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La música de Daniel Moyano

Luis García Montero





«A veces -escribe Mario Benedetti- en la vida ocurren terremotos, y sólo cuando el piso acaba de moverse, uno advierte que, entre otras cosas, las nostalgias han cambiado de sitio». Llena de continuas agitaciones, la literatura hispanoamericana ha venido cambiando de sitio una misma nostalgia: la búsqueda de su identidad nacional propia. Se trata de un proyecto antiguo, matizado, por el curso de la historia, y que escapa por tanto a los análisis lineales. Los primeros intelectuales americanos, por ejemplo, utilizaron las ideas nacionalistas para imponer la nueva ideología de las capas burguesas criollas frente a los últimos resquicios heredados del colonialismo.

Entonces, cuando aún eran ciertas las guerras coloniales, los habitantes ilustrados de la ciudad se opusieron a la organización feudalizada del campo. Nació así el famoso enfrentamiento entre civilización y barbarie, que desde las primeras polémicas mantenidas por Sarmiento y Alberdi ha supuesto un punto capital en el desarrollo de la literatura hispanoamericana. Con El matadero, Esteban Echevarría había iniciado ya una de sus variantes más características: la temática del dictador, utilizada por nombres tan significativos como Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Roa Bastos o García Márquez.

Por ello, pudiera parecer arriesgado presentar El vuelo del tigre (Legasa Literaria, Madrid, 1981) como una novela original, ya que sus dos ejes centrales son precisamente la dictadura y la búsqueda de una identidad nacional. Sin embargo, Daniel Moyano ofrece un rumbo distinto respecto a estos problemas y los hace funcionar en su obra de una manera diferente.

Como se sabe, el sueño de una expresión propia estaba ya en Martí; pero desde el principio se trató de un intento fallido, porque para hablar de la realidad hispanoamericana se utilizaron categorías que no eran las suyas. Refiriéndose a esta confusión entre culturalismo y autoctonismo, David Viñas puso el ejemplo de Adán Buenosayres, la conocida novela de Leopoldo Marechal, donde «se apunta a una síntesis entre el Adán universal y ese Buenosayres particular, próximo y confuso». Lo mismo ocurrió posteriormente entre casi todos los narradores del boom; y era lógico porque se habían formado en las grandes ciudades, con la vista puesta en la cultura europea y el cosmopolitismo ruidoso que caracteriza a los provincianos: estaban en la edad. Daniel Moyano, nacido en Buenos Aires, pero formado en Córdoba y La Rioja, representa a esa generación de escritores parricidas que han recuperado para la literatura la realidad cultural del interior argentino. Y no ya sólo como una mera cuestión de temas, sino levantando incluso la mano para pedir su propia palabra. En este sentido, es sintomático que la tortura que se le impone a uno de los protagonistas de El vuelo del tigre es precisamente la de forzarlo a comunicarse en una lengua extraña. «El problema -escribe Daniel Moyano- es que el viejo nunca anduvo bien de los verbos. Él se crió en el campo, con gente nada blanca, hablando la lengua original de Hualacato». Sería injusto hacer una lectura demasiado rápida y plantear las cosas como una simple «vuelta a los orígenes», a la pretendida verdad de las culturas naturales, tan propia de todos nuestros ideólogos. La situación es diferente, porque para estos escritores volver a su historia, significa empezar, a decir lo que hasta ahora se ha silenciado de ella, romper con el ahistoricismo que les impuso la política imperialista. Desde esta posición enfoca Daniel Moyano el tema de la dictadura; al final de la novela huye «un solo hombre gordo, el más gordo de todos y extranjero por más luces, metido en su avioneta».

En El vuelo del tigre cada familia recibe su propio dictador. Los Aballay tienen la dominación sentada a la mesa de su domicilio privado, imponiéndoles la moral estricta del sentido común. Al igual que los padres, los dictadores no se eligen, existen por la gracia de Dios, como dicen las monedas, y por ello mantiene el poder de la censura. La libertad es imposible donde antes no hay un pacto previo. Así, la liberación final de Hualacato, en la que todas las familias salen de sí mismas, irrumpiendo en las calles de la ciudad, no es ya simplemente una victoria sino la ruptura con el sentido común, con esa evidencia de realidad que toman todas las moralinas. Daniel Moyano intenta demostrar que la barbarie se oculta en los aparentes valores de nuestra racionalidad cotidiana. La rebeldía, simbolizada en Belinda, la gata que trepa libremente por las «veletas», acaba venciendo a la servidumbre ciega del perro policía. Aunque pudiera parecerlo, no se trata por tanto de un final propio del realismo mágico, ese extraño término manipulado por la crítica tradicional, que hace hincapié en lo de mágico, para silenciar lo de realismo, es decir, para ocultar la denuncia social que se produce.

Cuenta la leyenda que Beethoven compuso la Appasionata en la mansión de un mecenas. Cierto día, una muchedumbre de obreros se agolpó delante de la casa, para protestar contra su dueño, jefe de fábrica de tejidos que diariamente los explotaba. El noble, con lágrimas de cocodrilo en los ojos, enseñó la muchedumbre a Beethoven diciéndole: «Maestro, vea usted que espectáculo más bochornoso da esa gente». Iracundo, el músico se marchó dando un portazo y contestándole: «mi música es para esa gente». Muchos años después, Daniel Moyano recogió esta frase para titular uno de sus mejores libros de cuentos. Y acertó, porque su literatura es también para ese tipo de gente, entre la que sin duda nos encontramos casi todos nosotros.





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