Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —242→     —243→  

ArribaAbajo- XXII -

Alegre, rozagante, como nuevo volvió de los baños de Termasaltas el señor Arcediano don Restituto Mourelo, dispuesto a emprender otra campaña, que esperaba fuese la última y decisiva, «contra el despotismo del simoníaco y lascivo y sórdido enemigo de la Iglesia que, apoderado del ánimo del señor Obispo, tenía sojuzgada a la diócesis». Con esta perífrasis aludía al señor Provisor el diplomático Glocester.

El primer disgustillo que tuvo De Pas aquel verano fue esta noticia, que le dieron en el coro, por la mañana.

«Ha llegado Glocester».

«No le temía, ni a él ni a nadie... ¡pero estaba tan cansado de luchar y aborrecer!».

Mourelo se encontró con otros muchos murmuradores de refresco y con los de depósito que no estaban menos ganosos de romper el fuego contra el común enemigo. Todos ardían en el santo entusiasmo de la maledicencia. Los que venían de las aldeas y pueblos de pesca, traían hambre de cuentos y chismes; la soledad del campo les había abierto el apetito de la murmuración; por aquellas   —244→   montañas y valles de la provincia, ¿de quién se iba a maldecir? «¡Su Vetusta querida! Oh, no hay como los centros de civilización para despellejar cómodamente al prójimo. En los pueblos se habla mal del médico, del boticario, del cura, del alcalde; pero ellos, los vetustenses, los de la capital ¿cómo han de contentarse con tan miserable comidilla?». ¡Civis romanus sum! decía Mourelo: «Quiero murmuración digna de mí. Aplastemos, con la lengua, al coloso, no al médico de Termasaltas por ejemplo».

Y Foja y los demás que se habían quedado, también ansiaban la vuelta de los ausentes, para contarles las novedades y comentarlas todos juntos. La animación de Vetusta renacía en cabildo, cofradías, casinos, calles y paseos cuando los del veraneo empezaban a aparecer. Las amistades falsas, gastadas hasta hacerse insoportables durante el común aburrimiento de un invierno sin fin, ahora se renovaban; los que volvían encontraban gracia y talento en los que habían quedado y viceversa; todos reían los chistes y las picardías de todos. Poco a poco los círculos de la murmuración se animaban, la calumnia encendía los hornos, y los últimos que llegaban, los regazados, encontraban aquello hecho una gloria. «¡Qué ocurrencias, qué fina malicia, qué perspicacia! ¡Oh, el ingenio vetustense!».

El Magistral fue aquel año la víctima de las dionisíacas de la injuria; no se hablaba más que de él.

«Don Santos Barinaga, el rival mercantil de La Cruz Roja, la víctima del monopolio ilegal y escandaloso de doña Paula y su hijo; el pobre don Santos, se moría sin remedio, según don Robustiano Somoza, el médico de la aristocracia cuyas ideas no eran sospechosas».

-¿Y de qué dirán ustedes que se muere? -preguntaba   —245→   Foja en un corrillo, delante de la catedral, al salir de misa de doce.

-Se morirá de borracho -contestaba Ripamilán.

-No señor, ¡se muere de hambre!...

-Se muere de aguardiente.

-¡De hambre!...

Y llegaba don Robustiano al corro y hablaba la ciencia:

-Yo no acuso a nadie, la ciencia no acusa a nadie; otra es su misión. Yo no niego que el alcoholismo crónico tenga parte en la enfermedad de Barinaga, pero sus efectos, sin duda, hubieran podido cohonestarse (así decía) con una buena alimentación. Además, hoy día el pobre don Santos ya no tiene dinero ni para emborracharse, ya no puede beber de pura miseria... Y aunque ustedes no comprendan esto, la ciencia declara que la privación del alcohol precipita la muerte de ese hombre, enfermo por abuso del alcohol...

-¿Cómo es eso, hombre? -preguntaba el Arcipreste.

-A ver explíquese usted -decía Foja.

Don Robustiano sonreía; movía la cabeza con gesto de compasión y se dignaba explicar aquello. «Don Santos, aunque se pasmasen aquellos señores, a pesar de morir envenenado por el alcohol, necesitaba más alcohol para tirar algunos meses más. Sin el aguardiente, que le mataba, se moriría más pronto».

-Pero don Robustiano, ¿cómo puede ser eso?

-Señor Foja, ahí verá usted. ¿Conoce usted a Todd?

-¿A quién?

-A Todd.

-No señor.

-Pues no hable usted. ¿Sabe usted lo que es el poder hipotérmico del alcohol? Tampoco; pues cállese usted.   —246→   ¿Sabe usted con qué se come el poder diaforético del citado alcohol? Tampoco; pues sonsoniche. ¿Niega usted la acción hemostática del alcohol reconocida por Campbell y Chevrière? Hará usted mal en negarla; se entiende, si se trata del uso interno. De modo que no sabe usted una palabra...

-Pues por eso pregunto... Pero oiga usted, señor mío, por mucho que usted sepa y diga lo que quiera el señor Todd; ni la ciencia, ni santa ciencia, tienen derecho para calumniar a don Santos Barinaga; harto tiene el pobre con morirse de hambre y de disgustos, sin que usted por haber leído, sabe Dios dónde y con cuánta prisa, un articulillo acerca del aguardiente, digámoslo así, se crea autorizado para insultar a mi buen amigo y llamarle borrachón en términos técnicos.

-Poco a poco -gritó Ripamilán- en eso estoy yo conforme con la ciencia y con el señor Somoza su legítimo representante. No sé si un clavo saca otro clavo en medicina, ni si la mancha de la borrachera con otra verde se quita, pero don Santos es un tonel en persona y tiene más espíritu de vino en el cuerpo que sangre en las venas; es una mecha empapada en alcohol... prenda usted fuego y verá...

-Yo, señor Ripamilán, para confundir a este progresista trasnochado no necesito que me ayude la Iglesia; me sobra y me basta con la ciencia que es, en definitiva, mi religión.

Y volviéndose a Foja añadía el médico:

-Oiga usted, señor decurión retirado, ¿conoce usted la acción del alcohol en las flegmasías de los bebedores? no mienta usted, porque no la conoce.

-¡Váyase usted a paseo, señor Fraigerundio de hospital! ¡El embustero será usted! ¡Pues hombre! bonita   —247→   manía saca el señor doctor; hacérsenos el sabio ahora. A la vejez viruelas.

-Menos insultos y más hechos.

-Menos botarga y más sentido común...

-Caballero miliciano, yo soy el hombre de ciencia y usted es un doceañista en conserva... Chomel admite, y con él todo el que tenga dos dedos de frente, que en las enfermedades de los borrachos es imprescindible la administración de los espirituosos...

-¡Pero si yo niego la menor, so alcornoque!

-En medicina no hay mayores ni menores, ni judías ni contrajudías, señor tahúr.

-La menor es que sea borracho Barinaga...

-De modo que si usted me niega los... prodromos del mal...

Don Robustiano se puso colorado al pensar que había dicho un disparate.

-Qué hipódromos ni qué hipopótamos; yo defiendo a un ausente...

-En fin, una palabra para concluir: ¿niega usted que si a un borracho se le priva por completo del alcohol, es lo más fácil que se presente un decaimiento alarmante, un verdadero colapso?...

-Mire usted, señor pedantón, si sigue usted rompiéndome el tímpano con esas palabrotas, le cito yo a usted cincuenta mil versos y sentencias en latín y le dejo bizco; y si no oiga usted:


   Ordine confectu, quisque libellus habet:
quis, quid, coram quo, quo jure petatur et a quo.
Cultus disparitas, vis, ordo, ligamen, honestas...



Ripamilán se retorcía de risa. Somoza, furioso, gritaba; y se oía: colapso... flegmasía... cardiopatía... y el   —248→   ex-alcalde, sin atender, continuaba mezclando latines:


    Masculino es fustis, axis
turris, caulis, sanguis collis...
piscis, vermis, callis follis.



El médico y el prestamista estuvieron a punto de venir a las manos. No se pudo averiguar de qué se moría don Santos, pero a la media hora se corría por Vetusta que, por culpa del Provisor, se habían pegado y desafiado Foja y Somoza, y no se sabía si el mismo Ripamilán había recogido alguna bofetada.

Por algunos días vino a eclipsar al valetudinario Barinaga, que, en efecto, se consumía en la miseria, un suceso de gravedad suma, según Glocester y Foja y bandos respectivos: «La hija de Carraspique, sor Teresa, agonizaba en el inmundo asilo de las Salesas, en la celda que era, según Somoza, un inodoro, por no decir todo lo contrario».

Y dicho y hecho. Rosa Carraspique en el mundo, sor Teresa en el convento, murió de una tuberculosis, según Somoza, de una tisis caseosa, según el médico de las monjas, que era dualista en materia de tisis.

Pero lo que no dudó ningún enemigo del Provisor fue que la culpa de aquella muerte la tenía don Fermín, fuese lo que quiera de los pulmones de la chica.

Doña Paula y don Álvaro llegaron a Vetusta el mismo día, aquel en que voló al cielo un ángel más, en opinión de Trifoncito Cármenes, que seguía siendo romántico, contra los consejos de don Cayetano.

Un periódico liberal del pueblo, El Alerta, publicaba una tras otra estas dos gacetillas, que pusieron a don Fermín de un humor endiablado.

«Bien venido. -De vuelta de su excursión veraniega   —249→   ha llegado a esta capital el ilustre caudillo del partido liberal dinástico de Vetusta, el Ilmo. Sr. D. Álvaro Mesía. Dicen los numerosos amigos que han acudido a visitar a nuestro distinguido correligionario, que viene dispuesto a proseguir su campaña de propaganda sensatamente liberal, así en el orden político como en el moral y canónico y religioso. Cuente con nuestro humilde apoyo para vencer los obstáculos tradicionales que aquí opone al verdadero progreso un despotismo teocrático de que está ya todo Vetusta hasta los pelos, como se dice vulgarmente».

«En paz descanse. -Ha fallecido en su celda del convento de las Salesas la señorita doña Rosa Carraspique y Somoza, hija del conocido capitalista ultramontano don Francisco de Asís, monja profesa con el nombre de sor Teresa. Mucho tendríamos que decir si quisiéramos hacernos eco de todos los comentarios a que ha dado lugar esta desgracia inopinada. Sólo diremos que, en concepto de los facultativos más acreditados, no ha sido extraña a la pérdida que lamentamos la falta de condiciones higiénicas del edificio miserable que habitan las Salesas. Pero además, se nos ocurre preguntar: ¿Es muy higiénico que ciertos roedores se introduzcan en el seno del hogar para ir minando poco a poco y con influencia deletérea y pseudo-religiosa, la paz de las familias, la tranquilidad de las conciencias?

»Si todos los elementos liberales, sin exageraciones, de nuestra culta capital no aúnan sus esfuerzos para combatir al poderoso tirano hierocrático que nos oprime, pronto seremos todos víctimas del fanatismo más torpe y descarado. -R. I. P.».

Ripamilán, con mal acuerdo, y sin que lo supiera el Magistral, se decidió a tomar la pluma y publicar en   —250→   el Lábaro un articulejo, sin firma, defendiendo a su amigo, a las Salesas, y a la gramática, maltratada por el periódico progresista, según el canónigo. «Aparte, decía entre otras cosas, de que no sabemos si la monja profesa es el señor Carraspique o su hija, ¿quiere decirme el periodista cascaciruelas, etc., etc...?».

Aquel cascaciruelas delató al Arcipreste; era su estilo humorístico: lo conocieron todos.

En Vetusta los insultos y murmuraciones en letras de molde llamaban mucho la atención. En vano publicaba Cármenes odas y elegías, nadie las leía; pero la gacetilla más insignificante que pudiera molestar un poco a cualquier vecino, era leída, comentada días y días, y cuando había tiroteo de sueltos o comunicados, los habituales abonados no querían mejor diversión.

Por todo lo cual fue mayor el escándalo, y no se habló en mucho tiempo más que de la influencia deletérea del Magistral y de la muerte de sor Teresa.

-Sobre su conciencia tiene esa desgracia.

-Es un vampiro espiritual, que chupa la sangre de nuestras hijas.

-Esto es una especie de contribución de sangre que pagamos al fanatismo.

-Esto es una especie de tributo de las cien doncellas.

El Magistral hubiera querido poder despreciar tantos disparates, tales absurdos, pero a su pesar le irritaban. Creyó al principio que «su pasión noble, sublime, le levantaría cien codos sobre todas aquellas miserias», pero el oleaje de la falsa indignación pública salpicaba su alma, llegaba tan arriba como su deliquio sin nombre; y la ira le borraba del cerebro muchas veces las más puras ideas, las impresiones más dulces y risueñas. Se ponía loco de cólera, y más y más le irritaba el no poder dominar sus   —251→   arrebatos. Además, el mal era cierto; no por ser desatinada la acusación de los necios era menos poderosa y temible. Notaba el Magistral que su poder se tambaleaba, que el esfuerzo de tantos y tantos miserables servía para minarle el terreno... En muchas casas empezaba a notar cierta reserva; dejaron de confesar con él algunas señoras de liberales, y el mismo Fortunato, el Obispo, a quien tenía De Pas en un puño, se atrevía a mirarle con ojos fríos y llenos de preguntas que entraban por las pupilas del Magistral como puntas de acero.

Volvió la época del paseo en el Espolón, y don Fermín al pasear allí su humilde arrogancia, su hermosa figura de buen mozo místico, observaba que ya no era aquello una marcha triunfal, un camino de gloria; en los saludos, en las miradas, en los cuchicheos que dejaba detrás de sí, como una estela, hasta en la manera de dejarle libre el paso los transeúntes, notaba asperezas, espinas, una sorda enemistad general, algo como el miedo que está próximo a tener sus peculiares valentías insolentes.

Y en casa, doña Paula ceñuda, silenciosa, desconfiada, preparándose para una tormenta, recogiendo velas, es decir, dinero, realizando cuanto podía, cobrando deudas, con fiebre de deshacerse de los géneros de la Cruz Roja. «No parecía sino que se preparaba una liquidación. ¿A qué venía aquello?». Doña Paula no daba explicaciones. «Sabía a qué atenerse: su hijo, su Fermo, estaba perdido; aquella pájara, aquella Regenta, santurrona en pecado mortal, le tenía ciego, loco; ¡sabía Dios lo que pasaría en aquel caserón de los Ozores! ¡Qué escándalo! Todo se lo iba a llevar la trampa. Había que prepararse. Oh, podrían arrojarla de Vetusta, pero ella no se iría sin llevarse medio pueblo entre los dientes».   —252→   Por eso mordía con aquel furor que asustaba a su hijo.

Fermo, el señorito, pensaba a solas, en su despacho de Fausto eclesiástico. «¡Solo, estoy solo, ni mi madre me consuela! ¿Qué he de hacer? Entregarme con toda el alma a esta pasión noble, fuerte... ¡Ana, Ana y nada más en el mundo! Ella también está sola, ella también me necesita... Los dos juntos bastamos para vencer a todos estos necios y malvados».

Pálido, casi amarillo, agitado, muy nervioso, llegaba De Pas al lado de su amiga mística, cada vez más hermosa, de nuevo fresca y rozagante, de formas llenas, fuertes y armoniosas. La dulzura parecía una aureola de Anita. La salud había vuelto, purificada con cierta unción de idealidad, al cuerpo de arrogante transtiberina de aquel modelo de madona.

Don Víctor Quintanar se había restituido a su amistad íntima con don Álvaro Mesía, en cuanto regresó este de Palomares, y al poco tiempo notó el Magistral que el converso se le rebelaba. Si bien seguía creyéndose profundamente piadoso, don Víctor hacía distinciones sospechosas entre la religión y el clero, entre el catolicismo y el ultramontanismo. «Yo soy tan católico como el primero», esta era su frase cada vez que decía alguna herejía o algo parecido; pero se metía a interpretar a su modo los textos del Antiguo y Nuevo Testamento y hasta se atrevía a decir delante de curas y señoras, que el hombre virtuoso es siempre un sacerdote, y que un bosque secular es el templo más propio de la religión pura, y que Jesucristo había sido liberal, con otros disparates. No era esto lo peor, sino que la Regenta y don Fermín notaban en Quintanar cierta frialdad cada vez que los veía juntos y el Magistral tuvo que fingirse distraído ante algunos desaires disimulados.

  —253→  

Don Álvaro no iba a casa de los Ozores sino muy de tarde en tarde y sólo hacía visitas de cumplido, muy breves. ¿Por qué así? preguntaba don Víctor. Y con medias palabras, su amigo le daba a entender que la Regenta le recibía con mala voluntad y que a él no le gustaba estorbar. Además, no era él solo el que se retraía. El mismo Paco, el Marquesito, que en otro tiempo no hacía más que entrar y salir, ahora apenas parecía por aquella casa. Visitación también iba de tarde en tarde, la Marquesa casi nunca, y así de todos los amigos y amigas; el Magistral y sólo el Magistral. Aquel buen señor «hacía el vacío» en derredor de la Regenta. Ella estaba contenta, no parecía echar de menos a nadie; pero él, don Víctor, no era de la misma opinión; quería trato, conversación, amena compañía.

Seguía confesando y comulgando cada dos meses, pero Kempis seguía cubierto de polvo entre libros profanos; conservaba el miedo al infierno Quintanar, «pero no quería prescindir por completo de las ventajas positivas que le ofrecía su breve existencia sobre el haz de la tierra». «Y sobre todo no quería que el fanatismo se enseñorease de su casa». Los consejos que para excitarlo le daba Mesía, allá en el Casino, los tomaba muy en cuenta don Víctor, y siempre se estaba preparando para ponerlos por obra, pero no se atrevía. No llegaba a más su audacia que a poner un gesto de vinagre de cuando en cuando, muy de tarde en tarde, al enemigo, al Magistral; pero como este fingía no comprender aquellas indirectas mímicas, no se adelantaba nada.

Don Víctor llegó a reconocer, pero sin confesarlo a nadie, que él era menos enérgico de lo que había creído; «no, no tenía fuerza para oponerse al jesuitismo que había invadido su hogar». ¡Oh, por algo él vacilaba   —254→   antes de consentir a De Pas apoderarse del ánimo de su esposa! Sí... al fin había sido jesuita...». Quintanar acabó por comparar el poder del Provisor en el caserón de los Ozores, con el que tuvieron los jesuitas en el Paraguay. «Sí, mi casa es otro Paraguay». Y cada día se encontraba más incapaz de oponerse a la perniciosa influencia. No sabía más que poner mala cara y parar poco en casa.

Con esto sólo consiguió que la Regenta y el Magistral conviniesen en verse más a menudo fuera del caserón y menos veces en él. «Mejor era hablarse en casa de doña Petronila. ¿Para qué molestar al pobre don Víctor? Ya que amistades nocivas le apartaban otra vez del buen camino y le envenenaban el alma con insinuaciones malévolas, con sospechas torpes e impías, más valía dejarle en paz, apartar de su vista el espectáculo inocente, mas para él poco agradable, de dos almas hermanas que viven unidas, con lazo fuerte, en la piedad y el idealismo más poético».

En casa de doña Petronila, en el salón de balcones discretamente entornados, de alfombra de fieltro gris, era donde pasaban horas y horas los dos amigos del alma, hablando de intereses espirituales, como decía el gran Constantino, sin más testigo que el gato blanco, cada vez más gordo, que iba y venía sin ruido, y se frotaba el lomo contra las faldas de la Regenta y el manteo del Magistral, cada día más familiarmente.

Anita notaba en don Fermín una palidez interesante, grandes cercos amoratados junto a los ojos, y una fatiga en la voz y en el aliento que la ponía en cuidado.

Le suplicaba que se cuidase, se lo pedía con voz de madre cariñosa que ruega al hijo de sus entrañas que tome una medicina. Él respondía sonriendo, echando   —255→   fuego por los ojos, «que no tenía nada, que era aprensión, que no había que pensar en su cuerpo miserable».

Algunos días había en sus diálogos pausas embarazosas; el silencio se prolongaba molestándoles como un hablador importuno.

Los dos guardaban un secreto. Cuando creían conocerse uno a otro hasta el último rincón del alma, estaba pensando cada cual en la mala acción que cometía callando lo que callaba.

El Magistral padecía mucho siempre que Ana le hablaba de la salud que él perdía. «¡Si ella supiera!».

Resuelto a que su amistad «con aquel ángel hermoso» no acabase de mala manera, en una aventura de grosero materialismo llena de remordimientos y dejos repugnantes; seguro de que aquella mujer ponía en aquel lazo piadoso toda la sinceridad de un alma pura, y que degradarla, caso de que se pudiera, sería hacerle perder su mayor encanto; el Magistral que vivía ya nada más de esta refinada pasión que según él no tenía nombre, luchaba con tentaciones formidables, y sólo conseguía contrarrestar las rebeliones súbitas y furiosas de la carne con armisticios vergonzosos que le parecían una especie de infidelidad. En vano pensaba: ¿qué le importa a mi doña Ana que mi corpachón de cazador montañés viva como quiera cuando me aparto de ella? Nada de mi cuerpo me pide ella; el alma es toda suya, y nada del alma pongo al saciar, lejos de su presencia, apetitos que ella misma sin saberlo excita; en vano pensaba esto, porque agudos remordimientos le pinchaban cada vez que Ana, solícita, dulce y sonriente le pedía con las manos en cruz que se cuidara, que no entregase todas sus horas al trabajo y a la penitencia. «¿Qué sería de ella sin él?».

  —256→  

-«Figurémonos que usted se me muere: ¿qué va a ser de mí?».

«Es horroroso, es horroroso, pensaba el Magistral, pasar plaza de santo a sus ojos, y ser un pobre cuerpo de barro que vive como el barro ha de vivir. Engañar a los demás no me duele; ¡pero a ella! Y no hay más remedio». Quería que le consolase el reflexionar que por ella era todo aquello, que por ella había él vuelto a sentir con vigor las pasiones de la juventud que creyera muertas, y que por ella, por respetar su pureza, se encenagaba él en antiguos charcos; pero esta idea no le consolaba, no apagaba el remordimiento.

Algunas semanas pasaba Teresina triste, temerosa de haber perdido su dominio sobre el señorito; entonces era cuando el Magistral vivía al lado de Ana libre de congojas, tranquilo en su conciencia; pero poco a poco el tormento de la tentación reaparecía; sus ataques eran más terribles, sobre todo más peligrosos, que los del remordimiento; la castidad de Ana, su inocencia de mujer virtuosa, su piedad sincera, la fe con que creía en aquella amistad espiritual, sin mezcla de pecado, eran incentivo para la pasión de don Fermín y hacían mayor el peligro; por que ella que no temía nada malo, vivía descuidada sin ver que su confianza, su cariñosa solicitud, aquella dulce intimidad, todo lo que decía y hacía era leña que echaba en una hoguera. Y volvía De Pas, para evitar mayores males, a sus precauciones, que eran el contento de Teresina, lo que ella creía con orgullo su victoria.

