Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —481→  

ArribaAbajo- XXIX -

«El día de Navidad venga usted a comer el pavo con nosotros. Me lo han mandado de León lleno de nueces. Será cosa exquisita. Además, tengo vino de mi tierra, un Valdiñón que se masca...».

Mesía no faltó a su promesa, y el día de Navidad comió en el caserón de los Ozores. El salón estaba ahora empapelado de azul y oro a cuadros; la gran chimenea churrigueresca se había conservado con sus ondulantes sirenas de abultado seno de yeso. Don Víctor se contentó con pintar de un blanco gris discreto, como él decía, todas aquellas cornisas, volutas, acantos, escocias y hojarasca.

A los postres, el amo de la casa se quedó pensativo. Seguía con la mirada disimuladamente las idas y venidas de Petra, que servía a la mesa. Después del café pudo notar don Álvaro que su amigo estaba impaciente. Desde aquel verano, desde que habían vivido juntos en la fonda de La Costa, don Víctor se había acostumbrado a la comensalía de don Álvaro; le encontraba a   —482→   la mesa más decidor y simpático que en ninguna otra parte y le convidaba a comer a menudo. Pero otras veces, después de charlar cuanto quería, Quintanar solía levantarse, dar una vuelta por el Parque, vestirse, siempre cantando, y dejar así media hora larga solos a Anita y a su amigo. Y ahora no, no se movía. Ana y Álvaro se miraban, preguntándose con los ojos qué novedad sería aquella.

La Regenta se inclinó un instante para recoger una servilleta del suelo, y don Víctor hizo a Mesía una seña que quería decir claramente:

-Me estorba esa; si se fuera... hablaríamos.

Mesía encogió los hombros.

Cuando Ana levantó la cabeza sonriendo a don Álvaro, este, sin verlo Quintanar, apuntó a la puerta sin mover más que los ojos.

Ana salió en seguida.

-¡Gracias a Dios! -dijo su marido, respirando con fuerza-. Creí que no se marchaba hoy esa muchacha.

Ni siquiera recordaba que otras veces quien se marchaba era él.

-Ahora podremos hablar.

-Usted dirá -respondió tranquilamente Álvaro, chupando su habano y tapándose la cara con el humo, según su costumbre de enturbiar el aire cuando le convenía.

«¿Qué tripa se le habrá roto a este?», pensó con un vago recelo, que no se explicaba siquiera.

Don Víctor acercó su silla a la del otro, y tomó el tono de las grandes revelaciones.

-Actualmente -dijo- todo me sonríe. Soy feliz en mi hogar, no entro ni salgo en la vida pública; ya no temo la invasión absorbente de la iglesia, cuya influencia   —483→   deletérea... pero esa Petra me parece que me quiere dar un disgusto.

Movimiento de sobresalto en Mesía.

-Explíquese usted. ¿Ha vuelto usted a las andadas?

-He vuelto y no he vuelto... Quiero decir... ha habido escarceos... explicaciones... treguas... promesas de respetar... lo que esa grandísima tunanta no quiere que le respeten... en suma: ella está picada porque yo prefiero la tranquilidad de mi hogar, la pureza de mi lecho, de mi tálamo... como si dijéramos, a la satisfacción de efímeros placeres... ¿Me entiende usted? Finge que se alborota por defender su honor que, en resumidas cuentas, aquí nadie se atreve a amenazar seriamente, y lo que en rigor la irrita, es mi frialdad...

-¿Pero qué hace? vamos a ver...

-Mire usted, Álvaro, por nada de este mundo daría yo un disgusto a mi Anita, que es ahora modelo de esposas; siempre fue buena, pero antes tenía sus caprichos, ya recuerda usted...

-Sí, sí... al grano.

-Ahora la pobrecita coincide con mis gustos en todo. Por aquí, digo, y por aquí se va. Hasta le ha pasado aquella exaltación un poco selvática, aquel amor excesivo a los placeres bucólicos, aquella exclusiva preocupación de la salud al aire libre, del ejercicio, de la higiene en suma... Todos los extremos son malos, y Benítez me tenía dicho que la verdadera curación de Ana vendría cuando se la viese menos atenta a la salud de su cuerpo, sin volver, ni por pienso, al cuidado excesivo y loco de su alma. ¡Aquello era lo peor!

-Pero... no me dice usted...

-Allá voy; Ana vive ahora en un equilibrio que es garantía de la salud por la que tanto tiempo hemos suspirado;   —484→   ya no hay nervios, quiero decir, ya no nos da aquellos sustos; no tiene jamás veleidades de santa, ni me llena la casa de sotanas... en fin, es otra, y la paz que ahora disfruto no quiero perderla a ningún precio. Ahora bien... Petra... puede y creo que quiere comprometernos.

-Pero vamos a ver, ¿qué hace Petra?

-Comprometer la paz de esta casa; temo que quiere dominarnos prevaliéndose de mi situación falsa, falsísima... lo confieso. ¿No comprende usted que para Ana tendría que ser un golpe terrible cualquier revelación de esa... ramerilla hipócrita?

-¿Pero qué sucede, señor? ¡hable usted claro y pronto! -gritó Mesía impaciente, más interesado en el asunto de lo que su amigo podía suponer.

-Más bajo, Álvaro, más bajo. ¿Qué sucede? Mucho. Petra sabe que yo quiero evitar a toda costa un disgusto a mi mujer, porque temo que cualquier crisis nerviosa lo echase todo a rodar y volviéramos a las andadas. Un desengaño, mi escasa fidelidad descubierta, de fijo la volvería a sus antiguas cavilaciones, a su desprecio del mundo, buscaría consuelo en la religión y ahí teníamos al señor Magistral otra vez... ¡Antes que eso, cualquiera cosa! Es preciso evitar a toda costa que Ana sepa que yo, en momento de ceguera intelectual y sensual fuí capaz de solicitar los favores de esa scortum, como las llama don Saturnino.

-Pero ¿por qué ha de saber Ana eso? Si, después de todo, no hay nada que saber...

-Sí; lo que hay basta para clavarle un puñal a la pobrecita. La conozco yo... Y sobre todo, si Petra dice lo que hay, mi esposa pensará lo demás, lo que no hay.

  —485→  

-¿Pero Petra?... Acabe usted. ¿Ha dicho algo? ¿Ha amenazado con decir?...

-Esa es la cuestión. Habla gordo, es insolente, trabaja poco, no admite riñas y aspira a ponerse en un pie de igualdad absurdo...

-Absurdo...

-Y la infame ¿con quién creerá usted que está más altiva, más soberbia, más insolente? ¿Conmigo? Eso parecería lo natural. ¡Pues no señor, con Ana! ¡Pásmese usted, con Ana!

Desde la nube de humo en que estaba envuelto, don Álvaro contestó:

-¡Ya se comprende... quiere hacerle a usted la forzosa; tal vez celos!

-Eso digo yo... «Sufre que tu mujer oiga insolencias a la que quisiste hacer tu concubina... o se lo cuento todo». Este es el lenguaje de la conducta de esa meretriz solapada. Ahora bien: un consejo; solución; ¿qué hago? ¿sufrir en silencio? Absurdo. Además, puede acabársele la paciencia a Anita, que si ha aguantado hasta ahora es por lo mucho que le queda de cuando fue casi santa... Pero si Ana se incomoda, si sospecha... si... ¡triste de mí!

-Calma, hombre, calma.

-¿Qué hacemos, Álvaro, qué hacemos?

-Es muy sencillo.

-¡Sencillo!

-Sí, hay que echar a Petra de esta casa.

Don Víctor saltó en su silla.

-Eso es cortar el nudo...

-Pues no hay más solución. Echarla.

Don Víctor expuso las dificultades y los peligros del remedio, pero don Álvaro prometió allanarlo todo. «Él   —486→   sabía cómo se trataba a esta gente. Daba la casualidad feliz de que en la fonda en que él vivía como niño mimado hacía tantos años, se necesitaba una muchacha para servir a los huéspedes. Petra era que ni pintada para el caso; a ella la halagaría la proposición; se la haría el mismo don Álvaro, y si por caso extraño resistía, él sabría amenazarla de suerte que...» etc., etc. En fin, don Víctor lo dejó en manos de su amigo y se fue al Casino, algo más tranquilo.

-¿Usted se queda a preparar el terreno, eh?

-Sí, hombre, a arreglarlo todo.

En cuanto don Víctor cerró de un golpe la puerta de la escalera, Ana entró asustada en el comedor. Iba a hablar, pero llegó Petra a recoger el servicio del café y calló fingiendo leer El Lábaro. Salió la doncella y Ana dijo:

-¿Qué hay, Álvaro?...

-Hay, que ya no te queda pretexto para negarme que venga de noche.

-No te entiendo...

-Petra marcha de esta casa. Adiós espías.

-¡Petra! ¿qué marcha Petra?

-Sí, él me ha encargado de despedirla; dice que es insolente, que te trata mal...

-¡Dios mío! ¿ha notado él?...

-Sí, boba, pero no te asustes... él lo toma... por donde no quema...

Mesía explicó a la Regenta el caso. La había enterado de todo y de mucho más. Las tentativas del mísero don Víctor eran para la Regenta, gracias a las calumnias de Álvaro, delitos consumados. Pero ella no atribuía a esto la insolencia de la criada; temía que hubiese descubierto sus amores con Mesía y que aquella soberbia,   —487→   aquel desafío constante de sus miradas, de sus sonrisas y de sus gestos fuese amenaza de revelar a don Víctor su secreto.

-Ya ves como no era lo que tú temías, aprensiva... Es muy posible, probable que la pobre chica no sospeche nada, que su atrevimiento no sea más que una amenaza al amo...

Ana se ruborizó. Todo aquello le repugnaba. «¡Aquel marido a quien ella había sacrificado lo mejor de la vida, no sólo era un maníaco, un hombre frío para ella, insustancial, sino que perseguía a las criadas de noche por los pasillos, las sorprendía en su cuarto, les veía las ligas!... ¡Qué asco! No eran celos, ¿cómo habían de ser celos? Era asco; y una especie de remordimiento retrospectivo por haber sacrificado a semejante hombre la vida. Sí, la vida, que era la juventud».

«Álvaro -seguía pensando Ana- había hecho mal en revelarle aquellas miserias, en hacer traición a Quintanar, por indigno que este fuera, y sobre todo en avergonzarla a ella con las aventuras ridículas y repugnantes del viejo». Pero como tenía empeño en limpiar de toda culpa a su Mesía, a su señor, al hombre a quien se había entregado en cuerpo y en alma por toda la vida, según ella, pronto le disculpaba, reflexionando que «el pobre Álvaro hacía aquello por amor, por arrojar del pensamiento de su Ana todo escrúpulo, todo miramiento que pudiera atarla al viejo que había hecho de lo mejor de su vida un desierto de tristeza».

«Tampoco le agradaba a Anita ver a su Álvaro metido en aquellos cuidados domésticos de despedir criadas; y menos encontrarle tan experto en el asunto; todo aquello, de puro prosaico y bajo, era repugnante, pero ¿qué remedio? Álvaro lo hacía por ella, por gozar tranquilamente   —488→   de aquella felicidad que tantos años de martirio le había costado...».

Estos y todos los demás lunares que en Mesía le obligaba a descubrir de poco acá el endiablado espíritu de análisis, camino de la locura según ella, procuraba Ana convertirlos en otras tantas estrellas luminosas de pura hermosura. Si alguna vez le sobrecogía la ida de perder a don Álvaro, temblaba horrorizada, como en otro tiempo cuando temía perder a Jesús.

Las primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurar con voz apasionada y tierna al oído de su vencedor, no el día de la rendición, mucho después, fueron para pedirle el juramento de la constancia...

«Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es para siempre, esto es un bochorno, es un crimen infame, villano...».

Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, una eternidad de amores.

La idea de la soledad después de aquello, le parecía a la Regenta más horrorosa que en un tiempo se le antojara la imagen del Infierno.

Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que en el amor mismo...; pero sin él... volverían los fantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en el fondo de su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano, cual primeras sombras de una noche eterna, vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor, aquella pasión absorbente, fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la vida, sería para ella comenzar la locura.

«Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a mi cerebro cuando estoy sin ti, cuando   —489→   no pienso en ti. Contigo no pienso más que en quererte».

Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sin hipocresía, sin la timidez, que fue al principio real, grande, molesta para Mesía, pero que al desaparecer no dejó en su lugar fingimiento. Ana se entregaba al amor para sentir con toda la vehemencia de su temperamento, y con una especie de furor que groseramente llamaba Mesía, para sí, hambre atrasada.

Él estuvo el primer mes asustado. Si los primeros días renegaba del miedo, de la ignorancia y de los escrúpulos (absurdos en una mujer casada de treinta años, según la filosofía del Presidente del Casino), pronto vio tan colmada la medida de sus deseos, que llegó a inquietarle «otro aspecto» de sus amores. Nunca había sido más feliz. ¿Quería satisfacer el amor propio a quien la edad empezaba a dar algunos disgustos? Pues Ana, la mujer más hermosa de Vetusta, le adoraba; y le adoraba por él, por su persona, por su cuerpo, por el físico. Muchas veces, si a él le daba por hablar largo, y tendido, ella le tapaba la boca con la mano y le decía en éxtasis de amor: «No hables». Mesía no echaba esto a mala parte; también él reconocía que lo mejor era callar, dejarse adorar por buen mozo. ¿Quería satisfacer caprichos de la carne ahíta, gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues la misma ignorancia de Ana y la fuerza de su pasión y las circunstancias de su vida anterior y las condiciones de su temperamento y la de su hermosura facilitaban estos alambicados goces del gallo, corrido y gastado, pero capaz de morir de placer sin miedo. Y a pesar de tanta felicidad, Mesía estaba intranquilo.

-Está usted desmejorado -le decía Somoza.

  —490→  

-Cuidado -repetía Visitación.

Y él mismo notaba que su rostro perdía la lozana apariencia que había recobrado en aquellos meses de buena vida, de ejercicio y abstinencia que él, prudentemente, había observado antes de dar el ataque decisivo a la fortaleza de la Regenta.

«Sí, sentía que dentro de su cuerpo había algo que hacía crac de cuando en cuando. Había polilla por allá dentro. Y lo que él temía no era la enfermedad por la enfermedad, la vejez por la vejez; no; era buen soldado del amor, héroe del placer, sabría morir en el campo de batalla. Su inquietud era por otro motivo. Morir, bueno; pero decaer y decaer en presencia de Ana era horroroso; era ridículo y era infame. Sí; él faltaba a su juramento envejeciendo, perdiendo fuerzas. Recordaba con escalofríos épocas pasadas en que decadencias pasajeras, producidas por excesos de placer, le habían obligado a recurrir a expedientes bochornosos, buenos para referirlos entre carcajadas en el Casino, a última hora, a Paco, a Joaquín y demás trasnochadores, para referirlos después de pasados, cuando el vigor volvía y ya las trazas cómicas no eran necesarias; pero expedientes odiosos como la miseria y sus engaños. Aquel fingir juventud, virilidad, constancia en el amor corporal, parecíale a don Álvaro semejante a los recursos de la pobreza ostentosa que describe Quevedo en el Gran Tacaño. Él también había sido más de una vez, después de pródigo, el Gran Tacaño del amor... Pero las trazas antiguas serían imposibles ahora, si llegara el caso de necesitarlas... «No, antes huir o pegarse un tiro. Ana, la pobre Ana, tenía derecho a una juventud eterna e inagotable». Pero estas ideas tristes, aprensiones de la edad, venían de tarde en tarde; lo más del tiempo semejante   —491→   inquietud dejaba libre al Tenorio vetustense gozando de aquellos amores que reputaba la gloria más alta de su vida. Por su parte se confesaba todo lo enamorado que él podía estarlo de quien no fuese don Álvaro Mesía. Después del Presidente del Casino ningún ser de la tierra le parecía más digno de adoración que su dócil Ana, su Ana frenética de amor, como él había esperado siempre aun en los días de mayor apartamiento. Don Álvaro no se confesaba a sí mismo, que había habido un tiempo en que perdiera la esperanza de vencer a la Regenta. ¡La tenía ahora tan vencida!

Mejor que nunca lo conoció cuando hubo que dar la gran batalla para trasladar al caserón de los Ozores el nido del amor adúltero. Ana se opuso, lloró, suplicó... «no, no; eso no, Álvaro, por Dios no, eso nunca». Y resistió muchos días a las súplicas del amante que se quejaba de lo poco y deprisa y sin comodidad que gozaba de su amor. Casi siempre se veían en casa de Vegallana; allí eran sus cariños furtivos, precipitados; pero el reposado dominio de horas y horas de voluptuosa intimidad no era posible conseguirlo, si no se buscaba lugar menos expuesto a sobresaltos, intermitencias y disimulos. Ana se negaba a acudir a un rincón de amores que Álvaro prometía buscar; el mismo Álvaro confesaba que era difícil encontrar semejante rincón seguro en un pueblo tan atrasado como Vetusta. Además, el lugar que él pudiera encontrar, al cabo tenía que parecerle repugnante a ella; y como en Ana la imaginación influía tanto, el desprecio del albergue podía llevarla a la repugnancia del adulterio... No había más remedio que tomar por asilo el caserón de los Ozores. Era lo más seguro, lo más tranquilo, lo más cómodo. Comprendía Álvaro los escrúpulos de Ana, pero se propuso vencerlos   —492→   y los venció. Sin embargo, si los obstáculos del orden puramente moral, los escrúpulos místicos, como se decía Álvaro con frase tan impropia como horriblemente grosera, se dejaron a un lado, a fuerza de pasión, los inconvenientes materiales, las precauciones del miedo opusieron dificultades de más importancia. A don Álvaro se le ocurría que sin tener de su parte a una criada, a la doncella mejor, era todo sino imposible muy difícil; pero ni siquiera se atrevió a proponer a Anita su idea; la vio siempre desconfiada, mostrando antipatía mal oculta hacia Petra, y comprendió además que era muy nueva la Regenta en esta clase de aventuras, para llegar al cinismo de ampararse de domésticas, y menos sabiendo de ellas que eran solicitadas por su marido.

Pero otra cosa era conquistar a la criada sin que lo supiera el ama. ¿No era Petra muy tentada de la risa? La aventura de la liga y otras de que él tenía noticia ¿no probaban que era muy fácil interesar en su favor a aquella muchacha? Sí. Y dicho y hecho. En ausencia de Ana y de don Víctor, detrás de la puerta, en los pasillos, donde podía, don Álvaro comenzó el ataque de Petra que se rindió mucho más pronto de lo que él esperaba. Pero había un inconveniente muy grave. A la chica se le ocurrió ser, o fingirse, desinteresada, preferir los locos juegos del amor a las propinas, ofrecer sus servicios, con discretísimas medias palabras y buenas obras, a cambio de un cariño que Mesía no estaba en circunstancias de prodigar. «¡Pobre Ana, qué sabía ella de todas estas complicaciones!». No sabía tampoco don Álvaro tanto como él creía. Ignoraba por ejemplo que Petra podía permitirse el lujo de servirle bien a él sin pensar en el interés, sin más pago que el del amor con que el gallo vetustense ya no podía ser   —493→   manirroto: no era Petra enemiga del vil metal, ni la ambición de mejorar de suerte y hasta de esfera, como ella sabía decir, era floja pasión en su alma, concupiscente de arriba abajo; pero en Mesía no buscaba ella esto; le quería por buen mozo, por burlarse a su modo del ama, a quien aborrecía «por hipócrita, por guapetona y por orgullosa»; le quería por vanidad, y en cuanto a servirle en lo que él deseaba, también a ella le convenía por satisfacer su pasión favorita, después de la lujuria acaso, por satisfacer sus venganzas. Vengábase protegiendo ahora los amores de Mesía y Ana, «del idiota de don Víctor» que se ponía a comprometer a las muchachas sin saber de la misa la media; vengábase de la misma Regenta que caía, caía, gracias a ella, en un agujero sin fondo, que estaba, sin saberlo la hipocritona en poder de su criada, la cual el día que le conviniese podía descubrirlo todo. Tenía entre sus uñas a la señora ¿qué más quería ella? Todas las noches pasaba unas cuantas horas, la honra y tal vez la vida del amo, pendiente de un hilo que tenía ella, Petra, en la mano, y si ella quería, si a ella se le antojaba, ¡zas! todo se aplastaba de repente... ardía el mundo. Y como si esto en vez de un placer, en vez de una gloria fuese para Petra una carga, un trabajo, el mejor mozo de Vetusta le pagaba el servicio con amores de señorito que eran los que ella había saboreado siempre con más delicia, por un instinto de señorío que siempre la había dominado. Pero además gozaba de otra venganza más suculenta que todas estas la endiablada moza. ¿Y el Magistral? El Magistral la había querido engañar, la había hecho suya; ella se había entregado creyendo pasar en seguida a la plaza que más envidiaba en Vetusta, la de Teresina. Petra sabía lo bien que colocaba doña Paula a todas   —494→   las que eran por algún tiempo doncellas en su casa. Teresina, a quien esperaba para muy pronto una colocación de señorona allá en cierta administración de bienes del amo, casada con un buen mozo, Teresina la había enterado de lo que ella no había podido observar y adivinar, le había abierto los ojos y llenado la boca de agua; Petra comprendía que la casa del Magistral era el camino más seguro para llegar a casarse y ser señora o poco menos... La ocasión había llegado; después de la romería de San Pedro creía ella que todo era cuestión de semanas, de esperar una oportunidad; Teresina saldría pronto bien colocada y entraría ella en su puesto... Pero no fue así; el Magistral no volvió a solicitar a Petra; cuando tuvo que hablarla, no fue para asuntos que a ella directamente le importasen, fue... ¡qué vergüenza! para comprarla como espía. Cierto es que el Provisor le prometió para muy pronto la plaza de Teresina, con todas las ventajas que su amiga disfrutaba e iba a disfrutar; pero de todas suertes a ella se la había engañado; o mejor, se había engañado ella; pero esto no quería reconocerlo la orgullosa rubia. Era el caso que, en su opinión, el Magistral era amante de doña Ana hacía mucho tiempo, y que la escena del bosque del Vivero la interpretó la vanidad de la criada como una victoria de su belleza que había hecho caer en pecado de inconstancia al canónigo. Creyó Petra que don Fermín la quería a ella ahora después de haber querido a su ama. Caprichos así había visto ella muchos. Cuando se convenció de que don Fermín, por mucho que disimulase, estaba enamorado como un loco de la Regenta, furioso de celos, y de que no había sido su amante ni con cien leguas, y de que a ella, a Petra, sólo la había querido por instrumento, la ira, la envidia, la   —495→   soberbia, la lujuria se sublevaron dentro de ella saltando como sierpes; pero las acalló por de pronto, disimuló, y por entonces sólo dio satisfacción a la avaricia. Aceptó las proposiciones del canónigo. Ella entraría en casa de don Fermín el día que fuese necesario salir del caserón de los Ozores, pero entre tanto prestaría allí sus servicios bien pagada, mejor pagada de lo que podía pensar. El canónigo sabría todo lo que pasaba; si doña Ana recibía visitas, quién entraba cuando no estaba don Víctor o se quedaba después de salir el amo, etc., etcétera.

