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La novela como acto imaginativo: Alarcón, Bécquer, Galdós, «Clarín»

Gullón, Germán



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ArribaAbajoPrefacio

Quise, al escribí, este libro, desplegar una serie de problemas que presenta la novela decimonónica, necesitados de estudio y, fundamentalmente, examinar el papel que en ella jugó la imaginación, dentro de las obras, y en cuanto éstas revelan de la acritud inventiva de sus amores. En consecuencia, en vez de basarme en las convenciones críticas actuales, emanadas de la dispositio me fijé en otra parte de la retórica, la inventio. Traté de estudiar el imaginar con los recursos elaborados por la moderna poética, dejando de lado la problemática convencional (romanticismo versus realismo, etc.) para centrarme en la literariedad manifiesta en la obra literaria.

Confío en que si no cumplo enteramente con los propósitos anunciados, por lo menos este libro servirá al lector como un planteamiento de cuestiones en torno a la novela del siglo pasado, expresadas en un discurso crítico actual, y que el nuevo enfoque, a partir del imaginar, abra perspectivas a quienes se enfrenten a la narrativa de cualquier siglo en literaturas hispánicas.

El marco donde lo escribí -la Universidad de Pennyslvania, mis colegas, en especial Gonzalo Sobejano y Russell P. Sebold, y mi alumnado- hizo que la tarea fuese gustosa. Mi mujer, Agnes Gullón, ofreció sugerencias, muchas veces a mi pesar, cuando me pedía revisar de nuevo los borradores, que dieron forma a las ideas aquí expresadas. Sin su ayuda, constante desde el día que escribí mi primer artículo serio, junto con la de mi padre, Ricardo Gullón, y sus respectivos ejemplos, este libro sería muy otro.




ArribaAbajo Introducción


ArribaAbajoConsideraciones previas


ArribaAbajoImaginación, autor, inventiva

Al comentar con amigos y colegas que escribía un estudio sobre la imaginación, la pregunta inmediata era, ¿cómo la defines?, apostillada por, ¿qué es la imaginación? Aprendí pronto a salir por la tangente, recabando una respuesta del interrogador, pues las mías, según comprobé, iluminaban poco la cuestión. Junto a mi falta de habilidad para resolver sus incógnitas, me sorprendió el desconocimiento total del tema en gentes de amplia cultura; descubrí, entre otros pormenores, la frecuencia con que confundían algunos las ilusiones perceptivas, del tipo «creí que era Fulano, y cuando lo vi de cercano se parecía en absoluto», un común espejismo, con las manifestaciones de la imaginación.

Existen innumerables estudios sobre el tema, aunque en un principio, no me lo parecía. Al avanzar en la investigación fui descubriendo la persistencia del interés en la cuestión a lo largo de los siglos, desde Platón a Jean Paul Sartre y Denis Donoghue. Me eximo de pasar revista a la bibliografía. Hay síntesis magníficas, como el olvidado libro de Murray W. Bundy, The Theory of Imagination in Classical and Medieval Thought (1929), The Mirror and the Lamp (1953), de M. H. Abrams; de Sartre, L'imagination (1940), y de R. L. Brett, Fancy & Imagination (1969)... Los autores mencionados en esos libros exploraron la imaginación en cuanto facultad mental, y sus estudios entroncan con la psicología, desde Platón a Aristóteles, pasando por Thomas Hobbes y David Hurne, Samuel Taylor Coleridge y William Wordsworth. Para unos era una facultad subordinada a la razón, mientras los románticos la consideraron el supremo poder humano, poder desbancado de esa posición por la filosofía positivista. Después, volvería a cobrarla gracias a la labor del filósofo fenomenólogo Edmund Husserl, que describe la experiencia imaginativa en sí, desprovista de las exageraciones románticas, llegando a concebirla como una facultad capaz de actuar autónomamente, sin las muletas de la razón.

Para situar el presente estudio y nuestro concepto de la imaginación, derivado de los estudios fenomenológicos, comenzaré mencionando dos textos, que en cierta manera han supuesto dos nortes, a que por afinidad o contraste se dirigen los estudios contemporáneos de la ficción. Me refiero al artículo «Introduction à l'analyse structurale des récits» (1966), de Rolad Barthes, y a The Rhetoric of Fiction (1961), de Wayne C. Booth.

La importancia crítica de Barthes está todavía sin calcular, y menos aún su influencia e impacto como pensador. En principio, cabe arriesgarse y afirmar que es un filósofo (y devuelvo el significado original a la palabra) cuyo alcance público ha sido superior o semejante al de Jean-Paul Sartre y Mutin Heidegger, quizás los teóricos de la cultura, como Bathes, los antropólogos como Claude Lévi-Strauss y los lingüistas como Noam Chomsky hayan usurpado el puesto de los filósofos replegados hoy a las aulas universitarias. Booth, a través de sus libros y de sus artículos en Critical Inquiry (revista de la que es coeditor), ha alcanzado, al menos en la cultura anglosajona, una posición semejante, aunque de menor proyección internacional.

Barthes y Booth representan una superación de la crítica historicista, siendo defensores del estudio de la obra en sí -en lo que siguieron «a la nueva crítica» norteamericana y al formalismo ruso-, junto con otros críticos prestigiosos. Los separa, en cambio, la metodología crítica y la ideología: Booth trabaja en un círculo intelectual norteamericano, donde el rigor expresivo, las experiencias editoriales, y las presiones de la vida académica de fuerte raigambre pragmática, resultan poco aptas para la innovación intuitiva. Barthes trabajó en un medio donde se le permite al intelectual teoriza con mayor libertad. La influencia boothiana se expandió en círculos concéntricos; partiendo de sus precisiones, Louis Rubin en The Teller in the Tale (1967), Peter J. Rabinowitz en «Truth in Fiction: A Reexamination of Audiences» (1977) e incluso Wolfgang Iser en De Implied Reader (1974), contribuyeron a esa ampliación, aunque sus puntos de partida filosóficos fuesen distintos. Por el contrario, la obra de Barthes se filtró por múltiples caminos: en Tzvetan Todorov, en Jean Ricardou, en Claude Bremond, en los colaboradores de Communications, de Tel-Qel y de Poétique. La influencia de Barthes es extensiva, la de Booth intensiva; hasta abrir cualquier libro del primero para llenarse de sugerencias, mientras que los del segundo aportan certezas y conceptualizaciones de uso práctico.

Barthes precisó el curso de la crítica actual en 1966, delimitando su ámbito con las siguientes palabras: «La rhétorique avait assigné au discours au moins deux plans de description: la dispositio et l'elocutio». Y en una nota alude: «La troisième partie, de la rhétorique, l'inventio, ne concernait par le langage: elle portait sur les res, non sur le verba». Josué V. Haradi, en su «Prefacio» a Textual Strategies (1979), ha expresado bien su reacción al trabajo citado: «produce [y traduzco del inglés] un cambio masivo en el terreno crítico... El análisis estructural pasa de largo los problemas concernientes a la figura del autor y todos los demás criterios externos al texto mismo». La ley de la compensación parece haber funcionado perfectamente. En la antigua retórica, la invención era la parte esencial y se concedía escasa importancia a la dispositio, que de hecho formaba parte de la inventio; ahora ocurre lo contrario.

Como resultado del cambio en las posiciones teóricas, la crítica literaria ha avanzado enormemente en los estudios de composición, mientras que en los referentes a la invención, no ha ocurrido así. La retórica, según la entendemos hoy, ha reducido su campo de operaciones a los modos de transmitir la visión del autor, desentendiéndose del proceso generador de esa visión. La disparidad de atención crítica es peligrosa, pues se fosilizan ya dos lugares comunes: la autosuficiencia de las estructuras y la superioridad de la dramatización sobre la narración. Denis Donoghue, en Ferocious Alphabets (1981), lanzó la primera y masiva revisión de la crítica estructuralista y deconstruccionista respecto a la imaginación, resucitando el concepto de autor. De nuevo, el fiel de la balanza se inclina hacia la invención, propiciando el desarrollo simultáneo de varias áreas de la retórica; cuando la crítica vuelva a los estudios de composición, sus esfuerzos serán más productivos, y desde luego, mis enriquecedores.

La resistencia de la crítica hispánica al estudio de la literaturidad de la obra es un hecho incuestionable, y las excepciones confirman la regla. Aunque con acento menor, conviene subrayar el adjetivo «hispánica», pues esa resistencia se da por igual en ambas orillas del Atlántico. Entre les posibles explicaciones del fenómeno hay una que, pese a su elementalidad, debe ser tenida la cuenta: la Poética (poetics, poétique) resulta para algunos estudiosos una ciencia esotérica. Consiguientemente, adoptan ante ella actitudes que van desde el escepticismo (cuando no el desdén, por considerarla irrelevante) harta la incomprensión o semi-comprensión y, en algún caso, el reconocimiento de las dificultades de su práctica. En términos generales, estas dificultades se producen aparentemente en la base lingüística, sin distinción alguna entre la práctica y el método, en lo tomado de la lingüística por la poética moderna. En realidad, se trata de un espejismo; el estudio de la poética presupone la nueva metodología y una epistemología subyacente, funcional, distinta de la conceptual de tan larga tradición en las culturas occidentales. En esa nueva metodología se basan los recientes estudios antropológicos, retóricos, ecológicos y científicos. El desarrollo de las teorías de la comunicación, paralelo al de la lingüística, la comparación del taso literario con el que no lo es, la semiótica, ciencia dedicada al estudio de los signos, han forzado el reexamen del texto a un nivel que exige respuestas más complejas por estar basadas en esa polivalencia significativa.

La raíz de las dificultades planteadas por la lingüística pura para la comprensión de la poética reside, en mi opinión, menos en la metodología que en la palabra misma, utilizada a modo de gran sombrilla que abarca esa ciencia, considerada en bloque e indiscriminadamente entendida. Quizás no sobre una advertencia: con referencia a la poética, la parte esenciales la lingüística general, y para su conocimiento no son imprescindibles -aunque sean siempre importantes- la lingüística románica (H. Lauberg, B. E. Vidos, Meyer-Lübke), la dialectología (M. Alvar, A. Zamora Vicente), la historia de la lengua (A. Menéndez Pidal, A. Lapesa), la fonética (S. Gil y Gaya, T. Navarro Tomás), y, por último, ese retobo de validez controversial, la lingüística aplicada.

Entre las innumerables ramificaciones de la cuestión surgen las procedentes de la continua evolución y cambio sufridos por la susodicha ciencia; un simple vistazo a la masa de trabajos lingüísticos acumulados en una biblioteca produce a la vez entusiasmo y depresión, aguda esta última si se piensa en lo joven de esa ciencia. Los avances logrados desorientan principalmente a quienes sin ser lingüistas, pretenden desde los márgenes mantenerse al día. Esta desorientación es causada tanto por la novedad de las teorías como por la dificultad de integrar los problemas sugeridos, de órdenes diversos, en los estudios literarios. Por otra parte, la actitud de cuantos intentan penetrar en la literatura apoyados en lo que ya me atreví a denominar, sin dale más vueltas, la retórica tradicional (entiéndase la etiqueta en el sentido más lato posible), adolece de su dependencia forzosa de unos principios fijos, guías aún de la interpretación, pero guías inflexibles. Tanto quienes estudian la literatura o la lingüística con métodos inductivos como quienes lo hacen con métodos deductivos han progresado considerablemente; los últimos, sin embargo, con su entendimiento funcional de la lengua y de la obra, desde Ferdinand de Saussure a Noam Chomsky, de Vladimir Propp a Boris Uspensky, impusieron una revisión, o al menos una reconsideración, de los puntos de partida para el análisis literario.

El impacto de la nueva retórica, que penetró en el ámbito hispánico por diversas vías -la crítica norteamericana y la francesa, el formalismo ruso- es de sobra conocido, aunque no reconocido: aludió un nivel de análisis textual que superaba, complementándolo, el del historicismo tradicional. Aunque la crítica académica, con minúscula y con mayúscula, siga dominada por las investigaciones de siempre, la fuerza y evidente empuje de los estudios técnicos sobre la novela han ganado la batalla por modernizar-complejizar el estudio de la obra literaria, entendiéndola no sólo en su historicidad, sino como entidad ,autorreferencial. Publicaciones recientes amplían y diversifican el campo de los estudios crítico-literarios cuyo espectro se enriquece al sincronizar con los nuevos esfuerzos teóricos.

La crítica estructuralista, en España y el hispanismo en general, tienen por delante un nutrido programa de trabajo. Un breve repaso a algunos títulos de obras publicadas en las últimas décadas descubre la cantidad de temas que han sido tratados, y hace pensar en los aún por tratar. Desde Estructuras de la novela actual (1970), de Mariano Baquero Goyanes, y Técnicas de Galdós (1970), de Ricardo Gullón, a libros tan innovadores como los de Fernando Lázaro Carreter, «Lazarillo de Tormes en la picaresca» (1972), y Francisco Rico, La picaresca y el punto de vista (1973), cuyo enfoque crítico va dirigido preferentemente a las técnicas narrativas. Cuando en 1973 Agnes Gullón y yo seleccionábamos ensayos para la primera Teoría de la novela (1974) con texto hispánico, necesitamos encargan el capítulo sobre el espacio (elemento fundamental para los estudios de la novela) en vista de que no había ninguno en nuestra lengua. Mi Narrador en la novela del siglo XIX (1976) recogió, en parte, las teorías vigentes al escribirlo en forma sintética, y poco después, Darío Villanueva, en Estructura y tiempo reducido en la novela (1977), redactó una excelente síntesis de las teorías estructuralistas.

Faltan todavía los trabajos sobre el personaje, sobre la fábula, sobre el tiempo... La lista de lo que esperábamos es larga, pues hay que pensar en la necesidad de comentarios que versen sobre los aspectos propiamente compositivos el principio y el fin de las novelas, la fragmentación, el dinamismo del texto, la intertextualidad... Por otro lado, la amenaza de un articulo más sobre «La estructura de[...]...» pone carne de gallina, pues aparte de los problemas de inconsistencia terminológica, causados por la asimilación precipitada de los supuestos teóricos del estructuralismo, las conclusiones a que llegan los críticos, conducen, con frecuencia, a aplicaciones de valor dudoso. Buena parte de los artículos de este tipo siguen utilizando justificaciones teóricas ya superadas, sin tomar en cuenta que éstas han ido cambiando. La teoría literaria vive un momento de fermentación que exige la revisión constante de los conceptos utilizados, incorporando al análisis y al comentario conceptos que van surgiendo según progresa el discurso crítico.




ArribaAbajo Los nuevos horizontes

La teoría crítica predominante en el estudio de las estructuras en la obra es, sin duda, la de Booth sobre el autor implícito y los narradores dignos o no de confianza. Gracias a sus investigaciones teóricas, se tiende a analizar la novela en tres dimensiones: una, la de lo entendido por el lector; otra, la derivada de contrastar las opiniones de los personajes con la/las del/de el/los narrador/narradores; y la tercera, la presencia en el texto del autor. Aprendimos a analizar las estructuras narrativas, la ambigüedad y los diversos significados contenidos en la ficción, las presencias significativas encerradas en ese objeto artístico llamado novela. A nivel teórico, Booth realizó la pirueta exigida por la crítica estructuralista para la invención, haciendo desaparecer al autor-artista, cuando achacó al autor implícito, la figura que de si mismo crea el autor en la obra, cuanto de autorial allí se manifieste. Wolfgang Iser duplicaría la arriesgada maniobra, y dando lugar a contrapunto, el lector implícito, atrapó al lector y al autor en el texto, sin posibilidad de escapatoria.

Sin embargo, hoy no podemos por menos de reconocer la importancia de las circunstancias extratextuales. La constante presión de la crítica historicista, cuya labor en busca del dato significativo prosigue imperturbable, recuerda constantemente la existencia o pre-existencia autorial. Libros tan renovadores como Marxism and Form (1971), de Fredric Jameson, o Marxism and Literary Criticism (1976), de Terry Eagleton, y la crítica marxista en general, abrieron nuestros ojos a las circunstancias sociales y sus presiones sobre el texto, la importancia de la novela como producto, y las huellas en ella impresas por la ideología. Todo ello, unido a la situación política mundial en que vivimos durante la pasada década, cuando la integración de los países de Europa y América se vio borrada por la crisis del petróleo, y, elevando a la conciencia mundial, la inescapable interrelación de los pueblos, contribuyó decisivamente a m cambio de actitud.

Wolfgang Iser observaba hace poco la inserción de las teorías de la comunicación en el estudio de la obra de arte: el texto literario comienza a contar no sólo por sus funciones internas, sino en cuanto a las relaciones con el mundo donde aparece. Iser entiende la generación de un texto como un proceso que lleva a la interacción de estructuras con las realidades extratextuales, y, en última instancia, con el lector. Y es el lector, una vez que el centro de atención ha pasado a él, quien facilita al crítico la conexión entre la imaginación y el texto, ya que el problema de la autosuficiencia estructural, asignada al autor y sus voces en el texto, se ha relegado a segundo lugar.

La crítica contemporánea sobre novela atraviesa, pues, una dilatada etapa de instrumentación; los afanes críticos se dirigen a la creación de figuras retóricas que a modo de bisturí ayuden a la disección textual. Abundan los términos modernos: autor implícito, audiencia narrativa, lector implícito, narratario, discurso, por enumerar unos pocos. Cuidadosamente almacenados en las modernas retóricas, con vistas a su utilización en una etapa inmediata de mayor pragmatismo cuando prevalezca, según preveo, la interpretación. El examen cuidadoso del funcionamiento del objeto, con las figuras mencionadas, será un «a priori» de la elucidación de los significados, del todo. A pesar de la boga actual, los grandes intérpretes de la obra literaria, un R. P. Blackmur, por ejemplo, capaces de vislumbrar las conexiones esenciales que explican el valor de cualquier obra, nunca han perdido el favor del lector de crítica literaria, porque siempre retuvieron esa olvidada conexión autor-obra: nunca perdieron de vista al creador.

La invención ha sido relegada por demasiado tiempo desde la época romántica, al papel de válvula de escape. Y sin embargo, esa potencia humana, la imaginación, junto con la inteligencia, aparece constantemente en el discurso crítico. Llegó el momento de afianzar su función en el estudio de la novela, y las páginas siguientes pretenden servir de esbozo teórico para semejante propósito a la vez que de trampolín desde el que nos lanzaremos al examen de la novela española, en busca de su aspecto inventivo.






