Galicia ha sido,
tradicionalmente, un pueblo inclinado a las creencias
ultraterrenas. La Santa Compaña y la devoción a las
Ánimas constituyen dos ejemplos -pagano y cristiano- de esa
preocupación del gallego por el más allá.
En la obra de
Rosalía, donde tantos rasgos del alma popular aparecen
reflejados, no es extraño que también éste
tenga una amplia representación.
Para
Rosalía, más allá del mundo de los vivos, pero
más acá, o, si se quiere, al margen de un Cielo o un
Infierno cristianos, se mueven multitud de seres con los que es
posible establecer comunicación y que, de un modo u otro,
siguen interviniendo o participando de la existencia terrenal: esos
seres son designados frecuentemente por Rosalía con el
apelativo de sombras.
Rof
Carballo1
da una brillante interpretación psico-analítica de
las sombras. Partiendo del concepto de sombra en la
psicología de Jung (aquella parte del subconsciente adonde
se relegan los defectos, las faltas o pecados, las
—24→
fuerzas que el hombre no emplea en la construcción
del yo ideal), Rof Carballo considera la Santa
Compaña como una proyección de los miedos
inconscientes del individuo sobre la Tierra. De esta forma el
hombre gallego mitiga el temor que le inspira su sombra, al verla
en comunidad con otras y recorriendo los lugares que amó en
vida, en cierto modo sintiéndola protegida por la tierra
madre.
Nosotros vamos a
ver cómo viven, qué hacen esos seres ultraterrenos a
los que Rosalía se refiere tantas veces.
Las son seres que
ya han dejado de existir. Pero la muerte no supone la inmediata
transformación en sombra. El recién muerto pasa un
difícil período en el que se encuentra igualmente
extraño al mundo de los vivos que al de las sombras. Lo que
en él queda de vivo se estremece de espanto. Rosalía
percibe esa angustia del que acaba de morir. Además del
miedo a lo desconocido en el que se adentra, está el temor a
«las sombras enemigas», los espíritus que nos
son hostiles en el más allá. En el libro A mi
madre Rosalía nos dice:
¡Ah! De
dolientes sauces rodeada,
de dura hierba y ásperas
ortigas,
¿cuál serás,
madre, en tu dormir turbada
por vagarosas sombras
enemigas?
¿Y yo
tranquila he de gozar en tanto
de blando sueño y lecho
cariñoso,
mientras herida de mortal
espanto
moras en el profundo
tenebroso?
(O.
C. 250)
El muerto reciente
es igualmente extraño al mundo de los vivos. Una primera
etapa de su transformación en parece ser la posibilidad de
presentarse en sueños. Pero esta aparición causa
espanto a los vivos: la sombra todavía no se ha despojado
del aspecto terrorífico que le ha dado —25→
su paso por el sepulcro: el hieratismo, la frialdad de la
muerte tiñen todavía su figura. Rosalía nos
habla de la mezcla de cariño y repulsión que le
inspira esa primera visión de la sombra de su madre.
Y aunque era mi
madre aquella
que en sueños a ver
tornaba,
ni yo amante la buscaba
ni me acariciaba ella.
[...]
Todo es hosco
apartamiento,
como si una extraña
fuera,
o cual si herirme pudiera
con el soplo de su aliento.
[...]
Aun en
sueños, tan sombría
la contemplé en su
ternura,
que el alma, con saña
dura,
la amaba y la repelía.
(O.
C. 253)
Rosalía se
siente culpable por no poder sobreponerse a esa impresión, y
lo comenta con tristeza.
¡Aquella a
quien dio la vida,
tener miedo de su sombra,
es ingratitud que asombra
la que en el hombre se anida!
(O.
C. 253)
Es ésta,
sin embargo, una etapa transitoria. Disipados los «vapores
infectos» del sepulcro, la sombra comienza a adquirir un
aspecto amable y familiar. Generalmente, bajo este aspecto se
presentan las sombras. Sólo en el caso de la madre, y
gracias a la extraordinaria sinceridad con la que Rosalía
nos habla de sus sentimientos, hemos podido establecer la paulatina
transformación. Veamos ahora la última etapa del
proceso.
—26→
...No está mi casa
desierta...
no está desierta mi
estancia...
que aunque no estás a mi
lado
y aunque tu voz no me llama,
tu sombra, sí, sí...,
tu sombra;
tu sombra siempre me aguarda.
