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La penúltima poesía peruana: Carlos Germán Belli

Luis Sáinz de Medrano Arce





Aunque se trate de algo muy obvio, y aseguro que quiero ceñirme enseguida a mi tema, no resisto la tentación de manifestar la admiración que produce observar la capacidad que la poesía peruana, así en abstracto, mostró para remontar a Vallejo. Tal vez el hecho de que el autor de Perú se fuera creando una atmósfera de vanguardia independiente de él, alentada por la Amauta de Mariátegui y otras revistas, para la que más tarde de la obra de Vallejo representaría no propiamente una norma sino un acicate. Por otro lado es evidente que la obra de Vallejo no es como la de Neruda, cerrada, envolvente. Vallejo, que tanto dijo, sugirió más. Dejó no un modelo sino una pauta, un fermento de libertad y de humanismo, ennobleció la transgresión, el anacoluto, el lenguaje atollado, el arcaísmo y el rasgo culto lo mismo que la expresión elemental. Incapaz de someterse a dogma alguno, no fue, afortunadamente, un maestro del surrealismo. En suma, no legisló. Su legado, para toda la poesía en lengua española, fue el de la libertad de la palabra, la apertura a una modernidad no canónica. Porque él supo bien lo que más tarde diría Octavio Paz: «Todo lenguaje, sin excluir el de la libertad, termina por convertirse en una cárcel»1.

Como ha recordado James Higgins2, a partir de los 40 se abre en el Perú el debate entre poesía pura e impura. Tras poetas como Peralta, Oquendo de Amat, Westphalen y César Moro y Martín Adán, las nuevas generaciones se enfrentan a nuevas propuestas. El legado que habían recibido era tremendamente rico. No cabía sino prolongar el surrealismo y tratar de eternizar convencionalmente la vanguardia (hubo quienes lo hicieron y aún lo hacen, pero de esos no vale la pena hablar) o enfrentarse con lo heredado con la misma actitud que tomó el poeta de Santiago de Chuco en su momento, según la certera interpretación de Gonzalo Rojas: «Ya todo estaba escrito cuando Vallejo dijo: -Todavía»3.

Carlos Germán Belli acudió a la ironía, esa gran arma de la modernidad. «La ironía es la herida por la que se desangra la analogía»4 ha dicho Octavio Paz. Frente a la inclinación a codificar la analogía aprendida en las últimas lecciones, Belli supo, como todo gran creador, que el bosque de los árboles-columnas que describió Baudelaire en «Correspondencias» no contiene sino una escritura confusa. Momentos de plenitud serán aquéllos en que tal cosa no se olvide; los otros serán de academicismo por mucho que éste adopte los nombres más agresivos. Esto es lo sucedido también con la herencia del surrealismo, el movimiento que tuvo la virtualidad de ofrecer un haz de relaciones inmenso como el de ningún otro ismo y de multiplicar de un modo inédito las posibilidades de exploración del misterio.

Refiriéndonos a la penúltima poesía peruana, diremos que dos brillantes generaciones, la del 50, con nombres como los de Gustavo Valcárcel, Alejandro Romualdo, Jorge Eduardo Eielson, Francisco Bandezú, Javier Sologuren, Sebastián Salazar Bondy, Blanca Varela, Washington Delgado, Carlos Germán Belli, Juan Gonzalo Rose y Pablo Guevara; y la del 60, donde la feliz nómina se prolonga con Reymaldo Naranjo, César Calvo, Javier Heraud, Antonio Cisneros, Julio Ortega, Marco Martos y Antonio Cillóniz, afrontaron progresivamente la gran tarea de metabolizar, para seguir adelante, un espléndido legado.

Carlos Germán Belli, en quien queremos centrar nuestro análisis fue uno de los que con mayor fortuna lo consiguió. Para ser una voz, no un eco, se atrevió a recomponer -a su manera- la forma, y el lenguaje clásico (lo cual también era, por supuesto, un modo de revolucionar lo estatuido) y, puso a la ironía, esa dama tan mencionada, en la barbacana de la escritura.

Guillermo Sucre ha situado con razón a Carlos Germán Belli en el capítulo «El antiverbo y la verba» de su libro La máscara, la transparencia, junto a Nicanor Parra, César Fernández Moreno, Saúl Yurkievichk, y algún otro. Sin duda ése es el Belli fundamental, el antipoeta. Su camino hasta ahí empezó, desde luego, porque no podía ser de otro modo, en el foro del surrealismo peruano, pero es evidente que introdujo desde su primer libro un contrapeso a esa poética. Tal vez la palabra distanciamiento, tan connotada con la obra de Brecht no sea la exacta para definir dicho contrapeso, pero lo cierto es que Belli, ya tempranamente, se distancia de su propio texto, baja su temperatura con algún rasgo aparentemente menor, lo desacraliza frente al fervor de los incondicionales. Tal sucede por ejemplo en el «Poema» de Poemas (1958) donde la concentración del soporte amoroso en los ojos de la amada y los propios tiene un contenido que no se corresponde con la extraña impavidez del yo poético: la precisión final que advierte que los ojos contenedores del amor se encontrarán «más bien como dos astros, como uno».

