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La «pintura» de damas en la poesía de Juan del Valle y Caviedes

Antonio Lorente Medina





Cualquier lector atento de Caviedes descubre de inmediato la cantidad notable de elementos plásticos que encierra su obra poética. Ya los mismos títulos de sus poemas, eminentemente explicativos, incluyen a veces vocablos que aluden directamente a la pintura y anticipan, de algún modo, los medios pictóricos de que se sirve Caviedes para la descripción caricaturesca de sus personajes -reales o mitológicos-. Sirvan como ejemplos «Receta que el poeta le dio a Liseras para que sanase del achaque de la giba, Píntanse primero los accidentes que padece por ella...», «Romance en que se procura pintar, y no se consigue, la violencia de dos terremotos con que el poder de Dios asoló esta ciudad de Lima...» o «A un pintor que retrataba a una dama y la miraba con anteojos». Ya dentro de sus versos, las referencias pictóricas se multiplican considerablemente. Sintagmas como «pinta la pluma», «dibuja el genio», «lámina confusa», «pintor retrata», «copiarlo en embrión», «pintar como querer», «pintada la ninfa», «se retrataba», o términos como 'lienzo', 'pluma', 'pincel', 'estampa' o 'colores', asaltan con frecuencia al lector, como muestra el siguiente fragmento, extraído de su «Fábula de Narciso y Eco»:


La hermosura de la ninfa
no me es posible copiarla,
porque sólo tengo sombras
y los colores me faltan.
Mas esta pintura es
de imprenta, si era de estampa,
que en mirándose Narciso
se imprimía en tinta blanca.


(2: 218, vv. 85-92)1                


Todos estos ejemplos muestran la proximidad de la imagen poética de Caviedes con las artes pictóricas, que incluso puede solazarse con el inventario de las láminas de Melchor Vásquez, en «Causa que se fulminó en el Parnaso...». Pero esta imagen adquiere el máximo de su desarrollo en los poemas dedicados a la «pintura de damas» o a la «pintura de borrachos»2, que inciden de lleno en su carácter eminentemente visual y nos introducen en un tema recurrente en la poesía barroca española: el del desplazamiento del campo literario al de las artes plásticas. Dicho desplazamiento se produjo como consecuencia de la aceptación, por parte de la intelectualidad española, de la igualdad esencial entre la poesía y la pintura; tópico que se concretó en la famosísima expresión de Horacio Ut pictura poesis, apuntalado con unos versos de su Epistola ad Pisones, en los que se afirmaba que poetas y pintores tenían la misma facultad de hacer lo que querían3.

Los orígenes del tópico se remontan a la Poética de Aristóteles y a la frase de Simónides de Ceos (extraída de Plutarco) en la que se definía a la pintura como «poesía muda». Es cierto que ni de sus testimonios ni de los de Horacio se desprendía la idea de la igualdad entre la labor del poeta y la del artista, salvo en que el objeto de la imitación en ambos era el mismo -la naturaleza en acción- y que las comparaciones de Aristóteles y de Horacio sólo habían sido utilizadas como ejemplos para aclarar el sentido de sus respectivas poéticas. También lo es que en los medios cultos hispanos se conocía el significado original de los textos clásicos. Pero no es menos cierto que el gusto por la pintura que se desarrolló en España durante los siglos XVI y XVII, el interés de los pintores por equiparar socialmente ésta a las otras artes liberales (como la poesía), la extensión del concepto de sinestesia, la relevancia que adquirieron los cuadros en la sociedad española del momento, la similar extracción social de pintores y escritores, las frecuentes relaciones familiares y de amistad entre unos y otros, muchos de ellos escritores y pintores a la vez, sus lugares de encuentro en Academias y fiestas, y la enorme similitud entre las Poéticas y los Tratados y Memoriales Artísticos4 propiciaron la elaboración del tópico igualador pintura/poesía, con unas consecuencias muy alejadas, cuando no ajenas, al sentido original de los textos greco-latinos. Por otra parte, la Edad Antigua proporcionaba una considerable cantidad de textos que explícitamente abogaban por la pertinencia de esta similitud, a la par que se erigía en fuente de anécdotas e historias que la ratificaban en la práctica. Y de la Biblia se podía extraer la idea -como se hizo- de que Dios había actuado durante la Creación del Mundo como pintor y poeta.