Ana también tenía su secreto. Su piedad era sincera, su deseo de salvarse firme, su propósito de ascender de morada en morada, como decía la santa de Ávila, serio; pero la tentación cada día más formidable. Cuanto   —257→   más horroroso le parecía el pecado de pensar en don Álvaro, más placer encontraba en él. Ya no dudaba que aquel hombre representaba para ella la perdición, pero tampoco que estaba enamorada de él cuanto en ella había de mundano, carnal, frágil y perecedero. Ya no se hubiera atrevido, como en otro tiempo, a mirarle cara a cara, a verle a su lado horas y horas, a probarle que su presencia la dejaba impasible: no, ahora huir de él, de su sombra, de su recuerdo; era el demonio, era el poderoso enemigo de Jesús. No había más remedio que huir de él; esto era humildad, lo de antes orgullo loco. A la gracia y sólo a la gracia debía el vivir pura todavía; abandonada a sí misma, Ana se confesaba que sucumbiría; si el Señor aflojara la mano un momento, don Álvaro podría extender la suya y tomar su presa. Por todo lo cual no quería ni verle. Pero, sin querer, pensaba en él. Desechaba aquellos pensamientos con todas sus fuerzas, pero volvían. ¡Qué horrible remordimiento! ¿Qué pensaría Jesús? y también ¿qué pensaría el Magistral... si lo supiera? A la Regenta le repugnaba, como una villanía, como una bajeza aquella predilección con que sus sentidos se recreaban en el recuerdo de Mesía apenas se les dejaba suelta la rienda un momento. ¿Por qué Mesía? El remordimiento que la infidelidad a Jesús despertaba en ella, era de terror, de tristeza profunda, pero se envolvía en una vaguedad ideal que lo atenuaba; el remordimiento de su infidelidad al amigo del alma, al hermano mayor, a don Fermín era punzante, era el que traía aquel asco de sí misma, el tormento incomparable de tener que despreciarse. Además, Anita no se atrevía a confesar aquello con el Magistral. Hubiera sido hacerle mucho daño, destrozar el encanto de sus relaciones de pura idealidad. Volvía a   —258→   valerse de sofismas para callar en la confesión aquella flaqueza: «ella no quería» en cuanto mandaba en su pensamiento, lo apartaba de las imágenes pecaminosas; huía de don Álvaro, no pecaba voluntariamente. ¿Habría pecado involuntario? De esto habló un día con el Magistral, sin decirle que la consulta le importaba por ella misma. Don Fermín contestó que la cuestión era compleja... y le citó autores. Entre ellos recordó Ana que estaba Pascal en sus Provinciales; ella tenía aquel libro, lo leyó... y creyó volverse loca. «Oh, el ser bueno era además cuestión de talento. Tantos distingos, tantas sutilezas la aturdían». Pero siguió callando el tormento de la tentación. Arma poderosa para combatirla fue la ardiente caridad con que la Regenta se consagró a defender y consolar a De Pas cuando sus enemigos desataron contra él los huracanes de la injuria, que Ana creía de todo en todo calumniosa.

La idea de sacrificarse por salvar a aquel hombre a quien debía la redención de su espíritu, se apoderó de la devota. Fue como una pasión poderosa, de las que avasallan, y Ana la acogió con placer, porque así alimentaba el hambre de amor que sentía, de amor, que tuviese objeto sensible, algo finito, una criatura. «Sí, sí, pensaba, yo combatiré la inclinación al mal, enamorándome de este bien, de este sacrificio, de esta abnegación. Estoy dispuesta a morir por este hombre, si es preciso...». Pero no había modo de poner por obra tales propósitos. Ana buscaba y no encontraba manera de sacrificarse por el Magistral. ¿Qué podía ella hacer para contrarrestar la violencia de la calumnia? Nada. Nada por ahora. Pero tenía esperanza; tal vez se presentaría un modo de utilizar en beneficio del pobre mártir aquella abnegación a que estaba resuelta... Mientras llegaba el   —259→   momento, no podía más que consolarle, y esto sabía hacerlo de modo que el Magistral tenía que emplear esfuerzos de titán para contenerse y no demostrarle su agradecimiento puesto de rodillas y besándole los pies menudos, elegantes y siempre muy bien calzados.

Y en tanto Foja, Mourelo, don Custodio, Guimarán, El Alerta y, entre bastidores, don Álvaro y Visitación Olías de Cuervo, trabajaban como titanes por derrumbar aquella montaña que tenían encima; el poder del Magistral.

Si la muerte de sor Teresa fue un golpe que hizo temblar al Provisor en aquel alto asiento en que se le figuraban sus enemigos, y si pudo por algún tiempo dejar en la sombra al pobre don Santos Barinaga, al cabo de algunas semanas este volvió a brillar dentro de su aureola de víctima y la compasión fementida del público marrullero se volvió a él, solícita, con cuidados de madrastra que representa la comedia de la segunda madre. A los vetustenses, en general, les importaba poco la vida o la muerte de don Santos; nadie había extendido una mano para sacarle de su miseria; hasta seguían llamándole borracho; pero en cambio todos se indignaban contra el Provisor, todos maldecían al autor de tanta desgracia, y quedaban muy satisfechos, creyendo, o fingiendo creer, que así la caridad quedaría contenta.

«Oh, en este siglo, gritaba Foja en el Casino, en este siglo calumniado por los enemigos de todo progreso, en este siglo materialista y corrompido, no se puede ya impunemente insultar los sentimientos filantrópicos del pueblo, sin que una voz unánime se levante a protestar en nombre de la humanidad ultrajada. El pobre don Santos Barinaga, víctima del monopolio escandaloso de la   —260→   Cruz Roja, muere de hambre en los desiertos almacenes donde un tiempo brillaban los vasos sagrados, patenas y copones, lámparas y candeleros con otros cien objetos del culto; muere en aquel rincón y muere de inanición, señores, por culpa del simoniaco que todos conocemos: muere, sí, morirá; pero el que se burla con artificios de nuestro código mercantil y de las leyes de la Iglesia, comerciando a pesar de ser sacerdote; el que mata de hambre al pobre ciudadano señor Barinaga, ¡ese no se gozará en su obra mucho tiempo, porque la indignación pública sube, sube, como la marea... y acabará por tragarse al tirano!...

Pero a pesar de este discurso y otros por el estilo, a Foja no se le ocurría mandar una gallina a don Santos para que le hiciesen caldo.

Y como él obraban todos los defensores teóricos del comerciante arruinado. Decían a una que moría de hambre y nadie al visitarle le llevaba un pedazo de pan. Y hasta le visitaban pocos. Foja solía entrar y salir en seguida; en cuanto se cercioraba de la miseria y de la enfermedad del pobre anciano, ya tenía bastante; salía corriendo a decir pestes del otro, del Provisor: así creía servir a la buena causa del progreso y de la humanidad solidaria.

La fama bien sentada de hereje que había conquistado en los últimos tiempos el buen don Santos, retraía a muchas almas piadosas que de buen grado le hubieran socorrido.

Y solamente las Paulinas fueron osadas a acercarse al lecho del vejete para ofrecerle los auxilios materiales de la sociedad y los espirituales de la Iglesia.

Fue en vano.

«Afortunadamente decía don Pompeyo Guimarán al   —261→   referir el lance, afortunadamente estaba yo allí para evitar una indignidad».

Don Santos había dado plenos poderes a su amigo don Pompeyo para rechazar en su nombre toda sugestión del fanatismo.

Guimarán estaba muy satisfecho con «aquella misión delicada e importante, que exigía grandes dotes de energía y arraigadas convicciones por su parte».

En efecto, llegaron al zaquizamí desnudo y frío en que yacía aquella víctima del alcoholismo crónico los enviados de San Vicente de Paúl, que eran doña Petronila, o sea el gran Constantino, y el beneficiado don Custodio, la hija de Barinaga, la beata paliducha y seca, los recibió abajo, en la tienda vacía, lloriqueando. Hablaron los tres en voz baja; don Custodio decía las palabras, llenas de silbidos suaves -imitación del Magistral- al oído de su hija de penitencia; la consolaba, y ella levantando los ojos llenos de lágrimas los fijaba como quien se acomoda en sitio conocido y frecuentado, en los del clérigo de almíbar. Subieron, de puntillas, dispuestos a intentar un ataque contra el enemigo.

-¿Con que está arriba don Pompeyo? -preguntó en la escalera don Custodio.

-Sí; no sale de casa estos días; mi padre me arroja a mí de su lado y clama por ese hereje chocho...

Don Pompeyo Guimarán oyó la voz del beneficiado y le sonó a cura. Se preparó a la defensa, y procuró tomar un continente digno de un libre-pensador convencido y prudentísimo. Echó las manos cruzadas a la espalda, y se puso a medir la pobre estancia a grandes pasos, haciendo crujir la madera vieja del piso, de castaño comido por los gusanos. En la alcoba contigua, sin puerta, separada de la sala por una cortina sucia de   —262→   percal encarnado, se oían los quejidos frecuentes y la respiración fatigosa del enfermo.

-¿Quién está ahí? -preguntó don Santos con voz débil, sin más energía que la de una ira impotente.

-Creo que son ellos; pero no tema usted. Aquí estoy yo. Usted silencio, que no le conviene irritarse. Yo me basto y me sobro.

Entró el enemigo; y aunque venía de paz y don Pompeyo se había propuesto ser muy prudente, en cuanto doña Petronila abrió el pico, el ateo extendió una mano y dijo interrumpiendo:

-Dispénseme usted, señora, y dispense este digno sacerdote católico... vienen ustedes equivocados; aquí no se admiten limosnas condicionales...

-¿Cómo condicionales?... -preguntó don Custodio, con muy buenos modos.

-No se sulfure usted, amigo mío, que otra me parece que es su misión en la tierra; mire usted como yo hablo con toda tranquilidad...

-Hombre, me parece que yo no he dicho...

-Usted ha dicho ¿cómo condicionales? y a mí no se me impone nadie, vista por los pies, vista por la cabeza. Yo no odio al clero sistemáticamente, pero exijo buena crianza en toda persona culta...

-Caballero, no venimos aquí a disputar, venimos a ejercer la caridad...

-Condicional...

-¡Qué condicional, ni qué calabazas! -gritó doña Petronila, que no comprendía por qué se había de tener tantos miramientos con un ateo loco-. Usted no tiene -añadió- autoridad alguna en esta casa; esta señorita es hija de don Santos y con ella y con él es con quien queremos entendernos. Venimos a ofrecer espontáneamente   —263→   los auxilios que nuestra sociedad presta...

-A condición de una retractación indigna, ya lo sé. Don Santos ha delegado en mí todos los poderes de su autonomía religiosa, y en su nombre, y con los mejores modos les intimo la retirada...

Y don Pompeyo extendió una mano hacia la puerta y estuvo un rato contemplando su brazo estirado y su energía.

Pero tuvo que bajar el brazo, porque doña Petronila replicó que no estaba dispuesta a recibir órdenes de un entrometido...

-Señora, aquí los entrometidos son ustedes. No se les ha llamado, no se les quiere; aquí sólo se admite la caridad que no pide cédula de comunión.

-Nosotros tampoco pedimos cédula...

-Señor cura, a mí no me venga usted con argucias de seminario; la filosofía moderna ha demostrado que el escolasticismo es un tejido de puerilidades, y yo sé a lo que vienen ustedes. Quieren comprar las arraigadas convicciones de mi amigo por un plato de lentejas; una taza de caldo por la confesión de un dogma; una peseta por una apostasía... ¡esto es indigno!

-¡Pero, caballero!...

-Señor cura, acabemos. Don Santos está dispuesto a morir sin confesar ni comulgar, no reconoce la religión de sus mayores. Estas son sus condiciones irrevocables; pues bien, a ese precio ¿consienten ustedes en asistirle, cuidarle, darle el alimento y las medicinas que necesita?

-Pero, señor mío...

-¡Ah!... ¡señor de usted... ya decía yo! ¿Ve usted como a mí la escolástica no me confunde?

-Todo eso y mucho más -dijo el Gran Constantino- queremos tratarlo con el interesado.

  —264→  

-Pues no será...

-Pues sí será...

-Señora, salvo el sexo, estoy dispuesto a arrojarles a ustedes por las escaleras si insisten en su procaz atentado...

Y don Pompeyo se colocó delante de la cortina de percal para cortar el paso al obispo-madre.

-¿Quién va? ¿quién va? -gritó desde dentro Barinaga ronco y jadeante.

-Son las Paulinas -respondió Guimarán.

-¡Rayos y truenos! fuera de mi casa... ¿No tiene usted una escoba, don Pompeyo? Fuego en ellas... infames... ¿y no anda ahí un cura también?...

-Sí, señor, anda...

-¡Será el Magistral, el ladrón, el rapavelas, el que me ha despojado... y vendrá a burlarse... oh, si yo me levanto!... ¿pero usted qué hace que no les balda a palos? Fuera de mi casa... La justicia... ¿ya no hay justicia? ¿no hay justicia para los pobres?

-Tranquilícese usted, que no es el Magistral.

-Sí es, sí es; lo sé yo; ¿no ve usted que es el amo del cotarro, el presidente de las Paulinas?... Entre usted, entre usted, so bandido... y verá usted con qué arma digna de usted le aplasto los cascos...

-Calma, calma, amigo mío; yo me basto y me sobro para despedir con buenos modos a estos señores.

-No, no, si es el Provisor déjele usted que entre, que quiero matarle yo mismo... ¿Quién llora ahí?

-Es su hija de usted.

-¡Ah grandísima hipocritona, si me levanto, mala pécora! la que mata a su padre de hambre, la que echa cuentas de rosario y pelos en el caldo, la que me echa en las narices el polvo de la sala, la que se va a misa   —265→   de alba y vuelve a la hora de comer... ¡infame, si me levanto!

-Padre, por Dios, por Nuestra Señora del Amor Hermoso, tranquilícese usted... Está aquí doña Petronila, está un señor sacerdote...

-Será tu don Custodio... el que te me ha robado... el majo del cabildo... ¡ah, barragana, si os cojo a los dos!...

-¡Jesús, Jesús! vámonos de aquí -gritó doña Petronila buscando la escalera.

Pero no pudieron marchar tan pronto porque la hija de don Santos cayó desmayada. La bajaron a la tienda, para librarla de los gritos furiosos y de las injurias de su padre. Quedó el campo por don Pompeyo, que volvió a sus paseos y después fue a la cocina a espumar el puchero miserable de don Santos.

«Allí no había más caridad que la de él. Cierto que no podía ser pródigo con su amigo, porque la propia familia tan numerosa tenía apenas lo necesario; pero solicitud, atenciones no le faltarían al enfermo».

Volvió a poco soplando un líquido pálido y humeante en el que flotaban partículas de carbón.

Se lo hizo beber a don Santos, sujetándole la cabeza que temblaba y sin permitirle tomar la taza con su flaca mano, que temblaba también.

De esta manera quedó el campo libre y por don Pompeyo, el cual no pensaba más que en asegurar el triunfo de sus ideas, para lo que era necesario estar de guardia todo el tiempo posible al lado del enfermo, y así evitar que la hija de don Santos introdujese allí subrepticiamente «el elemento clerical».

Guimarán madrugaba para correr a casa de Barinaga; estaba allí casi siempre hasta la hora de cenar, y esta   —266→   necesidad material la despachaba en un decir Jesús, dando prisa a la criada, a su mujer, a las niñas.

-Ea, ea... menos cháchara, la sopa... que me esperan...

Comía, recogía los mendrugos de pan que quedaban sobre la mesa, un poco de azúcar y otros desperdicios, se los metía en un bolsillo y echaba a correr.

Algunas noches entraba en su hogar gritando:

-¡A ver! ¡a ver! las zapatillas y el frasco del anís, que hoy velo a don Santos.

La esposa de don Pompeyo suspiraba y entregaba las zapatillas suizas y el frasco del aguardiente, y el amo de la casa desaparecía.

Foja, los Orgaz, Glocester «como particular, no como sacerdote», don Álvaro Mesía, los socios librepensadores que comían de carne solemnemente en Semana Santa, algunos de los que asistían a las cenas secretas del Casino, los redactores del Alerta y otros muchos enemigos del Provisor visitaban de vez en cuando a don Santos; todos compadecían aquella miseria entre protestas de cólera mal comprimida. «Oh el hombre que había reducido a tal estado al señor Barinaga era bien miserable, merecía la pública execración». Pero nada más. Casi nadie se atrevía a dejar allí una limosna «por no ofender la susceptibilidad del enfermo». Muchos se ofrecían a velarle en caso de necesidad.

Don Pompeyo recibía las visitas como si él fuera el amo de casa; Celestina tenía que tolerarlo porque su padre lo exigía.

-Él es mi único hijo... descastada... mi único padre... mi único amigo... tú eres la que estás aquí de más... ¡mala entraña!... ¡mojigata!... -gritaba desde su alcoba el borracho moribundo.

  —267→  

La enfermedad se agravó con las fuertes heladas con que terminó aquel año noviembre.

El primer día de diciembre Celestina se propuso, de acuerdo con don Custodio, dar el último ataque para conseguir que su padre admitiera los Sacramentos.

Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho, don Pompeyo Guimarán, que venía soplándose los dedos, la beata le detuvo en la tienda abandonada, fría, llena de ratones.

Empleó la joven toda clase de resortes; pidió, suplicó, se puso de rodillas con las manos en cruz, lloró... Después exigió, amenazó, insultó: todo fue inútil.

-Hable usted con su papá -decía Guimarán por toda contestación-. Yo no hago más que cumplir su voluntad.

Celestina, desesperada, se acercó al lecho de su padre, lloró otra vez, de rodillas, con la cabeza hundida en el flaco jergón, mientras don Santos repetía con voz pausada, débil, que tenía una majestad especial, compuesta de dolor, locura, abyección y miseria:

-¡Mojigata, sal de mi presencia! Como hay Dios en los cielos, abomino de ti y de tu clerigalla... Fuera todos... Nadie me entre en la tienda, que no me dejarán un copón... ni una patena... ¡Esa lámpara, seor bandido! y tú, hija de perdición, no ocultes debajo del mandil... eso... eso... ese sacramento... ¡Fuera de aquí!...

-¡Padre, padre, por compasión... admita usted los santos sacramentos!...

-Me los han robado todos... y las lámparas... y tú los ayudas... eres cómplice... ¡A la cárcel!

-Padre, señor, por compasión de su hija... los Sacramentos... tome usted... tome usted...

  —268→  

-No, no quiero... seamos razonables. Una partida de sacramentos... ¿para qué? Si la tomo... ahí se pudrirá en la tienda... El Provisor les prohíbe comprar aquí... Ellos, los pobrecitos curas de aldea... ¿qué han de hacer?... ¡Infelices!... Le temen... le temen... ¡Infame! ¡Infelices!

Y don Santos se incorporó como pudo, inclinó la cabeza sobre el pecho, y lloró en silencio.

Y repetía de tarde en tarde:

-¡Infelices!...

Celestina salió de la alcoba sollozando.

«Su padre había perdido la cabeza. Ya no podría confesar si no recobraba la razón... sólo por milagro de Dios».

-Ni puede, ni quiere, ni debe -exclamó don Pompeyo cruzado de brazos, inflexible, dispuesto a no dejarse enternecer por el dolor ajeno.

El día de la Concepción, muy temprano, el médico Somoza dijo que don Santos moriría al obscurecer.

El enfermo perdía el uso de la poca razón que tenía muy a menudo; se necesitaba alguna impresión fuerte para que volviese a discurrir lo poco que sabía. La entrada de don Robustiano, o sea de la ciencia, le hacía volver la atención a lo exterior. Al medio día le anunció Celestina que quería verle el señor Carraspique. Aquel honor inesperado puso al moribundo muy despierto, Carraspique, sin saludar a don Pompeyo, que se quedó, siempre cruzado de brazos, a la puerta de la alcoba, se colocó a la cabecera de Barinaga en compañía de un clérigo, el cura de la parroquia. Era este un anciano de rostro simpático, de voz dulce, hablaba con el acento del país muy pronunciado. Carraspique, a quien en otro tiempo había pedido dinero prestado don Santos, tenía   —269→   alguna autoridad sobre el enfermo; no se hablaban muchos años hacía, pero se estimaban a pesar de las ideas y de la frialdad que el tiempo había traído. Barinaga, con buenos modos, usando un lenguaje culto, que no era ordinario en él, se negó a las pretensiones del ilustre carlista y sincero creyente D. Francisco Carraspique.

-«Todo es inútil... la Iglesia me ha arruinado... no quiero nada con la Iglesia... Creo en Dios... creo en Jesucristo... que era... un grande hombre... pero no quiero confesarme, señor Carraspique, y siento... darle a usted este disgusto. Por lo demás... yo estoy seguro... de que esto que tengo... se curaría... o por lo menos... se... se... con aguardiente... Crea usted que muero por falta de líquidos... gaseosos... y sólidos...

Don Santos levantó un poco la cabeza y conoció al cura de la parroquia.

-Don Antero... usted también... por aquí... Me alegro... así... podrá usted dar fe pública... como escribano... espiritual... digámoslo así... de esto que digo... y es todo mi testamento: que muero, yo, Santos Barinaga... por falta de líquidos suficientemente... alcohólicos... que muero... de... eso... que llama el señor médico... Colasa... o Colás... segundo...

Se detuvo, la tos le sofocaba. Hizo un esfuerzo y trayendo hacia la barba el embozo sucio de la sábana rota, continuó:

-Ítem: muero por falta de tabaco... Otrosí... muero... por falta de alimento... sano... Y de esto tienen la culpa el señor Magistral, y mi señora hija...

-Vamos, don Santos -se atrevió a decir el cura- no aflija usted a la pobre Celesta. Hablemos de otra cosa. Ni usted se muere, ni nada de eso. Va usted a sanar en seguida... Esta tarde le traeré yo, con toda solemnidad,   —270→   lo que usted necesita, pero antes es preciso que hablemos a solas un rato. Y después... después... recibirá usted el Pan del alma...

-¡El pan del cuerpo! -gritó con supremo esfuerzo el moribundo, irritado cuando podía-. ¡El pan del cuerpo es lo que yo necesito!... que así me salve Dios... ¡muero de hambre! Sí, el pan del cuerpo... ¡que muero de hambre... de hambre!...

Fueron sus últimas palabras razonables. Poco después empezaba el delirio. Celestina lloraba a los pies del lecho. Don Antero, el cura, se paseaba, con los brazos cruzados, por la sala miserable, haciendo rechinar el piso. Guimarán con los brazos cruzados también, entre la alcoba y la sala, admiraba lo que él llamaba la muerte del justo. Carraspique había corrido a Palacio.

Llegó y todo se supo; el Obispo rezaba ante una imagen de la Virgen, y al oír que don Santos se negaba a recibir al Señor, y a confesar, levantó las manos cruzadas... y con voz dulcemente majestuosa y llena de lágrimas, exclamó:

-¡Madre mía, madre de Dios, ilumina a ese desgraciado!...

Estaba pálido el buen Fortunato; le temblaba el labio inferior, algo grueso, al balbucear sus plegarias íntimas.

El Magistral se paseaba a grandes pasos, con las manos a la espalda, en la cámara roja, cubierta de damasco.

Carraspique, que vestía el luto reciente de su hija, miraba a don Fermín con los ojos arrasados en lágrimas.

«Don Fermín padecía», pensaba el pobre don Francisco y sin querer, con gran remordimiento, él se alegraba   —271→   un poco, gozaba el placer de una venganza... «irracional... injusta... todo lo que se quiera... pero gozaba acordándose de su hija muerta».

Sí, don Fermín padecía. «Aquella necedad del tendero de enfrente era una complicación».

De Pas ya no era el mismo que sentía remordimientos románticos aquella noche de luna al ver a don Santos arrastrar su degradación y su miseria por el arroyo; ahora no era más que un egoísta, no vivía más que para su pasión; lo que podría turbarle en el deliquio sin nombre que gozaba en presencia de Ana, eso aborrecía; lo que pudiera traer una solución al terrible conflicto, cada vez más terrible, de los sentidos enfrenados y de la eternidad pura de su pasión, eso amaba. Lo demás del mundo no existía. «Y ahora don Santos moría escandalosamente, moría como un perro, habría que enterrarle en aquel pozo inmundo, desamparado, que había detrás del cementerio y que servía para los enterramientos civiles; y de todo esto iba a tener la culpa él, y Vetusta se le iba a echar encima». Ya empezaba el rum rum del motín, el Chato venía a cada momento a decirle que la calle de don Santos y la tienda se llenaban de gente, de enemigos del Magistral... que se le llamaba asesino en los grupos -porque él obligaba al Chato a decirle la verdad sin rodeos- asesino, ladrón... El Magistral al llegar a este pasaje de sus reflexiones, sin poder contenerse, golpeó el pavimento con el pie. Carraspique dio un salto. El Obispo, saliendo de su oratorio, con las manos en cruz, se acercó al Provisor.

-Por Dios, Fermo, por Dios te pido que me dejes...

-¿Qué?...

-Ir yo mismo; ver a ese hombre... quiero verle yo... a mí me ha de obedecer... yo he de persuadirle... Que   —272→   traigan un coche si no quieres que me vean, una tartana, un carro... lo que quieras... Voy a verle, sí, voy a verle...

-¡Locuras, señor, locuras! -rugió el Provisor sacudiendo la cabeza.

-¡Pero Fermo, es un alma que se pierde!...