Aldo Pellegrini coloca, sin ninguna acotación temporal, a Belli entre los surrealistas en su conocida Antología de 1966; por el contrario Stefan Baciu en la suya de 1974, que pretende ser -con las bendiciones dadas en 1965 por André Bretón- completa (sic), lo excluye sencillamente. Entendemos con Hill que Carlos Germán Belli fue en aquellos primeros tiempos un frecuentador de fórmulas surrealistas por su eventual inclinación a «el hablar onírico, pariente del surrealismo»5, pero ni la inclusión ni la exclusión plenas hacen justicia a lo que significaron los versos de los primeros tiempos.

Como ha señalado también el crítico al que acabamos de citar, en aquellos libros iniciales, Poemas (1958) y Dentro y fuera (1960), hay asimismo otras dos líneas, «el letrismo asociado con la poesía concreta y el verso de corte clásico»6. Si a esto añadimos que, por otro lado, la temática belliana aparece ya aquí casi completa, se afianza en nosotros la idea de que la poesía de Carlos Germán Belli tiene una unidad sustancial. Así lo cree Julio Ortega cuando afirma que se trata de «variaciones sobre el mismo tema; y esto nos llevaría a suponer -añade- que Belli intenta un único poema»7. De hecho, la antología Boda de la pluma y la letra, editada en 1985 por Ediciones Cultura Hispánica de Madrid, está hecha de modo que esa sensación quede reforzada.

Los temas iniciales son varios y son nucleares. Todos ellos son catalizados por una actitud: la dolorida perplejidad ante el mundo. No importa que a partir de ahí vengan los aspectos sémicos relacionados con la invalidez del hermano, la injusticia, la confusión con que se administra lo estatuido, la consideración del propio cuerpo, el amor y la muerte, por supuesto. Temas eternos o temas particulares, sus raíces en los desahogos vallejianos resultan no pocas veces manifiestas.

García Lorca, al presentar a Pablo Neruda a los estudiantes de la entonces Universidad Central de Madrid, decía que él representaba a la gran poesía americana de lengua española, «poesía que no tiene vergüenza de romper moldes, que no teme el ridículo y que se pone a llorar de pronto en medio de la calle»8. El contraste entre la voz juanramoniana y la del 27 propiciaba esa afirmación, pero por nuestra parte hemos pensado siempre que fue César Vallejo, el Vallejo del «di, mamá», el de «los húmeros» puestos «a la mala», quien merecía haber sido considerado como representante de esa lírica de humanísimo impudor. Y en eso estamos al hablar de Germán Belli porque aquellas desbordantes aguas trajeron, en efecto, estos formidables lodos, aunque el impudor belliano juegue con máscaras.

Lo que sucede es que Belli, desde el primer momento, como hemos dicho, ha introducido en su poesía una especie de reticencia, una cierta luz fría que cristaliza las imágenes, las hace más implacables y duras, vela el llanto, frena al lector deseoso de establecer una convencional complicidad con el poeta. Así las «Variaciones para mi hermano Alfonso», cinco composiciones de su primer libro Poemas (1958), incluye fórmulas de esta naturaleza que vamos a tratar de atisbar.

En primer lugar, la composición número 1, el «casi soneto» nos muestra ya algo bien característico de la obra de Belli: una solapada tensión entre la forma canónica que parece querer imponerse y las distorsiones que la malogran. No estamos lejos de esos poemas de Vallejo que en Los heraldos negros tratan de corporizarse en la isometría mientras el poeta que ha lanzado la consigna de rechazar la armonía destruye la estructura regular implacablemente. El endecasílabo inicial, «Para tu mudanza, ¿dónde habrá un suelo?», duramente acentuado en la quinta y séptima sílabas, anuncia que el poeta no se halla dispuesto a complacerse en el ritmo tradicional. Éste se adentra, no obstante, en el poema y da fluidez a los tres versos siguientes: «De claro polvo y cálido recodo,/ en que tus breves pies con tierno modo/ equilibren la sangre de tu cuerpo?». Pero al entrar en el segundo cuarteto, de nuevo el verso se sale de ese sistema que compatibiliza armónicamente yámbicos, melódicos, sáficos y otros modelos codificados, para encresparse de nuevo: «O para tu vuelo, ¿cuándo habrá un viento?». El juego se repite: el resto del cuarteto y el primer terceto están «normalizados»: «que llegue a tu costado como un soplo,/ y te traslade de uno a otro polo,/ pasando el edificio, el valle, el cielo?/ Pues estás como dura ostra fijo,/ sin que nadie te llame y te descorra/ el plumaje del ave, hermano mío», pero el último terceto es desvergonzadamente arrítmico: «¿Por qué no llega la luz hasta el umbral/ de tus huesos para que tus pies corran/ por primera vez sobre el propio mar?».