La multiplicación de ejemplos en la literatura española, procedentes del Romancero General o de sus más insignes escritores (Góngora, Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Calderón), en los que el tópico Ut pictura poesis se manifiesta explícitamente, es una expresión clara de las intenciones y los intereses que movían a quienes lo interpretaban, aunque siempre haya que circunscribirlos dentro de los límites marcados por la creencia de que existían unas leyes que regulaban la creación, de las que no podían salirse ni poetas ni pintores. Hasta tal punto caló la asunción del tópico que la asociación entre la pintura y la literatura llegó a concretarse en las distintas disciplinas literarias por separado, especialmente con la historia, la comedia y la poesía (Egido 164-97). En el caso de la historia, la asociación pareció natural por el carácter «narrativo» de ambas y por su idéntica condición de rememoradoras de los sucesos pasados y preservadoras de la memoria colectiva5. En el caso de la comedia, porque su marcado rango visual la emparentaba con la pintura. Además, la comedia, émula de la página y del lienzo, podía, como éstos, abarcarlo todo en breve espacio. Son suficientemente elocuentes los testimonios de Caramuel y de Francisco de la Barreda6 como para que ahora les dediquemos más atención. Y en el caso de la poesía, por su comunidad de orígenes, medios, técnicas, vicios, e incluso fines con la pintura. Respecto de la última asociación, recordemos que era un lugar común el sostener que ambas disciplinas -pintura y poesía- compartían la imitación como instrumento común para perseguir unos fines que se consideraban similares, y que imágenes y palabras servían con la misma eficacia para perpetuar la memoria de los hechos pasados y salvaguardar y difundir la tradición cristiana (Portús Pérez 34). Y como se creía ciegamente en el poder persuasivo de ambas para «mover y representar», se terminó pensando que su unión intensificaría su ya connotada eficacia narrativa7. No es de extrañar que Lope de Vega llegara a afirmar en «El jardín de Lope», en la «Epístola al Licenciado Francisco de Rioja en Sevilla»: «Y creedme que plumas y pinceles / han hecho sucesiones y linajes: / tanto puede Virgilio, tanto Apeles» (259, vv. 106-08).

Opiniones como ésta, que incidían directamente sobre la idea de la Fama, tan arraigada en el Barroco español, tuvieron numerosísimas manifestaciones prácticas de las que sobresalen las variadas series de retratos con inscripciones de reyes u hombres señalados, en las que con la mezcla de imágenes y de palabras se pretendía fijar más claramente en la memoria los hechos destacables de los personajes. Al margen del Libro de la descripción de verdaderos retratos de illustres y memorables varones (1886), de Francisco Pacheco8, recordemos la serie del Alcázar de Segovia, con los retratos de los reyes castellanos, que dio lugar al libro miniado de Hernando de Ávila, la de los monarcas de Castilla, pintados por Sánchez Coello, para la que Diego Gracián realizó unos poemas, o la de los reyes aragoneses, con inscripciones latinas de Jerónimo de Blanas que adornaban el palacio de la Diputación de Zaragoza. A ello se debió también la gran floración de la literatura emblemática española durante el Barroco. Sin ánimo de incursionar en este tema, conviene al menos recordar que la vida entera se consideró en términos emblemáticos, hasta el extremo de que la naturaleza misma fue vista como un libro de jeroglíficos similar a los Emblemata de Alciato, que encerraba en sí misma sentencias y virtudes, representadas bajo formas de seres monstruosos y simbólicos.

Tanto caló el tópico de la igualdad esencial entre poesía y pintura en la mentalidad de la época, que el traspaso de términos pictóricos a la literatura llegó a hacerse de forma mecánica. Como ya señalara Emilio Orozco, palabras como 'borrones', 'lienzos', 'pinceles' y 'pintar' se convirtieron en sinónimos (y sustitutivos) de 'plumas', 'libros' o 'describir' para todos los escritores barrocos, llegando en algún caso a equiparar los instrumentos físicos o intelectuales de pintores y poetas9. Numerosísimos testimonios acreditan que la idea de identidad total entre pintura y poesía estaba plenamente arraigada y no era patrimonio exclusivo de literatos y pintores, sino que había llegado a las capas populares y al lenguaje coloquial. Buena prueba de ello es el hecho de que el tópico apareciera con frecuencia en contextos paródicos, puesto en boca de personajes de comedia de baja extracción social, muestra evidente del grado de popularización que llegó a adquirir.

