una cita más de su carnet público, no tiene ningún sentido intrínseco. Son «deberes religiosos»60 que hay que cumplir, casi por superstición.

Aceptado el trato, la celestina puede entrar en acción en carne y hueso, presentándose a la puerta de la prisión con tres «empleadas» para exigir su prenda: Fedina «Ya era una bestia comprada para el negocio más infame»61, y su nueva dueña tiene todos los papeles listos para reclamarla. La descripción del grupo de mujeres que llega a la Casa Nueva choca con la atmósfera lóbrega y sombría, el silencio y la austeridad del lugar:

«De un carruaje que se detuvo frente a la Casa Nueva se apearon tres mujeres jóvenes y una vieja doble ancho. Por su traza se veía lo que eran. Las Jóvenes vestían cretonas de vivísimos colores, medias rojas, zapatos amarillos de tacón exageradamente alto, las enaguas arriba de las rodillas, dejando ver el calzón de encajes largos y sucios, y la blusa descotada hasta el ombligo. El peinado que llamaban colochera Luis XV, consistente en una gran cantidad de rizos mantecosos, que de un lado a otro recogía un listón verde o amarillo; el color de las mejillas, que recordaba los focos eléctricos rojos de las puertas de los prostíbulos. La vieja vestida de negro con pañolón morado, pujó al apearse del carruaje, asiéndose a una de las loderas con la mano regordeta y tupida de brillantes»62.


Son sobre todos los ojos que se benefician de los violentos efectos cromáticos suscitados por las muchachas que, como si fueran a una fiesta, celebran con gritos y alegría su insólita salida del prostíbulo en el que, evidentemente, ellas también están relegadas. Los conjuntos vulgares con que están vestidas las tres jóvenes gracias, la mugre de sus prendas, los peinados, el maquillaje nos las presentan como muñecas llamativas recién salidas de un escaparate anticuado y desaliñado. Poco se nos dice, al principio, de su intimidad: solo señas exteriores, y la pobre ignorancia que guía sus escasas palabras.

Muy diferentes son los detalles que el narrador nos da acerca de la Chón Diente de Oro: vieja, gorda, vestida de colores oscuros, llena de joyas preciosas, con su apariencia ya afirma su estatus superior. Actúa con seguridad y todo el mundo le tributa respeto, como a una verdadera autoridad. Su objeto es incrementar su negocio contando con el favor del presidente y de su entorno: directamente, porque esos hombres frecuentan asiduamente el burdel; indirectamente, porque le permiten seguir adelante con su comercio humano sin ningún tipo de interferencia.

El mundo del prostíbulo está tradicionalmente relacionado con todo lo negativo de la naturaleza humana y, por consiguiente, es una presencia constante en la novela de la dictadura. Entre los antecedentes de la obra maestra guatemalteca, véase, por ejemplo, la tercera parte de Tirano Banderas (1926), donde la «Noche de farra» está íntimamente enlazada con el burdel, «consorcios que aparejan las ferias»63 dice Ramón del Valle-Inclán: en el Congal de Cucarachita se citan doctores y coroneles, mayores y soldados, con sus vicios y sus debilidades. Aquí cada uno se despoja de su fachada oficial y, a veces con imprudencia, revela a las muchachas detalles reservados a los íntimos del tirano, desencadenando reacciones que mudan el curso de los eventos.

Como en la «Novela de tierra caliente», incluso en la Mulata de tal la visita al burdel es parte del desfile oficial de los dos ricos compadres que acuden a la feria de San Martín Chile Verde: «como dos estampas»64 llegan en magníficos «caballos que regaban de gusto los ojos de los conocedores, gente de a pie que se enorgullecía de verlos pasar»65; acto seguido es la misa de alba, rito incomprensible pero necesario; a continuación un abundante desayuno, la venta del ganado, y la comida con los vaqueros. El aguardiente achispa a Celestino, que quiere rescatar su hombría con don Teo y lo arrastra «a las zarabandas, en busca de buenas hembras»66. Suma encarnación del imaginario erótico, la anónima y harapienta mulata que encuentra en el burdel lo subyuga con su magnetismo sexual, haciendo hincapié en las debilidades masculinas: la promesa de poseerla lleva inmediatamente a Yumí a casarse con ella y luego a obedecerle sumisamente por el miedo que le infunde. La mulata siempre está relacionada a un animal monstruoso, a una fiera sangrienta que se ceba de sus víctimas: a veces perra, a veces culebra, a veces tigre, nadie puede poseerla realmente, no tiene alma.