Cuando el Marqués de Santillana y Boscán dejaban caer endecasílabos descompasados en aquellos albores de la hispanización del metro dejaban ver una especie de jadeos en su búsqueda de perfección. Siglos más tarde, los jadeos podrán alcanzar una funcionalidad de contrapunto.

Hemos usado una palabra clave en la poesía contemporánea. Abocada ésta a la empresa de romper el sistema de las fórmulas seculares, la manipulación de un sistema híbrido, y, por ende, contrastivo (cfr. «Cómo era España» de Neruda, en España en el corazón) será una de las más fecundas. Tal sistema es el esencial a nuestro entender en la poesía de Carlos Germán Belli. Junto a esto creemos que la presencia de elementos surrealistas en estos libros (y en los siguientes, por las razones que ya en 1971 daba Julio Ortega9), siendo relevante, es una marca de identificación menos significativa.

Porque, tengámoslo desde ahora muy en cuenta, este choque de elementos no sólo se da en el plano fónico, sino también en el semántico. Anotamos en este mismo poema la introducción de un referente muy convencional de la poesía clásica, «de uno a otro polo», que rebaja la intimidad emocional, desautomatizando el enunciado. Junto a él el incómodo término de comparación, «ostra dura», casi inasimilable líricamente, sirve al mismo propósito. No podemos entrar en el análisis detallado de los elementos de los poemas 2, 3a y 3b (puntillosa subdivisión de cuya intencionalidad cabría también hablar). El número 4, último de los poemas de este grupo, titulado, entre paréntesis «(Fonemas)», que nos recuerda los avances del Altazor de Huidobro hacia el caos verbal, contiene algunos lexemas significativos, curiosamente en italiano en su mayor parte «Al ras del suelo», «bebé gamba», «niño gamba», «con bastones», «nella mattina», «nella notte gamba», «nella mattina», «nella notte», acompañados de lo que tal vez para entendernos podríamos llamar jitanjáforas. Las ideas de infancia, suelo, pierna, caminar dificultoso, acompañadas si queremos de las onomatopeyas del ruido de un bastón pero también de sonidos que pueden significar incoherencia e impotencia complementan esos significados centrales. También como en Altazor cabe pensar en un acto de desesperada desconfianza en la palabra, en un esfuerzo grotesco por reflejar la situación. W. Nick Hill recuerda que para Sologuren estos fonemas «configuran una caprichosa canción para hacer reír a Alfonso»10, opinión con la que está de acuerdo (mientras a nosotros nos cuesta mucho aceptarla), y cree observar en ellos «la búsqueda de un nuevo lenguaje como puente entre ambos hermanos»11, descubre la palabra «eléctrico» como raíz de varios fonemas persistentes y la interpreta como «señal de la implicada revuelta tecnológica» siente también que los fonemas «cobran una relevancia críptica, reminiscente del famoso enigma de la Esfinge»12. Toda una pluralidad, en fin, de interpretaciones que para nosotros se reducen a lo arriba dicho.

En este sentido, tenemos que volver sobre una de las más difundidas composiciones de Belli: el «Poema» de Poemas, ya aludido, que comienza «nuestro amor no está en nuestros respectivos y castos genitales...» en el que fácilmente se percibe, como lo ha hecho Hill, «una reformulación del soneto de Quevedo "Amor constante más allá de la muerte"»13. Es aquí donde encontramos la alusión al «valle», parca designación de un ideal «locus amoenus». El término arranca sin duda de los eglógicos espacios garcilasianos, pero el poema remite más bien a la escenografía y sobre todo a la apreciación del cuerpo quevedesca. Sólo que aquí la tremenda vibración del clásico se escapa escindida por el conjunto desacralizado de los componentes: nada de «alma que a todo un Dios prisión ha sido», ni «venas» que han dado fuego, ni «médulas» que ardieron gloriosamente: genitales, huesos, diente, uña y unos ojos mironianos (cfr. «El bello pájaro descifra lo desconocido a una pareja de enamorados»), que se encontrarán fuera de sus respectivas órbitas. Anotemos, ahora en orden inverso, los efectos arrítmicos de los endecasílabos 4 y 7.

