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La Primera Parte de «Guzmán de Alfarache» (1599) y la ficción

Katharina Niemeyer





Mateo Alemán, en su Guzmán de Alfarache, se presenta «como un pleno novelista moderno, nada inferior a Cervantes en sutileza y recursos narrativos», tal y como afirmó hace algunos años Francisco Márquez Villanueva1, subrayando la importancia del autor sevillano para la creación de la novela (burguesa) moderna. La historia de la crítica del Guzmán todavía está por escribirse, pero no parece aventurado constatar que, a partir de la década de los 70 del último siglo, se estaba preparando un auténtico cambio de paradigma en la interpretación de la obra. Es así como desde entonces los estudiosos se dedican cada vez más a explorar la pluralidad inherente al texto y, en particular, las facetas que configuran su aporte preciso para la evolución posterior de la novela. Entre ellas merece atención especial el concepto de «historia poética» que el mismo Alemán aduce para definir su «libro» («Declaración para el entendimiento deste libro»; A, I, 113)2, ya que esta descripción a primera vista oximorónica resume, a todas luces, las ideas que guían tanto la configuración como la posición intencionadas del Guzmán como obra de ficción narrativa en prosa. En lo siguiente quiero seguir esta pista. Partiendo del análisis de la fórmula propuesta en el contexto de las discusiones poetológicas de la época, se trata de contribuir a aclarar la noción y la práctica de la ficción en el Guzmán en cuanto éstas demuestran una nueva concepción de la ficcionalidad como rasgo decisivo del género para el cual los coetáneos todavía carecían de nombre.

Hacia finales del siglo XVI la polémica humanista contra la ficción -the case against fiction3- ya había pasado los tiempos de su mayor virulencia. No obstante, la cuestión quedaba en pie. El rechazo humanista-platónico de la ficción, desde Juan Luis Vives hasta Malón de Chaide, se basaba en argumentos tanto morales como ontológicos: la ficción da malos ejemplos y falsifica la verdad. Se admitía así el poder de la narrativa ficcional para producir la empatía del lector con los personajes y crear su propia realidad, un poder que la ficción en prosa ejercía a todas luces en una medida mucho mayor que la ficción en verso. Es decir, lo que irritaba a los adversarios era la casi-identificación entre el empleo de la prosa y la no-ficcionalidad y, por consiguiente, el peligro de que lectores 'ingenuos' tomaran por 'verdaderas' justamente las ficciones más inverosímiles, como los libros de caballerías, las novelas pastoriles y las sentimentales.

En esta situación, la recepción de la poética aristotélica ofrecía un camino no sólo para una redefinición de la ficción y su rescate del reproche (moral) de ser mentira, sino también para permitir la distinción entre 'buena' y 'mala' ficción en atención a criterios intrínsecamente poéticos. Siempre se ha insistido en que Alemán, a diferencia de Cervantes, estaba poco familiarizado con la discusión poetológica del momento, todavía se discute si conoció la Poética de Aristóteles4. En todo caso es poco probable que llegara a conocer la Philosophía antigua poética (1596), de Alonso López Pinciano, antes de terminar la primera parte del Guzmán. Sin embargo, cabe suponer que a través de discusiones, lecturas y noticias estaba bastante al tanto no sólo de los teoremas principales de los tratados clásicos, sino que de alguna manera también compartía la fascinación de la época por las nuevas posibilidades de entender la poesía como imitación en lenguaje según el criterio de la «verisimilitud». López Pinciano seguramente tampoco era el único de su círculo que se entusiasmaba por esta concepción y sus implicaciones, ante todo la de poder asignar a la invención poética un campo y un valor propios:

«[...] la obra principal no está en decir la verdad de la cosa, sino en fingirla que sea verisímil y llegada a la razón; por cuya causa y porque el poeta trata más la universalidad, dice el Philósopho en sus Poéticos, que mucho más excelente es la poética que la historia; y yo añado que, porque el poeta es inventor de lo que nadie imaginó y el historiador no hace más que trasladar lo que otros han escrito»5.