Por lo general, en las novelas de Asturias el prostíbulo reúne pobreza, ignorancia, violencia, sordidez, frustración, junto, por supuesto, a una sexualidad distorsionada por su abstracción del verdadero sentimiento, de la emotividad, del amor. Los clientes habituales de El Dulce Encanto son casi todos militares, que, a veces, hasta pernoctan en el salón: evidentemente, el burdel sustituye una casa que no tienen, y las mujeres que pueden alquilar reemplazan a una esposa o a una familia que no saben gestionar o que está lejos. Hasta llegan a percibir la alegría de un medio parecido, pero más íntimo, al del cuartel: en el burdel encuentran a todos sus compañeros, despojados de cargas; y, además, encuentran calor humano, en sentido absoluto o, quizás como se nos sugiere en la novela, sólo en comparación con el mundo rígido y despiadado del ejército.

Asturias juega con el claroscuro, y nos retrata a los parroquianos como a enfermos que acuden al prostíbulo para curarse de sus males vergonzosos:

«Un foco rojo alumbraba la calle en la puerta de El Dulce Encanto. Parecía la pupila inflamada de una bestia. Hombres y piedras tomaban un tinte trágico. El misterio de las cámaras fotográficas. Los hombres llegaban a bañarse en aquella lumbrarada roja, como variolosos para que no les quedara la cicatriz. Exponían sus caras a la luz con vergüenza de que los vieran, como bebiendo sangre, y se volvían después a la luz de las calles, a la luz blanca del alumbrado municipal, a la luz clara de la lámpara hogareña con la molestia de haber velado una fotografía»67.


Las reacciones de los clientes, que pueblan el local a todas horas, reflejan un instinto brutal, primitivo: su seguridad de dominadores dentro de un círculo cerrado, con leyes propias, les permite afirmarse sin temer negativas, como les pasaría, posiblemente, fuera del prostíbulo. Ni se dan cuenta de su abyección, como cuando asedian a Fedina, recién llegada, sin percatarse del estado de consternación de la mujer:

«La nueva fue la curiosidad de todos. Todos la querían para esa noche. [...] Un capitán de artillería, de ojos zarcos, se acercó [...] para hurgarle las piernas. Pero una de las tres gracias la defendió. Mas luego otro militar se abrazó a ella, como al tronco de una palmera, poniendo los ojos en blanco y mostrando sus dientes de indio magníficos, como un perro junto a la hembra en brama. Y la besó después, restregándole los labios aguardentosos en la mejilla helada y salobre de llanto seco»68.


Las prostitutas se nos presentan en bloque, siempre colectivamente, no tienen identidad propia, ni autonomía fuera del grupo; a lo mejor tienen apodos, pero están mezcladas, confusas. Son maniquíes hermosos, jóvenes, gritones y vacíos; sin embargo, a veces, nos sorprenden porque consiguen convertirse en verdaderos personajes, dotados de una peculiar interioridad, de principios morales insospechados/inadvertidos, de un modo propio de intervenir en la historia, dejando la máscara del grupo que representan para volver a apropiarse, precisamente, del de mujeres. Ellas, si por un lado encarnan el imaginario erótico, de otra manera ausente en la novela, por otro lado demuestran toda una carga humana, típicamente femenina, que los demás personajes no tienen o, quizás, reprimen por miedo o por autodefensa.

Al llegar al prostíbulo, por ejemplo, ayudan a Fedina a bajar del carruaje y a entrar, «con manos afables de compañeras, a empujoncitos»69 ya la selección lexical del autor lleva consigo cierta camaradería, cierta dulzura, entre personas que se saben destinadas a un mismo oficio bajo el mismo techo. A ellas la jefa les entrega a la mujer para que la cocinera -que, por el contrario, tiene nombre y apellido- le dé de comer, y para que «se vista y se peine un poco»70: un poco, no mucho, evidentemente porque su manifiesta desesperación es del gusto prepotente de su clientela. Ninguna mención se hace a su higiene, a pesar de su estancia en la cárcel y de las torturas de que había sido víctima: señal clara de que no se apartaba mucho del nivel de limpieza de las demás empleadas y de que los hombres las aceptaban así sin reparo.