«Segregación número 1», del mismo libro, con una «mamá» vallejiana, hermanos y «peruanitos» que, vallejianamente desvalidos, buscan guarecerse en un hueco hondo «porque arriba todo tiene dueño», hasta llegar a desear desaparecer -de nuevo Vallejo- en «pedacititos», es otro de los poemas de esta primera etapa altamente expresivos. Aquí es el sostenido aire ingenuista el que rebaja la queja. Es un adagio lamentoso «ma non troppo», en el que el diminutivo final parece minimizarlo todo. No sucede así, naturalmente, porque el receptor, cortésmente ayudado a alejarse del drama, vuelve a él, medita sobre él, se siente destinatario de un mensaje patéticamente difuminado: sabe que el gran predicado del poema, el dolor de la humillación, se ha hecho más intenso merced a este procedimiento.

En Dentro y fuera, pequeña colección de versos de 1960, Carlos Germán Belli se complace -es un decir- más en el letrismo y sigue adentrándose en los inquietantes andurriales de la incoherencia. «Expansión sonora biliar» es un buen ejemplo. Llama, de todos modos la atención en este poema, aunque en menor medida que en el último de las «Variaciones», antes comentado, la mención de ciertos elementos corporales: «Bilas vaselagá corire/ biloaga bilé bleg bleg/ blag blag blagamarillus// Higadoleruc leruc/ fegatum fegatem/ eruc eruc...» etc. La prolongación de la cita, por demás dificultosa de ser reproducida oralmente, corroboraría aún más lo dicho.

A esta altura ya aparece claro que ésta es una constante en la poesía de Carlos Germán Belli. A mayor abundamiento una cita de Ortega y Gasset viene a ratificar lo que pudiera ser sólo una impresión inicial: en ella, desde El Espectador, el filósofo español propone la conveniencia del autoanálisis del cuerpo visto desde dentro, «su paisaje interno». Me parece que aquí -por otra parte- estamos también ante un hecho de raíz vallejiana. La poesía del cuerpo, que tan acertadamente ha estudiado Gonzalo Sobejano en la obra del autor de Trilce, tiene para Belli también el sentido de máxima expresión de lo humano. En lo somático, como bien dejó probado Vallejo, reverbera intensamente lo psíquico, lo metafísico. Nada tan definitorio del dolor como esos «húmeros» puestos «a la mala». Nada tan desolador como ese estómago y ese yeyuno vacíos («Los desgraciados»), nada más dulce que esa «dulzura corazona» o más tenso que esos «dedos metacarpos» del poeta de Santiago de Chuco. En Carlos Germán Belli, también ese procedimiento se sitúa en un contexto aparentemente desdramatizador. Esos alimentos -«cazuela/ &/ solomo»- que, reunidos en «el estómago laico» del poeta, «se miran y preguntan/ por donde vienen/ por qué están allí/ hacia dónde van», tienen, en su escueta desnudez, algo de los bodegones implacablemente lúcidos y descarnados de Zurbarán, pero son también un correlato de ese paraguas y esa máquina de escribir lautreaumonianos que se unen, superrealistamente, sobre la mesa de un quirófano. Son, al mismo tiempo, con sus inquietantes preguntas, hipóstasis del poeta.

Aquí finaliza esa primera andadura, que el propio poeta ha llamado «la etapa... surrealista y letrista», en la que hay «una suerte de automatismo ponderado, un poco racionalizado» y también, por lo que respecta a Dentro y fuera (1960), «humor negro»14. «Después de ese libro... -continúa Belli- empiezo a leer a los poetas del Siglo de Oro, que ya había conocido superficialmente en el colegio. De ahí sale ¡Oh hada cibernética! Y ahí sigo hasta el día de hoy»15. Son palabras de 1984.

Aunque la huella de la poesía clásica española ya se había percibido en esta creaciones iniciales, no cabe duda de que a partir de ahora va a quedar más patente. ¡Oh hada cibernética! es un libro muy ilustrativo. De un lado lo acredita el léxico: «soto», «de dó», «cierzo», «adó», «noto», «folgar», «Filis», «alto risco», «austro», «yazgo», «hi de pulga», «alondra», «ova», «hado mío», «mil mudanzas», «plectro», «crudos zagales», «desta», «Bética», «priesa». Por otra parte, la métrica va a encaminarse de un modo más decidido por los reales caminos de los siglos áureos. Dominan en ¡Oh hada cibernética! las silvas, si bien con los efectos de ruptura rítmica ya antes observados. Veamos, por ejemplo, el poema «¡Abajo las lonjas!» donde introduce al personaje que da nombre al libro: «¡Oh hada cibernética!/ cuándo de un soplo asolarás las lonjas,/ que cautivo me tienen/ y me libres al fin/ para que yo entonces pueda/ dedicarme a buscar una mujer/ dulce como el azúcar,/ suave como la seda,/ y comérmela en pedacitos,/ y gritar después:/ ¡abajo la lonja del azúcar,/ abajo la lonja de la seda!».