-No hay que salir de aquí... Ir... el Obispo... a un hereje contumaz..., absurdo...

-Por lo mismo, Fermo...

-¡Bueno! ¡bueno! Los Miserables, siempre la comedia... La escena del Convencional, ¿no es eso? don Santos es un borracho insolente que escupiría al Obispo con mucha frescura; don Pompeyo discutiría con Su Ilustrísima si había Dios o no había Dios... No hay que pensar en ello. ¡Absurdo moverse de aquí!

Hubo algunos momentos de silencio. Carraspique, único testigo de la escena, temblaba y admiraba con terror el poder del Magistral y su energía.

«Era verdad, tenía a S. I. en un puño». Después continuó don Fermín:

-Además, sería inútil ir allá. El señor Carraspique lo ha dicho... Barinaga ya ha perdido el conocimiento, ¿verdad? Ya es tarde, ya no hay que hacer allí. Está ya como si hubiese muerto.

Carraspique, aunque con mucho miedo, animado por su afán piadoso de salvar a don Santos, se atrevió a decir:

-Sin embargo, tal vez... Se ven muchos casos...

-¿Casos de qué? -preguntó el Magistral con un tono y una mirada que parecían navajas de afeitar-. ¿Casos de qué? -repitió porque el otro callaba.

-Puede pasar el delirio y volver a la razón el enfermo.

  —273→  

-No lo crea usted. Además, allí está el cura... para eso está don Antero... ¡Su Ilustrísima no puede... no saldrá de aquí!

Y no salió.

El que entraba y salía era el Chato, Campillo, que hablaba en secreto con don Fermín y volvía a la calle a recoger rumores y a espiar al enemigo. El cual se presentaba amenazador en la calle estrecha y empinada en que vivía don Santos, casi enfrente de la casa del Magistral. Era la calle de los Canónigos, una de las más feas y más aristocráticas de la Encimada.

Al obscurecer de aquel día no se podía pasar sin muchos codazos y tropezones por delante de la tienda triste y desnuda de Barinaga. Sus amigos, que habían aumentado prodigiosamente en pocas horas, interceptaban la acera y llegaban hasta el arroyo divididos en grupos que cuchicheaban, se mezclaban, se disolvían.

Por allí andaban Foja, los dos Orgaz y algunos otros de los socios del Casino que asistían a las cenas mensuales en que se conspiraba contra el Provisor. El ex-alcalde se multiplicaba, entraba y salía en casa de don Santos, bajaba con noticias, le rodeaban los amigos.

-Está espirando.

-¿Pero conserva el conocimiento?

-Ya lo creo, como usted y como yo. Era mentira. Barinaga moría hablando, pero sin saber lo que decía; sus frases eran incoherentes; mezclaba su odio al Magistral con las quejas contra su hija. Unas veces se lamentaba como el rey Lear y otras blasfemaba como un carretero.

-Y diga usted, señor Foja, ¿hay arriba algún cura? Dicen que ha venido el mismo Magistral...

-¿El Magistral? ¡No faltaba más! Sería añadir el sarcasmo   —274→   a la... al... No vendrá, no. Quien está arriba es don Antero, el cura de la parroquia, el pobre es un bendito, un fanático digno de lástima y cree cumplir con su deber... pero como si cantara. Don Santos era un hombre de convicciones arraigadas.

-¿Cómo era? ¿pues ha muerto ya? -preguntó uno que llegaba en aquel momento.

-No señor, no ha muerto. Digo eso, porque ya está más allá que acá.

-También don Pompeyo se ha portado con mucha energía, según dicen...

-También...

-Pero estando sano es más fácil.

-Y como no va con él la cosa...

-Morirá esta noche.

-El médico no ha vuelto.

-Somoza aseguraba que moriría esta tarde.

-Pues por eso no ha vuelto, porque se ha equivocado...

-El cura dice que durará hasta mañana.

-Y muere de hambre.

-Dicen que lo ha dicho él mismo.

-Sí, señor, fueron sus últimas palabras sensatas, advirtió Foja contradiciéndose.

-Dicen que dijo: «-¡El pan del cuerpo es el que yo necesito, que así me salve Dios muero de hambre!».

A Orgaz hijo se le escapó la risa, que procuró ahogar con el embozo de la capa.

-Sí, ríase usted, joven, que el caso es para bromas.

-Hombre, no me río del moribundo... me río de la gracia.

-Profundísima lección debía llamarla usted. Se muere de hambre, es un hecho; le dan una hostia consagrada,   —275→   que yo respeto, que yo venero, pero no le dan un panecillo. -Así habló un maestro de escuela perseguido por su liberalismo... y por el hambre.

-Yo soy tan católico como el primero -dijo un maestro de la Fábrica Vieja, de larga perilla rizada y gris, socialista cristiano a su manera- soy tan católico como el primero, pero creo que al Magistral se le debería arrastrar hoy y colgarlo de ese farol, para que viese salir el entierro...

-La verdad es, señores -observó Foja- que si don Santos muere fuera del seno de la Iglesia, como un judío, se debe al señor Provisor.

-Es claro.

-Evidente.

-¿Quién lo duda?

-Y diga usted, señor Foja, ¿no le enterrarán en sagrado, verdad?

-Eso creo: los cánones están sangrando; quiero decir que la Sinodal está terminante. -Y se puso algo colorado, porque no sabía si los cánones sangraban o no, ni si la Sinodal hablaba del caso.

-¡De modo que le van a enterrar como un perro!

-Eso es lo de menos -dijo el maestro de la Fábrica- toda la tierra está consagrada por el trabajo del hombre.

-Y además en muriéndose uno...

-Más despacio, señores, más despacio -interrumpió Foja que no quería desperdiciar el arma que le ponían en las manos para atacar al Magistral-. Estas cosas no se pueden juzgar filosóficamente. Filosóficamente es claro que no le importa a uno que le entierren donde quiera. Pero ¿y la familia? ¿Y la sociedad? ¿Y la honra? Todos ustedes saben que el local destinado en nuestro   —276→   cementerio municipal -y subrayó la palabra- a los cadáveres no católicos, digámoslo así...

Orgaz hijo sonrió.

-Ya sé, joven, ya sé que he cometido un lapsus. Pero no sea usted tan material.

Aquel grupo de progresistas y socialistas serios miró en masa al mediquillo impertinente con desprecio.

Y dijo el socialista cristiano:

-Aquí lo que sobra es la materia; la letra mata, caballero, y tengo dicho mil veces que lo que sobran en España son oradores...

-Pues usted no habla mal ni poco; acuérdese del club difunto, señor Parcerisa...

Y Orgaz hijo dio una palmadita en el hombro al de la fábrica.

Parcerisa sonrió satisfecho.

La conversación se extravió. Se discutió si el Ayuntamiento disputaba o no con suficiente energía al Obispo la administración del cementerio.

En tanto subían y bajaban amigas y amigos, curas y legos que iban a ver al enfermo o a su hija. Don Pompeyo había hecho llevar a Celestina a su cuarto y allí recibía la beata a sus correligionarias y a los sacerdotes que venían a consolarla. Guimarán no dejaba entrar en la sala más que a los espíritus fuertes, o por lo menos, si no tan fuertes como él, que eso era difícil, partidarios de dejar a un moribundo «espirar en la confesión que le parezca, o sin religión alguna si lo considera conveniente».

-¡Muerte gloriosa! -decía don Pompeyo al oído de cualquier enemigo del Provisor que venía a compadecerse a última hora de la miseria de Barinaga-. «¡Muerte gloriosa! ¡Qué energía! ¡Qué tesón! Ni la muerte de   —277→   Sócrates... porque a Sócrates nadie le mandó confesarse».

Los que subían o bajaban, al pasar por la tienda abandonada echaban una mirada a los desiertos estantes y al escaparate cubierto de polvo y cerrado por fuera con tablas viejas y desvencijadas.

Sobre el mostrador, pintado de color de chocolate, un velón de petróleo alumbraba malamente el triste almacén cuya desnudez daba frío. Aquellos anaqueles vacíos representaban a su modo el estómago de don Santos. Las últimas existencias, que había tenido allí años y años cubiertas de polvo, las había vendido por cuatro cuartos a un comerciante de aldea; con el producto de aquella liquidación miserable había vivido y se había emborrachado en la última parte de su vida el pobre Barinaga. Ahora los ratones roían las tablas de los estantes y la consunción roía las entrañas del tendero.

Murió al amanecer.

Las nieblas de Corfín dormían todavía sobre los tejados y a lo largo de las calles de Vetusta. La mañana estaba templada y húmeda. La luz cenicienta penetraba por todas las rendijas como un polvo pegajoso y sucio. Don Pompeyo había pasado la noche al lado del moribundo, solo, completamente solo, porque no había de contarse un perro faldero que se moría de viejo sin salir jamás de casa. Abrió Guimarán el balcón de par en par; una ráfaga húmeda sacudió la cortina de percal y la triste luz del día de plomo cayó sobre la palidez del cadáver tibio.

A las ocho se sacó a Celestina de la «casa mortuoria» y el cuerpo, metido ya en su caja de pino, lisa y estrecha, fue depositado sobre el mostrador de la tienda vacía, a   —278→   las diez. No volvió a parecer por allí ningún sacerdote ni beata alguna.

-Mejor -decía don Pompeyo, que se multiplicaba.

-Para nada queremos cuervos -exclamaba Foja, que se multiplicaba también.

-Esto tiene que ser una manifestación -decía del ex-alcalde a muchos correligionarios y otros enemigos del Magistral reunidos en la tienda, al pie del cadáver-. Esto tiene que ser una manifestación: el gobierno no nos permite otras, aprovechemos esta coyuntura. Además, esto es una iniquidad: ese pobre viejo ha muerto de hambre, asesinado por los acaparadores sacrílegos de la Cruz Roja. Y para mayor deshonra y ludibrio, ahora se le niega honrada y cristiana sepultura, y habrá que enterrarle en los escombros, allá, detrás de la tapia nueva, en aquel estercolero que dedican a los entierros civiles esos infames...

-¡Muerto de hambre y enterrado como un perro! -exclamó el maestro de escuela perseguido por sus ideas.

-¡Oh, hay que protestar muy alto!

-¡Sí, sí!

-¡Esto es una iniquidad!

-¡Hay que hacer una manifestación!

Hablaban también muchos conjurados con trazas de curiales de Palacio; eran amigos del Arcediano, del implacable Mourelo, que conspiraba desde la sombra.

-A ver usted, señor Sousa, usted que escribe los telegramas del Alerta... es preciso que hoy retrasen ustedes un poco el número para que haya tiempo de insertar algo...

-Sí, señor, ahora mismo voy yo a la imprenta y con la mayor energía que permite la ley, la pícara ley de imprenta, redactaré allí mismo un suelto convocando   —279→   a los liberales, amigos de la justicia, etc., etc... Descuide usted, señor Foja.

-Llame usted al suelto: Entierro civil.

-Sí, señor; así lo haré.

-Con letras grandes.

-Como puños, ya verá usted.

-Eso podrá servir de aviso a todo el pueblo liberal...

-¿Vendrán los de la Fábrica?

-¡Ya lo creo! -exclamó Parcerisa-. Ahora mismo voy yo allá a calentar a la gente. Esto no nos lo puede prohibir el gobierno...

-Como no se alborote...

El entierro fue cerca del anochecer. Sólo así podían asistirlos de la Fábrica.

Llovía. Caían hilos de agua perezosa, diagonales, sutiles.

La calle se cubrió de paraguas.

El Magistral, que espiaba detrás de las vidrieras de su despacho, vio un fondo negro y pardo; y de repente, como si se alzase sobre un pavés, apareció por encima de todo una caja negra, estrecha y larga, que al salir de la tienda se inclinó hacia adelante y se detuvo como vacilando. Era don Santos que salía por última vez de su casa. Parecía dudar entre desafiar el agua o volver a su vivienda. Salió; se perdió el ataúd entre el oleaje de seda y percal obscuro. En el balcón que había sobre la puerta, entre las rejas asomó la cabeza de un perro de lanas negro y sucio: el Magistral lo miró con terror. El faldero estiró el pescuezo, procuró mirar a la calle y se le erizaron las orejas. Ladró a la caja, a los paraguas y volvió a esconderse. Lo habían olvidado en la sala, cerrada con llave por don Pompeyo.

Guimarán, de levita negra presidía el duelo.

  —280→  

Delante del féretro, en filas, iban muchos obreros y algunos comerciantes al por menor, con más, varios zapateros y sastres, rezando Padrenuestros.

Guimarán había propuesto que no se dijese palabra.

«No había muerto el gran Barinaga, aquel mártir de las ideas, dentro de ninguna confesión cristiana; luego era contradictorio...».

-Deje usted, deje usted -había advertido Foja con mal gesto-. No seamos intransigentes, no extrememos las cosas. Es de más efecto que se rece.

-Esto no es una manifestación anti-católica -observó el maestro de escuela.

-Es anti-clerical -dijo otro liberal probado.

-El tiro va contra el Provisor -manifestó un lampiño, de la policía secreta de Glocester.

Así pues, se convino que se rezaría y se rezó. Requiescat in pace, decía Parcerisa, que rezaba delante, con voz solemne, al terminar cada oración.

Y contestaban los de la fila, que llevaban hachas encendidas: Requiescat in pace.

Ni el latín ni la cera le gustaban a don Pompeyo, pero había que transigir.

«Todo aquello era una contradicción, pero Vetusta no estaba preparada para un verdadero entierro civil».

Las mujeres del pueblo, que cogían agua en las fuentes públicas, las ribeteadoras y costureras que paseaban por la calle del Comercio, y por el Boulevard, arrastrando por el lodo con perezosa marcha los pies mal calzados; las criadas que con la cesta al brazo iban a comprar la cena, se arremolinaban al pasar el entierro y por gran mayoría de votos condenaban el atrevimiento de enterrar «a un cristiano» (sinónimo de hombre) sin necesidad   —281→   de curas. Algunas buenas mozas, mal pergeñadas, alababan la idea en voz alta.

Hubo una que gritó:

-¡Así, que rabien los de la pitanza!

Esta imprudencia provocó otra del lado contrario.

Anday, judíos! -exclamaba una moza del partido azotando con un zueco la espalda de muchos de sus conocidos, peones de albañil y canteros.

Detrás del duelo iba una escasa representación del sexo débil; pero, según las de la cesta y las de las fuentes públicas, «eran malas mujeres».

-¡Anda tú, pendón!

-¿Adónde vais, pingos?

Y las correligionarias de don Pompeyo reían a carcajadas, demostrando así lo poco arraigado de sus convicciones. La noche se acercaba; el cementerio estaba lejos, y hubo que apretar el paso.

La lluvia empezó a caer perpendicular, pero en gotas mayores, los paraguas retumbaban con estrépito lúgubre y chorreaban por todas sus varillas. Los balcones se abrían y cerraban, cuajados de cabezas de curiosos.

Se miraba el espectáculo generalmente con curiosidad burlona, con algo de desprecio. «Pero por lo mismo se declaraba mayor el delito del Magistral. Aquel pobre don Santos había muerto como un perro por culpa del Provisor; había renegado de la religión por culpa del Provisor, había muerto de hambre y sin sacramentos por culpa del Provisor».

«Y ahora los revolucionarios, que de todo sacan raja, aprovechan la ocasión para hacer una de las suyas...».

«Y por culpa del Provisor...».

«No se puede estirar demasiado la cuerda».

«Ese hombre nos pierde a todos».

  —282→  

Estos eran los comentarios en los balcones. Y después de cerrarlos, continuaban dentro las censuras. Muchas amistades perdió De Pas aquella tarde.

Sin que se supiera cómo, llegó a ser un lugar común, verdad evidente para Vetusta, que «Barinaga había muerto como un perro por culpa del Magistral».

Los amigos que le quedaban a don Fermín reconocían que no se podía luchar, por aquellos días a lo menos, contra aquella afirmación injusta, pero tan generalizada.

El entierro dejó atrás la calle principal de la Colonia, que estaba convertida en un lodazal de un kilómetro de largo, y empezó a subir la cuesta que terminaba en el cementerio. El agua volvía a azotar a los del duelo en diagonales, que el viento hacía penetrar por debajo de los paraguas. Llovía a latigazos. Una nube negra, en forma de pájaro monstruoso, cubría toda la ciudad y lanzaba sobre el duelo aquel chaparrón furioso. Parecía que los arrojaba de Vetusta, silbándoles con las fauces del viento que soplaba por la espalda.

Se subía la cuesta a buen paso. La percalina de que iba forrado el féretro miserable se había abierto por dos o tres lados; se veía la carne blanca de la madera, que chorreaba el agua. Los que conducían el cadáver le zarandeaban. La fatiga y cierta superstición inconsciente les había hecho perder gran parte del respeto que merecía el difunto. Todos los hachones se habían apagado y chorreaban agua en vez de cera. Se hablaba alto en las filas.

-¡De prisa, de prisa! se oía a cada paso.

Algunos se permitían decir chistes alusivos a la tormenta. En el duelo había más circunspección, pero todos convenían en la necesidad de apretar el paso.

  —283→  

Aquel furor de los elementos despertó muchas preocupaciones taciturnas.

Don Pompeyo llevaba los pies encharcados, y era sabido que la humedad le hacía mucho daño, le ponía nervioso y con esto se le achicaba el ánimo.

-No hay Dios, es claro, iba pensando, pero si le hubiera, podría creerse que nos está dando azotes con estos diablos de aguaceros.

Llegaron a lo alto, a la cima de aquella loma. La tapia del cementerio se destacaba en la claridad plomiza del cielo como una faja negra del horizonte. No se veía nada distintamente. Los cipreses, detrás de la tapia, se balanceaban, parecían fantasmas que se hablaban al oído, tramando algo contra los atrevidos que se acercaban a turbar la paz del camposanto.

En la puerta se detuvo el cortejo. Hubo algunas dificultades para entrar. Se habían olvidado ciertos pormenores y la mala fe del enterrador -tal vez la del capellán también- ponía obstáculos reglamentarios.

-¡A ver, dónde está Foja! -gritó don Pompeyo, que no se encontraba con ánimo para dar otra batalla al obscurantismo clerical.

Foja no estaba allí. Nadie le había visto en el duelo.

Don Pompeyo sintió el ánimo desfallecer. «Estoy solo; ese capitán Araña me ha dejado solo».

Sacó fuerzas de flaqueza, y ayudado por la indignación general, se impuso. El cortejo entró en el cementerio, pero no por la puerta principal, sino por una especie de brecha abierta en la tapia del corralón inmundo, estrecho y lleno de ortigas y escajos en que se enterraba a los que morían fuera de la Iglesia católica. Eran muy pocos. El enterrador actual sólo recordaba tres o cuatro entierros así.

  —284→  

El duelo se despidió sin ceremonia; a latigazos lo despedía el viento con disciplinas de agua helada.

Don Pompeyo Guimarán salió del cementerio el último. «Era su deber».

Había cerrado la noche. Se detuvo solo, completamente solo, en lo alto de la cuesta. «A su espalda, a veinte pasos tenía la tapia fúnebre. Allí detrás quedaba el mísero amigo, abandonado, pronto olvidado del mundo entero; estaba a flor de tierra... separado de los demás vetustenses que habían sido, por un muro que era una deshonra; perdido, como el esqueleto de un rocín, entre ortigas, escajos y lodo... Por aquella brecha penetraban perros y gatos en el cementerio civil... A toda profanación estaba abierto... Y allí estaba don Santos... el buen Barinaga que había vendido patenas y viriles... y creía en ellos... en otro tiempo. ¡Y todo aquello era obra suya... de don Pompeyo; él, en el café-restaurant de la Paz, había comenzado a demoler el alcázar de la fe... del pobre comerciante!...».

Un escalofrío sacudió el cuerpo de Guimarán. Se abrochó. «Había sido otra imprudencia venir sin capa».

Entonces sintió que no sentía ya el agua... «Era que ya no llovía». Sobre Vetusta brillaban entre grandes espacios de sombra algunas luces pálidas, las estrellas; y entre las sombras de la ciudad aparecían puntos rojizos simétricos: los faroles.

Guimarán volvió a temblar; sintió la humedad de los pies de nuevo... y apretó el paso. Hubo más, se le figuró que le seguían; que a veces le tocaban sutilmente las faldas de la levita y el cabello del cogote... Y como estaba solo, seguramente solo... no tuvo inconveniente en emprender por la cuesta abajo un trote ligero, con el paraguas debajo del brazo.

  —285→  

«No, no hay Dios, iba pensando, pero si lo hubiera estábamos frescos...».

Y más abajo:

«Y de todas maneras, eso de que le han de enterrar a uno de fijo, sin escape, en ese estercolero... no tiene gracia».

Y corría, sintiendo de vez en cuando escalofríos.

Don Pompeyo tuvo fiebre aquella noche.

«Ya lo decía él; ¡la humedad!».

Deliró.

«Soñaba que él era de cal y canto y que tenía una brecha en el vientre y por allí entraban y salían gatos y perros, y alguno que otro diablejo con rabo».



  —286→     —287→  

ArribaAbajo- XXIII -

«Tecum principium in die virtutis tuae in splendorum sanctorum, ex utero ante luciferum genui te».

Esto leyó la Regenta sin entenderlo bien; y la traducción del Eucologio decía: «Tú poseerás el principado y el imperio en el día de tu poderío y en medio del resplandor que brillará en tus santos: yo te he engendrado de mis entrañas desde antes del nacimiento del lucero de la mañana».

Y más adelante leía Ana con los ojos clavados en su devocionario: Dominus dixit ad me: Filius meus es tu, ego hodie genui te. Alleluia.

¡Sí, sí, aleluya! ¡aleluya! le gritaba el corazón a ella... y el órgano como si entendiese lo que quería el corazón de la Regenta, dejaba escapar unos diablillos de notas alegres, revoltosas, que luego llenaban los ámbitos obscuros de la catedral, subían a la bóveda y pugnaban por salir a la calle, remontándose al cielo... empapando el mundo de música retozona. Decía el órgano a su manera:

  —288→  

   Adiós, María Dolores,
marcho mañana
en un barco de flores
para la Habana.



y de repente, cambiaba de aire y gritaba:


   La casa del señor cura
nunca la vi como ahora...



y sin pizca de formalidad, se interrumpía para cantar:


   Arriba, Manolillo,
abajo, Manolé,
de la quinta pasada
yo te liberté;
de la que viene ahora
no sé si podré...
arriba, Manolillo,
Manolillo Manolé.



Y todo esto era porque hacía mil ochocientos setenta y tantos años había nacido en el portal de Belén el Niño Jesús... ¿Qué le importaba al órgano? Y sin embargo, parecía que se volvía loco de alegría... que perdía la cabeza y echaba por aquellos tubos cónicos, por aquellas trompetas y cañones, chorros de notas que parecían lucecillas para alumbrar las almas.

El templo estaba obscuro. De trecho en trecho, colgado de un clavo en algún pilar, un quinqué de petróleo con reverbero, interrumpía las tinieblas que volvían a dominar poco más adelante. No había más luz que aquella esparcida por las naves, el trasaltar y el trascoro, y los cirios del altar y las velas del coro que brillaban a lo lejos, en alto, como estrellitas. Pero la música alegre botando de pilar en capilla, del pavimento a la bóveda, parecía iluminar la catedral con rayos del alba.   —289→   Y no eran más que las doce. Empezaba la misa del gallo.

El órgano, con motivo de la alegría cristiana de aquella hora sublime, recordaba todos los aires populares clásicos en la tierra vetustense y los que el capricho del pueblo había puesto en moda aquellos últimos años. A la Regenta le temblaba el alma con una emoción religiosa dulce, risueña, en que rebosaba una caridad universal; amor a todos los hombres y a todas las criaturas... a las aves, a los brutos, a las hierbas del campo, a los gusanos de la tierra... a las ondas del mar, a los suspiros del aire... «La cosa era bien clara, la religión no podía ser más sencilla, más evidente: Dios estaba en el cielo presidiendo y amando su obra maravillosa, el Universo; el Hijo de Dios había nacido en la tierra y por tal honor y divina prueba de cariño, el mundo entero se alegraba y se ennoblecía; y no importaba que hubiesen pasado tantos siglos, el amor no cuenta el tiempo; hoy era tan cierto como en tiempo de los Apóstoles, que Dios había venido al mundo; el motivo para estar contentos todos los seres, el mismo. Por consiguiente, el organista hacía muy bien en declarar dignos del templo aquellos aires humildes, con que solía alegrarse el pueblo y que cantaban las vetustenses en sus bailes bulliciosos a cielo abierto. Aquel recuerdo de canciones efímeras, que habían sido un poco de aire olvidado, le parecía a la Regenta una delicada obra de caridad por parte del músico... Recordar lo más humilde, lo que menos vale, un poco de viento que pasó... y dignificar las emociones profanas del amor, de la alegría juvenil, haciendo resonar sus cantares en el templo, como ofrenda a los pies de Jesús... todo esto era hermoso, según Ana; la religión que lo consentía, maternal, cariñosa, artística».