Añade el autor: «Inútil decir todo lo que hicieron sus compañeras por sacarla de aquel estado antes de llegar a la cocina»71: impotentes, la entregan silenciosamente y respetuosamente a la bestial cocinera quien, después de pegarla, se da cuenta del hedor que emana y llama a las demás. La escena está cargada de un fuerte dramatismo, eficazmente verbalizado por Asturias que envuelve al lector en la escena atroz, en que Niña Fedina, víctima silente, consigue transmitir su desgarro antes de desmayarse.

Las prostitutas, que hasta este momento sólo habían obedecido a los mandatos de la propietaria, recuperan su autonomía e invaden la cocina. Parece como si un instinto primordial se apoderara de estas mujeres que, aunque vejadas y humilladas, de repente se reapropian de un papel que a lo largo de la Historia siempre les había pertenecido. El pasaje es desgarrador por la humanidad que vuelcan sobre el bebé: a nadie le da asco el cadáver del desconocido, sólo piensan en consolar el dolor materno que cada una padece en sus propias entrañas y a velar convenientemente al cuerpecito:

«Todas querían ver y besar al niño, besarlo muchas veces, y se lo arrebataban de las manos, de las bocas. Una máscara de saliva de vicio cubrió la carita arrugada del cadáver, que ya olía mal. Se armó la gran lloradera y el velorio. [...] Se desocupó una de las alcobas galantes, la más amplia; quemóse incienso para quitar a los tapices la hedentina de esperma viejo; doña Manuela quemó brea en la cocina, y en un charol negro, entre flores y linos, se puso al niño todo encogido, seco, amarillento, como un germen de ensalada china... A todas se les había muerto aquella noche un hijo»72.


Del grupo Asturias aísla una «mujer medio borracha, con un seno fuera y un puro en la boca»73: su envilecimiento exterior no le impide participar directamente a la conmoción de sus compañeras, tanto es así que entona una estremecedora canción de cuna. En su texto delicado se hace mención de las tareas maternas, que a ellas les han sido negadas:

¡Dormite, niñito,

cabeza de ayote,

que si no te dormís

te come el coyote!

¡Dormite, mi vida,

que tengo que hacer,

lavar los pañales,

sentarme a coser!



Las mujeres cantan, lloran, mecen, velan, lavan, cosen... Ellas tienen prerrogativas que a los hombres están negadas, por su intrínseca debilidad y, quizás, ineptitud. El cuidado de los muertos, por ejemplo, es parte de sus tareas: doña Chón, hablando al favorito, le revela detalles íntimos de su relación juvenil con el presidente quien, entre sus debilidades, temía a los difuntos: «A él le daban miedo los entierros [...]. Era muy lleno de cuentos y muy niño. Con nadita que fuera contra él creiba lo que se le contaba, o cuando era para darle el pase de su talento»74.

Las prostitutas del Dulce Encanto conservan un privilegio que le es atribuido desde los orígenes de la cristiandad, como nos explica George Duby a raíz de sus estudios sobre la condición de la mujer en el ámbito de la Edad Media francesa:

«Come il corpo dei neonati, il corpo dei defunti appartiene alle donne. Il loro compito è di lavarlo, di vestirlo, come Maria Maddalena e le sue compagne, dirigendosi verso il sepolcro di Gesú, si preparavano a fare il mattino di Pasqua. Nel XII secolo il potere, il misterioso, l'inquietante, l'incontestabile potere delle donne deriva principalmente dal fatto che, come dalla terra fertile, la vita esce dalle loro viscere e, quando la vita si spegne, ritorna da loro come alla terra ospitale. Le due funzioni della femminilità, quella materna e quella funebre, designavano, a quanto pare, la dama per dirigere le "esequie", i servizi che gli antenati esigevano dai viventi»75.