Cabe hacer aquí una inevitable reflexión acerca de la fuerte proyección de la poesía clásica española en la hispanoamericana del siglo XX, por vía directa o a través del magisterio de la generación del 27. En el caso ante todo de Alfonso Reyes y después de los «Contemporáneos» en México, de los «piedracielistas» colombianos, de la «reacción hispanizante» venezolana (Juan Beroes, Ana Enriqueta Terán, Luis Pastori, Rafael Ángel Insausti, Ida Gramcko, Jean Aristigueta), del garcilasismo cubano, que está en Lezama pero también en ciertos momentos de Nicolás Guillen, el «trascendentalismo» puertorriqueño, el caso de un Francisco Luis Bernárdez en Argentina, el de un Miguel Arteche en Chile, o como ha recordado Julio Ortega, el del uruguayo Juan Cunha16. Anotemos también en esta reseña el nombre del peruano Washington Delgado con su libro Canción Española (1956-1960), donde están bien representados los tercetos, los sonetos, los romancillos, las serranillas y otros aires cultos y populares bien entroncados en la tradición de la ex metrópoli.

Todos estos poetas han buscado en el clasicismo un encantamiento, e hicieron bien, pues la poesía si no es encantamiento no es nada. Lo sucedido en el caso de C. Germán Belli es que él se ha situado en el grado cero del encantamiento, y a partir de ahí, resistiéndose a la fascinación total, Ulises ensogado al mástil de la ironía, ha hecho su propio juego. Belli está indudablemente próximo a ciertos momentos de Nicanor Parra -recordamos, como muestra, el poema «Defensa de Violeta Parra», con su acercamiento a la estrofa sáfico-adónica- y, por supuesto, condena como el chileno «la poesía de pequeño dios/ la poesía de vaca sagrada/ la poesía de toro furioso» porque «Los poetas bajaron del Olimpo»17. Pero, como ha apuntado Mario Benedetti, «ni siquiera alivia sus tensiones con un humor a lo Nicanor Parra»18. En fin, seguramente algunos poemas de Estravagario de Neruda podrían ser también términos de comparación apropiados.

Carlos Germán Belli ha justificado su interés por las formas clásicas -que exceden a las heredadas de modelos españoles y, por ejemplo, alcanzan a Dante, Petrarca y lo provenzal (Arnaut Daniel), como «necesidad de una terapia lingüística»19, surgida del «complejo de inferioridad en el uso de la lengua», general, en opinión de César Fernández Moreno, entre los latinoamericanos, que a él le lleva a sentirse «un usuario un poco inseguro del español»20. No es la primera vez que oímos manifestaciones de este tipo (las hizo la propia Gabriela Mistral), que nos parecen de muy poco recibo. ¿Por qué ha de sentirse alguien que no ha tenido una formación bilingüe, aunque haya nacido en un país donde conviven dos lenguas, inseguro con la que para él ha sido la única adquirida naturalmente? La cuestión, a mi modo de ver, va por otro lado. Carlos Germán Belli pertenece a la gran mayoría de poetas para quienes la lengua es, por definición, un hecho conflictivo. Y otra vez por este lado nos volvemos a encontrar con el ejemplo de Vallejo, quien sin rodeos declaró su tremendo problema: «Quiero escribir, pero me sale espuma,/ quiero decir muchísimo y me atollo». Pues bien, este problema lo ha resuelto Belli con el esfuerzo de disciplinar su lenguaje en los troqueles de la versificación clásica. El esfuerzo tiene una cierta «perversidad» porque el poeta sabe que una magma semántica tan densa como la que posee y por la que es poseído no podrá adaptarse sin quebrantos a ese acoplamiento. De ahí que los versos, al final del proceso, salgan a veces desequilibrados o sobreimpostados. Lo primero quiere decir arritmia; lo segundo, cuando menos, un sospechoso aire de parodia. El equilibrio de estos fenómenos con amplias ráfagas de libertad sentimental es siempre difícil, porque el sentimentalismo de Belli puede ser muy limpio pero nunca es inocente. Julio Ortega -refiriéndose al libro El pie sobre el cuello (1964)- afirma que Belli opera desde las formas clásicas porque éstas son su auténtico punto de vista, pero enseguida adquieren «un valor de contradicción», están, «entre el pastiche y la nobleza verbal, entre la profunda caricatura y la aspiración a una coherencia perdida»21.

Sea lo que fuere, nuestro poeta, admitido el reto o aceptada la catarsis, se adentró a conciencia por el mundo de los poetas del Siglo de Oro. No es ya el seguimiento de los inevitables Góngora y Quevedo, es la persecución de Francisco de Medrano, de Fernando de Herrera, un ansia de entrar a los jardines cerrados para muchos, de asumir la experiencia del modo más intenso, como un iconoclasta convencido que coleccionara bellas estatuas religiosas. ¿Cómo no recordar aquí a Borges, a Pierre Menard y a la novedad absoluta del texto cervantino en el siglo XX? No hace falta entrar en los vericuetos de la teoría de la recepción para comprender que el uso del lenguaje clásico en nuestro tiempo o es una búsqueda de sacralización incondicional del verbo o es, como en Belli, un oxímoron altamente explosivo.

