La mujer vista por la mujer: El personaje femenino en el teatro escrito por mujeres en la segunda mitad del siglo XIX
David T. Gies
University of Virginia
Creo que a estas alturas no hace falta ni comentar la ausencia de la mujer de la mayoría de las historias literarias en España ni defender su reinserción en el canon literario durante los últimos 30 años. Como recuerda Catherine Jagoe:
(«La misión de la mujer», 21) |
Pero si no hacen
falta más lamentaciones sobre la ausencia de la mujer en las
historias literarias, lo que sí necesitamos son más
estudios de esas generaciones de mujeres escritoras que, a pesar de
su opresión o represión o desaparición
posterior, participaron plena y activamente en el discurso
literario español, especialmente durante el siglo XIX.
Algunos estudiosos han comenzado a rescatar la poesía
(Kirkpatrick), la novela (Blanco, Jagoe) o la producción
periodística (Sánchez-Llama) de estas autoras, y por
ende nos acercan a la problemática de la mujer escritora en
el siglo XIX. Este congreso contribuirá poderosamente a
nuestros conocimientos de la escritura de mujeres (que no es lo
mismo, naturalmente, que la escritura «femenina»;
véase Bieder, «Gender and
Language»). Resulta notable, sin embargo, que a
pesar de la atención prestada a estas poetas, novelistas y
periodistas, no exista ni un catálogo completo ni un estudio
detallado y serio de las dramaturgas de la misma época.
Curiosamente, en su misma defensa de la importancia de la escritora
decimonónica, Alda Blanco también marginaliza a la
dramaturga al sugerir que la mujer escritora pasa de ser poeta en
la primera mitad del siglo a ser novelista en la segunda mitad:
«Quizá más importante sea
que [el reconocimiento de la mujer] revela un cambio en la
producción escrita de la autora: pasa de ser escritora de
poesía -el género preferido de las románticas-
a ser autora de novelas»
(16). Dicha ausencia nos llama
la atención porque, según he intentado explicar en
otro lugar, es el teatro uno de los géneros que abraza con
más inmediatez la lucha por la auto-definición y el
protagonismo que marca el movimiento hacia la modernidad en la
España decimonónica («Spanish
Theater» 433; véase también Gies
«'¡Es mucho hombre esta mujer!'»).
Ejemplos del
desprecio hacia la mujer expresado por dramaturgos españoles
en la segunda mitad del siglo XIX los tenemos a montones. Sirvan
para punto de referencia las obras misóginas de aquellos
autores que celebran la seducción de la mujer por la
arquetípica figura de Don Juan o dramaturgos
«cómicos» como Juan Gutiérrez del Alba,
quien, en Una mujer literata (1851) insiste en que el
único lugar adecuado para la mujer es la cocina
(véase Gies, «'Mujer como Dios manda'»). La
heroína de Una mujer literata arroja sus libros al
fuego (menos uno de recetas, naturalmente), declamando: «Testigos de mi locura, / ya de vosotros reniego,
/ y a las llamas os entrego/ para librar mi ventura»
(III, 8). La idea clave de Gutiérrez del Alba -que «al casarse una mujer / Dios mismo le manda ser /
buena madre y buena esposa»
- será la idea que
domina el discurso, tanto del hombre como de muchas mujeres,
durante el siglo que estudiamos. Sin embargo, esta postura llega a
contradecirse -o por lo menos cuestionarse- a lo largo del siglo
por varias generaciones de mujeres, y la tensión creada
entre la palabra teatral (el discurso) y la realidad vivida es
notable. Un ejemplo son las palabras de Concepción Gimeno de
Flaquer, escritas 36 años después del drama de
Gutiérrez del Alba: «Cuanto
más estudie la mujer más defectos de educación
podrán corregirse. El estudio es tan necesario al alma de la
mujer, como el aseo a su cuerpo»
(Antología, 257), palabras representativas de lo
que llama Bieder «las tensiones e impulsos
competitivos que se notan en la escritura de mujeres»
(«Feminine Discourse/Feminist
Discourse», 459).
Pero no nos confundamos: la lucha por los derechos de la mujer no se divide siempre por líneas genéricas (es decir, el hombre contra la mujer) ni descubriremos un progreso orgánico que evoluciona desde el silencio de la mujer hacia su triunfante libertad porque, como han demostrado ampliamente varias estudiosas recientes (Jagoe, Blanco, Bieder, Charnon-Deutsch, Labanyi, etc.) la mujer frecuentemente participa en la domesticación de sus hermanas. Los años que corren entre Gutiérrez del Alba y Gimeno de Flaquer, entre 1851 y 1886, son años llenos de conflicto, contradicción, y controversia.
