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ArribaAbajo- IV -

El triunfo de la muerte



Mi ángel guardián y mi demonio estrafalario.


(Ánima adoratriz, 20)                


El fracaso de las ilusiones -sea de unión armónica con el mundo a través de la Provincia, sea de armoniosa complementación de sí mismo a través de la mujer, llámese ésta Fuensanta, tenga nombre de flor o resulte finalmente anónima y plural- se liga en López Velarde a una convicción propia del catolicismo: no hay redención en la tierra. Y con esta desencantada certeza se aferra al dogma que le devuelve la esperanza, si se acepta la postergación del momento feliz al mundo de ultratumba: el dogma de la resurrección de la carne. Un poema le está dedicado, El sueño de los guantes negros, y sobre él volveremos más adelante.

Una integración armónica y feliz, por lo tanto, parece imposible en este mundo, donde entre el yo y el objeto del amor se abre el abismo de la otredad. Ninguna unión puede anular el dualismo sujeto-objeto80. En los últimos años de su vida (o sea en los poemas de la segunda parte de Zozobra y en los de El son del corazón), López Velarde responde a ese dualismo exasperando otro, ya notorio en él: el dualismo carne-espíritu. Cuanto más lúcido se vuelve de su escisión interior («un día quise ser feliz por el candor, / otro día buscando mariposas de sangre»), más se convence de que sólo la contrición sucesiva y la mortificación del cuerpo habrán de conducirlo, con el triunfo del alma, a la redención final y al perdón de los pecados. Es muy significativo al respecto El sueño de la inocencia, uno de los últimos poemas de El son del corazón. Se trata de un sueño y por tanto de una íntima aspiración, admitida por la conciencia, y en ese sentido forma una unidad con el poema anterior, El sueño de los guantes negros, con el cual coincide ademas en la ambientación y en la reiteración del símbolo del agua. Aquí la hipérbole del llanto da la medida de este acto de contrición; y el gesto de la Virgen, «cabizbaja y benévola», de su efecto. Se trata de la Muerte y se trata del Perdón. En esta Señora del Santuario se transparenta, como otras veces, la Diosa-Madre, Tonantzin-Guadalupe. Por otra parte, en esta vía de agua que conduce al Paraíso, en esta inundación vista como preámbulo de salvación, es posible que haya un eco de las antiguas tradiciones aztecas sobre Tláloc, el dios de la lluvia, que acogía a los ahogados y, ahorrándoles el penoso viaje lleno de dificultades hasta el mundo de los muertos, los conducía directamente a su paraíso verde.

En una de las artes en particular se hace evidente el triunfo del alma sobre el cuerpo y López Velarde amó ese arte en que los miembros adquieren ligereza, el paso se asimila al vuelo y cada gesto se carga de significación. Fue un apasionado de la danza y dedicó sendos poemas a tres bailarinas famosas que él conoció y admiró en ciudad de México: Antonia Mercé, Tórtola Valencia y Anna Pavlowa81. Pero estas mujeres resultan en su poesía mucho más que un símbolo del cuerpo domeñado y espiritualizado: son dispensadoras de vida y de muerte. Ante ellas «se rinden los destinos»; purifican con sangre («como estrofa danzante que pisa una hemorragia») y limpian de escoria las almas; enseñan el arte de la sublimación y elevan los espíritus; la Teología misma toma cuerpo en ellas y gracias a ellas el surgimiento de la vida se identifica con la aparición divina («Piernas / en las cuales / danza la Teología / funerales / y epifanía»). Son la nueva y última versión de Beatriz. Ante ellas la misma carne recupera su inocencia original:


La pobre carne, frente a ti, se alza
como brincó de los dedos divinos:
religiosa, frenética y descalza.


(Fábula dística, ZO)                


Contemporáneo de La estrofa que danza es La doncella verde (1917), donde otra imagen femenina se dibuja como alegoría del espíritu y, en particular, de ese acicate para la actividad del espíritu que es la esperanza. El poema fue escrito en ocasión de la muerte de José Enrique Rodó y la palabra «esperanza» es sin duda la clave de su filosofía optimista y de su fe en los valores del espíritu y en la fuerza del cristianismo. «Confesor de la Santa Esperanza» lo llama López Velarde con indudable acierto. Pero más allá de Rodó y de la ocasión en que fue escrito el poema, para la exégesis velardeana interesa sobre todo la reiteración, con las variantes que hemos visto, de la mujer-ángel, la mujer-espíritu, la mujer-sublimación82.

Este buscado triunfo del alma sobre las debilidades de la carne habrá de definir en él, además, una vocación mística que ya se perfilaba en los primeros poemas y en La sangre devota, en aquel empecinado confundir la amada con la Virgen. En los últimos poemas de Zozobra y de El son del corazón el anhelo de pureza se hace vehemente y el tema del agua lustral se intensifica hasta sugerir ese sustrato del mito pagano de Tláloc, al que hemos aludido antes. Por otra parte, perdida la ilusión de las bodas humanas, López Velarde sueña con las bodas divinas. Gran pecador confeso, es justamente en virtud de sus «acerbos pésames» que cree accesible el camino de la gracia. «Mi Cristo», dice en intimista panteísmo, «ante la esponja de las hieles, jadea / con la árida agonía de un corazón exhausto»83. Pero es este mismo dolor, esta misma vacilación, esta misma tormentosa búsqueda de la pureza, lo que le permite esperar que habrá de obtenerla; porque bien conoce López Velarde el valor que tiene para el Padre el hijo pródigo y para el Pastor la oveja descarriada:


¡Señor, Tú que colocas
resina en la corteza impenitente
y agua entrañable en las adustas rocas,
hazme casto y humilde para poder llorar
la bienaventuranza de aquel llanto deshecho
que fertiliza y lava el pecho,
y verás cómo mi alma se atavía
y trueca su congoja en alborozo
para escalar los muros de Antioquía!


(Como en la Salve, SC)                


O más sencillamente:


¡Gracias, Señor, por el inmenso don
que transfigura en vuelo la caída [...]!


La misericordia divina lo es justamente porque puede obrar estos milagros: dar la vista al ciego, la fe a los incrédulos, volver santos a los pecadores. La caída que se invierte y se transforma en vuelo puede ser espectacular (San Pablo) o tener simplemente la invalorable trascendencia de un destino individual. En López Velarde se repite la certeza de que, para su terca naturaleza pecadora, Dios le ha hecho la gracia de esta mujer angelical que habrá de conducirlo finalmente a la salvación, transfigurando en vuelo su caída. Cuanto más se apega la carne a la tierra, más se horroriza el alma y más se aleja de ella en mística elevación. Pero el alma, pobre encarcelada, poco podría hacer si estuviera librada a sus propias fuerzas. Se necesita el intermediario, el ángel: alguien que pudiendo ascender pueda a su vez asumir. Este ángel es evidentemente Fuensanta, ya muerta y más santa que nunca:




La Ascensión y la Asunción


Vive conmigo no sé qué mujer
invisible y perfecta, que me encumbra
en cada anochecer y amanecer.