ArribaAbajoLa novela como acto imaginativo


ArribaAbajoEl acto imaginativo y el autor

Al abrir una novela pactamos tácitamente con su autor: aceptaremos cuanto diga como verdad -ficticia, claro está-. Gracias a esta cláusula esencial, la lectura de la novela se diferencia de la lectura del ensayo, en la que sólo se rinde la atención, reteniendo el lector el inalienable derecho a disentir, a mantener una opinión distinta de la autorial. El pacto tácito entraña una total sumisión del lector, siempre y cuando el autor mantenga la coherencia del relato, bien sea ésta temática, estructural o simbólica.

A su vez el autor (y no hablo del hombre de carne y hueso, como diría Unamuno) concede al lector una carta magna de derechos. Entre éstos se cuenta el de romper el pacto, no por alteración de sus disposiciones -la de leer un pasaje de alto coeficiente de verificabilidad como si fuera «real»- sino por abandono de la lectura. Ejercicio de un derecho que duplica la alternativa ofrecida a la hora de comprar un libro, cuando elegimos éste y no aquél. En la librería, la selección se basa en criterios de origen diverso: la moda o la publicidad, el nombre del autor, la atracción del título..., mientras cuando abandonamos la lectura de un libro estas razones (sociológicas) apenas cuentan. Si el lector es un lector común (y hablo de literatura), una pieza subliteraria o propagandística puede herir su sensibilidad y causar, debido a la crudeza del sistema de valores patente en textos así, una repugnancia que interrumpa indefinidamente la lectura.

Tras el pacto respecto a las reglas básicas de ésta, el lector acepta otras fijadas por la elección autorial de un determinado tipo de composición. El escritor dota a la narración de una forma, configuradora de la invención, de la ocurrencia; de los materiales provistos por la imaginación. Antes de escribir, el autor recorta los bordes de la inspiración al imponer su criterio, que imprime sobre la cuartilla blanca, confiriendo con estilo y dando ligera y modo al texto. Estos aspectos del novelar han sido bien estudiados por Booth, fijador del término autor implícito, y por otros. Yo quiero extender el conocimiento del autor algo más, hacia dentro, a los pliegues de la autoridad, presuponiendo un estado autorial distinto, que se situada en el espacio que queda entre autor (ser biológico) y autor implícito, en el terreno donde aquél proyecta el deseo creador sobre el material novelable, dando lugar a una presencia confidencial que el lector advierte.

Esta prefiguración del autor que calificamos de presencia tácitas, en un sentido pudiera entenderse como generadora de esa sensación de familiaridad que experimentamos al leer, sensación que de alguna manera amortigua la distancia del autor biológico y de la figura más bien ideologizante del autor implícito. Gracias a esa dimensión tácita del autor entramos en la lectura y participamos en el mundo ficticio sin extrañar demasiado la defamilarización inherente a todo texto literario. La lectura da por supuesta, naturalmente, una comprensión del sistema de valores inscrito en el texto, pero implica además -y esto quizás forme el lazo más duradero e íntimo entre texto y lector- que quien lea recoja el mensaje en su expresividad tácita. Lo dicho es sólo parte de lo que se quiere decir, de lo que se puede decir o dicho de otra forma, el autor suele expresar sólo una parte de lo que quiere decir.

La dimensión tácita aporta al proceso creador productos inacabados (la historia de un crimen, por ejemplo), no todavía cerrados (la culpabilidad no ha sido atribuida aun). Cuando el lector comienza a ver la configuración de esos materiales, el pacto corre el peligro de ser abrogado porque él puede, si quiere, rechazar el sistema de valores que informa el texto. Al abrir Don Quijote (1605, 1615) leemos: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un hidalgo...» La última palabra, hidalgo, alude a un sistema de valores propio de una sociedad jerarquizada (ajena al entendimiento conflictivo actual de las clases sociales), mediante unas connotaciones que, además del arcaísmo, son susceptibles de suscitar reacciones negativas, muy lejanas de las intentadas originariamente. Una lectura completa del libro despejará esa intención. Al final se comprueba que la sociedad basada en una retrógrada jerarquización resulta inoperante respecto a Alonso Quijano.

Al comienzo del libro parecen coexistir dos Quijotes: el loco y el buen hidalgo, pero los lectores sabemos que el verdadero Quijote, el humano, es el que por defender un ideal llega a dejarse engañar por Sancho, cuando éste le hace creer que una tosca campesina es Dulcinea. Por la comunicación entre el autor y el lector se va descubriendo el terrible sufrimiento de ser hombre: que don Quijote no puede abandonar su locura, ni dejar de ser el hidalgo bueno. Esta cuestión, la esencial, la aceptamos gracias a la presencia esporádica del autor. La idea central, y lo que hace genial la obra de Cervantes, no es simplemente la creación de aun personajes, sino que en las luchas entre la lucidez y los impulsas oscuros de la personalidad se reta la complejidad del ser humano. Don Quijote es astuto además de bueno y loco, como demuestra en su narración del descenso a la cueva de Montesinos y de cuanto allí vio.

Las mayores dificultades para diseñar una máscara sólida del autor actuante en la dimensión tácita del discurso literario las presenta el hecho de que siendo allí donde se determina el curso de la invención, donde se provee el marco novelesco, son en cambio el autor implícito y el narrador quienes conducen la novela, timón en mano, decidiendo el enfoque. La creación imaginativa acaba consistiendo en un continuo ir de uno a otro, encontrando en ese vaivén la originalidad y los nuevos significados del texto.

Ayudado por las ideas de William F. Lynch, expuestas en el libro Christ and Apollo. The Dimesions of Laterary Imagination (1960), distingo cuarto actitudes diferentes de la imaginación respecto a la realidad, respecto a los materiales de que toma sustancia en el curso de la ficcionalización. En la primera, compartida por místicos, impresionistas y autores de folletín, la imaginación autorial apenas toca la realidad, tan tenue es el contacto que produce una visión etérea, fugaz o parcial; los autores esquivan la solidez de lo real para que no desnaturalice su peculiar modo de ver. La segunda actitud, denominada por Lynch psicológica, pretende ir del mundo al yo: aquél es una excusa para penetrar en éste. Una tercera actitud es aquella en que la imaginación se lanza a la realidad, la penetra, tocando carne y pisando tierra, para, en un segundo movimiento, recogerse y escapar a un mundo de contemplación. Algunos modernistas adoptaron esta postura. Por último, encontramos la posición imaginativa de quienes se fajan con la realidad, aceptándola aunque la consideren llena de limitaciones y absurdos. Cuando el lector se encuentra con estas actitudes imaginativas hacia lo real, acepta tácitamente la segunda cláusula del pacto, donde se especifica que lo contado ha de recibirse como mal, y el espacio literario aceptarse en su literalidad.




ArribaAbajoEl imaginar y los modos de presentación

Lo imaginado por el autor es, como dije, primero indeterminado, pura posibilidad, pertenece al terreno del pudiera ser, y el tiempo y el espacio donde se proyecta carecen de límites concretos. No significa esto que le falte estructura; al contrario, la genera el mismo acto de imaginar por mediación de la característica esencial del crear algo, la intencionalidad. El autor crea por inspiración y guiado por determinadas miras; trata de concretar en el texto unos designios todavía oscuros. Eso que llamamos estructura -en la novela- debe incluir, en mi opinión, la conjunción de la intencionalidad autorial del marco, más el enfoque y la delimitación de los supuestos imaginarios en que se basa el diseño de la obra de ficción. Al entrar en una relación libre, los elementos citados producen una entidad autónoma.

El autor dirige su imaginación por diversos caminos. Si opta por perseguir una ensoñación (unos ojos verdes, el arpa abandonada en un rincón), la progresión intencional avanzará mediante una sucesión de imágenes discontinuas, yuxtapuestas: este es el primer nivel de la creación imaginativa. Si ésta se orienta hacia una trama más rigorosa, ya no se tratará de la elaboración novelesca como sucesión de imágenes sino de la sintaxis del imaginar, segundo nivel de la creación (y los llamo así, niveles, porque tanto el anterior como éste pueden darse a la vez en un mismo texto y proceder de una intuición compleja en donde se combinan los dos o más estados simples de que parte el autor). Caracteriza el tercero y último nivel la inclusión del autor en su propio imaginar, convirtiéndose en agente, figura y árbitro del proceso. El discurso se hace reflexivo, vuelto hacia sí mismo, y el autor actúa de sujeto agente; Unamuno, en Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920), explicó este tercer nivel, diciendo que el autor debe dejarse embargar por el sentimiento novelado.

La Regenta (1884-1885), de Leopoldo Alas, ejemplifica sintéticamente estos tres niveles del acto imaginativo. Ana Ozores vive dominada por una sensibilidad impresionable que piensa en imágenes sensuales; se transforma, por atracción de la carne, en amante de Álvaro Mesía, y a las dos figuras (la de la mujer sensible y la de la amante) el autor las inserta en un contexto amplio y bien trazado, el mundo jerarquizado de Vetusta, incardinándolas en la sintaxis del imaginar romántico y del naturalista transmitidos a través de la reflexión autorial. «Clarín» se impone una mirada intelectual, reflexiva, semejante a la que más tarde hallamos en Unamuno, que sin desentenderse del entorno, se preocupó ante todo por seguir los infinitos caminos del Yo.

El auto, implícito conceptualiza en el diseño los procesos del acto imaginativo, mientras el narrador les presta en la elocución una voz que al recoger diferentes puntos de vista contrasta con la implícita. El auto, sugiere una mera posibilidad que el autor implícito lleva a su concreción, y el narrador realiza.

No pretendo privar al auto, implícito de su papel de organizador de la trama, pero sí establecen sus límites respecto al autor-inventor que, como veremos, tiene a su cargo abrir la novela, ofreciendo la posibilidad de diferentes lecturas.




ArribaAbajoLas hipótesis del autor implícito en el contexto de la invención

El escritor goza hoy de cierto prestigio, condicionado por su relativo impacto social, y mantiene, si bien con apuro, alguna influencia pública, precisamente por beneficiarse de una de las características primordiales del imaginar: «la verdad» de los contenidos imaginativos. Pues la imaginación difiere de las facultades perceptiva e intelectiva en que lo imaginado, por disparatado que sea, puede resultar artísticamente válido.

Los contenidos imaginativos surgen de golpe, completos, aun en su indeterminación, lo cual les exime de acumular pruebas, datos o razones. Por ello, el autor es algo así como el Creador con mayúscula, incapaz de error, que dota a la novela o al poema de un valor, el imaginativo. Mucho se ha repetido la idea de que la calidad del estilo da valor a la obra; desde luego, siempre y cuando añadamos una pequeña e importante nota: la obra literaria vindica su existencia por el hecho de que los materiales imaginativos que la integran son verdaderos e indiscutibles.

El autor implícito colecciona datos, certezas, dando lugar a un sistema de valores que durante el proceso creador aplica a los materiales ficticios unos condicionantes determinados. Cuando el autor implícito aparezca en el texto con tal nitidez que su figura hasta se confunda con la del narrador, el mensaje novelesco se convertirá en una tesis, caso de La Gaviota (1849), de «Fernán Caballero»; de La puchera (1889), de José María de Pereda; y de El escándalo (1875), de Pedro Antonio de Alarcón.

Necesitamos la hipótesis de una dimensión autorial tácita para restaurar el carácter inventivo de la novela, devolviendo al género el primer movimiento compositivo, el de apertura, que permite al autor implícito iniciar el cierre, pues sus hipotéticas construcciones son el comienzo del fin. Así, la ficción recobrará su proteica autonomía, conseguida a lo largo de los siglos gracias a la fluidez imaginativa.

La existencia de una zona gris entre lo explícito y lo implícito, la dimensión tácita, explica, en parte, las interpretaciones de tipo pluralista. Carlos Blanco Aguinaga, Antonio Regalado y Julio Rodríguez Puértolas, críticos severos de las novelas de Galdós por su falta de compromiso social, ensalzan, sin embargo, su talento creador. Los argumentos recién expuestos explican la paradoja; los profesores citados no cuestionan la realidad de la imaginación galdosiana, sino las hipótesis con que adquieren vida en la página, y principalmente, el hecho de que el novelista no tuviera conciencia de la lucha de clases. Los sistemas de valores del autor implícito pueden ser discutibles, bien porque estemos en desacuerdo con ellos, bien porque hayan pasado de moda o sido superados por la evolución social o moral. Esto sucede, por ejemplo, en el teatro del Siglo de Oro español, y concretamente en la hoy anacrónica concepción de una sociedad teocrática a lo Calderón. Ahora, quienes atribuyen el valor de esas elaboraciones artísticas (con las que disentimos) exclusivamente a la habilidad técnica, omiten la vital indeterminación de la invención, de lo imaginado. El imaginar es completo en sí, y provee la pauta estructural y la clave para crear un organismo, del que es embrión, pero que permanece en estado latente hasta que el autor implícito lo especifica, y el narrador lo pone en marcha.

Finalmente, y para terminar este apartado, mencionaré como última característica del imaginar, la de mayor sustancia para el estudio de la novela, aludida hace un momento: su carácter cambiante. El imaginar ofrece en su dimensión tácita mundos distintos, variantes de la realidad espacio temporal donde habita, y potencia los espacios posibles y su representacionalidad. Variaciones efectuadas mediante un proceso de defamiliarización, haciendo que lo conocido sinecdóquicamente mezcle ritmos, tonos y sensaciones en combinaciones originales, que sin dejar de ser identificables cobran una nueva entidad.

Incluso, a nivel de la trama, la imaginación sugiere las probabilidades de progresión al atribuir nuevas posibilidades, al actuar las latencias inexploradas durante la lectura; pienso ahora en la novela de José Donoso, El jardín de al lado (1981): en el último capítulo el argumento da un giro inesperado, cuando el protagonista deja de serlo y la esposa adquiere todos los atributos del esposo tradicional; o en La de Bringas (1884), cuando el narrador cuenta los avances eróticos del personaje, Rosalía Bringas. En ambos casos, ocurre un fenómeno parecido: la aparición de una variante defamiliariza el argumento, actualizando lo hasta entonces inconcebible, y creando frescas síntesis imaginativas.




ArribaAbajo La función semántica de la imaginación

Paul Ricoeur en su esclarecedor trabajo, «The Metaphorical Process as Cognitio, Imagination and Feeling», proporcionó una síntesis de la fundón semántica de la imaginación en la novela. El imaginar «provee -según el crítico - los modelos para leer la realidad de una nueva numeran (p. 157); las variaciones a que aludía en el apartado anterior son esos modelos, las innumerables posibilidades sugeridas por la imaginación autorial para concebir un mundo ficticio, que pareciéndose al vivido, lo sustituye. Un ejemplo de universal aplicación se encuentra en la creación de personajes despreciables en la realidad, pero aceptables en el contexto de la vida ficcionalizada. En Fortunata y Jacinta el enfermizo Maximiliano Rubín decide casarse con Fortunata, mujer rebosante de salud y prendada de otro, solemne tontería que le forzará a cometer actos indignos; en manos de Galdós, este asunto adquiere entrañable, aunque contradictoria, humanidad. El ser que en la vida desdeñaríamos capta nuestro afecto en la ficción, pues las referencialidades habituales, la actancial y la semántica, quedan suspendidas, se quiebran, fenómeno conceptualizado por Ricoeur en lo que llama el «split-reference», el referente roto. Resultado de esto es que las incongruencias adquieran frescas congruencias, significados originales. El autor funciona como agente activo en este proceso de rotura referencial, mientras el autor implícito actúa pasivamente. Los significados sugeridos por este último, configurados ya en el sistema de valores asumidos en el texto (Maximiliano Rubín es un pobre chico de clase media cuyo triste destino se anticipa desde que intenta convertirse en figura de gran enamorado) apenas rozan la emoción de la lectura, el descubrimiento del proceso humano encerrado en la lección moralizarte. Revelarlo es el propósito y logro del autor tácito.

Según el mismo crítico, tres etapas integran el proceso de elaboración semántica. Comenzando por la predicación asimiladora, cuando se produce un cambio en la distancia lógica, el autor tácito acerca entre sí a los componentes distantes del referente. Esta etapa marcó a los escritores románticos, según descubre el símil, figura retórica tan reiterada en ellos. La repetición constante del como si origina compatibilidades impensadas que llegan a parecer hasta naturales por la frecuencia con que el «como si» une lo dispar. El sonido del agua de la fuente becqueriana, es «como si» fuera una dulce voz que encanta y llama al enamorado. El papel del autor tácito a nivel semántico consistirá en captar esas asimilaciones imprevistas; la imaginación, en este estadio, no ha encontrado todavía la conceptualización genérica.

En otra etapa, la indeterminación referencial cobrará un perfil, una silueta; entonces, sirviéndose de las imágenes, el autor percibirá las diferencias de presentación entre modos dispares. Y en la etapa final sobreviene la suspensión, cuando se rompen los referentes habituales y las nuevas percepciones, sin eliminar los referentes usuales, producen una realidad textual que se mantendrá en torsión con ellos; en esta última etapa, según Ricoeur, se efectúa la nueva proyección del mundo, que lo redescribe.

El autor tácito intuye posibilidades de entender y describir la realidad, ausentes hasta entonces de las concepciones habituales de la misma, y en este sentido, «la ficción crea sus presentaciones bajo el modo concreto de la estructura rota del referente, pertinente a la metáfora» (p. 157). La imaginación, por lo tanto, contribuye positivamente a convocar la inspiración autorial y a la construcción semántica del texto. Los significantes nacientes aportan la novedad novelesca, que integrada en el enfoque autorial implícito y su explicitación narrativa, componen el todo, la novela como acto imaginativo.




ArribaAbajoEsquema para una introducción a la novela española del siglo XIX

Uno de los problemas recurrentes en la historia de la novela española es su presunta interrupción, producida entre la salida del Quijote y el posterior renacimiento de la novela alrededor de 1859 con la publicación de las obras de «Fernán Caballero». Esta interrupción la explica la crítica de muchas maneras. Complica la cuestión la seminalidad del Lazarillo de Tormes (1554), y la indecisión a la hora de clasificar El Buscón (1626) y el Guzmán de Alfarache (1599). ¿Es el libro cervantino una anomalía o representa una etapa en la evolución del género? Pocos se conforman ya con la explicación basada en distinguir entre libro (de caballería, pastoril, etc.) y novela. En mi opinión, tal división desaparecería si a la hora de historiar tomáramos en cuenta las ideas sobre el imaginar que vengo exponiendo, y se reestablecería la conexión entre los diversos modos en que se manifiesta la novela, o la ficción, en la historia literaria nacional.

