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La mujer y sus detractores

Concepción Gimeno de Flaquer





Consagrada a demostrar la influencia de la mujer en la cultura de los pueblos, y su fuerza moral sobre estos, no puedo renunciar al deseo de dirigir algunas líneas a los detractores de mi sexo.

Mucho se ha desarrollado en el mundo la injusticia; atacarla ahora y siempre, es y será el lema constante de mi vida: ardua es la misión que me impongo, teniendo en cuenta la inmensidad del terreno que ha recorrido y los adalides que la apoyan; mas no retrocedo ante la idea de hacer brillar la verdad, que es mi firme propósito, la cual espero tenga buena acogida en las conciencias rectas, y de este modo no habrá sido estéril mi trabajo.

Severo es el sexo que ha de juzgarme, pero no me intimida, esgrimiendo un arma tan poderosa como es la de la razón.

Decidme: ¿por qué hay individuos que censuran a la mujer? Por la ignorante rutina, más que por la sólida convicción del estudio. ¿Por qué la calumnian otros? Porque no tienen opinión fija, y se dejan arrastrar por las absurdas teorías de algunos insensatos. ¿Por qué varios la motejan haciendo alarde de un escepticismo que no sienten? Porque son seres pedantes que, apenas han dado sus primeros pasos en la vida, empiezan por decir que la existencia les hastía, que es una carga odiosa e insoportable, lamentándose de tener el alma triturada y el corazón hecho trizas por la aguda y acerada punta del desengaño; ¿y sabéis de quién proceden tan irrisorias lamentaciones? Precisamente de aquellos a quienes no ha habido mujer alguna que se haya querido tomar la molestia de fingirles amor. ¿Creéis que los que con tanta falta de sensatez como buen criterio nos atacan, merecen los laureles del heroísmo cuando en último resultado vienen a atacar a un ser que ellos apellidan débil o indefenso? ¡Oh! convendréis conmigo en que al lanzar tan injustas diatribas, arrojáis entre vosotros y nosotras el puñal de dos puntas, que hace resaltar más y más vuestra inferioridad, hasta ponernos de manifiesto que habéis perdido lo último que debe perder el hombre: la caballerosidad.

Los que de tal manera se conducen respecto a la mujer, son seres desgraciados que han llegado a la triste situación de ser monstruosamente ingratos, por haber olvidado que deben su existencia a una mujer, a la madre, a ese ser todo ternura, amor y abnegación, en cuyo pecho ha vibrado dolorosamente el gemido del que un día será hombre, y sin temor a la inclemencia del tiempo le ha presentado el desnudo seno, dándole parte de su propia vida, y quedando sentenciada a no dormir sin que su sueño sea interrumpido; molestia que sufre con la sonrisa en los labios. Pasados estos primeros meses de dulce martirio, empieza el penoso trabajo de formar el corazón del niño, dirigiéndole por el sentimiento y la ternura, arraigando en su alma una fe ardiente hacia el todopoderoso, y dulcificándole sus instintos. En cambio, este niño, apenas adquiere la facilidad de poder expresarse, gracias, repito, a la constancia y desvelos de la mujer, emplea ese don en proferir mil injurias contra ella. Y no solo podemos presentaros este tipo. Decidnos, ¿será frívola, como vosotros apellidáis a la mujer, la hija que educada en la opulencia, se ve en la primavera de su vida arrancada de aquella por la mano del infortunio, para descender a una vida de privaciones, hasta el punto de verse reducida a habitar una mísera guardilla, prestando solícitos cuidados a una madre enferma, y soportando con heroica resignación los más duros y humildes trabajos, bien en discordancia con su delicada contextura? ¿Desconocéis que tan sublimes esfuerzos son hijos de la caridad, madre de todas las virtudes, cualidad inherente a la mujer?