Pero este reconocimiento de la licitud, y hasta autonomía de la poesía en tanto que invención, tiene su freno en la importancia atribuida a la verosimilitud y en el papel, notoriamente vago, de la «doctrina». Es decir, la imitación verosímil -concepto que reemplaza al de la imitación retórica vigente hasta entonces6-, se vuelve la base tanto para el delectare como para el prodesse. Los neo-aristotélicos seguían pregonando el famoso binomio horaciano, buscando reconciliar así los preceptos con «la ya incontrovertible realidad sentida en la praxis artística de la prioritaria dimensión placentera de la literatura»7. De ahí que, por un lado, se subordinara la admiración, causada por lo nuevo y raro, imprescindible para el deleite, a las exigencias de una verosimilitud estricta en atención al modelo de mundo vigente y las convenciones del género respectivo8. Y de ahí, por otro lado, la insistencia en que «la poesía comprehende y trata de toda cosa que cabe debajo de imitación y, por el consiguiente, todas las sciencias especulativas, prácticas, activas y effectivas». Con ello se da una amplia posibilidad para mezclar lo útil y lo deleitoso, si bien queda abierto «cuál sea el fin último y principal», sobre todo en el caso de la épica, en el que Aristóteles «más se acuerda [...] del deleite»9.

Todo ello se podía extender a la ficción en prosa. Como bien se sabe, López Pinciano fue el único en Europa que retomó la relativización aristotélica del metro como rasgo poético y la aplicó a fenómenos más o menos contemporáneos. Es así como no sólo define la novela bizantina como poema en prosa, igualable en todo lo demás a los mejores poemas épicos, sino que además defiende el uso de la prosa como mucho más acorde a la imitación verosímil: «el hablar en metro no tiene alguna semejanza de verdad»10. Sobre este trasfondo, también los libros de caballerías son poemas 'legítimos': «no hay diferencia alguna essencial, como algunos piensan, entre la narración común, fabulosa del todo, y entre la que está mezclada en historia», de modo que son tan épicas la Ilíada como los libros de caballerías y la Historia de Ethiopia. Y el rechazo de algunos de ellos, porque «ni tienen verisimilitud, ni doctrina, ni aun estilo grave» no significa sino la afirmación de la ficción en general: «es una cosa buscar la essencia de la épica, otra buscar la perfección en todas sus calidades»11.

Pero el recurso a Aristóteles no resolvía todo ni deshacía del todo los recelos humanistas, en particular la defensa de la utilidad como finalidad literaria suprema. Asimismo estaban por aclararse las cuestiones en torno a la práctica de la narrativa ficcional, que en la época ya excedía con mucho los límites del rubro genérico de 'poema heróico en prosa'. El ars narrandi, también en cuanto al relato no-civil o 'deleitoso', constituía un tema tratado desde siempre en las preceptivas retóricas y poéticas. En el Renacimiento se le prestaba renovada atención, en busca de criterios para la 'excelencia' de este tipo de discurso narrativo. Se aducían a este respecto básicamente los rasgos tradicionales de la varietas -episodios ensartados en la narración de la acción principal-, la suavitas -loci y expresiones de percepción agradable-, los medios para lograr la suspensión del ánimo -el comienzo in medias res-, la evidentia -descripciones intercaladas-, y el decorum, sobre todo en los coloquios de los personajes12. Pero se trataba de rasgos codificados para la narración de asunto y estilo elevados o medianos, mientras que la ficción en prosa que se proponía la imitación verosímil de lo cotidiano, tal como lo hacía o, por lo menos, en buena parte aparentaba hacerlo el Lazarillo de Tormes, sólo permitía, en atención al postulado de la verosimilitud y del mismo decoro, un empleo muy atenuado de ellos. Por consiguiente, estaba sin resolver el problema de cómo señalar, dentro del marco de la verosimilitud, la ficcionalidad de semejante relato: el descubrimiento de ésta destruiría aquella, pero su encubrimiento podría llevar, otra vez, a tomar la ficción por verdad, la poesía por historia.

