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La narrativa argentina del Interior: Daniel Moyano

Carmen Ruiz Barrionuevo





Durante los años cuarenta y cincuenta se origina en Buenos Aires una gran efervescencia editorial -sobre todo por parte de Losada, Sudamericana, y Emecé- y al mismo tiempo una gran avidez lectora y una enorme difusión cultural, tanto en la capital como en las provincias. Ello produce una mayor descentralización literaria y la aparición de autores que hacen suya la realidad del interior. De este modo, la narrativa argentina de nuestro siglo se consolida en toda su amplitud, encauzada «desde adentro»1 y en conflicto con las influencias foráneas de los grandes centros culturales. Resultará entonces imposible una narrativa mimética de la europea, y se buscará un tipo de relato totalmente argentino, a la vez que se es consciente del fin de la tendencia criollista, para colocar en un primer plano al lenguaje en la búsqueda de la propia objetividad novelesca. No importa lo que se cuenta, sino cómo se cuenta. Y por eso estos narradores no se fijarán en la novedad de los temas y plantearán frente a la novela descriptiva, la novela autónoma.

La eclosión de la narrativa hispanoamericana de los años sesenta alcanza también a la Argentina. Por estas fechas se produce el éxito de narradores como Cortázar o como Sábato, y por supuesto la admiración, siempre discutida, por la obra de Borges. Las respuestas literarias se diversifican, Rayuela (1963) de Julio Cortázar significa un hito fundamental que repercute en los autores del momento: la novela puede ser antinovela y puede llevar en sí misma su crítica así como infinitas posibilidades de lectura. Se advierte también la importancia de la obra narrativa de Onetti y se realiza una intensa relectura -dentro del grupo de la revista Contorno (1953-1959)- de Roberto Arlt, negado antes por los autores que se afirmaban en el cultivo del estilo literario. Estamos en plena efervescencia de un grupo de escritores que aceptaron llamarse a sí mismos «los parricidas»2, por su carácter iconoclasta frente a Borges, Mallea, Mujica Láinez o la revista Sur; escritores cuya rebeldía ha dejado como herencia el culto por la novela arltiana, -que perdura en nuestros días-, como lo prueba -entre otros- la obra de autores como Ricardo Piglia, que en Prisión Perpetua (1988), incluye un «Homenaje a Roberto Arlt» donde parodia su estilo mediante el hallazgo de un supuesto texto del autor de Los siete locos. Pero la narrativa argentina no se doblega sobre sí misma, sino que continúa abriéndose a otros autores y tendencias; al mismo tiempo se lee con pasión, por ejemplo, la narrativa norteamericana, el «Nouveau Roman» o las novelas de Cesare Pavese.

Hacia 1965, con la incorporación de gran cantidad de lectores jóvenes, se incrementa la exigencia de calidad y la preocupación renovada por la función que cumple la literatura dentro de la sociedad. El ambiente cultural se acentúa propiciado por las revistas de finales de los años sesenta como Primera Plana, Los Libros, Setecientos Monos, Macedonio -que dirigen Juan Carlos Martini y Alberto Vanasco-, o ya en la década de los años setenta, Crisis, dirigida por Eduardo Galeano, o Literal, de tendencia psicoanalítica que dirigen Germán L. García y otros. Los escritores que emergen en torno a estas fechas muestran una gran diversidad, su literatura se mantiene a contrapelo de los autores consagrados y alejada de los círculos oficiales. Gravita sobre ellos la lingüística, el estructuralismo y la semiótica, aparte del psicoanálisis en su modalidad lacaniana. En algunos de ellos aparece la reflexión sobre el texto y el lenguaje dentro de una gran preocupación formal -El limonero real (1974) de Juan José Saer (1937)3 puede ser un buen ejemplo-; en otros se aprecia obsesivamente el rescate de subgéneros, como en la obra de Manuel Puig (1933-1990), Boquitas pintadas (1969), The Buenos Aires Affair (1973) o El beso de la mujer araña (1976). Otras veces las temáticas pasan por un interés acentuado por los procesos histórico-sociales y por las implicaciones políticas; se recogen los temas nacionales de fondo histórico como contexto, un precedente claro en el tiempo corresponde a la famosa novela Zama de Antonio Di Benedetto, en 1956.

Pero es en los mismos años sesenta cuando surgen algunos de los títulos más significativos del nuevo grupo de escritores. Citemos algunos teniendo en cuenta que tales obras se publican en la misma década que Rayuela de Cortázar, y que La ciudad y los perros de Vargas Llosa, ambas de 1963, y que Tres tristes tigres y Cien años de soledad también de 1967; Sudeste (1962) y Alrededor de la jaula (1966) de Haroldo Conti; Los hombres de a caballo de David Viñas, Los suicidas de Di Benedetto, ambas de 1967; El oscuro de Daniel Moyano y La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig, en 1968; Boquitas pintadas también de Puig, Luego en Casabindo de Héctor Tizón, Cicatrices de Juan José Saer y El amhor, los orsinis y la muerte de Néstor Sánchez, todas de 1969.

El autor que hoy nos ocupa, Daniel Moyano, pertenece a esta promoción de los años sesenta, su obra se une a la de otros narradores del interior que, contrarios a todo regionalismo pintoresco, se muestran preocupados en la búsqueda de nuevas formas. No hay, sin embargo, uniformidad de estilos en el grupo, cada uno sigue su propio empeño. Eso sí, dentro de una línea realista, en la que no suele haber drásticas rupturas. Antonio Di Benedetto (1922-1987), Héctor Tizón (1929), Juan José Hernández (1930) y Daniel Moyano (1930) son narradores ubicados en esas provincias argentinas y a través de ellos se oye esa voz de la tierra canalizada por procedimientos distintos. Di Benedetto es narrador de temas urbanos, pero la provincia aflora en los temas de sus cuentos. Su narrativa se caracteriza por un pesimismo sombrío que todo lo invade, así en Sombras nada más... (1985), su última novela, Emanuel se desangra en su pugna por persistir en un mundo cuyo principal rasgo es la hostilidad y el rechazo. Sus obras nacen de una especial hiperestesia que lo lleva a centrarse en temas como el absurdo, la soledad, la espera angustiosa, el mal, la muerte. De su amplia obra, su novela Zama4 ha sido considerada, desde su aparición en 1956, como una de las obras fundamentales de la narrativa argentina de los últimos años.