En último término, como ha dicho Benedetti a propósito del poema «Una desconocida voz» (de ¡Oh hada cibernética!) donde se lee «No folgarás con Filis, no en el prado», «cuando se hace el silencio y la conjunta resonancia de heptasílabos y endecasílabos se apaga, y queda sólo el amargo sedimento, entonces ya no es Góngora sino Beckett»22.

Pero observemos algunos puntos. Belli no se ha negado a justificar sus poemas en cuanto a léxico, símbolos, métrica, como hemos dicho. Sería ésta una forma de manifestar que no se niega al juego de la racionalidad, de la lucidez. No es el «mi poesía es mía en mí» de Darío, ni los agresivos mítines de la vanguardia histórica, es la moderada reflexión del auténticamente descendido del Olimpo sobre sus claves: usa el término «claustro» porque lo asocia al claustro materno, hace un poema homenaje a sus padres porque, sin recurrir a Edipo o a Freud, siente que tiene una deuda con ellos (no les complació haciendo una carrera «normal»: se hizo poeta); el «cepo» es Lima o Nueva York, utilizó «risco» alguna vez por su valor fónico; «cierzo» y «austro», «por ese matiz clásico, ese regodeo», la palabra «cibernética» le suena bien, es eufónica y significa «la liberación del hombre a través de la tecnología»23, todo muy nítido al parecer.

Y, sin embargo, Guillermo Sucre ha podido hacer sobre los versos de Belli afirmaciones tan fuertes como las que siguen, partiendo de su filiación vallejiana: «El humor en Vallejo nunca es negro o cruel en el sentido que lo es en Belli, que no se despoja del todo de cierta autoindulgencia. Belli, además, no vive la alienación con la esperanza utópica (nueva forma de su religiosidad) de Vallejo. En efecto, su poesía no postula un futuro: le obsesiona la trivialidad y lo sórdido de lo que lo rodea... A diferencia de la violencia vallejiana, la suya se expresa en formas más premeditadas: el injerto lingüístico, la fusión de dos lenguas que continuamente sirven de contextos entre sí, y aun se parodian»24.

Y es que, en efecto, cuando Belli nos ofrece sencillas explicaciones sobre cuestiones como las antes descritas, nos está dando apenas una parte de «mínimos». Nos está ofreciendo una porción de los signos, y no hemos de perder de vista con Juan Ferraté, que «para la poesía, es signo todo aquello capaz de tener valor dentro de ella, todo lo que es energía y movimiento, empuje e impulso, dentro de la obra»25, es decir, simplificando sonidos, letras, combinaciones gráficas, ritmo, pausas, métrica, léxico, sintaxis y, por supuesto, los referentes. Así las cosas, ¿cómo aceptar simplemente que la palabra «cibernética» represente para Belli, como él lo ha dicho, «la liberación del hombre a través de la tecnología»26? En esta idea le sigue Higgins para quien el hada es «una personificación de la ciencia, que un día liberará al hombre de la rutina del trabajo», añadiendo que «esta figura juega en la poesía de Belli el papel de la bella Madrina de los cuentos infantiles»27. Por nuestra parte más bien creemos con Guillermo Sucre que si «su musa es el hada cibernética» es porque «su ética del sufrimiento se resuelve en una intencional descripción de lo deforme, lo grotesco y aún lo mecánico»28, o que, como sugiere Canepa, el «hada» puede representar «el desengaño sobre lo maravilloso de la ciencia moderna que no soluciona los problemas y la angustia del hombre moderno, pues siempre es evocada y nunca llega»29.

Belli ha dedicado a esta entelequia tres poemas. Ya nos hemos referido a «¡Abajo las lonjas!» (del libro ¡Oh hada Cibernética!). Los otros comparten el título de ¡«Oh hada Cibernética!» (uno se encuentra en Dentro & fuera y el otro de nuevo en el libro ¡Oh hada Cibernética!). Digamos: «sic». Su brevedad nos permite también reproducirlos: 1) «¡Oh hada Cibernética/ cuándo harás que los huesos de mis manos/ se muevan alegremente/ para escribir al fin lo que yo desee/ a la hora que me venga en gana/ y los encajes de mis órganos secretos/ tengan facciones sosegadas/ en las últimas horas del día/ mientras la sangre circule como un bálsamo a lo largo de mi cuerpo». 2) «¡Oh hada Cibernética!, ya líbranos/ con tu eléctrico seso y casto antídoto,/ de los oficios hórridos humanos/ que son como tizones infernales/ encendidos de tiempo inmemorial/ por el crudo secuaz de las hogueras;/ amortigua, ¡oh señora!, la presteza/ con que el ciervo sañudo y tan frío/ bate las nuevas aras, en el humo enhiestas,/ de nuestro cuerpo ayer, cenizas hoy,/ que ni siquiera pizca gozó alguna,/ de los amos no ingas privativo/ el ocio del amor y la sapiencia».