En respuesta a todo este contexto, el Guzmán ensaya una ficción en la que la verosimilitud sirve de condición y fundamento imprescindibles para la expresión de una intención de sentido no sólo altamente didáctica sino también, y a la vez, intrínsecamente estética. La recurrencia al Lazarillo de Tormes también tiene, desde esta perspectiva, su razón de ser poetológica. En su momento esta «obrilla de burlas» no podía ocupar sino un lugar muy bajo dentro del campo de las letras13. Pero alrededor de 1600 y desde la perspectiva neo-aristotélica, se ofrecía como ficción en prosa altamente verosímil y, además, como ficción que no obstante su gran verosimilitud proporcionaba también un gran deleite. Éste, el deleite de lo cómico, no necesitaba de lo maravilloso, sino, al contrario, de lo cotidiano en lo que tiene de feo y torpe. En la imitación verosímil de esto último se hallaba también la posibilidad del prodesse, o sea, de manifestar «lo útil y dañoso a la vida humana»14.

Sin embargo, es evidente que el mismo Alemán no quería que su obra se incluyera sin más en la serie del Lazarillo. Así, los paratextos autoriales de la Primera parte de Guzmán de Alfarache, todavía demasiado poco estudiados15, intentan dar más realce a la correlación entre verosimilitud, comicidad y doctrina. Con ello buscan otorgar mayor 'dignidad' literaria a un libro que por su materia principal -la vida de un pícaro- sólo hubiera podido optar a una posición humilde en la jerarquía de géneros y estilos. Por un lado defienden lo útil de la narración ofrecida a continuación, pregonando su moralidad, su capacidad de dar consejos y de producir «algún virtuoso efeto» (I, 110) si no en el «vulgo», sí en el «discreto lector». Curiosamente, Alemán no insiste a este respecto sobre el tema del «atalaya» aludido en el título de la obra y mencionado en el Imprimatur y el Privilegio -tampoco lo hacen los elogios-, sino que aduce una serie de tópicos convencionales. Y por otro lado, los paratextos reivindican desde el principio la 'legitimidad' literaria de la narrativa picaresca. «Conseguiráse juntamente que, haciendo mucho lo que de suyo es poco, de un desechado pícaro un admitido cortesano, será dar ser a lo que no lo tiene: obra de grandeza y excelencia» (I, 107), expone Alemán en la dedicatoria a Francisco de Rojas16.

En particular el tan debatido término «poética historia» debe entenderse en este sentido. En la crítica se ha visto como yuxtaposición ambigua de las dicotomías aristotélicas poesía vs. historiografía y, por consiguiente, verosimilitud vs. verdad y universal vs. particular17. Dejando de lado por un momento la cuestión sobre la medida en que Alemán intencionaba correlacionar estas categorías con la dualidad sermón-narración típica de la estructura del Guzmán, resulta importante recordar que en el castellano de la época el lexema «historia» empieza a poder significar history lo mismo que story, y esto último además en la doble acepción de relato y diégesis18. Mateo Alemán se atiene a este último significado cuando en el prefacio a la Segunda parte se disculpa, diciendo: «Si aquí los frasis no fueren tan gallardos, tan levantado el estilo, el decir suave, gustosas las historias» (II, 23; el subrayado es mío, K. N.). Alonso de Barros es aún más unívoco en el empleo del término como sinónimo de «fábula» en su «Elogio» a la Primera parte, cuando alaba al autor hispalense por «su admirable disposición y observancia en lo verosímil de la historia» (I, 116). Al darle a Alemán, por consiguiente, el título de «historiador», su amigo no hace otra cosa que buscar un nombre de oficio para quienes escriban «relaciones» que «persuaden [...] como si a la verdad lo hubiéramos visto como ellos» (I, 115). Es decir, la expresión «poética historia» -que ya había usado el traductor español del Momo en 155319-, bien puede haber sido elegida para señalar, ante todo, el carácter inventado de la fábula ofrecida a continuación, inventada según la noción de la poesía como imitación verosímil y, en cuanto resulta reconocible como tal, capaz de superar los recelos humanistas frente a la ficción. Alemán poseía cierta conciencia de lo nuevo que estaba intentando y para lo cual necesitaba un nombre propio. Desde esta perspectiva, atenta a los planos de comunicación ficcional, también se relativiza la posible correlación de las dicotomías aristotélicas con la pareja sermón-narración. Tanto la conseja como el consejo forman parte de la ficción, de la «poética historia» -en los paratextos Alemán no deja lugar a dudas a este respecto-; por consiguiente, ambos son «ficcionalmente verdaderos», mientras que desde la posición del autor que habla sobre ellos aparecen como «verdaderamente ficcionales»20. Las dicotomías aristotélicas, si es que Alemán las quería aplicar a su obra y no entendía el término «historia» en el mismo sentido que Alonso de Barros, no se refieren, pues, tanto a la estructura interna del texto, sino más que nada a su doble codificación como discurso ficcional y, de ahí, a las ambigüedades intrínsecas a la lectura de la ficción, que en absoluto ha de tomarse por «verdad» pero que, no obstante, debe comunicar alguna «verdad».