Un breve repaso de ésta revela que en los escritores medievales, el autor del Poema del Mio Cid (s. XII) o Berceo (pienso sobre todo en la «Introducción» a los Milagros de Nuestra Señora) predomina el tipo de creación por medio de imágenes; sus textos presentan una serie de imágenes que conectan la visión autorial del mundo y la coincidente visión teocéntrica (del universo) del poder establecido. En el Conde Lucanor (s. XIV), de don Juan Manuel, asistimos a la sintactización del imaginar más que a una corriente de imágenes; prevalece en sus cuentos la trabazón, mas el autor explicitó demasiado el contenido en la moraleja: les restó indeterminación imaginativa al coronar cada relato con una conclusión personal. En el Lazarillo de Tormes impera una modalidad imaginativa distinta, la reflexiva, la imaginación corre a nivel del discurso, y el texto da por supuesta la justificación de la conducta del personaje.

La dificultad que algunos experimentan para llamar novela al Lazarillo, no procede de la identidad genérica de esta obra, ampliamente demostrada, sino principalmente de que en el momento de su publicación no existía la palabra, argumento «absurdo». (Síntomas cancerosos aparecieron antes de que la enfermedad fuera identificada como lo que es.) Curiosamente, la crítica no tiene en cuenta ese argumento cuando habla de poesía. Ocurre que los modelos propuestos por la imaginación seguían unas pautas consonantes con el mundo en que el autor vivía, y allí el papel de la subjetividad, no el del imaginar, era reducido; esos modelos presionaban al autor en direcciones constantes y el problema consistía en respetarlos y a la vez alterarlos. La novela surge en el mundo renacentista, y en contacto con él, la ecuación entre lo imaginado y lo culturalmente dado, ha de diferir y difiere del observable en la época de la Restauración, o en el siglo XVIII cuando los presupuestos del XVI y del XVII fueron puestos en duda. La literatura, como en general la cultura, actúa sobre unas coordenadas espaciovitales que ya con anterioridad al siglo XVIII el atrevimiento imaginativo quiebra en su referencialidad, para completarlas y para renovarlas de acuerdo con las certezas halladas por el sujeto. La Inquisición fue, en una época, la medida de las cosas, y el proceso seguido a Gustave Flaubert por la publicación de Madame Bovary (1857) representó en el siglo XIX la reaparición con diferente ropaje de un espíritu de censura que pretendía combatir anacrónicamente la libertad de creación.

Reduciéndose al campo ilustrado por los capítulos de este libro -la ficción en el siglo XIX-, es factible trazar su continuidad partiendo del principio aquí expuesta toda obra de ficción presupone la plasmación en prosa de un modo original de lectura de la realidad, de un modelo que la imaginación produce y al que el estilo confiere integridad.

En el siglo XVIII, la Vida (1743-1758) de Torres Villarroel, obra extraña, no tenida en cuenta casi nunca a la hora de estudiar la historia de la novela, constituyó un modelo literario en el que se declaraba la disconformidad del individuo con la realidad social. Al disentir de la conformidad circundante, dudosa a la hora de escoger entre los caminos de la tradición y de la renovación intelectual, aflora en el imaginar torresiano un atrevimiento. Su mayor audacia fue burlarse de una realidad representacionalmente actualizada en la obra, que no era irreal, como la del andante caballero cervantino. Podría entenderse la obra como dramatización del propósito que guió al Padre Jerónimo Feijóo en su Teatro Crítico Universal (1726), al presentar en razonadas meditaciones una propuesta de vida ciudadana concordante con el sentido común; a Torres esta concordancia le resultaba incongruente, y decidió burlarse de ella, presentando en la ficción un vivir desencajada. Don Diego, pues, mantiene operante en la historia de la novela española la lectura ficticia de la realidad, y en eso reside su papel de puente entre las grandes ficciones del Siglo de Oro y las del XIX.

La Vida exhibe también -y esto explica las razones de que no haya sido tenida en cuenta a la hora de estudiar la evolución de la novela-, una conceptualización genérica contradictoria, manifiesta en la diferencia entre los cinco primeros trozos y el último. El dilema torresiano descansa menos en la contraposición cervantina de lo ideal y lo real, que en la pérdida del soporte existencial, del lugar ocupado por el hombre en el universo. Su modo de lectura de la realidad revela indecisión; vacila entre atrevimientos altamente heterodoxos y la cortedad en el momento de ponerlos en práctica. Las barbaridades de Gerundio de Campazas suponen una figuración similar: la imaginación del padre Isla personalizó las incongruencias, exagerándolas demasiado; por ello su narración pierde la irreprimible jocosidad torresiana, reduciéndose a una crítica irónica en tono menor.

Cuando el escritor valore los descubrimientos individuales, las ideaciones subjetivas, tenderá a la exaltación imaginativa, a idealizar la realidad, encontrando su textura demasiado vulgar, comparada con la vaporosidad de los espacios ideales (abadías, castillos medievales...) en que los personajes se entregarán a sublimar el amor, las hazañas, etc. Desde Sancho Saldaña (1834) de José de Espronceda, y El doncel de don Enrique el Doliente (1834), de Mariano José de Larra, a las Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer la prosa narrativa admite una lectura alternativa de la realidad, válvula de escape para la problemática española de la primera mitad del siglo XIX, cuando tras un respiro político, las fuerzas de la reacción ganaron la batalla decisiva.

En la prosa romántica observaremos, además de su idealismo incipiente, la conciencia verbal y compositiva. La ficción, a la zaga de la poesía, comienza a preocuparse por la gramática de la composición, y el «Miserere» es un ejemplo precioso de la conciencia becqueriana de la poeticidad. La imaginación autorial en vez de buscar alternativas a la realidad, mostrando los errores de las actitudes comunes, socava sus pilares, y, a la mera actualización de alternativas, la sustituye el deseo de crearlas en el texto. El subjetivismo romántico concedió al hombre una confianza epistemológica desconocida, conjugando las dotes de reproducción de la realidad con las creativas. La palabra se esencializa, sus referentes generan sentidos generales, y flexibilizando la prosa, aumenta su poder expresivo; la duda existencial de un Torres Villarroel comienza a fijarse en las certezas psicológicas de los personajes. El héroe de Bécquer se lanzará a la fuente, ciegamente enamorado, siguiendo la atracción de unos ojos verdes, porque su corazón y su cabeza actúan con seguridad.

Los regionalistas, «Fernán Caballero», José Maria de Pereda, o Pedro Antonio de Alarcón, reforzarán las convicciones idealistas al añadirles los fundamentos de una ideología concreta, la del tradicionalismo español. Sólo cuando los vítores liberales devuelvan a la novela una cierta flexibilidad, perderá ésta el hieratismo (de gran calidad, por otra parte, en Pereda, y no tan valioso en Alarcón) al explorar los avances de lo humano en las lecturas de la realidad.

El imaginar exasperado de Torres o de Isla cobró en Bécquer la dimensión verbal apropiada para crear un mundo ideal, estación total del subjetivismo en su estética y en su problemática dimensión romántica. Pedro Antonio de Alarcón, impregnado de romanticismo, continúa en la misma línea, aunque su reaccionarismo constreñía el proceso creativo, al concentrar sus energías en la defensa de flacos vuelos ideológicos. Escamoteó el proceso de experimentación verbal, clave para lograr las originales conjunciones semánticas del romanticismo que abrían, como en la vida, los caminos inciertos del interior humano. Al renegar así de los avances de la psicología, reducía la estimativa del hombre a lo fisionómico, coincidiendo en carácter con el costumbrismo tipificante.

El mestizo idealismo alarconiano extrema el imaginar sin cruzar la raya de las realidades recién descubiertas, fisiológicas y sociales, que realistas y naturalistas traspasarán en su arrolladora y compleja presentación de la realidad, concibiendo al hombre inserto en el mundo moderno, de modo tal que les permitirá una redefinición del vivir. Alarcón borró lo real, conformándose con extrañar una alternativa ficticia ya caduca, superada.

En Galdós, al igual que en Honoré de Balzac y Gustave Flaubert, lo real se complica. Las actuaciones de los personajes se conjugan con sus dudas, y la desvelación de la dualidad del serse convierte en característica genética del novelar. Los tres presentaron a los personajes como ambiguos, siendo el uno y el «otro» mediante desdoblamientos interiores exigidos por los condicionamientos sociales que les hace parecer como lo que no son. Sólo en los recovecos de la conciencia la respuesta es única, decisiva; la que damos al mundo viene ya matizada por el conjunto de convenciones con que regimos nuestra vida. El imaginar autorial, partiendo del impulso romántico de subjetividad, proyecta las múltiples voces con que respondemos al mundo y nos respondemos a nosotros mismos. Incluso el visualismo naciente, la fotografía, los objetos mecánicos han dinamizado y aumentado el ecoespacio. La obra de Galdós sintetiza una lectura alternativa de la realidad, y el hallazgo, tras un descenso en profundidad, del verdadero mapa psicológico del personaje.

«Clarín» asistía atento desde Oviedo al desarrollo del vivir ciudadano, habitando una ciudad vuelta de espaldas a la problemática del día, y, a la vez, en un ambiente intelectual que superaba ese confinamiento. Por ello, su actitud fue de reflexión. Si las actualizaciones clarinianas difieren en algo de las galdosianas, en gran parte se debe a la falta de cosmopolitismo del autor. Su valor reside en la transparencia con que presenta la dialéctica hombre-sociedad, pues logra arrancar la careta impuesta al vivir cotidiano por el tradicionalismo, apoyándose en una mezcla de subjetividad romántica y racionalismo liberal, según parecía convenir a la sociedad moderna.

Cabe, pues, estudiar la ficción española de los siglos XVIII y XIX en su progresión, concibiéndola como un imaginar cambiante. Desde Torres Villarroel a «Clarín», la ficción revela una creciente nómina de proposiciones imaginativas, moldes que presentan alternativas al entendimiento de la realidad, mediante las cuales, por integridad estética de quienes las ofrecen, es posible descubrir en el revés de lo real cosas -y verdades- ocultas a los ojos de la experiencia científica. Aprendemos de lo «otro», de lo difícilmente explicable que el autor tácito capta, el autor implícito cifra y el narrador transmite en un mensaje de signos.

Y la historia de la novela avanza desde un estado de desorientación, en la Vida de Torres Villarroel (donde las «locuras» del personaje delatan el palpitar del hombre desesperanzado ante los adelantos opresores del mundo) a la liberación romántica, evidente en Bécquer, al tradicionalismo imaginativo en Alarcón (reacio a aceptar los contenidos imaginativos sugeridos por las percepciones innovadoras), a Galdós, que soltando las amarras del imaginar constreñido, diseñó el impresionante mural del vivir en el siglo XIX, hasta llegar a «Clarín», que escribía primorosamente sobre la situación del individuo en aquel ambiente, abriendo a la ficción los caminos interiores, que recorrerán Miguel de Unamuno y sus continuadores. Éstos se esforzarán en ir más allá con sus heterodoxas ideologías por los caminos estilísticos del liberalismo clariniano, par a dar a la novela una nueva dimensión.

NOTA: En los capítulos siguientes se ejemplifica la problemática discutida y se intenta explorar el papel de la imaginación en la novela como proyección inventiva del autor.

El capítulo dedicado a Alarcón aborda el estudio de la imaginación en cuanto potencia; en el siguiente, sobre Bécquer, se pretende alcanzar conciencia cabal de la imaginación como facultad creadora. A partir de ahí, aunque sigamos atentos a las transformaciones de la imaginación en cuanto potencia, nuestro análisis recaerá en el imaginar, en el acto imaginativo, separado, hasta donde es posible, del puramente intelectual o estilístico.










ArribaAbajoCapítulo 1

Las hipérboles del idealismo: el escándalo, de Pedro Antonio de Alarcón


Nada para nosotros ha concluido: todo es sincrónico. Vivimos en la edad de piedra y en la edad de la electricidad y del vapor; en la de la edad de la razón y en la edad de la fe. Tan contemporáneos nos creemos de la monera o del protoplasma, como de la alambicada y múltiple combinación de substancias que producen, por ejemplo, un Edgar Poe, un Enrique Beine o un Gustavo Bécquer...


Para nosotros no hay, pues, naturalismo ni idealismo exclusivos y estrechos. Queremos estar a nuestras anchas. Nos agrada lo real y lo ideal, lo natural y lo sobrenatural, y nos hechiza la ignorancia en que vivimos de los límites y términos, confusos siempre, entre lo físico y lo metafísico, lo normal y lo anormal, lo que es milagro y lo que no es milagro.


(Del «Prólogo» dedicado al Excmo. Señor D. Pedro Antonio de Alarcón, por Juan Valera, en Apuntes sobre el Nuevo Arte de Escribir Novelas.)                


Quienes afirman que Pedro Antonio de Alarcón es el mejor narrador del siglo XIX superan en número a los asiduos frecuentadores de sus textos. Siendo escritor de innegable talento literario y de extraordinaria facilidad de pluma, permanece relegado a la relativa oscuridad del semi-olvido, cuya sombra alcanza a la mayoría de sus contemporáneos, debido a la escasa matización con que historiamos la ficción del diecinueve.

El esquema habitual de la narrativa del ochocientos agrupa con mentalidad de colegial a los autores: situamos a Benito Pérez Galdós y a Leopoldo Alas en la fila superior; don Juan Valera y doña Emilia Pardo Bazán ocupan la inmediata; luego, en un escalón más bajo, alineamos al guadijeño junto con José María de Pereda, «Fernán Caballero» y Vicente Blasco Ibáñez, completando el conjunto con un grupo de aluvión en donde en donde caben Telesforo Trueba, el padre Coloma y Jacinto Octavio Picón. Este rígido arreglo lo venimos repitiendo por décadas casi sin variación, bajo pretexto de la necesidad didáctica, permitiéndonos algún ajuste particular: subir a Blasco o a Valera a un escalón superior, o cosas por el estilo; su defecto importante (y soy el primero era defender los méritos de la clasificación tradicional) reside en menoscabar la contribución estética de los menos conocidos al panorama epocal, escamoteando su diversidad de estilos y su profundidad.

La tarea actual del crítico interesado en el siglo diecinueve consiste en convertir el anquilosado conjunto piramidal en un panorama donde la obra de cada escritor represente un hilo, sea fino o grueso, con el que tejer la base textual común en sus diversos componentes: narrativo, inventivo, morfológico, ideológico, etc. Es decir: leer las obras -y hablo al crítico literario- con vistas a sustantivas su valor individual y su contribución al tipo de novela ejemplificada, no a reforzar el lugar asignado por la crítica histórica. Hoy interesa la variedad de visiones estéticamente integradas, no su valor respecto a un criterio único, tal como el método experimental, o la observación, o el realismo, u otro nombre que se haya destinado a la vara de medir el mérito de la narrativa del siglo pasado.

Para excusar el cargo de que me escapo por la tangente no aludiendo al reaccionarismo de Alarcón como causa de su relativa falta de popularidad y baja estima, acepto de entrada la queja de que su conservadurismo neocatólico hace difícil simpatizar con la figura biográfica e incluso la autorial. Sin embargo, considerando la obra alarconiana en su literalidad, haciendo hincapié en la originalidad de su imaginar y del modelo literario que empleó para leer la realidad, sus méritos resultan evidentes. Hoy hemos rechazado ese modelo, pero gracias a la integridad artística de quien empleó, conserva interés en sus novelas.

Alarcón narra a lo clásico, sabe contar una historia amena con sobriedad y economía de medios. Sus creaciones, elementales desde el punto de vista narratológico, se basan en una fórmula tradicional: un narrador alterna con los diálogos dramatizados de los personajes, y juntos transmiten la historia, avivando el interés del lector con recursos argumentales igualmente exiguos; en estas ficciones rara vez llegan a consumarse los «escándalos» con que nos hace la boca agua en anticipación de sorprendentes revelaciones. La habilidad estilística socorre a la inventiva, encubriendo el cepo -adulterios, robos, cuestiones de honor- con que atrapa la fantasía del lectorado, originando un tipo de novela de corte romántico, con visos de folletines. Pero las creaciones alarconianas trascienden la novela romántica y el folletín, porque el autor lleva las manipulaciones imaginativas a una tensión de interés desconocida para el lector de las populares entregas. Don Pedro rindió la ficción española a las puertas de la novela gótica, que gozó de poco auge en la península.


ArribaAbajoFisonomía versus psicología

Un aspecto de la literatura decimonónica necesitado de revisión es la presencia y la función de la psicología en la novela. Soslayando un vivo deseo de lanzar proyectiles polémicos contra la postura crítica dominante, me limito a expresar mi desacuerdo con cuantos ven en los narradores del pasado siglo simples precursores de Sigmund Freud, suponiendo al hacerlo que el freudianismo es un desideratum para toda obra. Nada más lejos de la verdad. Leyendo El escándalo (1875), observamos que las motivaciones psicológicas de los personajes, según propia admisión e interpretación y según las conjeturas de otros personajes, carecen de profundidad: nunca exploran el sujeto, No obstante, la intensidad de los sentimientos exhibidos resulta tanta o mayor que la de un personaje psicológicamente denso. Podríamos hablar de la famosa profundidad de la superficie.

José F. Montesinos categorizó a los personajes literarios en dos clases: el tipo costumbrista, fiel al patrón común, y el personaje propiamente dicho, capaz de existir con autonomía. Dicotomía parecida a la de los teóricos de la novela, entre los personajes flat (planos) y los roaxd (redondos), cuyos orígenes se remontan al libro de E. M. Forster, Aspects of the Novel (1927). Al aplicar estas clasificaciones a Alarcón advertimos una firme resistencia: en El escándalo los personajes se resisten a ser enterrados en la fosa común de los tipos costumbristas, y parecen incómodos en sociedad con gentes de marcada personalidad. Recaban una categoría propia.

El personaje alarconiano no «se hace» a la manea de los cervantinos. Tampoco permanece invariable; evoluciona en su manera de comportarse (siendo ésta, generalmente, reprensible con respeto al sistema de valores reinante en la narración) hacia otro modo de ser equilibrado con su verdadera naturaleza. Semejante transformación no se manifiesta mediante minuciosas descripciones psicológicas como sucede, por ejemplo, en Crimen y castigo de Fedor Dostoiesky, sino por alteración observable en el rostro, proverbial espejo del alma. Por eso, más que de psicología, conviene hablar de fisonomía.

¿De dónde procede el interés alarconiano por las fisonomías? Sospecho que del teatro, del carácter de las representaciones dramáticas epocales, pues sus criaturas gesticulan con exageración delatora de los hábitos declamatorios de las tablas, reflejo, a su vez, de las forzadas posturas adoptadas en la vida social en una época en que hasta un simple saludo debía testimoniar la calidad del sujeto. Pedro Antonio de Alarcón y José de Echegaray crearon un completo muestrario de la urbanidad en las actitudes de sus personajes, y lo transmitieron junto con la clave o código interpretativo: la fisonomía, las buenas maneras, el atuendo y el lenguaje con que la literatura exaltaba la realidad.