Sobre caricaturas y parodias,
enlazado mi cuerpo con el suyo,
suben al cielo como dos custodias...

Dogma recíproco del corazón:
¡ser, por virtud ajena y virtud propia,
a un tiempo la Ascensión y la Asunción!

Su corazón de niebla y teología,
abrochado a mi rojo corazón,
traslada, en una música estelar,
el Sacramento de la Eucaristía.

Vuela de incógnito el fantasma de yeso,
y cuando salimos del fin de la atmósfera
me da medio perfil pata su diálogo
y un cuarto de perfil para su beso...

Dios, que me ve que sin mujer no atino
en lo pequeño ni en lo grande, diome
de ángel guardián un ángel femenino.

¡Gracias, Señor, por el inmenso don
que transfigura en vuelo la caída,
juntando, en la miseria de la vida,
a un tiempo la Ascensión y la Asunción!


Buen hijo de Darío, nuestro poeta sintió el doble aguijón de la «carne que tienta con sus frescos racimos / y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos». La doble teoría de las princesas blancas que son las Virtudes Teologales y de los príncipes de púrpura que son los Pecados Capitales, ante los cuales se debate el alma del maestro, encerrada en la torre de El reino interior, produce cien imágenes de la misma estirpe en la poesía de López Velarde:


      Sé que mi corazón,
hinchado de celestes y rojas utopías,
guarda aún su inocencia, su venero de luz.


(El sueño de la inocencia, SC)                



La edad del Cristo azul se me acongoja
porque Mahoma me sigue tiñendo
verde el espíritu y la carne roja.


(Treinta y tres, SC)                



¡Oh Psiquis, oh mi alma: suena a son
moderno, a son de selva, a son de orgía
y a son mariano, el son del corazón!


(El son del corazón, SC)                



Mi carne es combustible y mi conciencia parda84.


(El perro de San Roque, SC)                


Por cierto no se halla en López Velarde aquel refinado pre-rafaelismo de la teoría de las vírgenes ni aquella magia de paraíso simbolista (más Beato Angélico que Sandro Botticelli, o bien Botticelli corregido por Beardsley), tan darianos. No queda nada de «primitivo» en López Velarde, a lo Domenico Cavalca o a lo Gonzalo de Berceo. Su figuración es más colorida y popular y no caligráfica y aristocrática como en el art nouveau, que es sin duda el pendant del Reino interior. Y sin embargo, la alegorización de las dos «almas» o de las dos partes de la misma alma, visualizadas con colores opuestos, el dualismo encarnado en representaciones tangibles y antitéticas (Vírgenes / Pecados; celestes / rojas; verde el espíritu / y la carne roja; son de selva y de orgía / son mariano; carne combustible / conciencia parda) y el yo del poeta debilitado y combatido por la fuerza equivalente de la doble solicitación, señalan la filiación dariana de López Velarde, su parentesco espiritual con el padre del Modernismo y el ancestro de su imaginería poética que, naturalmente, el transcurso de una generación ha tenido que modificar en buena medida.

Entre los poemas que pudiéramos llamar «místicos» (Como en la Salve, Humildemente, ZO; El son del corazón, El perro de San Roque, El sueño de la inocencia, SC) se debería tal vez incluir el Disco de Newton (LO), donde se describe un paisaje perfectamente aéreo y espiritual, en notable contraste con los paisajes realistas y provinciales a que nos había acostumbrado el poeta de La sangre devota y en buena parte de Zozobra. Aquí no hay formas; sólo luz, color, el firmamento, el ocaso, la brisa, una mancha, un perfume y «la Vida una hada / en un pasivo amor desencajada...». No hay un cuerpo; hay un amor «pasivo», entregado y extrañado del cuerpo: «desencajado». Se diría que aquí todo es una pura alma que produce una imagen más de la sublimación en ese beso que el valle fascinado impulsa hacia el cielo, «a que se remonte / por los tragaluces del horizonte».

Pero es en el poema que cierra Zozobra, Humildemente, donde se halla la expresión más intensa y emocionada de esa peculiar versión que López Velarde quiere darnos de las bodas del alma con Dios85.

Allí la epifanía está ligada a la muerte y la efusión máxima del alma a la aniquilación del cuerpo. La presencia divina se manifiesta inmediatamente «sacramentando / al reloj de la torre» y suspendiendo el tiempo en una inmovilidad total de seres y de objetos. La pasión erótica se cambia en pasión mística: el corazón de «tinta de amapola» se doblega efusivo delante del carro del Señor; y se reconoce que no hubiera podido ser de otra manera porque todo -incluido el poeta con su pecaminoso corazón- no es más que una juguetería, un montón de agradecidos juguetes en las manos divinas. La adoración final tiene la beatífica quietud del Paraíso. Y este Paraíso se parece a la provincia edénica que conocimos en La sangre devota. Allí están la prima Águeda, «mansa y perseverante» en su labor de agujas; Genoveva, que ha puesto a secar su corpiño arriba del tejado; las mozas en la plaza y los niños que juegan. Pero no es igual; la inmovilidad hace de este paraíso algo fantasmagórico e ideal. El Edén no se recupera. Y la Provincia se ha perdido para siempre. El objetivo mundo aldeano fue barrido por la Revolución del '10. El subjetivo paisaje de Fuensanta quedó sepultado en un pasado irrecuperable. Al Edén no se puede volver, parece decir López Velarde; pero se puede esperar el Cielo. Desencajando el alma (es decir, liberándola del cuerpo) y «en un pasivo amor» (el amor pasivo por excelencia es el amor a Dios, naturalmente), se puede tal vez ganar la beatitud en la que toda la memoria feliz nos acompaña. La felicidad es acaso la imagen duradera de un momento fugaz. La beatitud, la inmovilidad de esa misma imagen.

En la ruina de todas sus ilusiones, López Velarde acepta que no hay redención en la tierra pero se aferra a esta mano de la Doncella Verde: la carne renace. Y la Provincia que él amó habrá de renacer en el mismo momento en que él muera, contrito, purificado y digno de perdón86. Habrá de resurgir idéntica a lo que fuera una vez; pero llena de luz y libre por fin de toda amenaza de corrupción. En el Paraíso las naranjas cesan de crecer para que no se hayan de pudrir.