Para empezar a analizar someramente estos poemas hay que decir que hada Cibernética es un sintagma hecho de opuestos porque se nos hace absolutamente imposible admitir que Carlos Germán Belli esté transitando por terrenos como el de la «Ciencia-poesía», por el que desde hace unos años gustan de moverse algunos poetas cubanos radicados en Estados Unidos.

Tampoco se trata, en modo alguno, entendemos, de que Belli esté trayendo a escena a la definitivamente oxidada máquina futurista. ¿Qué queda entonces? A nuestro modo de ver sólo un guiño amargo a esa modernidad histórica, sociológica representada por la nueva panacea de la cibernética, el nuevo signo del progreso indefinido. Si los neoclásicos cantaron a la imprenta ¿por qué no cantar al nuevo prodigio de la segunda década del XX? Lo que Belli le pide al becerro de oro es lo que éste nunca podrá darle: la posibilidad de optar por la poesía como forma de vida, el sosiego de su ser, la placidez del cuerpo. La implícita negativa convierte en perfectamente retórica la pregunta que desarrolla el poema y descalifica los poderes de la supuesta hada. En el segundo poema, ya no hay pregunta, hay apelación. Una apelación vehemente hecha al idolillo para que ejerza sus (inexistentes) poderes liberadores contra la opresión. Es la oración del ateo que se desborda en gestos de falso patetismo. Belli juega, como Valle Inclán, con «la imposibilidad de la tragedia», y acaba deshaciendo cualquier rescoldo de gravedad con esa aposición de los versos finales en que el término «ingas», de tan honda tradición, pero demasiado en enfático en su uso actual, y el sentencioso verso último suscitan una peregrina retórica. Este segundo poema, sobre todo, es una de las mejores muestras de ese taimado maridaje de la candidez -la pluma inocente- y la malicia -la letra cargada de resabios-. Así pues, nos atrevemos a cifrar en él el título de la antología citada al principio: Boda de la pluma y la letra.

El lenguaje que dominó la lírica castellana desde Garcilaso a Meléndez Valdés, articulado en un engañoso isosilabismo (no insistiremos en las razones de sus quiebras) se ciñe sinuosamente a las reflexiones del poeta que siempre tienen que ver, en último término, con la desolación. Como en «Lo fatal» de Darío, «En vez de humanos dulces», es una meditación sobre la desventaja del hombre sobre piedra, árbol -y, por añadidura, animal-. El dolor de haber nacido con el veto a la felicidad («no folgarás con Filis, no, en el prado») está expreso en «Una desconocida voz...», la experiencia de la coacción impuesta por la vida, en «¡oh alma mía empedrada!», la implacable sensación de la reducción de algunos seres humanos a deleznables insectos se declara en «¡Oh padres, sabedlo bien!»; el poeta se siente llamar con el castizo improperio de sabor cervantino ligeramente calamburizado: «¡bah, hi de pulga!», mientras siente su inmensa pequeñez en el poema «En tanto que en su hórrido mortero»; en «En Bética no bella» el lenguaje eclógico oculta mal la desazón del condenado a residir nerudianamente en la tierra, vetado el paraíso.

Nuestras experiencias de lector no hacen sino reafirmarse al aproximarnos a los libros posteriores: El pie sobre el cuello (1964), Por el monte abajo (1966), El libro de los nones (1969), Sextinas y otros poemas (1970), En alabanza del bolo alimenticio (1979) y Canciones y otros poemas (1983).

Desde luego queda claro que la adhesión a las formas clásicas se mantiene. En una entrevista de 1984 admite Belli que esto constituye «una tendencia inveterada» en él, algo que sospecha que nace «de un pavor a que se desintegren las formas que admiro, sea la pintura de caballete, sea el verso cerrado», y añadía: «En la disyunción entre la destrucción del objeto estético que postula la vanguardia y la conservación de las formas conocidas, establecidas, me inclino por las formas tradicionales. En eso me considero un formalista, un neo-formalista, un nuevo devoto de la forma»30. Lo que evidentemente no apunta Belli es en qué medida su actitud no es la de un ingenuo y puro devoto (aunque él utilice esta palabra) por las razones que ya hemos visto.