  —290→  

«No había allí barreras, en aquel momento, entre el templo y el mundo; la naturaleza entraba a borbotones por la puerta de la iglesia; en la música del órgano había recuerdos del verano, de las romerías alegres del campo, de los cánticos de los marineros a la orilla del mar; y había olor a tomillo y a madreselva, y olor a la playa, y olor arisco del monte, y dominándolos a todos olor místico, de poesía inefable... que arrancaba lágrimas...». La vigilia exaltaba los nervios de la Regenta... Su pensamiento al remontarse se extraviaba y al difundirse se desvanecía... Apoyó la cabeza contra la panza churrigueresca de un altar de piedra, nuevo, que era el principal de la capilla en que estaba, sumida en la sombra. Apenas pensaba ya, no hacía más que sentir.

La verja de bronce dorado, que separaba la capilla mayor del crucero, se interrumpía en ambos extremos para dejar espacio a los púlpitos de hierro, todos filigrana. Servían de atriles para la Epístola y el Evangelio, sendas águilas doradas con las alas abiertas. Ana vio aparecer en el púlpito de la izquierda del altar la figura de Glocester, siempre torcida pero arrogante: la rica casulla de tela briscada despedía rayos herida por la luz de los ciriales que acompañaban al canónigo. El Arcediano, en cuanto calló el órgano, como quien quiere interrumpir una broma con una nota seria, leyó la epístola de San Pablo Apóstol a Tito, capítulo segundo, dándole una intención que no tenía. Agradábale a Glocester tener ocupada por su cuenta la atención del público, y leía despacio, señalando con fuerza las terminaciones en us y en i y en is: por el tono que se daba al leer no parecía sino que la epístola de San Pablo era cosa del mismo Glocester, una composicioncilla suya. El órgano, como si hubiera oído llover, en cuanto terminó   —291→   el presuntuoso Arcediano, soltó el trapo, abrió todos sus agujeros, y volvió a regar la catedral con chorritos de canciones alegres, el fuelle parecía soplar en una fragua de la que salían chispas de música retozona; ahora tocaba como las gaitas del país, imitando el modo tosco e incorrecto con que el gaitero jurado del Ayuntamiento interpretaba el brindis de la Traviata y el Miserere del Trovador. Por último, y cuando ya Ripamilán asomaba la cabecita vivaracha sobre el antepecho del otro púlpito para cantar el Evangelio, el organista la emprendió con la mandilona:


Ahora sí que estarás contentón
      mandilón,
      mandilón,
       mandilón.



Los carlistas y liberales que llenaban el crucero celebraron la gracia, hubo cuchicheos, risas comprimidas y en esto vio la Regenta un signo de paz universal. En aquel momento, pensaba ella, unidos todos ante el Dios de todos, que nacía, las diferencias políticas eran nimiedades que se olvidaban.

Ripamilán no pudo menos de sonreír, mientras colocaba, con gran dificultad, el libro en que había de leer el Evangelio de San Lucas, sobre las alas del águila de hierro.

El Arcediano, en la escalera del púlpito esperaba con los brazos cruzados sobre la panza; cerca de él y haciendo guardia estaban dos acólitos con los ciriales; uno era Celedonio.

«¡Secuentia Sancti Evangelii secundum Lucaaam!»... cantó Ripamilán, muerto de sueño y aprovechándose del canto llano para bostezar en la última nota.

  —292→  

«¡In illo tempore!»... continuó... En aquel tiempo se promulgó un edicto mandando empadronar a todo el mundo. Fue cosa de César Augusto, muy aficionado a la Estadística. «Este empadronamiento fue hecho por Cirino, que después fue gobernador de la Siria». Ripamilán se dormía sobre el recuerdo de Cirino, pero al llegar al empadronamiento de José se animó el Arcipreste, figurándose a los santos esposos camino de Bethlehem (o mejor Belén.) «Y sucedió que hallándose allí le llegó a María la hora de su alumbramiento; y dio a luz a su Hijo primogénito y envolviole en pañales y recostole en un pesebre». Ripamilán leía ahora pausadamente, a ver si se enteraba el público. Cuando llegó a los pastores que estaban en vela, cuidando sus rebaños, don Cayetano recordó su grandísima afición a la égloga y se enterneció muy de veras.

Más enternecida estaba la Regenta, que seguía en su libro la sencilla y sublime narración. «¡El Niño Dios! ¡El Niño Dios! Ella comprendía ahora toda la grandeza de aquella Religión dulce y poética que comenzaba en una cuna y acababa en una cruz. ¡Bendito Dios! ¡las dulzuras que le pasaban por el alma, las mieles que gustaba su corazón, o algo que tenía un poco más abajo, más hacia el medio de su cuerpo!... ¡Y aquel Ripamilán allá arriba, aquel viejecillo que contaba lo del parto como si acabara de asistir a él! También Ripamilán estaba hermoso a su manera».

En tanto el público empezaba a impacientarse, se iba acabando la formalidad, y en algunos rincones se oían risas que provocaba algún chusco. En la nave del trasaltar, la más obscura, escondidos en la sombra de los pilares y en las capillas, algunos señoritos se divertían en echar a rodar sobre el juego de damas del pavimento   —293→   de mármol monedas de cobre, cuyo profano estrépito despertaba la codicia de la gente menuda; bandos de pilletes que ya esperaban ojo avizor la tradicional profanación, corrían tras las monedas, y al caer tantos sobre una sola en racimo de carne y andrajos, excitaban la risa de los fieles, mientras ellos se empujaban, pisaban y mordían disputándose el ochavo miserable.

Pero llegaba la ronda y el racimo de pillos se deshacía, cada cual corría por su lado. La ronda la presidía el señor Magistral, de roquete y capa de coro; en las manos, cruzadas sobre el vientre, llevaba el bonete; a derecha e izquierda, como dándole guardia caminaban con paso solemne acólitos con sendas hachas de cera. La ronda daba vueltas por el trascoro, las naves y el trasaltar. Se vigilaba para evitar abusos de mayor cuantía. La obscuridad del templo, los excesos de la colación clásica, la falta de respeto que el pueblo creía tradicional en la misa del gallo, hacían necesarias todas estas precauciones.

Había otra clase de profanaciones que no podía evitar la ronda. Apiñábase el público en el crucero, oprimiéndose unos a otros contra la verja del altar mayor, y la valla del centro, debajo de los púlpitos, y quedaban en el resto de la catedral muy a sus anchas los pocos que preferían la comodidad al calorcillo humano de aquel montón de carne repleta. Como la religión es igual para todos, allí se mezclaban todas las clases, edades y condiciones. Obdulia Fandiño, en pie, oía la misa apoyando su devocionario en la espalda de Pedro, el cocinero de Vegallana, y en la nuca sentía la viuda el aliento de Pepe Ronzal, que no podía, ni tal vez quería, impedir que los de atrás empujasen. Para la de Fandiño la religión era esto, apretarse, estrujarse sin distinción   —294→   de clases ni sexos en las grandes solemnidades con que la Iglesia conmemora acontecimientos importantes de que ella, Obdulia, tenía muy confusa idea. Visitación estaba también allí, más cerca de la capilla, con la cabeza metida entre las rejas. Paco Vegallana, cerca de Visitación, fingía resistir la fuerza anónima que le arrojaba, como un oleaje, sobre su prima Edelmira. La joven, roja como una cereza, con los ojos en un San José de su devocionario y el alma en los movimientos de su primo, procuraba huir de la valla del centro contra la cual amenazaban aplastarla aquellas olas humanas, que allí en lo obscuro imitaban las del mar batiendo un peñasco, en la negrura de su sombra. Todo el elemento joven de que hablaba El Lábaro en sus crónicas del pequeñísimo gran mundo de Vetusta, estaba allí, en el crucero de la catedral, oyendo como entre sueños el órgano, dirigiendo la colación de Noche-buena, viendo lucecillas, sintiendo entre temblores de la pereza pinchazos de la carne. El sueño traía impíos disparates, ideas que eran profanaciones, y se desechaban para atenerse a los pecados veniales con que brindaba la realidad ambiente. Miradas y sonrisas, si la distancia no consentía otra cosa, iban y venían enfilándose como podían en aquella selva espesa de cabezas humanas. Se tosía mucho y no todas las toses eran ingenuas. En aquella quietud soporífera, en aquella obscuridad de pesadilla hubieran permanecido aquellos caballeritos y aquellas señoritas hasta el amanecer, de buen grado. Obdulia pensaba, aunque es claro que no lo decía sino en el seno de la mayor confianza, pensaba, que el hacer el oso, que era a lo que llamaba timarse Joaquín Orgaz, si siempre era agradable, lo era mucho más en la iglesia, porque allí tenía un cachet. Y para la viuda las cosas con cachet eran las mejores.

  —295→  

«En la inmoralidad que acusaba aquella aglomeración de malos cristianos», estaba pensando precisamente don Pompeyo Guimarán, que, mal curado de una fiebre, había consentido en cenar con don Álvaro, Orgaz, Foja y demás trasnochadores en el Casino y había venido con ellos a la misa del gallo.

«¡Sí, le remordía la conciencia, en medio de su embriaguez!, pero el hecho era que estaba allí. Habían empezado por emborracharle con un licor dulce que ahora le estaba dando náuseas, un licor que le había convertido el estómago en algo así como una perfumería... ¡puf! ¡qué asco!; después le habían hecho comer más de la cuenta y beber, últimamente, de todo. Y cuando él se preparaba a volverse a su casa, si alguno de aquellos señores tenía la bondad de acompañarle ¡oh colmo de las bromas pesadas y ofensivas! habían dado con él en medio de la catedral, donde no había puesto los pies hacía muchos años. Había protestado, había querido marcharse, pero no le dejaron, y él tampoco se atrevía a buscar solo su casa; y en la calle hacía frío».

-Señores -dijo en voz baja a don Álvaro y a Orgaz- conste que protesto, y que obedezco a fuerza mayor, a la fuerza de la borrachera de ustedes, al permanecer en semejante sitio.

-¡Bien, hombre, bien!

-Conste que esto no es una abdicación...

-No... qué ha de ser... abdicación...

-Ni una profanación. Yo respeto todas las religiones, aunque no profeso ninguna... ¿Qué dirá el mundo si sabe que yo vengo aquí... con una compañía de borrachos matriculados? Reconozco en el Palomo el derecho de arrojarme del templo a latigazos o a patadas...

-Ya lo sabemos, hombre... -pudo balbucear Foja-.   —296→   En resumen: don Pompeyo reconoce que él aquí representa lo mismo... que los perros en misa.

-Comparación exacta... eso, yo aquí lo mismo que un perro... Y además esto repugna... Oigan ustedes a ese organista, borracho como ustedes probablemente: convierte el templo del Señor, llamémoslo así, en un baile de candil... en una orgía... Señores, ¿en qué quedamos, es que ha nacido Cristo o es que ha resucitado el dios Pan?

-¡Y Pun, Pin, Pun!... yo soy el general... Bum Bum.

Esto lo cantó bajito Joaquín Orgaz, tocando el tambor en la cabeza de Guimarán. Y acto continuo el mediquillo salió de la capilla obscura donde se representaba tal escena, y se fue a buscar una aguja en un pajar, como él dijo, esto es, a buscar a Obdulia entre la multitud. Y la encontró, emparedada entre el formidable Ronzal y el cocinero de Paco. Joaquín dio media vuelta y se volvió al lado de don Pompeyo.

La capilla desde la que oía misa la Regenta estaba separada sólo por una verja alta de la en que se habían escondido los trasnochadores del Casino. Ana oyó la voz de Orgaz que disuadía al ateo de su propósito de abandonar el templo. Pero de una capilla a otra no se distinguían las personas, sólo se veían bultos.

Cuando pasó la ronda fue otra cosa; las hachas de los acólitos dejaron a Anita ver a una claridad temblona y amarillenta la figura arrogante del Magistral al mismo tiempo que la esbelta y graciosa de don Álvaro, que con los ojos medio cerrados, semi-dormido, con la cabeza inclinada, y cogido a la verja que separaba las capillas, parecía atender a los oficios divinos con el recogimiento propio de un sincero cristiano.

  —397→  

El Magistral también pudo ver a la Regenta y a don Álvaro, casi juntos, aunque mediaba entre ellos la verja. Le tembló el bonete en las manos; necesitó gran esfuerzo para continuar aquella procesión que en aquel instante le pareció ridícula.

Mesía no vio ni al Magistral ni a la Regenta, ni a nadie. Estaba medio dormido en pie. Estaba borracho, pero en la embriaguez no era nunca escandaloso. Nadie sospechaba su estado.

Ana siguió viendo a don Álvaro aun después que la ronda se alejó con sus luces soñolientas. Siguió viéndole en su cerebro; y se le antojó vestido de rojo, con un traje muy ajustado y muy airoso. No sabía si era aquello un traje de Mefistófeles de ópera o el de cazador elegante, pero estaba el enemigo muy hermoso, muy hermoso... «Y estaba allí cerca, detrás de aquella reja, ¡si daba tres pasos podía tocarla a ella!». El órgano se despedía de los fieles con las mayores locuras del repertorio; un aire que Ana había oído por primera vez al lado de Mesía, en la romería de San Blas, aquel mismo año... Cerró los ojos, que se le habían llenado de lágrimas... «¡Por dónde la tomaba ahora la tentación! Se hacía sentimental, tierna, evocaba recuerdos, la autoridad de los recuerdos, que era siempre cosa sagrada, dulce, entrañable... ¿Qué había pasado en aquella romería de San Blas? Nada, y sin embargo, ahora recordando aquella tarde, por culpa del organista, Ana veía a don Álvaro a su lado, muerto de amor, mudo de respeto, y a sí misma se veía, contenta en lo más hondo del alma... ¡ay sí, ay sí!... en unas honduras del alma, o del cuerpo, o del infierno... a que no llegaban las suaves pláticas del misticismo y fraternidad de que seguía gozando en compañía de aquel señor canónigo que acababa de pasar   —298→   por allí, con las manos cruzadas sobre el vientre, rodeado de monaguillos».

Cuando Ana procuró sacudir, moviendo la cabeza, aquellas imágenes importunas y pecaminosas, el templo iba quedándose vacío. Tuvo ella frío y casi casi miedo a la sombra de un confesonario en que se apoyaba. Se levantó y salió de la catedral, que empezaba a dormirse.

El órgano se había callado como un borracho que duerme después de alborotar el mundo. Las luces se apagaban...

En el pórtico encontró Ana al Magistral.

Don Fermín estaba pálido; lo vio ella a la luz de una cerilla que encendieron por allí. Cuando volvió la obscuridad, De Pas se acercó a la Regenta y con una voz dulce en que había quejas le preguntó:

-¿Se ha divertido usted en misa?

-¡Divertirme en misa!

-Quiero decir... si le ha gustado... lo que tocan... lo que cantan...

Notó Ana que su confesor no sabía lo que decía.

En aquel momento salían del pórtico; en la calle había algunos grupos de rezagados. Había que separarse.

-¡Buenas noches, buenas noches! -dijo el Magistral con tono de mal humor, casi con ira.

Y embozándose sin decir más, tomó a paso largo el camino de su casa.

Ana sintió deseos de seguirle: ella no sabía por qué pero le tenía enfadado: ¿qué había hecho ella? Pensar, pensar en el enemigo, gozar con recuerdos vitandos... pero... de todo eso ¿cómo podía tener don Fermín noticia?... ¡Y se había marchado así! Una profunda lástima y una gratitud que parecía amor invadieron el ánimo de Ana en aquel instante... «¡Oh! ¿por qué ella no podía   —299→   ahora ir con aquel hombre, llamarle, consolarle... probarle que era la de siempre, que ella no le volvía la espalda como tantas otras?...». «Sí, sí, le volvían la espalda a él, el santo, el hombre de genio, el mártir de la piedad... le volvían la espalda las que antes se le disputaban, y todo ¿por qué? por viles calumnias. Ella no, ella creía en él... le seguiría ciega al fin del mundo; sabía que entre él y Santa Teresa la habían salvado del infierno...». Pero no se podía correr detrás de él para consolarle, para decirle todo esto. «¡Qué hubiera pensado, sin ir más lejos, Petra la doncella que estaba allí, a su lado, silenciosa, sonriente, cada día más antipática, y más servicial... y más insufrible!».

Petra, mientras hablaron el Magistral y Ana, se había separado discretamente dos pasos. Al ver al Provisor escapar y embozarse con tanto garbo, pensó la criada:

«Están de monos» y sonrió.

La Regenta tomó el camino de la Plaza Nueva. Iba andando medio dormida; estaba como embriagada de sueño y música y fantasía... Sin saber cómo se encontró en el portal de su casa pensando en el Niño Jesús, en su cuna, en el portal de Belén. Ella se figuraba la escena como la representaba un nacimiento que había visto aquella noche a primera hora.

Cuando se quedó sola en su tocador, se puso a despeinarse frente al espejo; suelto el cabello, cayó sobre la espalda.

«Era verdad, ella se parecía a la Virgen: a la Virgen de la Silla... pero le faltaba el niño»; y cruzada de brazos se estuvo contemplando algunos segundos.

A veces tenía miedo de volverse loca. La piedad huía de repente, y la dominaba una pereza invencible de buscar el remedio para aquella sequedad del alma en   —300→   la oración o en las lecturas piadosas. Ya meditaba pocas veces. Si se paraba a evocar pensamientos religiosos, a contemplar abstracciones sagradas, en vez de Dios se le presentaba Mesía.

«Creía que había muerto aquella Ana que iba y venía de la desesperación a la esperanza, de la rebeldía a la resignación, y no había tal; estaba allí, dentro de ella; sojuzgada, sí, perseguida, arrinconada, pero no muerta. Como San Juan Degollado daba voces desde la cisterna en que Herodías le guardaba, la Regenta rebelde, la pecadora de pensamiento, gritaba desde el fondo de las entrañas, y sus gritos se oían por todo el cerebro. Aquella Ana prohibida era una especie de tenia que se comía todos los buenos propósitos de Ana la devota, la hermana humilde y cariñosa del Magistral.

»¡El Niño Jesús! ¡Qué dulce emoción despertaba aquella imagen! ¿Pero por qué había servido el evocarla para dar tormento al cerebro? La necesidad del amor maternal se despertaba en aquella hora de vigilia con una vaguedad tierna, anhelante».

Ana se vio en su tocador en una soledad que la asustaba y daba frío... ¡Un hijo, un hijo hubiera puesto fin a tanta angustia, en todas aquellas luchas de su espíritu ocioso, que buscaba fuera del centro natural de la vida, fuera del hogar, pábulo para el afán de amor, objeto para la sed de sacrificios!...

Sin saber lo que hacía, Ana salió de sus habitaciones, atravesó el estrado, a obscuras, como solía, dejó atrás un pasillo, el comedor, la galería... y sin ruido, llegó a la puerta de la alcoba de Quintanar. No estaba bien cerrada aquella puerta y por un intersticio vio Ana claridad. No dormía su marido. Se oía un rum rum de palabras.

  —301→  

«¿Con quién habla ese hombre?». Acercó la Regenta el rostro a la raya de luz y vio a don Víctor sentado en su lecho; de medio cuerpo abajo le cubría la ropa de la cama, y la parte del torso que quedaba fuera abrigábala una chaqueta de franela roja; no usaba gorro de dormir don Víctor por una superstición respetable; él incapaz de sospechar de su Ana la falta más leve, huía de los gorros de noche por una preocupación literaria. Decía que el gorro de dormir era una punta que atraía los atributos de la infidelidad conyugal. Pero aquella noche había tenido frío, y a falta de gorro de algodón o de hilo, se había cubierto con el que usaba de día, aquel gorro verde con larga borla de oro. Ana vio y oyó que en aquel traje grotesco Quintanar leía en voz alta, a la luz de un candelabro elástico clavado en la pared.

Pero hacía más que leer, declamaba; y, con cierto miedo de que su marido se hubiera vuelto loco, pudo ver la Regenta que don Víctor, entusiasmado, levantaba un brazo cuya mano oprimía temblorosa el puño de una espada muy larga, de soberbios gavilanes retorcidos. Y don Víctor leía con énfasis y esgrimía el acero brillante, como si estuviera armando caballero al espíritu familiar de las comedias de capa y espada.

Admitida la situación en que se creía Quintanar, era muy noble y verosímil acción la de azotar el aire con el limpio acero. Se trataba de defender en hermosos versos del siglo diez y siete a una señora que un su hermano quería descubrir y matar, y don Víctor juraba en quintillas que antes le harían a él tajadas que consentir, siendo como era caballero, atrocidad semejante.

Pero como la Regenta no estaba en antecedentes sintió el alma en los pies al considerar que aquel hombre con gorro y chaqueta de franela que repartía mandobles   —302→   desde la cama a la una de la noche, era su marido, la única persona de este mundo que tenía derecho a las caricias de ella, a su amor, a procurarla aquellas delicias que ella suponía en la maternidad, que tanto echaba de menos ahora, con motivo del portal de Belén y otros recuerdos análogos.

Iba la Regenta al cuarto de su marido con ánimo de conversar, si estaba despierto, de hablarle de la misa del gallo, sentada a su lado, sobre el lecho. Quería la infeliz desechar las ideas que la volvían loca, aquellas emociones contradictorias de la piedad exaltada, y de la carne rebelde y desabrida; quería palabras dulces, intimidad cordial, el calor de la familia... algo más, aunque la avergonzaba vagamente el quererlo, quería... no sabía qué... a que tenía derecho... y encontraba a su marido declamando de medio cuerpo arriba, como muñeco de resortes que salta en una caja de sorpresa... La ola de la indignación subió al rostro de la Regenta y lo cubrió de llamas rojas. Dio un paso atrás Anita, decidiendo no entrar en el teatro de su marido... pero su falda meneó algo en el suelo, porque don Víctor gritó asustado:

-¡Quién anda ahí!

No respondió Ana.

-¿Quién anda ahí? -repitió exaltado don Víctor, que se había asustado un poco a sí mismo con aquellos versos fanfarrones.

Y algo más tranquilo, dijo a poco:

-¡Petra! ¡Petra! ¿Eres tú, Petra?

Una sospecha cruzó por la imaginación de Ana; unos celos grotescos, tal los reputó, se le aparecieron casi como una forma de la tentación que la perseguía.

«¿Si aquel hombre sería amante de su criada?».

  —303→  

-«¡Anselmo! ¡Anselmo!» -añadió don Víctor en el mismo tono suave y familiar.

Y Ana se retiró de puntillas, avergonzada de muchas cosas, de sus sospechas, de su vago deseo que ya se le antojaba ridículo, de su marido, de sí misma...

«¡Oh, qué ridículo viaje por salas y pasillos, a obscuras, a las dos de la madrugada, en busca de un imposible, de una grotesca farsa... de un absurdo cómico... pero tan amargo para ella!...». Y Ana, sin querer, como siempre, mientras iba a tientas por el salón, pero sin tropezar, pensaba: Y si ahora, por milagro, por milagro de amor, Álvaro se presentase aquí, en esta obscuridad, y me cogiese, y me abrazase por la cintura... y me dijera: tú eres mi amor...; yo infeliz, yo miserable, yo carne flaca, qué haría sino sucumbir... perder el sentido en sus brazos... «¡Sí, sucumbir!», gritó todo dentro de ella; y desvanecida, buscó a tientas el sofá de damasco y sobre él, tendida, medio desnuda, lloró, lloró sin saber cuánto tiempo.