Otro ejemplo importantísimo, que demuestra la penetración del tópico en el lenguaje popular es el hecho de que el verbo 'pintar' incorporó muy pronto gran parte del campo semántico del verbo 'describir'. Especialmente se utilizaba con este sentido cuando se aludía a las características físicas de una persona, lo que dio lugar al nacimiento de un subgénero poético que alcanzó gran fortuna y desarrollo en el siglo XVII, al que se denominó 'pintura'. Este subgénero, bastante bien estudiado por Gareth Davies (288-313), se compone básicamente de «retratos poéticos» de damas, en los que se describen, en orden descendente, sus cabellos, cejas, ojos, labios, dientes, cuello, pecho y, tras una decorosa referencia a sus partes pudibundas, sus piernas y sus pies:

The details of the genre are briefly given. With or without an appropriate introduction, or apostrophe to the audience, the poet, faithful to the age-old rules, sets out to paint the lady's beauty, taking in turn her hair, eyebrows, eyes, lips, and teeth, then her neck and bosom, and after a decorous reference to her invisible (and inviolable) parts terminates with an allusion to her legs and feet.


(304)                


El rastreo que Davies realiza del retrato literario en la literatura española, se remonta a la tradición greco-latina de la «descriptio puellae» y de la «descriptio pulchritudinis», para observar cómo se manifiesta el tópico desde sus formas incipientes en el Cancionero General (1511) o en los pliegos sueltos poéticos y el Romancero General (1589, 1604 y 1605) hasta su inclusión en la poesía y el teatro de Góngora, Lope, Valdivielso, Antonio de Mendoza, Pablo Céspedes, Pedro de Espinosa, Juan de Jáuregui, Francisco Pacheco, Vicente Carducho, o Calderón, con incursiones en sus versiones paródicas. Su prolija explicación nos exime en estos momentos de ejemplificar10. Sí conviene destacar, en cambio, que la pasión por el retrato y por la pintura en la sociedad barroca fue tal que ya Carducho, en sus Diálogos de la pintura (1633), la juzgaba un vicio, poniéndola en boca de los personajes de su Diálogo. Así Discípulo se quejaba de que «no ai persona que no le parezca que el no retratarse, es pérdida grande de su República, y ya con demasiada licencia», y Maestro testificaba los excesos a que habían llegado las clases medias artesanales, en su afán por emular a la Grandeza:

[...] y no como ahora se vsa que no sólo se retratan las personas ordinarísimas, mas con modo, hábito e insignias impropíssimas, que se debería remediar este excesso. Yo he visto retratados a hombres y mugeres mui ordinarios, y de oficios mecánicos (aunque ricos), arrimados a vn bufete o silla debaxo de cortina, con la gravedad de trage y postura que se debe a los Reyes y grandes Señores...


(f. 111v)                


Así es que cuando Caviedes se enfrenta a la composición de sus «pinturas» el retrato literario, ya fuera en su forma idealizada o su variante en negativo como parodia del personaje retratado11, gozaba de buena salud y disponía de unas fórmulas retóricas sancionadas por la tradición poética del Barroco. Es desde esta perspectiva desde la que debemos situarnos para valorar en su exacta dimensión la originalidad de su aportación.

«Pintura de una dama en seguidillas» es, quizá, el primer retrato de la serie que Caviedes dedica a las damas. El tono festivo y candoroso del poema, acrecentado con la ligereza de la seguidilla, no impide observar la hipérbole continuada sobre la que está construido. El desarrollo de la agudeza conceptual permite a Caviedes ensalzar la belleza de la amada con una serie de imágenes por correspondencia que se refieren a los distintos miembros del cuerpo, en gradación vertical descendente, y remiten siempre a los atributos de su belleza. El hablante poético sigue latamente los cánones establecidos por la poesía petrarquista para encarecer la hermosura de la dama. El oro ensortijado de su pelo, el nácar de sus mejillas, el rubí de sus labios, la blancura de su piel, la esbeltez de su talle, o la pequeñez de su pie, son metáforas de la lírica amatoria completamente acuñadas en los siglos XVI-XVII. El contrapunto estriba aquí en la originalidad de las metáforas dedicadas a sus cejas («víboras arqueadas de azabache») y al color negro de sus ojos, que, en juego de paradojas, mantienen a Caviedes admirado de que «tengan tantos esclavos / siendo unos negros». Y, desde luego, en la polisemia y la ambigüedad esparcida por los diversos vocablos con que describe las distintas partes del cuerpo de la amada, como muestra, por ejemplo, la seguidilla dedicada a su frente, que para describirla como linda, combada y engalanada con una cinta recurre a sintagmas que la relacionan con el embarazo: «nueve faltas», «tan preñada» o «en cinta»; sintagmas que modifican los contenidos semánticos de los verbos ostentar ('vanagloriarse' y 'mostrarse al público con magnificencia y boato') y salir (simultáneamente 'sobresalir', 'manifestarse' y 'darse al público'):