En Zama la historia de Diego de Zama en Asunción del Paraguay nos sumerge en un entorno de soledad y desamparo, en un tiempo estancado en círculos inmóviles que se concretan en tres momentos de la vida de su protagonista. Víctima de la decadencia de la corona española a fines del siglo XVIII, Diego de Zama espera un traslado que se demora indefinidamente; irá perdiendo sus bienes y fortuna y emprenderá progresivamente un peculiar itinerario hacia los infiernos, internándose por un terreno por el que ya se sabe vencido de antemano. Diego de Zama en su hidalguía se descubre en una doble actuación que lo proyecta hacia los demás y hacia sí mismo en busca de una meta inalcanzable. Es así como el protagonista consigue una dimensión universal que lo engrandece. Los fracasos se suceden, -los episodios cortos de la novela contribuyen a esa sensación de lo que se sabe efímero-. Los problemas sexuales, la quiebra económica, la situación de su honor de caballero ante la corona española, dibujan un panorama que sobrepasa cualquier encasillamiento temporal.

La narrativa de Di Benedetto consiste en una difícil suma de una filosofía del mundo como agresión deliberada y constante -en sus relatos las comparaciones con el ámbito animal predominan- y una visión no exenta de ciertos componentes líricos que brotan de su propio aislamiento y de la convicción de la absoluta necesidad de sobrevivir en un mundo sórdido y cruel. Tal vez en este sentido, el breve relato «Caballo en el salitral» (1982) -concebido, según propia confesión, de la contemplación de un carrito cargado de pan a pleno sol, cuyo caballo, inmovilizado, acaso padeciera hambre y sed-, sea significativo. En el final del relato consigue superar la muerte y la desolación para convertirlo en un triunfo de la naturaleza, en un canto lírico en el que los despojos de la podredumbre sirven de receptáculo para el comienzo de la vida.

Juan José Hernández, como Daniel Moyano, aborda el enfrentamiento de la provincia y la capital aunque no hay en él un sentimiento de marginación. En sus dos primeros volúmenes de cuentos El inocente (1965) y La favorita (1977) destaca una temática centrada en el ambiente provinciano, la desmitificación de la infancia y el mundo de las mujeres; en cuentos como «Anita», «Julián», «Reinas» o «La favorita» domina la relación sorprendente o perversa, el poder teñido de sadismo en una naturaleza proliferante que recuerda en algún momento el realismo mágico. Predominan también los cuentos que tienen como protagonistas o narradores a niños, -y aunque también trata el tema del desamparo de la infancia como Moyano-, en la mayoría se pone el acento en las hirientes y dolorosas relaciones subjetivas del niño con los adultos. El propio Daniel Moyano dice de él que «arma cuidadosamente su mundo. Un mundo cruel regido por mujeres dulces y melodiosas que actúan como principio constructivo-destructivo. Esas mujeres, que aparecen en los balcones, en las siestas provincianas, soltándose el pelo retinto, sabedoras de los baúles donde están los vestidos de las novias enterradas, y de los patios donde revientan flores lechosas y carnales, son la tierra; la madre tierra de la que surgen los inocentes que, cada vez que intenten una salida de ese orden maternal y secreto, se convertirán en víctimas»5. Pero es en su novela La ciudad de los sueños (1971) donde plantea la relación de frustración y asfixia que produce la provincia frente a la gran ciudad en la época concreta de los años 1944 y 1945. Y en consonancia con su tiempo organiza su novela como una amalgama de discursos diferentes, enunciados por diversos personajes desde distintos puntos de vista y tiempos diversos. Al discurso fundamental del diario de la protagonista se mezclan fragmentos de una revista snob, cartas, monólogos y diferentes niveles de lengua cuyo mejor ejemplo puede ser la narrativa de Puig.

En Héctor Tizón, lo urbano no aparece, hay en él una preocupación histórica, e intenta reconstruir desde sus orígenes la historia argentina. La ficcionalización de lo histórico abarca toda su obra y no resulta esporádica, como puede ser Zama de Antonio Di Benedetto. En 1969 se publica Fuego en Casabindo y se inicia una fecunda década de su producción literaria. En 1973 aparece su segunda novela El cantar del profeta y el bandido, y en 1975 la tercera y la más ambiciosa de todas: Sota de bastos, caballo de espadas. Su narrativa se organiza en esa reconstrucción del pasado en la que la búsqueda histórica se alía a los elementos míticos. Esa pretensión de hacer ficción de la historia provoca que su obra se organice a la manera épica, en tres ciclos. Cada novela se proyecta, por tanto, como una historia a la vez real y fantástica, en cuyo interior lo mítico se reordena o se somete a un tratamiento épico que los distancia. Como dice Mirta E. Stern, «Tizón convoca la historia para presentar un mundo de seres alienados de la misma, dentro del cual todo acontecer se acepta como una ley mecánica e inevitable. Los que sobreviven no son sino fantasmas de una realidad que no les permitió salida, herederos de un mundo deshistorizado, congelado y sin comunicación con el exterior»6.

A todos estos narradores se puede añadir la figura de Haroldo Conti (1925-1976)7, que aunque no suele considerarse específicamente del interior, logra una literatura vital ligada a una experiencia de lo próximo transmutado en escritura. En sus cuentos, como en sus novelas, importa más el ambiente que las acciones, desde el realismo de Sudeste (1962) a la epopeya paródica Mascaró el cazador americano (1975), o sus cuentos Todos los veranos (1964), Con otra gente (1967) o La balada del álamo Carolina (1975) en los que se evidencia una fuerte efusión lírica en el tratamiento de los ambientes marginados.

Resulta evidente que en todos los autores citados aparecen temas similares en amplios registros personales y con una coherencia temática individual. Así, en la ficción de Moyano hay siempre un apego referencial al realismo aun cuando se desplace hacia lo alegórico; en Juan José Hernández y en Héctor Tizón se configuran unos espacios imaginarios que los emparentan en cierto sentido, con el llamado «realismo mágico», y en ellos como en Di Benedetto se presenta una intensa preocupación formal y estilística, así como una cuidadosa reflexión sobre el lenguaje.

