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La novela detectivesca española actual: un posibilismo realista

Yvan Lissorgues





Indudablemente en la actualidad la literatura policíaca está en auge en todos los países liberales del mundo. No pasa semana sin que se anuncie en la prensa y no sólo en las revistas especializadas sino también en los grandes periódicos como Le Monde o El País, la reciente publicación de unos cuantos títulos más; cada día se enriquece el babélico catálogo mundial del género. Pero es de observar que mientras sigue abundante la producción en Inglaterra, Estados Unidos y Francia, países en los que la literatura policíaca tiene larga y bien arraigada tradición, el imperialismo casi absoluto que ejercían se ve contrarrestado por una producción autóctona que se desarrolla en algunas naciones que carecían de «tradición policíaca», a la par que de tradición liberal, como Italia, España, Alemania, etc. Es un hecho incuestionable y un fenómeno serio que merecería ser analizado desde una perspectiva histórica y socio-cultural que, por cierto, revelaría que la literatura, por autónoma que se crea, está condicionada hasta cierto punto por el entorno y se adapta, consciente o inconscientemente, a la mentalidad dominante.

Es de observar que la literatura policíaca suscitó siempre, y en todas partes, un animado debate en el campo de la crítica entre apasionados partidarios y detractores sistemáticos que, en general, la consideran como mero producto de entretenimiento. Pasa lo mismo actualmente en España, donde, para algunos críticos, la novela detectivesca es una literatura de género, es decir una subliteratura. Por ejemplo, es casi seguro que Juan Goytisolo, en su reciente diatriba contra la «modernidad programada», la incluye «en esas modas importadas de Estados Unidos, con su novela light, su realismo "sucio" y otros modelos fútiles elaborados para satisfacer las urgentes necesidades de la industria editorial» (Goytisolo, 1991).

Hay que andar por partes, concediendo sólo que carecemos de la suficiente distancia para enjuiciar las orientaciones de la literatura española actual. Podemos estar deslumbrados por el florecimiento multiforme de una novela en libertad que ha roto todos los lazos que tradicionalmente la vinculaban con grandes ideas legitimadoras de la conducta, a la vez individual y social. Pero al mismo tiempo es verdad que podemos experimentar recelo ante una tendencia general, cada vez más acentuada en las sociedades posindustriales, a la facilidad, al juego, al espectáculo.

Nos parece oportuno insistir sobre este punto, porque, aunque parezca un rodeo, es tal vez la mejor manera de poner de realce lo que entendemos por «posibilismo realista» a propósito de la novela detectivesca española.

En nuestros días, tanto en Francia como en España y es de suponer en otras partes, se llama «cultural» cualquier espectáculo y se presentan como «artísticas» obras de puro entretenimiento. La desviación del lenguaje es siempre significativa de una deriva de valores (Debord, 1992). En algunas obras literarias o cinematográficas vemos en acción a un humor cerrado sobre sí mismo hacer chacota, por el pastiche o la parodia, elementos desguazados de obras o cosas serias. Y hay que añadir que el viento publicitario sopla fuerte en esas velas, tal vez para empujar tales barcos «culturales» hacia el porvenir. Estas obras nos dicen que ser moderno hoy es desconfiar de las ideas y que hay que resguardarse de ellas por la risa. Ese humor que lo diluye todo, que lo allana todo, lo serio como fútil, es confesión de impotencia y de renuncia. Es la única salvación, se nos susurra, ante un mundo desbrujulado, y es sobre todo la única manera de parecer inteligente («Contemplemos de una vez por todas la decadencia de los intelectuales... en beneficio de los inteligentes», Tono Martínez, 1984). Así es como el puro melo, alzado a categoría de drama lúdico, obedece a la orden del día. De esta concepción del arte espectáculo, pueden ser ilustración paradigmática tanto el cine de Pedro Almodóvar como algunas novelas de Eduardo Mendoza, talentosos autores los dos, porque hay que tener mucho talento para, por primera vez en España, erigir el ludismo a categoría artística. Lo malo, moralmente hablando, es que el ludismo es la tendencia dominante en la «sociedad del espectáculo», regida por la ley del consumo, para conseguir el éxito fácil.