Nueve faltas ostenta
tu frente linda,
que sale tan preñada
que ya está en cinta.


(2: 119, vv. 9-12)                


Más atrevido es el poema siguiente: «Pintura de una dama que con su hermosura mataba como los médicos de Lima». En este romance Caviedes lleva a cabo una jocosa actualización del tópico literario «morir de amor» a través de un hablante poético que pondera la hermosura de la dama, oculto su nombre bajo el nombre poético de Lisi12, hasta extremos de acusarla de matar con su belleza tanto como los médicos de Lima:


Lisi, mi achaque es amor,
y pues busco en ti el remedio
y cual médico me matas,
hoy te he de pintar con ellos.


(1: 187, vv. 1-4)                


La comparación beldad-médicos se establece desde la primera copla asonantada del romance. En ella vemos condensada la situación inicial del poeta como enfermo de amor, su búsqueda infructuosa del remedio, ya que Lisi es a la vez el fármaco y el tóxico, la cura y la enfermedad, y su decisión final de elaborar el verdadero retrato de la amada, por encima de su aparente perfección física, que constituye el núcleo del poema. La incurable enfermedad del hablante poético posibilita la aparición de la imagen 'mar de azabache' de la segunda copla, con la que describe el cabello de la dama en que se anega ('ahoga'), 'destruye' e 'inunda', y el contraste de su color (negro) con el del apellido de un conocido médico limeño de su época: Francisco Bermejo (rojo). La sabia asociación igualadora, basada en la idéntica eficacia letal de ambos, provoca la irrupción de un recurso frecuente en la obra poética de Caviedes, el uso de la onomástica burlesca, que ya estudiamos en un trabajo anterior13 y que aparece de nuevo en este romance como parte esencial en la composición de alguna de sus coplas para satirizar a varios médicos limeños coetáneos suyos, perfectamente identificables para cualquier lector familiarizado con Caviedes.

La descripción del retrato vertical de Lisi, iniciada con su pelo, continúa en las siguientes coplas con su frente, cejas, ojos, nariz, mejillas, labios, dientes, barba, garganta y pechos, manos, talle, partes pudibundas, culo, muslos, piernas y pies con técnicas caricaturescas asombrosamente similares a la anamorfosis archimboldesca14. En esencia, al efectuar su retrato monstruoso Caviedes no hace nada más que utilizar el mismo procedimiento que había usado Arcimboldo en las series de cuadros que constituyen «Las Cuatro Estaciones», «Los Cuatro Elementos», o «El Bibliotecario» y «El Jurista». En ambos autores se exprimen al máximo las correspondencias entre imágenes y conceptos para conseguir un retrato simbólico, en el que la visión de conjunto se obtiene a través de una combinación abigarrada de objetos animados e inanimados que mantienen sus características propias a la par que remiten, alegórica o burlescamente, al personaje retratado. Es cierto que difieren en el objeto del retrato y en la finalidad perseguida, que en Arcimboldo tiene que ver con la creación de un «state portrait» y con la exaltación de las aspiraciones universalistas del Imperio Haugsburgo, encarnado en la figura de Rodolfo II15, mientras que en Caviedes tiene que ver con la ridiculización de Piojito y la moralización que se desprende de ella. Pero también lo es que el juego de correspondencias iniciado por Arcimboldo abrió las posibilidades de subvertir el canon de representación de la figura humana hacia una interpretación grotesca, evidente ya en «El jurista», que se desarrolló poco después en el Barroco.