Ejemplos
también hay de dramaturgos que aparentemente defienden la
libertad intelectual y el protagonismo de la mujer (conocemos el
drama Doña Juana Tenorio, por ejemplo, en que la
figura del seductor masculino se transforma -paródicamente,
eso sí- en mujer donjuanesca). Pero estos conceptos y estos
personajes son los elaborados por hombres, es decir, por los
individuos que dominaron plenamente los medios de
producción, las casas editoriales y los teatros de la
época. Como nos dice Lou Charnon-Deutsch: «Las escritoras españolas del siglo XIX
padecieron el obstáculo de un acceso limitado a kis
neduis de producción, unido a la generalizada
opinión de que la misión de la mujer estaba en servir
y fortalecer a la unidad familiar, trabajando dentro de los
confines de la esfera doméstica»
(«Writing in the Shadow»;
traducción mía).
Lo que me interesa
en el presente estudio no es esa imagen de la mujer creada y
perpetuada por el hombre, sino la imagen de la mujer elaborada en
el drama escrito por mujeres -esas «profesionales de la literatura»
como
las ha llamado Alda Blanco -refiriéndose a las narradoras
(13)- durante este período. ¿Qué es lo que
vamos a encontrar? ¿Descubriremos un discurso alternativo,
una manera de conceptualizar y representar a la mujer que difiera
de la imagen presentada por sus coetáneos masculinos?
¿O participan las mujeres dramaturgas en el mismo discurso
de domesticación que notamos tan claramente en sus hermanos?
¿Cómo son las heroínas inventadas, descritas y
puestas en acción por las dramaturgas del siglo XIX?
¿Encontraremos un acuerdo general, las mujeres como «portavoces de los valores tradicionales de la
familia cristiana»
(Simon Palmer «Escritoras
españolas», 489), o algo más matizado,
más ambiguo, más complejo, más contradictorio
o incluso contestatario (lo que Alda Blanco ha encontrado en las
novelistas isabelinas)?
¿Dónde comenzar? Es difícil entrar en una
discusión seria del tema por la sencilla razón que la
mayoría de las dramaturgas y sus obras han permanecido en la
sombra literaria, para no decir en la oscuridad más
completa. Tenemos algunas listas de sus publicaciones (la
impresionante bibliografía de Simón Palmer, por
ejemplo, y la obra de Hormigón), pero poquísimas
ediciones de sus obras (la edición de dos obras de
Acuña publicada por Simón Díaz es caso
singular), obras que, a pesar del silencio moderno que las encubre,
se escribieron, se estrenaron, se reseñaron y se publicaron
a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. De nuevo,
Charnon-Deutsch aclara la situación: «Durante una época en que los escritores
varones, hoy considerados los pilares del canon
decimonónico, dominaron la producción literaria,
centenares de escritoras lucharon por definir espacios en los que,
aun cuando prevaleciera el poder masculino, la sensibilidad, la
finura y las preferencias femeninas fueran valoradas, y no
denigradas o trivializadas»
(«Writing in the Shadow»).
Uno de esos espacios es, sin duda, el teatro.
Podríamos
comentar muchos dramas, muchas dramaturgas y muchos personajes
femeninos. Nos ofrece buen ejemplo de la mujer protagonista el
melodrama titulado Elena de Villers (1884), de Josefa
María Farnés, donde las mujeres dominan la
acción a lo largo de la pieza. Sin embargo, por ser un
melodrama teñido de romanticismo tardío, Elena,
«vestida de blanco con las trenzas de sus
cabellos sueltas»
(imagen de la mujer que se ve en el
teatro desde la introducción del melodrama francés en
las primeras décadas del siglo), enloquece. Otro ejemplo, de
corte distinto, podría ofrecernos Amor a la patria
(1877), de Rosario de Acuña, donde la mujer es la
heroína y el hombre traidor que se vende a los franceses por
fama y fortuna. Como declama Inés, «¡¡Por la patria mía, / aunque
mujer, la sangre de mis venas / late con entusiasmo; y por su
dicha, por verla libre de extranjero yugo, / por conquistar su
libertad bendita / y mirarla temible y poderosa, / la vida, es
poco, el alma perdería!!»