Años después de la consolidación del grupo, en 1975, se produce en la Argentina una profunda crisis editorial; la censura y la falta de apoyo a los escritores nuevos sólo propicia la permanencia de los nombres ya consagrados. De este modo apenas la literatura se mantiene ante la apatía del público lector. Es entonces cuando las circunstancias políticas -la dictadura militar- producen la dispersión. Unos siguen publicando en el exilio con las dificultades consiguientes, y sus obras son apenas conocidas en su país, otros son marginados en el exilio interior.

Daniel Moyano es un escritor representativo de esta situación. Nacido en 1930 en Buenos Aires, vivió desde su niñez en el interior del país, primero en Córdoba y luego en La Rioja. Se inició como periodista en el matutino Meridiano de Córdoba en 1956, colaboró en La Gaceta de Tucumán y en La Prensa de Buenos Aires. Después en el diario El Independiente y en la revista humorística El Champi. En La Rioja fue profesor de violín en el Conservatorio Provincial, e intérprete de viola en el Cuarteto Estable de la provincia, -entendemos así por qué la música aparece siempre incorporada a su obra-. Desde 1976, a raíz de sufrir prisión y dificultades políticas, con el golpe militar, se traslada a España y reside aquí desde entonces.

Moyano es autor de una extensa obra narrativa que abarca el cuento y la novela. Comenzó con el cuento, con Artistas de variedades (1960), La lombriz en 1964, El juego interrumpido de 1967, Mi música es para esta gente de 1970 y El estuche de cocodrilo de 1974. Selecciones de sus cuentos aparecen en otros títulos: El monstruo y otros cuentos (1967) y La espera y otros cuentos (1982).

Se inicia en la novela en 1966, con Una luz muy lejana, dos años después, en 1968, aparece El oscuro, titulada antes El coronel, que ganó el primer premio en el concurso de la revista Primera Plana en 1967. Luego publica en 1974 El trino del diablo y, ya residiendo en España, El vuelo del tigre en 1981, en 1983 Libro de navíos y borrascas y por último Tres golpes de timbal en 1989.

En cuanto a la práctica de la literatura, se puede considerar a Moyano autodidacta, sus fuentes han sido la vida misma y los libros, él mismo se ha referido a los escasos estímulos que pudo poseer en su infancia: la biblioteca de la escuela de Córdoba, donde terminó la primaria, y la figura del abuelo8. Porque algún recuerdo de la adolescencia está vinculado a la Falda, en las Sierras de Córdoba, cuando después de una infancia poco feliz con los tíos, fueron su hermana y él a vivir con los abuelos: «Aquello era el paraíso, del que conservo esta imagen -nos dice-: cuando hacíamos el pan, en el horno de ladrillos poníamos también a asar batatas. Con las brasas del horno, en invierno, llenábamos un gran fuentón para calentar la casa. Y a la noche leíamos el Quijote alrededor del fuego, comiendo batatas calentitas»9. El centro de esta reunión era el abuelo materno José Bellini, que -según sus propias palabras- «improvisaba versos circunstanciales imitando el estilo gauchesco en su media lengua mezclando italiano y castellano»10. Le leía al abuelo durante el invierno versos de Zorrilla, obras gauchescas y el Quijote, y Moyano siempre recuerda la anécdota de que cuando le leyó el capítulo donde muere el hidalgo se le saltaron las lágrimas y dijo en su lengua natal: poverino il vechiotto. En estos años la maestra lo puso en contacto con la obra de Dickens y de Dumas.

A los dieciséis años marcha a Córdoba, allí trabajó y pudo hacer el bachillerato en La Rioja más tarde; todavía en Córdoba leyó a Kafka, lo que confiesa decisivo, y a Pavese en su propia lengua.

Daniel Moyano tiene asumida su pertenencia a ese grupo de escritores del interior y considera que le son próximos los nombres de Juan José Hernández, Antonio Di Benedetto y Haroldo Conti, «sobre todo porque mirábamos más para adentro del país que de Buenos Aires; más para Juan Rulfo, Carpentier o García Márquez, que para el lado de Borges. Éramos como provincias que se integran a la unidad nacional. Hacíamos oír las voces del interior sin folclorismos ni panfleto político. A partir del año 69 el país empezó a aceptarnos»11. A ellos se unieron pronto en esta aceptación, otros nombres: Héctor Tizón, Juan José Saer, Abelardo Castillo, Rodolfo Walsh.

Su obra, en sus cuentos y en sus novelas, presenta una unidad fundamental: trata temas de marginación, de soledad o desarraigo que se incrementan en ocasiones en sus últimas obras con la presencia del exilio. Suelen aparecer a menudo dos espacios o a veces uno de ellos permanece latente, como en la memoria; la gran ciudad y la pequeña ciudad, Buenos Aires y las ciudades del interior con todo lo que implican para sus habitantes, nos hacen reflexionar acerca de esa inserción social del hombre de provincias en un medio extraño y hostil. Mientras la provincia se extingue en sus relatos por el abandono y la pobreza, la violencia irrumpe como fruto de esas situaciones marginales hasta abarcar todo el continente americano. La intención testimonial resulta clara en cualquier caso. Pero no hay nunca ningún folclorismo, ni ningún atisbo de lo pintoresco, no hay reproducción minuciosa de ambientes, ni regionalismo, ni obsesión por transcribir el lenguaje local. De tal modo su obra alcanza un universalismo que abraza a todos los seres humanos.

Si sus cuentos buscan temas relacionados con la infancia y la adolescencia marginadas en un poso de tristeza, -es el caso de «La lombriz», «La puerta» o «Los mil días»- sus novelas, muy especialmente las tres primeras, se articulan sobre un fondo social, la emigración de los habitantes de las provincias pobres hacia el gran centro urbano, lo que conlleva inevitablemente la marginalidad y el desarraigo. De sus tres primeras novelas Una luz muy lejana y El trino del diablo tienen parecidas estructuras, un sujeto que enuncia el proceso linealmente, y así se desgrana la conciencia del protagonista, y se va viendo la dolorosa inserción en la ciudad que termina avasallándole. En cambio, en El oscuro da complejidad formal es mayor y los puntos de vista varios.