Petra prometió decir todo lo que hubiera. Fingió no recordar siquiera ciertas promesas de otro orden que a don Fermín se le habían escapado en el calor de la improvisación en aquella dichosa mañana del Vivero, de que estaba avergonzado. Cuando vio don Fermín a Petra tan propicia para servirle por dinero, sintió más y más haber comenzado por el camino absurdo, vergonzoso de una seducción... ridícula. Aquella aventura que le recordaba las de antaño, le sonrojaba ahora, porque contradecía33 en cierto modo aquel andamiaje de sofismas con que se explicaba su pasión por la Regenta. «El amor purísimo que yo tengo, todo lo disculpa». «¿Pero ese amor se aviene con aventuras como la del bosque? Claro que no», le decía la conciencia. Por eso le repugnaba Petra ahora. Pero no había más remedio que valerse de ella.

Petra era feliz en aquella vida de intrigas complicadas de que ella sola tenía el cabo. Por ahora a quien servía con lealtad era a Mesía; este pagaba en amor, aunque era algo remiso para el pago, y ella le ayudaba cuanto podía, porque ayudarle era satisfacer los propios deseos: hundir al ama, tenerla en un puño, y burlarse   —496→   sangrientamente, del idiota del amo y del indino del canónigo. Para más adelante se reservaba la astuta moza el derecho de vender a don Álvaro y ayudar a su señor, al que pagaba, al que había de hacerla a ella señorona, a don Fermín. ¿Cuándo había de ser esto? Ello diría. Si don Álvaro no se portaba bien, podía ocurrir el caso, llegar la oportunidad; si ella se cansaba, o si Teresina dejaba la plaza y por miedo de que otra la ocupase le convenía correr a ella, también podía convenir echarlo a rodar todo. Entre tanto don Fermín no sabía por Petra nada más que noticias vagas, suficientes para tenerle toda la vida sobre espinas, para hacerle vivir como un loco furioso que tenía además el tormento de disimular sus furores delante del mundo, y de doña Paula singularmente.

De modo que si don Álvaro podía decir con razón: ¡Pobre Ana, que no sabe nada de esto! también Petra podía exclamar: ¡Pobre don Álvaro, que no sabe ni la cuarta parte de lo que tanto le importa!

El presidente del Casino de Vetusta no tuvo inconveniente en engañar a la Regenta. Era, según él, muy justo respetar los escrúpulos de aquella adúltera primeriza (otra frase grosera del seductor), que no podía avenirse a tomar por encubridora a Petra; pero también era equitativo que él, sin decírselo a doña Ana, fingiendo desconfiar también de la doncella, aprovechase los servicios de esta, preciosos en tales circunstancias. La cuestión era entrar todas las noches en la habitación de la Regenta por el balcón. Esto se decía pronto, pero hacerlo ofrecía serias dificultades. ¿A dónde daba el balcón del tocador? Al parque. ¿Cómo se podía entrar en el parque? Por la puerta. ¿Pero quién tenía la llave de la puerta? Una, Frígilis; con esta no había que contar. ¿Y la otra?   —497→   Don Víctor. Esta podía sustraérsele, pero Petra dijo que a tanto no se comprometía, que aquello de andar llaves en el ajo era delicado y podía comprometerla. Lo mejor era que el señorito saltase por la pared. Justamente don Álvaro tenía las piernas muy largas. De esta manera la comedia se representaba mejor; segura doña Ana de que don Álvaro saltaba por el muro, no podía sospechar tan fácilmente que tenía cómplices dentro de casa. Después llegar bajo el balcón, trepar por la reja del piso bajo y encaramarse en la barandilla de hierro era cosa fácil para tan buen mozo.

Todo esto lo hacía don Álvaro sin la ayuda directa, inmediata de Petra, y doña Ana encontraba así muy verosímil todo lo que su amante decía de su industria para entrar en el cuarto de ella. Para lo que servía Petra era para vigilar, para evitar que don Álvaro pudiera ser sorprendido al entrar o al salir, y para darse tales trazas que doña Ana creyese que ella, la doncella, no había estado durante toda la noche en circunstancias de poder notar la presencia del amante. Estaba además allí para dar el grito de alarma si llegaba el caso, y para combinar las horas. En el servicio de Petra había algo de la responsabilidad de un jefe de estación de ferrocarril. Don Álvaro sabía, porque don Víctor se lo había confesado, que el ex-regente y Frígilis, en cuanto llegaba el tiempo, salían de caza mucho más temprano de lo que Ana creía. Petra era la encargada de despertar al amo, porque Anselmo se dormía sin falta y no cumplía su cometido: Frígilis llegaba al parque a la hora convenida, ladraba... y bajaba don Víctor. Llegó a quejarse don Tomás de que sus ladridos no siempre despertaban al amo ni a la doncella, de que se le hacía esperar mucho tiempo, y para evitar reyertas y plantones, se acordó   —498→   que Crespo y Quintanar acudiesen al parque a la misma hora sin necesidad de ladrar a nadie. Para mayor seguridad don Víctor compró un reloj despertador que sonaba como un terremoto y con este aviso automático, como él decía, acudió en adelante a la hora señalada para la cita. Casi todas las mañanas Quintanar y Crespo llegaban al Parque a la misma hora. El tren que los llevaba a las marismas y montes de Palomares salía este año un poco más tarde y no necesitaban levantarse antes del ser de día.

Todo esto necesitó saber don Álvaro para no exponerse a un choque en la vía con Frígilis o con el mismísimo don Víctor. Este mismo, sin saber lo que hacía, le enteró de sus horas de salida; y lo demás que necesitaba saber de los pormenores se lo refirió Petra. Así pues no había miedo. Lo de saltar la tapia ofreció algunas dificultades; pero una noche, por la parte de fuera en la solitaria calleja de Traslacerca, el Tenorio preparó removiendo piedras y quitando cal, dos o tres estribos muy disimulados en el muro, hacia la esquina; hizo también con disimulo fingidas grietas o resquicios que le permitieron apoyarse y ayudar la ascensión, y quedó así vencido el principal obstáculo. Por la parte de dentro todo fue como coser y cantar. Un tonel viejo arrimado al descuido a la pared, y los restos de una espaldera, fueron escalones suficientes, sin que nadie pudiese notarlo, para subir y bajar don Álvaro por la parte del parque con toda la prisa que pudieran aconsejar las circunstancias. Aquella escalera disimulada, la comparaba don Álvaro con esas cajas de cerillas que ostentan la popular leyenda, ¿dónde está la pastora? ¿dónde estaba la escala? Después de verla una vez no se veía otra cosa; pero al que no se la mostraban no se le aparecía ella.

  —499→  

No faltaba más que lo peor, persuadir a la Regenta a que abriera el balcón. Como a ella no se le podía hablar de las garantías de seguridad que don Álvaro tenía dentro de casa, nada o poco se podía oponer a sus argumentos relativos a las sospechas probables de la antipática Petra. Pero al fin don Álvaro que había triunfado de lo más, triunfó de lo menos: llegó a comprender Ana que era imposible, y tal vez ridículo, negarse a recibir en su alcoba a un hombre a quien se había entregado ella por completo. Mucho valía la castidad del lecho nupcial, o ex-nupcial mejor dicho, pero ¿no valía más la castidad de la esposa misma? Entre estos sofismas y la pasión y la constancia en el pedir dieron la victoria a Mesía, que si no pudo acallar los sobresaltos de Ana, quien a cada ruido creía sentir el espionaje de Petra, conseguía a menudo hacerla olvidarse de todo para gozar del delirio amoroso en que él sabía envolverla, como en una nube envenenada con opio.

Y así pasaban los días, asustada Ana de que tan poco después de la caída fuese ella capaz de recibir a un hombre en su alcoba, ella, que tantos años había sabido luchar antes de caer.

Aquella tarde de Navidad, después de recoger el servicio del café, Petra salió de casa y se dirigió a la del Magistral.

La recibió doña Paula. Eran ahora muy buenas amigas. La madre del Provisor conocía la estrecha simpatía que existía entre Teresina y la doncella de la Regenta; y por la actual criada del señorito, de su hijo, sabía que en el ánimo de Fermín, Petra era la persona destinada a sustituir a Teresa el día, próximo ya, en que esta alcanzara el premio consabido de salir de allí casada para administrar ciertos bienes de los Provisores.   —500→   Doña Paula, que entendía a medias palabras, y aun sin necesidad de ellas, ganosa de satisfacer aquel deseo de su hijo, según su política constante, y de satisfacerle de una manera pulcra, intachable en la forma, anticipándose a él, había resuelto tomar la iniciativa y ofrecer a Petra ella misma aquel puesto que la rubia lúbrica tanto ambicionaba. La proposición se hizo aquella tarde. Teresina iba a salir de casa de un día a otro. Petra aceptó sin titubear, temblando de alegría. Hasta que estuvo en el caserón de vuelta, no se le ocurrió pensar que aquella felicidad suya acarreaba la desgracia de muchos, y hasta cierto punto su propio daño. Adiós amores con don Álvaro, amores cada vez más escasos, más escatimados por el libertino gracioso, que iba menudeando las propinas y encareciendo las caricias, pero al fin amores señoritos, que la tenían orgullosa. ¿Qué hacer? No cabía duda, ser prudente, coger el codiciado fruto, entrar en aquella canonjía, en casa del Magistral. Para esto era preciso echar a rodar todo lo demás, romper aquel hilo que ella tenía en la mano y del que estaban colgadas la honra, la tranquilidad, tal vez la vida de varias personas. Al pensar esto Petra se encogió de hombros. Se le figuró ver que caía la Regenta y se aplastaba, que caía el Magistral y se aplastaba, que caía don Víctor y se convertía en tortilla, que el mismo don Álvaro rodaba por el suelo hecho añicos. No importaba. Había llegado el momento. Si perdía la ocasión, la vacante de Teresina, podía entrar otra y adiós señorío futuro. No había más remedio que ocupar la plaza inmediatamente. Pero entonces había que decírselo todo al Provisor, porque en saliendo de aquella casa ya no podía ser espía, ni ayudar al que la pagaba a abrir los ojos de aquel estúpido de don Víctor, que,   —501→   como era natural, querría vengarse, castigar a los culpables; que sería lo que necesitaba el canónigo, puesto que él no podía con sus manteos al hombro ir a desafiar a don Álvaro. Petra discurría perfectamente en estas materias, porque leía folletines, la colección de Las Novedades, que dejara en un desván doña Anuncia, y sabía quién desafía a quién, llegado el caso de descubrirse los amores de una señora casada. El que desafía es el marido, no un pretendiente desairado, y mucho menos siendo cura. No había duda, el Magistral la necesitaba a ella en el caserón llegado el momento crítico... si salía antes y después no le servía, podía echarla de casa por inútil. Había que hacerlo todo pronto, inmediatamente. ¿Y qué iba a hacer? Una traición, eso desde luego, pero ¿cómo...?

En esto pensaba cuando entró en el comedor, ya al obscurecer, a preparar la lámpara. Sintió que la sujetaban por la cintura y le daban un beso en la nuca.

«Era el otro; ¡pobre, no sabía lo que le aguardaba!».

Don Álvaro, después de su conversación con Ana, la había hecho retirarse y se había quedado solo en el comedor para «dar el ataque» a Petra y proponerle, entre caricias, de que cada día le pesaba más, el cambio de amos. No era cierto que hubiese vacante en la fonda, pero allí era él amo y se crearía la vacante. Con toda la diplomacia que pudo emplear un hombre que se creía principalmente político y era seductor de oficio, ofreció a la doncella la nueva posición, «que sería divertidísima, y lucrativa como pocas». Don Víctor le tenía miedo, doña Ana también, cada cual por su motivo, y él, don Álvaro, sería mucho mejor servido si Petra consentía en salir de la casa.

«Ya ves, hija, tú has cometido una falta, tratar a la   —502→   señora con altivez, con insolencia; esto, que es feo de por sí, la asustó a ella haciéndole creer que sabes algo y que abusas de tu secreto; le asustó a él que teme que vas a cantar, y me perjudica a mí, como comprendes, porque... ya ves... estando asustada ella... recelosa... pago yo. A ti ya no te necesito en esta casa, porque yo entro y salgo ya sin guías... y allá en casa... en la fonda puedes sernos útil... Además...».

Además, don Álvaro comprendía que ya no podía pagar a Petra sus servicios con amor, porque cada día era más urgente economizarlo; y llevando a la chica a la fonda, allí otros huéspedes hambrientos de esta clase de bocados la distraerían y él cumpliría con propinas en adelante. En suma, ya le estorbaba Petra en el caserón de los Ozores por muchos conceptos. Pero a ella no se le podían dar tales razones.

-Señorito -dijo Petra, que a pesar de su resolución reciente, sintió en el orgullo una herida de tres pulgadas- no necesita apurarse tanto para convencerme de que debo irme de esta casa.

-No, hija, lo que es, si tú lo tomas por donde quema, yo no insisto.

-No señor, si no me deja usted explicarme... Si yo quiero salir de aquí; si precisamente... pero en cuanto a lo de irme a la fonda, no señor. Una cosa es que una tenga sus caprichos y una buena voluntad, ¿entiende usted? y otra cosa que a una la regalen a los amigos, y la lleven y la traigan... y...

-Pero, Petrica, si no es eso, si yo por tu bien...

Don Álvaro bajaba la voz y Petra la levantaba.

Pero la astuta moza, que sabía contenerse, cuando era por su bien, se reprimió, y cambiando el tono, y el estilo se disculpó, disimuló el enojo, y dijo que todo estaba   —503→   perfectamente, y que ella misma pediría la soldada, y se iría tan contenta, no a la fonda, sino a otra casa; una proporción que tenía, y que no podía decir todavía cuál era. Por lo demás, tan amigos, y si el señorito, don Álvaro, la necesitaba, allí la tenía, porque la ley era ley; y en lo tocante a callar, un sepulcro. Que ella lo había hecho por afición a una persona, que no había por qué ocultarlo, y por lástima de otra, casada con un viejo chocho, inútil y chiflao que era una compasión.

Petra engañó otra vez a Mesía. Hasta le consintió nuevas caricias de gratitud que él se juró serían las últimas, por lo de la economía, que le tenía maniático.

Don Víctor supo aquella noche en el Casino que al día siguiente Petra pediría la cuenta, se marcharía.

¡Oh placer! Quintanar respiró con fuerza de fuelle y abrazó a su amigo. «Le debía algo mejor que la vida, la tranquilidad de su hogar doméstico».

Trabajaba don Fermín en su despacho, envueltos los pies en el mantón viejo de su madre; escribía a la luz blanquecina y monótona de la mañana nublada. Un ruido le distrajo, levantó los ojos y vio en medio del umbral a doña Paula, pálida, más pálida que solía.

-¿Qué hay, madre?

-Está ahí esa Petra, la de Quintanar, que quiere hablarte.

-¡Hablarme!... ¿tan temprano? ¿qué hora es?

-Las nueve... Dice que es cosa urgente... Parece que viene asustada... le tiembla la voz...

El Magistral se puso del color de su madre, y en pie como por máquina:

-Que entre, que entre...

Doña Paula dio media vuelta y salió al pasillo. Antes   —504→   acarició a su hijo con una mirada de compasión de madre.

-Entra... dijo a Petra que, toda de negro, esperaba, con la cabeza inclinada sobre el pecho.

Doña Paula quería comerse con los ojos el secreto de la criada. ¿Qué sería? Dudó un momento... estuvo casi resuelta a preguntar... pero se contuvo y dijo otra vez:

-Anda, hija mía, entra.

«Hija mía -pensó Petra- esta me quiere en casa; segura es mi suerte».

-¿Qué hay? -gritó el Magistral acercándose a la criada, como queriendo salir al paso a las noticias...

Petra vio que estaban solos... y se echó a llorar.

Don Fermín hizo un gesto de impaciencia, que no vio Petra, porque tenía los ojos humillados. Había querido hablar el canónigo, pero no había podido; sentía en la garganta manos de hierro, y por el espinazo y las piernas sacudimientos y un temblor tenue, frío y constante.

-¡Pronto! ¿qué pasa?... -pudo preguntar al cabo.

Petra dijo, sin cesar de gemir, que necesitaba que la oyese en confesión, que no sabía si era una buena obra o un pecado lo que iba a hacer, que ella quería servirle a él, servir a su amo, servir a Dios, que al fin religión era también el interés del prójimo, pero... temía... no sabía si debía...

-¡Habla!... ¡habla!... te digo que hables pronto... ¿qué hay, Petra?... ¿qué hay?... -Don Fermín, con disimulo, apoyó una mano en la mesa. Hubo una pausa-. Habla, por Dios...

-¿En confesión?

-Petra, habla... pronto...

-Señor, yo he prometido decir a usted... todo...

-Sí, todo, habla.

  —505→  

-Pero ahora no sé... no sé... si debo...

Don Fermín corrió a la puerta, la cerró por dentro, y volviéndose rápido y con ademán descompuesto, gritó, sujetando con fuerza el brazo de la criada:

-¡Déjate de disimulos, habla o te arranco yo las palabras!

Petra le miró cara a cara, fingiendo humildad y miedo; «quería ver el gesto que ponía aquel canónigo al saber que la señorona se la pegaba».

Petra dijo, sin rodeos, que había visto ella, con sus propios ojos, lo que jamás hubiera creído. El mejor amigo del amo, aquel don Álvaro que de día no se separaba de don Víctor... entraba de noche en el cuarto de la señora por el balcón y no salía de allí hasta el amanecer. Ella le había visto una noche, creyendo que soñaba, porque se había puesto a espiar creyendo así desvanecer ciertas sospechas, pero ¡ay! era verdad, era verdad... Aquel infame había pervertido a la señorita, una santa... ¡Bien temía don Fermín!...».

Petra seguía hablando, pero hacía rato que De Pas no la oía.

En cuanto comprendió de qué se trataba, antes de oír las frases crudas con que pintó la rubia lúbrica el asalto del caserón de los Ozores por el Tenorio vetustense, don Fermín giró sobre los talones, como si fuera a caer desplomado, dio dos pasos inciertos y llegó al balcón contra cuyos cristales apoyó la frente. Parecía mirar a la calle. Pero tenía los ojos cerrados.

Oía a Petra sin entender bien su palique, le molestaba el ruido de la voz aguda y lacrimosa, no lo que decía, que ya no llegaba a la atención del canónigo; quería mandarla callar, pero no podía, no podía hablar, no podía moverse...

  —506→  

Petra habló todo lo que quiso. Cuando calló, se oyeron nada más los ruidos apagados de la calle; las ruedas de un coche que corría muy lejos, la voz de un mercader ambulante que pregonaba a grito limpio paños de manos y encajes finos.

El Magistral estaba pensando que el cristal helado que oprimía su frente parecía un cuchillo que le iba cercenando los sesos; y pensaba además que su madre al meterle por la cabeza una sotana le había hecho tan desgraciado, tan miserable, que él era en el mundo lo único digno de lástima. La idea vulgar, falsa y grosera de comparar al clérigo con el eunuco se le fue metiendo también por el cerebro con la humedad del cristal helado. «Sí, él era como un eunuco enamorado, un objeto digno de risa, una cosa repugnante de puro ridícula... Su mujer, la Regenta, que era su mujer, su legítima mujer, no ante Dios, no ante los hombres, ante ellos dos, ante él sobre todo, ante su amor, ante su voluntad de hierro, ante todas las ternuras de su alma, la Regenta, su hermana del alma, su mujer, su esposa, su humilde esposa... le había engañado, le había deshonrado, como otra mujer cualquiera; y él, que tenía sed de sangre, ansias de apretar el cuello al infame, de ahogarle entre sus brazos, seguro de poder hacerlo, seguro de vencerle, de pisarle, de patearle, de reducirle a cachos, a polvo, a viento; él atado por los pies con un trapo ignominioso, como un presidiario, como una cabra, como un rocín libre en los prados, él, misérrimo cura, ludibrio de hombre disfrazado de anafrodita, él tenía que callar, morderse la lengua, las manos, el alma, todo lo suyo, nada del otro, nada del infame, del cobarde que le escupía en la cara porque él tenía las manos atadas... ¿Quién le tenía sujeto? El mundo entero... Veinte siglos de religión,   —507→   millones de espíritus ciegos, perezosos, que no veían el absurdo porque no les dolía a ellos, que llamaban grandeza, abnegación, virtud a lo que era suplicio injusto, bárbaro, necio, y sobre todo cruel... cruel... Cientos de papas, docenas de concilios, miles de pueblos, millones de piedras de catedrales y cruces y conventos... toda la historia, toda la civilización, un mundo de plomo, yacían sobre él, sobre sus brazos, sobre sus piernas, eran sus grilletes... Ana que le había consagrado el alma, una fidelidad de un amor sobrehumano, le engañaba como a un marido idiota, carnal y grosero... ¡Le dejaba para entregarse a un miserable lechuguino, a un fatuo, a un elegante de similor, a un hombre de yeso... a una estatua hueca!... Y ni siquiera lástima le podía tener el mundo, ni su madre que creía adorarle, podía darle consuelo, el consuelo de sus brazos y sus lágrimas... Si él se estuviera muriendo, su madre estaría a sus pies mesándose el cabello, llorando desesperada; y para aquello, que era mucho peor que morirse, mucho peor que condenarse... su madre no tenía llanto, abrazos, desesperación, ni miradas siquiera... Él no podía hablar, ella no podía adivinar, no debía... No había más que un deber supremo, el disimulo; silencio... ¡ni una queja, ni un movimiento! Quería correr, buscar a los traidores, matarlos... ¿sí? pues silencio... ni una mano había que mover, ni un pie fuera de casa... Dentro de un rato sí, ¡a coro a coro! ¡Tal vez a decir misa... a recibir a Dios!». El Provisor sintió una carcajada de Lucifer dentro del cuerpo; sí, el diablo se le había reído en las entrañas... ¡y aquella risa profunda, que tenía raíces en el vientre, en el pecho, le sofocaba... y le asfixiaba!...