(I, 1). Esperamos no
abusar de la paciencia de los oyentes al citar un caso más,
el de La ruina del hogar (1873), de Enriqueta Lozano de
Vilches, un diálogo en verso sobre el candente asunto, muy
al día, del lugar de la mujer. Adela, en la primera escena,
se queja a su hermano de que «aunque
trabajas sin tasa / tú puedes salir de casa, / ver el mundo,
mientras yo, / ¡siempre sola, siempre aquí! / esto
aburre y desconsuela....»
. Pero la madre de familia es
física (y metafóricamente) ciega y aunque sus hijos,
Adela y Miguel, discuten el papel de la mujer en la sociedad
contemporánea, la dramaturga vota por denegar la libertad a
la mujer. Al final de la obra, su padre, confirmando la
«verdad» del título, pronuncia estas
palabras:
Veremos ahora dos casos de mujeres que escribieron tanto ensayos y comentario periodístico como obras teatrales, para evaluar la coincidencia de ideas que pueda existir entre los varios géneros a que se dedican. Como se sabe, Joaquina García Balmaseda y Faustina Sáez de Melgar participaron activamente en el debate sobre los derechos de la mujer, su educación y sus deberes que tuvo lugar en la España de la Restauración (ver Simón Palmer Escritoras, 285-293 y 607-618). Pertenecen a lo que Sánchez Llama ha denominado el «canon isabelino»; según este autor,
Las singulares coordenadas históricas del reinado de Isabel II generan en España una 'Alta Cultura' conservadora y nacionalista, el 'canon isabelino', cuyos efectos socio-literarios más inmediatos, nunca previstos por sus promotores, dignifican la autoría intelectual femenina. |
(«Estudio», 54) |
Pues bien, ambas fueron, además, autoras de dramas que se publicaron o se estrenaron en los teatros de la capital durante este mismo período.
De García
Balmaseda veremos, como ejemplos, dos dramas cortos, uno de 1868 y
otro de 1871. En 1868 publica un «proverbio en un acto y en verso»
, como
reza la portada, titulado Donde las dan... Victoria, el
personaje central (con el nombre ya sugestivo), es una viuda joven,
decidida y fuerte, que acepta el papel de inventor y protagonista
de una «lección»
que
quiere dar «al farsante»
D.
Luis: «... vengarme pretendo / porque le
quiero pidiendo / misericordia a mis pies»
(I, 1). El
plan es suyo y ni en ningún momento pierde ella el control
del juego. Cuando Luis descubre -y por tanto, rechaza- a una mujer
aparentemente fea, anciana e «iracunda»
(palabra de ella), Victoria
declara, «¡Qué bien! Los dos
tendremos / al reñir armas iguales»
(I, 5). Pero
esta «igualdad»
no dura. Ya
vislumbramos en la protagonista las características del
«ángel del hogar»
cuando
responde a Luis sobre qué es, en su opinión, el
honor.
|
(I, 5) |
Notemos la
interesante -y aparentemente nada irónica-
yuxtaposición de los elementos tradicionales
-religión, fe, maternidad, virtud- con las imágenes
de la «cadena»
y el «eslabón»
. Parece existir una
auténtica tensión entre el deseo de ser independiente
y fuerte y la exigencia social de aceptar el papel asignado a la
mujer (encadenada). Descubrimos, por ende, una ideología y
una subversión de esa misma ideología de la
protagonista, cosa que veremos repetida en las diferentes obras
comentadas. Por eso no hay ninguna contradicción cuando la
autora escribe unos años más tarde, en una carta
titulada «Lo que toda mujer debe saber», que
Todo está comprendido en los deberes del ama de casa, como lo está el pagar a los criados o cuidarse de la compra de provisiones... Y sin embargo, ¡qué distinto bienestar reina en la casa cuya señora se ocupa con acierto de estos detalles, vulgares al parecer, qué distinta felicidad alcanza la familia cuya madre comprende sus obligaciones para con su marido y con sus hijos! |
(citado en La mujer en los discursos de género, 97) |
Es esta la carta
donde emite García Balmaseda su ahora famoso elogio de la
abnegación: «¡La
abnegación! ¡Qué bella palabra!
¡Cómo realza la corona de la mujer! ¡Cómo
embellece su misión sobre la tierra! Sin la
abnegación de la mujer no existiría la felicidad
doméstica....»