Pero, «¿creía López Velarde en la resurrección de la carne -se pregunta unamunianamente Octavio Paz- o creía que creía?»87. Cuando se trata de que la fe en el dogma le dé la esperanza de recuperar a la amada, López Velarde se hace a sí mismo la misma pregunta que nos hacemos nosotros y no halla respuesta. «¿Conservabas tu carne en cada hueso?» -se dirige al fantasma de Fuensanta y responde: «El enigma de amor se veló entero / en la prudencia de tus guantes negros». La Amada regresa. Pero el Ángel se ha transformado en esqueleto. Y la Muerte, que debía ser el gran útero oceánico de reencuentro con lo eterno, se carga de signos macabros.

Dar una interpretación al regreso de Fuensanta y sobre todo a la forma en que regresa, significa dar una coherencia lógica al ciclo poético de López Velarde y significa que la muerte no vino a interrumpirlo abruptamente en su evolución creativa, sino que ésta le llegó -y lo subrayo con osadía- cuando él había empezado a esperarla88.

Se sabe que, superada la crisis sentimental de su amor capitalino, López Velarde volvió a pensar intensamente en Fuensanta. Su figura, desterrada de Zozobra (excepción hecha del poema inaugural, que es más bien la despedida), regresa insistentemente en los poemas póstumos. Dice al respecto su amigo Pedro de Alba: «[...] Quienes asistimos al alumbramiento de los poemas de El son del corazón, sabemos cómo se fue dibujando de nuevo el íntimo retorno de Fuensanta; cómo su recuerdo y su figura se volvieron obsesión del poeta. Era el triunfo póstumo del primer amor y era también el llamado de una sombra misteriosa. Revivió las escenas familiares y trajo a primer plano los más lejanos episodios; se anegó en una ternura melancólica y agorera»89.

Dos poemas en particular constituyen, más que una evocación, una imagen idealizada de lo que fue (Vacaciones) o de lo que pudo ser (Mi villa) su vida con Fuensanta. En ambos hay un invencible (y demoníaco) deseo de eternizar el momento feliz: «fuera del mundo van un coche / un estudiante de Santo Tomás / y un perro que les ladra sin motivo»; «Quiero otra vez mis campos, mi villa y caballo»90. Mi villa es la expresión de lo que pudo ser y de lo que, si hubiera sido, habría modificado toda la historia. Habiendo faltado el matrimonio, ha quedado en pie un Eros atormentado y constantemente desviado. Es muy significativo que en Vacaciones vuelva a surgir un motivo reiterado en La sangre devota: la virginidad de la mujer contrapuesta a toda tentación erótica:


De tu pueblo a tu hacienda te llevabas
la cabellera en libertad y el pecho
guardado por cien místicas aldabas.


Por otra parte, entre la mujer y el hombre que la desea, se interpone siempre el valor simbólico que ella ha adquirido en las fantasías de él: Fuensanta es a un tiempo la madre y la hija, la idea creadora y la realización más perfecta de la idea:


A ti la voz confidencial del campo
de mañana llamábate la hija
mayor de la comarca, y en la tarde
de todo lo creado la idea fija.


No es casual que cinco de las nueve estrofas del poema estén dedicadas al perro. Es notable además el fonosimbolismo en la repetición masiva de íes que señalan los ladridos («René hacÍa tres veces el camIno / Yendo Y vInIendo desde tI hasta mÍ, / ladrando porque no Y porque sÍ») y en la rima interna y la acumulación de agudos que dan el ritmo de sus correteos («René, acróbata de tu portezuela, / venía a hacer brincar su corazón / escandaloso, arriba de mi arzón»). El animal está allí para representar la inocencia y por tanto la alegría. Es el Ser antes de la Expulsión. Y el poeta que evoca es el Ser Expulsado, es ya el hombre que sufre y se consuela recordando. La recuperación del Edén se hace fuera del tiempo, «fuera del mundo» en el contexto, en esa eternidad desencarnada que sólo puede concebirse más allá de la vida. La misma idea había generado la visión extática y estática de Humildemente.

A esta altura, cabe preguntarse con Octavio Paz si la que vuelve es la muerta o la Muerte91. ¿Lo que liga el poeta al fantasma de Fuensanta es el amor que un día le tuvo y que ha sobrevivido a la muerte de la amada o debemos suponer más bien que era la proximidad de la muerte lo que alimentaba aquel amor amenazado no sólo por los obstáculos familiares sino también por la fragilidad de la joven?92 La muerte de Fuensanta, ¿debe verse como una peripecia y una desgracia o más bien como un deus ex machina que vino a resolver un conflicto ya planteado en la tiniebla del corazón del poeta? La muerte, ¿es un elemento externo que viene a oponerse a su amor o ambos, amor y muerte, coexisten en lucha en su interior? Y tal vez la muerte venga más bien, como señalábamos antes, a perfeccionar la vivencia del amor.

Para el análisis del presente capítulo hemos partido de la idea de que López Velarde concibe la infelicidad como un destino irreversible a causa de la imposibilidad de unirse gozosamente con el objeto de su amor. Pero Freud nos ha enseñado a desconfiar de lo que explica la conciencia y nos ha enseñado que el dualismo que acecha y malogra las relaciones del hombre con el mundo no es el dualismo sujeto-objeto, sino el dualismo de los instintos, inherente al propio sujeto. Esos dos instintos, como se sabe, son: Eros, que busca conservar y enriquecer la vida, y el instinto de muerte, que procura volver a conducir al ser vivo a la paz de la muerte93. Los dos instintos, que conviven armoniosamente en los animales94, se mantienen en constante lucha en el seno del ser humano y esa lucha es la causa de la neurosis que en mayor o menor grado todos los hombres padecen. Cuando la unidad dialéctica de los instintos funciona armoniosamente, como sucede a nivel biológico, el instinto de muerte se usa para morir. Así, éste, afirmando la muerte, afirma a la vez la vida. Los animales no pretenden durar, simplemente existen. No se fijan obsesivamente en el pasado o en el futuro; viven simplemente en el presente. Cuando la armonía de los dos instintos se rompe, como en el hombre, se anhela la duración más allá de la existencia95 y se produce una morbosa fijación va en el pasado ya en el futuro. El presente se desvanece96 y así, huyendo de la muerte, el hombre no hace otra cosa que vivir para la muerte. Lo que distingue al hombre de los demás animales, más que la conciencia de la muerte, que decía Unamuno97, es la fuga de ella98. Lo que resulta más conmovedor en la poesía de López Velarde, porque resulta justamente tan humano, es esta obsesión por hacerle trampa a la muerte, es esta continua búsqueda de afirmación de la vida sobre la muerte, con lo cual la muerte está siempre presente y termina por imponerse, vencedora:


      [...] sintiendo que la convulsa vida
es un puente de abismo en que vamos tú y yo,
mis besos te recorren en devotas hileras
encima de un sacrílego manto de calaveras
como sobre una erótica ficha de dominó.


