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La novela contemporánea. Pérez Galdós1

Francisco Blanco García





Creen algunos, con error palmario, que el innegable florecimiento de la novela española en nuestros días tuvo por causa la crisis política y religiosa de 1868, y citan como prueba (la única que merece discutirse) el carácter, la época de publicación y las tendencias novísimas y francamente revolucionarias de cuanto ha escrito el autor de Gloria y Marianela, D. Benito Pérez Galdós. Comienzo por confesar que todo ello hubiese sido más raro o más difícil algunos años antes, aun cuando bien sin trabas corrían, durante la dominación moderada y la unionista, los más absurdos engendros de Sué y Jorge Sand; pero el punto de la dificultad no está ahí: está en demostrar que el arte hubiese perdido con esa relativa coacción de la autoridad y las costumbres, y que Pérez Galdós no pudo ser un buen novelista sin ser al mismo tiempo el antipático defensor de disolventes ideas, cuyo alcance quizás no comprende. No sólo se distinguen esos dos respectos, sino que el uno estaría perfectamente sin el otro, pues las pasiones extrañas al arte no han hecho más que torcer una inspiración tan fecunda y opulenta.

Así, tengo por una circunstancia fortuita el que haya sido en 1871 cuando se publicó la primera novela de Galdós, pues ni en ella ni en las que inmediatamente le siguieron hasta Gloria aparece de relieve la tendencia a resolver (o a involucrar) problemas sociales y religiosos, y cuando se publicó Gloria había pasado ya la época de la revolución. Cierto que allí se siente latir su espíritu, y que en este libro germinan ideas anteriormente sembradas en el campo de la discusión; pero si la influencia es innegable, no lo es menos que debe reputarse dañina y perjudicial por un lado, y por otro enteramente inútil. Pereda, por ejemplo, no ha necesitado, para ser quien es, apelar a tales recursos.

He aludido a la primera obra de Galdós, y con esto quiero significar su primera novela; pues, aunque ya apreciado como escritor elegante, crítico y humorista de buena ley, al aparecer La fontana de oro y El audaz2, se dejó aparte todo cuanto no fuera admirar al restaurador de nuestra decadente novela. No son éstas sino las primicias de Galdós, y valen, más que como realidad, como promesa, cumplida hasta cierto punto en los Episodios nacionales, cuyas dos series completó con increíble laboriosidad en el espacio de seis años (1879-1883)3, beneficiando en ellos un tesoro inexplotado y abundantísimo: la epopeya de nuestra lucha con Napoleón, cantada por nuestros líricos más insignes, pero de que se habían acordado poco los novelistas. Alcanzaban mucha boga en Francia los Romans nationaux, de Erkman-Chatrian, con sus brillantes escenas y sus fieles reproducciones históricas, así del período revolucionario, como del Imperio y la Restauración, y otras más modernas y candentes, en que no quisieron los narradores ocultar sus ideales abiertamente democráticos. Deseoso de hacer lo mismo con las glorias españolas, imitó Pérez Galdós el propósito, no los procedimientos, y eligió un cuadro más breve y estrecho, descendiendo en él hasta los más insignificantes pormenores y apurando los recursos de la descripción.

De las dos series que componen los Episodios nacionales, la primera abarca principalmente el período que corre desde el alzamiento de 1803 hasta la venida de Fernando VII a España; pero antes traza el autor un bosquejo del espíritu y las costumbres dominantes, en que sirven de fondo la Corte de Carlos IV, la batalla de Trafalgar y la misteriosa caída del favorito Godoy. El personaje principal, quiero decir, el que habla en toda esta serie, es un veterano obscuro, Gabriel de Araceli, nacido en Cádiz, educado entre la licencia de los barrios bajos, y que, después de entrar al servicio de un capitán, de marina, D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, asiste al combate de Trafalgar, siendo testigo de aquel glorioso desastre. Sus inquietas aspiraciones le llevan a Madrid, donde tiene por ama a una cómica del teatro del Príncipe, la Pepita González, conociendo así muy de cerca la Corte de Carlos IV, la fusión lenta de las clases sociales, los enredos de Palacio, los trapicheos y aventuras de la aristocracia histórica y las intrigas de las compañías teatrales. Esta situación le pone en contacto con una condesa tan encopetada como liviana e intrigante, que a la postre resulta ser la madre de una pobre niña, novia de Gabrielillo, y que con su amor le empuja a desafiar todos los rigores de la fortuna. El héroe pasa por una serie de vicisitudes larga de contar, y, consagrándose a la milicia, toma parte en casi todos los hechos de armas principales de la guerra contra Napoleón. En la historia amorosa de Gabriel con Inés se encierra un drama con sus peripecias de duelo, rapto y anagnorisis, y que coincide con el del campo de batalla en los obstáculos v el desenlace.