(La mujer en los discursos de
género, 98). Estas palabras se compaginan perfectamente
con la ideología de Lozano de Vilches en La ruina del
hogar y la de Gutiérrez de Alba en Una mujer
literata: el deseado fin del juego/escarnio/prueba de Victoria
es no sólo enseñarle a Luis una lección, sino
casarse con él, es decir, aceptar el papel de toda buena
mujer española de su época. Recordemos, con Maryellen
Bieder, que la «cuestión
matrimonial»
-contestada por Ibsen en Casa de
muñecas en 1889- estaba candente en la segunda mitad
del siglo en Europa («The Modern
Woman»).
Pero aceptar ese
papel no deja de acarrear las tensiones ya aludidas. En otra
comedia, Un pájaro en el garlito (1871),
García Balmaseda dibuja a los hombres como «estúpidos»
y «majaderos»
y a la heroína,
Rosario, como independiente y libre. Como dice Rosario, al meditar
sobre los hombres, «Han jurado guerra a
mi independencia y por eso hallan ridículo cuanto deseo.
Bien se conoce que no han sufrido como yo la tiranía de un
marido viejo, rico, achacoso y con celos por añadidura. Oh,
¡qué hermosa es la libertad!»
(I, 2). En
otro momento, revela su credo: «Creo que
la mujer independiente se basta a sí misma, sabe hacerse
respetar, y vale tanto como cualquier hombre sin necesidad de
lazarillo»
(I, 4), cosa que repite al decir, «Es inicuo que haya de estar sujeta nuestra
opinión al parecer del primer ignorante [...] ¡Como si
una mujer no pudiera viajar sin una escolta de
caballería!»
(I, 8). Pero una vez más,
después de plantar estas semillas de auténtica
libertad y protagonismo en su propia vida, Rosario vuelve a su
papel tradicional. Se casará con Alberto, renunciando a su
independencia (aunque nos preguntamos si no hay una nota de
ironía en estas palabras):
|
(I, 9) |
Este
fenómeno es lo que Maryellen Bieder ya detectó en
Pardo Bazán y Galdós, lo que llama ella «capitulación: matrimonio, no
libertad»
.
Faustina
Sáez de Melgar demuestra una tensión parecida en
La cadena rota, drama en tres actos publicado en 1876. Los
temas centrales de la obra -la libertad de la mujer, la libertad de
los esclavos en Cuba, la justicia racial, el ideal femenino- se
revelan a través del contraste de dos modelos de
comportamiento femenino. Azella, la esclava mulata de Rosa, es
inteligente y discreta; Rosa es blanca y aristocrática, pero
cruel, caprichosa, «una sierpe, una
arpía»
(I, 10). La «batalla»
engendrada entre la poderosa
mujer blanca y la mulata sensible es lo que mueve la acción.
Sin embargo, la educación de Azella está marcada por
su género, es decir, sabe hacer las cosas reservadas a las
mujeres -dibujar, tocar el piano, cantar, bordar y hacer encajes-
mientras que su hermano Ruderico sabe ciencias, sabe leer y escribe
poesías. Esto refleja lo que postula Alda Blanco como uno de
los grandes triunfos de aquella generación de escritoras
españolas: el descubrimiento y defensa de una vida
doméstica suya. En Escritoras virtuosas la
crítica comenta «[...] la
creación y elaboración de una nueva figura literaria:
la mujer virtuosa y doméstica»
que, aunque
existía antes (en Fernán Caballero, por ejemplo), es
a partir de la época isabelina «cuando se convertirá en el ideal femenino
para la mujer, llegándose a constituir durante el transcurso
del siglo en la norma para el comportamiento femenino»
(12). La obra de Sáez de Melgar no termina bien, sin
embargo, con la virtuosa mujer en casa, casada con su novio; al
contrario, termina mal: Rosa, dominada por celos, apuñala a
Azella, que muere, románticamente, con «el ruido del mar, chocando contra las rocas, y
el mugido pavoroso del viento»
al fondo. Nada de
ángel doméstico ni mujer virtuosa, excepto en la
muerte.