Concuerda con todo ello que la misma «Declaración para el entendimiento deste libro» expone muy claramente la ficcionalidad de la historia narrada: es el mismo Guzmán de Alfarache, «nuestro pícaro» (I, 113), quien «escribe su vida» (ibid.), siendo el autor Mateo Alemán. Aceptar el carácter ficticio del discurso narrativo es la clave para poder entrar en el juego entre la conciencia de saber que se está leyendo una ficción y la postura imaginaria de credulidad ilimitada que caracteriza el pacto novelístico21. Y nada más eficaz para iniciarlo que exponer la no-identidad entre autor y narrador. Pero en el caso de la narración heterodiegética la distinción entre ambas instancias muchas veces no solía hacerse sino hasta muy entrado el siglo XX22. En cambio, la narración autodiegética se presta para exhibir su carácter literario inventado. En rigor sólo hace falta la diferencia entre el nombre del autor y el del protagonista-narrador. Posiblemente también por ello Alemán se decidió por este tipo de narración y procuró impedir las dudas acerca de su status ficcional, que en el caso del Lazarillo había ocasionado el anonimato del autor. Sobre este trasfondo, la insistencia del autor sevillano en la heterogeneidad de los lectores («Al Vulgo», «Al discreto lector») y sus indicaciones para una lectura «correcta» -«Mucho te digo que deseo decirte, y mucho dejé de escribir, que te escribo. Haz como leas lo que leyeres y no te rías de la conseja y se te pase el consejo» (I, 111)-, demuestran su preocupación por la incontrolabilidad de la recepción de una obra ficcional. Depende no sólo de la diversidad del público y su falta de información -las dudas que va a resolver la segunda parte anunciada a partir del título (I, 113)-, sino también de rasgos textuales específicos, concretamente la diferencia entre autor y narrador (ficticio), y la concomitante ambigüedad del discurso de éste. Por cierto, la posibilidad de distanciamiento entre autor y narrador -que es propia de la narrativa ficcional y que adquiere importancia decisiva para el género de la novela picaresca23- se insinúa aquí sólo de paso entre otros factores pragmáticos que, supuestamente, impidieron al autor tratar las cosas tal como hubiera querido hacerlo. Sin embargo, ya el mero hecho de que aparezca, revela una conciencia de la ficcionalidad poco común para la época y deja vislumbrar su importancia para la formación del nuevo género, que a partir del Guzmán será un género abiertamente ficcional.

La verosimilitud de la ficción es otro de los rasgos que Alemán quiere establecer para su obra. Ello concierne no sólo a la historia del pícaro, sino también, y ante todo, al hecho imaginado de que semejante personaje narre su vida y, además, se ponga a moralizar: «Y no es impropiedad ni fuera de propósito si en esta primera escribiere alguna dotrina; que antes parece muy llegado a razón» (I, 113). Detrás de estas declaraciones se vislumbra, por primera vez, la conciencia tanto de la importancia como de la problemática que tiene la autobiografía fingida de un pícaro. En rigor, como ha subrayado Anthony Close, hacer que un pícaro hable como un predicador significa la «infraction of decorum»24. La concomitante mengua de verosimilitud y capacidad persuasiva es una preocupación recurrente tanto para Alemán como para Guzmán-narrador. Para resolver el problema, Alemán recurre a la plausibilización intraficcional de semejante infracción. De ahí que, a diferencia del fundamento pragmático (ficticio) de la narración autodiegética en el Lazarillo, en el Guzmán se aduzcan factores estrictamente «poéticos» para el hecho de que el pícaro cuente su vida: la configuración 'caracterológica' del narrador («claro entendimiento»), su historia particular («ayudado de letras y castigado del tiempo») y, desde luego, la 'propiedad' de su discurso. Es decir, Alemán intenta establecer un nexo íntimo y hasta causal entre la «vida del pícaro» y la «autobiografía fingida». La llamativa ausencia, en la Primera parte, de un motivo concreto para que Guzmán «escriba su vida desde las galeras» relativiza, sin embargo, este nexo. En atención al esbozo de su trayectoria criminal, la falta de cualquier alusión a una conversión o la confesión como intención de la autobiografía bien pueden entenderse como refuerzo de la verosimilitud. Pero más aún parece señalar el carácter predominantemente 'poético' del relato, que no debe confundirse con ninguna autobiografía auténtica experimental o religiosa, aunque la anunciada distancia ideológica entre el yo narrado y el yo narrador, así como la interrelación autobiografía -sermón, ya remiten bastante claramente al modelo de las Confessiones de Aurelius Augustinus25. La promesa de una continuación -«en lo que adelante escribiere se dará fin a la fábula, Dios mediante» (I, 114)-, que poco antes se ha anunciado como ya escrita -«Teniendo escrita esta poética historia para imprimirla en un solo volumen [...] agora [...] dividido» (I, 113)-, demuestra una ambigüedad semejante. Aunque toda autobiografía ofrece la posibilidad verosímil de prolongarse, es ante todo la fingida la que puede aprovechar el lapso de tiempo entre el final del relato y el final de su autor para sacar un segundo volumen no menos grueso que el primero.