Abrió el balcón de un puñetazo y el aire frío y húmedo le trajo la idea lejana de la realidad, y oyó la tos discreta   —508→   de Petra, que aguardaba allí, detrás, clavándole los ojos en la nuca.

Cerró el balcón don Fermín, volviose y miró con ojos de idiota a la rubia que enjugaba lágrimas villanas. «¿No necesitaba un instrumento para luchar, para hacer daño? Aquel era el único que tenía».

Petra callaba inmóvil, esperando servir a su dueño.

Gozaba voluptuosa delicia viendo padecer al canónigo, pero quería más, quería continuar su obra, que la mandasen clavar en el alma de su ama, de la orgullosa señorona, todas aquellas agujas que acababa de hundir en las carnes del clérigo loco.

Una voz lenta, ronca, mate, que no parecía haber sonado en el despacho, voz de ventrílocuo, preguntó:

-¿Y tú, qué piensas hacer... ahora?

-¿Yo?... dejar aquella casa, señor... «¿No quiere ser franco? -pensó Petra- pues que padezca; él vendrá a buscarme donde quiero que me busque». Dejar aquella casa -repitió- ¿qué he de hacer? Yo no quiero ayudar con mi silencio a la vergüenza del amo; remediarlo no puedo, pero puedo salir de aquella casa.

-¿Y a ti... no te importa el honor de don Víctor? Así agradeces el pan... que comiste tantos años...

-Señor, yo ¿qué puedo hacer por él?

-En saliendo nada.

-Pues me echan.

-¿Ellos?

-Sí, ellos; ayer el señorito Álvaro, que es el que manda allí... porque el amo está ciego, ve por sus ojos: el señorito Álvaro me puso de patitas en la calle. Hoy debo despedirme. Me ofreció colocación en la fonda; pero yo prefiero quedar en la calle...

  —509→  

-Vendrás a esta casa, Petra -dijo la voz de caverna, con esfuerzos inútiles por ser dulce.

Petra volvió a llorar. «¿Cómo pagaría ella tal caridad, etc., etc.?».

Aquella ternura facilitó el tratado; cediendo cada cual un poco de su tesón, se fueron acercando al infame convenio, a la intriga asquerosa y vil; al principio fingiendo pulcritud, invocando santos intereses, después olvidando estas fórmulas; y por fin el Magistral ofreció a la moza asegurar su suerte, colmar su ambición, y ella poner ante los ojos de Quintanar su vergüenza de modo tan evidente, tan palpable que aquel señor, si corría sangre de hombre por su cuerpo, tuviese que castigar a los traidores como tenían bien merecido.

Al terminar aquella conferencia hablaban como dos cómplices de un crimen difícil. El Magistral excusaba palabras, pero no las que aclaraban su proyecto. «¿Qué iba a hacer Petra para poner a la vista del estúpido Quintanar aquella vergüenza? ¿Revelaciones? no podían hacérsele. ¿Anónimos? eran expuestos...». «¡Qué! no señor, nada de eso; ha de verlo él», repetía Petra, olvidada de sus fingimientos, con placer de artista.

Había allí dos criminales apasionados, y ningún testigo de la ignominia; cada cual veía su venganza, no el crimen del otro ni la vergüenza del pacto.

Cuando Petra salió de casa del Magistral, este sintió dentro de sí un hombre nuevo; el hombre que hería de muerte por venganza, el criminal, el ciego por la pasión, «el asesino, sí, el asesino; la otra era su instrumento, el asesino él. Y no le pesaba, no... cien muertes, cien muertes para los infames». «¿Qué haría don Víctor? ¿De qué comedia antigua se acordaría para vengar su ultraje   —510→   cumplidamente? ¿La mataría a ella primero? ¿Iría antes a buscarle a él?...».

Al día siguiente, 27 de Diciembre, don Víctor y Frígilis debían tomar el tren de Roca-Tajada a las ocho cincuenta para estar en las Marismas de Palomares a las nueve y media próximamente. Algo tarde era para comenzar la persecución de los patos y alcaravanes, pero no había de establecer la empresa un tren especial para los cazadores. Así que se madrugaba menos que otros años. Quintanar preparaba su reloj despertador de suerte que le llamase con un estrépito horrísono a las ocho en punto. En un decir Jesús se vestía, se lavaba, salía al parque donde solía esperar dos o tres minutos a Frígilis, si no le encontraba ya allí, y en esto y en el viaje a la estación se empleaba el tiempo necesario para llegar algunos minutos antes de la salida del tren mixto.

De un sueño dulce y profundo, poco frecuente en él, despertó Quintanar aquella mañana con más susto que solía, aturdido por el estridente repique de aquel estertor metálico, rápido y descompasado. Venció con gran trabajo la pereza, bostezó muchas veces, y al decidirse a saltar del lecho no lo hizo sin que el cuerpo encogido protestara del madrugón importuno. El sueño y la pereza le decían que parecía más temprano que otros días, que el despertador mentía como un deslenguado, que no debía de ser ni con mucho la hora que la esfera rezaba. No hizo caso de tales sofismas el cazador, y sin dejar de abrir la boca y estirar los brazos se dirigió al lavabo y de buenas a primeras zambulló la cabeza en agua fría. Así contestaba don Víctor a las sugestiones de la mísera carne que pretendía volverse a las ociosas plumas.

  —511→  

Cuando ya tenía las ideas más despejadas, reconoció imparcialmente que la pereza aquella mañana no se quejaba de vicio. «Debía de ser en efecto bastante más temprano de lo que decía el reloj. Sin embargo, él estaba seguro de que el despertador no adelantaba y de que por su propia mano le había dado cuerda y puéstole en la hora la mañana anterior. Y con todo, debía de ser más temprano de lo que allí decía; no podían ser las ocho, ni siquiera las siete, se lo decía el sueño que volvía, a pesar de las abluciones, y con más autoridad se lo decía la escasa luz del día». «El orto del sol hoy debe de ser a las siete y veinte, minuto arriba o abajo; pues bien, el sol no ha salido todavía, es indudable; cierto que la niebla espesísima y las nubes cenicientas y pesadas que cubren el cielo hacen la mañana muy obscura, pero no importa, el sol no ha salido todavía, es demasiada obscuridad esta, no deben de ser ni siquiera las siete». No podía consultar el reloj de bolsillo, porque el día anterior al darle cuerda le había encontrado roto el muelle real.

«Lo mejor será llamar».

Salió a los pasillos en zapatillas.

-¡Petra! ¡Petra! -dijo, queriendo dar voces sin hacer ruido.

-Petra, Petra... ¡Qué diablos! cómo ha de contestar si ya no está en casa... la pícara costumbre, el hombre es un animal de costumbres.

Suspiró don Víctor. Se alegraba en el alma de verse libre de aquel testigo y semi-víctima de sus flaquezas; pero, así y todo, al recordar ahora que en vano gritaba «¡Petra!», sentía una extraña y poética melancolía. «¡Cosas del corazón humano!».

-¡Servanda! ¡Servanda! ¡Anselmo! ¡Anselmo!

  —512→  

Nadie respondía.

-No hay duda, es muy temprano. No es hora de levantarse los criados siquiera. ¿Pero entonces? ¿Quién me ha adelantado el reloj?... ¡Dos relojes echados a perder en dos días!... Cuando entra la desgracia por una casa...

Don Víctor volvió a dudar. ¿No podían haberse dormido los criados? ¿No podía aquella escasez de luz originarse de la densidad de las nubes? ¿Por qué desconfiar del reloj si nadie había podido tocar en él? ¿Y quién iba a tener interés en adelantarle? ¿Quién iba a permitirse semejante broma? Quintanar pasó a la convicción contraria; se le antojó que bien podían ser las ocho, se vistió deprisa, cogió el frasco del anís, bebió un trago según acostumbraba cuando salía de caza aquel enemigo mortal del chocolate, y echándose al hombro el saco de las provisiones, repleto de ricos fiambres, bajó a la huerta por la escalera del corredor pisando de puntillas, como siempre, por no turbar el silencio de la casa. «Pero a los criados ya los compondría él a la vuelta. ¡Perezosos! Ahora no había tiempo para nada... Frígilis debía de estar ya en el Parque esperándole impaciente...».

-Pues señor, si en efecto son las ocho no he visto día más obscuro en mi vida. Y sin embargo, la niebla no es muy densa... no... ni el cielo está muy cargado... No lo entiendo.

Llegó Quintanar al cenador que era el lugar de cita... ¡Cosa más rara! Frígilis no estaba allí. ¿Andaría por el parque?... Se echó la escopeta al hombro, y salió de la glorieta.

En aquel momento el reloj de la catedral, como si bostezara dio tres campanadas.

  —513→  

Don Víctor se detuvo pensativo, apoyó la culata de su escopeta en la arena húmeda del sendero y exclamó:

-¡Me lo han adelantado! ¿Pero quién? ¿Son las ocho menos cuarto o las siete menos cuarto? ¡Esta obscuridad!...

Sin saber por qué sintió una angustia extraña, «también él tenía nervios, por lo visto». Sin comprender la causa, le preocupaba y le molestaba mucho aquella incertidumbre. «¿Qué incertidumbre? Estaba antes obcecado; aquella luz no podía ser la de las ocho, eran las siete menos cuarto, aquello era el crepúsculo matutino, ahora estaba seguro... Pero entonces ¿quién le había adelantado el despertador más de una hora? ¿Quién y para qué? Y sobre todo, ¿por qué este accidente sin importancia le llegaba tan adentro? ¿qué presentía? ¿por qué creía que iba a ponerse malo?...».

Había echado a andar otra vez; iba en dirección a la casa, que se veía entre las ramas deshojadas de los árboles, apiñados por aquella parte. Oyó un ruido que le pareció el de un balcón que abrían con cautela; dio dos pasos más entre los troncos que le impedían saber qué era aquello, y al fin vio que cerraban un balcón de su casa y que un hombre que parecía muy largo se descolgaba, sujeto a las barras y buscando con los pies la reja de una ventana del piso bajo para apoyarse en ella y después saltar sobre un montón de tierra.

«El balcón era el de Anita».

El hombre se embozó en una capa de vueltas de grana y esquivando la arena de los senderos, saltando de uno a otro cuadro de flores, y corriendo después sobre el césped a brincos, llegó a la muralla, a la esquina que daba a la calleja de Traslacerca; de un salto se puso sobre una pipa medio podrida que estaba allá arrinconada,   —514→   y haciendo escala de unos restos de palos de espaldar clavados entre la piedra, llegó, gracias a unas piernas muy largas, a verse a caballo sobre el muro.

Don Víctor le había seguido de lejos, entre los árboles; había levantado el gatillo de la escopeta sin pensar en ello, por instinto, como en la caza, pero no había apuntado al fugitivo. «Antes quería conocerle». No se contentaba con adivinarle.

A pesar de la escasa luz del crepúsculo, cuando aquel hombre estuvo a caballo en la tapia, el dueño del parque ya no pudo dudar.

«¡Es Álvaro!» pensó don Víctor, y se echó el arma a la cara.

Mesía estaba quieto, mirando hacia la calleja, inclinado el rostro, atento sólo a buscar las piedras y resquicios que le servían de estribos en aquel descendimiento.

«¡Es Álvaro!» pensó otra vez don Víctor, que tenía la cabeza de su amigo al extremo del cañón de la escopeta.

«Él estaba entre árboles; aunque el otro mirase hacia el parque no le vería. Podía esperar, podía reflexionar, tiempo había, era tiro seguro; cuando el otro se moviera para descolgarse... entonces».

«Pero tardaba años, tardaba siglos. Así no se podía vivir, con aquel cañón que pesaba quintales, mundos de plomo y aquel frío que comía el cuerpo y el alma no se podía vivir... Mejor suerte hubiera sido estar al otro extremo del cañón, allí sobre la tapia... Sí, sí; él hubiera cambiado de sitio. Y eso que el otro iba a morir».

«Era Álvaro, ¡y no iba a durar un minuto! ¿Caería en el parque o a la calleja?...».

No cayó; descendió sin prisa del lado de Traslacerca,   —515→   tranquilo, acostumbrado a tal escalo, conocido ya de las piedras del muro. Don Víctor le vio desaparecer sin dejar la puntería y sin osar mover el dedo que apoyaba en el gatillo; ya estaba Mesía en la calleja y su amigo seguía apuntando al cielo.

-¡Miserable! ¡debí matarle! -gritó don Víctor cuando ya no era tiempo; y como si le remordiera la conciencia, corrió a la puerta del parque, la abrió, salió a la calleja y corrió hacia la esquina de la tapia por donde había saltado su enemigo. No se veía a nadie. Quintanar se acercó a la pared y vio en sus piedras y resquicios la escalera de su deshonra.

«Sí, ahora lo veía perfectamente; ahora no veía más que eso; ¡y cuántas veces había pasado por allí sin sospechar que por aquella tapia se subía a la alcoba de la Regenta!. Volvió al parque; reconoció la pared por aquel lado. La pipa medio podrida arrimada al muro, como al descuido, los palos del espaldar roto formaban otra escala; aquella la veía todos los días veinte veces y hasta ahora no había reparado lo que era: ¡una escala! Aquello le parecía símbolo de su vida: bien claras estaban en ella las señales de su deshonra, los pasos de la traición; aquella amistad fingida, aquel sufrirle comedias y confidencias, aquel malquistarle con el señor Magistral... todo aquello era otra escala y él no la había visto nunca, y ahora no veía otra cosa».

«¿Y Ana? ¡Ana! Aquella estaba allí, en casa, en el lecho; la tenía en sus manos, podía matarla, debía matarla. Ya que al otro le había perdonado la vida... por horas, nada más que por horas, ¿por qué no empezaba por ella? Sí, sí, ya iba, ya iba; estaba resuelto, era claro, había que matar, ¿quién lo dudaba? pero antes... antes quería meditar, necesitaba calcular... sí, las consecuencias   —516→   del delito... porque al fin era delito...». «Ellos eran unos infames, habían engañado al esposo, al amigo... pero él iba a ser un asesino, digno de disculpa, todo lo que se quiera, pero asesino».

Se sentó en un banco de piedra. Pero se levantó en seguida: el frío del asiento le había llegado a los huesos; y sentía una extraña pereza su cuerpo, un egoísmo material que le pareció a don Víctor indigno de él y de las circunstancias. Tenía mucho frío y mucho sueño; sin querer, pensaba en esto con claridad, mientras las ideas que se referían a su desgracia, a su deshonra, a su vergüenza, se mostraban reacias, huían, se confundían y se negaban a ordenarse en forma de raciocinio.

Entró en el cenador y se sentó en una mecedora. Desde allí se veía el balcón de donde había saltado don Álvaro.

El reloj de la catedral dio las siete.

Aquellas campanadas fijaron en la cabeza aturdida de Quintanar la triste realidad... «Le habían adelantado el reloj. ¿Quién? Petra, sin duda Petra. Había sido una venganza. ¡Oh! una venganza bien cumplida. Ahora le parecía absurdo haber tomado la poca luz del alba por día nublado. Y si Petra no hubiera adelantado el reloj o si él no lo hubiese creído, tal vez ignoraría toda la vida la desgracia horrible... aquella desgracia que había acabado con la felicidad para siempre. La pereza de ser desgraciado, de padecer, unida a la pereza del cuerpo que pedía a gritos colchones y sábanas calientes, entumecían el ánimo de don Víctor que no quería moverse, ni sentir, ni pensar, ni vivir siquiera. La actividad le horrorizaba... ¡Oh, qué bien si se parase el tiempo! Pero no, no se paraba; corría, le arrastraba consigo; le gritaba: muévete; haz algo, tu deber; aquí de tus promesas, mata,   —517→   quema, vocifera, anuncia al mundo tu venganza, despídete de la tranquilidad para siempre, busca energía en el fondo del sueño, de los bostezos arranca los apóstrofes del honor ultrajado, representa tu papel, ahora te toca a ti, ahora no es Perales quien trabaja, eres tú, no es Calderón quien inventa casos de honor, es la vida, es tu pícara suerte, es el mundo miserable que te parecía tan alegre, hecho para divertirse y recitar versos... Anda, anda, corre, sube, mata a la dama, después desafía al galán y mátale también... no hay otro camino. ¡Y a todo esto sin poder menear pie ni mano, muerto de sueño, aborreciendo la vigilia que presentaba tales miserias, tanta desgracia, que iba a durar ya siempre!».

«Pero había llegado la suya. Aquel era su drama de capa y espada. Los había en el mundo también. ¡Pero qué feos eran, qué horrorosos! ¿Cómo podía ser que tanto deleitasen aquellas traiciones, aquellas muertes, aquellos rencores en verso y en el teatro? ¡Qué malo era el hombre! ¿Por qué recrearse en aquellas tristezas cuando eran ajenas, si tanto dolían cuando eran propias? ¡Y él, el miserable, hombre indigno, cobarde, estaba filosofando y su honor sin vengar todavía!... ¡Había que empezar, volaba el tiempo!... ¡Otro tormento! ¡el orden de la función, el orden de la trama! ¿Por dónde iba a empezar, qué iba a decir; qué iba a hacer, cómo la mataba a ella, cómo le buscaba a él?».

El reloj de la catedral dio las siete y media.

De un brinco se puso Quintanar en pie.

-¡Media hora! media hora en un minuto; y no he oído el cuarto...

Y Frígilis va a llegar... y yo no he resuelto...

Don Víctor tuvo conciencia clara de que su voluntad estaba inerte, no podía resolver. Se despreció profundamente,   —518→   pero más profundo que el desprecio fue el consuelo que sintió al comprender que no tenía valor para matar a nadie, así, tan de repente.

-O subo y la mato ahora mismo, antes que llegue Tomás, o ya no la mato hoy...

Volvió a caer sentado en la mecedora, y aliviada su angustia con la laxitud del ánimo, que ya no luchaba con la impotencia de la voluntad, recobró parte de su vigor el sentimiento, y el dolor de la traición le pinchó por la vez primera con fuerza bastante para arrancarle lágrimas.

Lloró como un anciano, y pensó en que ya lo era. Jamás se le había ocurrido tal idea. Su temperamento le engañaba, fingiendo una juventud sin fin; la desgracia al herirle de repente le desteñía, como un chubasco, todas las canas del espíritu.

«Ay, sí, era un pobre viejo; un pobre viejo, y le engañaban, se burlaban de él. Llegaba la edad en que iba a necesitar una compañera, como un báculo... y el báculo se le rompía en las manos, la compañera le hacía traición, iba a estar solo... solo; le abandonaban la mujer y el amigo...».

El dolor, la lástima de sí mismo, trajeron a su pensamiento ideas más naturales y oportunas que las que despertara, entre fantasmas de fiebre y de insomnio, la indignación contrahecha por las lecturas románticas y combatida por la pereza, el egoísmo y la flaqueza del carácter.

No sentía celos, no sentía en aquel momento la vergüenza de la deshonra, no pensaba ya en el mundo, en el ridículo que sobre él caería; pensaba en la traición, sentía el engaño de aquella Ana a quien había dado su honor, su vida, todo. ¡Ay, ahora veía que su cariño era   —519→   más hondo de lo que él mismo creyera; queríala más ahora que nunca, pero claramente sentía que no era aquel amor de amante, amor de esposo enamorado, sino como de amigo tierno, y de padre... sí, de padre dulce, indulgente y deseoso de cuidados y atenciones!

«¡Matarla! -eso se decía pronto- ¡pero matarla!... Bah, bah... los cómicos matan en seguida, los poetas también, porque no matan de veras... pero una persona honrada, un cristiano no mata así, de repente, sin morirse él de dolor, a las personas a quien vive unido con todos los lazos del cariño, de la costumbre... Su Ana era como su hija... Y él sentía su deshonra como la siente un padre, quería castigar, quería vengarse, pero matar era mucho. No, no tendría valor ni hoy ni mañana, ni nunca, ¿para qué engañarse a sí mismo? Mata el que se ciega, el que aborrece, él no estaba ciego, no aborrecía, estaba triste hasta la muerte, ahogándose entre lágrimas heladas; sentía la herida, comprendía todo lo ingrata que era ella, pero no la aborrecía, no quería, no podría matarla. Al otro sí; Álvaro tenía que morir; pero frente a frente, en duelo, no de un tiro, no; con una espada lo mataría, aquello era más noble, más digno de él. Frígilis tenía que encargarse de todo. Pero ¿cuándo? ¿ahora? ¿en cuanto llegase? No... tampoco se atrevía a decírselo así, de repente. Después de hablar con alma humana de tan vergonzoso descubrimiento, ya no había modo de volverse atrás, esto es, de cambiar de resolución, de aplazar ni modificar la venganza. En cuanto alguien lo supiera había que proceder de prisa, con violencia; lo exigía así el mundo, las ideas del honor; él era al fin un marido burlado... Y a ella habría que llevarla a un convento. Y él, se volvería a su tierra, si no le mataba Mesía; se escondería en La Almunia de don Godino».

  —520→  

Al llegar aquí se acordó el infeliz esposo que Ana, meses antes, le proponía un viaje a La Almunia. «¡Tal vez si él hubiera aceptado, se hubiese evitado aquella desgracia... irreparable! Sí, irreparable, ¿qué duda cabía?».

«¿Y Petra? ¡Maldita sea! Petra... ¡Es ella quien me hace tan desgraciado, quien me arroja en este pozo obscuro de tristeza, de donde ya no saldré aunque mate al mundo entero; aunque haga pedazos a Mesía y entierre viva a la pobre Ana!... ¡Ay, Ana también va a ser bien infeliz!».

La catedral dio ocho campanadas. «¡Las ocho! Ahora debía yo despertar... y no sabría nada».

Este pensamiento le avergonzó. En su cerebro estalló la palabra grosera con que el vulgo mal hablado nombra a los maridos que toleran su deshonra... y la ira volvió a encenderse en su pecho, sopló con fuerza y barrió el dolor tierno... «¡Venganza! ¡venganza! -se dijo- o soy un miserable, un ser digno de desprecio...».

Sintió pasos sobre la arena, levantó la cabeza y vio a su lado a Frígilis.

-¡Hola! parece que se ha madrugado -dijo Crespo, que gustaba de ser siempre el primero.

-Vamos, vamos -contestó don Víctor, volviendo a levantarse y después de colgar la escopeta del hombro.