Aunque la cita se refiere al marco geográfico europeo, puede aplicarse, no forzosamente, al ámbito guatemalteco porque aquí se sobreponen los valores importados por la conquista y los, aún más fuertes, autóctonos, sustancialmente parecidos. El sincretismo cultural de que Asturias se hace con orgullo portavoz se aprecia en el cuento «Torotumbo», en particular durante el velorio de Natividad Quintuche y en el clima que rodea la escalofriante violación de la niña. Las comadres del pueblo reciben el cuerpo y, «con los ojos de frijol negro fritos en lagrimones brillantes»76 la lavan, la peinan, la visten con su ropa mejor; todo ocurre al compás del Torotumbo, «indispensable en este caso de virgen violada por el Diablo, si querían salvarse las poblaciones de la maleza lujuriosa, de la espina y de la seca»77.

Conclusión

El microcosmo femenino de El Señor Presidente nos dice mucho acerca de la idea que Asturias tenía de la mujer. Insertadas en las malbolge de un mundo infernal -dantesco o quevedesco, según los críticos-, dominado por instintos bestiales, los personajes femeninos agudizan las características de su naturaleza y, aun desde un plano subordinado, tienen la fuerza de enriquecer en humanidad a un universo mezquino y sombrío. A lo largo de la historia de la humanidad, la mujer siempre ha desempeñado un papel subordinado al del varón: abuelos, padres, maridos, hijos fueron los actores oficiales, los que ganaban fama y honores, se enriquecían, mandaban, amparaban, concedían; los que, muertos, se velaban, se celebraban, se registraban en las crónicas familiares o públicas.

Sin embargo, como le sugiere a Duby la historiografía de género, las mujeres estaban dominadas pero, al mismo tiempo, eran temidas por los hombres, que les reconocían poderes especiales, exclusivos78: salvar las almas y educar en el respeto de Dios y del padre, como la Virgen y Camila; engendrar hijos, como Camila y Fedina; guarecer los cuerpos, como la Masacuata y las doscientas79; perpetuar la memoria masculina, como la Lengua de Vaca; cuidar a los muertos, como las prostitutas. Cada una, por supuesto, tiene su propia capacidad decisional, su personalidad, su cultura, y decide cómo y hasta qué punto ejercer sus prerrogativas: de todos modos, podemos reconocer en la novela toda una jerarquía femenina, una escalera en cuya cumbre se pone la Virgen y en cuya base está su antítesis, doña Chón.

La división maniquea que he propuesto para simplificar, y que no excluye matices intermedios, por un lado refleja la riqueza de variantes que Asturias reconoce a las mujeres en su novela; por otro, ayuda a individuar el tipo de poder que cierta sociedad les permite ejercer. Totalmente ausentes de las jerarquías oficiales80, tampoco se les tributa ninguna forma de respeto por los colaboradores del dictador: en cuanto una de ellas sale del silencio y de las sombras domésticas, se convierte en blanco de vejaciones, violencias, torturas físicas y mentales o en presa sexual. Parece una condena para quienes se atreven a salir del rol tradicional, casero, familiar, dejando lo seguro por lo ignoto, tratando de intervenir en la Historia para modificar algo que oficialmente sólo compete a los varones.

El poder inmanente de las mujeres está directamente relacionado con los aspectos más bajos del universo masculino. Es un poder fundamentalmente negativo, que sólo enriquece a quien lo detenta directamente. La Lengua de Vaca, declamando públicamente sus elogios al presidente, sale del anonimato y se gana la salvación; cree ejercer un poder lingüístico, como cronista del pueblo: en realidad «se prostituye a través de la palabra»81 y, tanto el dictador como la muchedumbre, la desprecian. Igualmente perversas son las tías de Camila, recordadas en su intimidad como mujeres repugnantes, «pechugonas y forradas como muebles de sala, el pelo como empedrado y diademitas en la frente»82, que la besaban «sin levantarse el velito del sombrero, sólo para dejarle en la piel la sensación de telaraña pegada con saliva»83 aparentemente afectuosas, terminan negándole su amparo para evitar caer en desgracia ante el poder institucional.