Así, la insistencia en la verosimilitud parece connotar también la contrapartida necesaria para el cumplimiento cabal de las funciones estéticas de una historia poética (en el sentido neo-aristotélico): la admiratio. Pero con una diferencia decisiva: como motivo de admiración se insinúa aquí justamente la perfección de la ficción, o sea, lo verosímil que va a resultar esta narración autobiográfica fingida de un pícaro escarmentado, cuando lo común y corriente sería que no diga nada o, a lo máximo, «un sermoncito para en la escalera» (I, 113). En la verosimilitud literaria de la interrelación entre enunciación y enunciados de una autobiografía picaresca reside, por consiguiente, la posibilidad de proporcionar no sólo «dotrina», sino asimismo deleite: «Lo que hallares no grave ni compuesto, eso es el ser de un pícaro el sujeto deste libro» (I, 112). Para el «discreto lector» ello es una alusión, por velada no menos significativa y pertinente, al genus entre humile y mediocre que según el decorum corresponde a tal «sujeto». A la vez apunta hacia la comicidad que necesariamente ha de caracterizar a gran parte de los episodios en torno a un pícaro y al discurso que da cuenta de ellos. Y es la concomitante comicidad situacional y verbal -resultado y a la vez marca de esa ubicación entre comedia y sátira- la que va a tentar al lector una y otra vez a reírse de la «conseja».

Ahora bien, el tratamiento de la ficcionalidad en el texto no carece de ambigüedades. En parte, ellas son necesarias en atención al concepto de la ficción esbozado en los paratextos, en parte resultan del hecho de que en el sistema literario contemporáneo faltaban (todavía) un código narrativo y un lugar para la poética historia de un pícaro, escrita por él mismo. Así, al problema de la interrelación convincente entre narrativa y didactismo -atalaya- se agregaba, entre otras, la dificultad de que por la misma verosimilitud pretendida para el discurso autodiegético del pícaro éste en rigor no podía lucir las marcas de literariedad establecidas que era capaz de realizar su autor, por más que ambas instancias concuerden en lo ideológico.