La caída de Godoy, el 2 de Mayo de 1808, el heroísmo de generales, guerrilleros y plebe, las explosiones de la elocuencia en las Cortes de Cádiz, lo grande y lo pequeño en aquel agigantadísimo período, aparecen ante los ojos confusa, aunque enérgicamente evocados por la pluma del novelista.

No recordaré aquí las figuras accesorias que sucesivamente van complicando la acción; pero hay en esta primera serie de Episodios uno en que Araceli cede la palabra a su amigo Andrés Marijuán y por el que corre un aliento sanamente realista. La relación del sitio de Gerona es la epopeya lúgubre del hambre en cuadros de admirable maestría, ya se atienda al interés vivísimo que despiertan los personajes, ya al vigor y colorido con que están retratados, ya al agrupamiento, el contraste y la perfección de las escenas. Nada tan elocuente para formar idea cabal de lo que fue aquel glorioso asedio como estas páginas, llenas de verdad y de pasión, donde se ven y se palpan las figuras gracias a su vigorosa plasticidad. Las interioridades del hogar doméstico invadidas por la miseria; la familia de inocentes huérfanos, a par de la que componen una joven enferma y su padre, cuyo supersticioso amor a la hija de su alma cobra las proporciones del delirio calenturiento y de la ferocidad sublimemente salvaje; la mezcla de lo cómico y lo trágico en la caza de ratones en que se emplean los dos niños Manolet y Badoret; la irrupción de los animalejos acaudillados por Napoleón, y la estratagema con que es atado por el rabo su majestad imperial; las alucinaciones pueriles, forma del patriotismo, y la lucha titánica entre el valor indomable y el instinto de conservación, sirven al novelista para agrandar hasta lo sublime la realidad histórica y la hazañosa leyenda del gobernador Álvarez de Castro. El lector olvida que le está hablando Andresillo Marijuán, y vuelve insensiblemente la atención al narrador verdadero, sin atender tampoco a las excusas y protestas de Gabriel de Araceli. Pero esto de la forma autobiográfica que Galdós tuvo a bien adoptar pide comentario aparte.

Sin duda encontró en ella algo que le deslumbró y le hizo desconocer los graves tropiezos a que le exponía irremediablemente. Ventaja es que en lugar de explicarse el autor por sí mismo, aunque valiéndose de la historia, nos haga presenciar los hechos, dándonos una prenda de fidelidad en lo abonado del testigo que vio, todo cuanto relata, y no tiene necesidad para hacerlo de acudir a otra fuente distinta de su memoria. Pero en cambio, ¡cuán inverosímil no parece que escriba como escribe, teniendo en cuenta su nacimiento, vicisitudes y profesión, y que se haya encontrado siempre en las circunstancias mejores para ver y apreciar los sucesos! ¡Cuán inverosímil que en su humilde condición alcance los móviles ocultos y los pormenores para él humanamente incognoscibles!

Además, aunque esto no va sólo contra la forma autobiográfica, sino también contra el afán de desenvolver una sola acción en muchos volúmenes y entre un sin número de incidentes completamente extraños a la misma, ¿cómo suponer que el héroe llegue siempre a tiempo y en sazón a todas partes, que se mueva de una a otra con holgura y libertad inconcebibles, y que entre los horrores de la guerra le sobre tiempo para ver o representar tan distintos papeles? A la vez, el argumento, principal o secundario, pues no sé en realidad cómo llamarle (quiero decir, los destinos de Gabriel de Araceli), camina con una lentitud soñolienta que hace perder casi del todo la atención, entretenida en más interesantes objetos. De aquí que el propio Gabriel, Inés, Amaranta y todos los actores de este drama aparezcan siempre a última hora y como por escotillón, que sus fisonomías estén envueltas en infranqueable penumbra, y que no pueda uno, después de tanto ir y venir, ni conocerles, ni interesarse por ellos.

