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La persistencia clasicista en la poesía decimonónica: Las «coronas» a Manuel José Quintana (1855)

Marta Palenque






La coronación del poeta Manuel José Quintana

En junio de 1854 España vive la «Vicalvarada», pronunciamiento dirigido por los generales Dulce y O’Donnell y que se traduce en la conocida por Revolución de 1854. Como resultado de aquel triunfo sobre los esquemas políticos moderados de Narváez se inicia el «bienio progresista» (1854-1856): Isabel II encomienda a Espartero el encargo de formar el nuevo gobierno. Y es durante este corto periodo progresista cuando se produce el acto de la coronación como poeta de Manuel José Quintana. No es gratuito recordar el marco histórico en el que el hecho sucede, puesto que se relaciona muy estrechamente con los episodios políticos y los cambios que, en estas fechas en concreto, se llevan a cabo.

Quintana es significado en la historia literaria, además de por su específica e influyente personalidad literaria, como el cantor de la libertad; su obra, como símbolo del progresismo liberal siempre en lucha con la tiranía. En los círculos progresistas decimonónicos, su figura tenía un especial halo por esos dos motivos: era el gran poeta y, también, el perfecto ejemplo del literato comprometido en la defensa de las libertades. En el contexto del XIX, en el que la literatura adquiere un valor práctico evidente, la simbiosis literato-político alcanza sentido total y, por ello, la persona de Quintana es aún más relevante.

La idea de la coronación partió de un grupo de redactores del periódico La Iberia -a la sazón, órgano efectivo del Partido Progresista-, animado por el director de la misma Pedro Calvo Asensio1. Algunos de los miembros de este partido habían pensado en la posibilidad de organizar un acto que demostrase cómo los triunfantes de la revolución no desatendían la cultura, sino que -por el contrario- la tenían en la más alta estima2. La representación de la tragedia Pelayo Quintana, movió a los colaboradores de La Iberia a elegirlo como protagonista idóneo de esta celebración, pues -imaginaban- dada la admirada entidad del homenajeado podía, incluso, aglutinar a personas de diferente ideología. La consigna de la convocatoria del acontecimiento quedó resumida de esta manera:

Acabamos de hacer una revolución por la libertad y la patria. ¿Qué medio más noble de consumar y legitimar esa revolución gloriosa que consagrar la patria y la libertad en su más antiguo y predilecto hijo? Sí, sí: ¡honra y prez y eterno renombre al excelso cantor de la «Independencia española!»3.



Con este fin, se formó una comisión que animó a participar en la empresa a periodistas y literatos. En un principio, se pensó en Espartero como ejecutor de la coronación, luego, en la propia Reina, que accedió gustosa a ello y, por añadidura, se ofreció a costear los gastos de la corona. Juan Eugenio Hartzenbusch, vocal de la comisión declinó el ofrecimiento, alegando que se había iniciado ya, a tal efecto, una suscripción popular. Así pues, la Reina y su marido figurarían como primeros suscriptores y regalarían, además, la bandeja que portaría el laurel4.

Tras diversos avatares, la ceremonia se verificó el 25 de marzo de 1855 en el palacio del Senado. El acto fue multitudinario y contó con la asistencia de personalidades de significación social muy varia: ministros, miembros de la corte, académicos..., en la calle, también el pueblo tuvo ocasión de aclamar al poeta y de contemplar el trofeo. Durante el mismo, los discursos corrieron a cargo de Pedro Calvo Asensio y, como contestación, del propio Quintana. La velada se completó con la entonación de un himno, con letra de Adelardo López de Ayala y música de Arrieta, y la lectura de una oda por parte de Gertrudis Gómez de Avellaneda5.




Las coronas poéticas

Con motivo de tal suceso, la comisión oficial se encargó de recopilar y publicar una corona poética que se tituló Coronación del eminente poeta D. Manuel José Quintana celebrada en Madrid, a 25 de marzo de 1855 (Madrid, Rivadeneyra 1855). El tomo aparece prologado por Vicente Barrantes y en él se reproducen el programa del acto y el discurso de Pedro Calvo Asensio.