Efectivamente, en congruencia con la exposición hecha en los paratextos, la historia del pícaro corresponde a las más estrictas exigencias de la «semejanza a verdad»26. Con ello, el Guzmán radicaliza, otra vez, lo que había iniciado el Lazarillo. A diferencia de éste -donde hay todavía rasgos de lo inverosímil, piénsese en la nariz del ciego- la historia de Guzmán no sale nunca del marco de la verosimilitud. Aparte de la unidad accional, la historia ofrece una mayor coherencia lógico-cronológica y muchos más datos referenciables, sobre todo a lugares, mientras que la ubicación temporal queda casi tan vaga como en la obra del autor anónimo. Incluso el hecho de que la imagen de la sociedad contemporánea resulte más diferenciada y «completa» que en el Lazarillo, en cuanto a las jerarquías sociales -desde el cardenal hasta el mendigo-, los modos de trabajo y no-trabajo y la moral, puede verse como prueba de la intención de verosimilitud de Alemán, autor (implícito) al tanto de las recientes modelizaciones humanistas y racionalista-cristianas de la sociedad coetánea27. La aparición de una gran variedad de estamentos y profesiones, de toda una serie de distintos tipos sociales, y la presentación detallada de su comportamiento nada ejemplar, han configurado uno de los motivos básicos para la interpretación tradicional del Guzmán como obra «realista»28. Sin querer retomar la discusión en torno a la validez del concepto, cabe recordar que gran parte de los personajes que pululan por el mundo de Guzmanillo son figuras cómicas tradicionales -como el ventero29, el cocinero, el soldado, la moza, las damiselas toledanas, los mendigos, etc.-, y que su caracterización no se sale de lo que el lector coetáneo podía esperar en este contexto. Es decir, precisamente la vinculación de los personajes con estereotipos literarios o folclóricos garantiza la verosimilitud como «efecto» de la observación de las convenciones culturales y genéricas correspondientes a una obra cómica. El comportamiento a primera vista moralmente bueno de los representantes de la Iglesia -como los frailes y el cardenal30- da el contraste necesario e igualmente convencional para que la presentación de la sociedad no caiga en la uniformidad de la sátira, de la cual el Lazarillo se halla tan cerca. Además, la presencia de la taxonomía moral, también con respecto al mundo exterior (ficcional) del Guzmán, ayuda a la credibilidad de la escisión moral en el mundo interior -o sea, en el yo de Guzmanillo/Guzmán- y de la relación entre narración picaresca y digresiones moralizantes. Lejos de encarnar un antagonismo abstracto, tanto el mundo narrado como el discurso participan así de las mismas estructuras básicas. La verosimilitud de la configuración del pícaro, como ejemplo de la naturaleza caída del hombre y como tipo social cuya existencia es posible por las circunstancias dadas, depende en gran parte de esta homología: así no es representación de lo particular, sino de lo general.

La marcada «semejanza a verdad» del mundo narrado tiene su contrapartida en la configuración particular del discurso. Ahí se combinan estrategias divergentes. Primero, destaca la recurrencia a la retórica y sus procedimientos reconocidos de cómo crear plausibilidad -a través de la amplificatio- y de convencer al público de la «verdad» de alguna doctrina por las probationes inartificiales y los exempla31. «Esta presencia de la retórica connota 'veracidad' ya por el hecho de ser la retórica la técnica tradicionalmente usada para discursos no-ficcionales. Además, indica la no-literariedad adecuada para la narración autobiográfica de un pícaro, o sea, de un narrador que ha cursado estudios, pero que no es un escritor, ni siquiera un orador versado en el arte mayor retórico -como últimamente ha demostrado Luisa López Grigera32-, sino que se ha quedado en los progymnasmata», ante todo las hoy mal llamadas sentencias. La oralidad (fingida) es otro de los procedimientos que hay que enfocar en este contexto. Son innumerables las ocasiones en las que el narrador se dirige a los narratarios, ya planteándoles preguntas, ya anticipando sus reparos, esgrimiendo admoniciones o apelando a su consentimiento: «Hay otros que hacen del oficio luz, como dije antes, y habiéndolo ellos de ser, por el contrario son la cera. Estos tales, ¿qué negocian, si sabes? Yo te lo diré. ¿Cuál es la propriedad de la cera?» (I, 287). Pero, aunque en estos pasajes de función entre fática y conativa predominan las alusiones a una situación de comunicación oral, no son raras las veces en las que las apelaciones supuestamente orales se vuelven alusiones más o menos veladas a la escrituralidad del discurso -«Larga digresión he hecho y enojosa. Ya lo veo; mas no te maravilles» (I, 289)- o auténticas reflexiones metadiscursivas: «Preguntarásme: '¿Dónde va Guzmán tan cargado de ciencia? ¿Qué piensa hacer con ella? [...] ¿Qué nos quiere decir?'» (I, 330). Cuando se invita al narratario a descansar «un poco en esta venta, que en la jornada del capítulo siguiente oirás lo que aconteció en Florencia con un pobre que allí falleció» (I, 409), resulta claro que se trata de un lector que, además, va a conocer en el capítulo siguiente una concreción de la varietas, o sea, la inserción de un episodio -un procedimiento típico de la narrativa literaria.