¿Negaréis que en alas de la caridad la encopetada aristócrata vuela a la triste y recóndita mansión del indigente, nivelando de este modo la barrera que separa las diferentes clases sociales, y constituyéndose en el ángel bueno de aquel? ¿Y qué diréis de esas señoras misericordiosas que, ungidas por el dulce bálsamo de tan piadosa virtud, se han consagrado al servicio de la humanidad doliente, ora llevando el consuelo al que sufre en los benéficos asilos hospitalarios; ora recorriendo los campos de batalla para curar a los heridos sin que su valor vacile ante la muerte, exponiéndose al contagio de malignas epidemias; ora endulzando los últimos momentos del que agoniza, prodigándole cuidados maternales, derramando sobre su frente, abrasada por los ardores de la fiebre, el rocío refrigerante de sus dulces lágrimas?

En estos tipos, que someramente os he bosquejado, encontrarán los detractores de la mujer la refutación de su propaganda. Creednos: no hay nadie que aventaje a la mujer en todo lo que se refiere a la mayor intensidad del sentimiento. Y en resumen: ¿qué sería el mundo sin la mujer? Un páramo, un desierto erial. Sin ella, no se comprendería el amor, esa pasión tan santa como sublime, esa especie de asimilación de dos almas que se ponen en contacto, que se armonizan y producen sonoros conceptos, esa pasión que tiene el poder de suavizar el yugo más fiero, de hacer brotar flores donde antes hubo espinas, de darnos valor para acometer arduas empresas, y de poetizar hasta la miseria.

Y no me negaréis que esta pasión, cual todas las más bellas y nobles, tiene su morada en el corazón de la mujer, puesto que ella lo inspira, ya con una frase o con una mirada. Si ha existido una Dalila, Catalina de Médicis y Mesalina, se alzan las virtudes de Esther, Débora, Susana, Hortensia, Porcia, Octavia, y otras muchas que serían difíciles enumerar.

Los escritores de todas épocas han censurado cruelmente a la mujer: unos han hablado de todas, impresionados fuertemente por la ingratitud de alguna; otros, porque les han sido rechazadas sus pretensiones y han visto humillada su vanidad; los más, sacrificando sus opiniones a un epigrama gracioso o a una sátira de efecto.

El hombre pospone frecuentemente el corazón a un rasgo de ingenio. Sería muy curioso reunir en un libro cuanto se ha dicho en contra de la mujer: el volumen resultaría interminable. Ese mismo empeño de zaherir a la mujer, manifiesta claramente su gran importancia; si la mujer valiese poco, no se ocuparían de ella personas notables.

La opinión del eminente José Selgas nos venga de todos los ultrajes que se nos han dirigido. Exclama así el eminente escritor:

«¡Mujeres! Solo llegáis a ser malas después de haber tratado mucho a los hombres».



Un escritor francés, hablando de los impugnadores de la mujer, entre mil ideas graciosísimas y brillantes que sostiene contra éstos, añade la siguiente:

«Cuando oigo a los hombres vanagloriarse porque piensan muy mal de las mujeres; cuando los veo luchar entre sí por el empeño de apreciar a cual más severamente sus cualidades, paréceme hallarme en una antesala en que los criados esperan colocaciones, y, como es natural, se postran en seguida que el amo aparece».



Esto es exacto: el hombre lanza mil denuestos contra la mujer, o porque ésta no le ama ya, o porque no le ama aún; el hombre está sometido a la mujer por el atractivo de su belleza. El día que la mujer se ilustre, hará su imperio más duradero, porque los encantos del espíritu son superiores a la belleza física.

La mujer es superior al hombre por el corazón, mas le falla ser igual a él por la inteligencia. Apresúrese la mujer a cultivar ésta, y será glorioso su reinado.

Sí, es preciso ilustrar a la mujer, es conveniente desarrollar su inteligencia, es necesario hacerle amar lo bello y lo sublime, es indispensable iluminar su alma, es muy útil hacerle conocer la verdad.