Al protagonista de la primera serie le falta talla; el de la segunda es positivamente antipático, a pesar de las mañas habilidosas con que Galdós pretende idealizarle. Salvador Monsalud, hijo espurio de D. Fernando Garrote, afrancesado por temperamento y por el poder de las circunstancias, y amante de la hermosa Jenara, la prometida de Carlos Garrote, encuentra en éste, y por distintos conceptos, un formidable rival. La inquina entre los dos hermanos es tenaz, rencorosa y a muerte; está como unida a su ser, identificada con la estrella de su destino, y recibe calor e incremento de las encontradas opiniones políticas a que rinden culto. Monsalud, calculador y reflexivo, tiene concentradas en la cabeza las energías del corazón, y no se apasiona por ninguna cosa; Navarro es la personificación del fanatismo por un ideal: ceñudo, áspero e inquebrantable, pero capaz de amar y de sentir. El uno es la serpiente astuta que sabe fingir y resguardarse; el otro es el león enfurecido que necesita la lucha para vivir. La historia de los dos, lo mismo que la de cuantos se relacionan con ellos, reproduce en breve la de toda España, al revés de lo que sucede en la primera serie de los Episodios, y de ahí que no deban aplicárseles en rigor los mismos reparos y observaciones.

El capítulo de los cargos que pudieran hacerse a las dos figuras culminantes y a las que con ellas se relacionan, sería interminable y de mucha gravedad. Con no distinguirse Galdós como creador de grandes caracteres, jamás los ha producido tan imperfectos y contradictorios. Se necesitaría un volumen entero para notar la síntesis a que van sometidos por el falseamiento de la lógica o por la pasión sectaria. Con los rasgos generales que parecen propios de Monsalud y Garrote, hay otros diametralmente opuestos que ponen en tortura el espíritu del lector menos avisado. Salvador Monsalud siente hacia Jenara una pasión ardiente, que en ocasiones se trueca en desvío inexplicable; expone su vida y sus más caros intereses por defender ideales en que no cree; es a la vez liberal exaltado y escéptico menospreciador de todos los partidos; aborrece a su enemigo Garrote, y pone en juego todos los medios de salvarle con una abnegación desinteresada, que sería admirable si no resultara absurda. Parece que el ingenio de Galdós se complace en colocar frente a frente a los dos adversarios, y en pintar repetidas veces como irremisible el choque, para sortear la dificultad, perdonando la vida a entrambos generosamente. A Garrote, en cambio, le toca pagar las malas intenciones del novelista, que se ha empeñado en hacer de él una caricatura de brocha gorda, o más bien un borrón de tinta, aunque en opuesto sentido que Monsalud, una fiera sin extrañas que paga en odio los beneficios, y un fanático sin convicciones. De Jenara, la heroína conspiradora, que ha ganado las simpatías del autor sólo por ser guapa y discreta..., habría mucho que hablar: es fuerte cosa absolver así a una pecadora tan impenitente. Galdós atendía, sin duda, a su conciencia de historiador y novelista, y halló fácil otorgar la misericordia de que él mismo necesitaba. Porque el tipo de la dicha señora no cede en materia de contradicciones a los de Carlos y Salvador; la famosa partidaria del absolutismo se entretiene en facilitar la fuga de los revolucionarios, dice pestes del partido en que milita, y a la postre reúne en sus salones a la flor y nata del doctrinarismo moderado.

Los personajes accesorios no lo son tanto que a veces no ocupen por largo tiempo la atención de los lectores: tal sucede con Pipaón, el cortesano venal; Patricio Sarmiento, encarnación del progresismo cándido, ignorante y populachero; Gil de la Cuadra y su hija Sola, D. Benigno Cordero, Pepet Armengol, Sor Teodora de Aransis y otros por el estilo. La trama se desenvuelve con más rapidez e intención que en la serie primera, y hay allí, no uno, sino muchos pasajes abiertamente románticos por lo ideal y extraño de las aventuras, y desembozadamente revolucionarios por la tendencia. No niego que haya podido existir aquel monstruo de hermosura, de hipocresía y de crueldad que ha querido encerrar Galdós en un convento, pero la alevosía calculada con que procura la muerte del cabecilla es inverosímil; sólo puede creerse en su posibilidad como se cree en la de las aberraciones humanas. Galdós da al traste en esta serie de los Episodios nacionales con la seriedad, con la buena fe y con los procedimientos de observación directa, para deslumbrar con otros que no me atrevo a definir, convirtiéndose en imitador de Fernández y González y Ayguals de Izco.

La lectura de una obra tan imperfecta sólo alcanzará a satisfacer el gusto de los que en ella busquen un entretenimiento, bueno o malo, sin detenerse en la consecuencia de los caracteres, y en otras cualidades que no sean el interés burdo de la intriga, y el vertiginoso espejismo engendrado por la sucesión y variedad de las decoraciones.