La presencia de Frígilis le había asustado; sacó fuerzas de flaqueza para tomar un partido de repente. Se resolvió por fin. Resolvió callar, disimular, ir a caza. «Allá en los prados de las marismas, cuando se quedara solo en acecho, en todo aquel día triste que iba a ser tan largo, meditaría... y a la vuelta, a la vuelta acaso tendría ya formado su plan, y consultaría con Tomás y le mandaría a desafiar al otro, si era esto lo que procedía. Por ahora callar, disimular. Aquello no podía   —521→   echarse a volar así como quiera. El descubrimiento que debía a Petra no era para revelado sin su cuenta y razón. A Frígilis podía decírsele todo, pero a su tiempo».

Salieron del Parque. El mismo Quintanar cerró la verja con su llave. Crespo iba delante. Miró don Víctor hacia el fondo de la huerta, hacia el caserón que ya le parecía otro... «¿Qué hacía? ¿Era un cobarde aplazando su venganza? No, porque... ellos no sospechaban nada, no escaparían, no había miedo. Silencio y disimulo, esto hacía falta ahora. Y reflexionar mucho. Cualquier cosa que hiciera ¡iba a ser tan grave!». Le acongojaba la idea de la inmensa responsabilidad de sus próximos actos. El sentir que de su voluntad siempre tornadiza, impresionable y débil iban ahora a depender sucesos tan importantes, la suerte de varias personas, le sumía en una especie de pánico taciturno y desesperado. Veleidades tenía de llamar a Frígilis, decírselo todo, ponerlo en sus manos todo... «Frígilis, aunque era un soñador, llegado el caso tenía mejor sentido que él; sabría ser más práctico... ¿Qué haría?».

Por lo pronto seguir a Tomás a la estación. Y callar. Para hablar siempre era tiempo.

La mañana seguía cenicienta; nubes y más nubes plomizas salían como de un telar de los picos y mesetas del Corfín, caían sobre la sierra, se arrastraban por sus cumbres, resbalaban hacia Vetusta y llenaban el espacio de una tristeza gris, muda y sorda.

«No hace frío», observó Frígilis al llegar a la estación. No llevaba más abrigo que su bufanda a cuadros. Pero decía él que su cazadora valía por la piel de un proboscidio. No le entraban balas ni catarros.

En cambio Quintanar, ceñido al cuerpo el capotón   —522→   espeso, tenía que hacer esfuerzos para no dar diente con diente. -¡No, no hace mucho frío! -dijo, por miedo de delatarse.

«Afortunadamente éste es un sonámbulo que no se fija nunca en si los demás tienen cara de risa o cara de vinagre. Debo de estar pálido, desencajado... pero este egoísta no ve nada de eso».

Entraron en un coche de tercera. En su mismo banco Frígilis encontró antiguos conocidos. Eran dos ganaderos que volvían de Castilla y después de hacer noche en Vetusta buscaban el amor de su hogar allá en la aldea. Crespo, como si no hubiera en el mundo penas, ni amigos que se ahogaban en ellas, alegre, con aquel insultante regocijo que le inspiraba a él la helada en las mañanas más frías del año, frotaba las manos y hablaba del precio de las reses, y de las ventajas de la parcería, locuaz, como nunca se le veía en Vetusta. Parecía que, según el tren se alejaba de los tejados de un rojo sucio, casi pardo de la ciudad triste, sumida en sueño y en niebla, el alma de Frígilis se ensanchaba, respiraba a su gusto aquel pulmón de hierro.

«No sospechaba aquel ciego, tan inoportunamente alegre y decidor, que su amigo, su mejor amigo, al romper la marcha el tren había tenido tentaciones de arrojarse al andén; y después, de tirarse por la ventanilla a la vía, y correr, correr desalado a Vetusta, entrar en el caserón de los Ozores y coser a puñaladas el pecho de una infame...».

Sí, todo esto había querido hacer don Víctor que se sintió morir de vergüenza y de cólera contra los infames adúlteros y contra sí mismo, en cuanto notó que el tren se movía y le alejaba del lugar del crimen, de su deshonra y de su venganza necesaria...

  —523→  

«¡Soy un miserable, soy un miserable!» gritaba por dentro Quintanar mientras el tren volaba y Vetusta se quedaba allá lejos; tan lejos, que detrás de las lomas y de los árboles desnudos ya sólo se veía la torre de la catedral, como un gallardete negro destacándose en el fondo blanquecino de Corfín, envuelto por la niebla que el sol tibio iluminaba de soslayo.

«Huyo de mi deshonra, en vez de lavar la afrenta, huyo de ella... esto no tiene nombre, ¡oh!... sí lo tiene...». Y ¡zas! el nombre que tenía aquello, según Quintanar, estallaba como un cohete de dinamita en el cerebro del pobre viejo.

«¡Soy un tal, soy un tal!» y se lo decía a sí mismo con todas sus letras, y tan alto que le parecía imposible que no le oyeran todos los presentes.

«Pero el tren huía de Vetusta, silbaba, le silbaba a él; y él no tenía el valor de arrojarse a tierra, de volver al pueblo... iba a tardar más de doce horas en ver el caserón, ¡aplazaba su venganza más de doce horas!...».

Pasaron un túnel y no quedó ya nada de Vetusta ni de su paisaje. Era otro panorama; estaban a espaldas de la sierra; montes rojizos, lomas monótonas como oleaje simétrico se extendían cerrando el horizonte a la izquierda de la vía. El cielo estaba obscuro por aquel lado, bajas las nubes, que como grandes sacos de ropa sucia se deshilachaban sobre las colinas de lontananza; a la derecha campos de maíz, ahora vacíos, enseñaban la tierra, negra con la humedad; entre las manchas de las tierras desnudas aparecían el monte bajo, de trecho en trecho, las pomaradas ahora tristes con sus manzanos sin hojas, con sus ramos afilados, que parecían manos y dedos de esqueleto. Por aquel lado el cielo prometía despejarse, la niebla hacía palidecer las nubes altas   —524→   y delgadas que empezaban a rasgarse. Sobre el horizonte, hacia el mar, se extendía una franja lechosa, uniforme y de un matiz constante. Sobre los castañares que semejaban ruinas y mostraban descubiertos los que eran en verano misterios de su follaje, sobre los bosques de robles y sobre los campos desnudos y las pomaradas tristes pasaban de cuando en cuando en triángulo macedónico bandadas de cuervos, que iban hacia el mar, como náufragos de la niebla, silenciosos a ratos, y a ratos lamentándose con graznar lúgubre que llegaba a la tierra apagado, como una queja subterránea.

Mientras Frígilis hablaba de la conveniencia de abandonar el cultivo del maíz y de cultivar los prados con intensidad, don Víctor, apoyada la cabeza sobre la tabla dura del coche de tercera miraba al cielo pardo y veía desaparecer entre la niebla una falange de cuervos por aquel desierto de aire. Ya parecían polvos de imprenta, después aprensión de la vista, después nada.

«¡Lugarejo, dos minutos!» gritó una voz rápida y ronca.

Don Víctor asomó la cabeza por la ventanilla. La estación, triste cabaña muy pintada de chocolate y muerta de frío, estaba al alcance de su mano o poco más distante. Sobre la puerta, asomada a una ventana una mujer rubia, como de treinta años, daba de mamar a un niño.

«Es la mujer del jefe. Viven en este desierto. Felices ellos» pensó Quintanar.

Pasó el jefe de la estación que parecía un pordiosero. Era joven; más joven que la mujer de la ventana parecía.

«Se querrán. Ella por lo menos le será fiel».

  —525→  

Después de esta conjetura don Víctor se dejó caer otra vez en su asiento. Cerró los ojos, tapó el rostro cuanto pudo con una mano. El tren volvió a moverse. El ruido del hierro y de la madera y la trepidación uniforme eran como canción que atraía el sueño. Quintanar, sin pensar en ello, medía el ritmo de las ruedas pesadas y crujientes con el compás de una marcha que cantaba su tordo, aquel tordo orgullo de la casa... Después midió el paso del tren con los de cierta polka... y después se quedó dormido.

Media hora después llegaban a la estación en que dejaban el tren para tomar a pie la carretera que los conducía a las marismas de Palomares.

Don Víctor despertó asustado, gracias a un golpe que le dio en el hombro Frígilis.

Había soñado mil disparates inconexos; él mismo, vestido de canónigo con traje de coro, casaba en la iglesia parroquial del Vivero a don Álvaro y a la Regenta. Y don Álvaro34 estaba en traje de clérigo también, pero con bigote y perilla... Después los tres juntos se habían puesto a cantar el Barbero, la escena del piano; él, don Víctor, se había adelantado a las baterías para decir con voz cascada:


Quando la mia Rosina...



el público de las butacas había graznado al oírle como un solo espectador... Todas las butacas estaban llenas de cuervos que abrían el pico mucho y retorcían el pescuezo con ondulaciones de culebra... «Una pesadilla» pensó Quintanar, y entre dormido y despierto emprendía la marcha a pie por la carretera de Palomares abajo. Estaban en Roca-Tajada; a la derecha, a pico, se elevaba   —526→   el monte Arco partido por aquel desfiladero; estrecha garganta por donde sólo cabían la angosta carretera y el río Abroño que se cruzaban en mitad de la hoz pasando el camino, perpendicular al río, por un puente de piedra blanca.

Después de almorzar en Roca-Tajada, en la taberna de Matiella, estanquero y albañil, grande amigo de Frígilis, los dos amigos cazadores dejaron el camino real, y por prados fangosos de hierba alta, de un verde obscuro, llegaron otra vez a las orillas del Abroño, allí más ancho, rodeado de juncos y arena, rizado por las ondas verdes que le mandaba el mar ya vecino.

Frígilis y Quintanar pasaron el río en una barca, comenzaron a subir una colina coronada por una aldea de casas blancas separadas por pomaradas y laureles, pinos de copa redonda y ancha y álamos esbeltos. El verde de los pinares y de los laureles y de algunos naranjos de las huertas, sobre el verde más claro de las praderas en declive, limpias y como recortadas con tijeras, alegraba la cumbre resaltando bajo el cielo lechoso y entre las paredes blancas, que se comían toda la luz del día, difusa y como cernida a través de las nubes delgadas. Según subían por la falda de la loma que era como primer escalón para la colina, el terreno se afirmaba, la hierba aclaraba su color y menguaba. Frígilis se detuvo y contempló el monte Arco que tenía enfrente, el río ondulante que quedaba debajo y la franja del mar, azulada con pintas blancas, que se veía en un rincón del horizonte, en apariencia más alto que el río, como una pared obscura que subía hacia las nubes.

Quintanar se sentó sobre una peña que dejaba descubierta el prado. De la parte de Areo, cruzando sobre el río a mucha altura, vieron venir un bando de tordos de   —527→   agua. Cuando estuvieron a tiro Frígilis disparó los de su escopeta con tan mala suerte, que no consiguió más que dispersar las apretadas filas.

-¡Tira tú, bobo! -gritó Crespo furioso.

Quintanar se levantó, apuntó, disparó y cuatro tordos de agua cayeron heridos por los perdigones que, según pensó en aquel instante don Víctor, debía tener en los sesos el amigo traidor, el infame don Álvaro.

«Sí, aquel tiro era el de Álvaro, los tordos, inocentes, caían a pares, y el ladrón de su honra vivía». Y ¡cosa extraña! cuando allá en el parque había estado apuntando a la cabeza de Mesía, no recordaba que el cartucho mortífero tenía carga de perdigón; suponíalo lleno de postas o de balas.

Muy contra su voluntad, a pesar de la desgracia que tenía encima, el cazador sintió el placer de la vanidad satisfecha. «Frígilis había disparado dos tiros y... nada; disparaba él uno solo y... cuatro... Sí, cuatro, allí estaban, sangrando sobre el prado, mezclando las gotas rojas con la escarcha blanca de la hierba».

Media hora después Frígilis tomaba el desquite matando un soberbio pato marino. Quintanar, por gusto, mató un cuervo que no recogió.

Cazaron hasta las doce, hora de comer sus fiambres. Los perros de Frígilis se aburrían. Aquella caza en que ellos representaban un papel secundario, les parecía una vergüenza; bostezaban y obedecían mal a la voz del amo.

Después de comer los fiambres y de beber regulares tragos, don Víctor sintió su pena con intensidad cuatro veces mayor. Todo lo veía claro, toda la trascendencia de su descubrimiento del amanecer se le aparecía como un tratado clásico de historia. Lo que había sucedido,   —528→   lo que iba a suceder, lo veía como en un panorama. Y sentía comezón de hablar y ansias de llorar. ¿Por qué no abría el pecho al amigo del alma, al verdadero, al único? No se lo abrió. «No era tiempo».

Para perseguir un bando de peguetas que volaba de prado en prado, siempre alerta, se separaron. Aquellos pajarracos no se comían, pero Frígilis les tenía declarada la guerra porque se burlaban de los cazadores con una especie de ironía, de sarcasmo que parecía racional. Esperaban, fingían estar descuidados, disimulaban su vigilancia, y al ir Frígilis a disparar, escondido tras un seto... volaban los condenados gritando como brujas sorprendidas en aquelarre. Por eso los perseguía tenaz, irritado.

Se separaron. Si las peguetas iban por un lado al escapar del prado que cubrían tiñéndolo de negro, se encontraban con la descarga de Crespo; si tomaban por el otro lado, disparaba don Víctor.

El cual se quedó solo, sobre una loma dominando el valle. El sol no había conseguido disipar la niebla; se le vislumbraba detrás de un toldo blanquecino, como si fuera una luna de teatro hecha con un poco de aceite sobre un papel. A lo lejos gritaban las agoreras aves de invierno, que después aparecían bajo las nubes, volando fuera de tiro, sin miedo al cazador, pero tristes, cansadas de la vida, suponía Quintanar.

«El campo estaba melancólico. El invierno parecía una desnudez. Y a pesar de todo, ¡qué hermosa era la naturaleza! ¡qué tranquilamente reposaba!... ¡Los hombres, los hombres eran los que habían engendrado los odios, las traiciones, las leyes convencionales que atan a la desgracia el corazón!». La filosofía de Frígilis, aquel pensador agrónomo que despreciaba la sociedad con sus   —529→   falsos principios, con sus preocupaciones, exageraciones y violencias, se le presentó a Quintanar, a quien el cuerpo repleto le pedía siesta, como la filosofía verdadera, la sabiduría única, eterna. «Vetusta quedaba allá, detrás de montes y montes, ¿qué era comparada con el ancho mundo? Nada; un punto. Y todas las ciudades, y todos los agujeros donde el hombre, esa hormiga, fabricaba su albergue, ¿qué eran comparados con los bosques vírgenes, los desiertos, las cordilleras, los vastos mares?... Nada. Y las leyes de honor, las preocupaciones de la vida social todas, ¿qué eran al lado de las grandes y fijas y naturales leyes a que obedecían los astros en el cielo, las olas en el mar, el fuego bajo la tierra, la savia circulando por las plantas?».

Vivos deseos sintió Quintanar por un momento de echar raíces y ramas, y llenarse de musgo como un roble secular de aquellos que veía coronando las cimas del monte Areo. «Vegetar era mucho mejor que vivir».

Oyó un tiro lejano, después el estrépito de las peguetas que volaban riéndose con estridentes chillidos; las vio pasar sobre su cabeza. No se movió. Que se fueran al diablo. Él estaba pensando en Tomás Kempis. Sí, Kempis, a quien había olvidado, tenía razón; donde quiera estaba la cruz. «Arregla, decía el sabio asceta, arregla y ordena todas las cosas según tu modo de ver y según tu voluntad, y verás que siempre tienes algo que padecer de grado o por fuerza; siempre hallarás la cruz».

Y también recordaba lo de: «Algunas veces parecerá que Dios te deja, otras veces serás mortificado por el prójimo; y lo que es más, muchas veces te serás molesto a ti mismo».

«Sí, el prójimo me mortifica, y yo mismo me molesto, me hago daño hasta sangrar el alma... No sé lo que debo   —530→   hacer, ni lo que debo pensar siquiera. Anita me engaña, es una infame sí... pero ¿y yo? ¿No la engaño yo a ella? ¿Con qué derecho uní mi frialdad de viejo distraído y soso a los ardores y a los sueños de su juventud romántica y extremosa? ¿Y por qué alegué derechos de mi edad para no servir como soldado del matrimonio y pretendí después batirme como contrabandista del adulterio? ¿Dejará de ser adulterio el del hombre también, digan lo que quieran las leyes?».

Le daba ira encontrarse tan filósofo, pero no podía otra cosa. Comprendía que aquellas meditaciones le alejaban de su venganza, que en el fondo del alma él no quería ya vengarse, quería castigar como un juez recto y salvar su honor, nada más. Y esto mismo le irritaba. Después volvía la lástima tierna de sí mismo, la imagen de la vejez solitaria... y los alcaravanes, allá en el cielo gris, iban cantando sus ayes como quien recita el Kempis en una lengua desconocida.

«Sí, la tristeza era universal; todo el mundo era podredumbre; el ser humano lo más podrido de todo».

Y siempre sacaba en consecuencia que él no sabía lo que debía hacer, ni siquiera lo que debía pensar, ni aun lo que debía sentir.

«De todas suertes, las comedias de capa y espada mentían como bellacas; el mundo no era lo que ellas decían: al prójimo no se le atraviesa el cuerpo sin darle tiempo más que para recitar una rendondilla. Los hombres honrados y cristianos no matan tanto ni tan deprisa».

De noche, en el tren, cuando volvían solos a Vetusta en un coche de segunda, por miedo al frío de los de tercera, Frígilis que miraba el paisaje triste a la luz de la luna, que aquella vez había podido más que el sol y   —531→   había roto las nubes, Frígilis sintió un suspiro como un barreno detrás de sí, y volvió la cabeza diciendo:

-¿Qué te pasa, hombre? Todo el día te he visto preocupado, tristón... ¿qué pasa?

La lamparilla del techo que alumbraba dos departamentos, apenas rompía las tinieblas de aquel coche que parecía caja de muerto.

Frígilis no podía ver bien el rostro de don Víctor, pero le oyó, de repente, llorar como un chiquillo, y sintió la cabeza fuerte y blanca de Quintanar apoyada en el hombro del amigo. Sí, se apoyaba el pobre viejo con cariño, confianza, y con la fuerza con que se deja caer un muerto. Parecía aquello la abdicación de su pensamiento, de toda iniciativa.

-Tomás, necesito que me aconsejes. Soy muy desgraciado; escucha...



  —532→     —533→  

Arriba- XXX -

-Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer.

-¿Tú no entras?

-No, no... Tengo prisa, tengo que hacer.

-¡Me dejas solo ahora!

-Volveré si quieres... pero... mejor te acostabas pronto. Mañana vendré temprano.

-Te advierto que no te he dicho que sí.

-Bueno, bueno... adiós.

-Espera, espera... no me dejes solo... todavía. No te he dicho que sí; tal vez... lo piense más y... me decida por seguir el camino opuesto.

-Pero por de pronto, Víctor, prudencia, disimulo... Es decir, si no quieres exponerte a una desgracia. Ya lo sabes...

-¡Sí, sí! Benítez cree que un gran susto, una impresión fuerte...

-Eso; puede matarla.

-¡Está enferma!

-Sí, más de lo que tú crees.

-¡Está enferma! Y un susto, un susto grande... puede matarla.

  —534→  

-Eso, así como suena.

-Y yo debo subir, y guardar para mí todos estos rencores, toda esta hiel tragármela... y disimular, y hablar con ella para que no sospeche y no se asuste... y no se me muera de repente...

-Sí, Víctor, sí; todo eso debes hacer.

-Pero confiesa, Tomás, que todo eso se dice mejor que se hace; y comprende que ese aldabón me inspire miedo, explícate la razón que tengo para tenerle el mismo asco que si fuera de hierro líquido...

Calló a esto Frígilis.

Llegaban de la estación; estaban en el portal del caserón de los Ozores, que apenas alumbraba a pedazos el farol dorado pendiente del techo.

Quintanar no tenía valor para subir a su casa. No quería llamar. «Iban a abrirle, iba a salir ella, Ana, a su encuentro, se atrevería a sonreír como siempre, tal vez a ponerle la frente cerca de los labios para que la besara... Y él tendría que sonreír, y besar y callar... y acostarse tan sereno como todas las noches... Tomás debía comprender que aquello era demasiado...».

Y además, las revelaciones de Frígilis respecto a la salud de Ana le habían caído al pobre ex-regente como una maza sobre la cabeza. «Aquella alegría, aquella exaltación que la habían llevado... al crimen, a la infamia de una traición... eran una enfermedad; Ana podía morir de repente cualquier día; una impresión extraordinaria lo mismo de dolor que de alegría, mejor si era dolorosa, podía matarla en pocas horas...». Esto había contestado Frígilis a la historia de su amigo. A Mesía fusilémosle, había dicho, si eso te consuela; pero hay que esperar, hay que evitar el escándalo, y sobre todo hay que evitar el susto, el espanto que sobrecogería a   —535→   tu mujer si tú entraras en su alcoba como los maridos de teatro... Ana, culpable según las leyes divinas y humanas, no lo era tanto en concepto de Frígilis que mereciera la muerte.

-¿Quién quiere matarla? ¡Yo no quiero eso! -había interrumpido don Víctor al oír esto.

Pero Frígilis había replicado:

-Sí quieres tal, si le dices que lo sabes todo. Lo que hay que hacer hay que pensarlo; yo no digo que la perdones, que esa sea la única solución; pero confiesa que el perdonar es una solución también.

-Perdonarla es transigir con la deshonra...

-Eso ya lo veríamos. ¿Tú eres cristiano?

-Sí, de todo corazón, más cada día... Como que ya no veo más refugio para mi alma que la religión...

-Bueno, pues si eres cristiano ya veremos si debes perdonar o no. Pero no se trata de esto todavía; se trata de no cortar el camino al perdón, antes de ver si conviene, dando a tu mujer esa puñalada mortal al entrar en su cuarto y gritar: «¡Muera la esposa infiel!» para que ella conteste: «¡Jesús mil veces!» y caiga redonda. Yo no sé si diría «Jesús mil veces» pero de que caería estoy seguro. Y ya ves, antes de matarla hay que ver si tenemos derecho para ello.

-No, yo no le tengo; me lo dice la conciencia...

-Y dice perfectamente. Ni yo tengo derecho para aconsejarte nada trágico. Cuando te casé con ella, porque yo te casé, Víctor, bien te acordarás, creí hacer la felicidad de ambos...

-Y no parecía que te habías equivocado. La mía la habías hecho. La de ella... durante más de diez años pareció que también.