(O.
C. 256)
Las sombras no
tienen una situación anímica uniforme, es decir, no
son espíritus bienaventurados, ni tampoco réprobos;
parecen mantener lo que fue en vida su situación más
habitual y, eso sí, son afectadas por los sucesos de la vida
terrena. Veamos algún ejemplo:
La sombra de la
madre de Rosalía es una sombra triste, como triste fue en
vida D.ª Teresa Castro; es,
además, una sombra solitaria:
Tal maxino a
sombra triste
de mi maa, soia
vagando
nas esferas onde
esiste;
que ir á
groria se resiste,
polos que quixo
agardando.
(C.
G. 140)
En el poema
titulado «¡Olvidémolos
mortos!» vemos que una mujer se plantea la
posibilidad de vivir un nuevo amor, olvidando el pasado. Las
sombras de sus muertos, indignadas por lo que juzgan una
traición, la miran adustamente:
e que adustas me
axexan as sombras
tras desos coutos
e riscos,
dos meus mortos
adorados
e dos meus delores
vivos.
(F. N. 282)
Al fin la mujer
decide seguir fiel a sus recuerdos, y habla con las sombras
dándoles una explicación:
—27→
Sosegávos,
ñas sombras airadas,
que estóu
morta para os vivos.
(F. N. 282)
Las sombras aman
el tañido de las campanas. Rosalía dice:
Si por siempre
enmudecieran,
¡qué tristeza en el
aire y en el cielo!
¡Qué silencio en las
iglesias!
¡Qué extrañeza
entre los muertos!
(O. S. 387)
Lo cierto es que
en este momento -En las orillas del Sar es su
última obra- Rosalía ha llegado ya a tal grado de
comunicación con el mundo de las sombras que habla de ellas
con absoluta naturalidad. Cuando nos dice «¡Qué
extrañeza entre los muertos!», tenemos la
impresión de que lo hubiera comentado amigablemente con
ellos. Veamos ejemplos de este progresivo acercamiento de
Rosalía al mundo de las sombras.
En Follas novas leemos:
Que anque din que
os mortos n'oien,
cando ós
meus lle vou falar,
penso que anque
estén calados
ben oien o meu
penar.
(F. N. 240)
Aquí se ve
que hay un íntimo convencimiento de la comunicación,
pero ésta parte del que está vivo, y falta una
respuesta. Más adelante, refiriéndose a la figura del
triste, que inequívocamente la representa, nos
dirá:
Cada vez huye
más de los vivos,
cada vez habla más con los
muertos.
(O. S. 329)
—28→
Ahí vemos
una inclinación progresiva hacia el mundo de ultratumba. El
proceso culminará cuando el hombre sea capaz de establecer a
voluntad el contacto con los muertos. Rosalía nos da un
ejemplo de esto:
No lejos, en soto
profundo de robles,
en donde el silencio sus alas
extiende,
y da abrigo a los genios
propicios,
a nuestras viviendas y asilos
campestres,
siempre allí, cuando
evoco mis sombras
o las llamo, respóndenme
y vienen.
(O. S. 335)
Fijémonos
en ese posesivo «mis sombras», expresivo por sí
solo de una íntima relación. Una cuestión
importante es saber dónde habitan estas sombras. El texto
más claro a este respecto no es de la obra poética de
Rosalía sino de su novela El primer toco. Leemos
allí:
-¡Ah!, no se
comunican contigo, sin duda, los que vagan sin cesar en torno
nuestro en invisible forma, o acaso no los entiendes; pero yo los
siento, percibo y comprendo, aun cuando no pueda verlos. No
sólo envueltos en las tinieblas los espíritus de los
que fueron en el mundo vuelven a él, sino también
entre las transparentes burbujas del agua cristalina, en las alas
de la brisa o de la ráfaga tempestuosa; en los átomos
que voltejean a través del rayo de sol que penetra en
nuestra estancia por algún pequeño resquicio, y hasta
en el eco de la campana que vibra con armoniosa cadencia
conmoviendo el alma; en todo están, y giran a nuestro
alrededor de continuo, viviendo con nosotros en la luz que nos
alumbra, en el aire que respiramos.
(O.
C. 1420)
Rosalía les
atribuye, pues, una especie de omnipresencia o, al menos, de
potestad de estar en todas partes. Recordemos que,
refiriéndose a su madre, tampoco concretó el lugar
(«nas esferas onde esiste»).