Si esta generación de escritoras abrió en la novela un nuevo espacio para la escritura femenina (Blanco, 13), ¿podremos decir lo mismo del espacio teatral? Sí y no. La existencia de docenas de mujeres dramaturgas es un hecho, como lo son las decenas de estrenos, publicaciones, reseñas y reediciones de sus obras a lo largo de la segunda mitad del siglo. Pero las realidades del teatro pesaron sobre el éxito de la mujer. Si las obras de las narradoras encontraron un público receptivo a sus creaciones, en el teatro el proceso de producción fue mucho más largo y complejo. Ir al teatro no es lo mismo que leer un libro, acto solitario, relativamente barato y privado; el teatro es público, es una empresa que exige la participación de muchos para realizarse, por no hablar de las exigencias económicas, la capacidad intelectual del director o de los actores. E ir al teatro es un acto de grupo, un acto social. La mujer, para ir al teatro, había que persuadir a un esposo para asistir, decidir la ropa que iba a llevar, pensar en el transporte, arreglar el cuidado de los niños, etc.
Caso nada singular
es el drama que acabamos de comentar, La cadena rota. Saez
de Melgar, al escribir su obra en 1876, se la manda a uno de los
dramaturgos más importantes y exitosos de su época,
José Echegaray (es más: la obra está
obviamente influida por el neorromanticismo de éste),
esperando que sus contactos en el mundo teatral madrileño le
puedan abrir puertas. Pero a Echegaray no le gustó
demasiado, a pesar de notar en una carta que le escribe a la autora
en agosto de 1876 que «los caracteres son
verdaderos y el desenlace eminentemente trágico»
.
Echegaray tardó en contestar y, según él,
«desaparecieron los teatros principales;
sólo quedan algunos, a los que su obra de V., que es seria y patética, no podía
convenir; llegó el verano y esto explica, si no excusa, mi
posterior silencio»
. Pero a pesar de su insistencia en
que «le deseo suerte y si yo puedo servir
a V. en algo para vencer las barreras teatrales, cuente siempre con
su amigo»
, no la ayudó y la obra no se
estrenó nunca. No obstante, gozó de cierta
popularidad en su forma escrita porque llegó a tener por lo
menos tres ediciones publicadas.
Si Sáez de
Melgar no pudo estrenar esta obra -creo que Sánchez Llama se
equivoca al mencionar «el estreno de su
drama abolicionista La cadena rota (1879) un año
antes de la abolición de la esclavitud en Cuba
(1880)»
(294); la portada no indica, como solía
hacerse, los detalles de un estreno; tampoco figura en
Veinticuatro diarios, otras muchas dramaturgas sí
podían. La lista es, si no excesivamente larga, por lo menos
importante: además de las autoras ya mencionadas, deben
recordarse las obras dramáticas de Rosa de Eguilaz, Angelina
Martínez de Lafuente, María del Amparo Arnillas de
Font, Ángela Grassi, Adelaida Muñiz, Elisa de
Luxán de García Dana, Natividad de Rojas, Camila
Calderón, Ana María Franco, Mercedes de Velilla y
Rodríguez, María Gertrudis de Garecabe, Julia
Carballo, la marquesa de Aguiar, Dolores Arráez de
Lledó y otras que quedan, sin duda, por descubrir.
Lo que está
claro es que estas dramaturgas, al conceptualizar y escribir sus
personajes femeninos, recurren a un gran panorama de tipos y
posibilidades. Sus mujeres son fuertes y débiles, decididas
y pasivas, agresivas y abnegadas, soberbias y humildes, divertidas
y aburridas, es decir, personajes que reflejan la realidad de la
España decimonónica. Existe en estos dramas un
discurso y un contradiscurso, ambos válidos, que revelan una
tensión interna que sienten las mujeres del día.
Observa con su acostumbrada agudeza Alda Blanco que necesitamos
«releer, replantear y reformular los
procesos de significación que constituyen la
expresión textual basándose ahora en un entendimiento
de la asimetría social entre los sexos y en la manera en que
ésta configura las identidades de género y el
discurso de la diferencia sexual»
(12). Hemos notado una
tensión en los personajes femeninos creados por algunas
dramaturgas. Espero que esta breve intervención nos ayude
algo a entender mejor esa tensión, marcada por
género, en el ámbito teatral. Si Blanco tiene
razón al observar que «[l]os
últimos veinte años han sido testigos de un
acontecimiento singular en el campo de la literatura: el
redescubrimiento y la recuperación de un gran número
de escritoras que habían caído en el olvido, borradas
por la historia de la literatura»
(9), no es menos cierto
que todavía queda mucho por hacer.
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