Abundan en El escándalo las descripciones fisonómicas. En cada presentación del personaje escuchamos al narrador o al protagonista interpretar las marcas del espíritu individual en los rostros:

Por lo demás, en aquel entonces era un hombre Diego de veintisiete años; muy fuerte, aunque delgado; más bien alto que bajo; de músculos de acero, menos sangre que bilis. Llevaba toda la barba, asaz espesa, bronca y oscura; era calvo, lo cual le favorecía, pues daba algún despejo a su nublado rostro; tenía grandes ojos garzos, llenos de lumbre, más que de luz, pobladas y ceñudas cejas, la risa tardía, pero muy agraciada, y una dentadura fuerte que tan lóbrega fisonomía había sido creada exprofeso para reflejar la felicidad, pero que el dolor la había encapotado de aciagas nubes.- ¡Ay! Nada más simpático, en sus momentos de fugitivo alborozo y confianza, que mi amigo Diego...


(I, p. 67)                


En ocasiones el detallismo de las descripciones incluye indicios mínimos, como cuando oímos a Fabián Conde retratar a su otro amigo.

Lázaro era elegante sobre toda ponderación en medio de la mayor sencillez, como quien debe a la Naturaleza una organización noble y exquisita, de la cual daban evidentes indicios sus diminutos pies e incomparables manos.


(I, p. 70)                


La mejor lectura de una fisonomía la realiza Fabián sobre una fotografía de Gregaria, futura esposa de Diego, el amigo que con Lázaro forma el círculo de sus íntimos:

Indudablemente era una mujer hermosa, pues la fotografía no suele favorecer mucho al bello sexo, y Gregaria resultaba allí sumamente agradable... Conocíase que tenía grandes y expresivos ojos negros, muy sombreados de cejas y pestañas, enérgicas y regulares facciones, espléndidos hombros y arrogantísimo talle. Pero todo esto, que constituía lo que se suele llamar una buena moza, le daba cierto aire de altivez, desafío y presunción, muy peligroso, y cuando menos mortificante, para un hombre tan soberbio como yo. -Antojóseme que aquella figura me decía: «No te temo. ¡Atrévete, si eres capaz, a disputarle el mío! ¡Todos tus descantados medios se estrellarán en mi talento y en mi virtud!».


(II, p. 83)                


Una ojeada basta: el alma revelada en la figura, en el retrato, desagrada a Fabián; y al lector le sobran indicios para clasificar la ficción que tiene entre manos: pasional. Debido a la escasa profundidad psicológica, los elementos expresivos de lo subjetivo -el sentir, la conciencia de los personajes- apenas afloran a la superficie textual. Únicamente las observaciones fisonómicas proveen una noción básica de la personalidad. Al autor le interesa producir una sensación extrema de desagrado que transmita el impulso visceral, desdeñando la matización del sentimiento.

Las primeras pinceladas del retrato dirigen nuestra atención hacia aquello de «buena moza», palabras idóneas para adscribir a Gregoria al tipo de guapetona despreocupada. En la segunda frase, aparecen rasgos inquietantes, obligándonos a sacarla del cómodo nicho tipológico donde la colocamos de entrada:

Yo no sé si la prometida de Diego pensaba algo semejante el tiempo de hacerse el retrato que me destinaba... Yo no sé si por eso leía yo en su rostro aquellas ideas hostiles... Yo no sé si fue de mi parte una intuición o un presentimiento... Yo no sé si usted lo calificaría de tentación del demonio...


(II, p. 84)                


Toda esa progresión hiperbólica, deducida de un vistazo a la fotografía, atribuye a la joven un carácter misterioso y la provee de un trasfondo ausente m las descripciones costumbristas. Mientras el lector rehúse asignarla un carácter determinado, su vitalidad permanece asegurada.

En las deliciosas obras Pride and Prejudice (1813) y Emma (1816), de la novelista inglesa Jane Austen, aparecen combinadas con maestría inigualada en la literatura universal la manera de crear el personaje a partir de las impresiones irradiadas por la fisonomía y el subsecuente estudio psicológico. Tras las primeras impresiones se profundiza en el carácter, mas cuanto aprendemos lo mantiene vivo el narrador en la memoria del lector, consiguiendo que las averiguaciones psicológicas no hagan olvidar el sensualismo fisonómico.

El interés en este modo de distinguir naturalezas distintas supone un estadio intermedio en la historia de la novela decimonónica entre el encasillamiento tipológico de los costumbristas, desde Manuel Bretón de los Herreros a «Fernán Caballero» (bastante cercana ésta a Alarcón en sus procedimientos) y la más auténtica recreación de las motivaciones del proceder que encontraremos en Benito Pérez Galdós o en Emilia Pardo Bazán. Supongo incluso que Alarcón reconocía la novedad del empeño; lo que deduzco de sus palabras, puestas en boca del protagonista, cuando apostilla la descripción de Lázaro: «figuras sin plural, que corresponden a un determinado sujeto, de modo tan peculiar y tan íntimo, como si le comunicaran el ser y la vida, lejos de recibirlos de la entidad que representan» (I, p. 68). En el momento de escribir El escándalo, Alarcón aventajaba a sus coetáneos en la creación de individuos; la mayoría de los personajes galdosianos de la época -el mismo Lázaro de La Fontana de Oro (1870)- no están mejor descritos o creados. Claro que entre Alarcón y Galdós median enormes diferencias, o mejor dicho, las habría, no todavía ni a este respecto ni a esta altura. La elaboración artística de los personajes en Doña Perfecta (1876) aventaja poco a la de El escándalo.

No todos los personajes de la novela son «figuras sin plural»; sólo los protagonistas reciben ese cuidadoso tratamiento. Los personajes secundarios, don Jaime de la Guardia e incluso el padre Manrique, resultan personajes de una sola cara, eminentemente simbólicos.

Las percepciones obtenidas de la singularidad fisonómica de los protagonistas sirven para erigir el soporte psicológico de la obra Fabián Conde, a pesar de su desfavorable reacción a la imagen fotográfica de Gregoria, contesta a su amigo en términos halagüeños para ella: «Dale mil gracias a Gregoria por su retrato, y recibe tú mi felicitación. La virtud y la hermosura resplandecen de igual modo en la noble faz de la que va a ser compañera de tu vida. Me enorgullezco de tener tal hermana» (II, p. 84). Esta superposición de una imagen falsa sobre la recibida desatará toda clase de complicaciones y, en última instancia, la imposibilidad de ocultar la verídica inundará la novela con tintas de tragedia, cuando Fabián ofrezca a Gregoria su verdadera opinión, repitiéndosela luego al esposo, con lo que todo arreglo amistoso resulta inalcanzable.

Mediante una especie de juego de espejos, los personajes cobran en cienos puntos proporciones deformadas, manifestando apariencias personales poco favorecedoras. Fabián, por ejemplo, aparece de donjuán, de joven disipado, en duro contraste con el mozo arrepentido que escuchamos en la habitación del padre Manrique. El truco no engaña: sucede que lo vemos reflejado en diversos ángulos, no en una nueva visión. La inmovilidad del carácter evidencia lo superficial de la creación del joven Conde, quien nunca deja de parecernos un buen creyente, aunque en momentos de extravío brevemente se desdoble en otro, y olvide su buena conciencia.

El simple hecho de que Fabián intente engañar a Diego y engañarse respecto a Gregoria, lo confirma. Los atisbos psicológicos en el modo de ser de los personajes emanan de las descripciones fisonómicas y de la complicación que produzca su aceptación o rechazo; por ellos acaba el lector reconociendo en Gregoria, «el tipo de la mujer fuerte» (II, p. 91), o de «cursi» (II p. 91), en la mujer de fuertes pasiones, llena de rencores, que azuza la enemistad entre Fabián y Diego, acelerando la muerte del esposo.

Aparte de las interrelaciones emotivas, el narrador sugiere otros probables móviles, conflictivos, la disparidad en riqueza, la desigualdad social, etc., que, en verdad, no contribuyen a configurar la trama de la novela. Son recargos postizos, razones que el autor acumula para intensificar el efecto dramático y darle visos realistas. Esos elementos que añaden verosimilitud al realismo, los ficcionalizarán Galdós, Alas, y los demás; en Alarcón están de visita, de adorno. Las conciencias nunca chocan, los hechos contados, las transgresiones de los sistemas de valores vigentes en el mundo de la novela, no se sopesan ni se analizara; se transmiten cuantitativamente, por la mayor o menor intensidad con que los personajes culpables y los testigos gesticulan, según la gravedad de la transgresión.

Ocupa gran parte de la obra una conversación en privado entre Fabián y el padre Manrique, famoso confesor jesuita a quien el joven acude para recabar consejo sobre cómo salvar los obstáculos que se oponen a su matrimonio con Gabriela, principalmente el haber sido amante de Matilde, la Generala, tía de la joven; y la calumnia de Gregoria, de que él la requirió de amores aprovechando la ausencia del esposo, Diego, quien a la vista de tan equívocas apariencias retira su promesa de salir fiador del ansiado enlace. La confesión avanza dando vueltas y revueltas, colmada de sucesos, recreando escenas, circunstancias que el narrador aprovecha para presentar a los protagonistas desplegando la profundidad de su sentir, a través del goticismo con que anuda las complicaciones de la trama sin molestarse en bucear en las intimidades psicológicas. Aun cuando hallemos un pasaje donde brille lo que los freudianos denominarían una instancia de penetración psicológica (I, pp. 71, 74 y 75), el propósito alarconiano nunca sobrepasa el mero desarrollo de la mencionada dicotomía entre la manera de comportarse el personaje en un momento determinado y su ser natural; lo ocurrido es fácil de explicar: la pluma durante la intensa búsqueda de un estilo engarza en la escritura piedras preciosas de distinto color a las habituales. Tampoco abandona Alarcón los estrechos confines del mamo de conducta posible para su ideal del caballero cristiano: desprendido, piadoso y fiel a los principios religiosos. El hidalgo puede enredarse en un devaneo, perder la cabeza, sin que su bondad quede en entredicho porque siempre acaba por volver al redil.

Comentaba hace poco la impresión causada por la fotografía de Gregoria y los voluntariosos e inútiles esfuerzos del joven por alterarla. La esposa de Diego le corresponde en la misma moneda, formándose una opinión de Fabián que excluye la experiencia directa: «me disgustaba -reflexiona Fabián- aquel empeño de Gregoria de ver en mí al antiguo libertino y no al leal amigo de su esposo, al fiel amante de Gabriela, al hombre recobrado de sus pasadas locuras» (II, p. 113). Locuras, calaveradas donjuanescas, nunca relatadas con detalle, excepto el affaire con Matilde, a pesar de la insistencia del narrador en su abundancia e importancia; funcionan al nivel de las impresiones fisonómicas, el de la afectividad superficial, reforzando el carácter artificial de las relaciones interpersonales en la novela. Escasean los intercambios factuales, puntualizadores del trato humano, mientras que predomina la continua toma de actitudes: los personajes se miden entre sí en diferentes poses, recargados e incluso sobrecargados de emotividad, faltando una base suficiente para el conflicto. Hay cierta oquedad en este drama: avanza en un vacío, y por eso requiere multitud de hilos narrativos, de historias entrelazadas -los amores de Fabián y Gabriela, y las adúlteras relaciones del joven y la Generala en contrapunto al amor entre Diego y Gregoria- para generar el suspense en el lector. Las historias se sostienen mutuamente: la de Lázaro aguanta a la de Fabián y viceversa. Progresan a ritmo de rigodón, con intercambio de puestos, los pasos ejecutadas con precisión y diligencia, seguidos de momentos de reposo en que a la cortesía del saludo «compara la intensidad expresiva de la mirada. O, si se me permite abusar de las metáforas, a Alarcón le gusta que sus personajes practiquen el boxeo de salón, que hagan sombra.

Las transformaciones en la fisonomía revelan cambios de humor en el personaje: «Diego se subió el embozo de la capa hasta cubrirse todo el rostro, pero no sin dejarme ver primero la espantosa descomposición de sus facciones, su calenturienta mirada, su diabólica sonrisa» (II, p. l27). Son, sin embargo, simples contracciones momentáneas, indican estados transitorios; en consecuencia, mando el personaje odia, se desdobla fisonómicamente y concibe al enemigo en una recíproca y perversa doblez: «Para que no te arranque la máscara -le dice Diego a Fabián- que llevas hace un año.. Para que siga siendo tu fiador y defensor ante el mundo...» (III, p. 129). Diego proyecta descubrir al inexistente malvada la perversidad, según sostuvo es un estado transitorio. Sólo Gregoria posee una irredimible mala entraña, visible para todos salvo para Diego, cegado por el amor.

Ningún contemporáneo de Alarcón tuvo mayor talento para saltar por encima de la realidad y crear obras coherentes. El escándalo supone una lectura de lo real, hecha por una imaginación creadora que orilla cualquier obstáculo que pudiera contaminar la purificación autorial de Fabián Conde. El autor suspende a los personajes sobre el resto de los mortales, o dicho en otras palabras, los presenta en relieve, de modo que sin sacarlos de la realidad, ésta no los ensucie.

El primer capítulo ofrece un clásico ejemplo del tipo de imaginación que al primer roce con la realidad se desvía, o rebota, hacia las alturas, al infinito. Fabián atraviesa la Puerta del Sol, un lunes de Carnaval, marcha a contra corriente: sube hacia la Puerta del Sol cuando el Pueblo desciende de las Cavas camino del Prado. Viaja el «automedonte» (I, p. 6) en carruaje descubierto, descollando sobre los plebeyos peatones que forman una especie de oleaje, de temporal marítimo, insensibles al dolor del joven, que avanza con un «puñal clavado en el corazón» (I, p. 8). Hay burlas y risas, imprecaciones para el cabizbajo, bien merecidas por la imperiosidad y decisión de caminar contracorriente. No obstante, las simpatías del narrador recaen en el impertinente viajero, un nuevo Antínoo, mientras los atropellados reciben las siguientes apelaciones: «la chusma» (I, p. 10), «el pueblo... la masa anónima..., el jurado lego..., la opinión pública» (I, p. 9). La parcialidad, traslúcida en la adjetivación, coloca al personaje a varias leguas por encima del jolgorio carnavalesco. Análoga postura adopta el narrador en Camino de Perfección, de Pío Baroja, en una situación parecida, también en el capítulo inicial. El eslabón entre Alarcón y Baroja se descubre al darnos cuenta de que los románticos, iniciadores de semejante actitud hacia la realidad, al igual que los modernistas, rechazaron el prosaísmo utilizando la literatura como válvula de escape.

La presentación del protagonista au-dessus de la melée expone la convencionalidad y falta de rigor con que aplicamos algunos «ismos», el de realismo, por ejemplo. Asignar tal etiqueta a Alarcón resulta absurdo, a no ser que aclaremos que se alude al realismo de presentación y no de contenido. La novela de Alarcón es una ficción escapista, tiene lugar en los espacios etéreos del ideal; el carruaje y Fabián, su dueño, sólo incidentalmente tocan la tierra.




ArribaAbajoLa imaginación hiperbólica

Hace años Roman Jakobson analizó las diferencias entre el discurso de ficción realista y el no-realista, y sus conclusiones conservan aún la validez y utilidad de entonces; el lingüista sostuvo que las figuras retóricas predominantes en ambos tipos de prosa son la metonimia y la metáfora. Aplicando tal distinción a la novela que tenemos entre manos, donde la realidad aparece tocada de refilón, pues el autor la sobrevuela sin reparo al descartar la plomada necesaria para verificar la realidad creada, cae ésta dentro del designado grupo metafórico, aunque predomine en el discurso de ficción alarconiano la hipérbole sobre la metáfora.

Situación hiperbólica es la del joven Conde, a quien dejamos en su cesto sobrevolando a las multitudes madrileñas en la escena inicial de la novela. Apertura in media res de gran efecto, a lo folletinesco, plagada de sugerencias argumentales, que todavía somos incapaces de ordenar, su complejidad acompaña la exagerada presentación del asunto en un discurso repleto de hipérboles;

El distinguido automedonte podría tener veintiséis o veintiocho años. Era alto fuerte, aunque no recio; admirablemente proporcionado, y de aire resuelto y atrevido, que contrastaba a la sazón con profunda tristeza pintada en su semblante. Tenía bellos ojos negros, a tez descolorida, el pelo corto y arremolinado como Antínoo, poca barba, pero sedosa y fina como los árabes nobles, y gran regularidad en el resto de la fisonomía. Digamos, en suma, que era, sobre poco más o menos, el prototipo de la hermosura varonil.


(p. 6)                


Disuena la palabra automedonte, claro residuo del estilo Kant. Lo restante compone un típico retrato del protagonista romántico, excepcionalmente hermoso y triste. Apenas sorprende que los críticos, Manuel de la Revilla y Leopoldo Alas, recibieran mal el libro, pues la superficialidad del tratamiento argumental resulta innegable; en aquellos momentos cruciales para España, a punto de nacer la Institución Libre de Enseñanza, fundada en una fuerte creencia en la perfectibilidad del hombre krausista y en las líneas del pensamiento cultural europeo, desde Kant al recién publicado Origen de las especies (1859), de Darwin, permeado por la idea del progreso natural del hombre a través de la historia, el que Alarcón crear a prototipos anacrónicos de la perfección humana debió de parecerles chocante; denotaba banalidad, falta de compromiso y de comprensión del mundo contemporáneo, aderezado con una buena dosis de neocatolicismo retrógrado. La tendencia a hiperbolizar no es exclusiva de Alarcón; permeará la novela española del siglo XIX, ningún escritor escapó a ella. Sólo tiene uno que abrir Fortunata y Jacinta, el primer tomo, considerado siempre el más realista (algunos críticos incluso se han quejado del exceso de detallismo), y uno se encuentra con hipérbole tras hipérbole, utilizadas por el narrador para delinear los orígenes comerciales de las familias Santa Cruz y Arnáiz. En las mejores páginas galdosianas la hipérbole sirve de plataforma para la ironía, por lo cual se percibe aquélla con otra función que la literal; se combina con la ironía y, al hacerlo, adquiere esa segunda función cómica, burla quizás de los excesos del post-romanticismo. En Alarcón falta el humor en la hipérbole.

La presentación del padre Manrique reafirma las apreciaciones precedentes, dejando entrever una faceta complementaria frecuente en la escritura alarconiana:

Hasta los ojos del sacerdote que eran grandes y obscuros, carecían de toda expresión, de todo brillo, de toda señal de pasión o sentimiento: su negrura se parecía a la del olvido. Sin embargo, aquella cabeza no es antipática ni medrosa; por el contrario, la noble hechura del cráneo, la delicadeza de las facciones, lo apacible y aristocrático de su conjunto, y no sé qué vago reflejo del alma (ya que no de la vida), que se filtraba por todos sus poros, hacía que infundiesen veneración, afecto y filial confianza, como las efigies de los santos. Fabián creyó estar en presencia del propio San Ignacio de Loyola.