¿Pudo conocer Caviedes alguno de los cuadros en que Arcimboldo utilizó la anamorfosis, aunque fuera a través de posibles grabados? No parece probable, aunque no se puede descartar por completo16. La fortuna del pintor milanés fue considerable en la corte de Rodolfo II y en su ciudad natal (Levisi 218, Porzio 44-5)17. Pero su gloria se opacó poco después de su muerte (1593) hasta finales del siglo XIX. Por otra parte, sus retratos fueron escasamente conocidos en España. Sabemos que Felipe II tuvo en el Alcázar de Madrid «El Cazador», un retrato de cabeza compuesta por toda clase de animales salvajes, que le fue enviado desde Viena. Ahí lo pudieron ver los personajes que acudían a la Corte e inspirarse para adaptar una técnica manierista, deudora de la emblemática, que podía considerarse la plasmación concreta de ciertas doctrinas filosóficas neoplatónicas muy desarrolladas en el Renacimiento, como reflejan libros como el de Nicolás de Cusa, De Docta Ignorantia18 (1440). De esta conjetura se sirvió José Pascual Buxó para subrayar la similitud entre las técnicas descriptivas de Góngora y las de Arcimboldo (253-70), sin tener en cuenta que la hipótesis más plausible sea la que abogue por la evolución paralela de dos formas estéticas con tendencia a la creación saturada de elementos visuales, provenientes de una fuente común.

Más pertinente me parece la hipótesis que señala la relación entre los retratos de acumulación de objetos, realizados por Arcimboldo, y las imágenes grotescas o monstruosas de Quevedo19. La aguda sensibilidad de Quevedo hacia la pintura, sus dotes pictóricas y sus más que respetables conocimientos de la pintura de la época avalan la creencia de una posible observación personal de los cuadros de Arcimboldo -y no sólo del cuadro existente en la corte de Madrid («El Cazador»)-. Su estancia en Italia y sus visitas a Roma y Milán le pudieron servir para conocer de primera mano los retratos archimboldescos y extraer de ellos -o perfeccionar con ellos- la lección técnica que se desprende del grotesco de su poesía satírico-burlesca: la sustitución de los rasgos naturales constitutivos de una persona por elementos extraños que la caricaturizan. Quevedo consigue esa combinación grotesca de lo humano y lo bestial a través de una distribución equilibrada de los elementos de la realidad, en ordenada sucesión, y los elementos que por exigencias de la caricatura deben reemplazarlos. Su obra muestra numerosos ejemplos esparcidos en La hora de todos, El Sueño del juicio Final o El Sueño de la Muerte, como los retratos de Baco, Neptuno, Alejandro, la Dueña Quintañona, o el borracho con cuerpo de cuba, identificado con el Otoño. Si en estos momentos recuerdo de forma especial los romances «Matraca de las flores y la hortaliza» y «Boda y acompañamiento de campo» es porque Quevedo, en su afán de presentar ingeniosamente la realidad, llega hasta el extremo de hacer de cosas y objetos personas («Don Repollo» y «Doña Berza») con una intención satírico-moral, no por secundaria menos importante. En este sentido, la personificación de elementos procedentes de la «naturaleza muerta» es una prueba más de su habilidad para crear personajes visualmente representables, cargados de significaciones accesorias críticas o morales (Levisi 234).

Caviedes efectúa la misma operación cuando iguala la frente de Lisi con el médico Yáñez, a través del sustantivo plata, para sugerir el mismo color y lo espacioso de ambos, que en el caso del médico le lleva a dilatar sus curas, porfiando neciamente en su diagnóstico y aniquilando con lentitud al enfermo con el fin de obtener su dinero, subrayado con la frase «mata / despacio por el ingreso». Otro tanto podríamos ver en la equiparación de 'cejas arqueadas' con Liseras, ojos negros con los Utrilla, nariz y mejilla con azucena y rosa y éstas con Prado, labios con sangre y Rivilla, dientes con junta de médicos y practicantes, barba con hoyuelo y sepultura, garganta y pecho con mar por donde navega Barco, y pie de Lisi, último de sus miembros comparados, con Machuca20. La feliz antítesis conceptual construida en esta copla aúna la menudez que lo caracteriza y la escasez de ciencia del médico con la capacidad mortífera de uno y otro, expresada en el último verso. Con gran agudeza conceptual Caviedes concentra en el sustantivo 'punto' diversas acepciones equívocas, relacionadas con 'alardear o llevar a gala', con 'pieza de las armas de fuego que sirve para hacer puntería' y con 'medida de los zapatos para determinar su tamaño'. Y el resultado es esta copla breve e intensa:


El pie es flecha de Machuca,
pues siendo en la ciencia el menos
es el mayor matador,
y tiene punto con serlo.