Una luz muy lejana desarrolla y amplía el cuento «Artistas de variedades». Ya en la ciudad, Ismael el protagonista va relacionándose con una serie de personajes marginados, -disparatados a veces-, que recuerdan en algo las actitudes de los de Roberto Arlt. La ciudad es el foco de su ilusión, así en el comienzo mismo se nos dice: «La ciudad parecía así, una especie de disco radiante en medio del páramo»12. Luis Harss aclara en Los nuestros que en esta novela Moyano «tocó con delicada poesía una de las raíces del mito americano: el continente sin pasado que sigue en busca de sus momentos de verdad»13. En efecto, es una novela de búsqueda, de contenido metafísico, en la que comienza, como el mismo autor confiesa, a ser fiel «a una realidad que teníamos ahí»14. Es así como surge la perspectiva de la provincia frente a la cultura propiamente bonaerense, el deseo de resaltar en su obra -como sucede en los autores citados de su generación- las facetas ocultas del interior: «Yo descubrí que América Latina empezaba ahí en la provincia de La Rioja, que no éramos Buenos Aires ni Europa»15. En este sentido, la obra de Rulfo resultó un ejemplo decisivo: El llano en llamas se publicó en 1953 y Pedro Páramo en 1955.

Una luz muy lejana obedece a la técnica del cuento, y los capítulos se ligan a modo de relatos por medio del motivo del viaje. El adolescente Ismael se enfrenta a la ciudad en un paradigma mítico. La ciudad es el ámbito de lo maravilloso y a la vez el escenario de múltiples encuentros humanos. Ismael -nombre bíblico- irá descubriendo seres sin posibilidad de salvación, algunos de los cuales sienten la necesidad de practicar una crueldad inútil como Peralta; otros han logrado evadirse de su realidad y se han inventado otras existencias diferentes, como la Flaca -que pasaba las horas encerrada en su cuarto cantando, porque sueña con ser cantante lírica- y ante la cual «Ismael sintió cruzar por distintas zonas de su ser el deseo ferviente de tener un piano para regalárselo a la Flaca. Lo pondría en aquel rincón, y ella podría cantar todo el día»16. O Reartes, el vendedor de golosinas y helados, que empuja su carrito al toque del cornetín, («por eso le había gustado tocar el cornetín de don Reartes. Aquello era una cosa verdaderamente hermosa, un hecho que uno podía demorar durante un instante»17). La deforme Marta o Teresa que conviven con el joven; o Teodoro que piensa que al fin y al cabo «querer es poder»18. La relación de Ismael con todos ellos acaba en el fracaso, la frustración o la violencia.

En esta primera novela, la relación de los hombres con la ciudad ya se manifiesta desde lejos; las luces y los monumentos se ven desde la periferia o desde un pozo, así lo indican las imágenes que abren y cierran la novela; el panorama se observa desde «los bordes», donde la niebla mezcla las cosas: el río, los vehículos, las calles y desde donde el humo forma una aureola «como si fuese la cabeza de un gran santo». La ciudad es lo inasequible y al final la única salida será abandonarla e iniciar una vida lejos de ella:

La ciudad había terminado. Una llanura interminable apareció ante sus ojos, con un tren a lo lejos, sin ruido, que apenas se movía. Sintió que seguir por allí era caminar sin sentido. Y como habituando sus pensamientos al acto que estaba realizando, pensó que era una suerte que allí estuviese ese desierto. Allí cabían muchas casas, con otros hombres, y la vida podría continuar de otra manera19.



Hay que pensar que éste es un efecto circular buscado en el que el paisaje ciudadano actúa como trampa mortal.

El oscuro tiene como tema central la relación padre-hijo. En alguna entrevista, Moyano señala varios detalles autobiográficos que pudiera contener: el abandono del padre en su niñez y la búsqueda consiguiente de esa figura huidiza, pero añade que para el personaje se basó en un modelo real, el padre de un amigo de muy humilde origen que conoció en Córdoba. Pero este tema más general y trascendente contiene un aspecto político: el personaje central es un coronel, jefe de la policía que ejerció actividades golpistas.

En la novela se emplea de manera acertada la multiplicidad de los puntos de vista, así podemos ver las distintas facetas de los sucesos, según sea el padre o el hijo, -o el investigador privado Joaquín Echenique- quien los cuenta; pero casi siempre domina la perspectiva del protagonista Víctor. Éste abre la novela con una reflexión que introduce el motivo central: mirándose en el espejo en un momento crucial de su vida, -cuando entra en la decadencia, y su mujer lo ha abandonado-, observa que «la expresión de los ojos modificada por algunas arrugas, le devolvían la cara terrígena de su padre tocando el tambor en la banda policial de la ya olvidada ciudad de La Rioja»20. El problema es complejo porque a lo largo de la obra veremos una contradictoria relación de búsqueda y rechazo que es también una indagación sobre sí mismo, sobre las raíces europeas, -representadas por la madre, muerta muy pronto-, y la figura del padre de acentuados rasgos indígenas. La función de la memoria es fundamental en todo el texto pues ella es la que selecciona los datos -entre los cuales gozan de especial predicamento los relacionados con su propio padre-, y que se convierten a veces en fetiches de su pasado: el tambor y las cartas que conserva pueden ser un buen ejemplo; o también los hechos de su propia vida que incidieron en su matrimonio: su participación en los golpes de estado y la muerte del estudiante.

Víctor sabe que la memoria puede perderse y modificar algún dato porque su obsesión es el mal y su empeño es imponer la búsqueda del bien. En este momento de su vida llega a pensar que «el error había sido salir de su ciudad natal y emprender la aventura del bien»21 el no aceptar la línea paterna e incluso a Margarita; ella y su antiguo novio sabían que no existe en el mundo separación entre el bien y el mal, sino simplemente hechos, cosas. Esta lucha por establecer el orden y el bien a su alrededor hace que sólo se sienta seguro en los recintos en los que reina el orden perfecto, como en el liceo de su juventud, -en el que la obediencia regulaba la línea de separación entre el bien y el mal-; a imagen y semejanza hay que establecer en la sociedad civil una única moral y el respeto a las jerarquías. Del mismo modo, su propia casa funciona como ese centro desde el que puede mantenerse firme en sus convicciones «en medio de un mundo que se desmoronaba»22. Víctor crea así dos realidades, la suya propia, ordenada y coherente, -es un mundo de palabras, un mundo perfecto- pero que en estos momentos de su vida se viene abajo, -y sin embargo es el único que comprende-, y lo que su mujer Margarita representa: «el mundo de la precariedad, inseguro y doliente, sin esquemas salvadores, sin dogmas precisos, inclinado siempre en la pendiente del naufragio»23. Esta convicción le hace estar siempre al acecho de los ruidos que se acercan a ese centro suyo y en ocasiones reproduce otra voz, que es la voz de Margarita, a través de la cual podemos oír otro punto de vista de los problemas que le atenazan:

Lo que pasa es que todo lo que te rodea está mal, nosotros estamos mal, y el mundo entero está mal; solamente el señor coronel es perfecto y está rodeado de imperfecciones; ordenaste la muerte del estudiante y después dijiste que lo que mata es el material, los hombres no matan, el señor coronel no mata24.