Demuestran los Episodios nacionales una fecundidad a toda prueba, como que constan de más de siete mil páginas y se escribieron en menos de seis años, dejando libres las facultades del autor para alternar esta publicación con la de otras novelas todavía más leídas y menos dignas de serlo. Doña Perfecta, Gloria y La familia de León Rock; trinidad esencialmente una más que por la filiación artística, por el deplorable espíritu y las abominables aspiraciones que representan, dieron la vuelta a España en alas de la celebridad, hija del escándalo, despertando, no las conciencias dormidas, como dicen ciegos y sistemáticos admiradores, sino los fatales gérmenes esparcidos, en hora menguada, por el soplo de las revoluciones.

Doña Perfecta4 es el cumplimiento del programa en una de sus partes; es un conato infeliz que tiende a demostrarnos la incompatibilidad de la fe católica con los deberes maternales; y no se diga que semejante propósito no está declarado allí, porque lo está de hecho y de un modo inequívoco, pese a todas las atenuaciones y reticencias. ¿Qué significa, si no, el principal personaje de este drama sangriento? Para quien no cierre los ojos a la luz; doña Perfecta no es un tipo ideal y escogido al acaso, sino que representa y supone otros muchos en la intención del autor; y digo solamente en la intención del autor, porque en la realidad no se ven sino muy contadas veces. Y si es un monstruo una madre que para nada tiene en cuenta la felicidad de su hija, ¿qué diremos de las peripecias que dan vida a la narración, y muy especialmente del asesinato de Pepe Rey? Yo no creo que haya presenciado un caso parecido el novelista; pero, aunque así fuera, ¿cómo no reparó en que una novela con ínfulas docentes debe ante todo no desentenderse de la lógica, como él se desentiende, al demostrar la regla por la excepción, la intrínseca maldad de las creencias por los supuestos crímenes de algunos creyentes? Todas las figuras de este escenario, que debía colocar el autor en Sierra Morena, son indiscutiblemente absurdas, y por serlo tanto no permiten fijar la atención en tal cual belleza episódica. Rosario, la novia de Pepe Rey, encabeza la serie de esas heroínas soñadas por Galdós, cuya personificación tan tristemente célebre, no diré en la literatura, sino en la crónica escandalosa de España, lleva un nombre para nadie desconocido: se llama Gloria.

Cuando apareció la primera parte de esta novela5, lanzaron un grito de triunfo los periodistas y gacetilleros de la revolución; aquello fue un echar las campanas a vuelo y la casa por la ventana, una orgía de elogios, comparaciones y ditirambos. Lo que no alcanzó el mérito de los Episodios nacionales, lo alcanzaron las tendencias disolventes de Gloria, y una oleada de popularidad vino a levantar sobre las nubes al desde entonces adalid de la heterodoxia en la novela, al enemigo ardiente del dogma católico y de nuestras costumbres tradicionales por él informadas.

Basta enunciar el argumento para ver lo que hay en él de fantasmagoría ideal inventada a capricho, y con propósitos muy ajenos al arte. Gloria es una joven inquieta y descontentadiza, por no decir más, a la que sólo falta el birrete del doctorado y los pantalones para poder entrar en las Academias y los Ateneos; es el espíritu de la contradicción y la pedantería, frente a la candidez y el apocamiento encarnados en un tío suyo obispo, por nombre D. Ángel Lantigua, que habla con ella de teologías, latitudinarismos y otros excesos. El hermoso ángel con faldas tiene tanto de serafín en el amor como de querubín en la ciencia, y hete aquí que se presenta en Ficóbriga (pueblo de la geografía moral lindante con los cerros de Úbeda y las Batuecas) un desgraciado náufrago, judío por más señas, que al elevar sus ojos a Gloria encuentra... cuanto deseaba. De estos amores resulta lo que era de esperar: una criatura, que es el cuerpo del delito, choque entre la pasión y los intereses religiosos, lances románticos en que el novelista siempre se pone, ya se ve, del lado de los inocentes, y descarga tajos y mandobles contra el descarado fanatismo.