(1: 190, vv. 61-64)                


La comparación final de Lisi con un lucero pudo muy bien sugerir a Caviedes -directa o indirectamente- la composición del romance «Pintura de una dama en metáforas de astrología». Al fin y al cabo conocía las técnicas literarias que producen retratos grotescos y no tenía nada más que desplegar su ingenio para agotar las posibilidades expresivas que le ofrecía el tema, como hizo con otros, como los poemas dedicados al casamiento de un hojalatero apellidado Mejía (2: 177, 300, 308, 310 y 314).

Ofrecido a una destinataria de buena reputación, como sugiere la etimología de su nombre, el poema se construye sobre la agudeza por correspondencia entre tres campos semánticos relacionados con el cuerpo humano, con la astrología y con la pintura. Así, junto a vocablos que designan a las diferentes partes del cuerpo (pelo, cabeza, frente, cejas, ojos, nariz, o boca) encontramos sus correspondientes astrológicos como términos de comparación equivalentes (cometa, firmamento, lucero, iris, Marte, Venus, línea o sol) ensamblados con un léxico que subraya el colorido y la plasticidad del medio artístico utilizado en la confección del retrato: pintura, copia, iris, espejo, iluminar, rubí, perlas, pincel o columnas.

En el romance subyace la vieja idea medieval de la armonía (correspondencia) entre el cosmos y el «pequeño mundo» del hombre. No obstante, Caviedes era consciente de la dificultad que suponía su construcción poético-plástica. Lo disímil de la comparación entre las diversas partes del cuerpo de Eufemia y el conocimiento de los astros, de su movimiento y de sus influencias en la índole de las personas, con lo que comporta de asunción de la astrología judiciaria21, era un reto muy difícil de resolver22. Y mucho más si lo pretendía encerrar en el estrecho cauce de una copla octosilábica. Quizá, por eso, su intuición poética le dictó comenzar el romance con la copla siguiente:


Astrólogo de pinturas,
copiar a Eufemia pretendo
por ser cielo su hermosura
en metáfora de cielo.


(2: 115, vv. 1-4)                


El acierto de esta copla estriba en integrar, de forma ceñida y breve, una considerable pluralidad de significados. El sintagma «astrólogo de pinturas» sugiere diversas ideas complementarias que lo enriquecen: las derivadas del sustantivo 'astrólogo' (estudioso de los astros, pero también quimérico) y las derivadas del sustantivo 'pinturas' (a la vez, descripción, tabla donde se pinta y arte liberal). Todas de consuno transmiten al lector, no sólo la duplicidad significativa en que se va a desarrollar el poema, sino también sensación de escepticismo y descrédito. El nombre de Eufemia ('de buena reputación') implica cierta dosis de honestidad y virtud e incide en el tono del discurso. El verbo 'pretender' engloba en sus acepciones tanto la noción de 'solicitar' como la de 'procurar' o 'intentar', con lo que comporta de irrealizable. Y 'cielo' refiere a la vez a la 'región superior de los elementos' y a la hermosura de Eufemia, identificada con la hermosura de la obra de Dios y, metonímicamente con Dios, que es la suma perfección. La polisemia y las dilogías insertas en la copla posibilitan la titánica labor de realizar el retrato de la destinataria, ponderada hasta el extremo de ser equiparada a Dios. Es una hipérbole continuada que se manifiesta con rotundidad en las restantes coplas y que facilita el hecho de que la tierra padezca eclipses cuando un espejo (la luna) se interpone entre ella y Eufemia, que es el sol. O que su cabellera se asimile a la de un cometa, cuerpo celeste que, según el sentir de la época, anunciaba 'fatalidades'; aunque su frente y sus cejas, respectivamente 'pedazo de firmamento' e 'iris', neutralicen estos efectos «derogando agüeros»:


Fatalidades anuncia
suelta la trenza del pelo,
cometa que por cabeza
tiene un precioso lucero;
pero su frente espaciosa,
pedazo de firmamento,
con las iris de las cejas
sale derogando agüeros.