Asimismo la proliferación de descripciones como las de la vestimenta (I, 339s.), comida, muebles, etc., corresponde a exigencias literarias, concretamente a la evidentia. La reproducción de diálogos, que desde el punto de vista accional resulta superflua (p. ej.: II, 289), apunta en la misma dirección, como igualmente lo hacen los recursos expresivos destinados a explorar y multiplicar los significados verbales33, pendientes de la posibilidad de lectura y relectura. Sobre este trasfondo, también el empleo del estilo llano que se manifiesta en la no-literariedad y los muchos chistes -proscritos del ámbito de lo poético (elevado)- se revela como una estrategia propia de la retórica literaria, orientada hacia la creación de lo verosímil. Se trata, por un lado, de la diánoia, o sea, de la correspondencia entre la manera del discurso y la personalidad del hablante, en este caso un protagonista-narrador humilde34. Concuerda con ello el hecho de que la instancia narradora autodiegética por lo general sólo relata y comenta lo que sabe a través de propias experiencias o de los coloquios con terceros: «Soy testigo haber visto cosas que en mucho tiempo no podría decir de aquestas insolencias, que si las oyéramos pasar entre bárbaros, como a tales los culpáramos» (I, 272). Y por el otro lado se trata de intensificar de este modo la empatía del lector (detrás de la instancia del narratario) con la voz del protagonista-narrador y su historia. El dialogismo interno de la narración, que recrea sin anularlos las experiencias y el discurso de Guzmanillo-pícaro desde la perspectiva de Guzmán escarmentado/arrepentido y que da a las digresiones el carácter de 'monólogos interiores' en torno a una escisión del yo, impide por cierto una respuesta ideológica unívoca por parte del lector, pero no disminuye el poder de ilusionamiento35. Con todo, en el Guzmán la relación entre la historia picaresca y su presentación narrativa a través del discurso autobiográfico adquiere una nueva dimensión de necesidad poética, fundada ahora claramente en la intención de verosimilitud como base, a su vez, de una nueva capacidad de persuasión que recobra su fuerza de la vinculación compleja entre lo «poético» y lo didáctico.

Pero no todo es, como ya se dijo, encubrimiento de la ficción en el texto de la Primera Parte..., por más que desde la perspectiva del autor del Quijote éste parece haber sido el error fundamental de la novela picaresca36. Es así como ya la proliferación de episodios netamente cómicos, abundantes en elementos carnavalescos, sobre todo pertinentes al estómago y los excrementos, subraya implícitamente el carácter imaginario de la historia, y ello no por inverosímil, sino por su obvia relación con la tradición de la literatura carnavalesca37. Por cierto, en atención al «sujeto deste libro» la comicidad cumple ante todo con la exigencia del decorum y las ya mencionadas convenciones de un mundo cotidiano (ficticio). Configura, por consiguiente, uno de los pilares de la verosimilitud que reivindican la historia y su narración por boca del (ex-)pícaro. Mejor dicho, comicidad y verosimilitud se condicionan aquí mutuamente. No obstante, a medida que la concreción de lo risible ostenta su virtuosidad y su «re-elaboración» de materiales preexistentes, subraya implícitamente también el aporte de la inventio frente a la imitatio. El carácter ficticio de la historia y su presentación no se señala, pues, a través de lo inverosímil, sino por la relación con la tradición de la literatura carnavalesca y la ostentación de la ingeniosidad verbal. Desde la famosa escena de los huevos empollados sobre la de la falta de «virtud retentiva» en la ama madrileña (I, 324) hasta el manteo que el pobre de Guzmán ha de sufrir en Génova (I, 381) -la risa que provocan significa a la vez cierta distancia, aumentada a veces por los comentarios -«Quede a cargo del filósofo inquirir y dar la causa dello; baste que a costa de mi trabajo, en detrimento de mi olfato, le testifico la experiencia» (I, 324)- que por su misma comicidad e ingeniosidad verbal ahondan en la dimensión autorreferencial del texto.