(I, p. 19)                


Paralela a la sencillez argumental advertimos una absoluta falta de complejidad contextual. Las relaciones intertextuales carecen de profundidad, sin que falten alusiones a multitud de textos: «como las serpientes forman el grupo de Laooconte» (I, p. 72); «Parecióme contemplar a la Virgen del Beato Angélico» (II, p. 29); «eclipsando a veces la audacia y la impiedad de Don Juan Tenorio y de Lord Byron» (II, p. 57); al Padre Manrique se le asemeja con S. Ignacio de Loyola en el pasaje que originó esta reflexión; a Fabián con Antínoo, etc. Lo relevante es que tamaña erudición adorne la obra sin insertarse en ella. Igualar a Fabián con el Tenorio o Lord Byron es impropio: se parecen sólo de lejos, como un conquistador a otro. La significación textual no depende de sofisticadas conjunciones semánticas con otros textos literarios, se trata de préstamos intersemióticos que apelan a la sensibilidad literaria del lector en los términos más latos posibles, a su memoria sensible. En semejante discurso de ficción la palabra queda atrás; no es ella la que debemos saborear -como cuando leemos un jugoso pasaje galdosiano-,sino las sensaciones sentimentalizadas.

Tenida en cuenta la actitud del guadijeño hacia la literalización, sorprende que fuera él quien sugiriese a Zorrilla el romance de la molinera como posible tema para un drama; aquél lo rechazó, siendo luego el mismo Alarcón quien lo utilizará para componer El sombrero de tres picos (1874).

El temor alarconiano a la precisa y económica referencialidad de la palabra, y del discurso de ficción en general, quedó expresado en su recensión a la novela Fanny (1858), de Ernest Feydeau, el gran amigo de Gustave Flaubert, obra que compartió la popularidad de la época con Madame Bovary (1857).




ArribaAbajo«Fanny» y el moralismo alarconiano

La reseña de Fanny por Alarcón es un texto clásico, revelador de una total pazguatería imaginativa. Las reservas de antaño a la explicitez de ciertas escenas de Feydeau parecen hoy inocentes e insípidas, y no digo ya comparadas con las de su contrapartida moderna, Fanny (1980), de Erika Jong (¡qué diría don Pedro ante los avances de la erótica moderna!). En fin, lo importante es que en la recensión Alarcón plantea una alternativa a la estética realista, aportando argumentos muy personales.

La pregunta clave que cabe hacerse, según él, ante la novela francesa, es si la historia cantada es verídica o inventada. Feydeau narra una fábula de amor, con el consabido triángulo amoroso del siglo diecinueve, pero con una variante: el amante, y no el marido agraviado, acaba padeciendo los celos; culmina la historia en el famoso capítulo sesenta y siete, cuando el galán que espía desde el balcón a los esposos, los ve hacer el amor, y cae fulminado por la rabia. Altos después, revisando la reseña (1858) para su publicación en Juicios literarios y artísticos (1883), añadió don Pedro Antonio la siguiente posdata: «Madrid, 1858.- Es decir, hace veinticinco años; por la manera que mi opinión acerca del naturalismo es antiguas» (p. 95). Por la fecha, el guiño de ojo parece dirigido a doña Emilia Pardo Bazán, y llevar el siguiente mensaje: eso que tú condenas del naturalismo en La cuestión palpitante lo desaprobaba yo años atrás. A ambos se les escapaba el punto esencial: Fanny no es naturalista, a pesar de los atrevimientos.

Los pasajes arriesgados de Fanny carecen de novedad, de acuerdo con el reseñista, pues «todo bicho viviente» (p. 91) experimenta aventuras parecidas. «Fanny, por ejemplo, es el boletín particular de lo que un determinado hombre experimentó al lado de una determinada mujer» (p. 90). En eso no hay arte; la transformación estética consiste en alejarse de esas circunscripciones mediante el imaginar. «Walter Scott, el novelista por excelencia, habla constantemente a la imaginación de sus lectores, los transporta fuera de su tiempo, les revela la historia, les hace asistir a poéticos, maravillosos y excepcionales dramas» (p. 84). Don Pedro coloca al mismo nivel los detalles desvergonzados -no muchos, medidos por los standards naturalistas franceses- y lo concreto de la situación para acabar acusando a Feydeau de pobreza artística a cuenta de su excesivo realismo, sin destacar la inmoralidad de las audacias eróticas, cargo principal que hará Pardo Bazán cuando critique a la ficción naturalista. La historia contada es verídica, razona Alarcón, luego, carece de valor estética. Podemos concluir que el imaginar, según don Pedro, ayuda al escritor a sobrevolar por encima de lo desagradable, de lo vulgar, y apartarle del camino de la observación positivista.

Tampoco suavizó su opinión la escasez de personajes en Fanny: la acción transcurre centrada en los miembros del triángulo amoroso, sin mayores complicaciones. Impulsada por un sentido dramatismo personal, predomina en ella la sucesión de diálogos sobre la evocación detallista.

Alarcón requería del escritor una evocación de los ademanes de la época, romantizados tal y como salían en los dramas de José Echegaray o Adelardo López de Ayala. Si la literatura comenzaba a desbrozar nuevos caminos para los sentimientos humanos, conllevaba un riesgo evidente para el literato, suponía la pérdida de su posición privilegiada por encima del bien y del mal. Don Pedro marcó con esta reseña la tónica con que iba a interpretarse la novela española, lo escabroso quedaba condenado estéticamente por delito de realismo, ergo falto de imaginación, ocultando en ese caballo de Troya la verdadera razón, la estricta moralidad social del diecinueve. Estas ideas permearon los textos de crítica literaria, sobre todo al nivel de la prensa diaria, confiriendo un carácter insulso y retrógrado a La cuestión palpitante, y a cuanta consideración literaria abogase por el cambio en la novelística.

El francés Hippolyte Rigault en una recensión contemporánea planteó la cuestión con mayor amplitud de criterio, valiéndose de una serie de interrogaciones A la pregunta alarconiana, ¿sucedieron en realidad los hechos narrados en Fanny, agrega las dos siguientes: ¿fueron producto de una imaginación potente capaz de inventarlos?, o ¿los concibió una estrecha vigilancia moral empeñada en alcanzar encrucijadas humanas antes de que sus enredos turbaran las costumbres cívicas? Dejándose de feísmos, eleva el nivel de la discusión, aceptando los irremediables atrevimientos imaginativos; lo esencial no era ocultarles, sino examinarlos a la luz de la inteligencia para comprender su impacto y efectuar el correspondiente reajuste mental, al nivel psicológico o al moral.

El guadijeño, en fin, echaba de menos en Feydeau un componente básico de la ficción propia: «la moral en el arte». Presto las palabras de su discurso de mirada a la Real Academia Española de la Lengua, resumidoras de una poética, que guiada por el dictum clásico -entretener y enseñar- alcanza su primer objetivo (entretener) mediante la ordenación folletinesca de la trama. La historia principal en El escándalo discurre por un trazado lleno de curvas, sorpresas y súbitos parones, durante los que la acción central permanece marcando el paso en espera del desarrollo de acciones paralelas, que una vez completadas se acoplan a la centrales. Esta ruptura de la linealidad del discurso ocurre a nivel de la fábula, no de la narración; son digresiones complementarias, que distraen al tiempo que solapadamente transmiten una lección.

Decía antes que El escándalo, carece de sutilidad en cuanto a la expresión de lo subjetivo; las observaciones fisonómicas agotan la escala de posibles percepciones personales, sin constituirse en manifestación del subconsciente. Esa emotividad elemental viene bañada de didacticismo; las aludidas historias complementarias valen como parábolas respecto a la central. Por ejemplo, la de Lázaro, el hijo que renuncia a defenderse contra las calumnias de la madrastra para no manchar el honor paterno, funciona a modo de parábola para Fabián, quien ante las falsas alegaciones de Gregoria, en vez de denunciarla, calla y expía sus errores en silencio. La ejemplaridad de la actitud de Lázaro, adoptada por Conde, revela una imaginación novelesca vuelta hada sí, una imaginación que duplica y reduplica actitudes. La invención no pasa de ser un juego de espejos en que los personajes ensayan diferentes poses, arrancando de un movimiento análogo.

Dado el tipo de lectura exigido por la ficción del guadijeño, similar al de folletines y novelas románticas, las historias complementarias actúan como cepo imaginativo. La historia de Lázaro nos atrapa con la singularidad y bondad de las razones que rigen la conducta del joven, con su idealismo; cuando la situación se replantee en términos análogos, exigiremos del nuevo personaje, Fabián, una actuación y generosidad moral similares. Él y nosotros, los lectores, caemos en el cepo de una imaginación creativa que permite pocas opciones y esconde una lección moral, siendo sin quererlo sus víctimas inocentes.

Harriet. R. Powers, en su artículo breve pero muy completo, estudió los aspectos alegóricos de El escándalo, y poco hay que añadir a su análisis. La novela supone, en última instancia, una alegoría de la salvación del alma humana. Gabriela de la Guardia, el ángel guardián, como el nombre indica, termina rescatando a Fabián de las garras de la calumnia gracias al matrimonio. El entramado simbólico viene a demostrar los poderes del alma, el dominio que ejercen sobre el mundo y la carne; desgraciadamente, la moral que se desprende de la alegoría parece una, moraleja, pues la ausencia del marco de circunstancias sociales verificables le resta la vitalidad que permitiría actualizarla.




ArribaAbajoLa observación idealista: Un cierre y dos finales

La palabra «observación» surge en incontables títulos de artículos y ensayos decimonónicos; gozó entonces de una popularidad equivalente a la que disfruta hoy la palabra estructura, en los correspondientes círculos culturales. Sintetizaba la actitud creativa y metodológica dominante en su época, cuando los modelos para escribir ficción se construían siguiendo la pauta marcada por el método experimental. Al examinar la invención alarconiana, delineada en las páginas precedentes, constatamos un formato distinto, idealista. Alarcón contemplaba la vida, dejándose embargar por la sentimentalidad, mientras los realistas observaron el mismo mundo henchido de emociones procedentes del cómodo y egoísta yo, junto a las emanadas de las múltiples frustraciones infligidas por la sociedad a los desheredados, que sin dinero ni conexiones exigían respeto y justicia para todos.

Concluía hace un momento que el utilizar una quasi-psicología, la fisiognómica, para la creación de los personajes, unida a la caracterización hiperbólica confiere un carácter superficial a la narración, y que al faltarle circunstancias suficientes a la moral buscada, resultaba poco convincente. Una imagen condensa todo lo anterior, y pone a descubierto la diferencia entre Pedro Antonio de Alarcón y sus coetáneos en lo referente a los ingrediente básicos de la ficción: «Lázaro se acercó entonces a un telescopio-investigador, y se puso a viajar por los espacios infinitos» (II, p. 220).

Las palabras del narrador sintetizan la actitud vital de quien apartado del mundanal ruido, vuelve sus ojos al cielo. Y «preferí fabricar este observatorio -dice Lázaro-, donde, sin afanes ni ociosidad, podía vivir (y he vivido cinco años) en la contemplación del cielo y de mi alma» (II, p. 216). El subrayado es de Alarcón, y revela su conciencia de la clase de observaciones que él mismo, el autor, deseaba hacer. Confirma lo propuesto desde el comienzo de este capítulo, la coherencia alarconiana. Así como «Fernán Caballero», y el Galdós de La Fontana de Oro o de Gloria, novela, por cierto, que guarda notables semejanzas con la presente, se dejan llevar por sus impulsos viscerales, la una criticando abiertamente a los liberales, el otro a los tradicionalistas, Alarcón, no. La obra se va creando lejos del mundo, como Lázaro en su observatorio astronómico. Visto así, sorprende poco el alejamiento y abandono de Alarcón del género novelesco en los años finales de su vida; ya estaba iniciado el proceso cuando escribió El escándalo. Probablemente, reconoció lo imposible de la tarea de modernizar su perspectiva curadora. Este observatorio supone en último intento de asimilar las costumbres del mundo moderno: conjugar la experiencia con la razón, en la búsqueda de los significados últimos de la vida.

Sospecho que Alarcón reconoció la esterilidad de sus esfuerzos por cultivar un modo de escribir caduco en 1875. Las reseñas recibidas por El escándalo acrecentarían los barruntos y el rencor hacia la crítica, indiferente al mérito que pudiera suponer un tipo de novelar distinto al realista. Le acorralaron en un rincón, figura patética, aunque todavía orgullosa y determinada, que acabará adoptando una actitud de desprecio parecida a la de Lázaro al final de la obra.

Tras dos cierres -el primero, cuando Diego hace jurar a Fabián que se casará con Gabriela; el segundo, la consumación de la boda- sobreviene el «auténtico» final. Mientras el padre Manrique explica su retorno a la vida ascética, Lázaro le responde que quizá le acompañe:

Iré a ver a usted con frecuencia, y hasta creo que acabaré por pedirle hospitalidad y quedarme allí definitivamente. -En medio de todo, los dos pasamos la vida mirando al cielo más que a la tierra...; pero, a decir verdad, en astronomía de usted me gusta más que la mía.


(II, p. 272)                


Guardianes del infinito, observan lo etéreo, mientras la humanidad mira a la tierra; su soledad pretende constituirse en reproche perenne a las preocupaciones materialistas.

En esta cumbre de la imaginación folletinesca e hiperbólica se agotó el novelar posromántico. Los cultivadores de este tipo de ficción habían aspirado a sublimar y subyugar los conflictos humanos a base de idealismo, lo que les condujo a proponer finales como el de El escándalo en que los peligros se disuelven y triunfa el bien. Los realistas reconocieron en sus observaciones del mundo la imposibilidad de aquellos caminos para una época en que nada, ni la misma muerte, suponía el verdadero final, pues siempre quedará alguien afectado por la desaparición del hombre. La ambigüedad es el precio que seguimos pagando por vivir al día.

La imaginación hiperbólica acabó disolviéndose en su propia exageración. El título de la novela resulta excesivo porque el escándalo nunca estalla; es más bien un ensayo para un escándalo. Los atrevimientos imaginativos que abren horizontes no descendieron de los espacios etéreos del ideal a los reales de la vida. La imaginación saltó sobre la realidad como si fuera un plinto, y los personajes como buenos gimnastas cortan bellas figuras, impecablemente uniformadas, mientras matizan el salto.






ArribaAbajo Capítulo 2

Autonomía verbal e invención en la prosa de Gustavo Adolfo Bécquer


La conocida frase «Espejo de la vida es la novela», no es solamente aplicable a la novela realista, sino a cualquier obra literaria, pues cuanto el hombre escribe refleja de algún modo las propuestas y retos de la vida. Espejo del vivir que es soñar son las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer, así como las «Escenas montañesas», de José María de Pereda, lo son del vivir observado en la vigilia. Gaston Bachelard explicó agudamente la diferencia entre el espejo realista, de vidrio azogado, colgado en la habitación de cualquier casa, que devuelve una imagen sólida y estable del entorno, y el espejo simbólico, donde al cristal lo sustituye, por ejemplo, la superficie de una fuente. Este es el propio de los escritores idealistas, cuyas reproducciones de la realidad resultan vagas, movedizas, inestables. Bécquer crea su mundo utilizando un espejo del segundo tipo; su intención es desvelar figuras y movimientos en que lo natural y lo sobrenatural se den la mano, acercándose así al misterio de aconteceres que hieren la vena más secreta de los hombres.

La narración romántica arraiga en la preferencia de la invención sobre la imitación. El juego imaginativo es más libre, pero no tanto que falten en él ciertas reglas que ajustan la escritura a la verdad poética. La imaginación incorpora lo sobrenatural y se mueve en él como en espacio propio, impregnando las figuras de un aura extraña. Si utilizo la palabra «mágico» para definir este ambiente es por su misma imprecisión; el lector puede atribuir características muy fluidas a lo sugerido en ella.

Estilísticamente, la vaguedades la norma, y esa preponderancia de las tonalidades indecisas da verdad al cuadro: lo que se cuenta atrae sobre todo porque la fluidez de la invención es en sí excitante de los juegos mentales y propone una lectura que es a la vez entrega y participación en el ideal de la belleza mantenido por el autor.

Y la vaguedad empieza en cuanto al tiempo y al espacio. El calendario y la geografía quedan fuera; cuanto más imprecisos sean la cronología y el territorio donde la acción transcurre, mejor. El monte de las Animas no está junto a Soria, sino en el mundo habitado por la Silvia de Nerval y la Loreley de Heine. Puede hablarse, quizá, de un espacio genérico de la Leyenda, en general, y con más motivo de un espacio propio de las leyendas becquerianas.

La imaginación de Gustavo Adolfo Bécquer debemos buscarla en sus misteriosas idealizaciones ficticias, pero aún más en la composición de sus obras, y no se entenderá el funcionamiento de aquéllas si no se atiende a la lucha por la expresión, impuesta por la exigencia de comunicar algo que la palabra se resiste a captar en sus matices más precisos. El poeta tiene conciencia de que su mente es el recinto de la creación, el lugar donde mudos e informes están los gérmenes del poema, esperando que llegue el momento en que puedan hablar. Lo dijo en prosa y en verso: «Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo». Instrumento también, arpa «tal vez olvidada», el alma -asociada, equiparada al cerebro- espera vibrar algún día al contacto de la mano que «sabe» (p. 110).

Cuando esta espera cesa y el silencio se rompe, las palabras, las notas están ahí, alineadas, intentando significar de manera acaso imposible, pues el poeta las desea trascendentes, expresivas como un suspiro o una risa, transfiguración verbal de lo indecible. ¿Sería exagerado afamar que a Bécquer le obsesionaba la imaginación del fracaso? Tal vez sí, pero ahí está la rima primera, a la que acabo de aludir; ahí está la introducción, de que cito; ahí está, sobre todo, «El Miserere» dando testimonio de que la afirmación no es gratuita.

Si me detengo un momento a comentar esta leyenda es por creer que es en ella donde el tema «lucha por la expresión», su poética, es tratado con más vigor y con mejor destreza. Es una parábola de las dificultades del artista cuando trata de dar forma a emociones tan singulares, tan exaltadas que es casi imposible traducirlas según se sienten. Siguiendo un sistema de cajas chinas, metió Bécquer una narración en otra y ésta en otra y otra más, hasta llegar al núcleo central, donde culmina la leyenda en la escena de sobrenatural horror en que las ruinas se convierten en templo y los muertes reviven para entonar el canto funerario, que arrebata y trastorna al mismo peregrinante que lo escucha, y enloquece tratando de reproducirlo en la escritura.