(2: 115, vv. 9-16)                


Caviedes continúa desarrollando hiperbólicamente los efectos que las restantes partes corporales de Eufemia producen en el universo: los luceros de sus ojos, identificados con Marte y Venus dan vida y muerte alternativamente, según estén severos o apacibles; su nariz es la línea equinoccial por donde gira constantemente el mismo Febo para iluminar sus mejillas; el rojo de su boca es a la vez rubí y sol poniente partido por las «perlas del agua»; sus manos son dos esferas celestes y, como tales, dos pedazos de cielo; en su garganta, pecho y talle se congregan las estrellas que forman el Crucero del Sur; sus piernas son las columnas imaginarias que sustentan el cielo; y sus pies pequeños son a un tiempo diminutos como un punto y fundamento, como los polos, en que se asegura («estriba») el hemisferio.

Con el poema «Otra pintura en metáfora de naipes» cierra Caviedes el ciclo dedicado a los retratos de damas. En los manuscritos que lo recogen (Mss. A y B)23 figura a continuación de «Pintura de una dama en metáfora de seguidillas», con el mismo metro. Es una nueva muestra de su capacidad para extraer todas las posibilidades que un lema literario le ofrecía. Para llevarlo a cabo Caviedes se acoge a una fructífera tradición retórica, largamente desarrollada en la poesía hispana del Siglo de Oro, en la que el motivo del naipe se había convertido en un tópico que abarcaba los más variados temas; amorosos, satírico-burlescos, políticos, bélicos, religiosos o hagiográficos, como ya estudiara Jean-Pierre Etienvre (Márgenes). Por las páginas de su trabajo discurren numerosos textos poéticos, narrativos y dramáticos de los más variados ingenios españoles, desde Fernando de la Torre y su «Juego de naypes», incluido en el Cancionero de Estúñiga (471-96) y ya con simbolismo dúplice, hasta Góngora, Lope, Quevedo, Villamediana, Cervantes, Sebastián de Orozco, Garci Sánchez de Badajoz, Miguel Barrios, Antonio de Solís, Luis Antonio, Jacinto Antonio Maluenda, Alonso de Ledesma, Manuel de León Marchante, San Francisco Javier, San Francisco de Borja y tantos otros, entre los que también se encuentra Rosas de Oquendo. De todos ellos nos interesan como posibles precedentes de Caviedes «Pintura del juego del hombre»24, «Pintura de una Dama en metáphora del juego del hombre», «Pintura en metáphora de diversos juegos», de Miguel de Barrios (123-24), y el «Bayle del IUEGO del hombre», de Agustín de Salazar, que gozó de cierta difusión25, en cuanto que los cuatro poemas aluden a la equiparación naipe-retrato y desarrollan las correspondencias entre determinadas partes del cuerpo de la dama y distintos juegos de baraja.

Como podemos ver, Caviedes utiliza un procedimiento bastante transitado por la poesía de tono menor, bailes y entremeses hispánicos. Compone sus retratos en estrecha relación con ellos combinando dos campos semánticos disímiles -el de partes del cuerpo de la dama y el de juegos de naipes- que se interrelacionan continuamente hasta el extremo de presentarse como perfectamente equiparables. De ahí la floración de parejas tan alejadas como 'pelo' / 'tenderete', 'frente' / 'cientos', 'cejas' / 'malcontento', 'ojos' / 'rey dormido', 'nariz' / 'quince', 'mejillas' / 'primera', 'boca' / 'sacanete'26, 'manos' / 'cinquillo', 'cuello' / 'quínolas', 'talle' / 'pechigonga', o 'pies' / 'puntos'. La perfecta homologación de estas parejas posibilita, mediante la agudeza verbal, el despliegue de un vocabulario que remite simultáneamente a diversos lances de los juegos enumerados y a cada una de las partes de la dama, produciendo ambigüedades y dilogías continuas.

Por citar algunos ejemplos, recordemos que los vocablos 'tender' y 'coger' se refieren tanto a dos acciones del juego de naipes, como al hecho de soltarse el pelo una persona o recogérselo, y que con unas y con otro se consigue 'ganar' mil 'cartas' o mil 'vidas'; que el sintagma 'dar capote' equivale a no dejar hacer baza al contrario, pero también fruncir el ceño y mostrar el semblante severo; y que 'atajar cambios', 'triunfar' o 'descartar' obviamente tienen que ver con diversas actividades naipescas y, a la vez, con distintos momentos de la vida misma27. De igual modo, las cuatro flores que componen la mejilla de la dama -jazmín, carmín, rosa y azucena- se relacionan con la poesía petrarquista, pero también con las cuatro cartas que se reparten a cada jugador en el juego de primera, a la par que con el envite ganador del que juntaba tres cartas de un mismo palo y hacía la 'flor'.