Una condición necesaria, sin embargo, —29→
para llegar a establecer un contacto con esos
espíritus, es la soledad, con sus notas concomitantes de
silencio y aislamiento.
Pero cuando
ningún vivo nos acompaña; cuando en la playa
desierta, en el bosque o en otro cualquier paraje aislado nos
encontramos sin quien nos mire o nos observe, legiones de
espíritus amigos y simpáticos al nuestro se nos
aproximan...
(O.
C. 1421)
No obstante esa
capacidad de estar en cualquier parte, las sombras parecen sentir
predilección por los lugares conocidos, frecuentados durante
su vida, sobre todo por la casa donde vivieron. Al evocar el
cementerio de Adina, Rosalía echa de menos a sus amigos;
todos han muerto. Llama a las puertas de sus casas y nadie
responde; al mirar por la cerradura ve solamente sombras
errantes:
Miréi pola
pechadura,
¡qué silensio...!
¡qué pavor...!
Vin
nomáis sombras errantes
que
iban e viñan sin son,
cal
voan os lixos leves
nun
raio do craro sol.
(F. N. 198)
En ocasiones, las
sombras toman de tal manera la apariencia de la Naturaleza, que es
difícil distinguirlas. Un amante olvidado se presenta a la
infiel bajo la forma del viento:
No soy yo,
¡pero soy! -murmuró el viento-,
y vuelvo, amada mía,
desde la eternidad para
dejarte
ver otra vez mi incrédula
sonrisa.
(O. S. 359)
—30→
Hemos visto que,
además de volver al hogar o fundirse con las tinieblas, las
sombras se encuentran en sitios más inesperados, como son
las burbujas de agua, la brisa o el viento, las partículas
que el sol ilumina al entrar en una estancia cerrada...
Paralelamente, y visto desde el lado de los aún vivientes,
esos mismos lugares sirven de refugio a los espíritus
cansados de la vida terrenal:
Del rumor
cadencioso de la onda
y el viento que muge;
del incierto reflejo que
alumbra
la selva o la nube;
del piar de alguna ave de
paso;
del agreste ignorado perfume
que el céfiro roba
al valle o a la cumbre,
mundos hay donde encuentran
asilo
las almas que al peso
del mundo sucumben.
(O. S. 324)
En esos mundos se
continúan experimentando sentimientos terrenales; hemos
visto sombras celosas, sombras tristes, sombras airadas... pero,
además, el tránsito al más allá no las
libera de los afectos que inspiraron en vida. Rosalía se
refirió a las «sombras enemigas» que
acecharían a su madre. En otra ocasión,
despidiéndose de su tierra, exclama: «¡adiós! sombras queridas;
¡adiós!, sombras odiadas» (F.
N. 174).
Como dato curioso,
notemos que la casa solariega de los Castro, el pazo de
Arretén, perdida la animación de otros tiempos,
abandonada y solitaria, se ha convertido también en sombra,
sin dejar de ser palacio, ya que en sus salones habita ahora un
«espíritu temeroso». (Como Rosalía emplea
muchas veces la acepción popular de las palabras,
probablemente aquí «temeroso» quiere decir 'que
infunde temor', es decir, 'temible'). Veamos el texto:
—31→
E
tamén vexo enloitada
da Arretén
a casa nobre.
[...]
Alí
está, sombra perdida,
vos sin son, corpo
sin alma.
(C.
G. 143)
Creo que ha
llegado el momento de hacer una puntualización que parece de
Perogrullo, pero que da origen a errores de bulto.
Las sombras a que
nos hemos venido refiriendo tienen una entidad propia, son seres
que pudiéramos llamar identificables. No deben confundirse
con las sombras simbólicas. Al hablar de las sombras en
Rosalía se piensa siempre en la «negra sombra»;
la culpa de esto la tienen los críticos -no quiero citar
nombres- que hablan en el mismo plano de la sombra de su madre y de
la negra sombra. Las sombras son alguien, la negra sombra es algo;
las sombras son seres con quienes se dialoga, han tenido una vida
terrenal y en cierto modo siguen participando de ella. La negra
sombra es una realidad a la que se alude de forma vaga mediante un
símbolo.
Cuando se quiere
explicar qué es la negra sombra -lo veremos en su lugar- se
habla de «la percepción de la nada
del ser», «un mal
recuerdo», «el origen de
Rosalía», etc.; se habla de conceptos más o
menos abstractos.