Mucho más ejemplar es el papel de doña Chón, dominadora incontrastada de este infierno asturiano: ella vive en simbiosis con el poder masculino y de sus debilidades se ceba para acrecentar su propio poder, personal, social, económico. Con el soborno se gana el respeto de la red de los colaboradores del presidente, que le permiten actuar sin interferencias y acrecentar su influencia. Su oficio consiste en subyugar a la contraparte varonil por medio del placer sexual. En su prostíbulo los hombres se despojan de su semblante oficial y se muestran en todos los aspectos más viles y despreciables, con sus frustraciones y su ansia de prevaricación. A pesar de lo que los clientes creen encontrar, la promiscuidad del burdel no ofrece ni amor ni calor humano: sólo da una ilusión fugaz de lugar de placer, donde posiblemente se interpreta como erotismo la pura satisfacción de un instinto físico, una lujuria desenfrenada. Por eso, todavía más que la prisión, lugar reconocido de expiación terrena, el prostíbulo representa el infierno dantesco por la mezcla seductora de vicios y placeres y que en realidad oculta un medio bestial, corrupto, con rasgos totalmente negativos: según la tradición cristiana, en efecto, los excesos de la sexualidad masculina eran un claro índice de incivilidad, vicio infamante de almas réprobas, de desheredados, de marginados, de los desechables de la comunidad.

Las prostitutas, sin embargo, se sitúan en un nivel más alto con respecto a doña Chón por ser víctimas indefensas de un poder superior que las subyuga. Su carga positiva, su poderoso instinto femenino, salen a flote cuando se necesita que desempeñen sus tareas tradicionales, en este caso el cuidado de los niños, de los enfermos y de los muertos: son prioridades ancestrales a las que no se oponen porque saben que forman parte de sus deberes. De este modo, mujeres aparentemente entre las más degradadas, consiguen restituir valores humanos muy fuertes.

En un peldaño más alto que el que ocupa la categoría de mujeres que se sirven de su sensualidad para ejercer cierta forma de poder sobre los hombres, está la Masacuata. Ella administra con una discreta racionalidad su atractivo erótico para ganar un sentimiento más hondo y estable: sin embargo, la ambigua masculinidad representada por su admirador se revela igualmente en toda su mezquindad y la decepciona.

El poder trascendente, por supuesto, es un poder superior, que hace hincapié en la espiritualidad, en la fuerza moral y en el amor casto para manifestarse. En esta categoría no encontramos sólo a la Virgen, modelo indiscutido de perfección, sino también a todas las mujeres que, más o menos conscientemente, se inspiran en sus virtudes. Hijas sumisas, esposas pacientes, madres abnegadas, amigas generosas, son sólo unas representaciones de sus facetas: la sensualidad aquí está presente, pero de manera más pura, dirigida a la procreación. Estos personajes ejercen un influjo positivo que, en ciertas ocasiones, consigue redimir a los pecadores, como en el caso de Camila que, con su indefensa inocencia, lentamente transforma al favorito del presidente. Fedina ocupa un nivel socialmente más bajo pero, con más dificultades, defiende unas facetas esenciales de este tipo de mujer tradicional.

Este recorrido a través de las figuras femeninas que pueblan El Señor Presidente testimonia la idea que su autor tenía de ellas. Asturias, evidentemente, con tanta variedad de modelos afirma su riqueza: los valores que ellas expresan pueden ser positivos o negativos, según su personalidad, pero todas, aunque de manera sutil y poco manifiesta, ejercen un fuerte poder sobre una sociedad masculina débil, corrupta, vulgar, interiormente pobre, machista. En toda la novela los hombres, incluso el dictador, parecen títeres sin personalidad, despreciables, híbridos, animalescos. El escritor nos presenta con rasgos parcialmente positivos al general Canales y a Cara de Ángel, quizás, podría hipotizarse, los dos por los méritos indirectos de la difunta esposa del General.

Lejos de ser puras comparsas, casi todas las mujeres de la novela revitalizan y humanizan un universo gris y perverso al que, a veces, hasta consiguen otorgar un alma. Al final en ellas, y no sólo en el estudiante que incita a la revolución, Asturias parece confiar su última esperanza de redimir un mundo ya entregado a las fuerzas del mal.

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