Parábola, pues, de la creación y del creador que la intenta: alucinado oye voces, acumula impresiones, «ardientes hijas de la sensación..., visión luminosa y magnífica», y desde ellas construye la página, que es, en cuanto construcción una reconstrucción verbal hecha con fragmentos de lo retenido por la memoria. Como el visionario de la leyenda ve alzarse las paredes y enlazarse los arcos para formar el templo, así el escritor querría cumplir el milagro de dar forma diáfana, precisa a lo que sólo figurativamente puede aludir. Buscar la carne viva, el seno palpitante y encontrar, según Bécquer mismo dijo, «el descarnado esqueleto», es indicar metafóricamente la insuficiencia de la voz, la falta de palabras, la incapacidad para domar (éste es el verbo del poeta, tan expresivo de la pugna) en idioma que se resiste a declarar cuanto se siente.

Una idea puede precisarse sin excesivas dificultades; no es insuperable la descripción de una vivencia, pero cuando, como Bécquer, se escribe desde las nieblas y entre ellas, la palabra se queda corta y quiere observar en la escritura el resultado de su esfuerzo por emular la trémula realidad del sueco, concluye que el lenguaje no sirve para el fin a que aspira. Luchando por ajustar la palabra al sentimiento, el autor de las Leyendas y las Rimas pasa de la imprecisión («la vaguedad ») a la concreción -y limitación- de lo que, escrito, queda. Ese es su triunfo y esa la paradoja: contar o cantar la imposibilidad de escribir como se quiere y comprobar que en el proceso de la frustración se ha llegado a escribir como se puede. Bécquer lucha por elaborar un tema, en la narración, y por justificar los medios empleados para su comunicación en la discursividad textual.

Así, llamar «verbal» a la imaginación becqueriana parecerá admisible a quienes reconozcan que se manifiesta menos en el asunto que en la constante lucha con la palabra, en el esfuerzo por retener, o quizá por dilatar su poder sugeridor. Siguiendo en camino que los realistas recorrerán en sentido inverso, trata de alejar la palabra de las denotaciones habituales, para conseguir denotaciones que respondan a lo etéreo de las imágenes evocadas. Consintiéndome una breve disgresión que confío no parecerá inoportuna, recordaré que no cabe distinguir entre palabras «realistas» y palabras que no lo son. Fernando Lázaro Carreter lo ha hecho ver claramente. Es una falacia que se resiste a desaparecer, enraizada fuertemente en los realismos tradicionales, y su auge coincide con el de los escritores del siglo XIX, que creyeron posible crear un mundo «reflejo» del mundo real (el Madrid, de Benito Pérez Galdós; el París, de Honoré de Balzac) utilizando un léxico cargado de mimetismo. Los realistas pensaban que el significante podía ajustarse perfectamente al significado. Pero Bécquer no lo había creído así: el significante no le parecía acomodado al significado, sino de suyo impreciso.

La invención becqueriana se centra, pues, en la lengua; su «contenido» es ella misma. Y más aún sus insuficiencias. Esta característica solicita un lector capaz de ver el sentido del texto yendo más allá de la anécdota que discurre en la superficie. El esfuerzo inventivo parece el mismo en románticos y realistas, pero no es así. Si la fantasía predomina, si la imaginación se desliga de lo cotidiano, lo primero que ha de ser repensado es el vocabulario. Ha de evitarse la prosa meramente «poética», ha de buscarse lo concreto para hacer tangible lo abstracto y, en suma, conseguir un ajuste convincente entre significante y significado; ajuste realizable en un nivel profundo de la expresión, donde las palabras se contagian de la esencialidad que en aquél se da. Y de las profundidades salen como impregnadas de lo que Juan Ramón Jiménez llamaba «emanación», fluidez y volatilidad, desde luego, y también un modo de participar por derivación de lo sutil e impalpable de la visión.




ArribaAbajoLa imaginación verbal

Verbal es, pues, la imaginación actuante en las leyendas de Bécquer; serán las palabras, su uso y organización las constituyentes del espacio mismo de sus delicadas páginas. Escritura intensa, en que lo adjetivo se convierte en sustantivo; más bien que recobrar una imagen del mundo conocido, se intenta traer a la superficie del texto imágenes perdidas en el subconsciente, en la bruma de las percepciones imprecisas. El escritor pretende recobrar un mundo oculto, «palpitante», preservado en la palabra de moradores para quienes lo legendario es parte de la realidad, de su realidad. El autor quiere revivir en su propia voz esa acción, ese ambiente, concentrándose sobre todo en el esfuerzo por nombrar, poniendo piedra (verbal) sobre piedra (de sueño) para levantar construcciones de una vitalidad que es a la vez autónoma y referible a los orbes de la fantasía. Y para conseguirlo empieza por romper el círculo vicioso de lo mimético buscando la identidad entre la palabra y la cosa, aun si la cosa pertenece al orden de significantes que suelen considerarse indecibles, y la equivalencia fueren una especie de flotación entre la palabra y el objeto. Se trata de llegar a una conjunción, a través de una continua disyunción del lenguaje.

Veamos, para ilustrar el caso, un pasaje de «Los ojos verdes», en que el héroe describe una fuente:

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces, con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa. Para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.


El texto, descrito a grandes rasgos, supone una sucesión de imágenes, creadas con el fin de ofrecer al lector una nueva visión de la realidad, más poética. La «fuente» de la primera línea acaba convirtiéndose en una «fuente misteriosa». Esta transformación ocurre gracias a que el autor interfiere hábilmente con el mimetismo de la lengua, en concreto, con el proceso de identificación de las palabras con sus referentes, expandiéndolos.

Se trata de una fuente viva, cuyo contenido principal, agua, no se menciona, aunque viene implícito, referencialmente, en «gota a gota». Las expresiones de la frase siguiente, «brillan como puntos de oro» y «suenan como notas de un instrumento» evocan en el lector dos clases de sensaciones distintas, visuales y auditivas respectivamente, esa mezcla de sensaciones predispone al lector para el proceso sinestésico que, apoyándose en una serie de símiles cambiantes, hará que la palabra fuente se desprenda de sus referentes ordinarios. Apuntado esto, paso a notar que el símil sugiere que las gotas suenan como notas musicales, y no con el plan, plas, habitualmente asociado con el sonido producido por el goteo del agua. A esto me refería al hablar de la expansión del referente, la expresión «gota a gota» irá adquiriendo una nueva significación, pues parte de su referente ordinario, el plas, plas, del goteo va quedando atrás. La impregnación semántica, la transformación de significado se realiza gracias a una acumulación de símiles cuya importancia debo subrayar, no sólo por su recurrencia en el texto, o por ser la figura retórica dominante, sino también por esa característica del símil, de suponer un primer paso en la posible escala de figuras retóricas conducentes a la metáfora, y metafórico será el nuevo significado. Cuando hablo de metafórico, del discurso metafórico, no me refiero a algo que sólo se puede entender intuitivamente, sino a algo que emerge de la lengua con naturalidad, explicable semánticamente.

El primer símil está construido directamente, usando «como»; un símil menos obvio es el siguiente, formado con «semejante al», utilizado para describir el ruido de las abejas al volar. La sustitución de «como» por «semejante al» a implica un cambio de distancia. Estamos un paso más allá de agua como gotas, las cuales en el primer símil venían igualadas con «notas de un instrumento». Ahora, esas 'notas' se han hecho «semejantes al ruido de las abejas», el antecedente no es ya gotas, sino notas. Examinando la secuencia:

gotas > notas de en instrumento > ruido semejante al de las abejas,

notamos el énfasis que se pone en los atributos auditivos de gotas; nos damos cuenta de que el referente físico de gotas en este pasaje está compuesto, agua por mi parte y su sonido mando corre por otro, o mejor dicho, cuando cae, que, siguiendo la convención adoptada, designamos con la expresión onomatopéyica plas, plas. Podemos decir que en este texto el doble referente ordinario de gotas [agua-plan] se ha partido; el agua permanece como una constante, elemento físico de gotas ha sido sustituido por el metafórico, nacido en el texto: el sonido de las notas del instrumento o el ruido de las abejas. Este nuevo referente, los sonidos melódicos, ha sido preparado por la sinestesia, y como dijimos, sirve para confundir nuestras sensaciones.

Al temer y último símil lo denominaremos sintáctico, y es el siguiente: «y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas, otras con suspiros... Lamentos, palabras, nombres, cantares». La acumulación serial de comas y plurales confiere un ritmo rápido a nuestra lectura: es una sucesión de imágenes cuyo ritmo imita el sonido del agua cayendo en la superficie de la fuente. Hemos ido, por tanto, desde las gotas como notas de un instrumento, a su semejanza con el ruido de las abejas, a la asimilación de los sonidos del agua, a su imitación verbal en el discurso metafórico, que es fluido, rápido, y rítmico.

La distancia implícita ha cambiado de nuevo. El referente de estas frases finales lo componen los sonidos poéticos, que transmiten la otra mitad de lo que llamamos el referente partido. En este tercer símil, todo está implícito, la parte onomatopéyica del referente ha desaparecido, y el segundo término de la comparación carece de una palabra equivalente a «como» o «semejante al»; la función de esas palabras, sin embargo, ha sido absorbida por la construcción sintáctica.

Al extender la predicación de fuente, Bécquer ha creado una fuente donde puede ocurrir el encantamiento; desde el símil expreso nos ha llevado a través de comparaciones implícitas en la acumulación de imágenes, y disyunción de referentes, y nuevas conjunciones que al enfrentarse, describen la atracción que la fuente tiene para el héroe de esta historia, que se siente atraído a ella, porque desde sus profundidades lo llama la ninfa.

No sorprende que el pasaje se abra con un «Mira:», que nos pide observar algo nunca visto. La fuente becqueriana no es una fuente cualquiera, su referente metafórico le confiere un significado único, transmite al lector una nueva significación de la palabra, que encerrada en los sonidos de la fuente encanta al protagonista dentro del texto, y al lector fuera de él. Y es precisamente esta posibilidad de expansión referencial la que hace de la lengua un medio de comunicación tan eficiente. Bécquer nos ha transmitido una información, que literalmente es intraducible, pero que entendemos en su contexto literario.

El material moldeado no es tanto la imagen de una fuente, sino la palabra misma y su situación en el párrafo. La fuente resulta ser el espacio verbal adecuado para que en él se ocupen «los ojos verdes». La atracción que estas tres palabras ejercen sobre el autor proviene de razones acaso vinculadas a unos ojos de ese color pero con certeza resumidas en una declaración precisa, pero siempre bella idea, terminante del autor: «Hace tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título». El porqué de esas ganas no lo sabemos y cuanto se diga sobre ello no pasará de ser pura especulación. Fijémonos en que el vocablo utilizado es «ganas» y no «deseo » o «propósito» o «proyecto», términos mucho más cargados de sugerencias mentales que ese otro en que lo corporal y lo fisiológico forman parte del impulso.

Lugar idóneo para el espejismo es la superficie de una fuente. En ella se refleja «una cosa extraña..., muy extraña...: los ojos de una mujer», aunque tal vez se trate de «un rayo de sol», o de «una de esas flores que flotan entre las algas de su seno». No se sabe; quizá «rayo» o «flor», u «ojos verdes» en curioso enlace metonímico. Cuanto más se fija el escritor en su fuente, más crecen las posibilidades del misterio; brota, después de todo, de su mente, de su imaginación, como en marco propicio al enigma de la ninfa. La invención fluctúa y se refugia en la imaginación para sugerir en la vacilación normativa, urna indeterminación, que no es, la de la realidad ambigua o confusa, sino la de quien tantea y prueba en una dirección y luego en otra y en otra, yuxtaponiendo palabras e imágenes con la esperanza de que la acumulación dará idea de la figura que se refieren.

Imaginación verbal; en última instancia, que gracias a la palabra puede ser genesíaca, «Levántate y anda» (VII) le pide al misterio, que encierra el agua en su ángulo oscuro, y apocalíptica, pues el misterio nunca es desvelado, el sentido del «himno gigante y extraño», «no hay cifra capaz de encerrarlo» (I). En esa primera rima, sucinta poética becqueriana, se encierra la clave para entender lo que su imaginación supone, no ya en una meta inspiración, un haz proveedor de sugestión, sino una lucha con la palabra:


Yo quisiera escribirle, del hombre,
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo,
suspiros y risas, colores y notas.


(I)                





ArribaAbajoMotivos

Para entender mejor la imaginación becqueriana puede ser útil concentrarse un momento en el examen de un motivo concreto, recordando brevemente su presencia en otros textos. En «Los ojos verdes» aparece el motivo literario universal «Mors amoris», cuyo desarrollo más completo en la prosa de lengua española lo conseguirá veinte años después el novelista Juan Valera en Morsamor (1899).

En el último párrafo de la leyenda asistimos al instante en que Fernando de Argensola se arroja a la fuente para abrazar a la ninfa, que le llama amorosamente. El lector atento no deja de experimentar cierta perplejidad respecto a las razones que impulsaron al héroe a cometer semejante locura. ¿Sería el amor? Esa parece la causa, aunque no necesariamente la más convincente. ¿No pudo ser una atracción irresistible a la llamada de los ojos verdes, color de mar (no lo olvidemos), relacionable con el canto de las sirenas, seductor tradicional, del hombre? Pudiera ser, si se me permite el juego de palabras, la razón de la sinrazón, la pérdida de la cordura, la atracción del misterio, el engaño de los sentidos, una alucinación enloquecedora. La serie de posibilidades es enorme.

Al hablar del símil en el apartado anterior observamos un correlativo objetivo entre el mundo cotidiano y el poético; ahora, en el motivo el correlato perceptible es un concepto abstracto, el amor. Abstracto sí, pero concreto en la experiencia de cada lector. Si de literatura se trata, las formas y figuras en que ha encarnado son innumerables: amor-pasión, amor conyugal, amor maternal, paternal, filial, amor ideal, erotismo más o menos mezclado... Los ejemplos están tan a la mano y son tantos que en vale la pena citarlos. Todas sus variantes y combinaciones las entendemos como representaciones del amor. Por eso, a pesar de tentarse de una extraña manifestación podemos identificar el amor en «Los ojos verdes», junto al prometido amor físico, «¿ves, ves el límpido fondo de ese lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin nombre...»; encontramos su manifestación espiritual, «yo te amo -dirá también la ninfa de las aguas- más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro». Ambas manifestaciones permiten situar al amor en sus contextos literarios típicos, mas el escritor añade connotaciones que desequilibran su rutinaria identificación, unas variantes del tema «Mors amoris». La amante es misteriosa, su cariño extraño, con su «fantástica hermosura» enamora al joven con una «fuerza desconocida». Amante, amor que enamora con un magnetismo misterioso, paralelo en sus efectos a la seducción de la fuente. La superposición de este amor inusitado deja al lector en suspenso; ¿fue el amor de la ninfa, o que Fernando tomó por mujer lo que no era más que en rayo de luna reflejado en el agua? Responder a esta pregunta sería hallarle contestación a lo que no la tiene, romper el encanto, concretar en una identificación significativa lo que se pretende dejar inconcreto. Las palabras que califican a ese «Mors amoris» se nos revelan llenas de resonancias, es como si la escritura se hubiera vuelto hacia sí misma, hacia el origen, cuando la frecuencia de su uso no las ha asignado todavía ninguna parcela semántica.




ArribaAbajoLa narración y el discurso: Narrador versus Narratario

Los estudiosos del romanticismo han prestado poca atención a las cuestiones de técnica literaria, entendida en un sentido moderno, debido, en parte, a que siguen aceptando el lugar común de que las composiciones románticas son sencillas. Facilidad engañosa, según prueba el esquema narrativo de las Leyendas. Para interpretarlas críticamente, la aparente sencillez narrativa debe conjugarse con la constante problemática suscitada por la discursiva.

Cuando Bécquer escribe se dirige en la narración a en lector, al que cuenta una historia de amor y de muerte, con quien pretende establecer una comunión, mediante la expresión poética y el goce estético, y a un narratario que es el colaborador, el compañero de jornada, y, sobre todo, un testigo de la creación autorial. En el discurso textual, esta figura sirve de freno; recordándole al autor los límites genéricos y obligándole a corto vuelos a la imaginación, pues impone unos límites verosímiles al texto, aunque sólo sea por la gramaticalidad del mismo.

La brevedad de la leyenda exige una intensa colaboración del narrador con el narratario; no hay espacio pura elaborar en lector implícito cuyos intereses, los valores que rigen el existir humano, pudieran resultar controversiales; aquí no cuentan, ya que al autor le interesa el ser, en sus encarnaciones apenas aprensibles. Cuando al final de «Los ojos verdes», el primogénito de Almenarse lance a la fuente en un paraje desierto, el narrador será el único testigo de la acción suicida, a no ser por la presencia del narratario, compañero de viaje por los caminos de la imaginación verbalizada. Él, también, es testigo de ese final. El narratario, en fin, es la figura en el espejo que asiente o disiente con la creación autorial, en el mismo momento de su concepción.

El reconocimiento de la función narratarial le confiere al texto un carácter especial le objetiviza porque afirma su literalidad, haciendo verosímil un tipo de discurso a todas luces imaginativo, producto de la ensoñación del auto. El narratario, por el mero hecho de recibir el mensaje narrativo, genera cierta coherencia intratextual.

Cuando el lector común, usted y yo, nos enfrentamos al texto, el entramado retórico, las técnicas narrativas producen un efecto sedante que permiten una comunicación libre con la historia, pues la integridad textual está asentada sobre la tensión narrador-narratario. Los lectores reales no necesitamos meditar sobre si el final es coherente; no hace falta cuestionar la veracidad de lo contado porque nuestra comunicación con el texto no es para colaborar, sino para comulgar, para participar en la experiencia recreada. Los niveles narrativos del texto son la plataforma, desde la que saltamos a comunicar con la voluntad discursiva del autor, nivel de comunicación literario optativo, cuya exploración ocupa a los críticos.

Cuando concluimos la lectura, la comunicación entre lector y autor se desvanece, salimos del mundo encantado de la leyenda, pero tanto el narrador como el narratario permanecen en el texto, dando a éste la coherencia que permite a un lector subsecuente volver a entrar en correspondencia imaginativa. Discutir si al final hay suicidio o si Almenar se lanza en brazos de la ninfa no resulta pertinente: sería quedarse en el nivel de los significantes, sin entender que la disyunción entre unos significantes y un significado que los lectores podemos percibir, es el punto central de la leyenda

En conclusión, en el nivel narrativo se duplica el fenómeno que estudiamos en el verbal. La semanticidad de la leyenda flotaba entre dos posibles vías significativas; igualmente, su transmisión depende de la lectura que hagamos del texto. El lector común puede, y con razón, concluir que la leyenda es la historia de una alucinación, pero puede quedar insatisfecho de sus conclusiones ya que su lectura se amplia al entrar en relación con la formalización narratarial. En ese hueco lectores distintos verán afectada su sensibilidad de manera distinta, penetrarán en el encanto, en el misterio de la leyenda por caminos diferentes.