-Sí, pareció; pero la procesión andaba por dentro...   —536→   Diez años fue buena: la vida es corta... No fue tan poco.

-Mira, Frígilis, tu filosofía no es para consolar a un marido en mi situación... Ya sé yo todo lo que tú puedes decirme, y mucho más... Eso no es consolarme...

-Ni yo creo que tu situación admita consuelos más que el del tiempo y la reflexión lenta y larga... Pero ahora no se trata de ti, se trata de ella. ¿Te empeñas en coser el cuerpo con un florete o con una espada a Mesía? Sea; pero hay que ver cuándo y cómo. Hay que tener calma. Después de lo que sabes de la enfermedad de Ana, secreto que Benítez me impuso y que rompo por lo apurado del caso, después de saber que puede sucumbir ante una revelación semejante...

-¿Pero no es peor hacer lo que hace, que saber que yo lo sé? ¿Quién te asegura a ti que no me despreciará, que no procurará huir con el otro?

-¡Víctor, no seas majadero! El otro... es un zascandil. No hizo más que esperar que cayera el fruto de maduro... Ella no está enamorada de Mesía... En cuanto vea que es un cobarde y que la abandona antes que pelear por ella... le despreciará, le maldecirá... y en cambio los remordimientos la volverán a ti, a quien siempre quiso.

-¡Que quiso!

-Sí, más que a un padre. ¿Qué mejor prueba quieres que todo lo pasado? ¿Por qué se hizo mística?... Y la pobre... también tuvo que sufrir ataques... creo yo, de otro lado... de... pero en fin, de esto no hablemos. ¿Por qué luchó, como luchó sin duda? Porque te quería... porque te quiere... te quiere mucho...

-¡Y me vende!

-¡Te vende! ¡te vende!... En fin, no hablemos de eso... ya has dicho que no quieres mis filosofías. Ello   —537→   es, que si armas arriba una escena de honor ultrajado, en seguida hay otra de entierro.

-¡Hombre dices las cosas de un modo!...

-La verdad. Un drama completo. Pero en último caso, si tan irritado estás, si tan ciego te ves, si no puedes atender a razones, ni a tu conciencia que bien claro te habla; llama, sube, alborota, quema la casa... O no hagas tanto, que bastará con que la espantes con tu noticia para que Ana caiga de espaldas y le estalle dentro una de esas cosas en que tú no crees, pero que son para la vida como los alambres para el telégrafo. Si estás furioso, si no puedes contenerte, también tú tendrás disculpa hagas lo que hagas. (Pausa.) Pero si no, Quintanar, no tienes perdón de Dios.

Esto último lo dijo Crespo con voz solemne, grave, vibrante que hizo a su amigo estremecerse.

Después de este diálogo, parte del cual mantuvieron por el camino de la estación a casa, y parte dentro del portal, fue cuando Quintanar se acercó a la puerta para coger el aldabón, y cuando Frígilis exclamó:

-Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer.

Frígilis tenía prisa, quería dejar a don Víctor cuanto antes para correr en busca de don Álvaro y advertirle de que Quintanar sabía su traición, para que se abstuviera de asaltar el parque aquella noche y acudir a la cita, si la tenía como era de suponer. Pensaba Crespo que a Víctor no se le había ocurrido, como no se le ocurrieron otras tantas cosas, que aquella noche se repetiría la escena de la anterior, que debía de ser ya antigua costumbre; podía don Álvaro, que no había visto a su víctima cuando le acechaba en el parque, volver a las andadas, sorprenderle Quintanar, y entonces era imposible evitar una tragedia. Además, Frígilis tenía la convicción   —538→   de que don Álvaro escaparía de Vetusta en cuanto él le dijera que Quintanar iba a desafiarle. No le faltaban motivos para creer muy cobarde al don Juan Tenorio.

«¡Pero aquel Víctor no le dejaba marchar!».

Por fin, después de prometer de nuevo disimular, ocultar su dolor, su ira, lo que fuera, pero sólo por aquella noche, llamó el digno regente jubilado con el mismo aldabonazo enérgico y conciso con que hacía retumbar el patio, cuando la casa era honrada y el jefe de familia respetado y tal vez querido.

-¡Adiós, adiós, hasta mañana temprano! -dijo Frígilis librándose de la mano trémula que le sujetaba un brazo.

-«¡Egoísta, pensó don Víctor al quedarse solo-; es la única persona que me quiere en el mundo... y es egoísta!».

Se abrió la puerta. Vaciló un momento... Se le figuró que del patio salía una corriente de aire helado...

Entró, y al volverse hacia el portal, para cerrar la puerta que dejaba atrás; vio que entraba en su casa un fantasma negro, largo; que paso a paso, por el portal adelante, se acercaba a él y que se le quitaba el sombrero que era de teja.

-¡Mi señor don Víctor! -dijo una voz melosa y temblona.

-¡Cómo! ¿usted? ¡es usted... señor Magistral!... Un temblor frío, como precursor de un síncope, le corrió por el cuerpo al ex-regente, mientras añadía, procurando una voz serena:

-¿A qué debo... a estas horas... la honra...? ¿qué pasa?... ¿Alguna desgracia?...

«Pero este hombre ¿no sabe nada?» se preguntó De Pas que parecía un desenterrado.

  —539→  

Miró a don Víctor a la luz del farol de la escalera y le vio desencajado el rostro; y don Víctor a él le vio tan pálido y con ojos tales que le tuvo un miedo vago, supersticioso, el miedo del mal incierto. Hasta llegar allí, el Magistral no había hablado, no había hecho más que estrechar la mano de don Víctor e invitarle con un ademán gracioso y enérgico al par, a subir aquella escalera.

-Pero ¿qué pasa? -repitió don Víctor en voz baja en el primer descanso.

-¿Viene usted de caza? -contestó el otro con voz débil.

-Sí, señor, con Crespo; ¿pero qué sucede? Hace tanto tiempo... y a estas horas...

-Al despacho, al despacho... No hay que alarmarse... al despacho...

Anselmo35 alumbraba por los pasillos del caserón a su amo a quien seguía el Magistral.

-«No pregunta por Ana» -pensó De Pas.

-La señora no ha oído llamar, está en su tocador... ¿quiere el señor que la avise? -preguntó Anselmo.

-¿Eh? no, no, deja... digo... si el señor Magistral quiere hablarme a solas... -y se volvió el amo de la casa al decir esto.

-Bien, sí; al despacho... entremos en su despacho...

Entraron. El temblor de Quintanar era ya visible. «¿Qué iba a decirle aquel hombre? ¿A qué venía?...».

Anselmo encendió dos luces de esperma y salió.

-Oye, si la señora pregunta por mí, que allá voy... que estoy ocupado... que me espere en su cuarto... ¿No es eso? ¿No quiere usted que estemos solos?

El Magistral aprobó con la cabeza, mientras clavaba los ojos en la puerta por donde salía Anselmo.

  —540→  

«Ya estaba allí, ya había que hablar... ¿qué iba a decir? Terrible trance; tenía que decir algo y ni una idea remota le acudía para darle luz; no sabía absolutamente nada de lo que podía convenirle decir. ¿Cómo hablar sin preguntar antes? ¿Qué sabía don Víctor? esta era la cuestión... según lo que supiera, así él debía hablar... pero no, no era esto... había que comenzar por explicarse. Buen apuro». Estaba el Magistral como si don Víctor le hubiera sorprendido allí, en su despacho, robándole los candeleros de plata en que ardían las velas.

Quintanar daba diente con diente y preguntaba con los ojos muy abiertos y pasmados.

-«¿Usted dirá?» decían aquellas pupilas brillantes y en aquel momento sin más expresión que un tono interrogante.

«Había que hablar».

-¿Tendría usted... por ahí... un poquito de agua?... -dijo don Fermín, que se ahogaba, y que no podía separar la lengua del cielo de la boca.

Don Víctor buscó agua y la encontró en un vaso, sobre la mesilla de noche. El agua estaba llena de polvo, sabía mal. Don Fermín no hubiera extrañado que supiera a vinagre. Estaba en el calvario. Había entrado en aquella casa porque no había podido menos: sabía que necesitaba estar allí, hacer algo, ver, procurar su venganza, pero ignoraba cómo. «Estaba, cerca de las diez de la noche, en el despacho del marido de la mujer que le engañaba a él, a De Pas, y al marido; ¿qué hacía allí?, ¿qué iba a decir? Por la memoria excitada del Magistral pasaron todas las estaciones de aquel día de Pasión. Mientras bebía el vaso de agua, y se limpiaba los labios pálidos y estrechos, sentía pasar las emociones de aquel día por su cerebro, como un amargor   —541→   de purga. Por la mañana había despertado con fiebre, había llamado a su madre asustado y como no podía explicarle la causa de su mal había preferido fingirse sano, y levantarse y salir. Las calles, las gentes brillaban a sus ojos como un resplandor amarillento de cirios lejanos; los pasos y las voces sonaban apagados, los cuerpos sólidos parecían todos huecos; todo parecía tener la fragilidad del sueño. Antojábasele una crueldad de fiera, un egoísmo de piedra, la indiferencia universal; ¿por qué hablaban todos los vetustenses de mil y mil asuntos que a él no le importaban, y por qué nadie adivinaba su dolor, ni le compadecía, ni le ayudaba a maldecir a los traidores y a castigarlos? Había salido de las calles y había paseado en el paseo de Verano, ahora triste con su arena húmeda bordada por las huellas del agua corriente, con sus árboles desnudos y helados. Había paseado pisando con ira, con pasos largos, como si quisiera rasgar la sotana con las rodillas; aquella sotana que se le enredaba entre las piernas, que era un sarcasmo de la suerte, un trapo de carnaval colgado al cuello.

«Él, él era el marido, pensaba, y no aquel idiota, que aún no había matado a nadie (y ya era medio día) y que debía de saberlo todo desde las siete. Las leyes del mundo ¡qué farsa! Don Víctor tenía el derecho de vengarse y no tenía el deseo; él tenía el deseo, la necesidad de matar y comer lo muerto, y no tenía el derecho... Era un clérigo, un canónigo, un prebendado. Otras tantas carcajadas de la suerte que se le reía desde todas partes». En aquellos momentos don Fermín tenía en la cabeza toda una mitología de divinidades burlonas que se conjuraban contra aquel miserable Magistral de Vetusta.

  —542→  

La sotana, azotada por las piernas vigorosas, decía: ras, ras, ras; como una cadena estridente que no ha de romperse.

Sin saber cómo, De Pas había pasado delante de la fonda de Mesía. «Sabía él que don Álvaro estaba en casa, en la cama. Si, como temía, don Víctor no le había cerrado la salida del parque de los Ozores, si nada había ocurrido, en el lecho estaba don Álvaro tranquilo, descansando del placer. Podía subir, entrar en su cuarto, y ahogarle allí... en la cama, entre las almohadas... Y era lo que debía hacer; si no lo hacía era un cobarde; temía a su madre, al mundo, a la justicia... Temía el escándalo, la novedad de ser un criminal descubierto; le sujetaba la inercia de la vida ordinaria, sin grandes aventuras... era un cobarde: un hombre de corazón subía, mataba. Y si el mundo, si los necios vetustenses, y su madre y el obispo y el papa, preguntaban ¿por qué? él respondía a gritos, desde el púlpito si hacía falta: Idiotas ¿que, por qué mato? Por que me han robado a mi mujer, porque me ha engañado mi mujer, porque yo había respetado el cuerpo de esa infame para conservar su alma, y ella, prostituta como todas las mujeres, me roba el alma porque no le he tomado también el cuerpo... Los mato a los dos porque olvidé lo que oí al médico de ella, olvidé que ubi irritatio ibi fluxus, olvidé ser con ella tan grosero como con otras, olvidé que su carne divina era carne humana; tuve miedo a su pudor y su pudor me la pega; la creí cuerpo santo y la podredumbre de su cuerpo me está envenenando el alma... Mato porque me engañó; porque sus ojos se clavaban en los míos y me llamaban hermano mayor del alma al compás de sus labios que también lo decían sonriendo, mato porque debo, mato porque puedo, porque   —543→   soy fuerte, porque soy hombre... porque soy fiera...».

Pero no mató. Se acercó a la portería y preguntó... por el señor obispo de Nauplia, que estaba de paso en Vetusta.

-Ha salido -le dijeron.

Y don Fermín sin ver lo que hacía, dobló una tarjeta y la dejó al portero.

Y volvió a su casa.

Se encerró en el despacho. Dijo que no estaba para nadie y se paseó por la estrecha habitación como por una jaula.

Se sentó, escribió dos pliegos. Era una carta a la Regenta. Leyó lo escrito y lo rasgó todo en cien pedazos. Volvió a pasear y volvió a escribir, y a rasgar y a cada momento clavaba las uñas en la cabeza.

En aquellas cartas que rasgaba, lloraba, gemía, imprecaba, deprecaba, rugía, arrullaba; unas veces parecían aquellos regueros tortuosos y estrechos de tinta fina, la cloaca de las inmundicias que tenía el Magistral en el alma: la soberbia, la ira, la lascivia engañada y sofocada y provocada, salían a borbotones, como podredumbre líquida y espesa. La pasión hablaba entonces con el murmullo ronco y gutural de la basura corriente y encauzada. Otras veces se quejaba el idealismo fantástico del clérigo como una tórtola; recordaba sin rencor, como en una elegía, los días de la amistad suave, tierna, íntima, de las sonrisas que prometían eterna fidelidad de los espíritus; de las citas para el cielo, de las promesas fervientes, de las dulces confianzas; recordaba aquellas mañanas de un verano, entre flores y rocío, místicas esperanzas y sabrosa plática, felicidad presente comparable a la futura. Pero entre los quejidos de tórtola el viento volvía a bramar sacudiendo la enramada, volvía   —544→   a rugir el huracán, estallaba el trueno y un sarcasmo cruel y grosero rasgaba el papel como el cielo negro un rayo. «¡Y por quién dejaba Ana la salvación del alma, la compañía de los santos y la amistad de un corazón fiel y confiado...! ¡por un don Juan de similor, por un elegantón de aldea, por un parisién de temporada, por un busto hermoso, por un Narciso estúpido, por un egoísta de yeso, por un alma que ni en el infierno la querrían de puro insustancial, sosa y hueca!...». «Pero ya comprendía él la causa de aquel amor; era la impura lascivia, se había enamorado de la carne fofa, y de menos todavía, de la ropa del sastre, de los primores de la planchadora, de la habilidad del zapatero, de la estampa del caballo, de las necedades de la fama, de los escándalos del libertino, del capricho, de la ociosidad, del polvo, del aire... Hipócrita... hipócrita... lasciva, condenada sin remedio, por vil, por indigna, por embustera, por falsa, por...» y al llegar aquí era cuando furioso contra sí mismo, rasgaba aquellos papeles el Magistral, airado porque no sabía escribir de modo que insultara, que matara, que despedazara, sin insultar, sin matar, sin despedazar con las palabras. «Aquello no podía mandarse bajo un sobre a una mujer, por más que la mujer lo mereciera todo. No, era más noble sacar de una vaina un puñal y herir, que herir con aquellas letras de veneno escondidas bajo un sobre perfumado».

Pero escribía otra vez, procuraba reportarse, y al cabo la indignación, la franqueza necesaria a su pasión estallaban por otro lado; y entonces era él mismo quien aparecía hipócrita, lascivo, engañando al mundo entero. «Sí, sí, decía, yo me lo negaba a mí mismo, pero te quería para mí; quería, allá en el fondo de mis entrañas,   —545→   sin saberlo, como respiro sin pensar en ello, quería poseerte, llegar a enseñarte que el amor, nuestro amor, debía ser lo primero; que lo demás era mentira, cosa de niños, conversación inútil; que era lo único real, lo único serio el quererme, sobre todo yo a ti, y huir si hacía falta; y arrojar yo la máscara, y la ropa negra, y ser quien soy, lejos de aquí donde no lo puedo ser: sí, Anita, sí, yo era un hombre ¿no lo sabías? ¿por eso me engañaste? Pues mira, a tu amante puedo deshacerle de un golpe; me tiene miedo, sábelo, hasta cuando le miro; si me viera en despoblado, solos frente a frente, escaparía de mí... Yo soy tu esposo; me lo has prometido de cien maneras; tu don Víctor no es nadie; mírale como no se queja: yo soy tu dueño, tú me lo juraste a tu modo; mandaba en tu alma que es lo principal; toda eres mía, sobre todo porque te quiero como tu miserable vetustense y el aragonés no te pueden querer, ¿qué saben ellos, Anita, de estas cosas que sabemos tú y yo...? Sí, tú las sabías también... y las olvidastes... por un cacho de carne fofa, relamida por todas las mujeres malas del pueblo... Besas la carne de la orgía, los labios que pasaron por todas las pústulas del adulterio, por todas las heridas del estupro, por...».

Y don Fermín rasgó también esta carta, y en mil pedazos más que todas las otras. No acertaba a arrojar en el cesto los pedacitos blancos y negros, y el piso parecía nevado; y sobre aquellas ruinas de su indignación artística se paseaba furioso, deseando algo más suculento para la ira y la venganza que la tinta y el papel mudo y frío.

Salió otra vez de casa; paseó por los soportales que había en la Plaza Nueva, enfrente de la casa de los Ozores.

  —546→  

«¿Qué habría pasado? ¿Habría descubierto algo don Víctor? No; si hubiera habido algo, ya se sabría. Don Víctor habría disparado su escopeta sobre don Álvaro, o se estaría concertando un desafío y ya se sabría; no se sabía nada, nada; luego nada había sucedido».

Dos, tres veces, ya al obscurecer, entró el Magistral en el zaguán obscuro del caserón de la Rinconada. Quería saber algo, espiar los ruidos... pero a llamar no se atrevía... «¿A qué iba él allí? ¿Quién le llamaba a él en aquella casa donde en otro tiempo tanto valía su consejo, tanto se le respetaba y hasta quería? Nadie le llamaba. No debía entrar». No entró. «Además, iba pensando mientras se alejaba, si yo me veo frente a ella, ¿qué sé yo lo que haré? Si ese marido indigno, de sangre de horchata, la perdona, yo... yo no la perdono y si la tuviera entre mis manos, al alcance de ellas siquiera... Sabe Dios lo que haría. No, no debo entrar en esa casa; me perdería, los perdería a todos».

Y volvió a la suya.

Doña Paula entró en el despacho. Hablaron de los negocios del comercio, de los asuntos de Palacio, de muchas cosas más; pero nada se dijo de lo que preocupaba al hijo y a la madre.

-«No se podía hablar de aquello» pensaba él.

-«No se podía hablar de aquello, ni a solas» pensaba ella.

La madre lo sabía todo. Había comprado el secreto a Petra.

Además, ya ella, por su servicio de policía secreta, y por lo que observaba directamente, había llegado a comprender que su hijo había perdido su poder sobre la Regenta. Si antes la maldecía porque la creía querida   —547→   de su Fermo, ahora la aborrecía porque el desprecio, la burla, el engaño, la herían a ella también. ¡Despreciar a su hijo, abandonarle por un barbilindo mustio como don Álvaro! El orgullo de la madre daba brincos de cólera dentro de doña Paula. «Su hijo era lo mejor del mundo. Era pecado enamorarse de él, porque era clérigo; pero mayor pecado era engañarle, clavarle aquellas espinas en el alma... ¡Y pensar que no había modo de vengarse! No, no lo había». Y lo que más temía doña Paula era que el Magistral no pudiera sufrir sus celos, su ira, y cometiese algún delito escandaloso.

La desesperaba la imposibilidad de consolarle, de aconsejarle.

A doña Paula se le ocurría un medio de castigar a los infames, sobre todo al barbilindo agostado; este medio era divulgar el crimen, propalar el ominoso adulterio, y excitar al don Quijote de don Víctor para que saliera lanza en ristre a matar a don Álvaro.

«Y nada de esto se le podía decir a Fermo».

Doña Paula entraba, salía, hablaba de todo, observaba todos los gestos de su hijo, aquella palidez, aquella voz ronca, aquel temblor de manos, aquel ir y venir por el despacho.

«¡Qué no hubiera dado ella por insinuarle el modo de vengarse! Sí, bien merecía aquel hijo de las entrañas que se le arrancasen aquellas espinas del alma. ¡Había sido tan buen hijo! ¡Había sido tan hábil para conservar y engrandecer el prestigio que le disputaban!». Desde que doña Paula vio que «no estallaba un escándalo», que don Fermín mostraba discreción y cautela incomparables en sus extrañas relaciones con la Regenta, se lo perdonó todo y dejó de molestarle con sus amonestaciones. Y después del triunfo de su hijo sobre la impiedad   —548→   representada en don Pompeyo Guimarán, después de aquella conversión gloriosa, su madre le admiraba con nuevo fervor y procuraba ayudarle en la satisfacción de sus deseos íntimos, guardando siempre los miramientos que exigía lo que ella reputaba decencia.

No, no se podía hablar de aquello que tanto importaba a los dos; y al fin doña Paula dejó solo a don Fermín; subió a su cuarto. Y desde allí, en vela, se propuso espiar los pasos de su hijo, que continuaba moviéndose abajo: le oía ella vagamente.

Sí, don Fermín, que cerró la puerta del despacho con llave en cuanto se quedó solo, se movía mucho: tenía fiebre. Se le ocurrían proyectos disparatados, crímenes de tragedia, pero los desechaba en seguida. «Estaba atado por todas partes». Cualquier atrocidad de las que se le ocurrían, que podía ser sublime en otro, en él se le antojaba, ante todo, grotesca, ridícula.

Pero aquella sotana le quemaba el cuerpo. La idea de maníaco de que estaba vestido de máscara llegó a ser una obsesión intolerable. Sin saber lo que hacía, y sin poder contenerse, corrió a un armario, sacó de él su traje de cazador, que solía usar algunos años allá en Matalerejo, para perseguir alimañas por los vericuetos; y se transformó el clérigo en dos minutos en un montañés esbelto, fornido, que lucía apuesto talle con aquella ropa parda ceñida al cuerpo fuerte y de elegancia natural y varonil, lleno de juventud todavía. Se miró al espejo. «Aquello ya era un hombre». La Regenta nunca le había visto así.

«En el armario había un cuchillo de montaña».

Lo buscó, lo encontró y lo colgó del cinto de cuero negro. La hoja relucía, el filo señalado por rayos luminosos, parecía tener una expresión de armonía con la   —549→   pasión del clérigo. El Magistral le encontraba una música al filo insinuante.