Una campanada del reloj del comedor la despertó de aquella somnolencia de fiebre; tembló de frío y a tientas otra vez, el cabello por la espalda, la bata desceñida, y abierta por el pecho, llegó Ana a su tocador; la luz de esperma que se reflejaba en el espejo estaba próxima a extinguirse, se acababa... y Ana se vio como un hermoso fantasma flotante en el fondo obscuro de alcoba que tenía enfrente, en el cristal límpido. Sonrió a su imagen con una amargura que le pareció diabólica... tuvo miedo de sí misma... se refugió en la alcoba29, y sobre la piel de tigre dejó caer toda la ropa de que se despojaba para dormir. En un rincón del cuarto había dejado Petra olvidados los zorros con que limpiaba algunos muebles que necesitaban tales disciplinas; y pensando ella misma   —304→   en que estaba borracha... no sabía de qué, Ana, desnuda, viendo a trechos su propia carne de raso entre la holanda, saltó al rincón, empuñó los zorros de ribetes de lana negra... y sin piedad azotó su hermosura inútil una, dos, diez veces... Y como aquello también era ridículo, arrojó lejos de sí las prosaicas disciplinas, entró de un brinco de bacante en su lecho; y más exaltada en su cólera por la frialdad voluptuosa de las sábanas, algo húmedas, mordió con furor la almohada. A fuerza de no querer pensar, por huir de sí misma, media hora después se quedó dormida.

Aquella misma mañana, a las ocho, Ana, sola, pasaba por delante de la casa del Magistral. ¿A qué había ido allí? Aquel no era camino de la catedral. Una vaga esperanza de encontrar a don Fermín, de verle al balcón, de algo que ella no podía precisar, le había hecho tomar por la calle de los Canónigos. No topó con el suyo. Se dirigió a la catedral y se sentó sobre la tarima que había en medio del crucero, desde el coro a la capilla del Altar mayor. Apoyada la cabeza en la valla dorada, fría como un carámbano, la Regenta estuvo oyendo misa desde lejos, rezando oraciones que no terminaban y soñando despierta hasta que concluyó el coro. Vio entrar en él a su amigo, a su De Pas, a quien sonrió cariñosa, con la dulzura que a él le entraba por las entrañas como si fuera fuego; el Magistral no sonrió, pero su mirada fue intensa; duró muy poco, pero dijo muchas cosas, acusó, se quejó, inquirió, perdonó, agradeció... Y pasó don Fermín. Entró en el coro y se fue a su rincón. Terminadas las horas canónicas, el Magistral salió, se inclinó ante el Altar, se dirigió a la sacristía, y a poco volvió a verle la Regenta, sin roquete, muceta ni capa, con manteo y el sombrero en la mano. Otra vez se miraron.   —305→   Ahora sonrieron los dos. Ana se levantó cinco minutos después. Sin necesidad de decírselo, ni por señas, acudieron ambos a una cita... Se encontraron a poco en el salón de doña Petronila Rianzares donde habían muchas señoras y tres clérigos. Allí se había reunido la flor y nata de lo que llamaba El Alerta «el elemento levítico» de la población. Aquellas señoras de respetable aspecto las más, guapas y jóvenes algunas, celebraban con alegría evangélica el natalicio de Nuestro Señor Jesucristo como si el Hijo de María hubiese venido al mundo exclusivamente para ellas y otras cuantas personas distinguidas. La Natividad del Señor se les antojaba algo como una fiesta de familia. Doña Petronila, con una manteleta de raso negro, antiquísima, mal cortada, recibía a su mundo devoto como si estuviese ella de cumpleaños. Todo se volvía allí sonrisas, apretones de manos, elogios mutuos, carcajadas sonoras, que reflejaban el interior contento de aquellas almas en gracia de Dios. El Magistral fue recibido en triunfo. ¡Qué fino! ¡qué atento! Una hora después tenía que subir al púlpito, en la catedral, a predicar un sermón de los de tabla, ¡y sin embargo acudía antes a dar las Pascuas a su amiga doña Petronila! «¡Qué hombre! ¡qué ángel! ¡qué pico de oro! ¡qué lumbrera!».

El descrédito de don Fermín no había llegado al círculo de doña Petronila; allí nadie dudaba de la virtud del Provisor, nadie la discutía. Si alguno de los presentes, fuera de aquel salón venerable, se atrevía a calumniar a aquel santo, no se sabía, no se quería saber, pero en casa del gran Constantino nadie osaría poner en tela de juicio la santidad del Crisóstomo vetustense.

Por poco tiempo consiguieron verse solos Ana y don Fermín. Fue en el gabinete de doña Petronila. Ella los   —306→   encontró...; pero sonriéndoles y saludando con la mano les dijo, desde la puerta:

-Nada, nada... venía por unos papeles... Ya volveré...

Ana iba a llamarla: «no había secretos, ¿por qué se retiraba aquella señora?...» esto quería decirle, pero un gesto del Magistral la contuvo.

-Déjela usted -dijo De Pas con un tono imperioso que a la Regenta siempre le sonaba bien. Eso quería ella, que el Magistral mandase, dispusiera de ella y de sus actos.

Ana volvió hacia De Pas, que estaba cerca del balcón y le sonrió como poco antes en la catedral. Aquella sonrisa pedía perdón y bendecía.

Don Fermín estaba pálido, le temblaba la voz. Estaba más delgado que por el verano. En esto pensaba Anita.

-¡Estoy tan cansado! -dijo él y suspiró con mucha tristeza.

Ana se sentó a su lado, al verle dejarse caer en una butaca.

-¡Estoy tan solo!

-¿Cómo solo...? No entiendo.

-Mi madre me adora, ya lo sé... pero no es como yo; ella procura mi bien por un camino... que yo no quiero seguir ya... usted sabe todo esto, Ana.

-Pero... ¿por qué está usted solo? y... ¿los demás?

-Los demás... no son mi madre. No son nada mío. ¿Qué tiene usted, Ana? ¿se pone usted mala? ¿qué es esto? llamaré...

-No, no, de ningún modo... Un escalofrío... un temblor... ya pasó... esto no es nada.

-¿Tendrá usted un ataque?

-No... el ataque se presenta con otros síntomas...   —307→   deje usted... deje usted. Esto es frío... humedad... nada...

Callaron.

De Pas vio que Ana contenía el llanto que quería saltar a la cara.

-¿Qué sucede aquí? yo necesito saberlo todo, tengo derecho... creo que tengo derecho...

Ana cayó de rodillas a los pies de su hermano mayor, y sollozando pudo decir:

-Sí, todo, todo lo sabrá usted... pero aquí no, en la Iglesia... Mañana... temprano...

-¡No, no, esta tarde!...

El Magistral se puso de pie. Sin que lo viese ella, que tenía escondida la cabeza entre las manos, levantó los brazos y llevó los puños crispados a los ojos. Dio dos vueltas por el gabinete. Volvió a paso largo al lado de la Regenta que seguía de rodillas, sollozando y ahogando el llanto para que no sonase.

-Ahora, Ana, ahora es mejor... aquí... aún hay tiempo...

-Aquí no, no... Ya es hora... va usted a llegar tarde...

-Pero ¿qué es esto... qué pasa? por caridad... señora... por compasión, Ana... no ve usted que tiemblo como una vara verde... Yo no soy un juguete... ¿Qué pasa... qué debo temer...? Ayer ese hombre estaba borracho... él y otros pasaron delante de mi casa... a las tres de la madrugada... Orgaz le llamaba a gritos: «¡Álvaro! ¡Álvaro! aquí vive... tu rival... eso decía, tu rival...» ¡la calumnia ha llegado hasta ahí!...

Ana miró espantada al Provisor... Parecía que no comprendía sus palabras...

-Sí, señora, les pesa de nuestra amistad, y quieren separarnos, y así podrán conseguirlo... echan lodo en medio... y se acabó...

  —308→  

Era la primera vez que el Magistral hablaba así. Jamás se habían acordado en sus conversaciones de aquel peligro, de aquella calumnia; él pensaba en ella, pero no convenía a sus planes decir a la Regenta: yo soy hombre, tú eres mujer, el mundo juzga con la malicia... Pero ahora, sin poder contenerse, había dicho: tu rival, con fuerza... aunque aquellas palabras pudiesen asustar a la Regenta.

«Sí, sí, él también era hombre, podía ser rival, ¿por qué no?». No se conocía; se paseaba por el gabinete como una fiera en la jaula; comprendía que en aquel momento diría todo lo que le sugiriese la pasión exaltada, el amor propio herido... Después le pesaría de haber hablado... pero no importaba, ahora quería desahogar. «¡Ay! no era el Fermín de antaño».

Ana se levantó, esperó a que el Magistral llegase en sus paseos al extremo del gabinete y dijo:

-No me ha comprendido usted... Yo soy la que está sola... usted es el ingrato... Su madre le querrá más que yo... pero no le debe tanto como yo... Yo he jurado a Dios morir por usted si hacía falta... El mundo entero le calumnia, le persigue... y yo aborrezco al mundo entero y me arrojo a los pies de usted a contarle mis secretos más hondos... No sabía qué sacrificio podría hacer por usted... Ahora ya lo sé... Usted me lo ha descubierto... Hablan de mi honra... ¡miserables! yo no sospechaba que se pudiera hablar de eso... pero bueno, que hablen... yo no quiero separarme del mártir que persiguen con calumnias como a pedradas... Quiero que las piedras que le hieran a usted me hieran a mí... yo he de estar a sus pies hasta la muerte... ¡Ya sé para qué sirvo yo! ¡Ya sé para qué nací yo! Para esto... Para estar a los pies del mártir que matan a calumnias...

  —309→  

-¡Silencio! Silencio, Anita... que vuelve esa señora...

El Magistral, que ahora estaba rojo, y tenía los pómulos como brasas, se acercó a la Regenta, le oprimió las manos y dijo ronco, estrangulado por la pasión:

-¡Ana, Ana!... Sin falta esta tarde... Y ahora a la catedral... junto al altar de la Concepción... en frente del púlpito...

-Hasta la tarde; pero vaya usted tranquilo... casi todo lo que tenía que decir... está dicho...

-¡Pero ese hombre!...

-De ese hombre... nada.

La voz de doña Petronila se había oído cuando el Magistral avisó que llegaba. Hablaba desde lejos la señora de Rianzares, que decía:

-Allá va, allá va el señor Magistral, está en mi gabinete solo, repasando su sermón sin duda...

Y entró cuando Ana se volvía un poco para ocultar a su amigo la confusión que él hubiera leído en el rostro de ella, a no haber tenido que atender a doña Petronila que gritaba:

-Vamos, listo, listo... que le esperan... que creo que ha empezado la misa...

El Magistral desapareció por la puerta de la alcoba, por donde había entrado el ama de la casa.

Miró el gran Constantino a la Regenta y tomándole la cabeza con ambas manos la besó con estrépito en la frente; y después dijo:

-¡Pero qué hermosísima está hoy esta rosa de Jericó!

-¡A la catedral, a la catedral! -gritaron los del salón.

Y llegaron Ana y el obispo-madre al trascoro al mismo tiempo que De Pas subía con majestuoso paso al púlpito, donde Ripamilán cantara al comenzar el día el Evangelio de San Lucas.   —310→   30

Buscaron sitio al pie del altar de la Concepción.

-Desde aquí se ve perfectamente -dijo doña Petronila.

E inclinándose hacia Ana, añadió en voz baja y melosa:

-¡Mírele usted, está hoy lo que se llama hermosísimo ese apóstol de los gentiles! ¡Qué roquete! Parece de espuma... En el nombre del Padre..., del Hijo... y del Espíritu... Santo...



  —311→  

ArribaAbajo- XXIV -

-Pero, ¿y si él se empeña en que vaya?

-Es muy débil... si insistimos, cederá.

-¿Y si no cede, si se obstina?

-Pero, ¿por qué?

-Porque... es así. No sé quién se lo ha metido por la cabeza, dice que le pongo en ridículo si no voy... Y nos alude... habla del que tiene la culpa de esto... dice que él no es amo de su casa, que se la gobiernan desde fuera... Y después, que la Marquesa está ya algo fría con nosotros por causa de tantos desaires... ¡qué sé yo!

-Bien, pues si todavía se obstina... entonces... tendremos que ir a ese baile dichoso. No hay que enfadarle. Al fin es quien es. Y el otro ¿anda con él? ¿Tan amigotes siempre?

-Ya se sabe que a casa no le lleva...

-¿Y es de etiqueta el baile?

-Creo... que sí...

-¿Hay que ir escotada?

-Ps... no. Aquí la etiqueta es para los hombres. Ellas van como quieren; algunas completamente subidas.

  —312→  

-Nosotros iremos... subidos ¿eh?

-Sí, es claro... ¿Cuándo toca la catedral? ¿pasado? pues pasado iré a la capilla con el vestido que he de llevar al baile.

-¿Cómo puede ser eso?...

-Siendo... son cosas de mujer, señor curioso. El cuerpo se separa de la falda... y como pienso ir obscura... puedo llevar el cuerpo a confesar... y veremos el cuello al levantar la mantilla. Y quedaremos satisfechos.

-Así lo espero.

Don Fermín quedó satisfecho del vestido, aunque no de que fuéramos al baile. El vestido, según pudo entrever acercando los ojos a la celosía del confesonario, era bastante subido, no dejaba ver más que un ángulo del pecho en que apenas cabía la cruz de brillantes, que Ana llevó también a la Iglesia para que se viera cómo hacía el conjunto.

Y la Regenta fue al baile del Casino, porque como ella esperaba, don Víctor se empeñó «en que se fuera, y se fue».

Aquel acto de energía, verdaderamente extraordinario, le hacía pensar al ex-regente, mientras subían la escalera del caserón negruzco del Casino, que él, don Víctor, hubiera sido un regular dictador. «Le faltaba un teatro, pero no carácter. Que lo dijera su mujer, que mal de su grado subía colgada de su brazo, hermosísima, casi contenta, pese a todos los confesores del mundo. Ya no estábamos en el Paraguay: ¡A él jesuitas!».

Era lunes de Carnaval. El día anterior, el domingo se había discutido con mucho calor en el Casino si la sociedad abriría o no abriría sus salones aquel año. Era costumbre inveterada que aquel círculo aristocrático (como le llamaba el Alerta, a cuyos redactores no se convidaba   —313→   nunca, porque se empeñaban en asistir de jaquet) diese baile, pero jamás de trajes, el lunes de Carnaval.

-¿Por qué no ha de ser este año como los demás? -preguntaba Ronzal, que acababa de hacerse un frac en Madrid.

-Porque este año el Carnaval está muy desanimado por culpa de los Misioneros, por eso -respondía Foja, a quien había metido en la Junta directiva don Álvaro.

-La verdad es -dijo el presidente, Mesía- que nos exponemos a un desaire. La mayor parte de las señoritas comm'il faut están entregadas en cuerpo y alma a los jesuitas, creo que muchas traen cilicios debajo de la camisa.

-¡Qué horror! -exclamó don Víctor, que estaba presente, aunque no era de la Junta. (Pero por no separarse de Mesía.)

-Sí, señor, cilicios -corroboró Foja-. Amigo, el Magistral no puede tanto. No ha conseguido que sus hijas de confesión usen cilicios y otras invenciones diabólicas.

-Porque tampoco se lo ha propuesto -contestó Ronzal.

Don Álvaro observó que Quintanar se ponía colorado. Le había sabido mal la alusión de Foja. «Sí, aludía a su mujer al hablar del Magistral; con él iba la pulla».

-Lo cierto es -continuó el ex-alcalde- que nos exponemos a un desaire, como dice muy bien el presidente. La flor y nata de la conservaduría, que son las que animan esto, no vendrá; las conozco bien: ahora se divierten en jugar a las santas. Ahora son místicas... zurriagazo y tente tieso, ¡ja, ja, ja!

-A mí se me ocurre una cosa -dijo Mesía-. Exploremos el terreno. Hagamos que los socios que tienen relaciones con las familias distinguidas se enteren de   —314→   si las niñas vienen o no. Si ellas asisten, las demás, las de reata, vendrán de fijo, malgré todos los jesuitas y padres descalzos del mundo.

-¡Magnífico! ¡Magnífico!

-Pues nada, a trabajar, a trabajar.

Cada cual ofreció traer a quien pudiera.

Don Víctor, a quien otra pulla de Foja había picado mucho, no pudo menos de decir:

-Yo, señores... respondo de traer a mi mujer. Esa no baila pero hace bulto.

-¡Oh, gran adquisición! -dijo un socio-; si doña Ana viene, será un gran ejemplo, porque ella, hace tanto tiempo retirada... ¡oh! será un gran ejemplo.

-Efectivamente. Que se corra que viene la Regenta y se llenará esto con lo mejorcito.

-Señor Quintanar -dijo el ex-alcalde- se le declara a usted benemérito del Casino... si consigue traer a su señora la Regenta.

-Pues sí señor ¡que vendrá!... En mi casa, señor Foja, una ligera insinuación mía es un decreto sancionado...

Y don Víctor se fue a casa maldiciendo de la hora en que se le había ocurrido asistir a la Junta.

«¿Por qué habría ofrecido él lo que no había de cumplir?».

«Sin embargo, la palabra era palabra».

Tiempo hacía que Quintanar no leía a Kempis, ni pensaba ya en el infierno con horror. De su piedad pasajera sólo le quedaba la convicción de que son necesarias las buenas obras además de la fe para salvarse, y la costumbre de persignarse al levantarse, al salir de casa, al dormir, etc., etc. Había vuelto a Calderón y Lope con más entusiasmo que nunca. Se encerraba en   —315→   su despacho o en su alcoba y recitaba grandes relaciones como él decía, de las más famosas comedias, casi siempre con la espada en la mano. Así le había sorprendido su mujer, sin que él lo supiera nunca, la noche de Noche buena. Verdad es que había cenado fuerte el buen señor y se le había ocurrido celebrar a su modo el Nacimiento de Jesús.

Pero si la propia religiosidad había volado, o se había escondido en pliegues recónditos del alma, donde él no la encontraba, don Víctor respetaba la piedad ajena.

«No obstante, se decía a sí mismo, animándose al ataque, mi mujer ya no va para santa; respeto como antes su piedad, pero ya no me da miedo; ya es una devota como otras muchas, va y viene, y no se detiene; la novena, la misa, la cofradía, la visita al Santísimo... pero ya no tenemos aquellas encerronas con que a mí me asustaba, como si tuviéramos un para-rayos en casa. Ea, pues, me atrevo, se lo digo...».

Y se lo dijo. Se lo dijo cuando acababan de comer. Con gran sorpresa del enérgico marido «que no quería que su casa fuese un nuevo Paraguay» (alusión que no entendió Ana), la esposa no resistió tanto como él esperaba; se rindió pronto. Pero él lo achacó a la propia energía. «Comprende que yo no he de ceder y no se obstina».

Cuando Ana consultó con el Magistral en casa de doña Petronila, ya tenía dado su consentimiento. Pero pensaba retirarlo si el canónigo decía non possumus.

Todo se arregló, menos la conciencia de Ana que siguió intranquila. «¿Por qué había dicho que sí después de una débil resistencia? ¿A qué iba ella al baile? Por obedecer a su marido, es claro; pero ¿por qué estaba   —316→   segura de que meses antes no le hubiera obedecido y ahora sí?».

No lo sabía; no quería saberlo. No quería atormentarse más.

«El baile y ella ¿qué tenían que ver? ¿qué le importaba a ella, a la hermana de don Fermín el santo, el mártir, que bailasen o no las muchachas insulsas de Vetusta en el salón estrecho y largo del Casino? Nada, nada».

Así pensaba mientras se dejaba peinar por su doncella y con las propias manos sujetaba la cruz de diamantes sobre el fondo blanco de aquel ángulo de carne que el cuerpo subido del vestido obscuro dejaba ver.

Ronzal, de la comisión que recibía a las señoras, se apresuró, en cuanto asomaron los de Quintanar en el vestíbulo, a ofrecer a la Regenta su brazo. ¿Cuál? «el derecho, sin duda el derecho pensó». Grande fue su pena al notar que Paco Vegallana ofrecía a Olvido Páez que entraba al mismo tiempo, no el brazo derecho, sino el izquierdo. De todos modos entró en el salón triunfante con su pareja... de un minuto. Tuvo tiempo suficiente, sin embargo, para participar del triunfo de Ana. Las conversaciones se suspendieron, las miradas se clavaron en la hija de la italiana. Hubo un rumor de asombro:

-¡La Regenta!

-¡La Regenta!

-¡Quién lo diría!

-¡Pobre Magistral!

-¡Y qué hermosa!

-¡Pero qué sencilla!...

Esta exclamación fue de Obdulia.

-¡Qué sencilla, pero qué hermosa!...

-La virgen de la Silla...

-La Venus del Nilo, como dice Trabuco.

  —317→  

Esto lo dijo Joaquín Orgaz.

El círculo de la nobleza se abrió para acoger en su seno a la Hija pródiga de la Sociedad, como acertó a decir el barón de la Barcaza, que in illo tempore había estado muy enamorado de Anita, a pesar de la señora baronesa e hijas.

La marquesa de Vegallana, todavía de azul eléctrico, se levantó de su silla de raso carmesí con respaldo de nogal, y abrazó sin que pareciera mal, a su querida Anita.

-Hija, gracias a Dios, creía que era el desaire ciento uno.

La Marquesa también había puesto empeño en que Ana asistiera al baile y a la cena, «que tendría la élite en petit comité». Todos estos galicismos los había importado Mesía.

-¡Pero qué divina, Ana, pero qué divina! -le decía a la Regenta cara a cara, y con voz gangosa, la hija mayor del Barón, Rudesinda, que según don Saturnino Bermúdez, era una belleza ojival. En efecto, parecía una torrecilla gótica, aunque, por ciertas curvas del busto, sobre todo del cuello, a la Marquesa se le antojaba «un caballo de ajedrez».

Por lo demás, a ella y a sus dos hermanas, las llamaban los plebeyos «Las tres desgracias», y a su señor padre, barón de la Barcaza, el barón de la Deuda flotante, aludiendo al título y a los muchos acreedores del magnate.

Solía esta familia, digna de mejores rentas, pasar gran parte del año en Madrid, y las niñas (de veintiséis años la menor) cuando estaban en público ante los vetustenses fingían disimular su desprecio de todo lo que les rodeaba. Refugiábanse en el círculo aristocrático,   —318→   donde también entraban, por especial privilegio, Visitación y Obdulia, pariente de nobles. Las señoritas de la clase media (y cuenta que en Vetusta el gobernador civil y familia entraban en la aristocracia) se vengaban de aquel desdén mal disimulado contándoles los huesos de la pechuga a las del barón y a otras jóvenes aristócratas. Daba la casualidad de que casi todas las niñas nobles de Vetusta eran flacas.

Ana se sentó al lado de la marquesa de Vegallana, única persona que le era simpática entre todas las del corro. Entonces anunciaba la orquesta un rigodón.