(Te honro en el espanto, ZO)                


En otros poetas atrae la lucidez. En López Velarde conmueve la ceguera, la trampa que le pone su propia inteligencia. Ésa es su debilidad de hombre y en ella radica, en buena medida, la fuerza de su poesía.

Visto a la luz de sus propias obsesiones, el regreso de Fuensanta como un triunfo de la Muerte (no del Amor sobre la Muerte, sino de la Muerte sobre la Vida), debía estar anunciado ya en las primeras composiciones. Tuvo que haber escapado de la madeja del subconsciente en forma de intuición poética. Y efectivamente así es. Se podrían citar -si no lo impidieran la rusticidad y la ingenuidad de estos primeros versos- muchas de las composiciones recogidas póstumas en Primeras poesías. Luego, en La sangre devota, varias veces, a la visión angelical de Fuensanta se superpone la visión de su agonía. La crueldad de los detalles de Me estás vedada tú hace que Octavio Paz se pregunte si el poeta se expresa de este modo por pena o por venganza99. En Un lacónico grito, a cada ilusión de inmortalidad con que se atreve el corazón, responde la conciencia de la muerte con la más insoportable de sus imágenes: la de la corrupción de la carne. Olvidado de su propia identidad, el hombre se contempla escindido en dos naturalezas: carne y espíritu, ángel y demonio:


Siempre que inicio, un vuelo
por encima de todo,
un demonio sarcástico maúlla
y me devuelve al lodo.


Pero es sobre todo en Hoy como nunca100 donde López Velarde da rienda suelta a esta confusión entre atracción erótica y atracción morbosa de la muerte. La fragilidad y la agonía de la mujer excitan a un tiempo su dolor y su amor y aquél no vuelve a éste tormentoso o patético sino «exquisito». Vale la pena citar las tres primeras estrofas donde se ve que lo más amable de la amada es en realidad lo agónico:



Hoy, como nunca, me enamoras y me entristeces;
si queda en mí una lágrima, yo la excito a que lave
nuestras dos lobregueces.

Hoy, como nunca, urge que tu paz me presida;
pero y a tu garganta sólo es una sufrida
blancura, que se asfixia bajo toses y toses,
y toda tú una epístola de rasgos moribundos
colmada de dramáticos adioses.

Hoy, como nunca, es venerable tu esencia
y quebradizo el vaso de tu cuerpo,
y sólo puedes darme la exquisita dolencia
de un reloj de agonías, cuyo tic-tac nos marca
el minuto de hielo en que los pies que amamos
han de pasar el hielo de la fúnebre barca.


La anáfora privilegia, insistiendo desde el título, el momento en que el amor es excitado por la precariedad del tiempo que les resta. Los amantes fraternizan en una «lobreguez» que sólo el llanto purifica. Ella se identifica (metonímicamente) con su color mortecino, «sufrida blancura», que es también el color del «hielo», repetido dos veces y destacadísimo en posición de cesura. El hielo es una doble metáfora que materializa a la vez el tiempo sin tiempo y el espacio sin espacio de la muerte: «el minuto de hielo», «han de pisar el hielo». Por otra parte, ella se vuelve (metafóricamente) un signo monosémico de la despedida, «epístola de rasgos moribundos / colmada de dramáticos adioses». Pero la más significativa, para nuestra exégesis, es tal vez la tercera estrofa donde la coordinación copulativa parece sugerir una subordinación temporal (y por tanto veladamente causal): se venera su alma cuando (porque) es más quebradizo su cuerpo y cuando (porque) ya no está en grado de dar sino la refinada dolencia (muy dannunziana) de la separación total. El adjetivo «exquisita» aplicado a «dolencia» deja sin embargo de perturbar si lo encuadramos en la ideología del poeta. En efecto, un dolor total, ya privado de esperanza, adquiere una rara y «exquisita» pureza. La esperanza es sucia: en ella cabe la tentación y de nuevo la sombra del pecado, la debilidad, la miseria de la carne que no ha perdido el vigor y por lo tanto exige, tiraniza. Se produce así la famosa paradoja por la cual la amante es más amable cuanto más inalcanzable. Por otra parte, el dolor sin esperanza puede acercarse, de alguna manera, a la beatitud. Amar a los muertos, en el fondo, da una cierta paz: no pueden cambiar, ni cuestionar nuestro amor, ni abandonarnos. Los hemos adquirido como idea, y ésta es toda nuestra. También la ilustre antepasada de nuestro poeta, Sor Juana Inés de la Cruz, se consolaba de la traición del amante con la adquisición de una imagen perfecta, para su goce solitario, que ya nadie más podría poner en discusión: «Mas blasonar no puedes satisfecho / de que triunfa de mí tu tiranía; /que aunque dejas burlado el lazo estrecho / que tu forma fantástica ceñía, / poco importa burlar brazos y pecho / si te labra prisión mi fantasía»101. La paradoja es mayor en la poetisa barroca, y esto puede entenderse como un condicionamiento cultural. Pero que la separación sea voluntaria o involuntaria, permanece el hecho común del regodeo del amante solitario en el ideal inmutable y su velada preferencia por éste frente a las vicisitudes (peligrosas e inquietantes) de lo real.

Más adelante (estrofa sexta), el poeta declara abiertamente que los funerales habrán de ser eternos «porque una lluvia terca no permite / sacar el ataúd a las calles rurales»: hay en él una constatada imposibilidad de separarse de sus muertos. O lo que es lo mismo, se aferra a la muerta porque no se resigna a la muerte. De hecho, la lluvia es aquí otra hipérbole del llanto y el «paño de ánimas», con que define su espíritu, está calcado sobre el sintagma «paño de lágrimas». Por lo demás, el sentido literal del verso no deja de ser sobrecogedor: él es sus fantasmas, «mi espíritu es un paño de ánimas».

Esta constante obsesión de la muerte llega a generar no pocas veces una visión macabra de la amada y del amor. Así sucede en Te honro en el espanto, ya citado, y en las imágenes contrastantes de esplendor vital y de belleza por un lado y de horror fúnebre por otro, que se leen en Hormigas y Tus dientes, especialmente en este último, donde las insólitas, hiperbólicas y originalísimas metáforas de la boca y la dentadura se suceden a lo largo de seis estrofas a las cuales se oponen, de pronto, con amarga ironía, estos versos brutales:


Porque la tierra traga todo pulcro amuleto
y tus dientes de ídolo han de quedarse mondos
en la mueca erizada del hostil esqueleto
yo los recojo aquí [...]


Es en esta familiaridad con la muerte, en esta velada necrofilia y en esta suerte de sadismo enmascarado, que ha querido verse la cercanía de López Velarde con Baudelaire102.