«Podía salir de casa, ya era de noche, noche cerrada, ya habría poca gente por las calles, nadie le reconocería con aquel traje de cazador montañés; podía ir a esperar a don Álvaro a la calleja de Traslacerca, a la esquina por donde decía Petra que le había visto trepar una noche. Don Álvaro, si don Víctor no había descubierto nada o si no sabía que don Víctor le había descubierto, volvería otra vez, como todas las noches acaso... y él, don Fermín, podía esperarle al pie de la tapia, en la calleja, en la obscuridad... y allí, cuerpo a cuerpo, obligándole a luchar, vencerle, derribarle, matarle... ¡Para eso serviría aquel cuchillo!».

Doña Paula se movió arriba. Crujieron las tablas del techo.

Como si las ideas de la madre se hubiesen filtrado por la madera y caído en el cerebro del hijo, don Fermín pensó de repente:

«Pero, no, todos estos son disparates; yo no puedo asesinar con un puñal a ese infame... No tengo el valor de ese género. Estas son necedades de novela. ¿Para qué pensar en lo que no he de hacer nunca? No hay más remedio que utilizar el valor y las ideas románticas y caballerescas de don Víctor; guardaré el cuchillo, mi espada tiene que ser la lengua...».

Y don Fermín se despojó del chaquetón pardo, dejó el sombrero de anchas alas, desciñó el cinto negro, guardó todas estas prendas, más el cuchillo, en el armario y se vistió la sotana y el manteo, como una armadura. «Sí, aquella era su loriga, aquéllos sus arreos».

«Ahora mismo; voy a verle ahora mismo. Si el muy idiota fue a cazar a Palomares, a estas horas debe de   —550→   estar de vuelta o llegando; es la hora del tren. Voy a su casa...».

Y salió.

«Si mi madre me sale al paso le diré que me espera un enfermo, que quiere confesar conmigo sin falta...».

En efecto, al sentir a su hijo en el pasillo bajó doña Paula corriendo.

-¿A dónde vas?

Él dijo su mentira.

Y ella fingió creerla y le dejó marchar, porque adivinó en el rostro, en la voz, en todo, que su hijo no iba ciego, no iba a dar escándalo.

«Acaso se le había ocurrido lo mismo que a ella».

Y don Fermín de Pas llegó al caserón de los Ozores, vio a don Tomás Crespo desaparecer por la plaza, entró en el portal y se decidió a saludar a don Víctor, que abría la puerta, y subió con él; y estaba dispuesto a hablarle, a preguntarle, a aconsejarle... a insinuarle la venganza necesaria... y no sabía cómo empezar.

Cuando acabó de beber el vaso de agua que sabía a polvo, el Magistral aún no sabía lo que iba a decir.

Pero los ojos de Quintanar seguían preguntando pasmados, y don Fermín habló...

-Amigo mío, lucho entre el deseo de satisfacer la impaciencia de usted y el temor de no acertar con la embocadura del asunto que es espinoso, y por desgracia, por mucho que se suavice la expresión, de poco agradable acceso...

-Al grano, señor Magistral.

-La hora de mi visita, el hacer yo pocas a esta casa hace algún tiempo; todo esto contribuirá...

-Sí, señor, contribuye...; pero adelante. ¿Qué pasa, don Fermín? ¡Por los clavos de Cristo!

  —551→  

-De Cristo tengo yo que hablarle a usted también, y de sus clavos, y de sus espinas y de la cruz...

-Por compasión...

-Don Víctor, yo necesito antes de hablar que usted me declare el estado de su ánimo...

-¿Qué quiere usted decir?

-Está usted pálido, visiblemente preocupado, bajo el peso de un gran disgusto, sin duda; lo he notado al entrar, a la luz del farol de la escalera...

-Y usted también... está.

La voz de Quintanar temblaba.

-Pues eso quiero saber; si usted conoce la causa de mi visita, en parte a lo menos, podré ahorrarme el disgusto de abordar los preliminares enojosísimos de una cuestión...

-Pero, ¿de qué se trata? ¡por las once mil!...

-Señor Quintanar, usted es buen cristiano, yo sacerdote; si usted tiene algo que... decir... algún consejo que buscar... Yo también vengo a hablarle a usted de lo que sé como sacerdote, pero la conciencia de quien me lo comunicó exige precisamente que yo dé este paso...

Don Víctor se puso en pie de un salto.

En aquel momento estaba muy satisfecho de sí mismo el Magistral, porque acababa de ver claro. Ya sabía qué camino era el suyo.

-¿Una persona... que le manda a usted venir a estas horas a mi casa?...

-Don Víctor, confiéseme usted si usted sabe algo de un asunto que le interesa muchísimo, y si el saberlo es la causa de esa alteración de su semblante... Necesito empezar por aquí.

-Sí, señor; hoy sé algo que no sabía ayer... que me   —552→   importa muchísimo ¡ya lo creo! más que la vida... Pero, si usted no habla más claro, yo no sé si debo... si puedo...

-Ahora, sí; ahora ya puedo hablar más claro.

-Una persona... decía usted...

-Una persona que ha protegido un... crimen que perjudica a usted... ha acudido arrepentida al tribunal de la penitencia a confesar su complicidad bochornosa... y a decirme que la conciencia la había acusado, y que por medida perentoria de reparación... había puesto en poder de usted el descubrimiento de esa... infamia... Pero temiendo nuevas desgracias, por su manera torpe de proceder... se apresuraba a declararme lo que había, para ver si podían evitarse más crímenes... que al cabo, crimen sería una violencia... una venganza sangrienta...

Don Fermín se interrumpió para callar, respetando así el dolor de don Víctor, que se había dejado caer sobre un sofá, y apretaba la cabeza entre las manos.

-¿Petra... ha sido Petra? -dijo don Víctor preguntando con el tono especial del que ya sabe lo mismo que pregunta.

-La infeliz no comprendió al principio que su conducta podía causar nuevos estragos. Y a eso vengo yo, don Víctor, a impedirlos si es tiempo... En nombre del Crucificado, don Víctor, ¿qué ha sucedido aquí?

-Nada, ¡pero aún estamos a tiempo! -contestó el marido burlado, puesto en pie, con los puños apretados, avergonzado, como si se viera en camisa en medio de la plaza; furioso ante la idea de que no había habido allí nada, ningún crimen cuyo autor debía ser él, según exigían las leyes del honor... y del teatro. -Nada, nada... pero habrá, habrá sangre... ¿Y usted lo sabe? ¿Esa mujer ha divulgado mi deshonra?... Eso ha sido también una   —553→   venganza, no es arrepentimiento; es venganza... pero esto importa poco. ¡Lo que importa es que el mundo sabe!... ¡Desgraciado Quintanar! ¡Mísero de mí!...

Y volvió a caer sobre el sofá el pobre viejo, que volvía a sentir el mismo sueño soporífero que le había encogido el ánimo por la mañana.

«El mundo sabe» -había dicho don Víctor- y estas palabras sugirieron a don Fermín otra mentira provechosa.

Pero antes dijo:

-Don Víctor, no extraño que en su dolor usted no tenga tiempo ni fuerza para reflexionar... pero yo no he dicho que el mundo supiera... yo no soy el mundo; soy un confesor.

-¿Pero cree usted que Petra no habrá dicho?...

-Petra no; pero... por desgracia...

-Además, lo que importa aquí es mi honra, no que el mundo sepa o ignore... De todas maneras, pronto sabrá de mi venganza y se podrá enterar de todo.

Y se puso a dar vueltas por el despacho.

De Pas se levantó también.

-Por desgracia -continuó- la maledicencia se ha apoderado hace tiempo de ciertos rumores, de algo aparente...

Don Víctor rugió al gritar:

-¡Dios mío! ¿qué es esto? ¿esto más? ¿El mundo dice?... ¿Vetusta entera habla?...

Y se clavaba las uñas en la cabeza, mesándose las canas.

Don Fermín, mientras el otro se entregaba a los arranques mímicos de su dolor, de su vergüenza, habló largo y tendido del asunto. «Sí, por desgracia, hacía meses ya, desde el verano, desde antes acaso, se murmuraba   —554→   de la confianza y de la frecuencia con que don Álvaro entraba en el palacio de los Ozores. Esto era lo peor, después de la desgracia en sí misma. Era lo peor porque el Magistral, que conocía las exaltadas ideas de don Víctor respecto al honor, temía que obedeciendo a impulsos disculpables, pero no justos, y sordo a la voz de la religión, se arrojase a tomar venganza terrible, sobre todo de don Álvaro, cuyo crimen no podía ser más repugnante y digno de castigo. Pero, amigo, aunque él, el Magistral, como hombre y hombre de experiencia, se explicaba la vehemente cólera que debía de dominar a don Víctor, y comprendía, y disculpaba hasta cierto punto, sus deseos de pronta y terrible venganza; si tal hacía como hombre, en cuanto sacerdote de una religión de paz y de perdón, tenía que aconsejar y procurar, en cuanto pudiese, la suavidad, los procedimientos que la moral recomienda para tales casos». Don Víctor, con el rostro entre las manos hacía signos de protesta; negaba como si quisiese arrancarse la cabeza del tronco.

«Pero qué le diría, o le podría decir Quintanar al Magistral, que él no comprendiera... Sí, sí, mirando las cosas como las mira el mundo, aquello pedía sangre, es más, no ya sólo por satisfacer el deseo de vengarse, hasta para poder vivir entre las gentes con lo que llama el mundo decoro, era necesario, según las leyes sociales, según lo que las costumbres y las ideas corrientes exigían, que don Víctor buscase a Mesía, le desafiase, le matase si posible le era, o si le cogía in fraganti en el delito, o cerca de él, que le sacrificase sin miramientos, con justicia pronta. Así lo habían hecho varones esclarecidos que eran asombro del mundo y se veían cantados y alabados en poemas y tragedias. Todo esto lo sabía   —555→   el Magistral perfectamente». Y en efecto, con tal calor y elocuencia exponía «las razones que, desde el punto de vista mundano, aconsejaban el derramamiento de sangre» que después, cuando recordaba que tenía que defender el partido contrario, el de caridad, perdón y amor al prójimo, olvido de los agravios y conformidad con la cruz; cansado ya por los esfuerzos anteriores era otro el Magistral, se volvía premioso, decía con frialdad vulgaridades de sermón de aldea. Su propósito no lo penetraba don Víctor, pero sentía los efectos de la perfidia del canónigo. «Sí», pensaba el ex-regente, mientras el Magistral volvía a enumerar los sacrificios de amor propio, pundonor y otras muchas cosas que exigía la religión a un buen cristiano a quien su mujer engañaba: «sí, he estado ciego, me he portado indignamente, he debido matar a Mesía de una perdigonada, sobre la tapia, o si no correr en seguida a su casa y obligarle a batirse a muerte acto continuo; el mundo lo sabe todo, Vetusta entera me tiene por... un... por un...» y saltaba don Víctor cerca del techo al oírse a sí mismo en el cerebro la vergonzosa palabra.

Y entonces las frases frías, desmadejadas, con que el Magistral recomendaba el perdón, el olvido, le sonaban a hueco, a retórica vana: «Aquel santo varón no sabía lo que era un ultraje de aquella especie; ni lo que exigía la sociedad».

Para que el clérigo le dejase en paz y no le cansase más con sus sermones sosos y desprovistos de vida, de unción, don Víctor fingió ceder; y dijo que no haría ningún disparate, que meditaría, que procuraría armonizar las exigencias de su honor y aquello que la religión le pedía...

Entonces se alarmó don Fermín; creyó que había   —556→   perdido terreno, y volvió a la carga. Con vivos colores pintó el desprecio que el mundo arroja sobre el marido que perdona y que la malicia cree que consiente...

Don Víctor, oyendo al Magistral, se figuraba el hombre más despreciable del mundo si no hacía una que fuese sonada... «Oh, sí, cuanto antes... en cuanto fuera de día daría sus pasos, mandaría dos padrinos a don Álvaro; había que matarle».

Don Fermín volvió a tranquilizarse, viendo la exaltación de la ira pintada en el magistrado. «Sí, había hombre; la máquina estaba dispuesta; el cañón con que él, don Fermín, iba a disparar su odio de muerte, ya estaba cargado hasta la boca».

Don Víctor no hablaba. Gruñía arrimado a la pared, en un rincón...

«Ya no había qué hacer allí». El Magistral se despidió. Pero al salir, al llegar a la puerta, se volvió de repente y con ademán solemne, como sacerdote de ópera, exclamó:

-Exijo a usted, como padre espiritual que he sido y creo que soy todavía, de usted, le exijo en nombre de Dios... que... si esta... noche... sorprendiera usted... algún nuevo... atentado... si ese infame, que ignora que usted lo sabe todo, volviera esta noche... Yo sé que es mucho pedir... pero un asesinato no tiene jamás disculpa a los ojos de Dios, aunque la tenga a los del mundo... Evite usted que ese hombre pueda llegar aquí... pero... ¡nada de sangre, don Víctor, nada de sangre en nombre de la que vertió por todos el Crucificado!...

«¡Es verdad, pensó don Víctor cuando se quedó solo, es verdad! ¿Y yo, estúpido, tonto, no había dado en ello? Ese hombre debe volver esta noche... ¡Y yo, por no   —557→   matarla a ella con el susto, iba a dejar que otra vez... otra vez!... ¡Y no pensaba en ello!...».

Se abrió la puerta y entró la Regenta.

Venía pálida, vestía un peinador blanco, y no hacía ruido al andar. Sus ojos parecían más grandes que nunca, y miraban con una fijeza que daba escalofríos. A lo menos los sintió don Víctor, que dio un paso atrás, y tuvo terror, como en presencia de un fantasma. Antes que en la traición de aquella mujer pensó en el gran peligro que corría la vida de Ana, si una emoción fuerte la espantaba. No le pareció su mujer a don Víctor, le pareció la Traviata en la escena en que muere cantando. Sintió el pobre viejo una compasión supersticiosa; aquel ser vaporoso que se le aparecía de repente en silencio, pisando como un fantasma, lo quería él en aquel instante con amor de padre que teme por la vida de su hija, y lo temía al mismo tiempo como a cosa del otro mundo... «¡Qué fácil era asesinar con una palabra a la pobrecita enferma, que acaso no era responsable de su delito! Oh, no, lo que es a ella no la mataría, ni con puñal, ni con bala, ni con palabras fulminantes...».

-¿Quién estaba ahí? -preguntó Ana tranquila.

-El Magistral -respondió don Víctor, que suponía a su mujer enterada de lo mismo que preguntaba.

Ana se turbó.

-¿A qué venía... a estas horas? -preguntó disimulando sus temores.

-¿A qué? Cosas de política... Eso del obispo y el gobernador... lo de las votaciones que corre prisa... en fin... cosas de política.

La Regenta no insistió. Se retiró sin acercarse a su marido, que no la buscó tampoco para darle el beso en la frente con que solían despedirse todas las noches.

  —558→  

Respiró Quintanar cuando se vio solo. «Aquello había salido bien. No se había descubierto. Anita no había podido sospechar... Tenía la conciencia tranquila, señal de que había hecho bien por lo pronto».

Pidió el té que era su cena los días de caza y de comida de fiambre; dio orden a los criados de acostarse, y a las once y media, de puntillas y sin tropezar en nada, a pesar de ir a obscuras, bajó al parque en zapatillas, armado de escopeta. La había cargado con postas.

«¡Oh, sí! el Magistral le había sugerido, sin querer, una buena idea. ¿Qué no hubiera sangre, eh? Oh, lo que es como volviese aquella noche... ¡moría don Álvaro! Y que ardiera el mundo. Que se asustara Ana, que cayera redonda, que le prendieran a él... Cualquier cosa... pero como volviera, moría». Así como poco antes había sentido la conciencia tranquila al contener su cólera delante de Ana, ahora se sentía satisfecho ante su resolución de matar al ladrón de su honra si volvía.

La noche era obscura, el frío intenso. Don Víctor no tuvo más remedio que volver a su cuarto por la capa. Se exponía a hacer ruido, o que el otro tuviera tiempo de venir y escalar el balcón entre tanto... pero a cuerpo no se podía estar allí. Se quedaría helado. Fue, con la prisa que pudo, a buscar la capa, y bien embozado volvió a su puesto de centinela en el cenador, desde el cual veía el perfil de la tapia, destacándose borrosa en el cielo negro; y vería también el balcón del tocador si se abría para dar paso a don Álvaro.

Oyó las doce, la una, las dos... no oyó las tres, porque debió de dormitar un poco, aunque él se lo negaba a sí mismo... Y a las cuatro no pudo resistir ya el frío y el sueño; y delirante, sin conciencia de sí mismo ni del mundo ambiente, tropezando en todo, subió a su cuarto,   —559→   buscó la cama a tientas, se desnudó por máquina, se envolvió entre las sábanas y se quedó dormido en un sopor de fiebre lleno de fantasmas ardientes, de monstruos dolorosos.

Aquella tarde no asistieron al Casino a la hora del café, como solían, ni Mesía, ni Ronzal, ni el capitán Bedoya ni el coronel Fulgosio.

Lo cual notado que fue por Foja, el ex-alcalde, le hizo exclamar en son de misterio:

-Señores, cuando yo digo que hay gato...

-¿Qué gato? -preguntó don Frutos Redondo el americano.

Estaban, como siempre a tal hora, en la sala contigua al gabinete rojo, el del tresillo.

Todos los presentes rodearon a Foja que añadió:

-Noten ustedes que hoy no han venido ni Ronzal, ni el capitán ni el coronel. Ciertos son los toros. Cuando el río suena...

-Pero ¿qué suena? -preguntó Orgaz padre, que algo sabía.

Joaquinito, que se daba aires de saber muchas cosas, dijo:

-Nada, señores, yo digo a ustedes que no hay nada...

-Pues con permiso de usted yo sé que hay grandes novedades. Lo sé de buena tinta... Quintanar debe de haber mandado a estas horas sus padrinos a don Álvaro.

-¡Padrinos! ¿por qué? -preguntó Redondo.

-¡Bah! Está usted buen cazurro. Demasiado sabe usted por qué. La verdad es que aquello era un escándalo.

Joaquín Orgaz defendió a don Álvaro.

Pero Foja no atacaba a Mesía, atacaba a don Víctor   —560→   que había consentido tanto tiempo aquella desvergüenza.

-¿Pero qué sabe usted si consentía? No sabía nada. Y si ahora desafía al otro, será que descubrió algo...

-O que se ha cansado de aguantar...

-O no habrá tal desafío.

Toda la tarde se habló allí de lo mismo. Al obscurecer llegó Ronzal. Nadie se atrevió a interrogarle al principio. Foja se cansó de ser prudente y preguntó a Trabuco dándole un golpecito en el hombro:

-¿Es usted padrino?

-¿Padrino de qué? -dijo Ronzal con ceño adusto, aire misterioso, y como hombre prudentísimo que opone un muro de hielo a una indiscreción.

-Padrino del duelo a muerte entre Mesía y Quintanar...

-¿Pero a usted quién le ha dicho?... Palabra de... quiero decir... yo no sé... yo niego... Es usted un mentecato y un hablador insustancial ¿Cree usted que asuntos tan serios se vienen a tratar al café?

-¿Ven ustedes? Lo que yo decía -gritó Foja triunfante sin hacer caso de los insultos.

Ronzal negó, se obstinó en callar; pero se conocía que le costaba grandes esfuerzos.

Miró el reloj muchas veces y preguntó a Joaquinito36 Orgaz, aparte, pero de modo que lo oyeran los demás:

-¿Sabe usted si don Pedro el picador tiene todavía sables de...?

Y lo demás lo dijo en voz baja.

Orgaz no sabía nada; Ronzal hizo un gesto de disgusto y salió del Casino, diciendo:

-Adiós, señores.

-¿Ven ustedes? Lo que yo decía. Duelo tenemos.

  —561→  

Aquellos señores se declararon en sesión permanente. Los mozos encendieron el gas, y continuó el tertulín de la tarde empalmándose con el de la noche. Algunos fueron a cenar y volvieron. A las ocho en todo el Casino no se hablaba más que del duelo. Los del billar dejaron los tacos para venir a la sala de las mentiras a cazar noticias; hasta los de arriba, los del cuarto del crimen, que solían dejar que pasaran revoluciones sin darse por entendidos, mandaron sus emisarios abajo para saber lo que ocurría.

Un desafío en Vetusta era un acontecimiento de los más extraordinarios. De tarde en tarde algunos señoritos se daban de bofetadas en el Espolón, en algún sitio público, pero no pasaba de ahí. Los insultos no tenían jamás consecuencias. Nunca había habido en Vetusta una sala de armas. Hacía años, un comandante retirado había querido ganarse la vida dando lecciones de sable: el Marquesito, Orgaz hijo y padre, Ronzal y otros varios comenzaron con gran afición a dejarse dar de palos, pero pronto se cansaron y el comandante tuvo que dedicarse a pedir un duro prestado a cualquiera.

No se recordaba en la población más que dos desafíos en que se hubiera llegado al terreno; uno de Mesía, allá, muchos años atrás, cuando era muy joven; había sido padrino del contrario Frígilis, único vetustense que asistió al lance.

Nunca había querido decir lo que había pasado allí, pero era lo cierto que ni Mesía ni su adversario habían guardado cama un solo día después del duelo.

El otro desafío había sido entre un jefe económico y un cajero por cuestiones de la caja. Sobre si sacaste tú o saqué yo. Se habían batido a primera sangre. El cajero había recibido un arañazo en el cuello, porque el   —562→   jefe económico daba sablazos horizontales con el propósito de degollar al contrario. Y no había más desafíos llevados al terreno en las crónicas vetustenses.

Se discutió mucho aquella noche, para pasar el rato mientras llegaban noticias, sobre la legitimidad de esta costumbre bárbara que habíamos heredado de la Edad media.

Orgaz padre, que era algo erudito, aunque de oficio escribano, aseguró que el duelo era resto de las ordalías.

Don Frutos dijo que sí sería, pero que ni ordalías ni san ordalías le hacían a él batirse. Él acudía al juez si le ofendían, y si no había modo, ventilaba la cuestión a palos. -Eso de que me mate un espadachín, que no ha tenido que trabajar para ganarse la comida, no lo consentirá el hijo de mi madre.

-Sin embargo -decía Orgaz padre- hay circunstancias... el honor... la sociedad... Ya ve usted, Fígaro condena el duelo, y confiesa que él se batiría llegado el caso.

-Es que yo no soy un mal barbero, señor mío -gritó don Frutos- tengo algo que perder.