Y no fue vana su amenaza; a los dos minutos aquellos violines y violas, clarinetes y flautas, a quienes acompañaba en su laboriosa gestación armónica un plano de Erard, comenzaron a llenar el aire con sus acordes, como se prometía decir en El Lábaro del día siguiente Trifón Cármenes, el cual había osado preguntar a la hija segunda del barón «si le favorecía». Mal gesto puso Fabiolita, que así se llamaba, pero una seña de su padre la obligó a favorecer a Trifón, aunque se propuso no contestarle, si él se atrevía a hablar, más que con monosílabos. El barón de la Deuda Flotante creía en el poder de la prensa periódica, pero su hija no. Enfrente de esta pareja se colocó resplandeciente Ronzal, el gallardo Trabuco, diputado de la comisión y miembro de la Junta directiva del Casino. La pechera que lucía Ronzal no podía ser más brillante. Estaba él orgulloso de aquella pechera, de aquel frac madrileño, de aquellas botas sin tacones que eran la última moda, lo más chic, como ya empezaba a decirse en Vetusta. Pero no estaba tan satisfecho de sus conocimientos y habilidad en el arte de Terpsícore (otra frase que Trifón se proponía emplear.) Tenía a su lado Trabuco, como pareja a Olvido Páez,   —319→   que no le miraba siquiera. Pero él no pensaba en esto, pensaba en que, según veía, tarde ya, le tocaba romper la marcha; su bis a bis era Trifón, y Trifón había empezado a ponerse en movimiento. Trabuco sudaba antes de haber motivo para ello. A cada momento se metía los dedos de la mano derecha entre el cuello de la camisa y lo que él llamaba mi pescuezo cuando «apostaba la cabeza» por cualquier cosa. Aquel movimiento le parecía muy elegante y sobre todo era muy socorrido. Mientras la de Páez daba a entender con su aire melancólico y aburrido que su reino no era de este mundo, y que Ronzal había hecho demasiado atreviéndose a invitarla a bailar, el diputado ponía los cinco sentidos en no equivocarse, en no pisar el vestido ni los pies a ninguna señorita y en imitar servilmente las idas y venidas y las genuflexiones de Trifón. Mal poeta era Cármenes, pero el rigodón lo conocía muy a fondo. Bien se lo envidiaba Ronzal. La de Páez y la del barón al pasar cerca una de otra se sonreían discretamente, como diciendo: -¡Vaya todo por Dios! o bien ¡qué par de cursis nos han tocado en suerte! Pero Ronzal, como si cantaran; pensaba en la pechera, en el cuello de la camisa, y en las colas de los vestidos. A su derecha tenía Trabuco a Joaquín Orgaz que hablaba sin cesar con su pareja, una americana muy rica y muy perezosa. Como el salón era estrecho y las costumbres vetustenses un poco descuidadas, las parejas, mientras no les tocaba moverse, se sentaban en la silla que tenían detrás de sí muy cerca. Ronzal, que no podía sentarse, porque no tenía dónde, pensaba que aquello era una corruptela, y era verdad. La de Páez y la del barón apenas se tenían en pie; se dejaban caer sobre su silla respectiva, como si cada figura del rigodón fuera un viaje alrededor del mundo.

  —320→  

Después del rigodón vino un wals. Ronzal se retiró a fumar un cigarro de papel. Él no bailaba wals, no había podido aprender nunca. Todas las puertas del salón estaban atestadas de socios... que no tenían frac. Un frac en Vetusta suponía cierta posición. Muchos pollos se figuraban que semejante prenda exigía la fortuna de un Montecristo.

Y como el baile era de etiqueta, la más florida juventud se quedaba a la puerta. Unos fingían desdeñar el ridículo placer de dar vueltas por allí como una peonza... para nada. Otros hacían alardes de desidia, de escepticismo, de cualquier cosa que fuera incompatible con el frac, según ellos. Y algunos, más ingenuos, confesaban la penuria de su presupuesto, maldecían de las exigencias sociales... y se reservaban para «última hora». Porque a última hora bailaban, pese a Ronzal, los de levita, los de jaquet y hasta los de cazadora. «¡No faltaba más!».

Saturnino Bermúdez, que tenía frac, y clac y todo lo necesario, llegó un poco tarde al salón. Se detuvo en una puerta... y... tembló. No podía remediarlo... La emoción de entrar en los salones en día solemne era para él semejante a la de echarse al agua. Y en efecto, cualquier observador hubiera dicho que aquel hombre creía estar en aquel umbral a la orilla del Océano. Contestaba Saturno con sonrisas muy corteses a las bromas de los envidiosos sin frac que le decían:

-¡Vamos, hombre, láncese usted... valor!

-Ya... ya... voy... no si... ya voy...

Y sujetó bien los guantes, y se arregló el lazo de la corbata, y se aseguró de que el pañuelo estaba en su sitio, y... también pasó dos dedos por la tirilla de la camisola. Por último... a la una, a las dos... (a las dos se   —321→   compuso el peinado con los dedos, sin recordar que traía la cabeza como un recluta) y después de este ademán automático, muy frecuente en los que van a arrojarse al baño de cabeza... después de esto ¡al agua! Saturno entra en el salón, saludando a diestro y siniestro, y aunque parece que su propósito es enterarse de quién está allí, en el fuero interno bien sabe él que lo que busca es un rincón de un diván o una silla, que le sirva de puerto en aquella arriesgada navegación por los mares del gran mundo. Pero poco a poco se acostumbra al agua, es decir, al salón, y ya está allí muy tranquilo, y baila y dice galanterías en unos párrafos tan largos y complicados, que nadie se los agradece.

Ana al principio tenía sueño. Eran las doce. No pensaba más que en lo que pasaba ante sus ojos. No quería reflexionar. Al entrar en el Casino se había dicho: «¿Se acercará don Álvaro a saludarme?». Y había sentido miedo y estuvo tentada a fingirse enferma para volver a casa. Pero aquella idea pasó. Álvaro no acababa de parecer por allí. La Marquesa hablaba como una cotorra. Anita contestaba con sonrisas... De pronto apareció Visitación la del Banco, que vestía un traje de organdí con flores de trapo por arriba y por abajo. El escote era exagerado.

-Chica, vienes escandalosa -le dijo la Marquesa, mientras le mordía la cara al besarla, para apagar así la risa.

Visita miró como pudo hacia donde había mirado doña Rufina, y contestó sin turbarse:

-¡Bah, no me parece! Pero no sería extraño, porque ni tiempo he tenido para mirarme al espejo... ¡Aquellos demonios de hijos! ¡Su padre que no tiene energía, que no sabe engañarlos!... no me los podía quitar de encima.   —322→   ¿Pero Ana, qué es esto? ¿tú aquí? pero feísima mía, ¿qué es esto? ¿qué bula tenemos?...

Y al decir esto estaba ya la del Banco con los brazos abiertos frente a la Regenta, y chocaban las rodillas de una dama con las de la otra.

La que estaba de pie inclinaba el cuerpo hacia atrás.

Media hora después, Visita, un poco escondida detrás del cortinaje de un balcón, refería una historia a la Regenta, que la oía atenta, vuelta hacia el rincón de su amiga.

El baile se animaba, la maledicencia y los recelos ridículos de la etiqueta fría e irracional de nobles y plebeyos codeándose, dejaban el puesto a otros vicios y pasiones. Ronzal ya no parecía a la de Páez un hombre tosco, sino un hombre; las del barón se humanizaban, las niñas de la clase media olvidaban los huesos que enseñaba la nobleza, y pensaban en la alegría ambiente, se entregaban al baile con furor invencible, como ansiando beber en aquella atmósfera perfumada, demasiado perfumada tal vez, el licor desconocido que pudiera saciar sus vagos anhelos. Las cursis, si eran bonitas ya no parecían cursis; ya no se pensaba en la reina del baile, en el mejor traje, en las joyas más ricas; la juventud buscaba a la juventud, algo de amor volaba por allí; ya había miradas de fuego, sonrisas perezosas que presentían imposibles, celos dramáticos que daban al conjunto un tono de grandeza. Las niñas más recatadas, y hasta las más parecidas a muñecas de resorte, hacían pensar en la mujer que traían debajo de aquellos vestidos vulgares y de aquella educación falsa y desabrida.

Ana, a las dos de la mañana se levantó de su silla por vez primera y consintió en dar una vuelta por el   —323→   salón, en un intermedio del baile. Visita iba a su lado callada, pensativa, satisfecha de lo que acababa de hacer. Había referido a la Regenta la historia de don Álvaro desde principios del verano pasado hasta la fecha. La del Banco echaba fuego por ojos y mejillas. Saboreaba el triunfo de su elocuencia. Ana disimulaba mal la impresión viva y profunda que le causaron las palabras de su amiga. «Don Álvaro había vencido la virtud de la ministra, había sido su amante todo el verano en Palomares... y después se había burlado de ella, no había querido seguirla a Madrid». Esta era en resumen la historia. Y el final así, lo recordaba Ana palabra por palabra:

«Cuando Álvaro me lo contó todo, había dicho Visita, le pregunté, porque ya sabes que nos tratamos con mucha confianza, pues bien, le pregunté:

«Pero, chico, ¿cómo diablos dejaste a esa mujer siendo tan hermosa, influyente... y tan lista como dices? ¿Por qué no seguirla a Madrid?

Y Álvaro me contestó muy triste, ya sabes qué cara pone cuando habla así, me contestó:

«Pche... para amoríos basta el verano. El invierno es para el amor verdadero. Además, la ministra, como tú la llamas, a pesar de todos sus encantos no consiguió lo que yo quería... hacerme olvidar... lo que no te importa. Y después de suspirar como tú sabes que él suspira, añadió Álvaro: ¿Dejar a Vetusta? Ay, no, eso no... Y chica, palabra de honor, le dio un temblorcico así como un escalofrío... Ya ves, dijo luego, queriendo sonreír, me ofrecían un distrito, un distrito de cunero, sine cura admirable (sine cura, dijo)... apetitoso bocado... pero, ¡quiá!... yo estoy atado a una cadena... y la beso en vez de morderla. Y me apretó la mano, chica,   —324→   y se fue yo creo que para que no le viera llorar».

Esto era lo más sustancial de las confidencias de Visita. Ana saludaba a diestro y siniestro, hablaba con muchos amigos, pero no pensaba más que en aquella confesión de don Álvaro. «De que era verosímil respondía el efecto que su presencia, la de Ana, había producido aquella noche en el Casino... Ahora, ahora mismo, mientras se paseaba, llegaba a sus oídos el rumor dulce, más dulce que todos los rumores, de la alabanza contenida, de la admiración estupefacta... de la galantería sincera y discreta... ¿Por qué don Álvaro no había de estar tan enamorado como la historia de Visita daba a entender?».

-Oye, tú -dijo la del Banco, volviéndose de repente a la Regenta- ¿quién será esa cadena?

-¿Qué cadena? -preguntó con voz temblorosa Anita.

-Bah, la que sujeta a Mesía, la mujer que le tiene enamorado de veras. ¡Ah, infame! quien tal hizo que tal pague... Pero ¿quién será?

-Qué... sé yo...

-¿Te atreverías tú a preguntárselo?

-Dios me libre.

-Debe de ser casada...

-¡Jesús!

-Mira, esta noche le voy a sentar junto a ti, a ver, si después de la cena se atreve a decírtelo... Pregúntaselo tú misma...

-¡Visitación! tú estás loca...

-Ja, ja, ja... ahí le tienes... ahí le tienes... Ya me contarás...

La de Olías de Cuervo soltó el brazo de Ana y desapareció entre los grupos que dificultaban el tránsito por el salón estrecho.

  —325→  

La Regenta vio enfrente de sí a don Álvaro, del brazo de Quintanar, su inseparable amigo.

El frac, la corbata, la pechera, el chaleco, el pantalón, el clac de Mesía, no se parecían a las prendas análogas de los demás. Ana vio esto sin querer, sin pensar apenas en ello, pero fue lo primero que vio. Se le figuraban ya todos los caballeros que andaban por allí, don Víctor inclusive, criados vestidos de etiqueta; todos eran camareros, el único señor Mesía. De todas maneras estaba bien don Álvaro; de frac era como mejor estaba. En todas partes parecía hermoso, dominaba a todos con su arrogante figura; allí, en el baile, debajo de aquella araña de cristal, que casi tocaba con la cabeza, era más elegante, más bizarro, más airoso que en cualquier otro sitio. El baile animado, ardiendo de voluptuosidad fuerte y disimulada, era el cuadro propio para servir de fondo a la figura que ella, la pobre Ana, había visto tantas veces en sueños.

Todo esto pasó por el cerebro de la Regenta mientras Mesía, sin ocultar la emoción que le ponía pálido, se inclinaba con gracia, y alargaba tímidamente una mano.

Antes que ella quisiera, Ana sintió sus dedos entre los del enemigo tentador... debajo de la piel fina del guante la sensación fue más suave, más corrosiva. Ana la sintió llegar como una corriente fría y vibrante a sus entrañas, más abajo del pecho. Le zumbaron los oídos, el baile se transformó de repente para ella en una fiesta nueva, desconocida, de irresistible belleza, de diabólica seducción. Temió perder el sentido... y sin saber cómo, se vio colgada de un brazo de Mesía... Y entre un torbellino de faldas de color y de ropa negra, oyendo a lo lejos la madera constipada de los violines   —326→   y los chirridos del bronce, que a ella se le antojaba música voluptuosa, pudo comprender que la arrastraban fuera del salón. Gritaba la Marquesa, reía a carcajadas Obdulia, sonaba la voz gangosa de una hija del Barón... y atrás quedaba el ruido del wals que comenzaba.

«¿A dónde la llevaban?». A cenar.

-A cenar, hija mía -le dijo al oído Quintanar-. ¡Y por Dios, Anita, que no se te ocurra negarte... sería un desaire!...

La Marquesa de Vegallana y su tertulia, más la del barón de la Barcaza y Pepe Ronzal cenaron en el gabinete de lectura. Todo fue cosa de Trabuco. Convídesele, había dicho Mesía y la vanidad satisfecha le inspirará maravillas. En efecto Ronzal, abusando de su cargo en la Junta directiva, acaparó lo mejor del restaurant, tomó por asalto el gabinete de lectura, quitó periódicos de la mesa y puso manteles, cerró con llave la puerta, hizo que entrara el servicio por una de escape que estaba cerca del armario de libros, y allí pudo cenar la flor y nata de la nobleza vetustense con sus paniaguados y amigos de confianza. Obdulia se encargó desde el primer momento de premiar el celo y la actividad de Trabuco, que estaba loco de contento. Todas31 las damas le felicitaron por su energía para cerrar aquello con llave y por el buen gusto de la mesa. Los ojos montaraces le echaban chispas, pero no se movían. Obdulia le sentó a su lado. ¡Feliz Ronzal aquella noche!

Ana se encontró sentada entre la Marquesa y don Álvaro. Enfrente don Víctor, un poco alegre, fingía enamorar a Visitación y recitaba versos de sus poetas adorados y repetía hasta parecer un martillo:

  —327→  

   ¿Qué delito cometí
para odiarme, ingrata fiera?
quiera Dios... pero no quiera
que te quiero más que a mí.



-Por Dios y por las once mil... cállese usted, Quintanar -decía la Marquesa.

Pero el otro continuaba, siempre declamando para su Visitación:


   En fin, señora, me veo
sin mí, sin Dios y sin vos,
sin vos porque no os poseo...



Y Visitación le tapaba la boca con las manos.

-¡Escandaloso, escandaloso! gritaba.

Las de la Deuda Flotante sonreían y se miraban como diciéndose: -¡Buena sociedad la de la Marquesa!

El Marqués le decía en tanto al barón:

-¡Como estamos en confianza!...

-¡Oh, perfectamente, perfectamente!

Y buscaba el de la Barcaza una silla junto a una jamona aristócrata que estaba sola.

Paco tenía otra vez en Vetusta a su prima Edelmira y «le hacía el amor por todo lo alto», aunque a su madre no le gustaba, porque era feo engañar a una prima.

Joaquín Orgaz había prometido cantar por lo flamenco a los postres.

La cena era breve pero buena, platos fuertes, buen Burdeos, buena champaña; en fin, como decía el Marqués, primero mar y pimienta, después fantasía y alcohol.

Todos, las baronesas inclusive, se reían de los plebeyos que allá fuera seguían bailando y tenían que contentarse   —328→   con los helados que se servían sobre las mesas de billar.

De vez en cuando daban golpes en la puerta por fuera.

-¿Quién está ahí? -gritaba Ronzal con su alabada energía.

-Mi abrigo... café con leche... tengo ahí dentro mi abrigo...

-Ja, ja, ja... -contestaban los de dentro.

-¡Está esto que arde! -le decía Joaquín Orgaz a una niña del barón, que sonreía y miraba al techo.

«Sí ardía aquello, pero sin faltar a las reglas del buen tono vetustense», decía el Marqués al Barón, que estaba ya como un tomate y cada vez más cerca de la jamona.

La Marquesa tenía sueño, pero así y todo le gustaba la broma.

-Así debiera ser siempre -le decía a Saturnino que estaba decidido a emborracharse para no desentonar.

-Este poblachón se va poniendo lo más soso. ¿Verdad, pollo?

-So... sí... si... mo... -Saturno bebió una copa de champaña acto continuo. Lo de pollo le había halagado.

A la Marquesa se le ocurrió el disparate, tal vez sugerido por las nieblas del sueño, de mirar muy fijamente a Bermúdez, y ponerle unos ojos que ella sabía que in illo tempore mareaban a cualquiera.

-¿Por qué no se casa usted? -preguntó doña Rufina seria y melancólica, al parecer.

Bermúdez sostuvo la mirada de la ilustre dama y olvidó por un momento los cincuenta años de la Marquesa. Suspiró... y en seguida se le subió la champaña a las narices, tosió, se puso casi negro, medio asfixiado y   —329→   la Marquesa tuvo que darle palmadas en la espalda.

Cuando Saturnino volvió en sí, la de Vegallana tenía los ojos cerrados y sólo los abría de tarde en tarde para mirar a la Regenta y a Mesía.

¡El idilio senil con que soñó un instante Bermúdez se había deshecho... y eso que él ya se había acordado de Ninon de Lenclós para justificar a los ojos del mundo unas relaciones con doña Rufina!

En tanto don Álvaro le estaba refiriendo a Ana la misma historia que ella había oído ya a Visita, aunque en forma muy distinta.

No había podido la Regenta resistir a la tentación de preguntarle si se había divertido mucho aquel verano...

Mesía vio el cielo abierto en aquella pregunta.

Supo hacerse el interesante, lo cual poco trabajo le costaba tratándose de Ana, que cada día iba descubriendo en él, aun sin verle, más encantos diabólicos.

El ruido, las luces, la algazara, la comida excitante, el vino, el café... el ambiente, todo contribuía a embotar la voluntad, a despertar la pereza y los instintos de voluptuosidad... Ana se creía próxima a una asfixia moral... Encontraba a su pesar una delicia intensa en todos aquellos vulgares placeres, en aquella seducción de una cena en un baile, que para los demás era ya goce gastado... Sentía ella más que todos juntos los efectos de aquella atmósfera envenenada de lascivia romántica y señoril, y ella era la que tenía allí que luchar contra la tentación. Había en todos sus sentidos la irritabilidad y la delicadeza de la piel nueva para el tacto. Todo le llegaba a las entrañas, todo era nuevo para ella. En el bouquet del vino, en el sabor del queso Gruyer, y en las chispas de la champaña, en el reflejo de unos ojos, hasta en el contraste del pelo negro de Ronzal y su frente pálida   —330→   y morena... en todo encontraba Anita aquella noche belleza, misterioso atractivo, un valor íntimo, una expresión amorosa...

-¡Qué colorada está Anita! -le decía Paco a Visitación por lo bajo.

-Claro, de un lado la pone así la proximidad de Álvaro.

-¿Y del otro?

-Del otro la ponen así... las majaderías de su esposo que me está dando jaqueca.

En efecto, estaba inaguantable don Víctor con sus versos, por buenos que fueran.

Álvaro, en cuanto vio a la Regenta en el salón, sintió lo que él llamaba la corazonada. Aquella cara, aquella palidez repentina le dieron a entender que la noche era suya, que había llegado el momento de arriesgar algo.

Nunca había desistido de conquistar aquella plaza.

¡No faltaba más! Pero comprendiendo que mientras reinase en el corazón de Ana lo que él llamaba el misticismo erótico (era tan grosero como todo esto al pensar) no podría adelantar un paso, se había retirado, había levantado el campo hasta mejor ocasión. Además, esperaba que la ausencia, la indiferencia fingida y la historia de sus amores con la ministra le prepararían el terreno.

«Por supuesto, concluía, siempre y cuando que la fortaleza no se haya rendido al caudillo de la iglesia. Si el Magistral es aquí el amo... entonces no tengo que esperar nada... y además, ya no vale tanto la victoria».

«Sin buscar él la ocasión, se la ofrecía aquella noche: le habían puesto a la Regenta a su lado... la corazonada le decía que adelante... pues adelante. Lo primero que   —331→   quería averiguar era lo del otro, si el Magistral mandaba allí».

En su narración tuvo que alterar la verdad histórica, porque a la Regenta no se le podía hablar francamente de amores con una mujer casada («tan atrasada estaba aquella señora»), pero vino a dar a entender, como pudo, que él había despreciado la pasión de una mujer codiciada por muchos... porque... porque... para el hijo de su madre los amoríos ya no eran ni siquiera un pasatiempo, desde que el amor le había caído encima del alma como un castigo.

El rostro de la dama al decir Mesía aquello y otras cosas por el estilo, todas de novela perfumada, le dejó ver al gallo vetustense que el Magistral no era dueño del corazón de Anita. Pero como en la anatomía humana nos encontramos con muchos más órganos que el corazón, Mesía no se dio por satisfecho porque pensó: «Suponiendo que Ana esté enamorada de mí, necesito todavía saber si la carne flaca no me ha buscado un sucedáneo».

No, don Álvaro no se hacía ilusiones. A esta modestia material y grosera le obligaba su filosofía, que cada vez le parecía más firme.

Ana sintió que un pie de don Álvaro rozaba el suyo y a veces lo apretaba. No recordaba en qué momento había empezado aquel contacto; mas cuando puso en él la atención sintió un miedo parecido al del ataque nervioso más violento, pero mezclado con un placer material tan intenso, que no lo recordaba igual en su vida. El miedo, el terror era como el de aquella noche en que vio a Mesía pasar por la calle de la Traslacerca, junto a la verja del parque; pero el placer era nuevo, nuevo en absoluto y tan fuerte, que le ataba como con cadenas   —332→   de hierro a lo que ella ya estaba juzgando crimen, caída, perdición.

Don Álvaro habló de amor disimuladamente, con una melancolía bonachona, familiar, con una pasión dulce, suave, insinuante... Recordó mil incidentes sin importancia ostensible que Ana recordaba también. Ella no hablaba pero oía. Los pies también seguían su diálogo; diálogo poético sin duda, a pesar de la piel de becerro, porque la intensidad de la sensación engrandecía la humildad prosaica del contacto.

Cuando Ana tuvo fuerza para separar todo su cuerpo de aquel placer del roce ligero con don Álvaro, otro peligro mayor se presentó en seguida: se oía a lo lejos la música del salón.

-¡A bailar, a bailar! -gritaron Paco, Edelmira, Obdulia y Ronzal.

Para Trabuco era el paraíso aquel baile que él llamó clandestino, allí, entre los mejores, lejos del vulgo de la clase media...

Se entreabrió la puerta para oír mejor la música, se separó la mesa hacia un rincón, y apretándose unas a otras las parejas, sin poder moverse del sitio que tomaban, se empezó aquel baile improvisado.

Don Víctor gritó:

-Ana ¡a bailar! Álvaro, cójala usted...

No, quería abdicar su dictadura el buen Quintanar; don Álvaro ofreció el brazo a la Regenta que buscó valor para negarse y no lo encontró.

Ana había olvidado casi la polka; Mesía la llevaba como en el aire, como en un rapto; sintió que aquel cuerpo macizo, ardiente, de curvas dulces, temblaba en sus brazos.

Ana callaba, no veía, no oía, no hacía más que sentir   —333→   un placer que parecía fuego; aquel gozo intenso, irresistible, la espantaba; se dejaba llevar como cuerpo muerto, como en una catástrofe; se le figuraba que dentro de ella se había roto algo, la virtud, la fe, la vergüenza; estaba perdida, pensaba vagamente...

El presidente del Casino en tanto, acariciando con el deseo aquel tesoro de belleza material que tenía en los brazos, pensaba... «¡Es mía! ¡ese Magistral debe de ser un cobarde! Es mía... Este es el primer abrazo de que ha gozado esta pobre mujer». ¡Ay sí, era un abrazo disimulado, hipócrita, diplomático, pero un abrazo para Anita!

-¡Qué sosos van Álvaro y Ana! -decía Obdulia a Ronzal, su pareja.

En aquel instante Mesía notó que la cabeza de Ana caía sobre la limpia y tersa pechera que envidiaba Trabuco. Se detuvo el buen mozo, miró a la Regenta inclinando el rostro y vio que estaba desmayada. Tenía dos lágrimas en las mejillas pálidas, otras dos habían caído sobre la tela almidonada de la pechera. Alarma general. Se suspende el baile clandestino, don Víctor se aturde, ruega a su esposa que vuelva en sí... se busca agua, esencias... llega Somoza, pulsa a la dama, pide... un coche. Y se acuerda que Visita y Quintanar lleven a aquella señora a su casa, bien tapada, en la berlina de la Marquesa. Y así fue. En cuanto Ana volvió en sí, pidiendo mil perdones por haber turbado la fiesta, don Víctor, de muy mal humor, ya sin miedo, la llenó el cuerpo de pieles, la embozó, se despidió de la amable compañía y con la del Banco se llevó a la Regenta a la cama.