Los caracteres, que son en su mayoría de brocha gorda y sin ningún atractivo, representan, para la crítica racionalista, todo lo que su autor pretende, resultando de aquí, según ella, una catástrofe inevitable, bellísima y de significación profunda por lo mismo que no está buscada artificiosamente, sino fundada en la realidad de las cosas. Encomios tales no tienen fundamento ni disculpa; porque ¿dónde está el necesario enlace entre los amores trágicos de Gloria con Daniel Mortón, y la verdad dogmática, intransigente de suyo? ¿No se ve que por este camino se pueden escribir sendas obras contra todas y cada una de las virtudes, sin excluir el pudor y la decencia, pues ambos se oponen muchas veces a los deseos de una pasión? Por otra parte, ¡qué gentes y qué cosas tan extrañas y nunca vistas las de la famosa novela! ¿Cómo admirarse de los desatinos que se propalan en el Extranjero sobre nuestras costumbres, cuando esto escribe, no sé por qué, un hombre que hace profesión de describirlas y de tan robusto y eminente ingenio? Con razón sobrada dice Menéndez Pelayo6: «Gloria ha sido traducida al alemán y al inglés, y no dudo que antes de mucho han de tomarla por su cuenta las Sociedades bíblicas y repartirla en hojitas por los pueblos juntamente con el Andrés Dunn (novela del género de Gloria), la Anatomía de la Misa y la Salvación del pecador».

Mudados los nombres y algunas circunstancias, La familia de León Roch7 es hermana gemela de Gloria, salvo que el conflicto se supone entre dos esposos: él virtuoso, simpático, y al fin librepensador (porque aquí son sinónimas estas palabras), ella católica ferviente con ribetes de pseudo misticismo y enemiga de novedades en materia de religión. A haber hecho una historia fiel y que retratase de algún modo las creencias cuyo proceso forma, debería Galdós poner en el corazón de María Egipciaca el amor puro hacia su esposo, eterno y superior a todas las vicisitudes, que es en el Cristianismo precepto esencial, consecuencia y salvaguardia del matrimonio; pero entonces, ¿en dónde hallar esas altas filosofías y esos pujos de reforma social? Así, pues, mutila y desfigura torpemente la imagen de la verdadera esposa cristiana, la eleva a las regiones de una vida mística, falsa y contrahecha; hace surgir de aquí la enemistad entre León Roch y María, echando sobre la última todo lo odioso, y dejando para el primero la resignación y el desinterés, introduce una nueva amante que le asedia con su cariño hasta obligarle a infringir sus deberes; pero el adulterio no se consuma, y el héroe se concilia con su consorte, cuyo rápido fallecimiento viene a rematar tan larga cadena de desventuras. Yo no sé si esto es una apología del divorcio en circunstancias apuradas, o una reprobación de la vida ascética; pero de fijo es un libro de propaganda impía en que el arte entra por mucho menos que la tendencia.

Y basta de engendros amañadamente transcendentales, porque el Catolicismo y la moral no necesitan de mis defensas, ni es éste lugar para semejante género de discusiones, que me impide prolongar la índole pacífica de Marianela8. Así intitula Galdós un estudio de íntimo y delicado análisis, que recuerda los de algunos grandes maestros, pero sin incurrir en el plagio, ni siquiera en la imitación; estudio que exornan los arabescos y filigranas literarias, y los tesoros del sentimiento, de la poesía y del estilo.

Marianela es una criatura nacida en la miseria, y en la que los tesoros del espíritu, la discreción, la agudeza, los instintos elevados y las aspiraciones generosas tienen por cárcel un cuerpo ruin y despreciable; y como comprende, así el valor de entrambas cualidades, como el desnivel con que se encuentran en su persona, se indigna consigo misma y considera a todo el mundo con derecho a hacer otro tanto. Tierna y apasionada hasta el delirio, llega a amar como ella sabe al señorito Pablo Penáguilas, ciego, de quien se constituye en inseparable compañera y fiel ayuda, obteniendo igual correspondencia y amor. Ansía Pablo recobrar la vista por admirar a la que él conceptúa la más hermosa de las mujeres, vislumbrando por la del alma la hermosura del cuerpo; la diestra mano del médico comienza la obra, que llega a término dichoso; pero ¡oh dolor! cuando parecía irse a realizar el idilio, se convierte en lúgubre drama. La protección tierna y cariñosa con que la prometida de Pablo favorece a la pobre huérfana es como ruin limosna en compensación de un gran tesoro perdido, y el amor de la virtuosa Florentina a su primo traspasa como un dardo el corazón de Marianela, que sucumbe por fin al peso de la desdicha y la vergüenza, asesinada por los ojos de Pablo. Todo esto, descrito con pasión y viveza casi líricas, lleva al alma algo así como rumor lejano de sinfonía extraña y melancólica, sensaciones y reflejos de la vida del espíritu, ondas de luz descompuestas en mil diferentes colores, que juntos vienen a confundirse en uno solo siniestro y espectral.