Pero se sabe que el sadismo representa la extroversión del instinto de muerte, la transformación del deseo de morir en deseo de matar: es la transformación que opera Eros para reducir a Thánatos, esa innata tendencia que tiene el hombre a la autodestrucción. En la ambigüedad característica de los sentimientos humanos, detrás de todo sadismo (o agresividad) hay un masoquismo original103. Siguiendo, conscientemente o no, las huellas del famoso Marqués, López Velarde descubrió en el dolor un componente del placer. Expresiones como «exquisita dolencia» no son para nada raras en su obra. La angustia de la muerte fustiga en él la pulsión erótica, «el desmán del perenne hormigueo» (Hormigas, ZO), y se sospecha que, llamando «sanguinario fruto» al objeto de su deseo, aluda a la sangre, ya no como símbolo vital, sino como estigma del dolor y la agresión. La presencia contradictoria del placer en el dolor, y viceversa, contribuye a la repetida elección del oxímoron, que se vuelve así característico de su estilo:


Idolatremos todo padecer,
gozando en la mirífica mujer.


(Idolatría, ZO)                


Uno es tal vez el poema ilustrativo por excelencia de este tema: Ánima adoratriz, fechado en 1919 y recogido en Zozobra. Aquí no sólo el dolor aparece por una parte ligado al erotismo y por otra como garantía de salvación («Mi única virtud es sentirme desollado [...]»), sino que la sangre se presenta como elemento primordial. Y no se puede hablar simplemente de símbolo de vitalidad; el amor, por medio de los objetos amados, está concebido aquí como vampiro feroz («Todo lo que a mis ojos es limpio y es agudo / bebe de mis droláticas arterias el saludo»), que le deja abiertas las heridas por donde mana una hemorragia incontrolable:


Como aquel que fue herido en la noche agorera
y denunció su paso goteando la acera,
yo puedo desandar mi camino rubí,
hasta el minuto y la casa en que nací
[...]


Naturalmente, no puede dejar de verse también en este caractère maudit del amor en López Velarde, uno de los aspectos morbosos de la herencia romántica que hasta él ha podido llegar a través de Byron y de Baudelaire104. Y esta complacencia en el derramamiento de su propia sangre («Todo me pide sangre: la mujer y la estrella [...]» etc.) no puede dejar de asociarse al famoso «vicio inglés» que ya hemos mencionado en otra ocasión105. Ello no impide que en este culto de la sangre derramada pueda verse además un eco de los antiguos mexicas quienes, obsesionados por la precariedad cósmica, sentían como deber primordial el de mantener la vida del cosmos y la estabilidad de sus existencias, nutriendo al Padre Sol con sangre humana. No sería éste el único sustrato azteca que aflora en la poesía de López Velarde. Ya hemos visto que Octavio Paz señala el sacrificio humano en la pirámide a propósito de Mi corazón se amerita. Nosotros, por parte nuestra, hemos propuesto el mito de Tláloc por lo que se refiere al agua y a la inundación, y nos hemos referido a la integración de Tonantzin a la Virgen de Guadalupe en la cultura mexicana.

Ahora bien, esta absoluta disponibilidad a dejarse sorber por los objetos de su amor («Ánima adoratriz: a la hora que elijas / para ensalzar tus granadas estoy pronto») tiene un límite. El límite es el de su virilidad: él se entrega en la medida en que puede poseer. Así como no acepta su muerte, no acepta el fin de su virilidad y termina por identificar una con la otra:


Mas será con el cálculo de una amena medida:
que se acaben a un tiempo el arrobo y la vida
y que del vino fausto no quedando en la mesa
ni la hez de una hez, se derrumbe en la huesa
el burlesco legado de una estéril pavesa.


(Ánima adoratriz, ZO)                


El «vino fausto» o el «licor» representan la embriaguez de los sentidos, como hemos visto otras veces; pero aquí vino se parece mucho a sangre, insistentemente nombrada en todas las estrofas anteriores; y vino y sangre, en este caso, están sin duda por líquido seminal. Este desesperado aferrarse a la virilidad parece la consecuencia de esa distorsión de su sexualidad, que caracteriza todo su periplo erótico y poético, desde la fase de la sublimación de sus amores con Fuensanta. En la exasperación de la virilidad yace, latente en López Velarde, una perversión manifiesta en Sade: la aspiración a poseer a la virgen prohibida, encarnación de la pureza celeste106. Según Klossowski, habría en Sade una «infelicidad de la conciencia», que él interpreta como el complejo de la «virilidad maldita» frente a la imagen paradojal de la Virgen. «Estoy excluido de la pureza porque quiero poseer a la que es pura. No puedo no desear la pureza, pero soy al mismo tiempo impuro porque quiero gozar la ingozable pureza»107, sería el teorema que atormenta a los personajes de Sade y los conduce finalmente al suicidio. En la experiencia sadista, el deseo de la Virgen, además de exasperar la virilidad, la vuelve contra el instinto de procreación. En la experiencia velardeana, sucede lo mismo; se negó a tener hijos y teorizó sobre ello. Por otra parte, la Virgen imposible que no obstante se desea es una réplica -en otro contexto- de la Dama inaccesible del Amor Cortés. El propio Sade estaba familiarizado con la tradición provenzal del amor cortés y mantenía una extraña relación con la sombra de su propia antepasada, Laura de Sade, celebrada por Petrarca. Él la consideraba su sombra tutelar. Naturalmente, todas estas coincidencias no deben ocultar una diferencia fundamental: Sade niega el dogma que sostiene a López Velarde, es decir, la inmortalidad del alma. Así, López Velarde no necesita ejercer el mal para probar que el cuerpo perece mientras que el alma permanece. Sin embargo, si bien López Velarde fue menos complejo y su marginalidad respecto a la sociedad menos feroz, es claro que en el fondo de todas estas «perversiones», más o menos despiadadas o más o menos ingenuas, hay un denominador común: el hambre de absoluto. Y esta hambre, porque rechaza la norma natural de que todo lo que vive progresa hacia la muerte, actúa en contra de la naturaleza.

Dice Freud: «La meta de todo lo que vive es la muerte»108; y prosigue Brown: «Si la muerte es una parte de la vida, si junto a un instinto de vida (o sexual) existe uno de muerte, el hombre huye de su propia muerte come huye de su propia sexualidad. Si la muerte es una parte de la vida, el hombre reprime su propia muerte como reprime su propia vida»109. En términos psicoanalíticos tradicionales, la represión de la muerte se manifiesta en la compulsión a la repetición110 y en la fijación en el pasado. Hemos visto cómo en López Velarde se repite la tendencia a no realizar el amor, a no celebrar el matrimonio; y veremos cómo él permanece obsesivamente ligado a una mujer, Fuensanta (se trata en este capítulo), y a un territorio, la provincia de la niñez (se tratará en el capítulo sucesivo).