Afortunadamente, gran parte de la literatura española actual no se deja seducir por el concierto de las sirenas de los nuevos tiempos. Algunos novelistas prosiguen su obra, «reacios» a la facilidad ambiental, otros se adaptan para mejor dominar la nueva subnormalidad, y para hacer algo, lo que se pueda.

Entre esa literatura «seria», la que, de una manera u otra, con o sin humor, es afirmación de la conciencia humana y/o social, tiene su puesto, dígase lo que se diga, cierta forma de literatura detectivesca.

El primer problema con el que se encuentra quien se encara, a escala mundial, con la literatura policíaca es terminológico. Las etiquetas para clasificar esa ingente producción resultan tan entreveradas que para ver claro sería preciso transformarse en detective y entrar en el juego de las deducciones, inducciones y correlaciones. Es que a partir del viejo y bien enraizado tronco de la novela policíaca tradicional, el que arranca de Edgar Poe y alcanza, después de Conan Doyle, su insuperable altura con Agatha Christie, y que, para los «fundamentalistas» del género (que los hay), es la ortodoxia, la producción se ha diversificado en extremo. Nos encontramos ahora ante unas casillas que le ofrecen al consumidor una bizantina selección de frutos para todos los gustos, de la que Néstor Luján pudo componer el pregón. «Durante el siglo XIX fueron estas denominaciones crime-story (narración de crímenes), mystery story (narración de delincuentes), tales of terror (cuentos de terror) y police story (narraciones simplemente policíacas). Todos ellos -dice Néstor Luján- fueron géneros populares bien determinados. Luego, ya en el siglo XX, la police story, la historia policíaca se ha subdividido en otros subgéneros: la detective story, o detection, que es misterio policial resuelto por un procedimiento racional basado en la observación, el thriller o shocker story (narración de escalofrío y suspense), la mystery adventure story y, finalmente, la hard boiled novel, de inspiración realista y acción violenta que inició en la década de los 30 Dashiell Hammet» (Luján 12). Aunque posiblemente se encuentren algunas etiquetas más, disimuladas en otros escaparates, como el francés, le agradecemos a Néstor Luján el inventario.

Afortunadamente en España no se ha llegado a tal refinamiento, riqueza y profusión; sin embargo, nos vemos condenados a oscilar sin saber por qué, y por eso a vacilar inseguros, entre novela policíaca, novela criminal, novela detectivesca, novela negra. Es curioso que la denominación predominante sea la de negra, que, como se sabe, es la más artificial ya que procede del forro de la colección Gallimard (La série noire). La envoltura se ha impuesto como signo de identificación editorial y desde luego como reclamo. Tanto es así que las colecciones españolas también visten de negro, con los requisitos explícitos del reclamo, como la pistola en medio de la «Etiqueta Negra» de Júcar Ediciones o la misma foto del autor de la serie Carvalho, foto que parece sacada furtivamente de algún fotomatón callejero y puesta en un estrecho ventanuco de la cubierta negra de la Edición Planeta para que Vázquez Montalbán pueda mira al futuro lector con la cara de pocos amigos de circunstancia. Así que lo «negro» no es más que un cebo editorial que se ha impuesto como designación genérica. Una prueba más de que si el escritor se encuentra libre en su texto, el peritexto no le pertenece. Y habría que ver si éste no influye de una manera u otra en el texto.