Hubo que explicarle a don Frutos quién era Fígaro; pero aún después de enterado, Redondo, que sudaba ya de tanto discutir y gritar, vociferó diciendo, que de todas maneras, al que le desafiase, él le rompía el alma...

-Pues yo -dijo el ex-alcalde- a la justicia me atengo... una querella criminal, la ley está terminante...

-Pues yo -exclamó solemnemente Orgaz padre, puesto en pie y con voz temblorosa- yo no hago nada de eso. Al que me desafíe, si es un diestro, le obligo a aceptar un duelo en las condiciones siguientes: (Atención general.) A dos pasos de distancia (se coloca, midiendo dos pasos largos, enfrente de don Frutos que se   —563→   pone muy serio y erguido) una pistola cargada, y otra no cargada. (Orgaz palidece ante la idea de que aquello pudiera suceder como lo cuenta.) Una, dos, tres (da las tres palmadas) ¡plun! ¡y al que Dios se la dé San Pedro se la bendiga! Así me bato yo. La cuestión no es ser diestro, es tener valor.

-¡Bravo, bravo! ¡eso, eso! -gritó gran parte del concurso, como si oyera aquello por primera vez.

Siempre que se hablaba de desafíos decían lo mismo que aquel día Foja, don Frutos, Orgaz y otros caballeros.

En vano esperaron los socios noticias. En toda la noche no parecieron por allí ni Ronzal, ni Fulgosio, ni Bedoya, que, según se decía, eran los padrinos, amén de Frígilis.

Era verdad. Por más que Crespo encargó el secreto más absoluto a todas las personas que tuvieron que intervenir en el triste negocio, no se sabe cómo, aunque se sospecha que por culpa de Ronzal, pronto corrió por Vetusta el rumor de lo cierto. Petra y Ronzal habían sido los indiscretos. Petra, por venganza, por mala índole, había hablado, había dicho a alguna amiga lo de su antigua ama. «¿Que por qué había dejado aquella casa? Por tal y por cual». Trabuco, a quien la honra de merecer la confianza de Quintanar había llenado de vanidad, no había podido resistir la tentación de dejar transparentarse su secreto. Ello era que en todo Vetusta no se hablaba de otra cosa.

El Gobernador decía en su casa que no se le hablase de aquello, que su deber de autoridad estaba en abierta contradicción con su deber de caballero, que debía tener oídos de mercader, ojos de topo, y los tendría...

Pasó aquel día, y pasó el siguiente y no se sabía nada.

  —564→  

-¿Era una papa lo del duelo? -preguntaba Foja en el Casino.

Y entonces reventó Joaquinito Orgaz, que lo sabía todo por el Marquesito.

-No, no era broma; la cosa iba de veras. Duelo a muerte.

Pero los padrinos se habían portado mal, eran torpes, a pesar de las ínfulas del coronel Fulgosio que decía tener el código del honor en la punta de los dedos: no parecían armas, se había hablado del sable primero, pero no parecían sables de desafío; no había en Vetusta sables así, o no querían darlos los que los tenían. Se había recurrido a la pistola... y tampoco parecían pistolas a propósito. «Yo creo -añadía Joaquinito, y Paco cree lo mismo, que esto es inverosímil y que Frígilis quiere dar largas al asunto a ver si convence a Mesía y lo hace marcharse de Vetusta».

-¡Qué indignidad! -gritó Foja.

-Pues ésa había sido la primera solución. La misma noche del día en que, al parecer (esto se cuenta por lo menos) don Víctor descubrió su deshonra, Frígilis fue a ver a Mesía y le suplicó que saliera del pueblo cuanto antes. Mesía se lo contó ce por be a Paco.

-Bueno, ¿y qué más?

-Nada, que Mesía, como era natural, se opuso; dijo que Quintanar y todo Vetusta podían atribuir a miedo su ausencia. -Pero Frígilis, que tiene cierta influencia sobre don Álvaro, le obligó a darle palabra de honor de que al día siguiente tomaría el tren de Madrid. Parece ser que Quintanar tuvo en sus manos la vida de Álvaro; que pudo matarle de un tiro y no le mató. Y Frígilis invocaba esto y los derechos del marido ultrajado para obligar a Mesía a huir. «Eso no es cobardía -dice que   —565→   le dijo- eso es hacerse justicia a sí mismo, usted merece la muerte por su traición y yo le conmutó la pena por el destierro».

-¿Eso dijo Crespo?

-Eso.

-¡Miren Frígilis!

-Tiene mucha confianza con Álvaro, que le respeta mucho.

-Bueno, ¿y qué más?

-Nada, que Álvaro dio palabra. Pero al día siguiente, ayer por la mañana, cuando estaba ya nuestro don Juan haciendo el equipaje para largarse, se le presentaron Frígilis y Ronzal en son de desafío. Parece ser que muy temprano don Víctor llamó a Frígilis y le obligó a buscar a Trabuco para ir juntos a desafiar al burlador; Frígilis no tuvo más remedio que obedecer, porque al saber Quintanar que el otro pensaba escapar, amenazó con seguirle al fin del mundo y llamarle cobarde en los periódicos, en la calle... Estaba furioso.

-¡Claro, las comedias!

-Ello es, que Frígilis tuvo que devolver a Álvaro la promesa de huir y mandarle buscar padrinos.

-¿Y Mesía?

-Es claro; dejó el viaje y buscó padrinos; querían que yo fuese uno (mentira) pero después... como yo soy muy amigo de ambos... en fin, se buscó otros... y no parecían... Sólo Fulgosio, que siempre se presta a tales enredos... y Bedoya, que al fin es militar...

En general, Joaquinito estaba bien enterado. Mesía se lo había dicho todo al Marquesito que había ido a verle a la fonda.

Lo que no le había dicho era que él tenía mucho miedo; que así como se alegraba de ver rotas aquellas   —566→   relaciones que iban a acabar con la poca salud que le quedaba y a dejarle en ridículo a los mismos ojos de Ana, le horrorizaba la idea de verse frente a frente de don Víctor con una espada o una pistola en la mano.

La proposición primera de Frígilis la aceptó inmediatamente.

«¡Era natural! debía huir, ¿con qué derecho iba él a procurar la muerte del hombre que le había perdonado la vida aquella mañana y a quien él había robado la honra? Huiría; al día siguiente, sin falta tomaría el tren».

Ya lo esperaba Frígilis, que sabía a qué atenerse respecto del valor de Álvaro.

Como que había sido testigo de aquel duelo misterioso, a que aludían los socios del Casino. Don Álvaro, por culpa de una mujer, había sido retado a singular combate por un forastero; todos los padrinos eran de la guarnición menos Frígilis, único vetustense que presenció el lance. El duelo era a sable, en el Montico, en una arboleda, de tarde, cerca del obscurecer. Mesía y su adversario estaban en mangas de camisa (se acordaba Frígilis como si hubiese sido el día anterior), estaban en mangas de camisa, sable en mano... ambos pálidos y temblando de frío y de miedo. El cielo encapotado amenazaba desplomarse en torrentes de lluvia. Los dos combatientes miraban a las nubes. Frígilis comprendió lo que deseaban. Comenzó la lid soltera y al primer choque de los aceros estalló37 un trueno y empezaron a caer gotas como puños. Mesía y su adversario temblaban como las ramas de los árboles que batía el viento... Tan grande fue el chaparrón que los padrinos suspendieron el duelo... que no se continuó. «No habían ido a batirse contra los elementos». Mesía quedó incólume   —567→   y Crespo implícitamente le dio seguridades de que guardaría el secreto de aquel trance ridículo y de la cobardía del Tenorio vetustense.

Recordando todo esto, Frígilis trató como un zapato a Mesía aquella noche memorable en que le intimó la huida. Pero -decía bien Joaquín Orgaz- al día siguiente tuvo que devolver su palabra a don Álvaro. Ya no debía huir. Quintanar se empeñaba en batirse; era aragonés y no cejaría.

«No sé quién me le ha cambiado. Anoche parecía resuelto o poco menos a una solución pacífica, se contentaba con que usted desapareciera; y hoy, cuando fui a verle me encontré al señor de Ronzal, que está presente, al lado del lecho de mi amigo».

Ronzal saludó.

Mesía se había puesto muy pálido. Estaba metiendo ropa blanca en un mundo y suspendió la tarea.

-De modo que...

-Que tiene usted que buscar padrinos.

A Frígilis le había disgustado que don Víctor, sin consultar con él, hubiese llamado a Ronzal. Quintanar creía en la energía del diputado por Pernueces y sabía que no estimaba a don Álvaro. Según el ex-magistrado, era un buen padrino. Error, según Frígilis.

Lo peor fue que no hubo modo de disuadir a Quintanar.

«¡Ni un día se ha de aplazar esto! Ya que mi deshonra es pública, que la reparación lo sea, y además terrible y rápida».

«Pero si tienes fiebre, si estás malo...».

«No importa. Mejor. Si ustedes no van a desafiar a ese hombre, me levanto y busco yo mismo otros padrinos».

  —568→  

No hubo más remedio.

Mesía, a regañadientes, y ocultando el pavor como podía, buscó sus dos padrinos.

Se convino que el duelo fuese a sable. Pero no parecían sables útiles. Además, surgieron dificultades sobre ciertos pormenores. Y así pasó un día.

Al siguiente por la mañana se acordó que se batieran a pistola.

Don Víctor formó entonces su plan. Se alegró de que fuese el duelo a pistola.

Pero tampoco parecían pistolas de desafío.

Y pasó otro día.

Don Víctor se levantó al siguiente después de pasar setenta horas en la cama, con fiebre un día entero, impaciente a ratos, angustiado otros, y siempre disimulando en presencia de Ana, que le cuidaba solícita.

Durante aquellas largas horas de cama, con la debilidad que sucedió a la calentura vinieron accesos de melancolía, y meditaciones filosófico-religiosas. Don Víctor sintió que el ánimo aflojaba, no por amor a la vida propia, que no creía en gran peligro38 ante don Álvaro, sino por miedo a los remordimientos. Cuando supo lo de las pistolas, resolvió no matar a su contrario. «Le dejaría cojo. Tiraría a las piernas. El otro no era probable que le hiriese a él tirando a veinte pasos; tendría que ser por una casualidad».

Sin que Ana sospechase nada, porque Mesía había cumplido su palabra, dada a Frígilis, de despedirse por escrito para un viaje electoral, urgentísimo y breve; sin que Ana sospechase por lo menos que se trataba de la vida o la muerte de su esposo y de su amante, salió de casa don Víctor por la puerta del parque acompañado de Frígilis, a la hora en que solían ir de caza.

  —569→  

En la calleja de Traslacerca les esperaba Ronzal. La mañana estaba fría y la helada sobre la hierba imitaba una somera nevada.

En la carretera de Santianes les esperaba un coche; dentro de él estaba Benítez, el médico de Ana. Al verle don Víctor palideció, pero en nada más se pudo notar su emoción.

Llegaron, sin hablar apenas durante el viaje, a las tapias del Vivero. Se apearon, y rodeando la quinta del Marqués, entraron en el bosque de robles donde meses antes don Víctor había buscado a su mujer ayudado del Magistral. «¡Cuántas cosas se explicaba ahora que no había comprendido entonces!». No importaba; la verdad era que del furor que en su corazón había hecho estragos después de la visita nocturna de don Fermín, ya no quedaban más que restos apagados: ya no aborrecía a don Álvaro, ya no se figuraba imposible la vida mientras no muriese aquel hombre: la filosofía y la religión triunfaban en el ánimo de don Víctor. Estaba decidido a no matar.

Llegaron a lo más alto del bosque; allí había una meseta, y en un claro sitio suficiente para medir más de treinta pasos. Las últimas condiciones del duelo eran estas: veinticinco pasos, pudiendo avanzar cinco cada cual. Valía apuntar en los intervalos de las palmadas que habían de ser muy breves. Lo cierto era que Fulgosio, el coronel, nunca había presenciado un duelo a pistola, aunque él aseguraba haber asistido a muchos, y Ronzal y Bedoya en su vida habían intervenido en semejantes negocios. Frígilis sólo había visto el duelo frustrado de Mesía. Aquellas condiciones las había copiado el coronel de una novela francesa que le había prestado Bedoya. Lo único original allí era que Fulgosio   —570→   juraba que su honor de soldado no le permitía autorizar un simulacro de desafío, y que el duelo a pistola y a tal distancia y a la voz de mando sin apuntar y entre dos primerizos, pues primerizo era también Mesía a pistola, sería la carabina de Ambrosio.

Bedoya pensó que don Víctor era buen tirador, pero no se atrevió a presentar objeciones a su colega. La parte contraria tampoco tuvo nada que decir.

Cuando llegaron a la meseta, lugar del duelo, don Víctor y los suyos encontraron solo el terreno. Quince minutos después aparecieron entre los árboles desnudos don Álvaro y sus padrinos, más el señor don Robustiano Somoza. Mesía estaba hermoso con su palidez mate, y su traje negro cerrado, elegante y pulquérrimo.

A don Víctor se le saltaron las lágrimas al ver a su enemigo. En aquel instante hubiera gritado de buena gana: ¡perdono! ¡perdono!... como Jesús en la cruz. Quintanar no tenía miedo, pero desfallecía de tristeza; «¡qué amarga era la ironía de la suerte! ¡Él, él iba a disparar sobre aquel guapo mozo que hubiera hecho feliz a Anita, si diez años antes la hubiera enamorado! ¡Y él... él, Quintanar, estaría a estas horas tranquilo en el Tribunal Supremo o en La Almunia de don Godino!... Todo aquello de matarse era absurdo... Pero no había remedio. La prueba era que ya le llamaban, ya le ponían la pistola fría en la mano...».

Frígilis, sereno, por dignidad, pero temiendo una casualidad, la de que Mesía tuviera valor para disparar y, por casualidad también, herir a Víctor, Frígilis apretó la mano a Quintanar al dejarle en su puesto de honor.

Y se separaron testigos y médicos a buena distancia, porque todos temían una bala perdida.

  —571→  

Don Álvaro pensó en Dios sin querer. Esta idea aumentó su pavor; recordó que aquella piedad sólo le acudía en las enfermedades graves, en la soledad de su lecho de solterón...

Frígilis estaba asustado del valor de aquel hombre.

Mesía mismo se explicaba mal cómo había llegado hasta allí.

Pensando en esto, y mientras apuntaba a don Víctor, sin verle, sin ver nada, sin fuerza para apretar el gatillo, oyó tres palmadas rápidas y en seguida una detonación. La bala de Quintanar quemó el pantalón ajustado del petimetre.

Mesía sintió de repente una fuerza extraña en el corazón; era robusto, la sangre bulló dentro con energía. El instinto de conservación despertó con ímpetu. «Había que defenderse. Si el otro volvía a disparar iba a matarle; ¡era don Víctor, el gran cazador!».

Mesía avanzó cinco pasos y apuntó. En aquel instante se sintió tan bravo como cualquiera. ¡Era la corazonada! El pulso estaba firme; creía tener la cabeza de don Víctor apoyada en la boca de su pistola; suavemente oprimió el gatillo frío y... creyó que se le había escapado el tiro. «No, no había sido él quien había disparado, había sido la corazonada».

Ello era que don Víctor Quintanar se arrastraba sobre la hierba cubierta de escarcha, y mordía la tierra.

La bala de Mesía le había entrado en la vejiga, que estaba llena.

Esto lo supieron poco después los médicos, en la casa nueva del Vivero, adonde se trasladó, como se pudo, el cuerpo inerte del digno magistrado. Yacía don Víctor en la misma cama donde meses antes había dormido con el dulce sueño de los niños.

  —572→  

Alrededor del lecho estaban los dos médicos, Frígilis que tenía lágrimas heladas en los ojos, Ronzal, estupefacto, y el coronel Fulgosio lleno de remordimientos. Bedoya había acompañado a Mesía, que pocas horas después tomaba el tren de Madrid, tres días más tarde de lo que Frígilis había pensado.

Pepe, el casero de los Marqueses, con la boca abierta, en pie, pasmado y triste, esperaba órdenes en la habitación contigua a la del moribundo. Vio salir a Frígilis que enseñaba los puños al cielo, creyéndose solo.

-¿Qué hay, señor? ¿Cómo está ese bendito del Señor?...

Frígilis miró a Pepe como si no le conociera; y como hablando consigo mismo dijo:

-La vejiga llena... La peritonitis de... no sé quién... Eso dicen ellos.

-¿La qué, señor?

-Nada... ¡que se muere de fijo!

Y Frígilis entró en un gabinete, que estaba a obscuras para llorar a solas.

Poco después Pepe vio salir al coronel Fulgosio y detrás a Somoza el médico.

-¿Y trasladarle a Vetusta?... -decía el militar.

-¡Imposible! ¡Ni soñarlo! ¿Y para qué? Morirá esta tarde de fijo.

Somoza solía equivocarse, anticipando la muerte a sus enfermos.

Esta vez se equivocó dándole a don Víctor más tiempo de vida del que le otorgó la bala de don Álvaro.

Murió Quintanar a las once de la mañana.

........................................

El mes de Mayo fue digno de su nombre aquel año en Vetusta. ¡Cosa rara!

  —573→  

Las nubes eternas del Corfín habían vertido todos sus humores en Marzo y en Abril. Los vetustenses salían a la calle como el cuervo de Noé pudo salir del arca, y todos se explicaban que no hubiera vuelto. Después de dos meses pasados debajo del agua, ¡era tan dulce ver el cielo azul, respirar aire y pasearse por prados verdes cubiertos de belloritas que parecen chispas del sol!

Toda Vetusta paseaba.

Pero Frígilis no pudo conseguir que Ana pusiera el pie en la calle.

-Pero, hija mía, esto es un suicidio. Ya sabe usted lo que ha dicho Benítez, que es indispensable el ejercicio, que esos nervios no se callarán mientras no se los saque a tomar el aire, a ver el sol... vamos, Anita, por Dios, sea usted razonable... tenga usted caridad... consigo misma. Saldremos muy temprano al amanecer si usted quiere; ¡está el paseo grande tan hermoso a tales horas! O si no al obscurecer, a tomar el fresco, por una carretera... Por Dios, hija, va usted a enfermar otra vez.

-No, no salgo... -y Ana movía la cabeza como los ciegos-. Por Dios, don Tomás, no me atormenten, no me atormenten con ese empeño... Ya saldré más adelante... no sé cuándo. Ahora me horroriza la idea de la calle... ¡Oh, no, por Dios... no! por Dios me dejen.

Y juntaba las manos y se exaltaba; y Frígilis tenía que callar.

Ocho días había estado Ana entre la vida y la muerte, un mes entero en el lecho sin salir del peligro, dos meses convaleciente, padeciendo ataques nerviosos de formas extrañas, que a ella misma le parecían enfermedades nuevas cada vez.

Frígilis había dicho a la Regenta que Quintanar estaba   —574→   herido allá en las marismas de Palomares, que se le había disparado la escopeta y... Pero Ana, espantada, adivinando la verdad, había exigido que se la llevase a las marismas de Palomares inmediatamente...

-«No podía ser, no había tren hasta el día siguiente...».

-«Pues un coche, un coche... Se me engaña; si eso fuera cierto, usted estaría al lado de Víctor...».

Frígilis explicó su presencia lo menos mal que pudo.

Las mentiras piadosas fueron inútiles; Ana se dispuso a salir sola, a correr en busca de su Víctor... Hubo que decirle una verdad; la muerte de su esposo. Quiso verle muerto, pero no pudo moverse; cayó sin sentido y despertó en el lecho. Dos días creyó Frígilis tenerla engañada, atribuyendo la desgracia a un accidente de la caza. Pero Ana creía la verdad, no lo que le decían; la ausencia de Mesía y la muerte de Víctor se lo explicaron todo.

Y una tarde, a los tres días de la catástrofe, en ausencia de Frígilis, Anselmo entregó a su ama una carta en que don Álvaro explicaba desde Madrid su desaparición y su silencio.

Cuando Crespo, al obscurecer, entró en la alcoba de Ana, la llamó en vano dos, tres veces... Pidió luz asustado y vio a su amiga como muerta, supina, y sobre el embozo de la cama el pliego perfumado de Mesía.

Y poco después, mientras Benítez traía a la vida con antiespasmódicos a la Regenta y recetaba nuevas medicinas para combatir peligros nuevos, complicaciones del sistema nervioso, Frígilis en el tocador leía la carta del que siempre llamaba ya para sus adentros cobarde asesino; y después de leer el papel asqueroso, lo arrugaba entre sus puños de labrador y decía con voz ronca:

-¡Idiota! ¡infame! ¡grosero! ¡idiota!

  —575→  

Don Álvaro en aquel papel que olía a mujerzuela, hablaba con frases románticas e incorrectas de su crimen, de la muerte de Quintanar, de la ceguera de la pasión. «Había huido porque...».

-¡Porque tuviste miedo a la justicia, y a mí también, cobarde! -se dijo Frígilis.

«Había huido porque el remordimiento le arrastró lejos de ella... Pero que el amor le mandaba volver. ¿Volvía? ¿Creía Ana que debía volver? ¿O que debían juntarse en otra parte, en Madrid por ejemplo?». Todo era falso, frío, necio, en aquel papel escrito por un egoísta incapaz de amar de veras a los demás, y no menos inepto para saber ser digno en las circunstancias en que la suerte y sus crímenes le habían puesto.

Ana, que no había podido terminar la lectura de la carta, que había caído sobre la almohada como muerta en cuanto vio en aquellos renglones fangosos la confirmación terminante de sus sospechas, no pudo por entonces pensar en la pequeñez de aquel espíritu miserable que albergaba el cuerpo gallardo que ella había creído amar de veras, del que sus sentidos habían estado realmente enamorados a su modo. No, en esto no pensó la Regenta hasta mucho más tarde.

En el delirio de la enfermedad grave y larga que Benítez combatió desesperado, lo que atormentaba el cerebro de Ana era el remordimiento mezclado con los disparates plásticos de la fiebre.

Otra vez tuvo miedo a morir, otra vez tuvo el pánico de la locura, la horrorosa aprensión de perder el juicio y conocerlo ella; y otra vez este terror superior a todo espanto, la hizo procurar el reposo y seguir las prescripciones de aquel médico frío, siempre fiel, siempre atento, siempre inteligente.

  —576→  

Días enteros estuvo sin pensar en su adulterio ni en Quintanar; pero esto fue al principio de la mejoría; cuando el cuerpo débil volvió a sentir el amor de la vida, a la que se agarraba como un náufrago cansado de luchar con el oleaje de la muerte obscura y amarga.

