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La poesía en el Perú colonial

Mercedes Serna Arnaiz

La poesía de los siglos XVI y XVII en las colonias va ligada a los pormenores de la vida social y al ceremonial regio. Los certámenes y sociedades literarias pasaron pronto al Nuevo Mundo y son frecuentes desde finales del siglo XVI. El verso se pone al servicio del culto civil o religioso y vive institucionalizado a través de celebraciones o adhesiones. Es una poesía marcada por el artificio. En Santo Domingo, México o Lima surgen grandes grupos de versificadores. Al hacer referencia al certamen poético de 1585, Bernardo Balbuena, por ejemplo, habla hasta de trescientos poetas concursantes, alusión a la que cabe agregar la famosa frase de Hernán González de Eslava que en el «Coloquio diez y seis» de sus Coloquios espirituales y poesías sagradas (1610) escribió: «Ya te haces coplero; poco ganarás a poeta, que hay más que estiércol: busca otro oficio». Menéndez y Pelayo testimonia tal abundancia al hablar de la numerosa falange de poetas existentes en Perú.

La poesía de los siglos XVI y XVII atiende, esencialmente, a dos corrientes poéticas: la popular o tradicional, de romances, letrillas y canciones, así como la culta, italianizante y latinizante. A la primera vertiente pertenece, entre otras, la obra de Hernán González de Eslava y a la segunda la del mexicano Francisco de Terrazas. No obstante hay que precisar que las tendencias popular y culta de la literatura colonial se inician a un mismo tiempo, es decir, actúan sincrónicamente.

Las primeras manifestaciones de la poesía popular del siglo XVI (romances, coplas) se recogen en las crónicas del Descubrimiento y conquista de América. El estudio del romancero en Hispanoamérica se inicia con el viaje de Menéndez Pidal en 1939 y la confirmación de la existencia de romances tradicionales en América. Los romances llegan a tierra americana tanto por tradición oral -a través de los soldados y conquistadores que cantan romances aprendidos de memoria- como por tradición escrita, a través de los cancioneros y romanceros que llegaron en abundancia a México y Perú y que se difundieron por otras regiones de América.

Los poetas del siglo XVI frecuentan el género romancístico. La importancia del romancero reside en haber sido la primera expresión poética en el Nuevo Mundo y en su extraordinaria difusión y en su asombrosa pervivencia. Por sus temas, los romances se pueden clasificar en romances indígenas, satíricos, eruditos, profanos, religiosos, filosóficos o amorosos. Hay muchos romances anónimos dirigidos a la conquista de Perú por parte de Pizarro, a las luchas entre almagristas y pizarristas. Estos romances dan cuenta del sentimiento popular ante los hechos o sucesos. El tono suele ser irónico, apasionado o rebelde contra los conquistadores españoles. Así, en la Guerra de las Salinas, Pedro de Cieza de León recoge la siguiente copla:

Almagro pide paz,

los Pizarros, guerra, guerra;

ellos todos morirán y otro mandará la tierra.



El romance satírico puede que sea el que más se cultivó. Hay escasas muestras de poesía satírica mexicana y suelen ser de carácter anónimo. Sin embargo, en suelo peruano tuvo reconocidos maestros como Mateo Rosas de Oquendo y Juan del Valle Caviedes. La Sátira a las cosas que pasan en el Perú, de Rosas de Oquendo, es un romance noticiero y también un sermón, carta o discurso que trata de denunciar las costumbres y el modo de vivir en el virreinato peruano. El narrador pasa revista a todos los tipos fijados por el género: viejos verdes, cornudos, mujeres lascivas, adúlteras, soldados pobres, falsas amistades o maridos infelices. Rosas de Oquendo ofrece una descripción denigrante de la vida americana en el Perú de finales del XVI. Juan del Valle Caviedes, andaluz de nacimiento, pasó al Nuevo Mundo cuando era niño, según cuenta él mismo en sus romances. De talante autodidacta, se mantuvo alejado de la corte virreinal limeña y trabajó en las minas de las sierras. Su obra más conocida, Diente del Parnaso, está compuesta por poemas satíricos, escritos en Lima en 1689. En ellos Caviedes se dirige contra los médicos y también abogados, poetas, clérigos, borrachos, mulatos, beatos o doncellas. Parece que tal actitud está más motivada por asuntos personales que por la larga tradición satírica de literatura satírica hispánica y universal. Caviedes se deleita con lo feo, lo deforme o lo grotesco, su actitud es corrosiva con el mundo de la heroicidad, de la épica.

El cultivo de este tipo de poesía cobra mayor importancia si pensamos que en la época predominaba la lírica culta, petrarquista e italianizante.