¿Pero qué relación existe entre la fijación en el pasado y la represión de la muerte? El término medio es obvio: el rechazo de la vejez, o mejor dicho, el rehusarse a envejecer. A nivel biológico, vivir y morir, es decir envejecer, constituyen una sola e indivisible unidad: «Todo lo que se ha hecho perfecto quiere morir», decía Nietzsche. A nivel humano, el instinto de muerte, si ha sido reprimido o desviado, no puede afirmar la vida mediante la afirmación de la muerte. La muerte puede afirmarse a sí misma (y a la vida) sólo transformándose en la fuerza que siempre niega la vida, como el espíritu del Mefistófeles de Goethe111. Oponer el amor a la muerte para exorcizar a esta última (v. A las vírgenes, ZO), es perder la partida de antemano.

Todo el ciclo de Fuensanta y su regreso final adquiere nueva coherencia a la luz de esta concepción. Aquella confusión fónica y semántica entre «venusto» y «vetusto», buscada o casual, aquel rechazo de la sexualidad, o bien aquel deseo de la virgen imposible y por tanto aquella acendrada culpabilidad respecto al sexo, aquella involuntaria afirmación de la muerte, que constituían el eje del Poema de vejez y de amor y en general de La sangre devota y que se hacían ya evidentes en algunos de aquellos versos:


Dos fantasmas dolientes
en él seremos en tranquilo amor,
en connubio sin mácula yacentes;
una pareja fallecida en flor,
en la flor de los sueños y las vidas;
carne difunta, espíritus en vela
que oyen cómo canta
por mil años el ave de la Gloria;
dos sombras adormidas
en el tálamo estéril de una santa,


se transformarán en Zozobra fundamentalmente en el rechazo de la vejez (v. Ánima adoratriz, La última odalisca) y el tema se prolongará en alguna composición de El son del corazón (v. Gavota). La ruina de su cuerpo le produce al poeta un verdadero pavor y con distintas formas repite un solo ruego:


Señor, Dios mío: no vayas
a querer desfigurar
mi pobre cuerpo [...]
Ni me des enfermedad larga
[...]


El rechazo de la vejez estimula, como vimos, la fijación en el pasado y ésta a su vez provoca el regreso del fantasma que invade el presente en forma paulatina y poderosa. A medida que ése define sus contornos, todo el espacio que lo rodea se modifica. Del escenario realista de las casas o el paisaje de provincia, que a su vez había sustituido al evanescente paisaje edénico, se pasa a los alucinantes escenarios del mar y a la enrarecida atmósfera donde se desahogan sus fantasías de vuelo.

No se conoce la fecha de redacción de La Ascensión y la Asunción, pero es seguramente anterior a El sueño de los guantes negros. En la base del poema está la constatación por parte del poeta de que Dios le ha dado «de ángel guardián un ángel femenino». Hemos visto (en el segundo capítulo) que el ángel que lo vigilaba y protegía asegurando su permanencia en el Edén había sido Fuensanta y que a pesar (o a causa) de ello, la expulsión era inevitable, por que con ella comience la historia. Pero, ¿qué camino viene a señalar ahora este ángel fantasma que regresa de la muerte a la desdicha? El camino no puede ser otro que el mismo que ha recorrido, es decir, el de la muerte.

Y esta «mujer invisible y perfecta» no puede ser otra que la misma Fuensanta. Sólo que en vez de moverse horizontalmente, como antes, cuando él la veía alejarse por el río, ahora se mueve verticalmente: vuela. Y ya no se aleja de él, sino que se lo lleva consigo. El abrazo, tan largamente evitado, o censurado o reprimido, se realiza por fin. Es ley que, lentamente, todo lo reprimido regrese. Pero contra su pecho, todavía cargado de deseos («mi rojo corazón»), el poeta no estrecha un corazón humano, sino uno fantasmagórico y desencarnado, «de niebla y teología». La luz que circundaba en otra época a Fuensanta, ha desaparecido; en cambio, esta niebla que la define, acoplada a la «teología», evoca la sombra de aquella cárcel en la que se debatía el corazón del amante obligado a hacer méritos, es decir a reprimirse. Lo que el poeta tiene entre sus brazos se parece más a la estatua de una tumba («el fantasma de yeso») que a la mujer que fue. Y si es grande el éxtasis de ese vuelo en un continuo ascenso, su precio es la deshumanización de la relación:


me da medio perfil para su diálogo
y un cuarto de perfil para su beso...


Lo reprimido ha regresado y, sin duda, con un salto cualitativo para la poesía. El sueño de los guantes negros está fechado en 1921, el año de su muerte, y no cabe duda que en él se refiere a Fuensanta112.




El sueño de los guantes negros


Soñé que la ciudad estaba dentro
del más bien muerto de los mares muertos.
Era una madrugada del invierno
y lloviznaban gotas de silencio.
No más señal viviente, que los ecos
de una llamada a misa, en el misterio
de una capilla oceánica, a lo lejos.
De súbito me sales al encuentro,
resucitada y con tus guantes negros.

Para volar a ti, le dio su vuelo
el Espíritu Santo a mi esqueleto.

Al sujetarme con tus guantes negros
me atrajiste al océano de tu seno,
y nuestras cuatro manos se reunieron
en medio de tu pecho y de mi pecho,
como si fueran los cuatro cimientos
de la fábrica de los universos.

¿Conservabas tu carne en cada hueso?
El enigma de amor se veló entero
en la prudencia de tus guantes negros...

¡Oh, prisionera del valle de Méjico!
Mi carne...113 de tu ser perfecto
quedarán ya tus huesos en mis huesos;
y el traje, el traje aquel, con que tu cuerpo
fue sepultado en el valle de Méjico;
y el figurín aquel, de pardo género
que compraste en un viaje de recreo...

Pero en la madrugada de mi sueño,
nuestras manos, en un circuito eterno
la vida apocalíptica vivieron.

Un fuerte ... como en un sueño,
libre como cometa, y en su vuelo
la ceniza y ... del cementerio
gusté cual rosa...


La «prisionera del valle de Méjico» no puede ser otra que Josefa de los Ríos, enterrada allí en 1917. Faltan algunas palabras que resultan ilegibles en el manuscrito que el poeta solía llevar en un bolsillo, de donde cada tanto lo sacaba para leerlo a los amigos114. El poema se presenta como un sueño, con lo cual el poeta justifica racionalmente lo que en realidad es una visión. El paisaje se va haciendo cada vez más alucinante. Se trata de una ciudad en el fondo de un mar muerto, frío, silencioso, sobrecogedor. Podría ser perfectamente el Mar Muerto después de la muerte universal, después del apocalipsis. Es como si la otra orilla no estuviera del otro lado en sentido horizontal sino vertical y por tanto en el fondo del mar. Este cambio de perspectiva espacial, que se notaba ya en la tendencia al vuelo y en la dirección que adquiere este vuelo en La Ascensión y la Asunción, completamente vertical, corresponde a su nueva ubicación psicológica, cada vez más cerca de la muerte. A él ya no le interesa el mundo de los vivos y por tanto tampoco le interesan los desplazamientos horizontales. Le interesa sólo el pasaje de la vida a la muerte y de la muerte a la gloria, o sea los desplazamientos verticales115.