El espíritu de Marianela es pesimista, cuando menos en el desenlace; porque si el pesimismo no consiste en descubrir las antinomias y contradicciones de la existencia cuando son reales y positivas, las sombras del cuadro están recargadas desmedidamente y de propósito, quedando en la narración un vacío profundo, de esos que sólo se llenan con la esperanza tranquila, madre de la resignación, y por faltar esta luz vivísima resultan tan lóbregos y desconsoladores el amor y la muerte de Marianela.

Del desaliento malsano pasó Galdós al naturalismo a la francesa en La desheredada9, cuya filiación por esta parte no cabe poner en duda. Isidora, víctima de sus aspiraciones y de las injusticias humanas; luchando por reconquistar un título de nobleza cuy a posesión cree pertenecerla, y perdiendo con ésta todas las ilusiones forjadas en su fantasía, pobre criatura envenenada por las heces de la disolución y la desgracia, pertenece al infierno social explorado por Zola y sus imitadores, bien que no les siga Pérez Galdós en los refinamientos y crudezas del estilo.

El amigo Manso10 es producción más espontánea, en cuyo protagonista quizás se propuso el autor trazar los planos de una reconstitución de la Ética conforme al espíritu de las teorías modernas, sustituyendo la virtud cristiana por la virtud filosófica. Máximo Manso se consagra a la educación de un joven que llega a adquirir renombre brillante, y el amor de la mujer misma hacia la que siente su maestro una inclinación poderosa e irresistible, sacrificada en obsequio de la felicidad ajena. Será sólo conjetura mía, pero aquí hay vislumbres de moral laica e independiente; el héroe de Galdós obedece menos al catecismo que al imperativo categórico, y aun por eso resulta, no del todo inverosímil, pero si de hielo o estuco, sin esa eficacia persuasiva, incompatible con el egoísmo de la virtud que vive de fórmulas rígidas y deberes abstractos.

,En las tres obras siguientes de Galdós, El doctor Centeno (1883), Tormento (1884) y La de Bringas (1884), resalta más el entronque de los personajes y aun su repetida aparición en escena, que hacen de las Novelas españolas contemporáneas algo así como La comedia humana de Balzac y Los Rougon-Macquart de Zola. El doctor Centeno es un dechado de análisis psicológico, que a veces se extrema hasta causar fatiga. En Tormento se complican los hilos sueltos de la narración anterior, y los amores del clérigo a palos, D. Pedro Polo, transformados en delirium tremens, se desenvuelven con lujo de brutales y cínicos pormenores. Amparo, el ídolo de Polo, es novia del inexperto y riquísimo Agustín Caballero, que no puede hacerla su esposa y la hace su querida. La de Bringas retrotrae la acción unos cuantos años, hasta los en que eran niños, aquella María Egipciaca y sus hermanos, con quienes hicimos conocimiento en La familia de León Roch. En Rosalía Pipaón, la protagonista, se proyectan juntas las sombras del lujo corruptor y de la infidelidad conyugal, cruelmente castigados por las recriminaciones de una prostituta, ante quien se ve precisada a humillarse la esposa de Bringas.

Cuando más se avanza en la lectura de la colección, más de cerca se tocan las hediondeces del naturalismo, y el propósito de convertirla en archivo de crisis nerviosas y vicios patológicos, en crónica de una sociedad anémica y corrompida, sombrío panorama de dolencias morales, y galería de bestias humanas, en las que o sobra o se oculta del todo la existencia del espíritu. La impasibilidad del novelista cede alguna vez el puesto a la inducción doctrinal, inspirada de ordinario por la Fisiología pura.

La relación autobiográfica de Lo prohibido11, malamente considerada por alguien como un himno a la virtud, celebra sólo las ventajas del temperamento sano y el equilibrio de los humores. De tres hermanas a quien intenta seducir un primo suyo tan lleno de pasiones bestiales como de riquezas, ríndense dos al que en vano ataca los desdenes de la tercera. Examinando a fondo la resistencia tenaz de Camila y la gradación con que se exacerban los deseos del recuestador, asistimos a una lucha muy humana, pero no a la exhibición de un ejemplo que sea para imitado.