Además de la citada, se editó una segunda, coordinada por los redactores de La España Musical y Literaria: se llamó Corona poética dedicada al Excmo. Sr. D. Manuel José Quintana, con motivo de su coronación por los redactores de «La España Musical y Literaria», y publicada por D. José Marco, director de la sección literaria del referido periódico (Madrid, Imp. de José Rodríguez, 1855), volumen que se abrió con un perfil biográfico del laureado, escrito por Antonio Ferrer del Río.

Conviene decir aquí que, según datos de Juan Eugenio Hartzenbusch La España Musical y Literaria inicia su publicación hacia 1850 (con el título de La España Musical, Artística y Literaria) y cesa en 1853. En octubre del año siguiente salió a la luz una segunda época, en la que su nombre será ya el que señalaba más arriba6. Es entonces cuando José Marco, uno de los directores del segundo periodo, reunió en torno a ella a un grupo de jóvenes escritores que casi iniciaban su carrera literaria: Juan Antonio Viedma, Gustavo Adolfo Bécquer, Luis García Luna, etc. Éstos manifestaron que su propósito último era contribuir al crecimiento del interés de la sociedad española por las letras y las artes, y -en el marco de estas aspiraciones- decidieron sumarse a la coronación de Quintana, siendo aceptados por el grupo de Calvo Asensio.

La Corona oficial (la de Rivadeneyra) incluye un número de firmas reducido, sobre todo si se compara con el de la compuesta por La España Musical: quince frente a cincuenta y seis. Es esta segunda corona la más conocida y comentada por haber publicado en ella Gustavo Adolfo Bécquer su poema «La corona de oro. Fantasía», rescatado en 1925 por Franz Schneider7. Además, también esta última ofrece una nómina más atractiva por la personalidad literaria de sus colaboradores, aunque en cuanto a altura poética ambas dejen mucho que desear8.

Si el acto de coronación de Quintana logró elogiosos comentarios en la prensa periódica y ésta, en gran número, se hizo eco del acontecimiento, adhiriéndose al loor general las reseñas del contenido de las coronas no fue tan favorable, con excepción de las alusiones circunstanciales que proclamaban el consabido «buen gusto» o la «elegancia» de las composiciones. Otras referencias fueron más explícitas. Reproduzco la nota que figuró en el número 1, de 1855, de la Revista de Ciencias, Literatura y Artes de Sevilla:

Por primera vez se ha visto en España, en momentos en que las luchas políticas lo absorben todo el espectáculo de la coronación de un poeta... [Sin embargo] deploramos la escasa valía de casi todas las composiciones poéticas escritas con motivo de un acontecimiento tan singular en los fastos literarios de nuestra patria.9






Los poetas y sus textos

En la Corona de Rivadeneyra aparecen varios de los firmantes de la convocatoria de la coronación, todos ellos redactores de La Iberia: Manuel María Flamant, Juan de la Rosa y Manuel de Llano y Persi. José María de Larrea, integrante de la misma, sólo interviene en la de La España Musical y Pedro Calvo Asensio lo haría con su discurso. Sólo Mariano Carreras y González y Juan Ruiz del Cerro actuaron únicamente como promotores.

Los mencionados en primer lugar son, ante todo, periodistas, luego hombres de teatro (en el caso de Llano y Persi, de la Rosa y de Calvo Asensio) y autores poéticos circunstanciales, exceptuando a Larrea, del que me ocuparé más tarde. Carlos Rubio, popular y combativo redactor de La Iberia y, después, también de La Ilustración Española y Americana, es novelista además de poeta, aunque poco afortunado. Francisco Orgaz formó parte de la comisión y se dedicaba, fundamentalmente, a la prensa. El político Eugenio de Tapia, casi coetáneo de Quintana, muestra su vena clasicista -por la que siempre se distinguió- en su poema, que incluye tanto en el volumen de Rivadeneyra como en el de La España Musical.

Con una corta obra poética cuentan el actor y catedrático de declamación Julián Romea (incluye textos, distintos, en ambas coronas) y el cronista Manuel Villar y Macías (presente sólo en la «oficial»); las andaluzas Rosa Butler y Antonia Díaz Fernández (luego de Lamarque) comienzan por esos años sus publicaciones en las revistas madrileñas. Las firmas de Gertrudis Gómez de Avellaneda Juan Eugenio Hartzenbusch, Antonio García Gutiérrez y Gaspar Núñez de Arce (también redactor de La Iberia) son las más relevantes para el lector actual. Escaso interés merece, por último, el texto de Adelardo López de Ayala, letra -según dije- del himno cantado durante la ceremonia (se reproduce también en la otra corona).