¿Por qué no tiene tradición en España la literatura policíaca? Más allá de las explicaciones dadas por algunos estudiosos como Salvador Vázquez de Prada (Vázquez de Prada, 1983) y Manuel Vázquez Montalbán (Vázquez Montalbán, 1989, 1991), sólo pudiera dar una respuesta satisfactoria una reflexión sobre la historia social y cultural de la España anterior a los años setenta. Lo cierto es que a pesar de algunos conatos fortuitos de relato policíaco desde el siglo XIX y a pesar de varios intentos editoriales más o menos recientes para implantar el género, el tronco hispánico rechazó siempre el injerto, como explica Salvador Vázquez de Prada en el muy documentado artículo antes citado. Ni siquiera El inocente (1952) de Mario Lacruz, que se suele presentar como la primera novela policíaca española, es novela policíaca; se trata más bien de un relato en la línea existencialista de L'étranger de Camus. El género de entretenimiento cerebral, iniciado por Poe, en 1839, con Doble asesinato en la calle Morgue y que Agatha Christie siguió cultivando con enorme éxito hasta 1976, no se hizo popular aunque encontrara a apasionados lectores entre algunos eminentes intelectuales como Pedro Laín Entralgo, Rafael Sánchez Mazas, Juan José Mira, etc. (Mira, 1955). Hay que decir que las novelas de Conan Doyle y de Agatha Christie son ante todo novelas de entretenimiento intelectual, novelas de enigma, cuyo mayor atractivo es el juego cerebral, lógico y racional, conducente al descubrimiento de la «verdad». La psicología está puesta al servicio de la intriga y el detective debe ser lo menos humano que se pueda para no dejarse distraer de la misión concreta que tiene que cumplir. Fernando Savater, en un vehemente artículo, defiende la novela policíaca de Doyle y Agatha Christie pues ve en ella «la simbolización dramática de la libertad moral del hombre y de la imparcial objetividad de la justicia» (Savater 11). Desde cierto punto de vista puede que tenga razón Fernando Savater, pero si nos atenemos a la lógica del género, Sherlock Holmes o Poirot no pueden portarse como se dice que se portan los policías de todos los tiempos; los tortazos, no sólo atentarían a los derechos humanos sino que romperían el juego del enigma. El entretenimiento sería más hard boiled, más realista y se acercaría a la novelística de Dashiell Hammet, Raymond Chandler, Chester Himes, etc.

Todos los historiadores de la literatura están de acuerdo para afirmar que Manuel Vázquez Montalbán es quien inicia, en 1974, con Tatuaje, la corriente detectivesca en España. En esta novela se encuentran los elementos básicos que caracterizan el género en Francia o en Estados Unidos a la altura de los años setenta: crimen bastante enfatizado como en cualquier thriller, investigación detectivesca con falsas pistas, intriga basada en un adulterio, con la imprescindible nota erótica, etc. Es decir que Tatuaje no se aparta mucho del género y sin embargo es una novela importante por tres motivos principales:

-primero da la prueba de que este tipo de novela puede alcanzar éxito editorial,

-luego porque, aún cuando sea el resultado de una apuesta, como se dice que es, muestra las potenciales posibilidades de exploración del medio a pesar del corsé de las convenciones.

-por fin, porque asienta un espacio literario, representación de un espacio real (aquí el de Barcelona), y sobre todo porque adquiere vida literaria y cierta densidad original el personaje del detective.

A partir de la segunda novela, La soledad del manager (1977), Pepe Carvalho va a ser el observador y el investigador de la realidad social y política española y también el captador, de pasada, de la realidad humana. Es uno de los personajes literarios más populares de la España actual, hasta tal punto que ha sido propulsado en seriales «espectaculares» que lo rebajan al nivel de las acostumbradas pacotillas. El Carvalho que aparece en Yo maté a Kennedy (1972), poco tiene que ver con el detective barcelonés, fuera de algunos rasgos biográficos definitivos (Origen gallego, ex-militante comunista, agente de la CIA). Nos permitimos añadir, aunque venga fuera de propósito, que es un personaje literario apasionante, pues a pesar de la poca credibilidad que le podemos conceder en la realidad concreta, su figura es «perfecta y maravillosamente verosímil en la realidad literaria»; cobra tal densidad y tal coherencia que «tiene vida propia», cuya lógica se le impone al autor, a veces a pesar suyo (Vázquez Montalbán, 1990, 72).

Desde 1974 hasta 1991, dieciséis novelas han constituido una serie que define verdaderamente una corriente literaria que, con las aportaciones de otros novelistas que han seguido la estela abierta por Tatuaje, se ha ensanchado, enriquecido y matizado. Citaremos a Juan Madrid, cuyo detective, Toni Romano, es ex-boxeador, ex-policía etc., a Francisco González Ledesma con su viejo y poco perspicaz inspector Méndez, a Jorge Martínez Reverte, cuyo investigador es el periodista Galves, algo gafe pero inteligente a pesar suyo, a Andreu Martín, a Carlos Casals, a José Luis Muñoz, y podríamos citar a otros más.