Como en la anterior novela, se advierte una oposición gran ciudad-interior, que a veces se manifiesta por la imagen del desierto: el padre es la imagen del indio soterrado que viene del «corazón del desierto»25. El padre representa todo lo odiado, pero a la vez el mundo desconocido que simboliza a toda la humanidad que se opone a sus ideas, un mundo que necesita explorar e indagar porque forma parte de sí mismo. El instrumento que toca, el tambor, -aparte de relacionarlo con otros personajes que en las obras de Moyano sienten pasión por la música-, es «símbolo del sonido primordial, vehículo de la palabra, de la tradición y de la magia»26; está elaborado de la madera del árbol del mundo y a la vez en algunas culturas africanas se lo relaciona con el corazón. Aquí también es posible esta identificación, como lo confirma esta cita: «Lo alzó cuidadosamente, como si se tratara del corazón del viejo, y sintió otra vez esa piedad ahogante»27. También podemos ver en este instrumento un valor telúrico, al ser un elemento relacionado con la tierra, pero a la vez con carácter de ara de sacrificio. Todos estos aspectos enriquecerían nuestra percepción de la figura del padre, y no debemos ver en ellos hechos casuales, aunque bien es cierto que este instrumento musical es de los más modestos y frecuentes en las fiestas populares, por lo que se refuerza el origen humilde del personaje.

El trino del diablo de 1974 introduce un elemento nuevo: el tono humorístico. Al respecto de esta novela nos dice que la escribió muy rápido, «treinta o cuarenta días, si bien los problemas fueron pensados, madurados durante mucho tiempo. El estilo refleja esa rapidez. Digamos que yo seguía al personaje adonde iba. Salvo cuando empezaba a tomar canales lógicos. Ahí suspendía la escritura. Era un acto de libertad y lo defendía»28.

Se puede ver en ella la reiteración de elementos temáticos y constructivos de la primera en cuanto que los acontecimientos están centrados también en un único personaje: Triclinio. También la crítica observó en su momento la intencionalidad alegórica y el hecho de que fuera una «parábola sobre el destino del artista en la Argentina»29. Pero tal vez esta interpretación simplifique en exceso una obra en la que hay evidentes críticas a aspectos políticos y sociales del militarismo argentino.

La novela comienza lejos en el tiempo, buscando las raíces en la fundación de la ciudad de Nueva Rioja en 1591 por el logroñés Juan Ramírez de Velasco. El propósito es desacralizar esos orígenes y también, en consecuencia, el presente. Así, ante lo poco adecuado del lugar en que se funda la ciudad, argumenta el Padre Francisco Solano: «Nuestra Rioja será pobre, pero sus habitantes, hombres en devenir, serán la reserva espiritual, el refugio de los justos, el paraíso de los metafísicos»30. Un hilo conductor une a este Padre Francisco y a Triclinio, y es su buena disposición para la música, pero el sonido del violín es símbolo de algo más, de la libertad, de cuanto el hombre reúne en sí de superior. Todos los que gustan del instrumento, y en especial Triclinio, deben tener su porvenir asegurado: -«Tú, hijo mío, serás el verdadero futuro de tu provincia»31- aunque irrisoriamente se juzgan las serenatas como pornográficas y a los violinistas como peligrosos subversivos. Triclinio padecerá estas persecuciones conservando siempre su violín, -el mismo que tocó San Francisco Solano-, y que resulta ser una especie de maravilloso fetiche. Moyano en esta novela usa elementos del realismo mágico e interrumpe la lógica para incidir en la parodia en momentos decisivos, por ejemplo cuando los padres de Triclinio llegan a alimentarse de recuerdos, y se hacen invisibles.

Las salidas del humor son frecuentes: «-Es increíble -decía el cura-, parece mentira que en esta tierra que fue de indios violinistas no haya lugar para los músicos. Ahora no te queda otra alternativa que irte a Buenos Aires. Allá por lo menos serás un exiliado»32. Así el tema del exilio alcanza proporciones fantásticas, ya que no se trata sólo de la emigración a la gran ciudad, sino de la imposibilidad de vivir en el propio país, por eso el violín se convierte en símbolo de la cultura misma escamoteada por la dictadura: hay en los quioscos todo lo necesario para reparar y cuidar los violines pero no se encuentran instrumentos; o bien uno puede llegar a convertirse en violinista sospechoso y puede sufrir persecución y hasta torturas, con lo que se reforzaría la idea anteriormente indicada.

Incrementa el carácter paródico la presencia de personajes que pueden llegar a ser arquetípicos de la vida argentina, el general, el presidente civil y bondadoso, los soldados con la cara pintada que se mueven en un contexto deliberadamente carnavalesco. Algunas ironías tienen evidente carácter político: «Flotar en Buenos Aires no requería ninguna técnica; bastaba ser una cabecita negra, todo lo demás venía solo»33. También es intencionada la parodia de la marginación del ser humano en la parte que dedica a «Villa Violín», el barrio en el que viven los violinistas artríticos con sus dedos retorcidos por el agua fría de los camiones antidisturbios, músicos sin público, músicos a los que se les impide tocar, porque la música sólo sirve para acallar los gritos de las torturas.