La corriente culta llega a los virreinatos en sus dos vertientes: la italiana y la latinizante. Si la corriente popular se difunde en el Nuevo Mundo a través de cronistas, soldados o conquistadores, la culta llega con la emigración a suelo americano de letrados como Gutierre de Cetina, Juan de la Cueva o Hernán González de Eslava. La poesía petrarquista e italianizante, aclimatada en España por Juan Boscán y llevada a su cima por Garcilaso de la Vega, tuvo una vida intensa en suelo hispanoamericano, gracias a su introducción por Gutierre de Cetina. Asimismo, como señala José Manuel Blecua, pasaron al Nuevo Mundo una serie de petrarquistas contemporáneos a Gutierre de Cetina, como Lázaro Bejarano, Juan Iranzo y Laso de la Vega. Concretamente en el Perú se establecieron, entre otros, Enrique Garcés, Juan Bautista Cervera o Luis de Belmonte Bermúdez.

A Perú llegó pronto la corriente humanista y en su difusión tuvo mucho que ver el papel desempeñado por Diego Dávalos y Figueroa, natural de Écija y que llegó a Perú en 1574. Dávalos y Figueroa crea en Lima la principal y «misteriosa» academia poética: la Academia Antártica. Posiblemente también sea él el responsable de la introducción del neoplatonismo en el Perú. Su Miscelánea Austral refleja la influencia de los Diálogos de amor, de León Hebreo, y del humanismo italiano en general. Hay que recordar que fue otro peruano, el Inca Garcilaso de la Vega quien, por la misma época, traducía el texto de León Hebreo al español. Y es que la labor de traducción fue fundamental para el cultivo de la poesía culta en América. En este campo destacan, asimismo, y como veremos a continuación, Diego Mexía de Fernangil y Enrique Garcés.

La poesía en el Perú virreinal florece tanto en su vena popular como en la culta, y dentro de este último apartado, está muy influida por el mundo humanista que incluye el de las traducciones. En todos estos casos se aparta, sobre todo en sus contenidos, de la poesía que se cultiva, por la misma época, en el virreinato de la Nueva España. En ésta se cultiva una poesía que sigue las constantes filográficas europeas del neoplatonismo, el petrarquismo y el amor cortés. Ejemplos notables son los sonetos de Francisco de Terrazas, Hernán González de Eslava con sus liras, las canciones de Bernardo de Balbuena, la «Canción de un desengaño» de Matías de Bocanegra o la poesía lírica de sor Juana Inés de la Cruz.

Ya hemos anotado cómo la corriente humanista llegó al Perú colonial igual que a la Nueva España. Dávalos y Figueroa, como creador, imita, en su poesía, directa e indirectamente el Cancionero de Petrarca, en sus temas, ideología, procedimientos estilísticos y formas. Sin embargo, no creo que estos temas sean los que marcan o representan la poesía del Perú colonial. En la lírica peruana de los siglos XVI y XVII, el autor, si bien se atiene a los parámetros y exigencias literarias europeas con respecto a la forma poética, trata temas propios o autóctonos como historias de los pueblos aborígenes, la conquista europea o la usurpación de la identidad del indígena. Es decir que la poesía no sólo épica sino también lírica se preocupa más por la descripción de los sucesos políticos y sociales de la conquista y sus consecuencias, que por el análisis de la pasión amorosa, de tradición petrarquista.

Enrique Garcés, nacido en Oporto el año 1525, viajó hacia 1547 a Perú, donde permaneció más de cuarenta años dedicado a las tareas mineras en Huamanga y Huancavelica. Cuando regresó a España, inició la publicación de sus obras y murió en Madrid sobre 1594. La figura de Garcés destaca en el mundo de las letras, como hemos comentado, por su papel de traductor. Entre sus traducciones más importantes destacan la del Cancionero de Petrarca así como la de Los Lusíadas de Camoens. También tradujo en prosa el libro de Francisco Patricio Del reino y de la institución del que ha de reinar y de cómo debe haberse con los súbditos y ellos con él. Estos tres libros, vertidos del italiano, portugués y latín respectivamente, serán enviados a España y publicados en 1591. A pesar de su origen lusitano, Garcés sólo utilizó el castellano a la hora de escribir su propia obra. Cervantes, en El canto de Calíope de La Galatea, valoró muy positivamente las traducciones de Garcés: «De un Enrique Garcés, que al piruano Reyno/ enriquece, pues con dulce rima,/ con sutil, ingeniosa y fácil mano/ a la más ardua empresa en él dio cima,/ pues en dulce español al gran toscano/ nuevo lenguaje ha dado y nueva estima./ ¿Quién será tal que la mayor le quite/ aunque el mismo Petrarca resucite?».

Sus versiones de Petrarca afianzan tanto en el Perú como en España la influencia italiana. En el caso de Garcés, a semejanza del Inca Garcilaso de la Vega con los Dialoghi, traduce de una lengua que no es la materna a otra que tampoco es la suya. Las traducciones que Enrique Garcés hizo de la obra de Camoens sirvieron para la difusión de dicho autor en el Nuevo Mundo.