En ello radica la originalidad de Caviedes. Su ingenio desarrolla un considerable arsenal de figuras retóricas, encaminadas a encarecer la belleza de la dama en un tono lúdico y honesto, sin traspasar la frontera del decoro: dilogías continuas, dobles sentidos y ambigüedades, juegos de alusión y elusión, reutilización de frases proverbiales y clichés, catacresis metonímicas por analogía referencial, hipérboles, estructuras hiperbáticas y encabalgamientos frecuentes que le confieren al poema un ritmo vivo y dinámico, caracterizado por la condensación y la brevedad. Dos cualidades que ya hemos encontrado en los anteriores poemas y que se unen aquí para subrayar su habilidad literaria y para conseguir el tono sentencioso y festivo que quería dar a su discurso poético desde la primera estrofa:


Tu retrato con juego
copio de naipes,
para ver si mi dicha
pueda ganarte.


(2: 121, vv. 1-4)                


En esta seguidilla se concentran las distintas líneas temáticas que se van a desarrollar a lo largo del poema. El hablante poético, al dirigirse a una dama, establece el tono por el que quiere que discurra su discurso y expresa con claridad su propósito: copiar con juegos de naipes el retrato de su interlocutora, con el fin de obtener sus favores. Ahora bien, complica su intención al conciliar vocablos que contienen en sí mismos múltiples significados equívocos, algunos de ellos coincidentes y otros significativamente separados. 'Retrato' engloba entre sus acepciones la de 'pintura' o 'efigie', 'relación en verso' y 'réplica del original', con lo que nos introduce en el espacio de las artes plásticas -pintura y escultura- a la vez que en el de la poesía. 'Juego' implica en paralelo las ideas de 'actividad lúdica', 'entretenimiento honesto', 'arte para conseguir algo', 'uso equívoco de las palabras' y, unido a 'naipes', juego de baraja. 'Copiar' es 'retratar a una persona', y, al mismo tiempo, 'trasladar al papel fielmente del original' y 'pintar las perfecciones de alguien'. 'Naipe', metonimia del mismo juego, es una carta de la baraja, que presenta en su interior una figura pintada, con lo que analógicamente significa también retrato28 y se homologa semánticamente con él. 'Dicha' condensa en sus significaciones las ideas de felicidad, fortuna, o logro venturoso de lo que se desea. Y 'ganar' incorpora en su contenido los conceptos de 'adquirir o aumentar caudal', 'obtener' (la gracia de algo o de alguien), 'conquistar o rendir una plaza', o 'vencer a otro en el juego', lo que nos remite al tema clásico de la disputa de amor, a la conquista de una dama y a su enamoramiento. Todo ello se encierra dentro de una forma métrica especialmente breve: la seguidilla. En tan exiguo molde Caviedes consigue explicitar su propósito, el método que va a utilizar y los medios de que va a disponer para conseguir su objetivo: pintar el retrato de la dama, trasladando fielmente al papel sus perfecciones y describiéndolo en verso de forma jocosa, pero honesta, para rendirla y obtener de ella la «dicha» de ganarla. Y lo hace sirviéndose de la dilogía y del uso equívoco de las palabras con una economía de léxico y una complejidad semántica que sorprenden al lector en su aparente sencillez.

No queremos extendernos más. Con el ejemplo anterior creemos haber mostrado el sabio aprovechamiento que Caviedes lleva a cabo de los recursos técnicos procedentes de la poesía barroca española, especialmente del conceptismo. La lectura y el análisis de sus «Pinturas» nos permite comprobar también su dominio de los distintos «subgéneros» literarios de la poesía aurisecular y su forma de componer sus retratos, que, si van desde una posición inicial deudora de la poesía petrarquista en «Pintura de una dama en metáfora de seguidillas» hasta su libérrimo poema «Otra pintura en metáfora de naipes», nos dejan entrever su profunda unidad de estilo y la intensificación de sus técnicas de lo grotesco en las variaciones que el tema -la pintura de damas- le brindaba.





 
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