El trino del diablo supone un cambio de tono respecto a sus novelas anteriores, un salto hacia lo imaginario en el que el humor llega a convertirse en doloroso sarcasmo. Triclinio es un personaje arquetípico también y como algunos de los que le rodean, roza a veces el esperpento. La falta de libertad, las dificultades para ejercer su vocación lo obligan a marginarse cada vez más hasta refugiarse en el mundo utópico de Villa Violín que reproduce la desaparecida ciudad de La Rioja. Por ello, la novela significa en sí misma un divertimento que encierra dolorosas verdades. En definitiva, Moyano esgrime nuevos métodos para cercar la realidad: el absurdo, la irrealidad y el esperpento. O la ironía que aparece desde el título del primer capítulo: «Sobre el arte de fundar ciudades».

Fijémonos ahora en los cuentos. En un conocido ensayo sobre los cuentos de Daniel Moyano, colocado al frente de La lombriz (1964), Augusto Roa Bastos34 habló del «realismo profundo», de la madurez y la seguridad que brotan de su instinto de narrador desde su primera entrega, Artista de variedades (1960). Desde luego que Moyano procede creando ámbitos, climas, no prescinde de la anécdota, pero como sucede en la literatura actual, no es ésta lo más importante, sino la forma de contarla, de presentar esos hechos, muchas veces insólitos, sin retóricas ni extraños artificios estilísticos. El realismo profundo consistiría en aquel modo narrativo que, sin desdeñar la alusión a la realidad social, profundiza en los laberintos psicológicos de los personajes, en la atmósfera mágica de situaciones ambiguas y complejas y en las contradicciones y absurdos de la vida cotidiana. No hay reflexiones ni análisis, sino que deja en libertad al lector sobre la fábula misma, pero para ello, el escritor debe trabajar en una ordenación previa, en una presentación y selección de los elementos. A su vez Roa Bastos delimitaba ese realismo profundo explicando que buscaba no reproducir, no duplicar la realidad, sino representar y «ayudar a ver la opacidad y ambigüedad del mundo»35, en su realidad física y metafísica. De ahí que, en efecto, la originalidad de la anécdota sea lo menos importante, porque lo que busca es el hombre mismo, la razón y el íntimo sentido de la violencia, de la crueldad, de la soledad que condiciona y acongoja al hombre. También el mismo novelista paraguayo apuntó dos de sus autores más afines, -que Moyano confiesa haber leído con fruición-: Kafka y Pavese. De Franz Kafka procede la narración de raíz metafísica que trasciende lo anecdótico a través del empleo de la alegoría y el símbolo. De Cesare Pavese la narración con fondo mítico en la que se atiende a la realidad del personaje que cuenta, puesto que es al fin y al cabo el único narrador insustituible. El resultado es, sin embargo, una obra tremendamente personal; el escritor crea atmósferas de tragedia y de fatalidad en los entornos cotidianos; así se observa cuánto de inhumano tiene ese mundo que creemos humano. Se ordenan las cosas, los hechos, los sucesos, para que el producto sea precisamente ése, y se proyecte esa otra perspectiva.

Sus colecciones de cuentos presentan cierta unidad temática y estilística, aunque en los cuentos posteriores al exilio asomen con más incidencia aspectos vinculados a la represión y, tenuemente, a la personal vivencia madrileña.

Se ha hablado mucho de su preferencia por los temas de la infancia, y aun de la posibilidad de reducir a un único argumento la temática de sus cuentos, porque en ellos subyacería el mito del paraíso perdido, la situación del hombre en un mundo cerrado próximo a la muerte, el tema de la víctima inocente, la promesa de salvación simbolizada por el padre, la culpa y la expiación. Los espacios también están definidos como infiernos o cielos, como sucede en «La puerta» o en «El joven que fue al cielo». Lo que sucede es que los cuentos de Daniel Moyano giran en torno a la experiencia vital general del hombre en el mundo, que no es ni más ni menos que signo de una fidelidad y de una autenticidad narrativa.

En todos ellos se observa cómo el autor evoca sin retórica la existencia desnuda de los seres, las circunstancias que descubren su destino. Los hechos son deliberadamente cotidianos, nada o muy poco extraordinarios, pero se cargan de significación. Otras veces son misterios diarios cuya presencia trata de cercar. El nuevo realismo se basa justamente en eso, en desvelar esos fragmentos de lo real, sobre los que no puso atención el viejo realismo, y en él entran lo desconocido, lo misterioso, lo insólito. A veces importa más en esta técnica lo sugerido o lo que se sobreentiende, porque el escritor es consciente de su destinatario, del lector que recibe lo escrito. En este sentido, en su reducida extensión, el cuento es el cauce más apropiado, porque en él se puede condensar y captar el ser en el mundo. Se indaga sobre ese ser, se explora la resonancia de un suceso y además puede absorberse de manera natural lo fantástico y lo misterioso que conforman lo real.

Rogelio Barufaldi, en un conocido estudio sobre su obra, lo ha calificado de «mitólogo infatigable e implacable» y ha añadido que en su obra «no ha hecho sino otorgar una coherencia cada vez más lúcida a su íntimo y personal mundo de mitos»36. Tal vez sus relatos sean insistentes y obsesivos, pero con innegable personalidad, unos con otros van formando un tejido de anécdotas que configuran las vidas de los personajes que se confunden en uno solo: el hombre que busca una raíz, que busca un futuro, o que desea alcanzar un paraíso. Las cosas extraordinarias no les suceden a estos seres, la atmósfera en que se mueven es siempre anodina, como en el caso del Ramírez de «Nochebuena», y si brota un patetismo es fruto de esa propia cotidianeidad.

Es frecuente incluso el choque con la realidad adversa, en la infancia y en la edad adulta, como en «La puerta» o en «Artistas de variedades». En la infancia el niño se siente herido por la sordidez de los que lo rodean y busca otro mundo, que cree posible, en su edad adulta. Para Barufaldi, en este mundo de mitos que es la narrativa del escritor argentino, se puede encontrar un recinto que conforma el infierno pero en el que se espera la aparición de lo maravilloso. Esta sería la primera fase del proceso que se podría ejemplificar con los cuentos de Artistas de variedades y La lombriz. En ellos aparecen los motivos de una infancia oscilante entre el infierno de los tíos y el paraíso soñado que representaría la salvación. En un cuento como «Los mil días» el baúl del abuelo configura la suprema posibilidad de salvación, aunque irónicamente el billete de mil pesos allí guardado sólo proporcionará una supervivencia de mil días: «a poco se apagaron las luces. Juan, tapándose y poniéndose de costado para dormirse, pensó que todo había salido bien; aunque el problema no se solucionaba en su totalidad, por lo menos le quedaban mil días más de vida»37. En «Artistas de variedades», el misterio o lo maravilloso llega a la ciudad con los artistas que Ismael contempla: «El corazón de Ismael saltaba regocijado. Por fin había encontrado algo realmente bueno, que tenía sentido. Ésa era la gente que le hubiera gustado conocer al venir a la ciudad, y si tal cosa hubiese ocurrido, entonces él ahora sin duda sería como ellos, sería un artista de variedades»38.