Casi todos los participantes están, pues, relacionados con la organización del homenaje y por una misma profesión ideológica.

Distinta es la disposición de la Corona de La España Musical y Literaria: son varios los nombres que destacan, algunos -más que por su importancia real en aquellas fechas- por la prometedora labor que iniciaban, aunque esto no sea siempre refrendado por las composiciones que aportan. Son Antonio Arnao, Manuel del Palacio, Pedro Antonio de Alarcón, Gustavo Adolfo Bécquer, Arístides Pongilioni, Ángel María Dacarrete Francisco Rodríguez Zapata, Narciso Serra, Narciso Campillo, Wenceslao Ayguals de Izco, Juan Antonio Viedma, el ya citado José María de Larrea, etc.

Los colaboradores de La España Musical son, además, amigos; en ese vínculo se revela también el porqué de su común inclinación hacia la poesía alemana y la renovación poética de mano del cantar. Si profundizamos, por último, en sus biografías advertimos otros enlaces: su presencia en diferentes redacciones de periódicos de carácter literario (como el Semanario Pintoresco, el Álbum de señoritas y Correo de la Moda), o su asistencia a tertulias tales como la del Café de la Esmeralda -a la que acudían, asimismo, los periodistas de La Iberia-.

Dada la elevada nómina, no voy a entrar en la consideración de todos y cada uno de los que forman esta Corona. Sólo indicaré que son varias las firmas que tienen valor secundario; periodistas y políticos que quisieron sumarse al evento, o escritores que no dejaron pasar la oportunidad de formar parte de una celebración tan significativa. Apuntaré, sin embargo, el nombre de Pedro Antonio de Alarcón, entonces joven revolucionario que se sumó a la insurrección y que iniciaba, por aquellos años, su labor periodística en El Látigo.




Poesía de circunstancias, persistencia clasicista

En cuanto a los textos insertados en ambas Coronas, lo primero que se distingue es su similitud: parecen todos cortados por el mismo patrón; sólo en contados casos cabría hacer matizaciones.



El que la coronación de Quintana ocurriese ya avanzada la segunda mitad del siglo XIX es un hecho que puede ser interpretado como signo de la persistencia de un gusto clasicista del que, en parte, él mismo era modelo. Las odas altisonantes en esta línea se encuentran entre las predilecciones de los poetas hasta una adelantada fecha, según demuestran los libros y, sobre todo, las revistas. Entiendo que la importancia del magisterio de Quintana (y, junto a él, Herrera, Rioja, Gallego, etc.), por un lado, y la falta de nuevas concepciones poéticas, por otro, eran la causa de esta moda. Si a mediados de siglo se inician las que serán nuevas tendencias, ya conformadas hacia el último tercio de la centuria, son muchos los que siguen apegados al viejo estilo, en un intento de enlazar con una tradición gloriosa que, sin evolución, ya no daba más de sí a fuerza de ser copiada. A lo sumo, se la había hecho aún más altisonante, hueca y pomposa, tras pasar por el romanticismo declamatorio.

Señalaba Narciso Alonso Cortés, en su artículo «El lastre clasicista en la poesía del siglo XIX», cómo uno de los motivos que explicaban este gusto anacrónico era la frecuente organización de certámenes públicos en los que como tema obligado había de figurar una oda o una leyenda10. Insistía Alonso Cortés en el hecho de que los poetas que participaban en ellas no hacían más que aceptar un molde del que no osaban salir, buena prueba -añade- de la falta de personalidad de estos autores.

Las Coronas a Quintana no son una excepción y, como agravante, uno de los modelos de ese gusto poético desfasado es ahora el laureado: su acento y sus temas se imponen de manera absoluta; nada más fácil que tomar como eje la obra del propio escritor para construir un útil poema de circunstancias. Los resultados son, en algunos casos, realmente grotescos. Son iguales los recursos e idénticos el ritmo, el mismo vocabulario.

En las dos Coronas es notoria la preferencia por las odas, octavas reales y demás estrofas de tono mayor; también en ambas las marcas estilísticas son la hipérbole y la expresión hinchada, el apóstrofe y la invocación continuas, con el consiguiente abuso de signos exclamativos e interrogativos, de ineludibles reticencias, de apelaciones directas al lector en un proceso cercano a la oratoria.