Se sugiere, también por la alusión al Mar Muerto, una especie de valle de Josafat en el que se da principio a la resurrección con un llamado a misa que resuena con un lejano eco entre las aguas. Entonces los muertos empiezan a volar: ella tal vez por virtud propia; él por virtud ajena; como había insinuado en La Ascensión y la Asunción:


Para volar a ti, le dio su vuelo
el Espíritu Santo a mi esqueleto.


Pero es muy significativo que este vuelo lleva de un mar a otro, de un océano a otro: del fondo del mar muerto donde se halla, ella lo atrae hacia «el océano de su seno». Ella está en el Océano pero es a la vez el Océano; ella está en la muerte pero es a la vez la muerte; es el vientre primordial y por ello en su seno se encierra el universo. Efectivamente, si queremos interpretar esta agua total como un útero primordial, debemos admitir que en la intuición de López Velarde, o en la precisión de los símbolos oníricos que produce, la Mujer y la Madre se identifican, así como se identifican el regazo prenatal y el regazo de la muerte.

Ella aparece resucitada y con los guantes negros y él le hace la famosa pregunta: «¿Conservabas tu carne en cada hueso?». Y la misma pregunta podría dirigírsele a él, que acaba de autodenominarse «esqueleto», tal vez por imitatio, tal vez por el gusto de la geometrización que hemos visto antes. La respuesta de todos modos es un enigma: es el enigma de la fe o el «enigma de amor», como lo llama él.

¿Creía López Velarde en la resurrección de la carne o creía que creía? ¿O quería creer?

Las últimas estrofas se leen mal por las palabras que faltan. Pero una cosa es segura: de la visión de eternidad, que él justifica como «sueño», con todo el valor polisémico de esta palabra que significa también «deseo» o «anhelo», pasa a la visión realista del mundo de la vigilia, en la cual existe sólo la pobre realidad de los huesos. Fuensanta no es más el Ángel sino la «prisionera del valle de Méjico». Y el poeta se complace en reconstruir la imagen de la mujer sepultada, con la cual se habrá de fundir de un modo u otro:


      de tu ser perfecto
quedarán ya tus huesos en mis huesos.


La resucitada no deja de ser, antes que nada, una muerta. El fantasma regresa con un objetivo siniestro pero su víctima consiente: oscuramente ha comprendido que lo que ama de la muerta no es lo que ella fue sino lo que es ahora. La última imagen del poema ha quedado trunca; pero no deja dudas sobre sus connotaciones necrofílicas:


      ... del cementerio
gusté cual rosa...


¡Qué adorable manía!, fechado también en 1921 y encontrado también entre los papeles del poeta, constituye otro paso adelante en la configuración de esta sombra amada que vuelve del pasado y que es, cada vez más claramente, el ángel de la muerte. La perspectiva vuelve a ser horizontal, como si el poeta ya no tuviera que viajar (o volar o descender) al mundo de los muertos; como si se hallara ya en él, o en sus umbrales. Tampoco la viajera vuela; simplemente anda por el camino. Y no oculta su identidad; no lleva guantes negros; lleva sólo un sombrero que no esconde la calavera. Lo llama con distintas señales y cuando por fin él acerca la boca a su pecho, recibe la luz por alimento. La sangre devota estaba llena de la luz de Fuensanta y su luz significaba la virtud. Luego había sido sustituida por los fuegos pasionales de Zozobra. Ahora Fuensanta regresa acompañada de su luz; pero ella está muerta y el resplandor que trae sirve para encandilar los ojos de los vivos. Por otra parte, este progresivo acercamiento a la muerte parece derivar de un hastío producido por el exceso sexual:



Cuando se cansa de probar amor
mi carne, en torno de la carne viva,
y cuando me aniquilo de estupor
al ver el surco que dejó en la arena
mi sexo, en su perenne rogativa,
de pronto convertirse el mundo veo
en un enamorado mausoleo...


Y así su mensaje -«enamorado mausoleo»- resulta exactamente el contrario del célebre «polvo enamorado» de Quevedo y del topos del amor vencedor de la muerte. Aquí ya no se trata del muerto que sigue amando, lo cual sería un triunfo de la vida, sino del vivo que ya ama la muerte, o sea del triunfo de la muerte116.

En la lucha entre Eros y Thánatos vence Thánatos en el corazón de López Velarde. La imposibilidad de armonizar los instintos es propia del hombre, o lo ha sido hasta ahora, y por tanto no hay que hacerse ilusiones. Pero la parábola que cumple López Velarde es tan ilustrativa que resulta aterradora: el apego morboso a la vida se convierte en un apego morboso a la muerte; el deseo de permanecer, en la tentación de morir. El hambre de absoluto, de la cual hablan con gran eficacia dos poemas de Zozobra (El mendigo cósmico y El candil), se invierte y se transforma en su contrario, en hambre de vacío, de nada, de aniquilación117.

Sólo en los animales, si no han sido contagiados por el contacto con el hombre, los dos instintos fundamentales existen en condiciones de unidad indiferenciada y de armonía118. Sólo excepcionalmente aparece algún animal en la obra de López Velarde. Dos de esas veces los animales están ligados a la armonía edénica, a la felicidad anterior a la expulsión: uno es el caballo de Mi villa y otro es el perro de Vacaciones, René, al cual, como vimos antes, se le dedican cinco de las nueve estrofas del total. El tercer caso es curiosamente significativo: se trata de El perro de San Roque, que funciona como alegoría del propio poeta siendo él mismo un ejemplo de dramática escisión seguramente por proyección del Santo: tiene «la vista en el cielo y la antorcha en las fauces».

Pero si en los animales existe esta armonía y el hombre es el único -entre todos los seres vivos- que ha separado y puesto en lucha los instintos, cabe esperar que el hombre pueda volver a la naturaleza de la que se ha alejado y pueda recuperar la armonía que ha perdido. Freud mismo insinúa una posibilidad de alcanzar (o recuperar) la fusión de los instintos y asigna la tarea de trabajar para esa fusión al yo, es decir, a la parte consciente del hombre, atribuyéndole una tendencia a «armonizar», «sintetizar», «ligar y unir», «organizar» los conflictos y las divisiones de la vida psíquica119. En la obra misma de López Velarde se puede seguir la ansiosa búsqueda de esta armonía: el mismo «son del corazón» en el cual se reúnen los discordes acentos de sus opuestas tendencias es, por lo menos, una fórmula de síntesis. Lo mismo puede decirse de un poema como Idolatría donde se funde lo sensual con lo religioso, el erotismo con la teología. Finalmente, una sorprendente intuición de la capacidad sintetizadora de la conciencia individual, del yo, aparece en estos versos de Todo (ZO):


Si digo carne o espíritu
paréceme que el diablo
se ríe del vocablo;
mas nunca vaciló
mi fe si dije «yo».