En el extenso relato «La lombriz», el espacio está marcado con precisión: «en sus recuerdos su tío asumía la perfecta imagen del demonio, y la casa, llena de tantos hijos de todas las edades y tamaños, la del infierno»39. No hace falta señalar que la lombriz solitaria que contiene el vientre de su tío simboliza el mal, y que los primos son pequeños demonios disfrazados de ángeles. Pero en el fondo, se comienza a redimir aquí la figura del tío que luego rescatará en «Mi tío sonreía en Navidad» (El estuche de cocodrilo)40.

Un cuento impresionante, que también está incluido en La lombriz, «El rescate», relata la historia de una anciana que recuerda la muerte de su hijo sucedida en el último invierno. Ello la ha llevado a una situación de abandono y de tristeza marchita, pero dentro de sí se enraíza un impulso interior que la lleva a luchar contra esa tendencia destructora. Mientras, mantiene vivos en la memoria ciertos gestos que evitan el olvido total del hijo. Realidad y desvarío alcanzan un clímax al que se suma el miedo: es entonces cuando el fugitivo asesino aparece en la puerta del rancho. La anciana acabará aceptando el reemplazo del hijo muerto después de un proceso en el que las acciones van acoplándose en el ámbito de la casa:

El sueño volvía, y mirando los huesos que florecían elevando las frazadas pensó, pensaba, que ahora tenía un hijo, la otra forma de los hijos que significa destrucción y que ahora sus huesos vacíos habían alumbrado otra vez, tan débilmente que en vez de un hijo había engendrado el rostro desconocido de la muerte41.



Si en este cuento hay una superación de la violencia, en un cuento posterior, «Tía Lila», publicado con El trino del diablo en su edición española, la violencia permanece representada en la acción infantil de utilizar los sapos como pelotas de fútbol. La «Tía Lila» con su eterno vestido blanco representa la inocencia:

Pobre tía Lila con su vestido blanco, tan alta, tan soltera. Un vestido en el que trabajaron todas las costureras de las sierras para aplisarlo y darle esa forma de campana ondulante que tenía todas las tardes tía Lila cuando nos llamaba a rezar. Chicos, dejen ya esa pelota, a lavarse las manos, a frotarse las rodillas, a limpiarse la nariz que vamos a rezar42.



El vestido de tía Lila, la vida rural, el campo, y la casa de tío Emilio con sus flores, sus panales, sus cabritos, y sus frutas maravillosas son el paraíso de la infancia, pero ese paraíso conlleva también su infierno: la cancha de fútbol en la que los niños descargan su violencia contra los sapos con la cruel inocencia de su edad. Los dos mundos acaban confluyendo, el infierno alcanza para siempre el paraíso condicionándolo en su futuro, instaurando la violencia, ello es visible en las manchas de sangre del vestido blanco de tía Lila. Y así termina el relato: «La tía Lila creyendo en tantas cosas buenas. La tía Lila que dicen que nunca pudo sacar del todo las manchas de sangre que hicimos en su vestido blanco. La tía Lila sin saber que nosotros seguiríamos matando sapos»43.

Esta preocupación por la violencia aparece especialmente presente en las obras de los últimos años ya marcados por el exilio. El vuelo del tigre (1981) se refiere también a la violencia de América Latina. La acción se sitúa en un país imaginario, -fuera del espacio y del tiempo-, en Hualacato. Alguna vez el autor ha explicado que empezó a escribirla en los días previos al golpe militar de 1976, en un clima de violencia. Con su detención, el borrador fue enterrado en el jardín por razones de seguridad, y reescribió la novela con posterioridad.

La obra narra alegóricamente la vida del pueblo de Hualacato que ha sido invadido por un ejército de percusionistas que odian el silencio y los gatos. La resistencia máxima contra la opresión está presentada en la familia Aballay, con el viejo patriarca al frente. La magia y el pasado indígena se introducen en el texto con este personaje que acaba orquestando la expulsión de los invasores. Pero en la obra se eluden las escenas directas de una violencia que se adivina en la tensa cotidianeidad.

Para distanciar más el tema, usa la perspectiva de una gata: «Belinda, trepada en la veleta, miraba distraída los techos de Hualacato, ese pueblo perdido entre la cordillera, el mar y las desgracias»44. A partir de este comienzo y desde esta situación se introducen los personajes: el viejo fabulador Aballay, su familia y el salvador Nabu que llega a la casa de madrugada. Las prohibiciones y las reglas comienzan: la obediencia forzada se impone, la gente debe ser feliz con las normas que establecen los invasores percusionistas: «Todo prohibido en Hualacato, pero la gente afina sus instrumentos en otro tono para no perder la alegría. Y a medida que se va prohibiendo cualquier tono, ellos suben o bajan sus cuerdas, ya se sabe que la música es infinita»45. La ironía se introduce también en la historia alegórica con referencias reales a la situación social de la Argentina, así Nabu dirá: «He venido a salvarlos, no a perderlos»46 con ese sentido mesiánico de tantas referencias históricas.