Un primer punto común a todas las novelas de los autores citados es la presencia de los requisitos básicos de la novela policíaca, tradicional o moderna, a saber: «un crimen motivador de la trama, una encuesta que garantice la intriga y el progresivo desvelamiento de la "verdad" y una sanción moral más o menos explícita» (Vázquez Montalbán, 1987).

Sin profundizar el análisis, podemos afirmar que uno de los intereses de lectura de dichas obras es parecido al que puede proporcionar cualquier novela del género policíaco, puro o impuro. Es el que nace del misterio del enigma, de la sangre, del erotismo y del manejo de los acostumbrados resortes del suspense, de la dilación del efecto de suspense del último capítulo. Para nuestro propósito es muy importante advertir que, por lo que hace a las novelas de la serie Carvalho, se aflojan algunos de estos resortes, y hasta puede haber novela sin verdadero asesinato como El laberinto griego (1991), la última de la serie. El enigma se reduce las más veces a mera conjetura, casi relegada a segundo plano por una encuesta que merodea por varios espacios. Todo lo cual revela un proceso de emancipación respecto a las convenciones del género, sin que, evidentemente, se puedan licenciar del todo, porque la novela detectivesca no puede prescindir de estos alicientes. Y veremos por qué.

Antes tenemos que interrogarnos sobre los verdaderos referentes de la novela detectivesca española.

El único referente que todos los autores españoles de dichas novelas se reconocen es el del hard boiled de Hammet, Chandler, Himes, etc., orientación literaria comúnmente denominada, indebidamente, «novela negra norteamericana de los años 30». Estos autores, ya desde los años treinta, habían roto con las rigurosas convenciones del género iniciado por Poe. Con ellos, en efecto:

1- El delito se sitúa en un mundo literario que es representación del mundo real.

2- Los personajes y particularmente el detective (Marlowe, Sam Spade, Tony Romo, etc.) se humanizan hasta cierto punto (pero sin llegar a la densidad humana que alcanzarán Maigret y Carvalho).

3- El tiempo del relato no tiene ya la precisión cronométrica de las coartadas de Poirot o Sherlock Holmes, se ensancha, es trasunto de un trozo de tiempo vivido (sin que asome verdaderamente la dimensión del tiempo psicológico como ocurre en las novelas de Vázquez Montalbán, de González Ledesma, Andreu Martín, etc. o Simenon).

4- El espacio cobra dimensión urbana y está sometido a una exploración más o menos relacionada con la encuesta.

5- El enigma deja de ser una anécdota para elaborar un juego intelectual y pierde su pureza cerebral y matemática. Se analizan todas las causas del delito, causas psicológicas y causas sociales. Sigue habiendo misterio e investigación pero con el fin de mostrar las lacras generadas por el sistema. El delito se sitúa, según la expresión de Manuel Vázquez Montalbán, «en el subsuelo del suelo», es decir en los entresijos ocultos y ocultados en la realidad social.

Esta breve síntesis revela toda la deuda que los autores españoles de novelas detectivescas de los años setenta y ochenta deben a la novela del hard boiled de los años treinta. Todos la reconocen como referente y se podrían aducir muchas citas de Juan Madrid, Martínez Reverte o Vázquez Montalbán en las que se expresa a la vez admiración y reconocimiento. «La novela negra norteamericana -escribe Vázquez Montalbán- ha generado una poética, unas claves para describir la sociedad en un momento determinado, basándose en situaciones reales, pero creando elementos de ficción para que el viaje del lector no sea un viaje condicionado por esa exaltación de la violencia, sino que la impresión dominante al terminar la lectura sea de carácter literario... Cualquiera que recuerde una novela de Hammet, Chandeler o Himes sabe que lo que domina por encima de todo es un viaje literario (Vázquez Montalbán 1989, 55).