Pero lo más significativo de Garcés es la paráfrasis libre que realizó del célebre poema de Petrarca, «Italia mía», titulada «Canción al Pirú». Es una de las primeras expresiones de amor de un peninsular hacia la tierra americana. Garcés, al inicio y al final de cada estrofa, se apoya en versos de Petrarca pero en los versos intermedios aparecen pensamientos e imágenes originales.

La «Canción al Pirú» es uno de los primeros textos en que, con emoción sincera y tono desgarrado, y apoyándose en la imaginería religiosa y bíblica, el autor critica la situación que padecen los colonos:

¡Ay, pobres desdichados

los hijos deste valle! Pues descuento

a vuestro descontento

ninguno es lo pasado:

pan, pan, pan, es la falta más urgente,

que esotro es ya olvidado;

haya en esto siquiera un diligente



Invoca «al rector del Cielo» para que ponga fin a tanta destrucción:

¿No es ésta aquella tierra que solía

con un celo no frío

mil pobres socorrer muy francamente?

¿No es ésta la provincia del gran brío,

madre benigna y pía,

que con su haber honrado ha tanta gente?

Suplícoos humildemente

que piedad y justicia en vos no muera,

¡mirad el triste pueblo doloroso

que de vos el reposo

después de Dios con gran derecho espera!

Si hacéis reales fuera

irá del todo el daño

y el reino andará luego en gran concierto;

que aquel vigor de antaño

aún en Pirú no está del todo muerto.



Dos son los motivos centrales de sus quejas: los vejámenes que sufren los colonos del Perú y la injusticia de las leyes que regulaban la circulación de la plata en beneficio de los explotadores.

El sacerdote malagueño Cabello de Balboa fue al Nuevo Mundo en 1566 y se relacionó con la élite indígena y mestiza en el virreinato del Perú. Su obra más conocida, Miscelánea Antártica, fue redactada entre 1576 y 1586. En ella el autor hace un recorrido por la historia y la mitología incaicas y narra la llegada de los hombres europeos a Sudamérica. Con su obra, Cabello de Balboa pretende dignificar el pasado precolombino, dotarlo de un origen noble. El autor, no obstante, se atiene a la tradición grecolatina y culta europea. Es decir, que en su obra las parejas se aman platónicamente o siguiendo los modelos petrarquistas, el espacio es un locus amoenus -la arcadia europea-, los protagonistas se asimilan a los héroes grecolatinos y las mujeres siguen el ideal femenino. Pero el autor narra leyendas indígenas, sus ritos y mundo míticos.

La crónica de mayor difusión que narra la historia de los incas será la del Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales, publicada en 1609.

Volviendo al género poético, similar es el caso de Diego Mexía de Fernangil. Nacido en Sevilla alrededor de 1565, se trasladó al Perú hacia 1581 y visitó México en 1596. Mexía es famoso por la traducción de Las Heroidas de Ovidio lo que lo convierte en uno de los mayores difusores del poeta latino en el Perú. Esta traducción junto con la «Invectiva contra Ibis» constituyen la primera parte del Parnaso Antártico, publicada en Sevilla en 1608. Pero nos interesa destacar, ahora, la segunda parte del Parnaso Antártico, que permanece prácticamente inédita en la Biblioteca Nacional de París, y en concreto su «Epístola a don Diego de Portugal», escrita en tercetos endecasílabos. Mexía es un experto en el manejo de las formas clásicas e italianas. Su poética se acerca en el tono a la de Jorge Manrique y en general a la de los poetas renacentistas españoles Juan Boscán y Diego Hurtado de Mendoza.

En la «Epístola», Mexía narra los últimos años del imperio de los incas: las luchas fratricidas entre Atahualpa y Huáscar, hijos de Huayna Cápac, el asesinato del heredero legítimo del imperio inca -Huáscar- en manos de Atahualpa, la prisión de éste y la derrota del imperio inca.

El tono es moral, estoico y «lascasiano»1. Apelando al temor de Dios, el autor amonesta a los cristianos por sus crueldades. Mexía celebra la llegada del cristianismo a tierras paganas pero no duda del envilecimiento de los cristianos, corrompidos por el poder:

Y viendo tanto ceptro, tanto mando,

trocarse, deshacerse y anularse,

está el pueblo español sordo y pecando.



Mexía, que cree en los presagios y castigos celestiales, nos muestra en la «Epístola» su temor al castigo divino al ver la postración moral en que se halla el Perú en manos de los españoles. Como en el caso de Bartolomé de las Casas, el autor, mediante la escritura, pretende lavar su conciencia cristiana, desvelando las atrocidades cometidas por los conquistadores:

Basta decir que el nombre se blasfema

de cristianos, y a muchos es odioso

y es recibido ya como anatema.