«¡El humo! ¡el calor, la falta de costumbre, la polka después de cenar, las luces!... Cualquier cosa, en fin,   —334→   aquello no valía nada. Podía continuar la fiesta». Y continuó. Los del salón se habían enterado: «A la Regenta le había dado el ataque». «La habían hecho bailar a la fuerza». Pero pronto se olvidó el incidente, para comentar la conducta de aquellas señoras y caballeros que se encerraban en el gabinete de lectura a cenar y bailar como si el Casino no fuese de todos...

A las seis de la madrugada, al despedirse Paco de Mesía con un apretón de manos, a la puerta del Casino, el Marquesito exclamó:

-¡Bravo! ¡Al fin! ¿Eh?

Mesía tardó en contestar; se abrochó su gabán entallado de color de ceniza, hasta el cuello; se apretó a la garganta un pañuelo de seda blanco, y al cabo dijo:

-Ps... Veremos.

Llegó a su casa, la fonda; llamó al sereno que tardó en venir; pero en vez de reñirle como solía, le dio dos palmadas en el hombro y una propina en plata.

-¡Qué contento viene el señorito!... ¿Del baile, eh?

-Señor Roque, del baile...

Y al acostarse, al dejar en una percha una prenda de abrigo interior, de franela, murmuró a media voz don Álvaro, como hablando con el lecho, a cuyo embozo echaba mano:

-¡Lástima que la campaña me coja un poco viejo!...



  —335→  

ArribaAbajo- XXV -

Al día siguiente Glocester delante del Magistral, sin compasión, refería en la catedral todo lo que había sucedido en el baile. «La aristocracia se había encerrado en un gabinete, en el gabinete de lectura, para cenar y bailar, y doña Ana Ozores, la mismísima Regenta que viste y calza, se había desmayado en brazos del señor don Álvaro Mesía».

El Magistral, que no había dormido aquella noche, que esperaba noticias de Ana con fiebre de impaciencia, dio media vuelta como un recluta; era la primera vez que el puñal de Glocester, aquella lengua, le llegaba al corazón. Pálido, temblorosa la barba hasta que la sujetó mordiendo el labio inferior, don Fermín miró a su enemigo con asombro y con una expresión de dolor que llenó de alegría el alma torcida del Arcediano. Aquella mirada quería decir «venciste, ahora sí, ahora me ha llegado a las entrañas el veneno». De Pas estaba pensando que los miserables, por viles, débiles y necios que parezcan, tienen en su maldad una grandeza formidable. «¡Aquel sapo, aquel pedazo de sotana podrida, sabía   —336→   dar aquellas puñaladas!». Después don Fermín se acordó de su madre; su madre no le había hecho nunca traición, su madre era suya, era la misma carne; Ana, la otra, una desconocida, un cuerpo extraño que se le había atravesado en el corazón...

Sin disimular apenas, disimulando muy mal su dolor que era el más hondo, el más frío y sin consuelo que recordaba en su vida, salió De Pas de la sacristía, y anduvo por las naves de la catedral vacilante, sin saber encontrar la puerta. Ignoraba a dónde quería ir, le faltaba en absoluto la voluntad... y al notar que algunos fieles le observaban, se dejó caer de rodillas delante del altar de una capilla. Allí estuvo meditando lo que haría. ¿Ir a casa de la Regenta? Absurdo. Sobre todo tan temprano. Pero su soledad le horrorizaba... tenía miedo del aire libre, quería un refugio, todo era enemigo. «Su madre, su madre del alma». Salió del templo, corrió, entró en su casa. Doña Paula barría el comedor; un pañuelo de percal negro le ceñía la cabeza sobre la plata del pelo espeso y duro, como un turbante.

-¿Vienes del coro?

-Sí, señora.

Doña Paula siguió barriendo.

Don Fermín daba vueltas alrededor de la mesa, alrededor de su madre. «Allí estaba el consuelo único posible, allí el regazo en que llorar... allí la única compasión verdadera, allí el único contagio posible de la pena; aquel veneno que a él le mataba sólo sería veneno, saliendo de él para su madre. El deseo de partir el dolor le apretaba la garganta con angustias de muerte... Y no podía, no podía hablar... Era una crueldad de su madre no adivinar los tormentos del hijo. Doña Paula le miraba como los demás, como la gente con que había tropezado   —337→   en la calle, sin conocer que moría desesperado. ¡Y no podía él hablar!».

-¿Qué tienes, hombre? ¿qué haces aquí? te estoy llenando de polvo la ropa nueva...

Don Fermín salió del comedor. Entró en el despacho. Teresina hacía la cama del señorito. No le oyó entrar porque cantaba y la hoja del jergón sacudida le llenaba de estrépito los oídos. El señorito como huyendo, salió del despacho también. Salió de casa. Llegó a la de doña Petronila Rianzares. «La señora estaba en misa». Esperó paseando por la sala, con las manos a la espalda unas veces, otras cruzadas sobre el vientre. El gato pulcro y rollizo entró y saludó a su amigo con un conato de quejido. Y se le enredó en los pies, haciendo eses con el cuerpo. «Parecía que el gato sabía ya algo de aquella traición». El sofá donde solía sentarse Ana llamó al Magistral con la voz de los recuerdos. En un extremo del asiento había un muelle algo flojo, la tela estaba arrugada; allí se sentaba ella. De Pas se sentó en la butaca al lado de aquella tela floja. Cerró los ojos, y una pereza de vivir que parecía sueño o sopor le embargó el ánimo. Quería detener el tiempo. Ya deseaba que tardase en volver doña Petronila: le asustaba la actividad, tenía miedo de cualquier resolución; todo sería peor. La muerte ya estaba en el alma. Los recuerdos lejanos bullían en el cerebro, como preparándose a bailar la danza macabra del delirio de la agonía. Sintió el olor de una rosa muy grande que Ana oprimía contra los labios de su buen amigo, de su hermano mayor; la música de las palabras se mezclaba con el aroma de la flor en mística composición... «Ay, sí, amor, y buen amor era todo aquello... Era un enamorado; el amor no era todo lascivia, era también aquella pena del desengaño,   —338→   aquella soledad repentina, aquel dolor dulce y amargo, todo junto, capaz de redimir la culpa más grave. Deber... sacerdocio... votos... castidad... todo esto le sonaba ahora a hueco: parecían palabras de una comedia. Le habían engañado, le habían pisoteado el alma, esto era lo cierto, lo positivo, esto no lo habían inventado Obispos viejos: el mundo, el mundo era el que le daba aquella enseñanza. Ana era suya, ésta era la ley suprema de justicia. Ella, ella misma lo había jurado; no se sabía para qué era suya, pero lo era...». El Magistral se puso en pie de repente: el tiempo volaba, lo acababa de sentir él como un bofetón; podían estar conspirando los otros con el tiempo y contra él; tal vez estaban juntos ya a aquellas horas... «¡Infame, infame! y le había ido a enseñar la cruz de diamantes a la capilla... para que viese el traje en que le iba a deshonrar... sí a deshonrar... él era allí el dueño, el esposo, el esposo espiritual... don Víctor no era más que un idiota incapaz de mirar por el honor propio, ni por el ajeno... ¡aquello era la mujer!».

Salió al pasillo y gritó:

-¿Vino doña Petronila?

-Ahora llama, contestaron.

Entró la de Rianzares. Don Fermín le cortó el saludo en la boca.

-Ahora mismo hay que llamarla -dijo.

-¿A quién... a Ana?

-Sí, ahora mismo.

Don Fermín volvió a sus paseos. No quería conversación. La de Rianzares, sierva de aquel hombre, calló y entró en el gabinete.

Pasó media hora. Sonó la campanilla de la puerta. Ana vio al gran Constantino que abría.

  —339→  

-¿Qué pasa?

-Don Fermín... ahí en la sala...

-¡Ah!... me alegro.

Entró la Regenta y doña Petronila se fue hacia la cocina, al otro extremo de la casa. «Si llaman, que no estoy», dijo a la criada. Y pasó al oratorio que tenía cerca de su alcoba.

De Pas vio a la Regenta más hermosa que nunca: en los ojos traía fuego misterioso, en las mejillas el color del entusiasmo, de las conferencias íntimas, espirituales; una aureola de una gloria desconocida para él parecía rodear a aquella mujer que encerraba en el breve espacio de un contorno adorado todo lo que valía algo en la vida, el mundo entero, infinito, de la pasión única.

-¿Qué es esto? -dijo, ronco de repente, don Fermín, plantado, como con raíces, en medio de la sala.

-Lo que yo quería, que nos viéramos en seguida. Yo estoy loca, esta noche creí que me moría... ayer... hoy... no sé cuándo... Estoy loca...

Se ahogaba al hablar.

De Pas sintió una lástima que le pareció vergonzosa.

-Ya lo sé todo; no necesito historias...

-¿Qué es todo?

-Lo de ayer... lo de hoy... El baile, la cena; ¿qué es esto, Ana, qué es esto?...

-¡Qué baile! ¡qué cena! no es eso... Me emborracharon... qué sé yo... pero no es eso... Es que tengo miedo... aquí, Fermín, aquí, en la cabeza... ¡Tener lástima de mí! ¡Que tenga alguno lástima de mí! Yo no tengo madre... Yo estoy sola...

«Era verdad, no tenía madre como él, estaba más sola que él». Entonces el amor de don Fermín sintió la   —340→   lástima inefable que sólo el amor puede sentir; se acercó a la Regenta, le tomó las manos.

-A ver, a ver, ¿qué ha sido? a mí me han dicho... pero qué ha sido... a ver... -decía la voz trémula y congojosa del Magistral.

Ana, entre sollozos, refirió lo que podía referir de sus angustias, de sus miedos, de sus tormentos, de aquellas horas de fiebre. «Después que se vio en su lecho, mil espantosas imágenes la asaltaron entre los recuerdos confusos del baile... Creyó que volvía a caer de repente en aquellos pozos negros del delirio en que se sentía sumergida en las noches lúgubres de su enfermedad... Después la idea del mal que había hecho la había horrorizado...». Y Ana se interrumpía al ver al Magistral quedarse lívido, y como rectificando añadía, «el mal... es decir... el no haber sido bastante buena...». La enfermedad había sido una lección, una lección olvidada, y aquella mañana, al sentir en el lecho la misma flaqueza, aquel desgajarse de las entrañas, que parecían pulverizarse allá dentro, aquel desvanecerse la vida en el delirio... la conciencia había visto, como a la luz de un fogonazo, horrores de vergüenza, de castigo, el espejo de la propia miseria, el reflejo del cieno triste que se lleva en el alma... y después... la locura, sin duda la locura... un dudar de todo espantoso, repentino, obstinado, doloroso. Dios, el mismo Dios ya no era para ella más que una idea fija, una manía, algo que se movía en su cerebro royéndolo, como un sonido de tic-tac, como el del insecto que late en las paredes y se llama el reloj de la muerte.

-Oh sí, estuve loca -seguía Anita espantada todavía- estuve loca una hora... ¿qué hora? un siglo... Ya no pedía más que salud, reposo... la conciencia clara   —341→   de mí misma... Pero, ¡ay, no! Dios, mi Dios querido... yo... todo, todos desaparecíamos. ¡Todo era polvo allá dentro!

Y los ojos de Ana fijos en el espanto, veían sobre la alfombra una imagen confusa del recuerdo formidable...

De Pas callaba. También él tuvo un momento la sensación fría del terror. La locura pasó por su imaginación como un mareo.

«¡Si se le volviera loca!». Una ola de púrpura inundó el rostro del clérigo. Primero había visto desvanecerse dentro de aquella cabeza de gracia musical lo que él amaba debajo de aquella hermosura, el alma de la Regenta, su pensamiento; después pensó en aquella hermosura exterior incólume, en la esperanza de saciar su amor sin miedo de testigos, solo, solo él con un cuerpo adorado...

-¡Salvarme, quiero salvarme! -gritó Ana de repente volviendo a la realidad-... quiero volver a nuestro verano, al verano dulce, tranquilo... sí, tranquilo al cabo; a nuestro hablar sin fin de Dios, del cielo, del alma enamorada de las ideas de arriba... sí, quiero que mi hermano me salve, que Teresa me ilumine, que el espejo de su vida no se obscurezca a mis ojos, que Dios me acaricie el alma... Fermín, esto es confesar... aquí... no importa el lugar; donde quiera... sí, confesar...

-Eso quiero yo, Ana; saber... saberlo todo. Yo también padezco, yo también creí morirme, aquí mismo... sentado ahí... donde otras veces hablábamos del cielo... y de nosotros. Ana, yo soy de carne y hueso también; yo también necesito un alma hermana, pero fiel, no traidora... Sí, creí que moría...

-¿Por mí, por culpa mía, verdad? ¿Morir por ser yo traidora, si mentía, si me manchaba?...

  —342→  

-Sí, sí... hay que decirlo todo... pronto...

-No, no.

-Sí... sí...

-No... si no digo eso... si lo diré todo... pero ¿qué es todo? Nada... Si... yo no fuí... si me llevaron a la fuerza... no, eso no. No sé cómo; no sé por qué cedí. Y allí... hay una mujer muy mala...

-No, no acusemos a los demás... Los hechos, quiero los hechos. Yo los diré; los sé yo.

-¿Pero qué?

-Ese hombre, Mesía; Ana... ¿qué pasó con ese hombre?...

Ana recogió sus fuerzas, atendió a la realidad, a lo que le preguntaban, con intensidad, luchando con el confesor, batiéndose por su interés que era ocultar lo más hondo de su pensamiento. «Al fin aquello no era el confesonario; además, era caridad mentir, callar a lo menos lo peor».

-Yo no le amo -fue lo primero que pudo decir después que consiguió dominarse. Ya no pensaba en su locura, pensaba en defender su secreto.

-Pero anoche... hoy... no sé a qué hora... ¿qué hubo?

-Bailé con él... Fue Quintanar... lo mandó Quintanar...

-¡Disculpas no, Ana! eso no es confesar.

Ana miró en torno... Aquello no era la capilla, a Dios gracias. Este sofisma de hipócrita era en ella candoroso. Estaba segura de que un deber superior la mandaba mentir. «¿Decirle al Magistral que ella estaba enamorada de Mesía? ¡Primero a su marido!».

-Bailé con él porque quiso mi marido... Me hicieron beber... me sentí mal... estaba mareada... me desmayé... y me llevaron a casa.

  —343→  

-¿El desmayo fue... en los brazos de ese hombre?

-¡En brazos!... ¡Fermín!

-Bien, bien... Así... lo oí yo... ¡Oigámoslo todos! Quiere decirse... bailando con él...

-Yo no recuerdo... tal vez...

-¡Infame!...

-¡Fermín... por Dios, Fermín!

Ana dio un paso atrás.

-Silencio... no hay que gritar... no hay que hacer aspavientos... yo no como a nadie... ¿a qué ese miedo?... ¿Doy yo espanto, verdad?... ¿Por qué? yo... ¿qué puedo? yo ¿quién soy? yo... ¿qué mando? Mi poder es espiritual... Y usted esta noche no creía en Dios...

-¡En mi Dios! Fermín, caridad...

-Sí, usted lo ha dicho... Y ese es el camino. Yo sin Dios... no soy nada... Sin Dios puede usted ir a donde quiera, Ana... esto se acabó... Estoy en ridículo, Vetusta entera se ríe de mí a carcajadas... Mesía me desprecia, me escupirá en cuanto me vea... El padre espiritual... es un pobre diablo. ¡Oh, pero por quien soy... Miserable... Me insulta porque estoy preso!...

El Magistral se sacudió dentro de la sotana, como entre cadenas, y descargó un puñetazo de Hércules sobre el testero del sofá.

Después procuró recobrar la razón, se pasó las manos por la frente; requirió el manteo; buscó el sombrero de teja, se obstinó en callar, buscó a tientas la puerta y salió sin volver la cabeza.

Creyó que Ana le seguiría, le llamaría, lloraría... Pero pronto se sintió abandonado. Llegó al portal. Se detuvo, escuchó... Nada, no le llamaban. Desde la calle miró a los balcones. Ninguno se abría. «No le seguían ni con los ojos. Aquella mujer se quedaba allí. Todo era verdad.   —344→   Le engañaba; era una mujer. ¡Pero cuál! ¡la suya! ¡la de su alma! ¡Sí, sí, de su alma! Para eso la había querido. Pero las mujeres no entendían esto... La más pura quería otra cosa». Y pasaban por su memoria mil horrores. La carnaza amontonada de muchos años de confesonario. La conciencia le recordó a Teresina. A Teresina pálida y sonriente que decía, dentro del cerebro: «¿Y tú...?». «Él era hombre»; se contestaba. Y apretaba el paso. «Yo la quería para mi alma...». «Y su cuerpo también querías, decía la Teresina del cerebro, el cuerpo también... acuérdate». «Sí, sí... pero... esperaba... esperaría hasta morir... antes que perderla. Porque la quería entera... Es mi mujer... la mujer de mis entrañas... ¡Y quedaba allá atrás, ya lejos, perdida para siempre!...».

Ana, inmóvil, había visto salir al Magistral sin valor para detenerle, sin fuerzas para llamarle. Una idea con todas sus palabras había sonado dentro de ella, cerca de los oídos. «¡Aquel señor canónigo estaba enamorado de ella!». «Sí, enamorado como un hombre, no con el amor místico, ideal, seráfico que ella se había figurado. Tenía celos, moría de celos... El Magistral no era el hermano mayor del alma, era un hombre que debajo de la sotana ocultaba pasiones, amor, celos, ira... ¡La amaba un canónigo!». Ana se estremeció como al contacto de un cuerpo viscoso y frío. Aquel sarcasmo de amor la hizo sonreír a ella misma con amargura que llegó hasta la boca desde las entrañas. -Su padre, don Carlos el libre pensador, se le apareció de repente, en mangas de camisa, disputando junto a una mesa, allá en Loreto, con un cura y varios amigotes ateos, o progresistas. Recordaba Ana, como si acabara de oírlas, frases de su padre y de aquellos señores: «el clero corrompía las conciencias,   —345→   el clérigo era como los demás, el celibato eclesiástico era una careta». Todo esto que había oído sin entenderlo volvía a su memoria con sentido claro, preciso, y como otras tantas lecciones de la experiencia... ¡Querían corromperla! Aquella casa... aquel silencio... aquella doña Petronila... Ana sintió asco, vergüenza y corrió a buscar la puerta. Salió sin despedirse. Llegó a su casa. Don Víctor atronaba el mundo a martillazos. Construía un puente modelo que pensaba presentar en la exposición de San Mateo. Ya no forraba el martillo con bayeta, no, el hierro chocaba contra el hierro, el estrépito era horrísono. -«Allí era él el amo, prueba de ello que su mujer había ido al baile: se había acabado el Paraguay, no más misticismo; una prudente piedad heredada de nuestros mayores y basta y sobra. Por lo demás, actividad, industria y arte... mucha comedia, mucha caza, y mucho martillazo. ¡Zas, zas, zas, pum! ¡Viva la vida!». Así pensaba don Víctor, ceñida al cuerpo la bata escocesa, y clava que te clavarás, en su nuevo taller, en un cuartucho del piso bajo, con puerta al patio. El sol llegaba a los pies de Quintanar arrancando chispas de los abalorios y cinta dorada de las babuchas semi-turcas. El carpintero silbaba, el tordo, el mejor tordo de la provincia, que Quintanar llevaba de habitación en habitación, silbaba también colgada de un alambre su jaula. Ana contempló en silencio a su marido. -«¡Era su padre! ¡Le quería como a su padre! Hasta se parecía un poco a don Carlos. Aquel sol de Febrero, promesa de primavera; aquel ambiente fresco que convidaba a la actividad, al movimiento; aquellos martillazos, aquellos silbidos, aquellas nubecillas ligeras que cruzaban el cuadrado azul a que servía de marco el alero del tejado... todo aquello edificaba». «¡Aquella era su casa, allí era   —346→   ella la reina, aquella paz era suya!». Al dejar el martillo para coger la sierra don Víctor vio a su mujer.

Se sonrieron en silencio. «El sol rejuvenecía a Quintanar. Además era un gran carpintero. Sus inventos podían ser más o menos fantásticos, su mecánica idealista, pero hacía de una tabla lo que quería. ¡Y qué limpieza!».

Ana alabó el arte de su marido.

Él se animó: se puso colorado de satisfacción y le prometió un costurero para la semana siguiente. «Todo, todo, obra de mis manos».

La Regenta olvidó un momento el desencanto de aquella mañana. Cuando volvió a su memoria se encontró con que no era don Fermín un malvado, sino un desgraciado, pero de todas suertes le parecía absurdo enamorarse siendo canónigo. En todas las combinaciones del amor romántico había dado la imaginación de Ana muchas veces, menos en aquélla. «Se concebía el amor sacrílego de un sacerdote de ópera, ¡pero el de un prebendado con alzacuello morado!». Además la honradez protestaba también con su repugnancia instintiva. «Pero De Pas era digno de compasión. Doña Petronila era la que no tenía perdón. Oh, si alguna vez volvía ella a hablar con el Magistral, como era probable, porque al fin debían mediar explicaciones, no sería ciertamente en casa de aquella vieja. ¿Qué se había propuesto aquella señora? ¿Qué estaría pensando de ella, de Ana?».

Cuando volvió de la calle don Víctor muy contento, cantando trozos de zarzuela, propuso a su mujer, de repente, acceder a la súplica de la Marquesa que los había convidado a tomar café, después de almorzar, para ir juntos a paseo... a ver las máscaras.

-¡Quintanar, por Dios! Basta de broma... basta de   —347→   carnaval... No quiero más fiestas... Estoy cansada... Ayer me hizo daño el baile... no quiero más... no quiero más... ¿No te obedecí ayer...? Basta por Dios, basta.

-Bueno, hija, bueno... no insisto.

Y calló don Víctor, perdiendo parte de su alegría. No se atrevió a hacer uso de aquella energía que Dios le había dado. «No había para qué estirar demasiado la cuerda».

Pero él, por supuesto, fue a tomar café y a paseo.

Ana se quedó sola. Desde el balcón abierto de su tocador se oía la música lejana del Paseo Grande donde se celebraba el carnaval. Aquella música confusa, que parecía ráfagas intermitentes, le llenó el alma de tristeza. Pensó en Mesía, el tentador, y pensó en el Magistral enamorado, celoso... indefenso. Ahora la compasión era infinita... Al fin había sido quien había abierto su alma a la luz de la religión, de la virtud... Ana pensó en la fe quebrantada, agrietada, como si la hubiese sacudido un terremoto. El Magistral y la fe iban demasiado unidos en su espíritu para que el desengaño no lastimara las creencias. Además, ella siempre había amado más que creído. Don Fermín había procurado asegurar en ella el temor de Dios y de la Iglesia, la espiritualidad vaga y soñadora... Pero de los dogmas había hablado poco. Ana estaba sintiendo que la fantasía había tenido en su piedad más influencia de la que conviniera para la solidez de aquel edificio. Ya estaban lejos los días del misticismo supuesto, de la contemplación... Entonces estaba enferma, la lectura de Santa Teresa, la debilidad, la tristeza, le habían encendido el alma con visiones de pura idealidad... Pero con la salud había vencido la piedad activa, irreflexiva; el Magistral había eclipsado a la santa, se había hablado   —348→   más de aquella dulce hermandad en la virtud que de Dios mismo... Ahora comprendía muchas cosas. Don Fermín la quería para sí...

«Todo aquello era una preparación. ¿Para qué?».