Con respecto a los temas, según comenté, son pura redundancia (y es este el signo de antologías de índole circunstancial como las presentes). Se podría afirmar que hay un solo texto desde el momento en que la glosa y el parafraseo de lugares quintanescos es general. La tópica invocación a la Musa, la alusión al débil ensayo que va a ser el poema en cuestión frente a la grandeza del genio, la referencia al vate que oyeron en la niñez y que los marcó en el desarrollo de su vida futura, la pleitesía rendida a la Reina -que acompaña en dignidad al poeta-... son algunos de los motivos que se reiteran.

Quintana es retratado como el gran poeta, de robusta lira, y el cantor de la Independencia y la libertad, en esa doble línea de admiración que destaqué antes:


¡Miradlo!... ¡Él es!... ¡El vate soberano
de Padilla y de Guzmán! ¡El gran patricio
que, pronto siempre al noble sacrificio,
y nunca siervo de poder tirano,
de vil lisonja y de ambición ajeno,
dio siempre al pueblo hispano,
que su elevada inteligencia admira,
modelo en su virtud, gloria en su lira!

(G. Gómez de Avellaneda, Coronación deRivadeneyra,pág.38)                



¡Saludo al héroe noble de la guerra!
¡¡Al regio vencedor de Covadonga!!


(F. Martínez de Pedrosa, Coronación de La España Musical, pág. 58);                


no en balde -se apunta- su estirpe es la de Tirteo y Herrera: se le llama segundo Herrera y español Tirteo , y se le hermana con Tasso y Petrarca.

Composiciones, en fin, de muy escasa calidad, buenos ejemplos de la adocenada poesía circunstancial tan de moda en el siglo11.

De los autores que mencioné antes en la Corona de Rivadeneyra (Núñez de Arce, Hartzenbusch, García Gutiérrez y Gómez de Avellaneda), sólo los dos primeros se muestran personales, aunque por diferentes motivos. Todos, exceptuando a Hartzenbusch siguen la senda quintanesca, que en el caso de Núñez de Arce y Gómez de Avellaneda no es tanto adopción de una moda como aceptación de un magisterio que asimilan y evolucionan.

El texto de Gertrudis Gómez de Avellaneda, de buena factura, es exponente de la mezcla del estilo quintanesco con la entonación romántica. Su disposición dramática y efectista es idónea para la lectura en alta voz (ésta fue la oda que se leyó en el acto de la coronación). Por su parte, Hartzenbusch incluye una breve fábula, acorde con las que compone a partir de la década de los cuarenta, en la que imita -en quintillas- el lenguaje de los poetas de cancionero. Es, asimismo y sin embargo, un texto de compromiso12.

La obra de mayor altura poética es la de Gaspar Núñez de Arce: «A Quintana». Incluida posteriormente en las páginas iniciales de Gritos del combate, sólo después del soneto que abre el libro («Introducción»), manifiesta la notable influencia que en la obra del vallisoletano tenía el ejemplo de Quintana13. En el planteamiento del tema coincide con otros autores: el texto es una evocación melancólica de su niñez, cuando conoció la poesía del maestro (Allá en la edad florida / de mi niñez serena...). El tono contenido que utiliza Núñez de Arce es todo un acierto y le salva de esa caída en la oratoria a la que acostumbra.

Si el molde expresivo clasicista, y más concretamente quintanesco, es el dominante en la compilación de Rivadeneyra, en la preparada por La España Musical tampoco se advierten grandes novedades (lo que es más llamativo, dada su formación), pero -a veces- sí una mayor contención e índices de cambio.

Varios de los nombres que figuran en la última participan de la llamada tendencia «becqueriana» (Arnao, Viedma, Larrea, Pongilioni, Dacarrate, el mismo Bécquer...). No obstante, si en los años cincuenta algunos han publicado ya composiciones que denotan una nueva concepción poética, la fuerza de su educación clasicista -o de la moda sin más- les va a hacer oscilar entre uno u otro camino: el de la tradición y el tópico o el de la novedad y las influencias extranjeras o populares. La fuerza de la tradición es la que, ahora, prevalece.