Pasaron aquellos tiempos, crueles para la mujer, en que fue convertida en hembra o cosa; han desaparecido aquellas épocas (vergüenza causa recordarlas) en que se discutió entre doscientos obispos y abades sobre si podía o no ser calificada de criatura humana la mujer; las frases que contra ella lanzaron el canciller Mampeon y el duque de Wurtemberg, si se recuerdan, es con indignación; los anatemas de Pitágoras, Tito Libio y Tucídides, inspiran el desprecio que deben inspirar los injustos impugnadores que nos han dirigido injuriosas diatribas, mordaces cual las de Queremon, Diógenes y Menandro.

Olvidemos el pasado de la mujer, y desprendámonos un poco del presente, pues, como dice Chateaubriand: «lo pasado y lo presente son dos estatuas incompletas: la una ha sido salvada de entre las ruinas del tiempo, medio mutilada; la otra, aun no ha recibido toda su perfección de lo venidero».

Lo antiguo se va, lo moderno nace y le sustituye brillantemente. Hoy no avanza el progreso en línea espiral, como dijo tiempo ha un autor muy ingenioso; hoy marca el progreso, con vertiginosa rapidez, todas las innovaciones. La civilización tiende el vuelo hacia su ideal, declarando caducas, perniciosas y retrógradas las ideas de ayer.

Conviene la emancipación de la mujer (no os asustéis); su emancipación ha de ser en las esferas de la inteligencia. La mujer debe ser cosmopolita de los mundos del arte y de la ciencia.

Reclamamos nuestros derechos; mas tranquilizaos, nosotras sabemos perfectamente que cada derecho nos exige el cumplimiento de un deber, y en aras del deber nos inmolamos siempre; al deber, palabra que tenemos grabada en el corazón, rindiéndole un culto respetuoso.

No queremos a la mujer libre del deber; no queremos para ella la libertad que adquirió en el segundo período de la ciudad de los Césares, licenciosa libertad que fue una fuente de corrupción: queremos a la mujer libre de la ignorancia; de la ignorancia, que es la orfandad del entendimiento, la miseria de la inteligencia y el luto del espíritu.

¡Mujeres, es preciso que trabajéis sin desaliento! Probado está que tenéis facultades para ilustraros. Los alemanes dicen que la mujer posee seis sentidos: despertad éstos, tal vez un poco narcotizados, y salid de la apatía en que estáis sumidas, para alzaros enérgicas y valerosas, repitiendo mil veces que es un crimen social mutilar las facultades intelectuales de la mujer.

Se hace muy necesaria una revolución en el mundo de las ideas; mas no creáis que intentamos hacerla tras las barricadas o encendiendo la tea de la discordia; nuestra misión es misión de paz y de amor; nuestro destino, endulzar las amarguras de la vida, verter una gota de esencia en el cáliz del dolor, cuando el infortunio abruma al hombre. Practicar el bien por placer y no por recompensa; es el deber que debemos imponernos. La caridad debe ejercerse respetando todas las conciencias y predicando el amor a todos nuestros semejantes, sea cual fuere su patria, su hogar, su familia, sus costumbres y doctrinas. Lo contrario es empequeñecer, desprestigiar las sublimes máximas de Jesucristo. Hay que ejercer la caridad en todas sus ramificaciones.

La caridad no consiste únicamente en dar una moneda al indigente: la caridad consiste en llevar el consuelo al espíritu atribulado, en perdonar a los enemigos, en ilustrar al ignorante, en vestir la inteligencia de quien la tiene desnuda, en secar las lágrimas del afligido, en ofrecer la dicha y partir el dolor de las víctimas próximas a caer en la sima de la desesperación.

¡Llene dignamente la mujer su misión, y vivirá tranquila con el aplauso de su conciencia, sin conmoverse ante las injurias de sus detractores!

Despreciemos los irrisorios epigramas, las sátiras, diatribas e impugnaciones de nuestros detractores, y pongamos en nuestra bandera el lema de Carlos X: «¡Siempre adelante!»





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