ArribaAbajoCapítulo 3

Hacia una clasificación del imaginar galdosiano



ArribaAbajoEl acto imaginativo

Algunos estudios de la obra de Benito Pérez Galdós han mostrado con acierto el progresivo madurar de su creación. Valiéndose de enfoques diversos, acercamientos recientes tienden a explicar esa madurez como una continua depura de sus dotes artísticas. Explican, por ejemplo, la creciente sutilización de las técnicas narrativas, desde Doña Perfecta a Las Bringas, o si se quiere llegar más lejos, a Misericordia, valiéndose de análisis que manifiestan los medios utilizados por el narrador para difuminar su presencia, con lo que el mundo novelesco parece gozar de mayor autonomía. Al ir desapareciendo las explicitas mediaciones autoriales de las primeras obras, los personajes se manifestación más libertad, su voz llega directamente al lector, y abundan las técnicas que sirven para conseguir un contacto inmediato entre éste y el personaje: diálogo, estilo indirecto libre, soliloquio, monólogo interior... Si examinamos otros aspectos de la novela, como el espacio o el escenario, hallamos adelantos equivalentes; Galdós construye sus escenarios cada vez con más cuidado; haciéndolos más reveladores, dicen más de las circunstancias del personaje, sin necesidad de recurrir a la escena costumbrista, que si añade color resta carácter. Todo lo dicho apunta a una conclusión obvia, que puede resumirse en esta frase: en la novelística galdosiana se registra una creciente dramatización. A raíz de la cual el cultivo de un nuevo género, el teatro, resulta consecuencia lógica.

La imaginación es la pieza fundamental en el mecanismo de esa evolución, de hecho la pieza clave, pues los cambios en la intencionalidad imaginativa prefiguran los efectuados a nivel textual y discursivo.

La crítica concuerda, por lo general, en destacar la importancia de la imaginación en Galdós, y ejemplos se pueden hallar en los libros de Joaquín Casalduero, Ricardo Gullón y José F., Montesinos, tres de los eruditos que han escrito extensamente sobre don Benito. Sin embargo, las precisiones sobre el tema son escasas, y, frecuentemente, aparecen expresadas en términos amplios y poco esclarecedores. La dificultad de separar la imaginación de la fantasía es innegable. Carlos Clavería fue quien primero subrayó el elemento fantástico en Galdós, ejemplificable en obras como La sombra o El caballero encantado. Las páginas galdosianas rebosan de veleidades fantasiosas y debilidades imaginativas, y sus novelas están pobladas por una nutrida galería de personajes cuyas facultades de raciocinio las nubla fácilmente el arrebato imaginativo, siendo Isidora Rufete y José Ido del Sagrario notables ejemplos de tal ofuscación. El interés del trabajo de Clavada reside, en mi opinión, en el hecho de que al enfocar la veta fantástica en Galdós, desvelaba la cara no-realista de sus obras. Esta veta fantástica es susceptible de ser confundida con la procedente de la imaginación creadora, que introduce en sus novelas un cierto «irrealismo» fluido; las visiones y los sueños del personaje que sirven para atenuar el realismo de la acción son el ejemplo más visible de esta operación. Una novela fantástica, como El caballero encantado, se puede estudiar dentro de unas demarcaciones genéricas, mientras que el elemento imaginativo, de que voy a tratar, no.

El empeño de alienar a Galdós entre los realistas ha llevado a reducir la importancia del elemento imaginativo en su obra, y eso, creo yo, es reducir demasiado. Se puede llamar realista a su obra siempre y cuando el adjetivo se entienda como un término polisémico, según refiriéndose a otros autores ha mostrado Fernando Lázaro Carreter. Debe ajustarse el «ismo» al autor y no viceversa.

Pocos discreparán, en principio, de la calificación de Ángel del Río cuando llamó humanista al realismo galdosianos; resulta especialmente justa si, como hizo este crítico, se procede a comparar la obra del escritor español con la de sus contemporáneos en Europa. El humanismo de Galdós es patente, sus páginas rezuman bondad y amor hacia los habitantes de sus mundos ficticios, y en ese humanismo radical se encuentra su mayor semejanza con Cervantes. La calificación, aunque tan certera, puede no parecerlo si se piensa en la crudeza de ciertos retratos coloreados de naturalismo; así, para fijar mejor el sentido de ese humanismo ahondaré en el modo de funcionar la imaginación.

El Galdós autor, y no me refiero al ser con biografía, sino al creador cuya imagen vamos estableciendo fácilmente en la lectura, se manifiestan todo momento como figura benévola, atraída por sus criaturas, y compasivo para todos, tanto respecto a las taras físicas, como a las morales y de carácter que aflijan al ser humano. Personajes cuya contrapartida en la vida resultarían difíciles de tolerar, como Torquemada, podemos llegar a verlos con su poquito de afecto, gracias a las manipulaciones autoriales. No será excesivo suponer que a Galdós no le gustarían tipos como el usurero, y sin embargo, en su presentación ficcionalizada la aparente contradicción entre repulsa de lo real y atracción por lo inventado, tiene fácil explicación, aunque paradójica es una primera manifestación de la imaginación, pues la bondad es un acto imaginativos. La compasión sirve para entender lo que ocurre en zonas oscuras del ser, y así explicarse lo que parece inexplicable; es una manera de compadecer que permite comprender, y, sin ella no se podría superar la limitación y acaso cerrazón de las intuiciones iniciales. Cuando el novelista (amor tácito) quiere de verdad crear un ser ficticio, debe esforzase en conocerlo, es decir, en pensar cuidadosamente las emociones y sentimientos experimentados en situaciones y supuestos imaginarios. Es lo que Galdós hizo ya en el caso de Paulita Porreño, en La Fontana de Oro, a quien se ha considerado cronológicamente primer personaje verdaderamente suyo.

Cuando en esa novela se presenta a las hermanas Porreño, son, como su amigo y protector Elías Orejón, figuras puramente simbólicas, encarnación de la intolerancia religiosa, personajes sin relieve. Pronto Patita se singulariza gracias a la constante atención prestada por el autor a sus movimientos: los «detallitos exactos» de que hablaba Stendhal al acumularse en el texto, van haciendo de la idea una persona y de la mística convencional una figura individualizada. Una frase del narrador, expresa con cierto orgullo los resultados de ese esfuerzo, cuando dice que ve en el personaje lo «que nadie, absolutamente nadie, había observado jamás...» (p. 107). La tarea del narrador consiste entonces en ir describiendo puntualmente los estados de ánimo y las motivaciones más intimas del personaje. Cuando en el texto se leen frases de Paulita como ésta: «Siento un calor aquí dentro y una agitación...» (p. 108), cabe razonablemente suponer que «calor» y «agitación» son planos imaginarios de una metáfora cuyo plano real no tardará en hacerse visible, mostrando al lector los entresijos del personaje, más accesibles en la novela que en la vida real donde la máscara que es la persona presenta una versión del ser cuya autenticidad siempre resulta dudosa.

¿Cómo, entonces, proceder a lo que pudiéramos llamar «revelación»? No parece haber método mejor que observar al personaje en su circunstancia, y ésta, en el caso de Paulita Porreño, es la enfermedad. Siguiendo el curso de un mal impreciso, el autor fue dejando en el texto las claves necesarias para que el lector deduzca por sí mismo lo que esa enfermedad sea; el mal no es físico sino moral. -La muchacha nunca aprendió a expresar sus sentimientos, ni menos, a actuar libremente, y esto le impide hallar un camino apropiado para expreso su amor; es incapacidad, manifiesta en la enfermedad, es el medio de revelar sutilmente el carácter del personaje, vehículo imaginado por el autor para transmitir sus percepciones. La creación del personaje es el primer esfuerzo de la imaginación noveladora, y esto aun si para hacerlo parte el autor de un ser real. El acto de conversión del dato en texto es un proceso transfigurativo: la provinciana suicida de quien Flaubert leyó una mañana en el diario se transfigura en Madame Bovary como el Padre Apolinar de la realidad santanderina se convierte en el ente sublimado y funcionalmente tan eficaz de la Sotileza perediana.

Función de la imaginación, no menos importante que la de individualizar al personaje es la presentación de un mundo novelesco coherente y vivo, conector de las confusiones naturales e irreductibles de la realidad. Nadie podría realizar con éxito esta empresa sin recurrir continuamente a la imaginación para llenar los huecos que la inteligencia y la voluntad no pueden colmar. Resulta, pues, que la imaginación juega un papel importantísimo en la novela, papel ordenador gracias al cual lo incoherente adquiere coherencia y armonía estética lo de hecho tan poco armónico. Doña Perfecta puede servir para ilustrar este punto. En una presentación realista, con la engañosa fachada de la protagonista y de don Inocencio disimulando su doblez y su verdadero sentir, pero, más allá del realismo de presentación, la imaginación simbolizante engrandece los personajes hasta convertirlos en encarnaciones del orgullo y de la hipocresía, sugiriendo además que la protagonista es un símbolo de la España dominada por el fanatismo. Pepe Rey, en su continúa exaltación es el contrapunto insuficiente de la protagonista, y él también es inventivamente situado en una pluralidad de niveles, incluido, claro está, el simbólico.

Siguiendo todavía con las manifestaciones y efectos de la imaginación, cabe apunto otra función, el acto imaginativo descubre zonas de lo real no perceptibles sensorialmente, es decir, presenta el revés de la trama. Esta función complementa la recientemente indicada. Sin salirnos de Doña Perfecta, recordaré, a modo de ejemplo, que en uno de sus capítulos más significativos. el segundo, «Un viaje por el corazón de España», Pepe Rey no sale de su asombro al escuchar, de boca del tío Licurgo, los nombres de los lugares que atraviesan en la jornada de Villahorrenda a Orbajosa: «estancia de los caballeros» llaman los de la Legión al lugar donde se refugian los bandoleros. La reflexión es respuesta espontánea a la contradicción entre el verbo y el hecho: «Aquí todo es al revés. La ironía no cesa» (p. 418). La sorpresa al visitante no se aminora al contemplar a la distancia Orbajosa; él la ve como es, en «amasijo de paredes deformes», y su río como «sinuoso cinturón de hojadelata» (p. 421). No así quienes sobre la realidad mezquina proyectan una visión forjada en las creencias político-religiosas y hasta en la leyenda. La distancia en la apreciación de la realidad entre quieres viven en ella su costumbre y quien, por venir de fuera, la ve con ojos nuevos, se explica si consideramos que los orbajocenses agrandan todo lo suyo, mientras el forastero, por vocación y profesión ajusta el pensamiento a la mirada. Si fuera menos rígido entenderla que los habitantes de la ciudad ven algo que él no puede ver: el tejido impalpable de la tradición. El autor ha imaginado un espacio literario radicalmente conflictivo, porque lo que en verdad lo constituye es el choque entre la imaginación futurizante y la inmovilista, ambas justificadas por las ideologías que las sustentan. Todo lo demás es anécdota.

No por casualidad las creencias de los inmovilistas son presentadas como una inversión de la realidad, pues Galdós está mostrando el modo esencial de funcionar la imaginación que tiene algún punto de contacto con el uso que de ella se hace en la novela fantástica, donde los estratos de lo real son a la vez los espacios de la invención, según cómo y quién los mire.

Sustituyendo los ejemplos galdosianos por otros de distinto autor, y esto no sería difícil hacerlo, las consideraciones que acabamos de hacer pudieran aplicarse a ellos. El uso de la imaginación es connatural en el escritor y lo que cambia es el modo de utilizada, acorde con el propósito y a la vez impuesto por él. En el novelador realista la imaginación determina una intensificación de los hechos y las figuras de que se trata, es decir, de su verdad, y una iluminación paralela de las zonas oscuras. Las del inconsciente, colectivo como en Doña Perfecta, o individual: las de las percepciones interiores que son igualmente «verdad», pero de otro tipo. Verdad intensificada y verdad creada que, como en Charles Dickens, entran con idéntico derecho en la verdad del texto.




ArribaAbajoEl imaginar de los personajes

La palabra imaginación salta constantemente en las páginas de Galdós, y casi siempre referida a los personajes, a muchos de los cuales caracteriza precisamente por la exaltación imaginativa. El imaginar domina su personalidad, dictándoles una forma de vida, cuyas manifestaciones dan lugar, con frecuencia, a una vivacidad y una variedad en la fábula sumamente atractivas. Tratar de los personajes en bloque no es justo, pues las modalidades con que la imaginación los representa son muy diferentes y es conveniente respetar esas diferencias. Dado mi propósito no parece necesario establecer una clasificación detallada de esas peculiaridades; me limitaré a separar los personajes en dos grandes y muy distintos grupos. De un lado, los entes ficticios a quienes se atribuye en el texto una imaginación que por su vuelo, por ser fácilmente inflamable, por la constante obsesión con el Yo, puede llamarse romántica; en otro lado, un segundo grupo compuesto por figuras cuya imaginación va más allá de la exaltación y la desmesura, siendo capaz de estimular el ser para que saliendo de sí mismo, elabore construcciones imaginativas que no sólo son parte de la novela sino generador de ella o de accidentes sustanciales que en ella ocurren. Estos dos tipos de imaginación se dan con frecuencia en una misma novela, encarnados en distintos seres imaginarios.

Los personajes de imaginación romántica se agolpan en la novela de Galdós, desde Lázaro, protagonista de La Fontana de Oro, de quien se dice que «estaba herido de muerte en la imaginación» (p. 101), y que es joven de «imaginación viva»; expresiones por el estilo las usa el autor en multitud de ocasiones para referirse a un personaje, que nunca acierta a reconocer la realidad por lo que es. Grandes figuras, como Isidora Rufete, pertenecen a este grupo y aparecen generalmente diseñadas sobre una pauta de desequilibrio que los lleva a vivir en un mundo propio. Entes descritos con obvia simpatía por narradores que no son como ellos, pero que entienden bien el mecanismo de su cerebro. Si fantasean, no es porque hayan perdido la razón, sino porque se fundan en el terreno movedizo de las ilusiones. Nota interesante de quienes, como Lázaro, prefieren especular pero no ignoran la tierra en que se posan, parece ser una cierta facilidad para desdoblarse en dos: el llevado a lo improbable y dominado por sus facultades imaginativas y el que por la reflexión vuelve a la tierra y se reconoce perdida. Este desdoblamiento puede explicar (y en el caso concreto de La Fontana explica) el hecho de que el autor vacilara entre dos finales, pues al no integrase el protagonista en una personalidad única, absorbente de «la otra», la novela quedaba abierta, susceptible de ser alterada por esa otredad de que el autor tenía perfecta conciencia.

El otro grupo es tan numeroso que exigiría muchas páginas referirse siquiera a los entes que lo integran. Las figuras caracterizadas por la imaginación creativa son, como indiqué, generadoras de acción, fuentes de conflicto. Maxi es quien dicta la muerte de Fortunata e indirectamente el desenlace de la novela; Ido del Sagrado escribe folletines con la tinta de una realidad que rectifica según le conviene; Tarsis (en El caballero encantado) vive en sueño alegórico de que se engendra en niño, su hijo, realidad de otro orden. Y Benina inventa historias que salen verdaderas sin que ni ella ni el autor se expliquen cómo. El hecho con que uno se encuentra al tratar de estos personajes es que cada uno ofrece diferente grado de complejidad, y esa diversidad es natural en todos los niveles del análisis. Cuando, más arriba, mencioné la discrepancia en la visión de un hecho entre quienes lo observan desde puntos de vista distintos, ya dejé observado cómo imaginación autorial ofrecía así versiones complementarias de la realidad; no meros contrastes de pareceres, sino algo mucho más hondo, más arraigado y capaz de crear significados totales. En personaje tan pasivo y gris, casi objeto, casi función pura, como lo es Rosario apunta ya una posibilidad de vivir imaginativamente lo que no se puede vivir «de verdad». Don José Ido del Sagrario hace de la verdad mangas y capirotes, y así el folletín nace para ajustarse a lo que, en su concepto, la realidad debe ser sus elucubraciones imaginativas coinciden de manera sui generis con los sucesos reales, a los que sirven de comentario, que es algo así como un subrayado irónico de lo que ocurre no debiendo ocurrir.

Si en Rosario puede decirse que hay ya un vislumbre de imaginación creadora, en Isidora Rufete, protagonista de La desheredada, se encuentra una casi total impregnación de las potencias racionales por la imaginación y esa impregnación es tan completa que se entiende a la estructura de la obra. El personaje aparece desde el principio escindido en dos, el yo racional y el yo fantaseador, y la escisión sirve para observar cómo el segundo altera elementos de la realidad y los ordena en el esquema mental del delirio. El autor entendió que la razón corre paralela a la fantasía, y por eso el personaje vacila a veces, sostenido el yo que imagina por la deformación sistemática de lo que la realidad ofrece.

La impregnación de la novela por el yo fantaseador del personaje ocurre a partir del incidente dramático. Las fantasías no parten de cero, sino que se basan en hechos que les dan verosimilitud. La actividad imaginativa de Isidora, como la de Benina, en Misericordia, no opera en el vacío sino dentro de un círculo de posibilidades trazado por la situación en que se mueven. La diferencia -y es considerable- radica en que mientras Isidora vive su delirio y en su delirio, del que la fantasía es consecuencia natural, Benina es un ser eminentemente práctico que fantasea por necesidad. Lo curioso es que la imaginación conduce a Isidora al desastre, mientras las invenciones de Benina adquieren cuerpo y, literalmente, presencia en la novela. Si así no ocurriera, si la fantasía no produjera este resultado tangible, ni siquiera podría hablarse de imaginación en sentido amplio, pues las invenciones de Benina quedarían reducidas a simples embustes, pretextos intercambiables de su conducta.

Son muchos, en la novela como en la vida, los que «viven de ilusiones», es decir, los que ceden al poder de la fantasía y se autoengaño, viéndose y creyéndose como no son. El caso de Isidora va mucho más lejos, pues supone una toma de posición ante el mundo y la sociedad determinada por la voluntad de llegar a ser quien quisiera ser; el de Benina, por el contrario, no supone autoengaño de ningún tipo, sino la invención, sin quererlo, de fuerzas creativas singulares a las que el autor no da nombre para que así el lector pueda ponerle las que le plazca: azar, coincidencia, destino...




