Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

La profesión en los personajes de Kafka

Gonzalo Sobejano





La lectura de un reciente estudio (Günther Anders:«Kafka. Pro und Contra», München, 1951) sobre la obra continuamente discutida de Franz Kafka -estudio conciso y profundo- podría dar margen a más de un comentario derivado acerca de aquella obra y de la personalidad del extraordinario autor de El castillo. Pero aquí sólo quisiera permitirme una breve divagación en torno a la profesión, tema del que Anders no escribe por cierto extensamente, pero sí con penetrante lucidez.

Pregúntase Anders (págs. 44-47) si la difícil inteligibilidad de las figuras kafkianas, harto conocida para quien se haya asomado al menos a la obra de Kafka, no provendrá del hecho de que su creador nos las ofrezca como figuras abstractas, cubiertas bajo la cifra de un instrumental metafórico, cuya clave sólo él mismo parece poseer. El comentarista se decide a afirmar que las figuras de Kafka no son abstracciones representadas bajo forma humana, sino más bien representaciones de hombres abstractos, en el sentido de abstraídos, arrancados a la multitud de la existencia humana. Mientras que la novelística del siglo XIX nos ofrece constantemente «personajes-héroes» sustraídos a su profesión para aparecer implantados en una vida de aventura y plenitud (personajes, por tanto, relativamente falseados), Kafka nos entrega, dando prueba con ello del más estricto realismo, figuras humanas que penden de su profesión, como las marionetas de la cuerdecita que las mueve y que sólo son lo que profesan: criaturas que no se hallan inmersas en aquella copiosa variedad de vida y en aquella libertad autónoma de los héroes de la novela tradicional, sino identificadas con su profesión particular, hasta el punto de no ser más que ella. La profesión, gracias a este carácter absoluto, viene a ser algo como la vocatio en sentido religioso. Ahora bien: lo que el hombre propiamente es -cuestión que la filosofía de la existencia se plantea desesperadamente- no aparece claro en Kafka a través de esa identificación del hombre con su profesión, sino aun más, por la identificación del hombre con una profesión absurda; por ejemplo: en El proceso, aquel individuo que está encargado de apalear constantemente a dos empleados y cuya función no es, por tanto, otra que la de «apaleador». No importa para Kafka que la profesión sea comprensible o no; lo que importa es obedecer, cumplir. El «hombre-oficinista» es sólo un reflejo, a modo platónico, del «oficinista en sí». Y arguye Anders que esta manera de pensar de Kafka no es sólo producto de la desesperación, es decir, no se apoya sólo en la tragedia a que despierta la visión de la vida como un cumplimiento ciego de deberes profesionales, cuya razón de ser y fuerza obligativa en último extremo son imposibles de conocer, sino que nace de un envidioso anhelo, de una añoranza. Efectivamente, mientras en El castillo o en El proceso, como también en La metamorfosis, aparecen diversos personajes siempre atareados (por ejemplo, aquellos misteriosos pendolistas de El proceso), el protagonista -Kafka mismo- discurre continuamente por entre ellos en una vacación enervante. No hace al caso que en la primera de las novelas mencionadas el protagonista sea empleado de un Banco, en la segunda se presente como agrimensor -profesión de las más peregrinas entre las titulables- y en la tercera sea un laborioso commis-voyageur. Lo que destaca es la desocupación en que los tres personajes yerran al azar de sus incomprensibles aventuras: el uno sólo se preocupa por su proceso, el otro por su soledad de extraño en la aldea, el otro -convertido en un monstruoso insecto- pasa el tiempo escondido en su cuarto. Pero ninguno trabaja.

A pesar de esa desdeñosa ironía que parece emerger del estilo desubjetivizado de Kafka, cree Anders que esa visión que él nos entrega de los profesionales ardientemente ocupados, ese fiel servicio del hombre a su mero deber profesional que en las novelas kafkianas aparece ejemplificado encierra una nostalgia, un sueño de deseo.