Las novelas intercaladas van por otro camino -retoman en contenido y expresión géneros de literatura ficcional seria, la novela morisca y la novella italiana, como bien se sabe-, mas apuntan hacia fines parecidos. Con su marcada literariedad y ficcionalidad configuran un indicio ex negativo sobre los rasgos correspondientes del texto en el cual van intercaladas y que, por el hecho de intercalarlas, se ubica, aunque polémicamente, al lado de la novela sentimental y la pastoril, los modelos ya tradicionales para este procedimiento. Importa recordar que las novelas interpoladas son relatos escuchados y no leídos, y que Guzmán-narrador los reproduce desde su memoria y con sus propias palabras: «más dilatada y con alma diferente nos la dijo [la historia de Ozmín y Daraja, K. N.] de lo que yo la he contado» (I, 259). Sin embargo, desde la perspectiva del autor implícito este marcado énfasis en la oralidad (fingida), tanto del discurso picaresco como de los relatos intercalados -que aparecen como pretextos (fingidos)-, apunta hacia lo contrario. Revela la intención de introducir ejemplos de «excelencia» literaria en una obra cuyo narrador no puede preocuparse por semejantes fines so pena de romper con la «semejanza a verdad». Ya el fenómeno mismo de la intercalación de historias no directamente vinculadas a la trama principal cumple con el precepto intrínsecamente poético de la varietas como fuente de la admiratio. Junto con la comicidad accional y verbal desbordante, son las novelas interpoladas los factores principales para garantizar la presencia continua del deleite en sus diversas facetas, desde lo llanamente risible hasta lo específicamente poético y «elevado». Representan, de este modo, los aspectos sólo supuestamente marginados de un texto orientado hacia el mensaje didáctico. «No te rías de la conseja y se te pase el consejo» (I, 111), había advertido el autor al discreto lector, dejando a entender que no todo se ajusta al estrecho molde del exemplum.

Aún más llamativas son en este contexto las reflexiones metanarrativas, a veces hasta veladamente metaficcionales, del narrador38. A menudo se centran en lo que ya en los paratextos se había expuesto como rasgos decisivos de la narración: la interrelación entre la vida del pícaro y el discurso autodiegético desde la perspectiva del pícaro escarmentado, así como la sorprendente verosimilitud, también moral, de esa combinación. En rigor, la Primera parte empieza con semejante reflexión -«El deseo que tenía, curioso lector, de contarte mi vida»-, y a partir de ahí pasajes correspondientes no dejan de aparecer una y otra vez: «Alguno del arte mercante me dirá: 'Mirad por qué consistorio de pontífice y cardenales va determinado. ¿Quién mete al idiota, galeote, pícaro, en establecer leyes ni calificar los tratos que no entiende?'» (I, 134). A pocas páginas de la «Declaración para el entendimiento deste libro», ¿quién de los lectores no va a acordarse aquí del autor como el responsable para esta configuración de «nuestro pícaro»? Los demás comentarios resultan tal vez menos radicales, pero sirven igual para llamar la atención sobre el carácter insólito de la narración autobiográfica -«Larga digresión he hecho y enojosa. Ya lo veo; mas no te maravilles» (I, 289, el subrayado es mío)- y provocar una y otra vez cierta distancia del lector frente a lo que está leyendo. Y de preguntas tales como «'¿Dónde va Guzmán tan cargado de ciencia? ¿Qué piensa hacer con ella? [...] ¿Qué nos quiere decir? ¿Adónde ha de parar?'» (330), ya es sólo un pequeño paso a tener presente, de nuevo, la ficcionalidad del texto.

Así y con todo, en la Primera Parte de Guzmán de Alfarache se establece un juego muy significativo entre descubrimiento y encubrimiento de la ficción. Y ello no se limita a desarrollar, frente a la identificación del lector con el protagonista tan aborrecida por los críticos humanistas, «another, more mature, kind of empathy involving detachment as well as identification» por la cual el lector recrea el debate espritual de Guzmán39, aunque de eso mucho tiene. No, también se trata de una exploración consciente en las posibilidades de la autobiografía ficticia de un pícaro como rasgo constitutivo de un nuevo género de ficción que hermana verosimilitud y admiración, enseñanza y deleite en una poética historia que precisamente por esta mezcla de recursos y sutilezas merece llegar de un desechado pícaro a admitido cortesano. O, mejor dicho, también desde esta perspectiva Alemán se presenta como un pleno novelista moderno.





 
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