Lo que reúne a todos nuestros novelistas es una común intencionalidad: la de mostrar cómo es realmente, según su propia visión, la sociedad contemporánea. La investigación detectivesca es el procedimiento privilegiado para la exploración del medio y del subsuelo del medio. La encuesta permite que cada novela sea un viaje por espacios sociales determinados (paisajes urbanos, de Madrid o Barcelona de la alta burguesía, de la clase obrera, de los marginados, en las novelas de Juan Madrid, González Ledesma, Vázquez Montalbán, etc.) o la autopsia de un medio particular como el del deporte (El delantero centro fue asesinado al atardecer) o del mundo empresarial interesado en las instalaciones de los juegos olímpicos (El laberinto griego) o las especulaciones fraudulentas (Demasiado para Galvés, de Jorge Martínez Reverte). No faltan visiones de la España profunda como en La rosa de Alejandría o incursiones en partidos políticos como en ese acierto literario que es Asesinato en el Comité Central. Hasta tal punto que el conjunto de todas esas obras, más allá de la visión original proporcionada por cada novela que es un mundo en sí, constituye una verdadera crónica de la España actual (tal era la intención de Vázquez Montalbán al iniciar el ciclo Carvalho), un verdadero documento al cual podrán asomarse los investigadores de los años 3000.

Nuestros autores, como el italiano Leonardo Sciascia, como los americanos Tony Hillerman o H. R. F. Keating o como, es de suponer el japonés Matsumoto, han hecho suya la poética de los novelistas norteamericanos de los años treinta y a partir de ella han buscado su originalidad, según el medio socio-histórico en que viven y que toman como objeto de representación y de estudio, y también según el propio talento. Por ejemplo, Leonardo Sciascia, muy admirado por Manuel Vázquez Montalbán, consigue adaptar perfectamente la forma policíaca al medio siciliano dominado por la mafia: los investigadores (idealistas intelectuales, policías honrados) mueren asesinados antes de que se concluya al caso, que queda abierto y los culpables permanecen siempre en la sombra. La realidad criminal escapa a todos y también al novelista.

La originalidad de la novela detectivesca, como la de cualquier novela, está en su pluridimensionalidad, en su capacidad para captar a la vez los mecanismos sociales y las preocupaciones humanas, particularmente en esas suspensiones que, de pasada, se abren en el relato para dar paso a la expresión de aspiraciones profundas, como la búsqueda de la identidad a través del recuerdo o como ese deseo de otra cosa, de huir de sí mismo que es el tema poético de Los mares del sur.

Nuestros novelistas, más o menos herederos y nostálgicos de la ética del realismo social, convencidos de la necesidad en el mundo actual de un realismo crítico que no renuncie a explorar el subsuelo de la sociedad, y conscientes de que, como confiesa Vázquez Montalbán «el realismo ya no es lo que era» (Vázquez Montalbán, 1987), han comprendido que no se puede prescindir de «la criminalidad como elemento narrativo, como provocación, para que el lector se meta dentro» (Vázquez Montalbán, 1989, 54), que es necesario «utilizar un procedimiento que [esté] por un lado de moda» (Martínez Reverte 37). Se consigue el fin perseguido, cuando, según escribe Andreu Martín, «la sorpresa ya no se reduce únicamente al descubrimiento de que el culpable es el culpable menos sospechoso sino a denunciar mecanismos de la sociedad que no suelen airearse» (Martín 31).

La visión de la realidad que depara la novela detectivesca está enfocada a partir de la necesidad de una encuesta policíaca. En el mundo actual, que escapa a cualquier idea legitimadora (Lyotard, 1979), y «después del agotamiento de todos los realismos que en el mundo han sido», no hay al parecer otra posibilidad de realismo (social). Se trata pues de un realismo encauzado, no enteramente libre, ya que debe suscitar un interés de lectura tal vez extraño a su verdadera finalidad. Es, en cierto modo, un realismo posibilista.

Pero es un realismo que, en última instancia, como cualquier literatura auténtica, intenta conciliar una ética de la verdad con una estética del entretenimiento.






Bibliografía

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  • ——. «Sobre la inexistencia de la novela policíaca española», La novela policíaca española. Ed. Juan Paredes Núñez. Granada: Universidad de Granada, 1989.
  • ——. «La deshumanización del personaje», Marina Mayoral (ed.), El personaje literario. Madrid: Cátedra, 69-76.
  • ——. «La novela española entre el posfranquismo y el postmodernismo» La rénovation du roman espagnol depuis 1975. Ed. Yvan Lissourgues. Toulouse-Presses Universitaires de l'université de Toulouse-le Mirail, 1991. 13-25.


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