Sin embargo, estos momentos son excepcionales y lo que predomina en él es la constatación de su dualismo: el anhelo de volar y la tendencia a la caída. Lodo y aire son sus elementos. Se dirá que este dualismo no es de vida-muerte sino de carne-espíritu. Pero justamente, como hemos tratado de mostrar, el dualismo carne-espíritu es una violencia que el hombre hace a su naturaleza, por un deseo tenaz de durar, por un rechazo de su muerte. Rehusándose a morir, exaltando el espíritu, sublimando, rompe la armonía original entre instinto de vida e instinto de muerte. De la minuciosa descripción de su escisión interior, de la búsqueda de una fórmula cada vez más acertada de su ambigüedad120, López Velarde pasará insensiblemente a cortejar a la muerte y por fin a soñar su propio fin:


Voluptuosa Melancolía:
en tu talle mórbido enrosca
el Placer su caligrafía
y la Muerte su garabato,
y en un clima de ala de mosca
la Lujuria toca a rebato.


(La última odalisca, 20)                



Me parece que por amar tanto
voy bebiendo una copa de espanto.


(En mi pecho feliz, SC)                



Por darme el santo y seña, la viajera
se ata debajo de la calavera
las bridas del sombrero de pastora.


(¡Qué adorable manía...!, SC)                



No tengo miedo de morir,
porque probé de todo un poco
[...]
Mas con el pie en el estribo
imploro rápida agonía


(Gavota, SC)                



Casi no he despertado de aquella maravilla
que enlazara mis últimos óleos con mi Bautismo


(El sueño de la inocencia, SC)                


Efectivamente, una de las consecuencias de la incapacidad de aceptar la separación y la muerte, es la erotización de la muerte misma y el surgimiento de un morboso deseo de morir, un deseo de retroceder al estado prenatal anterior al comienzo de la vida (y a la separación de la madre), un deseo de regresar al seno materno121. La abundancia de imágenes del agua y de la inundación, unidas a obsesiones de muerte, en la última poesía de López Velarde, puede interpretarse justamente como una imposición del código simbólico de su inconsciente, en el cual aumentaba el deseo de regresión al útero122. Sin que esto signifique que se puedan confundir siempre y en cada caso el yo poético y el yo biográfico123, no deja de llamar la atención la manera personal que López Velarde tenía de considerar la muerte y el modo en que ésta le sobrevino. Se cuenta que concedía una curiosa importancia al vaticinio de una gitana que le había anunciado que moriría joven por asfixia. La pulmonía que lo mató, la adquirió en un gesto soberbio, casi de desafío. No estaba bien y sin embargo, después de ir al teatro y a cenar afuera, salió todavía a hacer un paseo nocturno, oponiéndose al frío del valle de México, desabrigado, porque quería seguir hablando de Montaigne124.

Si la poesía de López Velarde es una poesía de amor, hay que admitir que entre todos los objetos de su amor, no se halla nunca una mujer en sentido estricto; a excepción de Margarita Quijano, cuya breve estación se concluye en el fracaso, quizás no por azar125. En un extremo de sus amores está el ángel; en el otro, la calavera. La evolución de uno al otro se comprende cuando se ve que ambos se identifican con la castidad. Si la poesía de López Velarde es un canto a su mundo, es bueno recordar que de la idealización de la provincia López Velarde pasó al repudio de la ciudad y finalmente a la fascinación por los paisajes alucinantes de la muerte. En el microcosmos de su obra él cumple la parábola que Mumford señala para la humanidad: la última fase de la polis es la necrópolis126.

Claro que la provincia idealizada vuelve en su última composición, La suave Patria. Pero allí la provincia no aparece como una realidad cambiante y móvil, sino como una idea inmóvil. El poeta la ha fijado en una imagen del pasado y así la quiere, extendida además a todo el territorio de la patria, contra la historia y contra el desarrollo. Fuensanta y la provincia forman una unidad en la mitología velardeana. Y las dos han sido fijadas en el tiempo para evitar que perezcan. Han sido aniquiladas en su realidad cambiante y móvil y sustituidas por la transfiguración en una idea (un ideal) inmutable. En el repudio de la mutación y la muerte se halla el eje ideológico de la poesía velardeana. El tema cuna-sepultura, que le llega desde los grandes barrocos españoles a quienes conoce muy bien, especialmente a Góngora y a Quevedo, permanece en él inmodificado desde el punto de vista conceptual; e inclusive desde el punto de vista verbal, y sin que ello impida que el lenguaje de López Velarde sea un lenguaje de ruptura, se podrían rastrear los lazos de unión. En aquel tema de los huesos enamorados de otros huesos, es sensible la influencia de Quevedo. En versos como «y cuando me aniquilo de estupor / al ver el surco que dejó en la arena / mi sexo, en su perenne rogativa», se percibe el eco de los gongorinos «Piso aunque ilustremente enamorado / tu noble arena con humilde planta».

No hay una Weltanchaaung novedosa en López Velarde. No llegó a conocer a los filósofos existencialistas, que habrían podido cambiar su concepción de la muerte. No conocía a Rilke, para quien la misión del poeta debía consistir en enseñar a comprender verdaderamente la muerte y a honrarla porque así se exalta al mismo tiempo la vida. No habría coincidido con Vallejo en que para vivir realmente hay que estar dispuesto a morir (v. Ágape en Los heraldos negros).

Sin embargo, en el mismo lenguaje ambiguo de López Velarde, inesperado, sorprendente, cargado de paradojas y propenso a la ironía, se configura una perspectiva crítica de la misma visión del mundo que propone. Lo que sorprende despierta. Con la ironía vacilan las certezas. «Un gran verso -decía Bachelard- puede tener una gran influencia sobre el alma de una lengua. Despierta imágenes borradas. Y al mismo tiempo sanciona lo imprevisible de la palabra. ¿Hacer imprevisible la palabra no es un aprendizaje de libertad?»127. La poesía de López Velarde es sin duda imprevisible y enorme ha sido la herencia que ha dejado. Hoy en día no podríamos concebir ni el amor ni la patria como él los concibió. Pero su lenguaje abrió un camino que si nos aleja de él -dice Paz- es porque en él se reconoce el punto de partida. La nueva poesía mexicana empieza con López Velarde, arranca justamente de su ardua experimentación con el lenguaje128.