Las sombras, por
el contrario, son las madres, los amigos, los amantes desaparecidos
de la tierra, son personas que oyen, que escuchan y que responden,
tal como hemos visto.
Por esta
razón y para poner un poco de claridad en un tema tan
confusamente tratado, nosotros hablaremos aquí sólo
de las sombras. En otro lugar serán tratadas aquellas
—32→
realidades que Rosalía expresó mediante el
símbolo de sombras.
En dos ocasiones
Rosalía parece reflejar, al hablar de las sombras, creencias
relativas a la Santa Compaña. En realidad estas creencias
carecen de sistematización, y varían muchos detalles
de unas versiones a otras de los relatos populares. Las
únicas notas constantes son las de la procesión de
espíritus y su carácter de almas en pena. Las
consecuencias son: que pueden obligar al hombre a incorporarse al
último lugar de la fila, quedando así liberada la que
ocupa el primer lugar, o pueden mostrarle su propio entierro, o
producirle la locura o cualquier otro mal; también se da,
sin embargo, la posibilidad de que la Santa Compaña ignore
la presencia de quien la mira, siempre que éste no importune
a los espíritus que la forman.
Rosalía nos
cuenta la historia de un hombre que en el momento de ir a poner fin
a su vida oye una voz celestial que le previene de sus males
futuros; pero no son éstos el infierno o la privación
de Dios, sino la vuelta a la tierra en forma de espíritu,
condenado a ver la traición y el olvido en el corazón
de la mujer amada hasta pagar el atrevimiento de quitarse la
vida:
Despóis de
atravesare
os desertos
inmensos do infinito,
ó mundo volverías en
esprito
a sofrir, i o teu
crimen a pagare.
(F. N. 235)
Vemos, pues,
aquí la génesis de un alma en pena, nota
típica de la Santa Compaña en contraste con las otras
sombras de las que hemos hablado, que parecen moverse por propia
voluntad. Recordemos que de su madre nos dice Rosalía
«que ir á groria
se resiste / polos que quixo
agardando».
—33→
La
procesión de muertos aparece en el poema titulado
«Estranxeira na súa
patria» (F. N.195). Pero la
evocación tiene un sentido más profundo que el
folklórico: la mujer que, sentada en la baranda de piedra,
ve pasar a los muertos, está palpando su soledad radical, su
total desarraigo: extranjera en su propia tierra, los muertos
también la desconocen.
Sorprende que este
mundo pagano de sombras errantes pueda coexistir con ideas
ortodoxas de un catolicismo aprendido desde niña. Pero el
estudio de Rosalía nos familiariza con estas dualidades de
su visión del mundo. Rosalía no racionaliza sus
creencias, se limita a vivirlas, y las vivencias entrecruzan sus
raíces religiosas y paganas, eclesiásticas y
populares. En muchas ocasiones, sin embargo, tenemos la
impresión de que la capa más profunda de sus
creencias la constituyen las de origen popular. Rosalía
podrá dudar de la inmortalidad del alma, de la existencia de
un premio o un castigo tras la muerte... pero cree en las sombras.
Las sombras están más allá de su duda
individual, pertenecen al acervo cultural de un pueblo que se niega
a abandonar la tierra cuando muere. Cuando Rosalía
escribe:
-¡Moriré en el
otoño!
-pensó, entre
melancólica y contenta-,
y sentiré rodar sobre mi
tumba
las hojas también
muertas.
(O.
S. 391)
no está
siguiendo los gustos de un romanticismo ya caducado, sino dando
testimonio de una fe en la sobrevivencia.
Las sombras de
Rosalía no se parecen en nada a las almas inmortales de la
religión cristiana. Son espíritus humanísimos,
que a veces ignoran su destino, que van errantes, que se indignan,
sufren o se alegran a tenor de lo que sucede en la tierra, que aman
y odian y son odiadas, que, en —34→
fin, han perdido solamente su envoltura corporal, pero
conservan todas sus cualidades humanas.
Como tantas veces,
probablemente el gran mérito de Rosalía ha sido el de
sumergirse en las aguas de su propia alma hasta llegar a ese fondo
en que el individuo es ya comunidad. Allí, desde siglos,
aguardaban las Sombras. Sólo quedaba hacer con ellas
poesía...