Hacia la segunda mitad del siglo habían salido a la luz libros importantes que marcaban el crecimiento de la tendencia indicada: Ecos Nacionales (1849), de Ventura Ruiz Aguilera; Himnos y quejas (1851), de Antonio Amao; El libro de los cantares (1851), de Antonio de Trueba; Baladas españolas (1853), de Vicente Barrantes; La primavera y El estío (1853), de José Selgas; por este detalle, se podría hablar del inicio de una nueva moda, dados los considerables frutos -de distinta calidad- que produciría en los años siguientes y, así, aunque pobres y poco sustanciosos, se perciben algunas huellas de este original panorama en la Corona de La España Musical.

Enrique Hernández y Rogelia León mezclan, en contados versos, el tono seudoquintanesco (el clasicismo quintanesco pasado por el romanticismo declamatorio) con rasgos de la balada14. Enriqueta Lozano (de Vílchez) inserta una composición en la que imita a Selgas y Manuel del Palacio se acerca también a la balada en esa línea. Este texto se encuentra entre los primeros del autor; reproduzco los versos iniciales:


Bajo la sombra del añoso cedro
nace la flor humilde y solitaria,
y crece, y vive, y su sencillo aroma
eleva, hasta perderlo entre sus ramas.
Jamás el cedro ante la flor se inclina,
jamás la flor al cedro se levanta,
el uno, inmóvil se resiste al viento,
la otra, se agita al suspirar el aura.
Si el cedro da a la flor su augusto abrigo,
la flor ofrece al cedro su fragancia;
si él la presta el rocío de sus hojas,
ella se dobla hasta besar su planta.
Cedro tú en el edén de la poesía,
yo, pobre flor, modesta y delicada.
[...]15

En cuanto a los nombres más destacados, coincido con Robert Pageard cuando afirma que «A Quintana. La Corona de Oro. Fantasía», título del poema de Gustavo Adolfo Bécquer no es un trivial poema de circunstancias16. La extensa composición no sigue el prototipo casi general, aunque tome motivos ya repetidos, sino que se particulariza por el ejercicio de un tono y una imaginería novedosos.

No es así, por el contrario, en los versos de Antonio Amao, Juan Antonio Viedma, autor de baladas, o Luis García Luna, que también compondría alguna «rima» (incluyen sonetos de un clasicismo frío y tópico), ni en los de Ángel María Dacarrete y Arístides Pongilioni. José María de Larrea, situado por Cossío entre los creadores que participan de la atmósfera becqueriana, ofrece un romance, que extraña en el contexto de la Corona, pero que no sobresale por su calidad. Clásicos se muestran, como cabía esperar Francisco Rodríguez Zapata y Narciso Campillo, con mayor altisonancia el primero.

Arístides Pongilioni colecciona la oda escrita para la Corona en su libro Ráfagas poéticas (1865), que recoge textos de distintas fechas. Este volumen ha sido muy comentado por contener composiciones cercanas a la «rimas», circunstancia de la que queda excluida la citada oda, al ser exponente de su apego al clasicismo.

Precisamente con motivo de esta obra se muestra Cossío en desacuerdo con Narciso Campillo (prologuista del tomo y maestro de Pongilioni en Cádiz) a causa de la inclusión por parte del sevillano de la producción de Pongilioni en la escuela sevillana, aspecto que niega Cossío con la sola excepción del poema a Quintana, que sí ofrece -en su opinión- signos evidentes de tal contacto (aunque precise: Más que sevillana es estrictamente quintanesca)17.

También Rafael Montesinos coincide en destacar «A Quintana» como ejemplo del clasicismo aún importante en Ráfagas. Añade Montesinos que el libro es fruto de su impaciencia (la de Pongilioni), pues introduce textos de aluvión entre los que se singulariza su largo poema «A Quintana (174 versos), coetáneo de aquella aún más larga oda «A Quintana», que, lógicamente, Bécquer expulsó de sus «Rimas»18. Sin embargo, la redacción que se inserta en el citado volumen no es la que figura en la Corona, que supongo primera sino que Pongilioni corrigió y amplió el poema con respecto a aquélla (de 105 versos), que probablemente no conocía Montesinos. Tampoco alude Cossío a la existencia de dos versiones y se refiere a la segunda.