«Oh, Mesía era más noble, luchaba sin visera, mostrando el pecho, anunciando el golpe... No había abusado de su amistad con don Víctor, no había insistido. ¡Pero los dos la amaban!». La tristeza de Ana encontraba en este pensamiento un consuelo dulce sino intenso. «Ella no podría ser de ninguno; del Magistral no podía ni quería... Le debía eterna gratitud... pero otra cosa... sería un absurdo repugnante. Daba asco. Bueno estaría empezar a querer en el mundo cerca de los treinta años... ¡y a un clérigo!... La vergüenza y algo de cólera encendían el rostro de Ana. ¡Pero ese hombre esperaría que yo... en mi vida!...».

Como aquella tarde pasó muchos días la Regenta. Las mismas ideas cruzaban, combinadas de mil maneras, por su cerebro excitado.

Cuando sentía la presencia de Mesía en el deseo, huía de ella avergonzada, avergonzada también de que no fuera un remordimiento punzante el recuerdo del baile, sobre todo el del contacto de don Álvaro. «Pero no lo era, no. Veíalo como un sueño; no se creía responsable, claramente responsable de lo que había sucedido aquella noche. La habían emborrachado con palabras, con luz, con vanidad, con ruido... con champaña... Pero ahora sería una miserable si consentía a don Álvaro insistir en sus provocaciones. No quería venderse al sofisma de la tentación que le gritaba en los oídos: al fin don Álvaro no es canónigo; si huyes de él te expones a caer en brazos del otro. Mentira, gritaba la honradez. Ni del uno ni del otro seré. A don Fermín le quiero con   —349→   el alma, a pesar de su amor, que acaso él no puede vencer como yo no puedo vencer la influencia de Mesía sobre mis sentidos; pero de no amar al Magistral de modo culpable estoy bien segura. Sí, bien segura. Debo huir del Magistral, sí, pero más de don Álvaro. Su pasión es ilegítima también, aunque no repugnante y sacrílega como la del otro... ¡Huiré de los dos!».

No había más refugio que el hogar. Don Víctor con su Frígilis y todos los cacharros del museo de manías, don Víctor con el teatro español a cuestas.

«Pero la casa tenía también su poesía». Ana se esforzó en encontrársela. ¡Si tuviera hijos le darían tanto que hacer! ¡Qué delicia! Pero no los había. No era cosa de adoptar a un hospiciano. De todas suertes Ana comenzó a trabajar en casa con afán... a cuidar a don Víctor con esmero... A los ocho días comprendió que aquello era una hipocresía mayor que todas. Las labores de su casa estaban hechas en poco tiempo. ¿Por qué fingirse a sí misma satisfecha con una actividad insuficiente, insignificante, que no distraía el pensamiento ni media hora? Don Víctor agradecía en el alma aquella solicitud doméstica, pero en lo que tocaba a él hubiera preferido que las cosas siguiesen como hasta allí. Nadie le cosía un botón a su gusto más que él mismo; limpiarle el despacho era martirizarle a él, a don Víctor; la cama era inútil hacérsela con esmero porque de todas maneras había de descomponerla él, sacudir las almohadas y poner el embozo a su gusto. Cuando Ana volvió a dejar los quehaceres domésticos en la antigua marcha, don Víctor se lo agradeció en el alma también y respiro a sus anchas. «Aquellas injerencias de su querida esposa eran dignas de eterno agradecimiento... pero molestas para él. Más sabe el loco en su casa...»

  —350→  

Don Álvaro no se apresuraba. «Esta vez estaba seguro». Pero no quería brusquer -según pensaba él en francés- un ataque. «La teoría del cuarto de hora era una teoría incompleta». Algo había de eso, pero en ciertos casos los cuartos de hora de una mujer sólo los encuentra un buen relojero. Pensaba dejar que pasara la Cuaresma. Al fin se trataba de una beata que ayunaría y comería de vigilia. Mal negocio. La Pascua florida ofrecía la mejor ocasión. El mundo, después de resucitar Nuestro Señor Jesucristo, parece más alegre, más lícitos sus placeres; la primavera, ya adelantada, ayuda... las fiestas, a que él haría que don Víctor llevase a su mujer, serían aguijones del deseo. «¡Oh!... sí, en la Pascua nos veríamos».

«Además, quería él prepararse para la campaña. Estaba debilucho. Aquel verano en Palomares había hecho una especie de bancarrota de salud. La señora ministra había amado mucho. Estas exageraciones de las mujeres vencidas siempre estaban en razón directa del cuadrado de las distancias. Es decir, que cuanto más lejos estaba una mujer del vicio, más exagerada era cuando llegaba a caer. La Regenta, si caía iba a ser exageradísima». Y se preparaba Mesía. Leyó libros de higiene, hizo gimnasia de salón, paseó mucho a caballo. Y se negó a acompañar a Paco Vegallana en sus aventurillas fáciles y pagaderas a la vista. «El diablo harto de carne...» le decía Paco. Y don Álvaro sonreía y se acostaba temprano. Madrugaba. El Paseo Grande era ya todo perfumes, frescura y cánticos al amanecer. Los pájaros, saltando de rama en rama preparaban los nidos para los huevos de Abril; se diría que eran tapiceros de la enramada que adornaban los salones del Paseo Grande para las fiestas de la primavera. Empezaba Marzo con   —351→   calores de Junio; desde muy temprano calentaba y picaba el sol. Aquella primavera anticipada, frecuente en Vetusta, era una burla de la naturaleza; después volvía el invierno, como en sus mejores días, con fríos, escarchas y lluvia, lluvia interminable. Pero don Álvaro aprovechaba aquel intervalo de luz y calor, que no por efímero le agradaba menos; no era él de los que medían la felicidad por la duración; es más, no creía en la felicidad, concepto metafísico según él, creía en el placer que no se mide por el tiempo. Una mañana, en el salón principal del Paseo Grande, solitario a tales horas porque pocos confiaban en aquel anticipo de primavera, vio don Álvaro allá lejos la silueta de un clérigo. Era alto, sus movimientos señoriles. Era el Magistral. Estaban solos en el paseo; tenían que encontrarse, iban uno enfrente del otro, por el mismo lado. Se saludaron sin hablar. Don Álvaro tuvo un poco de miedo, de aprensión de miedo. «Si este hombre, pensó, enamorado de la Regenta, desairado por ella, se volviera loco de repente al verme, creyéndome su rival y se echara sobre mí a puñetazo limpio aquí, a solas...». Mesía recordaba la escena del columpio en la huerta de Vegallana.

El Magistral pensó por su parte al ver a don Álvaro: «¡Si yo me arrojara sobre este hombre y como puedo, como estoy seguro de poder, le arrastrara por el suelo, y le pisara la cabeza y las entrañas!...». Y tuvo miedo de sí mismo. Había leído que en las personas nerviosas, imágenes y aprensiones de este género provocan los actos correspondientes. Se acordó de cierto asesino de los cuentos de Edgar Poe... Su mirada fue insolente, provocativa. Saludó como diciendo con los ojos: «¡Toma! ahí tienes esa bofetada». Pero el saludo y la mirada de Mesía quisieron decir: «Vaya usted con Dios;   —352→   no entiendo palabra de eso que usted me quiere decir».

Y siguieron cada cual por su lado, pero a la mañana siguiente no volvieron al Paseo Grande ni uno ni otro. Buscaban allí contrario objeto: el Magistral paseaba mucho para gastar fuerzas inútiles; Mesía para recobrar fuerzas perdidas y que esperaba le hiciesen mucha falta dentro de poco. Cada cual se fue a pasear en adelante por sitios extraviados. Temían otro encuentro.

Pero pronto tuvieron que quedarse en casa.

Como era de esperar, el invierno volvió con todos sus rigores, riéndose a carcajadas de los incautos que se creían en plena primavera. Los pájaros se escondieron en sus agujeros y rincones. Los árboles floridos padecieron los furores de la intemperie, como engalanadas damiselas que en día de campo, vestidas con percales alegres, adornos vistosos y delicados de seda y tul, se ven sorprendidas por un chubasco, al aire libre, sin albergue, sin paraguas siquiera. Las florecillas blancas y rosadas de los frutales caían muertas sobre el fango: el granizo las despedazaba; todo volvía atrás; aquel ensayo de primavera temprana había salido mal; vuelta a empezar, cada mochuelo a su olivo.

Esto fue a la mitad de la Cuaresma. Vetusta se entregó con reduplicado fervor a sus devociones. Los jesuitas misioneros habían pasado también por allí como una granizada; las flores de amor y alegría que sembrara el carnaval las destruyeron a penitencia limpia el Padre Maroto, un artillero retirado que predicaba a cañonazos y sacaba el Cristo, y el Padre Goberna, un melifluo padre francés que pronunciaba el castellano con la garganta y las narices y hablaba de Gomogga y citaba las grandezas de Nínive y de Babilonia, ya perdidas, al cabo de los años mil, como prueba de la pequeñez de   —353→   las cosas humanas. Ello era que Vetusta estaba metida en un puño. Entre el agua y los jesuitas la tenían triste, aprensiva, cabizbaja. El aspecto general de la naturaleza, parda, disuelta en charcos y lodazales, más que a pensar en la brevedad de la existencia convidaba a reconocer lo poco que vale el mundo. Todo parecía que iba a disolverse. El Universo, a juzgar por Vetusta y sus contornos, más que un sueño efímero, parecía una pesadilla larga, llena de imágenes sucias y pegajosas. El Padre Goberna, que sabía dar color local a sus oraciones, no decía en Vetusta que no somos más que un poco de polvo, sino un poco de barro. ¿Polvo en Vetusta? Dios lo diera.

El mal tiempo se llevó la resignación tranquila, perezosa de Anita Ozores. Con la lluvia pertinaz, machacona, volvieron antiguas aprensiones repentinas, protestas de la voluntad, y aquellos cardos que le pinchaban el alma. ¡Y ahora no tenía al Magistral para ayudarla!

Cada día se sentía más sola, más abandonada y ya empezaba a pensar que había sido injusta con el Provisor pensando de él tan mal y dejándole huir desesperado con aquellas sospechas que llevaba clavadas en el corazón como un dardo envenenado. «¿Por qué ella no había sentido más aquel desengaño, aquella profanación de una amistad pura, desinteresada, ideal? -Tal vez porque el ser amada, fuera por quien fuera, no podía saberle mal aunque ella tuviese que desdeñar y hasta vituperar aquel amor. Tal vez porque sabía que el remedio de aquella separación estaba en sus manos. ¿No podía ella, el día tal vez próximo, en que necesitara consuelo espiritual, correr al confesonario y persuadir al confesor, a don Fermín, de que ella no era lo que él se   —354→   figuraba?». Y acaso debía hacerlo cuanto antes. «¿Por qué había de estar pensando De Pas lo que no había? Sí, había que decirle la verdad, esto es, la verdad de lo que no había; don Álvaro no había conseguido mayor favor de Ana Ozores, esto era lo cierto».

Pero antes de buscar al Magistral, Ana quiso fortificar el espíritu por sí misma. Sentía la fe vacilante, los sofismas vulgares de don Carlos -el libre-pensador- venían a atormentarla a cada instante. Comenzaba por dudar de la virtud del sacerdote y llegaba a dudar de la iglesia, de muchos dogmas... Pero entonces corría a la iglesia. Saltando charcos, desafiando chaparrones iba de parroquia en parroquia, de novena en novena, y pasaba también mucho tiempo en la nave fría de algún templo a la hora en que los fieles solían dejarlos desiertos. Se sentaba en un banco y meditaba. Sonaba y resonaba en la bóveda la tos de un viejo que rezaba en una capilla escondida; los pasos de un monaguillo irreverente retumbaban sobre la tarima de un altar, y como un refuerzo del silencio llegaba a los oídos un rumor tenue de los ruidos de Vetusta. Ana pedía a la soledad y al silencio perezoso de la iglesia, algo como una inspiración, o como un perfume de piedad que creía ella debía desprenderse de aquellas paredes santas, de los altares, que a la luz blanca del día ostentaban sus santos de yeso y madera barnizada como gastados por el roce de las oraciones y el humo de la cera. Aquellas imágenes a la luz del día recordaban vagamente las decoraciones de un teatro vistas al sol y a los cómicos en la calle sin los esplendores del gas de las baterías. Pero Anita no pensaba en esto. Buscaba allí la fe que se desmoronaba. «¿Por qué se desmoronaba? ¿Qué tenía que ver la Iglesia con el Magistral? ¿No podía aquel señor   —355→   haberse enamorado de ella... y ser verdad sin embargo todo lo que dice el dogma? Claro que sí. Pero rezaba para creer. Oh, malo sería que el Magistral no saliese inocente de aquella prueba... Si él, si el hermano mayor no era más que un hipócrita... había que dar la razón en muchas cosas a don Carlos, al que después de todo era su padre. ¡Sí, sí, era su padre, aquel padre que había llorado ella con lágrimas del corazón, el que decía que la religión es un homenaje interior del hombre a Dios, a un Dios que no podemos imaginar como es, y que no es como dicen las religiones positivas, sino mucho mejor, mucho más grande!... ¡Era su padre quien decía todas estas herejías!». Y rezaba, rezaba porque el meditar ya no servía para nada bueno. -Y una voz interior severa y algo pedantesca gritaba después de todo aquello: «Pero entendámonos, aunque don Carlos tuviera razón, aunque Dios sea más grande, más bueno que todo lo que pudieran decir y pensar los libros de los hombres, no por eso perdona los pecados de que la conciencia acusa a todos. Don Álvaro estará prohibido, sea Dios como sea. El mal es el mal de todas suertes. Eso sí, se decía la Regenta, que encontraba consuelo en esta resolución; aunque la fe caiga, yo seguiré combatiendo esta pasión de mis sentidos, que seguirá siendo mala...».

Empezó a notar que el templo solitario no excitaba su devoción; aquellas paredes frías, aquella especie de descanso de los santos a las horas en que cesa la adoración, le recordaban por extrañas analogías que establecía el cerebro, enfermo acaso, le recordaban la fatiga de los reyes, la fatiga de los monstruos de ferias, la fatiga de cómicos, políticos, y cuantos seres tienen por destino darse en público espectáculo a la admiración   —356→   material y boquiabierta de la necia multitud... La iglesia sin culto activo, la iglesia descansando, llegó a parecerle a ella también algo como un teatro de día. El sacristán y el acólito subiendo al retablo, hombreándose con la imagen de madera, colocando los cirios con simetría, consultando las leyes de la perspectiva, le parecían al cabo cómplices de no sabía qué engaño... Además de todas estas aprensiones sacrílegas, tentación malsana del espíritu enfermo, causa de tanta lucha, sentía el tormento de la distracción; las oraciones comenzaban y no concluían; el estribillo de tal o cual piadosa leyenda llegaba a darle náuseas; la soledad se poblaba de mil imágenes, diablillos de la distracción; el silencio era enjambre de ruidos interiores. Todo esto le obligó a dejar el templo solitario. Volvió a las horas del culto. Conocía que en la nueva piedad que buscaba debían tomar parte importante los sentidos. Buscó el olor del incienso, los resplandores del altar y de las casullas, el aleteo de la oración común, el susurro del ora pro nobis de las masas católicas, la fuerza misteriosa de la oración colectiva, la parsimonia sistemática del ceremonial, la gravedad del sacerdote en funciones, la misteriosa vaguedad del cántico sagrado que, bajando del coro nada más, parece descender de las nubes; las melodías del órgano que hacían recordar en un solo momento todas las emociones dulces y calientes de la piedad antigua, de la fe inmaculada, mezcla de arrullo maternal y de esperanza mística.

La novena de los Dolores tuvo aquel año en Vetusta una importancia excepcional, si se ha de creer lo que decía El Lábaro.

Por lo menos el templo de San Isidro, donde se celebraba, se adornó como nunca. Tal semilla de piedad   —357→   postiza y rumbosa habían dejado los PP. Goberna y Maroto. No se podía, como en la novena de la Concepción, colgar el templo de azul y plata, ni colocar un templete de cartón delante del retablo del altar mayor imitando capilla gótica de marquetería; pero todo lo que fue compatible con los siete Dolores de la Virgen se hizo: el lujo fue majestuoso, triste, fúnebre. Todo era negro y oro. La capilla de la catedral se trasladó en masa al coro de San Isidro reforzada por algunas partes rezagadas de la última compañía de zarzuela, que había tronado en Vetusta. -Los sermones se encomendaron a otro jesuita, el Padre Martínez, que vino de muy lejos y cobrando muy caro. En la mesa de petitorio, colocada frente al altar mayor a espaldas del cancel de la puerta principal, pedían limosna y vendían libros devotos, medallas y escapularios las damas de más alta alcurnia, las más guapas y las más entrometidas.

La lluvia, el aburrimiento, la piedad, la costumbre, trajeron su contingente respectivo al templo que estaba todas las tardes de bote en bote. No cabía un vetustense más.

Los jóvenes laicos de la ciudad, estudiantes los más, no se distinguían ni por su excesiva devoción ni por una impiedad prematura; no pensaban en ciertas cosas; los había carlistas y liberales, pero casi todos iban a misa a ver las muchachas. A la novena no faltaban; se desparramaban por las capillas y rincones de San Isidro, y terciando la capa, el rostro con un tinte romántico o picaresco, según el carácter, se timaban, como decían ellos, con las niñas casaderas, más recatadas, mejores cristianas, pero no menos ganosas de tener lo que ellas llamaban relaciones. Mientras el P. Martínez   —358→   repetía por centésima vez -y ya llevaba ganados unos cinco mil reales- que como el dolor de una madre no hay otro, y echaba, sin pizca de dolor propio, sobre la imagen enlutada del altar, toda la retórica averiada de su oratoria de un barroquismo mustio y sobado; el amor sacrílego iba y venía volando invisible por naves y capillas como una mariposa que la primavera manda desde el campo al pueblo para anunciar la alegría nueva.

Ana Ozores, cerca del presbiterio, arrodillada, recogiendo el espíritu para sumirlo en acendrada piedad, oía el rum rum lastimero del púlpito, como el rumor lejano de un aguacero acompañado por ayes del viento cogido entre puertas. No oía al jesuita, oía la elocuencia silenciosa de aquel hecho patente, repetido siglos y siglos en millares y millares de pueblos: la piedad colectiva, la devoción común, aquella elevación casi milagrosa de un pueblo entero prosaico, empequeñecido por la pobreza y la ignorancia, a las regiones de lo ideal, a la adoración de lo Absoluto por abstracción prodigiosa. En esto pensaba a su modo la Regenta, y quería que aquella ola de piedad la arrastrase, quería ser molécula de aquella espuma, partícula de aquel polvo que una fuerza desconocida arrastraba por el desierto de la vida, camino de un ideal vagamente comprendido.

Calló el P. Martínez y comenzó el órgano a decir de otro modo, y mucho mejor, lo mismo que había dicho el orador de lujo. El órgano parecía sentir más de corazón las penas de María... Ana pensó en María, en Rossini, en la primera vez que había oído, a los diez y ocho años, en aquella misma iglesia, el Stabat Mater... Y después que el órgano dijo lo que tenía que decir, los fieles cantaron como coro monstruo bien ensayado el estribillo monótono, solemne, de varias canciones   —359→   que caían de arriba como lluvia de flores frescas. Cantaban los niños, cantaban los ancianos, cantaban las mujeres. Y Ana, sin saber por qué, empezó a llorar. A su lado un niño pobre, rubio, pálido y delgado, de seis años, sentado en el suelo junto a la falda de su madre cubierta de harapos, cantaba sin pestañear, fijos los ojos en la Dolorosa del altar portátil; cantaba, y de repente, por no se sabe qué asociación de ideas, calló, volvió el rostro a su madre y dijo: -¡Madre, dame pan!

Cantaba un anciano junto a un confesonario, con voz temblorosa, grave y dulce... olvidado de las fatigas del trabajo a que el hambre le obligaba, contra los fueros de la vejez. Cantaba todo el pueblo y el órgano, como un padre, acompañaba el coro y le guiaba por las regiones ideales de inefable tristeza consoladora, de la música.

«¡Y había infames, pensó Ana, que querían acabar con aquello! ¡Oh, no, no, yo no! Contigo, Virgen santa, siempre contigo, siempre a tus pies; estar con los tristes, ésa es la religión eterna, vivir llorando por las penas del mundo, amar entre lágrimas...». Y se acordó del Magistral. «¡Oh qué ingrata, qué cruel había sido con aquel hombre! ¡Qué triste, qué solo le había dejado!... Vetusta le insultaba, le escarnecía, le despreciaba, después de haberle levantado un trono de admiración; y ella, ella que le debía su honra, su religión, lo más precioso, le abandonaba y le olvidaba también... ¿Y por qué? Tal vez, casi de fijo, por aprensiones de la vanidad y de la malicia torpe y grosera. ¡Ah!, porque ella estaba tocada del gusano maldito, del amor de los sentidos; porque ella estaba rendida a don Álvaro si no de hecho con el deseo -esta era la verdad- porque ella era pecadora ¿había de serlo también el hermano de su alma, el padre espiritual querido? ¿qué pruebas tenía ella? ¿No   —360→   podía ser aprensión todo, no podía la vanidad haber visto visiones? ¿Cuándo De Pas se había insinuado de modo que pudiera sospecharse de su pureza? ¿No habían estado mil veces solos, muy cerca uno de otro, no se habían tocado, no había ella, tal vez con imprudencia, aventurado caricias inocentes, someros halagos que hubieran hecho brotar el fuego si lo hubiera habido allí escondido?... ¡Y está abandonado! Se burlan de él hasta en los periódicos; hasta los impíos alaban a los misioneros, para rebajar la influencia del Magistral; la moda y la calumnia le han arrinconado, y yo como el vulgo miserable, me pongo a gritar también, ¡crucifícale, crucifícale!... ¿Y el sacrificio que había prometido? ¿Aquel gran sacrificio que yo andaba buscando para pagar lo que debo a ese hombre?...».

En aquel momento cesaron los cánticos del pueblo devoto; siguió silencio solemne; después hubo toses, estrépito de suelas y zuecos sobre la piedra resbaladiza del pavimento... una impaciencia contenida. Hacia la puerta sonaba el tic, tac, de las monedas con que Visitación y la Marquesa golpeaban la bandeja para llamar la atención de la caridad distraída. Rechinaban los canceles; había en el aire un cuchicheo tenue. En el coro daban señales de vida violines y flautas con quejidos y suspiros ahogados; se oía el ruido de las hojas del papel de música. Gruñó un violín. Cayeron dos golpes sobre una hojalata... Silencio otra vez... Comenzó el Stabat Mater.

La música sublime de Rossini exaltó más y más la fantasía de Ana; una resolución de los nervios irritados brotó en aquel cerebro con fuerza de manía: como una alucinación de la voluntad. Vio, como si allí mismo estuviese, la imagen de su resolución, «sí... ella... ella,   —361→   Ana a los pies del Magistral, como María a los pies de la Cruz. El Magistral estaba crucificado también por la calumnia, por la necedad, por la envidia y el desprecio... y el pueblo asesino le volvía las espaldas y le dejaba allí solo... y ella... ella... ¡estaba haciendo lo mismo! ¡Oh, no, al Calvario, al Calvario! al pie de la cruz del que no era su hijo, sino su padre, su hermano, el hermano y el padre del espíritu».

«La Virgen le decía que sí, que estaba bien hecho; que aquella resolución era digna de un cristiano. Donde quiera que hay una cruz con un muerto, se puede llorar al pie, sin pensar en lo que era el que está allí colgado; mejor se podrá llorar al pie de la cruz de un mártir. Hasta del mal ladrón le estaba dando lástima en aquel momento. ¡Cuánta mayor lástima le daría del Magistral que, según ella, no era ladrón, ni malo ni bueno!». La forma del sacrificio, el día, la ocasión, todo estaba señalado: se juró no volverse atrás; aquella exaltación era lo que ella necesitaba para poder vivir; si más tarde el cansancio, la relajación de aquellas fibras tirantes traían a su ánimo la cobardía, los reparos mundanales, prosaicos, el miedo al qué dirán, no haría caso... iría derecha a su propósito sin vacilar, sin deliberar más. Haría lo que había resuelto. Y tranquila, segura de sí misma, volvió su pensamiento a la Madre Dolorosa, y se arrojó a las olas de la música triste con un arranque de suicida... Sí, quería matar dentro de ella la duda, la pena, la frialdad, la influencia del mundo necio, circunspecto, mirado... quería volver al fuego de la pasión, que era su ambiente.