Hasta aquí, mejor o peor expuesto, lo que piensa Anders sobre ello. Y no estará de más advertir que el comentarista, a lo largo de sus sugestivas consideraciones, se deja llevar demasiadamente del prejuicio antifascista al mostrar a cada paso su aversión y temor ante ese ritualismo sin ritual, ante esa obediencia a ojos cerrados, que estima doctrina defendida por Kafka, como en un inconsciente augurio del terror hitleriano. Etcétera.

Desearía yo extraer de ese fragmento crítico de Anders tanto el valor de sus afirmaciones en cuanto atañen al propio mundo kafkiano, como en lo que pueden tener de resonancia en cualquiera de nosotros.

El combate de Kafka consigo mismo por conseguir una colocación que le permitiese independencia y al mismo tiempo largo ocio para dedicarse a la literatura (su vocación «religiosa») fue expuesto por Max Brod, piadoso amigo suyo, en la biografía que dedicó a este genio de nuestro siglo. Cuando Kafka logra, por fin, un puesto en una Sociedad de Seguros (!) emplea todo su tiempo libre en bosquejar narraciones, escribir las confidencias de su interesante diario, trazar peregrinas fábulas y componer lentamente los pocos pero voluminosos escritos que hoy se reconocen más como una sombra fragmentaria del mundo que su autor llevaba dentro de sí («mundo monstruoso», como él mismo sabía y decía), que como una transcripción completa de él. Nada, pues, debería permitir la conjetura de que Kafka, provisto de una profesión lucrativa y de una vocación distinta y decidida, a la que no faltaba del todo ocasión y tiempo, se sintiese justificadamente vacante en el mundo y con añoranza de la ocupación afanosa, ciega, servicial de los otros. Nos consta, sin embargo, que Kafka se exigía basta el máximo de aplicación y escrupulosidad en su dedicación literaria, a la que concebía como forma de la oración, religiosamente. Y nos consta asimismo que el trabajo diario en la oficina le laceraba al apartarle de su solitaria inmersión en aquel mundo inmenso (mundo de negación) y acercarle a diario, sin piedad, al trato prosaico y desecante con los oficinistas satisfechos y con el papeleo logogrífico de sus mesas. Como profesionalmente no podía identificarse consigo mismo (su profesión no era la literatura; la poesía jamás puede ser profesión), es natural que naciese en él una sensación de duelo constante con sus deberes profesionales y que, al par que se aplicaba a cumplirlos con ejemplar precisión, llegara a la convicción de su propia farsa y de su excentricidad en aquel ámbito. Ello le llevaba a admirar al profesional auténtico, al cumplidor ciego y entusiástico de sus deberes acatados, a ese que no se pregunta si lo que hace tiene sentido o no, sino que cumple y nada más. Del otro lado, la imposibilidad de consagrar todo su tiempo a la labor poética e incluso el escepticismo que le llevaba a desconfiar de la finalidad de ella (finalidad más alta que la del arte: finalidad humana, religiosa, de comprensión del mundo) llenaba su tarea diaria, también en este terreno, de áspero sacrificio y de soledad infinita. Quedaba apartado así del mundo de los profesionales y recluido en un viaje ascético hacia el doloroso mundo imaginario de su interior. Desde allí, la admiración que en él despertaran los profesionales satisfechos tenía que convertírsele necesariamente, sin dejar de ser admiración, en un desdén casi regocijante, al ver, desde tan dentro y desde tan lejos, la distracción cotidiana de éste con sus papeles, de aquél con sus clientes, del otro con sus artefactos. Pero en un mundo como el presente, mundo en el que las cosas, las máquinas, el aparato y organización material de la vida toda no hace sino acentuar las soledades de los hombres, agitándolos de vez en vez en encuentros masivos, fortuitos y desconcertantes, aquel afán ocupado de los hombres en torno a sus propios menesteres elegidos había de parecerle a Kafka, pese a toda su apariencia y posible verdad de absurdo, un modo de defensa contra la difusión, un acto definidor de la persona y, en suma, la esencia misma de la persona. Kafka, obligado dolorosamente a una profesión inconforme con él y entregado a una vocación cuyo desmesurado ideal era de antemano inalcanzable, se convierte así en el afirmador decidido de la profesión unilateral y consecuente, del servicio perinde ac cadaver a una función precisa: servicio que puede afirmar la consistencia del hombre sólo si éste se entrega a él sin interrogar sobre razones ni objetivos, como un virtuoso de la faena impuesta.