La primera -más breve- es, también, más contenida; en la segunda, se reescriben algunos fragmentos y se intercalan otros originales, siempre a favor de la comentada filiación quintanesca. Añade Pongilioni adjetivos, antes escasos, y referencias cultistas de raíz clásica. La cita de Quintana que abría la primera redacción se convierte en el desenlace que cierra la segunda. En consecuencia, el poeta corrige el texto, acentuando sin embargo, el clasicismo y no al contrario.

En cuanto a Ángel María Dacarrete, prefiere, igualmente, la vena clasicista a la «becqueriana» a la que había aportado ya en esta temprana fecha algunos textos novedosos («La silfa y la niña» y «Tu nombre», ambas de 1849; «Al despertar», del mismo año 1855). Este poeta gaditano padece, en palabras de Gamallo Fierros, un caso de bifocalismo [es] el prototipo de poeta que tiene dos claves19. A lo largo de su producción Dacarrete alternará ambas claves, siendo esta oscilación característica de su personalidad literaria. El poema incluido en la Corona, si bien manifiesta el mismo apego a la tradición quintanesca que he puntualizado en otros momentos, carece de altisonancia y es uno de los más dignos en su contención.



El último de los autores que merece ser considerado es Wenceslao Ayguals de Izco quien publica en la colección únicamente un fragmento de un largo texto que, luego dio a la imprenta por separado. Se trata de un cuadernillo de catorce páginas que tituló, como el poema mismo, La corona de Quintana (Madrid, Imp. de Ayguals de Izco Hnos., mayo 1855, 2ª edición; es la que he visto).

Si bien Ayguals se suma a la línea del mismo autor tomando su expresión enfática y sus temas históricos, el desarrollo del contenido encierra momentos sinceros, al acentuar la cuerda combativa o comprometida.

La larga obra es una construcción paralelística que descompone la Historia y denuncia cómo diferentes coronas (opuestas a la que ciñe dignamente Quintana) han sido símbolo de la tiranía más absoluta y de la infelicidad del pueblo (que escribe Ayguals con mayúsculas), retomando los puntos preferidos por los progresistas decimonónicos -que, en gran parte, ya están en Quintana- y que se relacionan con la leyenda negra. Alcanza hasta el momento actual para dirigirse al poeta laureado y lamentar la situación socio-política de aquellos días:


[...]Almapura
cubierta de rubor, con amargura
¡viste acaso que al oro
vende «el hombre de estado» su decoro...!
¡Viste que el oropel fascina y ciega. ..!
¡Viste arrastrarse por el lodo inmundo
la ambición palaciega,
y el «buen tono» incensar en el «gran mundo»
a magnates vampiros nunca sacios
de la sangre del pueblo industrioso!
Viste el afán horrible y ominoso
de amontonar el oro en los palacios,
tal vez por medios torpes adquirido;
[...]


(en Corona, pág. 148)                


La composición no carece de valor, pese a su parcial falta de originalidad y el parafraseo de lugares quintanescos.

La evolución del panorama político español de la primera mitad del siglo XIX explica la debilidad de la revolución romántica en el país y su corto alcance al mismo tiempo que la causa de la pervivencia de la estética del Neoclasicismo hasta muy avanzada la centuria. Tanto los escritores de la primera generación romántica (Martínez de la Rosa, el Duque de Rivas, etc., educados por Quintana, Cienfuegos...) como de la segunda (los que llenan el momento de la «revolución», hacia 1835) continúan utilizando rasgos estilísticos heredados del clasicismo y respetan la obra de sus predecesores, de aquí que la reacción contra los neoclásicos fuese más verbal que efectiva. A lo sumo, estos procedimientos se hacen más exagerados como -de hecho- se ha podido observar en las coronas, que no exponen más que el desarrollo de esta actitud, ya anacrónica, convertida en moda generalizada ante la falta de una nueva concepción poética.

Los dos tomos publicados con motivo de la coronación de Quintana son en consecuencia, y tras el análisis de las composiciones y autores más destacados buen testimonio de la persistencia del clasicismo en la obra de muchos poetas para algunos sólo una moda que continuaría, también en el gusto del público, a lo largo del siglo y que será asimilada al desarrollo de las nuevas tendencias. Ya en su último tercio la línea poética civil será su receptora y, junto a la campoamorina y la becqueriana marcará la impronta en las preferencias del lectorado de la poesía del periodo.





 
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