ArribaAbajoLa imaginación autorial

Lo dicho sobre la imaginación y su efecto en los personajes es antecedente necesario, y justificación suficiente, para desde aquí pasar a otro aspecto de la cuestión. El propósito de estudiar tan poderosa la facultad es obra tan vasta y compleja que puede parecer excesivo, por lo que una aclaración metodológica se impone. Dada la extensión de la obra galdosiana me fue imperativo limitarme. Lo hice eligiendo como materia de estudio quince novelas, las ya citadas y otras que irán saliendo, pertenecientes a diferentes épocas. En ellas fui observando ante todo la configuración imaginativa, partiendo al comienzo de las semejanzas entre ellas. Este camino no me llevó muy lejos, y el único resultado positivo de tal indagación fue descubrir los modos generales de funcionamiento de la imaginación, que como ya observamos se dan en todos los grandes novelistas. La particularidad galdosiana me eludía, siendo así que sólo analizando las diferencias podía llegar a concretarla y a fijar sus fronteras. Me pareció que cabía hallar unas maneras propias de funcionamiento de la imaginación, variables de una obra a otra, y que hasta pudiera ser posible esbozar una clasificación de esas maneras que las distribuyera en tres grupos. Dije al principio de este capítulo que la imaginación noveladora de Galdós va transformándose, en forma paralela a la evolución de la novela misma, advirtiéndose bien que el carácter del discurso cambia, sustancialmente, al pasar de un texto que de servir como marco o encuadre de un contenido en que carga el acento -como ocurre en las llamadas novelas de tesis- se convierte en una reflexión cada vez más sostenida y transparente sobre cómo lograr que lo contado y el cuento se fusionen en una escritura mucho más rica, insinuante y ambigua.

Las primeras ficciones del joven Galdós se escriben partiendo de una fuente y sentida preocupación ideológica, cuya intensidad se revela en la crudeza con que las convicciones se intercalan en la trama, de forma muy explícita, casi agresiva. No sería exagerado describir metafóricamente los mundos novelísticos de La Fontana de Oro y Doña Perfecta como grandes campos de batalla ideológicos, donde se libran épicos combates. Las diatribas que en la primera de estas obras se lanzan contra Fernando VII, o las opiniones que en la segunda emite Pepe Rey sobre Orbajosa y sus habitantes, ilustran bien el propósito galdosiano. Al bando enemigo, el mundo de la reacción, le atribuye características negativas: sus creencias resultan abrumadoras para quienes no las comparten, y su violencia es resultado del tipo de cerrazón mental -comúnmente llamado fanatismo- como lo prueba el personaje de la protagonista, negada a toda convivencia con quien no acepte su autoridad absoluta. Es decir, la intensidad pasional del escritor le llevó a inventar personajes de pasiones desproporcionadas que no se justifican por los sucesos que determinan su explosión y el dramático desenlace.

Para trasladar lo dicho a otro nivel crítico, me permitiré decir, que el significado de esa novela oscurece a los significantes. La Orbajosa de Doña Perfecta es una de esas ciudades episcopales como en la geografía española son Mondoñedo o Astorga, Burgo de Osma o Coria; sus habitantes están representados, tipificados por un puñado de personas muy reducido, y aún cabe decir que de ellas son doña Perfecta y don Inocencio quien es, por su actuación, son como sinécdoques del resto y, más allá, de las perversidades morales de una España egoísta y cruel. La distancia entre Orbajosa y la España real se atenúa por el tratamiento hiperbólico a que es sometido el asunto y los personajes.

Paradójicamente, junto a la exaltación ideológica del joven novelista disuena la serenidad puesta de relieve en sus escritos teóricos de entonces; sus reflexiones sobre la ficción, contenidas en su artículo reseña «Observaciones sobre la novela contemporánea en España» (1870), trazan los caminos del género con madurez y visión de futuro. Pero, teoría y práctica todavía no van unidas, el novelista no puede reprimir sus sentimientos políticos, y nada más fácil que ceder a la tentación de probar las abominaciones del adversario sin más que dejar correr la pluma en alas de la imaginación exaltada. Cuando el ideólogo domina al artista y la intuición al estilo, como diría Juan Benet la imaginación novelesca se complace en levantar grandes castillos en el aire de la emoción partisana, castillos que, siguiendo lo reiterado por la crítica podemos llamar simbólicos, y de en simbolismo muy elemental, casi de un simbolismo automático: como el de las señales de tráfico, donde rojo equivale a stop, se enciende siempre para anunciar reacción, fanatismo, hipocresía. Explorando un poco más las razones que explican esta primera etapa de la imaginación galdosiana, que por el momento llamamos simbólica (y que acaso pudiera ser llamada hiperbólica y expresionista), pudiera decirse que en lo personal, sería causa no desdeñable de su combatividad la influencia del espíritu proselitista de los krausistas, pues la lección y el ejemplo de éstos inclinaba no sólo a desear la reforma del sistema social, sino también a hacer algo para que de hecho se produjera. La desproporción con que en Doña Perfecta se describe a los personajes reaccionarios respecto a los liberales, parece indicar una cierta inseguridad sobre el resultado final de la lucha con las fuerzas políticas contrarias. Otras razones del expresionismo imaginativo son de origen literario; cuando las novelas aparecían en la prensa o por entregas, lo folletinesco se recomendaba a los autores como recurso para mantener viva la curiosidad del lector, y esto suponía exagerar los rasgos caracterizadores, extremar las situaciones y encasillar en bandos contrarios a personajes irreductiblemente opuestos. La imaginación condicionada por la desmesura del género.

Como dije antes, el significado en Dona Perfecta oscurece o atenúa el interés del significante, o sea, el trasfondo ideológico es más recio que su explicitación en la novela. Si consideramos a la protagonista, o a la pareja que forman ella y don Inocencio Tinieblas (pues en realidad funcionalmente se complementan) veremos que su actuación en la novela se reduce a impedir que un joven, sobrino de la señora, se case con su hija, por estar aquélla convencida (gracias, en parte a las insinuaciones del canónigo) de que el pretendiente es un descreído; poca cosa en cuanto a conflicto, y trama muy simple en relación con el desarrollo del personaje. Sobre éste, en cuanto significante, gravita un significado tan amplio que el enredo amoroso familiar resulta, por contraste, todavía menos relevante de lo que en sí es. Perfecta, campeona del bando de los Antiguos frente a los Modernos, hace de la cuestión familiar un problema político y hasta religioso. Quienes no ven en la novela más que una arbitraria señorona de pueblo empeñada en imponerse a su hija -y a los demás- pierden de vista lo fundamental: la transfiguración del personaje y su significado en el nivel simbólico de la obra, perceptible -por no decir creado- en las conexiones que los lectores hacemos de los signos que envía el texto, signos a veces mudos, pero no por ello menos operantes semánticamente. Por ejemplo, cuando desplazamos, casi inconscientemente la relación confesor-penitente, de doña Perfecta y don Inocencio, del incidente particular que constituye el núcleo central de la fábula al ámbito político social en que la creyente y el representante de la Iglesia son piezas de un proceso histórico secular. Este desplazamiento supone un agregado de connotaciones de significado negativo; lo hace el lector de manera casi automática.

El imaginar de Galdós no sólo discurre un argumento de amores contrariados, cosa bastante corriente, sino -y eso es lo importante- lo transforma y convierte en manifestación de un conjunto semántico muy amplio, encuadrándole en una esfera significativa de grandes proporciones donde cabe toda la problemática política y religiosa del país y sus efectos en el mismo. Llamábamos hasta aquí a este tipo de imaginación, simbólica, pero creo que ya estamos en disposición de darle un nombre más ajustado: profunda. El nuevo adjetivo explica mejor su procedencia -dejando de lado el efecto, variable de lector a lector-; surge de las zonas más oscuras e instintivas de la conciencia y es un «a priori» de la creación, contaminada desde antes de aparecer por pasiones de quien la siente y contagiadas por las de quienes piensan como él. Esta imaginación es algo así como el instrumento que da forma artísticamente eficaz a lo que en el inconsciente colectivo, según Jung lo llamaré, es informe. Imaginación visceral, es posible que su visceralismo impida el refinamiento perceptivo, que es el sello con que la gran imaginación creadora estampa las grandes figuras y los mundos ficticios verdaderos de la ficción. Profunda en cuanto a los orígenes, simbólica en figuración e hiperbólica en la expresión, esta imaginación opera en Galdós esporádicamente, pues tan tarde como en Casandra reaparece de nuevo con renovado vigor.

La imaginación profunda es, pues, la predominante en la redacción de las llamadas novelas de tesis. Otros modos de estimular la invención aparecen en las obras «contemporáneas». En La desheredada, que según la clasificación tradicional de la novelística galdosiana, inaugura este nuevo grupo, encontramos, además de la incorporación definitiva de la sociedad española y, más concretamente, de la madrileña, una ampliación y diversificación en las perspectivas narrativas, que manifiesta un tipo de imaginar diferente. La relación entre significante y significado, en los casos de imaginación simbólica puede llamarse así porque los significantes apuntan inequívocamente a una lectura de este tipo. Cuando el discurso deja de ser la gran ventana a la que el lector se asoma para contemplar el contenido, y en una como reflexión sobre sí mismo, se preocupa por el efecto causado por su propio desarrollo; cuando el mensaje deja de ser lo más importante, y la dicción parece tan importante como lo dicho, la relación texto-descifrado deja de ser vertical y las conexiones significativas se hacen más ambiguas ofreciendo al lector una alternativa menos automática que la relación simbólica. Nada aclarará lo dicho mejor que un ejemplo, y el de Tormento parece apropiado, pues en él hallamos una narración hecha, cuando menos a dos voces: la del narrador-personaje y la del personaje-novelador. La novela «realista» la cuenta un amigo de otro personaje -el narrador propiamente dicho- mientras paralela a ésta se desarrolla la versión de los hechos imaginada por el personaje novelador y considerada por él la auténtica, pues piensa que la realidad copia lo que el discute. Al lector, por tanto, se le presenta una alternativa: o aceptar las cosas según las refiere el narrador, o como las imagina Ido, lo que incita a ver el sistema de relaciones entre significante y significado como una opción entre dos términos que, al menos al comienzo, son igualmente válidos.

Cuando en la primera parte de este capítulo mencioné los personajes de imaginación romántica, quedó señalada la escisión entre el «imaginativo» y el «realista», lados diferentes de una misma moneda. En las novelas contemporáneas la diversidad es más radical, pues el imaginar opera a un nivel de composición más honda la imaginación no es ya una característica del personaje, sino toda una perspectiva de lo ficticio que contrasta con la de la realidad.

La imaginación galdosiana opera entonces en el nivel paradigmático del discurso. Así como en la frase, «Un... leche», el hueco de los puntos suspensivos puede ser llenado con diversas palabras -vaso, litro, jarro, etc. ; y a esta opción la llamamos paradigmática dentro del sistema de la lengua. Galdós, trasladándonos de la palabra al discurso, realiza en Tormento un vacío del mismo tipo ofreciéndonos para colmarlo dos perspectivas, la del narrador y la del personaje. El escritor no está ya comprometido emocionalmente con su materia, como ocurría en las creaciones de la imaginación profunda, y puede jugar con la idea de que las relaciones humanas son radicalmente ambiguas y las cosas diferentes según quién y dónde se las mire. La invención de un narrador paralelo y el hecho de reducido inicialmente a un tipo, el del folletinista divagador, le sirve para imaginar siguiendo las leyes de un subgénero tal vez deleznable pero sujeto a normas más bien rígidas. Por eso al imaginar así operante lo llamaré formal y eso sin intención peyorativa, sólo para señalar su zona de operación «superficial».

La imaginación formal abre perspectivas, introduce posibles variantes del significado en realidad inmutable. El folletín introduce en Tormento un elemento irónico caracterizado por la contraposición de la novela-verdad y la novela-invención. Los órdenes rígidos de la imaginación profunda son ahora rechazados, la energía creadora es más rica porque admite más posibilidades y posibilidades más sutiles para la acción novelesca; el orden cerrado se quiebra y la materia resulta más porosa. Galdós ya no se acerca a ésta en busca de verdad o de validez, sino para destacar su complejidad y -ésta es la mayor diferencia- para crear una obra de arte.

La culminación de la imaginación formal tal vez se halle en Fortunata y Jacinta donde no es que corran simultáneamente dos narraciones paralelas, sino que todo un sistema de contrastes funciona en los diversos niveles de la novela. Tales contrastes hacen de ella una obra maestra, no según algunos creen por ser un retrato magistral de la sociedad de la época, cosa que es y no es (y digo que no lo es porque Galdós no pretendía hacer una fotografía de esa sociedad, sino pintarla en un vasto fresco hecho mediante selección y eliminación), sino porque el modo de la invención se ajusta perfectamente a la forma de la creación.

Supremo contraste el de los personajes principales, Juanito Santa Cruz y Fortunata: con su conducta rompen el orden social establecido, y por la rasgadura lanza Galdós un foco de penetrante luminosidad (el imaginar) que descubre en la trivialidad cotidiana núcleos de insospechada reverberación. El foco va iluminando sucesos y personajes, y se advierten complicaciones muy curiosas: Fortunata desea ser como Jacinta, Doña Lupe como Guillermina, Maxi quiere parecer arrogante y recio, Izquierdo desearía ser como los personajes históricos para los que sirve de modelo. Jacinta quiere tener un hijo (y lo tiene Fortunata), Fortunata desea ser mujer de Juanito (y lo es Jacinta), Maximiliano se empeña en regenerar a Fortunata haciéndola su esposa. Todos imaginan y viven imaginando en la gran corriente de la invención novelesca. Cada personaje piensa o sueña posibles alternativas, que se niegan unas a otras, a la vez que se complementan, pues, en resumidas cuentas son el resultado de la percepción global del autor, que supo concebir los anhelos contradictorios de los entes ficticios según los hechos los van desvelando. La imaginación de Galdós alcanza en Fortunata y Jacinta la culminación de su segunda fase. Quien a continuación, dando con salto cronológico, lea Tristana, reconocerá enseguida que se halla ante una manifestación distinta del imaginar. Algunos críticos han expresado reservas sobre la calidad de esta novela, situándola en la escala valorativa por debajo de otras de su autor, más conocidas y comentadas. Probablemente no les falta razón. Con todo, Tristana es importante como ejemplo de la tercera modalidad imaginativa de Caldos.

Como ya dije en ocasión anterior, no se necesita mucha astucia crítica para descubrir en Tristana varios núcleos temáticos, correspondientes a las relaciones eróticas entre los personajes de la novela. Pero no es este punto el que ahora interesa, sino el hecho de que la figura de la protagonista quede deliberadamente sin precisar. ¿Es un fallo de la imaginación el hecho de que Tristana sea extraña, más bien, su inexplicabilidad fue algo querido y logrado por el autor para mostrar una faceta del eterno femenino? El lector nunca llega a conocerla como puede conocer a Isidora Rufete y a Rosalía Bringas (entendiendo por conocer la aceptación de las razones o sinrazones de su conducta). Galdós decidió dejar en sombras una parte del personaje, y para ello retiró información que sin dificultad hubiera podido facilitar. Por eso, y por crear una figura «enigmática» parece que la imaginación falló, cuando en verdad no hizo más que actuar de otra manera.

En el tipo de imaginación que llamamos formal, Galdós ofrecía dos alternativas, dos versiones de la acción. Partiendo de este hecho, puede observarse que en cierto momento de su carrera la ordenación formal del discurso narrativo le interesaba tanto como su significación y el modo de la combinación tanto como lo mutado; la expresión era parte y constituyente de lo expresado, y el observador parte de lo observado, lo que equivalía a decir que la imaginación determinaba la realidad y también la manera de referirse a ella. En una tercera etapa en la evolución de la imaginación el proceso se acentúa, el elemento estructural importa sobre todo y sobre él, sobre la manera de organizar el texto se ejercita aquélla.

Las diferencias entre la imaginación formal y la estructural, como llamaremos a ésta (al menos por ahora) son visibles. La primera, y esencial, es consecuencia del abandono del sistema binario -un narrador objetivo y un narrador-novelador-deformador para adoptar uno tan flexible que las posibilidades de lectura son múltiples. La mejor y más artística ilustración de esta clase de imaginación es Misericordia, donde la creación del personaje queda en manos del personaje mismo: Benina inventa a don Romualdo, y, casi innecesariamente, el narrador lo lleva al texto, para que desempeñe en él en papel estrictamente funcional. Milagro para el personaje inventor; necesidad para el autor que discurre la novela e imagina la doble figuración del sacerdote inventado. Dos invenciones y dos funciones, un personaje de mentira coexistiendo con otro (el mismo) de verdad. Coexistencia en forma de coincidencia.

El imaginar desplegado en torno a la organización del texto permitió a Galdós libertades en la creación que al principio no se tomaba. En vez de dar a la novela significación -como en las de tesis- multiplica sus resonancias semánticas, dejando que el lector encuentre en la ambigua textura las claves de su sentido. Este, y el significado, deben buscarse en la estructura. Galdós se preocupa ahora de imaginar situaciones como la de Misericordia donde -como en Tristana lo relativo a la protagonista- no se explica el enigma, sino que se encomienda al lector un descifrado en que podía optar por una lectura racional de los episodios o por la aceptación de lo maravilloso en los términos que el texto ofrece.

Galdós prefigura así el tipo de novela que Gonzalo Sobejano ha llamado estructural, refiriéndose a las novelas de Juan Benet y de Martín Santos. Esta nueva arquitectura novelesca impone al lector una opción, y también en modo de lectura en que su participación no sólo tiende a llenar los huecos y las discrepancias tan adrede propuestas en novelas como Tormento sino a dar sentido a las partes inexplicadas de la fábula.

Cada una de estas tres modalidades de la imaginación creadora en Galdós se pueden observar en diferentes épocas de su actividad noveladora. Nunca la imaginación simbólica dejó de agitarse en su cerebro; nunca faltan signos de que la imaginación estructurante está moviendo la pluma. Pero aún así, puede registrarse una línea de sutil variación en el desarrollo de su obra que sugiere cómo se produjo en ella lo que convencionalmente se llama su evolución, que le llevó a escribir novelas cada vez más sutilmente pensadas y más artísticamente organizadas.

Las tres clases de imaginación que hemos examinado van inspiradas a lo largo de su trayectoria por una constante: la superación de la distinción entre «lo real» y «lo imaginario», que en la novela de Galdós dejan de ser categorías excluyentes. Al negarse a trazar una rígida línea divisoria entre ellas, no sólo estaba colocándose en la tradición novelística de su época (Balzac, Dostojevsky), sino revolucionando en España el papel de la imaginación ficcionalizante que ya no estará comprometida sino consigo misma. Esto suponía un radical rechazo de todo doctrinarismo, de cuanto pudiera atentar contra la libertad del hombre, contra la razón y la imaginación que a Miguel de Cervantes le parecieran complementarias y no opuestas: dos en uno, en la unidad de la invención que inventa imaginativamente sin ceder demasiado a las presiones de la realidad, tan equívoca siempre.





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