Las normas estrictas de comportamiento trastocan la vida familiar, distorsionan el tiempo, introducen juegos obligatorios absurdos y el control total de las acciones. La resistencia se ejerce sobre la palabra misma, -palabra prohibida que es igual a libertad perdida- y sobre la imaginación y la memoria. Los Aballay verbalizarán las fotografías familiares, juzgadas como peligrosas y secuestradas por el salvador. A través de esos recuerdos, se reconstruye la vida familiar, la boda de la tía Francisquita, la figura del Cachimba, o la muerte del Tite. Al silencio impuesto, -pues Nabu les ha quitado las palabras-, responde una necesidad de crear un sistema de comunicación: «Cuando algo necesita ser nombrado, el primer sonido que surja ya le corresponde, ya está la palabra. Las cosas entran en lo real buscando la palabra»47. Así va desarrollándose un complicado sistema de señales que el viejo anota en su cuaderno. Y la familia se comunica en el nuevo idioma, mientras el salvador Nabu lanza sus discursos sobre la importancia de las papirolas o sobre los hechos trascendentes de la Historia. Así se van resistiendo a la muerte diaria de las palabras: «Las palabras que el Percusionista les había matado ese día, increíble cantidad de palabras muertas en tan pocos minutos»48. Esta resistencia va a cobrar mayor sentido después de la muerte del Cholo, cuando la población se organice, y el viejo, desplazado de la casa a la huerta, emprenda esa acción mágica que hará que los pájaros acaben con el percusionista y lo arrojen al mar. Al día siguiente, las gentes liberadas se llaman y se reconocen por las calles.

Bajo esta historia, ficción pura, hay muchas conexiones con la realidad social y política de los pueblos del continente, pero el final busca la libertad y el triunfo del pueblo. Lo que persigue es explicarse a su propio país, para ello usa la ironía, el humor y la construcción ficticia en su sentido más genuino. No se trata aquí de establecer parentescos de Hualacato con Macondo o con Comala, no se trata de ese tipo de espacios, pero los personajes se mueven con su carga mítica y llegan a comprender que la raíz de sus vidas reside en esas conexiones que los unen a la tierra. Por eso resulta tan importante la figura del viejo Aballay que facilita la introducción y la credibilidad de estos elementos mágicos.

Libro de navíos y borrascas (1983) es la novela que, sin alcanzarlo, significa el itinerario doloroso del exilio. Sabemos que en esta obra iba desgranando muchas cosas que «le iban sucediendo a nivel espiritual»49 y que la realizó para liberarse de las pesadillas y de la carga negativa del exilio.

Con una estructura musical, cada capítulo va avanzando en el itinerario con distintas tonalidades, produciendo variaciones sobre el tema. Las quince partes en que está dividido dan la oportunidad de introducir elementos diversos y de jugar con las historias y las perspectivas de los distintos personajes. Es una novela además que contiene su propio desarrollo o que va creando su propia teoría; el texto mismo en su inagotable lirismo, se va gestando a base de reflexiones sobre sí mismo. «Contar una historia supone enredarse enteramente con el lenguaje»50, nos dice.

Se trata de una historia contada, pues el punto de partida es un viejo caserón, -la vieja casona de un cuento nórdico- desde donde se puede divisar un viejo faro, -faro que alcanzará gran significación a lo largo de la novela-, y es también una historia contada que refleja lo vivido, pues el punto de referencia es la historia de las dictaduras del Cono Sur. En este sentido hay capítulos tan importantes como el «Diario de a bordo».

La base de la novela es real, se centra en la propia experiencia del autor, pero traspuesta a otras realidades y a otros personajes. Así cuando se nos habla de «un barco italiano real llamado Cristóforo Colombo, a punto de zarpar del puerto de Buenos Aires con setecientos no deseables a bordo, sobrevivientes de un naufragio cuidadosamente buscado por eso que llaman la Historia»51, las referencias surgen dolorosamente reales, como cuando en el primer capítulo se imbrican los recuerdos del exiliado Rolando y su Rioja natal y la evocación del abuelo, antiguo emigrante español, que hizo, hace tiempo, el itinerario inverso. A todo ello se suma el efecto lírico que produce la historia del amor entre un barco y una bahía («La bahía») que sirve de pauta para el tema amoroso que introduce el capítulo titulado «Petunias». Pero tal relación no se desarrolla, pues la figura de Nieves no alcanza entidad más que en la imaginación de Rolando. En cambio hay personajes con fuerte contextura, como el de Contardi, el viejo pintor, a través del cual Moyano realiza un homenaje a su amigo el escritor Haroldo Conti, desaparecido en 1976, en la época de su salida de Argentina. El viejo Contardi llegará a España obsesionado por El quitasol de Goya. -A lo largo de todo el texto el sol, tomar el sol, y el símbolo de la luz, que se desarrolla en diferentes momentos bajo distintos sustentáculos, (el faro, el farol, los fósforos), corporizan el deseo y la esperanza de libertad.

Toto, el Gordito; la uruguaya Sandra con su terrible historia de torturas, a la que se quiere inventar una imposible historia de amor; Bidoglio con su cara de policía; Paredes el titiritero; y el propio Rolando, van construyendo relatos en sucesivos discursos, y van conservando la historia, o también parodiándola; así sucede con la representación de títeres que reproduce la historia de Lavalle y Dorrego. Las conversaciones entre ellos también traen otros temas que son preocupación del autor, como ciertos aspectos relacionados con la identidad: «No somos de ninguna parte y se acabó. En el caso concreto de los rioplatenses, se simplifica más. Descendemos de un barco como éste. Nombres-barcos como niños-probeta»52 y continúa desmitificando así ciertos tópicos de la Grande Argentina.

Uno de los capítulos más dolorosos es el titulado «Cadenza» en el que se introduce el tema de la tortura, en él aparecen los nombres de Paco Urondo, Rodolfo Walsh y Haroldo Conti. Relacionada con este tema está la historia del guardafaro, que no es más que el aprovechamiento del valor simbólico de la luz. Progresivamente se van realizando variaciones, incluso irónicas, porque se trata de una historia realizada por los mismos viajeros, supuestamente para ofrecérsela al viejo Contardi y dar, al mismo tiempo, un posible final feliz a la historia de los desaparecidos.

Libros de navíos y borrascas es también una novela que va haciéndose a sí misma en el desarrollo de una acentuada conciencia del lenguaje y de la escritura. Moyano va ganando un proceso de autonomía que por ahora culmina en su última novela Tres golpes de timbal (1989). En ella continúa el tono alegórico iniciado en El trino del diablo, pero aquí la escritura se yergue como protagonista en un homenaje a la Gramática de Nebrija, quien ya supo ver que palabra y música son la misma cosa. Este comienzo sirve al escritor para armar una historia de rescate de la memoria de Minas Altas en sonidos escritos: «Nuestra esperanza es sobrevivir en estas palabras que dejamos escritas»53 porque Minas Altas aguarda su desaparición y su única esperanza es el propio lenguaje.





 
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