¿Pues a sus cuerpos? Caso es espantoso

ver las grandes miserias que sobre ellos

vienen por nuestro imperio poderoso.



Mexía despliega en su epístola los tópicos clásicos e italianos, utilizados también por Jorge Manrique y por Juan Boscán. La brevedad de la vida, el memento mori, el tópico del ubi sunt, el canto a la diosa Fortuna para prevenirnos de su inconstancia, le sirven para denunciar las atrocidades realizadas en el Perú colonial y pedir perdón al Sumo Dios:

¡Oh Sumo Dios!, tu indignación aplaca,

corrígenos, Señor; no nos destruyas,

pues nos formaste desta carne flaca.



Como hemos señalado, Cabello de Balboa pretende dignificar el pasado precolombino, dotarlo de un origen noble y lo hace utilizando la tradición grecolatina y culta europea. Idéntico proceso siguen Enrique Garcés en su «Canción al Pirú», el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales y Diego Mexía de Fernangil en su «Epístola a don Diego de Portugal». Cabello de Balboa se atiene, en algunos de sus episodios intercalados, al patrón de la novela renacentista. Garcés imita la canción «Italia mía» de Petrarca. El Inca Garcilaso parte de los diálogos neoplatónicos. Diego Mexía de Fernangil toma como modelo la «Epístola» de Juan Boscán y los patrones clásicos e italianos. Los cuatro o bien son peruanos o se asientan en el Perú, tienen como tema fundamental de sus obras -en verso o en prosa- la historia del pueblo inca y aspiran a que éstas sean compatibles con los parámetros y modelos del mundo europeo cristiano. Otro caso puede añadirse al de los nombrados, es el del escritor afincado también en el Perú Juan de Miramontes y Zuazola. Su obra Armas antárticas está escrita en un verso renacentista, dúctil y fluido, y su contenido es una variante de la historia de Ollanta.

Algunas de estas expresiones se mueven en el ámbito de la poesía de protesta por cuanto sus autores (muchos nacidos en la Península) expresan las quejas ante la situación que padecen los indios. Ninguno de los escritores estudiados pudo vivir los últimos años del imperio inca (Huáscar, 1527-1532), pero sí el dominio total por parte de los españoles del Tahuantinsuyu y la subyugación a la que fueron sometidos sus habitantes.

La voz de Bartolomé de las Casas, aunque ha pasado a la historia como la más potente, no fue la única y, como hemos comprobado, hubo muchas otras protestas, escritas en verso o en prosa, ante la situación padecida por los indígenas.

Cabría sin embargo preguntarse porqué este tipo de poesía política, reivindicativa o histórica sobre el incario se dio, al parecer, más en el Perú colonial que en el virreinato de México. No quisiera caer en conjeturas, máxime con los pocos documentos que poseemos sobre esta época literaria (las autobiografías de los escritores, de haberlas, hubieran sido decisivas en este sentido), pero sí apuntar algunas hipótesis. Por una parte, la conquista de México y de Perú son bien distintas, como lo son el pueblo azteca y el inca, los reyes de aquél y los de éste. Difícil hubiera sido ensalzar o legitimar a los reyes aztecas, pues nunca hubo ninguna duda sobre sus prácticas de culto y sacrificios humanos. Por otro lado, los reyes incas, como testimonian las crónicas e informes, fueron grandes conquistadores y, a pesar de la brevedad de su imperio, se hicieron con mucha parte del territorio americano. Por tanto, era fácil que pasaran a la literatura como héroes épicos.

Es posible que en la gestación de estas obras influyera la política establecida por el virrey de Toledo, ilegitimando a los incas por tiranos y usurpadores del imperio. Así, Francisco de Toledo, tras la publicación de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas, promovió, a partir de 1565, la creación de diversas crónicas que justificaran el colonialismo y combatieran el derecho de soberanía de los reyes y la nobleza incas. Esta ideología se proyecta en las Relaciones, de Polo de Ondegardo, en la Historia de los incas, de Sarmiento de Gamboa, y en los informes que sobre el pasado incaico ordenó el virrey. Estas obras buscaban el desprestigio de los indígenas y, concretamente, pretendían demostrar que los incas no eran reyes por derecho natural sino tiranos usurpadores y que su religión y prácticas de culto (politeísmo, canibalismo, sacrificios humanos) eran del todo bárbaras. Al colegirse la total ausencia de soberanía de los reyes incas, la Corona podía rebajarlos y disponer impunemente de sus bienes.

Es probable que, frente a esta época marcada por el poco aprecio de los colonizadores por los indios y por la política del virrey de Toledo, surgieran voces en contra, legitimando el imperio inca y a su pueblo.