«Sólo se puede obedecer con fe» parece decir el sentido común de todos, y ésta sería desde luego la máxima del profesional convencido, es decir, la del que cree que trabajar en determinada actividad es no sólo razonable, sino admirable, deseable. De la actitud de Kafka parece, en cambio, desprenderse este otro principio, al que él no pudo llegar más que con previa renuncia a todo, absolutamente a todo: «Sin fe sólo se puede obedecer».

Se trata, pues, de un caso personal. Es evidente que todo partidario de la libertad y de la autonomía del individuo puede escandalizarse ante la idea kafkiana de la obediencia profesional ciega, idea que, pese a todo, no creo que transparente el más remoto vínculo con la de la obediencia al régimen político al que Günter Anders aludía. Es una idea que nace del problema individual de Kafka y que, si asume bajo ella infinitos casos posibles, lo hace como defensa ante la indeterminación, como recurso contra la negación de todo que posibilita una conducta social en la vida. Hoy más que nunca el hombre está solo: una filosofía como la de la existencia humana, de la vida auténtica, del tiempo, de la relación con los otros y de la trascendencia, en el sentido augustamente triste en que se ha venido produciendo, tiene su última «razón sentimental» en la soledad. Por otra parte, hoy, como siempre, no hay más que dos vocaciones dignas de tal nombre: la vocación de la vida (ser hoja en «el verde árbol áureo de la vida») o la vocación de lo desconocido. Cualquier profesión que no sea la vida misma en su significado más pleno, ¿no corre el riesgo de parecer, aun al mismo que la ejerce y desde luego a los que quedan fuera de ella, más de una vez ridícula, aunque el profesional se embriague con propósitos humanitarios, de progreso, etc., etc.? Con todo, elegirla es necesidad del hombre, y no sólo necesidad conservativa, sino limitadora y esencial en el sentido que Kafka lo deja entender. Nos ofuscamos con una luz inventada, nos entretenemos con un juguete que nos deleita aun en el mismo sacrificio; pero sabemos y sentimos que lo único que podemos querer es vivir enteramente aquí o asomarnos a lo que no es esto.

Kafka identifica al hombre con una profesión absurda (la de apaleador, a que aludimos) para hacer ver, no ya lo absurdo de cualquier profesión, sino lo absurdo del hombre mismo. Pero este propósito viene sugerido por la desgarradura de su vida y la negatividad de su pensamiento: por su renuncia. Obligado, sin embargo, a pernoctar con la carga de su renuncia en la vida necesaria, donde apenas hay quien renuncie, se adhiere a aquel ritualismo sin ritual, a aquella obediencia automática, como a una boya el náufrago. Su vocación era precisamente demasiado radical: entender el mundo y merodear por entre los posibles vestigios de otro. Desde esta vocación radical todo parece, efectivamente, absurdo: hasta en el terreno profesional aquellas profesiones que más veneración merecen. No es preciso ser apaleador, ni limpiachimeneas o sereno. Y cierto que esta última profesión hubiese retenido la atención de Kafka si éste hubiese tenido noticia de ella. Pasar la noche abriendo puertas es cosa, come tantas otras que apenas advertimos, típicamente «kafkiana».





Indice