En los cuatro volúmenes de Fortunata y Jacinta (Dos historias de casadas)12 se explica bien el criterio moral y estético de Galdós a vuelta de interminables genealogías y amplificaciones. Entre Fortunata, la querida de Juanito Santa Cruz, y Jacinta, su verdadera esposa, representa aquélla el amor vedado que no se olvida y siempre parece grato, y su rival la monomanía de la maternidad junto a la indulgencia más o menos patente con los extravíos de los dos adúlteros. Con las familias de Arnáiz y Santa Cruz alterna en importancia la de los Rubín, en cuyos tres vástagos (Nicolás el cura, Juan Pablo el carlista convertido a Proudhon, y Maxi el Quijote infeliz que intenta la redención de Fortunata y la hace su mujer, viéndose de ella burlado) clava Galdós encarnizadamente la punta de su escalpelo y luce sus habilidades anatómicas. No necesitaba tratar con tan sangriento desprecio al pobre Maxi para, estudiar su locura, que, por cierto, está muy bien pintada. No sé si decir lo mismo de la casa de recogidas y de los tipos accesorios, doña Guillermina Pacheco, doña Lupe, González Feijóo, el escéptico calavera Moreno-Isla, el anglómano galanteador de Jacinta, José Izquierdo (Platón), Estupiñá, etc. En el decurso de la novela se suceden primorosas vistas de Madrid y de la vida de la corte, y es lástima verlas deslucidas por las espesas manchas que sobre ellas arroja el sensualismo letal y pornográfico.

Miau13 debe considerarse como un juguete labrado por el genio de la ironía, que asoma su faz desdeñosa a la morada triste del cesante. Las páginas consagradas a los ensueños de Luisito Cadalso, el nieto de Villaamil, se diferencian considerablemente de las que escribió Dickens en David Copperfield con cariñosa solicitud por los intereses de la infancia.

La incógnita14 y La realidad15 acumulan nuevos datos para el conocimiento de Madrid íntimo y la historia de la prostitución, así la del burdel como la aparentemente honrada. Entretéjese la primera novela con una serie de cartas dirigidas por Manolo Infante a un tal Equis, a quien comunica sus impresiones y la descripción de las personas que ordinariamente trata. El autor de las cartas está enamorado de su prima Augusta, la esposa del inefable Orozco, a quien se la disputan también otros amantes. Uno de ellos, Federico Viera, aparece muerto, no se sabe si por suicidio o por asesinato, hasta que presenciamos lo primero en Realidad. La forma dramática de esta novela da lugar a muchos inconvenientes e inverosimilitudes; pero, aun admitiéndolas de grado, no bastan todas las trascendentales filosofías del mundo para justificar caracteres tan extraordinarios como el de Viera, esclavo del honor y caballero andante de la moralidad, al par que vicioso por partida doble, y el de Orozco, que resuelve la antinomia del bien y el mal en la síntesis de un ideal abstracto y un estoicismo burdo, que suprime la sensibilidad y dignifica la culpa. A Orozco no le parece mal que su esposa la haya cometido, sino que se niegue a confesársela, y al hablar con la sombra del difunto Viera hace la apología del amor libre.

Tres volúmenes en 8.º, de 400 páginas cada uno, forman la última novela16 que Galdós ha sacado de su prodigioso telar, y en la que no desmiente ni sus aficiones de observador sutil enamorado de las microscópicas pequeñeces de la vida, ni sus alardes de psicólogo con puntas de hipnotizador, que busca en las alucinaciones y pesadillas los secretos e intimidades de la conciencia, ni su volterianismo de escalera abajo, que esgrime el estilete de la ironía impasible, más bien que la espada de las convicciones hondas y fijas, ni su temperamento burgués reñido con toda luz de ideal y todo asomo de elevación y grandeza.

La biografía de Ángel Guerra es la del hombre desequilibrado, héroe de aventuras quijotescas y utópicas, que se bate como un bravo por el triunfo de la república, y por no renunciar a sus opiniones vive alejado de su anciana madre. Al morir ella, y tras breve lapso de tiempo la niña Ción, hija del ideólogo demócrata, concéntrase el cariño de éste en Leré o Lorenza, la institutriz que había sido de Ción, y a quien en vano hace Ángel Guerra proposiciones de matrimonio, renunciando a vivir con su querida Dulce o Dulcenombre. En Toledo, adonde se trasladan los principales personajes de la narración, toma Leré el hábito de monja del Socorro, sin que por esto cesen las visitas de su platónico, adorador, que la consulta y la oye como a un oráculo. La intimidad va en aumento cada día, y de esta aproximación de los espíritus y de la atmósfera mística con que envuelven al antiguo revolucionario los recuerdos seculares y las pompas litúrgicas de la ciudad de los Concilios, nacen en él un nuevo estado de alma, un salto atrás interior, un reverdecimiento de las creencias católicas, fomentadas por la insinuante y dulce frase de Leré. Ángel Guerra se introduce en los senderos de la perfección cristiana, llevado de la mano por el serafín de carne, a cuyo influjo no acierta a sustraerse, y llega a aceptar la proposición de hacerse clérigo y fundador de una confraternidad benéfica. Al realizar su épico ensueño de caridad tropieza con los sarcasmos de la maledicencia pública y con la ingratitud de sus mismos favorecidos, dos de los cuales, en connivencia con otro menos valiente aunque no menos infame, sorprenden en un asalto nocturno a Ángel Guerra, infiriéndole después de robarle una herida que le acarrea la muerte.