Otra vez nos sorprende la irrupción de elementos corporales. Uno de ellos, «bofes», que da nombre a un poema, se inserta en una intertextualidad dialéctica de insolentes signos barrocos, agredidos a su vez por un sarcasmo no menos explícito: «Estos que hoy bofe boto mal mi grado,/ tamaños montes cuando me jubile,/ como mil dejaré al fin (¡ja, ja, ja!/ bofe, ¡ja, ja, ja! bofes nunca más),/ y redimido así de bofes ya/ hacia la huesa iré con talares alas...» (El pie sobre el cuello).

Los bofes son aludidos también en el mismo libro como expresión de fatiga en un poema de entrañable eco vallejiano: «Ya descuaja Tingándome, ya hipando/ hasta las cachas...» -«Amanuense»-. Análogas sensaciones corporales aparecen en estrofas que remedan la de Villegas. «Me chupo, me atarugo mal mi grado,/ y en vez de las luciérnagas cerúleas/ grillos vuelan, revuelan/ en la olla en mi cráneo»... «En tal manera me emborrico apriesa...» etc. También está la vallejiana «sudorípara glándula» en «Contra el estío» (Por el monte abajo). Un nuevo giro en torno a la misma estrofa, y más bofes -obsesivo elemento- encontramos en «Fisco» (Por el monte abajo). Mano, pie, cuero cabelludo, oreja, sanguíneo riego, etc., etc., prolongan esta tan definida serie.

Los alimentos -«La tortilla», «la vil pitanza» («Fisco»), «los ajos» («Mis ajos»), del libro que acabamos de citar, la «pura pasta,/ ya de oro, ya de harina» («Pasta»), el pan, el maná («A/b»), «los sandwiches terrestres» («Los extraterrestres», de Sextinas), y, sobre todo el paradigmático «bolo alimenticio», que tanto juego da en En alabanza del bolo alimenticio, continúan sosteniendo un entramado semiológico en el que las materias establecen un haz de relaciones que, bromas aparte, entran en lo metafísico.

Se ha señalado que a partir de las Sextinas «los elementos de congoja, frustración y desengaño han ido dejando paso a una actitud más optimista»31. Esta opinión habría de revisarse con mucho cuidado. Acaso lo que Carlos Germán Belli haya hecho en esta última etapa no sea sino acentuar el tono intelectual de su discurso. Poemas como «Los estigmas», «En el coto de la mente» de Sextinas, y «El ansia de saber todo» de Canciones son muestra de ello -especialmente la última en la que se podrían apreciar reverberación del «Sueño» de sor Juana: «Allá hacia el éter el entendimiento/ sobre las altas nubes venturoso,/ emprende raudo vuelo/ como un ave que de onda en onda sube/ las alturas del firmamento intrépida/ hasta observar la cúspide invisible/ que emerge de los reinos/ del terrenal planeta misterioso...»-. Con todo, por nuestra parte no nos atreveríamos a afirmar sino que el poeta, quizás por otro lado más barroco que nunca, disminuye en más ocasiones que antes, sin pactar nunca con el mundo, la acritud incisiva. Pero la sorda, bien educada cólera no ha desaparecido de estos versos.

Con motivo de la muerte de Jorge Guillen, Belli, ya predispuesto a moderar sus propios demonios, se adentró en la obra del gran poeta español y encontró allí no ya una venturosa confirmación de su propia actitud, sino toda una revelación que le lleva a asegurar que el mundo guilleniano se le apareció «como una luminosa ventana, abierta de par en par, hacia el punto donde antes nunca había mirado»32. Este Guillen a contrapelo de las vanguardias destructoras («las ruidosas modas basadas en el absoluto negativismo»)33, antinihilista, optimista a ultranza, postulador del «Impere el sí, calle el No» va a ser en adelante el modelo de Belli. «Desde luego... -afirma insistiendo en esto- más vale tarde que nunca, porque en este tránsito terrenal, lo que importa es asirse del ser y la palabra perdurables»34.

Confesamos no haber podido tener acceso a textos poéticos bellianos posteriores a los que hemos comentado y, obviamente, desearíamos conocerlos. Ellos nos permitirán comprobar si este entusiasmo por la concepción positiva del mundo que Guillén mantuvo («cántico a pesar de clamor») ha dado un vuelco a la poesía de Belli. Nos cuesta pensar que eso esté ocurriendo. ¿Tendríamos un caso paralelo al de Neruda, saliendo de las sombras residenciarlas hacia el Canto General, o, antes, al de Lautréamont cuando anunció -sin tener ya tiempo de probarlo- que había cambiado completamente de tono tras los Cantos de Maldoror, «para no cantar exclusivamente más que la espera, la esperanza, la calma»35. La cuestión es que Carlos Germán Belli no ha llegado nunca a descomponer el gesto y la voz como el chileno o el francouruguayo. No se ha recreado, por así decirlo, como ellos en el horror. Y es más difícil -creemos- salir de un purgatorio frío que del propio infierno36.





 
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