Los escarceos y digresiones infinitos de que va salpicado este sencillísimo argumento; los árboles genealógicos que parecen formados para impetrar una dispensa de consanguinidad en causa de matrimonio futuro; la ebullición de seres humanos que se entrecruzan por las páginas de la novela como ejército de infusorios, y la indecisión, por no decir heterogeneidad e inconsecuencia, de los caracteres, contrastan con el vigor de las descripciones puramente plásticas de personas y cosas, y con la vibrante armonía y la flexibilidad del estilo, en el que se reflejan las más intrincadas sinuosidades del mundo psicológico, y las más fugitivas impresiones de la realidad externa. Es decir, en términos concretos, que los accidentes valen aquí mucho más que el fondo.

No hay manera de disculpar, por ejemplo, las contradicciones que ofrece la conducta de Ángel Guerra después de convertido, ya entregándose a los arrebatos de la piedad más exaltada, ya diciendo al cura D. Juan Casado un montón de disparates y herejías, y confesándose como de cumplido cuando se halla a las puertas de la eternidad. Menos aún se concibe que Leré sostuviera relaciones íntimas con quien en rigor nunca dejó de ser su amante y muy por lo humano, ni que se las consintiesen en una comunidad religiosa, ni que en el clero toledano existan los tipos caricaturescos retratados por el autor de Ángel Guerra, que a fuerza de recargar las tintas y prodigar los pormenores, rinde parias a un idealismo extremoso y de la peor especie.

No tardará en acrecerse la enorme suma de novelas que de veinte años acá ha producido el señor Pérez Galdós con fortuna creciente para su bolsillo y su fama.

O mucho me equivoco, o estamos enfrente de un novelista que, por su manera de ser y de escribir, se aparta infinito de las condiciones artísticas y aun étnicas que distinguen a la literatura castizamente española. Galdós tiene del tipo de sajón la impasibilidad fría y el humor aristocrático, desconociendo el entusiasmo cordial y la risa franca de Pereda y Fernán Caballero. En Galdós imperan las facultades intelectuales sobre las afectivas, cuando no las anulan; ve muy claro y siente muy poco; se exalta con la imaginación, no con la voluntad y con los nervios. Aunque inglés por temperamento, no se confunde con Dickens y Tackeray, de los que le dividen muchos rasgos de carácter personal, y, sobre todo, el abismo naturalista. La sociedad que le lee no es escrupulosa como la británica, ni le impone la obligación de instruir y moralizar.

Difícilmente se juzgará a Galdós sin mezclar de alguna manera al hombre con el novelista, ya que él ha elegido una bandera a cuya sombra milita, convirtiendo sus libros en arma terrible de combate. De ahí los apasionamientos con que se le ensalza o deprime, considerándole unos como imitador vulgar y otros como insuperable maestro. Yo, que he reprobado con energía sus pecados naturalistas y docentes, que no desconozco lo grave de sus tropiezos en el fondo y en el estilo, me coloco desde luego entre los admiradores de su ingenio.

Que es grande y fecundísimo el de Pérez Galdós, lo están diciendo muy alto tantas producciones como han brotado de su pluma en espacio de tiempo relativamente breve, y que de valer desigual, y muy raras veces extraordinario, forman en conjunto el retrato cabal, falsificado a trechos, de la España contemporánea.

¡Lástima que tan poderosas fuerzas se hayan empeñado en luchar a la desesperada contra la religión, el espíritu y las tradiciones de nuestra raza, esterilizándose para el bien y prestando sombra a todos los errores y miserias encubiertos en el profanado nombre de libertad! Evidentemente, si algún fruto de arte legítimo y duradero cabe esperar del insigne escritor (y cabe aún esperar muchos), no ha de nacer, no, de los caprichos transcendentales, ni de los procedimientos de fotografía realista, sino de la luz indeficiente que comunican a las obras de arte las grandes ideas.





 
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