Con el alimento y la nueva fuerza reapareció el fantasma del crimen. ¡Oh, qué evidente era el mal! Ella estaba condenada. Esto era claro como la luz. Pero a ratos, meditando, pensando en su delito, en su doble delito, en la muerte de Quintanar sobre todo, al remordimiento, que era una cosa sólida en la conciencia, un mal palpable, una desesperación definida, evidente, se mezclaba, como una niebla que pasa delante de un cuerpo, un vago terror más temible que el infierno, el terror de la locura, la aprensión de perder el juicio; Ana dejaba de ver tan claro su crimen; no sabía quién, discutía dentro de ella, inventaba sofismas sin contestación, que no aliviaban el dolor del remordimiento, pero hacían dudar de todo, de que hubiera justicia, crímenes, piedad, Dios, lógica, alma... Ana. «No, no hay nada, decía aquel tormento del cerebro; no hay más que un juego de dolores, un choque de contrasentidos que pueden hacer que padezcas infinitamente; no hay razón para que tenga límites esta tortura del espíritu, que duda de todo, de sí mismo también, pero no del dolor que es lo único que llega al que dentro de ti siente, que no se sabe cómo es ni lo que es, pero que padece, pues padeces».

Estas logomaquias de la voz interior, para la enferma eran claras, porque no hablaba así en sus adentros sino en vista de lo que experimentaba; todo esto lo pensaba porque lo observaba dentro de sí: llegaba a no creer más que en su dolor.

Y era como un consuelo, como respirar aire puro,   —577→   sentir tierra bajo los pies, volver a la luz, el salir de este caos doloroso y volver a la evidencia de la vida, de la lógica, del orden y la consistencia del mundo; aunque fuera para volver a encontrar el recuerdo de un adulterio infame y de un marido burlado, herido por la bala de un miserable cobarde que huía de un muerto y no había huido del crimen.

Y este mismo placer, esta complacencia egoísta, que ella no podía evitar, que la sentía aun repugnándole sentirla, era nuevo remordimiento.

Se sorprendía sintiendo un bienestar confuso cuando funcionaba en ella la lógica regularmente y creía en las leyes morales y se veía criminal, claramente criminal, según principios que su razón acataba. Esto era horrible, pero al fin era vivir en tierra firme, no sobre la masa enferma movediza de disparates del capricho intelectual, no en una especie de terremoto interior que era lo peor que podía traer la sensación al cerebro.

Ana explicó todo esto a Benítez como pudo, eludiendo el referirse a sus remordimientos.

Pero él comprendió lo que decía y lo que callaba y declaró que el principal deber por entonces era librarse del peligro de la muerte.

-¿Quiere usted un suicidio?

-¡Oh, no, eso no!

-Pues si no hemos de suicidarnos, tenemos que cuidar el cuerpo, y la salud del cuerpo exige otra vez... todo lo contrario de lo que usted hace. Usted señora cree que es deber suyo atormentarse recordando, amando lo que fue... y aborreciendo lo que no debió haber sido... Todo esto sería muy bueno si usted tuviera fuerzas para soportar ese teje maneje del pensamiento. No las tiene usted. Olvido, paz, silencio interior, conversación   —578→   con el mundo, con la primavera que empieza y que viene a ayudarnos a vivir... Yo le prometo a usted que el día en que la vea fuera de todo cuidado, sana y salva, le diré, si usted quiere: Anita, ahora ya tiene usted bastante salud para empezar a darse tormento a sí misma.

Y Frígilis hablaba en el mismo sentido.

Y nadie más hablaba, porque Anselmo apenas sabía hablar, Servanda iba y venía como una estatua de movimiento... y los demás vetustenses no entraban en el caserón de los Ozores después de la muerte de don Víctor.

No entraban. Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer que les causaba aquel gran escándalo que era como una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste. Pero ostensiblemente pocos se alegraban de lo ocurrido. ¡Era un escándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido, un ex-regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la vejiga! En Vetusta, ni aun en los días de revolución había habido tiros. No había costado a nadie un cartucho la conquista de los derechos inalienables del hombre. Aquel tiro de Mesía, del que tenía la culpa la Regenta, rompía la tradición pacífica del crimen silencioso, morigerado y precavido. «Ya se sabía que muchas damas principales de la Encimada y de la Colonia engañaban o habían engañado o estaban a punto de engañar a su respectivo esposo, ¡pero no a tiros!». La envidia que hasta allí se había disfrazado de admiración, salió a la calle con toda la amarillez de sus carnes. Y resultó que envidiaban en secreto la hermosura y la fama de virtuosa de la Regenta   —579→   no sólo Visitación Olías de Cuervo y Obdulia Fandiño y la baronesa de la Deuda Flotante, sino también la Gobernadora, y la de Páez y la señora de Carraspique y la de Rianzares o sea el Gran Constantino, y las criadas de la Marquesa y toda la aristocracia, y toda la clase media y hasta las mujeres del pueblo... y ¡quién lo dijera! la Marquesa misma, aquella doña Rufina tan liberal que con tanta magnanimidad se absolvía a sí misma de las ligerezas de la juventud... ¡y otras!

Hablaban mal de Ana Ozores todas las mujeres de Vetusta, y hasta la envidiaban y despellejaban muchos hombres con alma como la de aquellas mujeres. Glocester en el cabildo, don Custodio a su lado, hablaban de escándalo, de hipocresía, de perversión, de extravíos babilónicos; y en el Casino, Ronzal. Foja, los Orgaz echaban lodo con las dos manos sobre la honra difunta de aquella pobre viuda encerrada entre cuatro paredes.

Obdulia Fandiño, pocas horas después de saberse en el pueblo la catástrofe, había salido a la calle con su sombrero más grande y su vestido más apretado a las piernas y sus faldas más crujientes, a tomar el aire de la maledicencia, a olfatear el escándalo, a saborear el dejo del crimen que pasaba de boca en boca como una golosina que lamían todos, disimulando el placer de aquella dulzura pegajosa.

«¿Ven ustedes? decían las miradas triunfantes de la Fandiño. Todas somos iguales».

Y sus labios decían:

-¡Pobre Ana! ¡Perdida sin remedio! ¿Con qué cara se ha de presentar en público? ¡Como era tan romántica! Hasta una cosa... como esa, tuvo que salirle a ella así... a cañonazos, para que se enterase todo el mundo.

  —580→  

-¿Se acuerdan ustedes del paseo de Viernes Santo? -preguntaba el barón.

-Sí, comparen ustedes... ¡Quién lo diría!...

-Yo lo diría -exclamaba la Marquesa-. A mí ya me dio mala espina aquella desfachatez... aquello de ir enseñando los pies descalzos... malorum signum.

-Sí, malorum signum -repetía la baronesa, como si dijera: et cum spiritu tuo.

-¡Y sobre todo el escándalo! -añadía doña Rufina indignada, después de una pausa.

-¡El escándalo! -repetía el coro.

-¡La imprudencia, la torpeza!

-¡Eso! ¡Eso!

-¡Pobre don Víctor!

-Sí, pobre, y Dios le haya perdonado... pero él, merecido se lo tenía.

-Merecidísimo.

-Miren ustedes que aquella amistad tan íntima...

-Era escandalosa.

-Aquello era...

-¡Nauseabundo!

Esto lo dijo el Marqués de Vegallana, que tenía en la aldea todos sus hijos ilegítimos.

Obdulia asistía a tales conversaciones como a un triunfo de su fama. Ella no había dado nunca escándalos por el estilo. Toda Vetusta sabía quién era Obdulia... pero ella no había dado ningún escándalo.

Sí, sí, el escándalo era lo peor, aquel duelo funesto también era una complicación. Mesía había huido y vivía en Madrid... Ya se hablaba de sus amores reanudados con la Ministra de Palomares... Vetusta había perdido dos de sus personajes más importantes... por culpa de Ana y su torpeza.

  —581→  

Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. No fue a verla nadie. Ni siquiera el Marquesito, a quien se le había pasado por las mientes recoger aquella herencia de Mesía.

La fórmula de aquel rompimiento, de aquel cordón sanitario fue esta:

-¡Es necesario aislarla... Nada, nada de trato con la hija de la bailarina italiana!

El honor de haber resucitado esta frase perteneció a la baronesa de la Barcaza.

Si Ripamilán hubiera podido salir de su casa, no hubiera respetado aquel acuerdo cruel del gran mundo. Pero el pobre don Cayetano había caído en su lecho para no levantarse. Allí vivió, siempre contento, dos años más.

Acabó su peregrinación en la tierra cantando y recitando versos de Villegas.

La Regenta no tuvo que cerrar la puerta del caserón a nadie, como se había prometido, por que nadie vino a verla, se supo que estaba muy mala, y los más caritativos se contentaron con preguntar a los criados y a Benítez cómo iba la enferma, a quien solían llamar esa desgraciada.

Ana prefería aquella soledad; ella la hubiera exigido si no se hubiera adelantado Vetusta a sus deseos. Pero cuando, ya convaleciente, volvió a pensar en el mundo que la rodeaba, en los años futuros, sintió el hielo ambiente y saboreó la amargura de aquella maldad universal. «¡Todos la abandonaban! Lo merecía, pero... de todas maneras ¡qué malvados eran todos aquellos vetustenses que ella había despreciado siempre, hasta cuando la adulaban y mimaban!».

La viuda de Quintanar resolvió seguir hasta donde   —582→   pudiera los consejos de Benítez. Pensaba lo menos posible en sus remordimientos, en su soledad, en el porvenir triste, monótono en su negrura.

En cuanto se lo permitió la fortaleza del cuerpo redivivo trabajó en obras de aguja, y se empeñó, con voluntad de hierro, en encontrarle gracia al punto de crochet y al de media.

Aborrecía los libros, fuesen los que fuesen; todo raciocinio la llevaba a pensar en sus desgracias; el caso era no discurrir. Y a ratos lo conseguía. Entonces se le figuraba que lo mejor de su alma se dormía, mientras quedaba en ella despierto el espíritu suficiente para ser tan mujer como tantas otras.

Llegó a explicarse aquellas tardes eternas que pasaba Anselmo en el patio, sentado en cuclillas y acariciando al gato. Callar, vivir, sin hacer más que sentirse bien y dejar pasar las horas, esto era algo, tal vez lo mejor. Por allí debía de irse a la muerte... Y Ana iba sin miedo. El morir no la asustaba, lo que quería era morir sin desvanecerse en aquellas locuras de la debilidad de su cerebro...

Cuando Benítez la sorprendía en estas horas de calma triste y muda, le preguntaba Ana con una sonrisa de moribunda:

-¿Está usted contento?

Y con otra sonrisa fría, triste, contestaba el médico:

-Bien, Ana, bien... Me agrada que sea usted obediente...

Pero cuando se quedaban solos Benítez y Crespo, el doctor decía:

-No me gusta Ana...

-Pues yo la veo muy tranquila a ratos...

  —583→  

-Sí, pues por eso... no me gusta. Hay que obligarla a distraerse.

Y Frígilis se propuso conseguir que se distrajera.

Y por eso la rogaba que saliese con él a paseo cuando llegó aquel Mayo risueño, seco, templado, sin nubes, pocas veces gozado en Vetusta.

Pero como no consiguió nada, como Anita le pedía con las manos en cruz que la dejasen en paz, tranquila en su caserón, Crespo resolvió divertir a su pobre amiga en su misma casa.

«¡Si él pudiera hacer que se aficionara a los árboles y a las flores!».

Por ensayar nada se perdía. Ensayó.

Ana, por complacerle, le escuchaba con los ojos fijos en él, sonriente, y bajaba al parque cuando se trataba de lecciones prácticas. Frígilis llegó a entusiasmarse, y una tarde contó la historia de su gran triunfo, la aclimatación del Eucaliptus globulus en la región vetustense.

Durante la enfermedad de su amiga, don Tomás Crespo, desconfiando del celo de Anselmo y de Servanda, y sin pedir permiso a nadie, se instaló en el caserón de los Ozores. Trasladó su lecho de la posada en que vivía desde el año sesenta, a los bajos del caserón. El tocador y la alcoba de Ana estaban encima del cuarto que escogió Frígilis. Allí, con el menor aparato posible, sin molestar a nadie se instaló para velar a la Regenta y acudir al menor peligro.

Comía y cenaba en la posada, pero dormía en el caserón.

Esto no lo supo Anita hasta que, ya convaleciente, se quejó un día de aquella soledad. Confesó que de noche tenía a veces miedo. Y poniéndose como un tomate   —584→   el buen Frígilis advirtió tímidamente que hacía más de mes y medio él se había tomado la libertad de venirse a dormir debajo de la Regenta. Los criados tenían orden de no decírselo a la señora.

Desde que esto supo Ana se creyó menos sola en sus noches tristes. Roto el secreto, Frígilis tosía fuerte abajo a propósito, para que le oyera Ana, como diciendo: «No temas, estoy yo aquí».

Pero como la malicia lo sabe todo, también supo esto Vetusta. Se dijo que Frígilis se había metido a vivir de pupilo en casa de la Regenta, en el caserón nobilísimo de los Ozores.

Y decían unos:

-Será una obra de caridad. La pobre estará mal de recursos y con la ayuda de Frígilis... podrá ir tirando.

Y el gran mundo echaba por los dedos la cuenta de lo que le habría quedado a Anita. «No debía de haberle quedado nada».

-Ella rentas no las tiene.

-Las de su marido, las de don Víctor allá en Aragón no le pertenecen.

-La viudedad no la habrá pedido...

-¡Sería ignominioso!...

-¡Ya lo creo! ¡Reclamar la viudedad... ella... causa de la muerte del digno magistrado!

-Sería indigno.

-Indigno.

-Y ya no está bien que viva en el caserón de los Ozores.

-Claro, porque aunque se lo regaló su esposo, según dicen, él fue quien se lo compró a las tías de Ana, y no con bienes gananciales, sino vendiendo tierras en la Almunia.

  —585→  

-Sea como sea, ella no debía vivir en esa casa.

-De modo que no se sabe de qué vive.

-Vivirá de eso. De mantener en su casa a Frígilis, que pagará bien.

-Eso sí, porque él es un chiflado, que no tiene escrúpulos... pero es bueno.

-Bueno... relativamente -decía el Marqués que con la gota que le empezaba a molestar iba echando una moralidad severa y un humor negro como un carbón.

Y recordando aquel gerundio que tanto efecto había hecho en otra ocasión, resumía diciendo:

-De todas maneras, eso de vivir bajo el mismo techo que cobija a la viuda infiel de su mejor amigo es... ¡es nauseabundo!

Y nadie se atrevía a negarlo.

Todos aquellos escrúpulos que tenía la tertulia de los Vegallana, habían atormentado también a la Regenta. En cuanto se sintió bastante fuerte para salir a la huerta, se atrevió a decir a Frígilis lo que la atormentaba tiempo atrás.

-Yo... quisiera salir de esta casa... Esta casa... en rigor... no es mía... Es de los herederos de Víctor, de su hermana doña Paquita, que tiene hijos... y...

Frígilis se puso furioso. ¡Cómo se entiende! Todo lo había arreglado él ya. Había escrito a Zaragoza y la doña Paquita se había contentado con lo de la Almunia. «Bastante era. El caserón era de Ana legalmente y moralmente».

Ana cedió porque no tenía ya energía para contrariar una voluntad fuerte.

Con más ahínco se negó a firmar los documentos que Frígilis le presentó, cuando se propuso pedir la viudedad que correspondía a la Regenta.

  —586→  

-¡Eso no, eso no, don Tomás; primero morir de hambre!

Y en efecto, sí, el hambre, una pobreza triste y molesta amenazaba a la viuda si no solicitaba sus derechos pasivos.

Ana dijo que prefería reclamar la orfandad que le pertenecía como hija de militar.

-Échele usted un galgo... Si eso no valdrá nada... Y no sé si podríamos...

Y Frígilis, no sin ponerse colorado al hacerlo, falsificó la firma de Ana, y después de algunos meses le presentó la primera paga de viuda.

Y era tal la necesidad; tan imposible que por otro camino tuviera ella lo suficiente para vivir, que la Regenta, después de llorar y rehusar cien veces, aceptó el dinero triste de la viudez y en adelante firmó ella los documentos.

Benítez y Frígilis veían en esto síntomas tristes. «Aquella voluntad se moría, pensaba Crespo; en otro tiempo Ana hubiera preferido pedir limosna... Ahora cede... por no luchar».

Y se le caían las lágrimas.

«Si yo fuera rico... pero es uno tan pobre...».

«Y, añadía, por supuesto, cobrar esos cuatro cuartos no es vergonzoso... a ella se lo parece... pero no lo es... Ese dinero es suyo».

Así vivía Ana.

Benítez desde que desapareció el peligro inminente, visitó menos a la viuda.

Servanda y Anselmo eran fieles, tal vez tenían cariño al ama, pero eran incapaces de mostrarlo. Obedecían y servían como sombras. Le hacía más compañía el gato que ellos.

  —587→  

Frígilis era el amigo constante, el compañero de sus tristezas.

Hablaba poco.

Pero a ella la consolaba el pensar: «está Crespo ahí».

Paso a paso volvía la salud a enseñorearse del cuerpo siempre hermoso de Ana Ozores.

Y con algo de remordimiento de conciencia, sentía de nuevo apego a la vida, deseo de actividad. Llegó un día en que ya no le bastó vegetar al lado de Frígilis, viéndole sembrar y plantar en la huerta y oyendo sus apologías del Eucaliptus.

Se había prometido no salir de casa, y la casa empezaba a parecerle una cárcel demasiado estrecha.

Una mañana despertó pensando que aquel año no había cumplido con la Iglesia. Además ya podía salir de su caserón triste para ir a misa. Sí, iría a misa en adelante, muy temprano, muy tapada, con velo espeso, a la capilla de la Victoria que estaba allí cerca.

Y también iría a confesar.

Sin tener fe ni dejar de tenerla, acostumbrada ya a no pensar en aquellas grandes cosas que la volvían loca, Anita Ozores volvió a las prácticas religiosas, jurándose a sí misma no dejarse vencer ya jamás por aquel misticismo falso que era su vergüenza. «La visión de Dios... Santa Teresa... Todo aquello había pasado para no volver... Ya no le atormentaba el terror del infierno, aunque se creía perdida por su pecado, pero tampoco la consolaban aquellos estallidos de amor ideal que en otro tiempo le daban la evidencia de lo sobrenatural y divino».

Ahora nada; huir del dolor y del pensamiento. Pero aquella piedad mecánica, aquel rezar y oír misa como las demás le parecía bien, le parecía la religión compatible   —588→   con el marasmo de su alma. Y además, sin darse cuenta de ello, la religión vulgar (que así la llamaba para sus adentros), le daba un pretexto para faltar a su promesa de no salir jamás de casa.

Llegó Octubre, y una tarde en que soplaba el viento Sur perezoso y caliente, Ana salió del caserón de los Ozores y con el velo tupido sobre el rostro, toda de negro, entró en la catedral solitaria y silenciosa. Ya había terminado el coro.

Algunos canónigos y beneficiados ocupaban sus respectivos confesonarios esparcidos por las capillas laterales y en los intercolumnios del ábside, en el trasaltar.

¡Cuánto tiempo hacía que ella no entraba allí!

Como quien vuelve a la patria, Ana sintió lágrimas de ternura en los ojos. ¡Pero qué triste era lo que la decía el templo hablando con bóvedas, pilares, cristalerías, naves, capillas... hablando con todo lo que contenía a los recuerdos de la Regenta!...

Aquel olor singular de la catedral, que no se parecía a ningún otro, olor fresco y de una voluptuosidad íntima, le llegaba al alma, le parecía música sorda que penetraba en el corazón sin pasar por los oídos.

«¡Ay si renaciera la fe! ¡Si ella pudiese llorar como una Magdalena a los pies de Jesús!».

Y por la vez primera, después de tanto tiempo, sintió dentro de la cabeza aquel estallido que le parecía siempre voz sobrenatural, sintió en sus entrañas aquella ascensión de la ternura que subía hasta la garganta y producía un amago de estrangulación deliciosa... Salieron lágrimas a los ojos, y sin pensar más, Ana entró en la capilla obscura donde tantas veces el Magistral le había hablado del cielo y del amor de las almas.

«¿Quién la había traído allí? No lo sabía. Iba a confesar   —589→   con cualquiera y sin saber cómo se encontraba a dos pasos del confesonario de aquel hermano mayor del alma, a quien había calumniado el mundo por culpa de ella y a quien ella misma, aconsejada por los sofismas de la pasión grosera que la había tenido ciega, había calumniado también pensando que aquel cariño del sacerdote era amor brutal, amor como el de Álvaro, el infame, cuando tal vez era puro afecto que ella no había comprendido por culpa de la propia torpeza».

«Volver a aquella amistad ¿era un sueño? El impulso que la había arrojado dentro de la capilla ¿era voz de lo alto o capricho del histerismo, de aquella maldita enfermedad que a veces era lo más íntimo de su deseo y de su pensamiento, ella misma?». Ana pidió de todo corazón a Dios, a quien claramente creía ver en tal instante, le pidió que fuera voz Suya aquella, que el Magistral fuera el hermano del alma en quien tanto tiempo había creído y no el solicitante lascivo que le había pintado Mesía el infame. Ana oró, con fervor, como en los días de su piedad exaltada; creyó posible volver a la fe y al amor de Dios y de la vida, salir del limbo de aquella somnolencia espiritual que era peor que el infierno; creyó salvarse cogida a aquella tabla de aquel cajón sagrado que tantos sueños y dolores suyos sabía...

La escasa claridad que llegaba de la nave y los destellos amarillentos y misteriosos de la lámpara de la capilla se mezclaban en el rostro anémico de aquel Jesús del altar, siempre triste y pálido, que tenía concentrada la vida de estatua en los ojos de cristal que reflejaban una idea inmóvil, eterna... Cuatro o cinco bultos negros llenaban la capilla. En el confesonario sonaba el cuchicheo de una beata como rumor de moscas en verano vagando por el aire.

  —590→  

El Magistral estaba en su sitio.

Al entrar la Regenta en la capilla, la reconoció a pesar del manto. Oía distraído la cháchara de la penitente; miraba a la verja de la entrada, y de pronto aquel perfil conocido y amado, se había presentado como en un sueño. El talle, el contorno de toda la figura, la genuflexión ante el altar, otras señales que sólo él recordaba y reconocía, le gritaron como una explosión en el cerebro:

-¡Es Ana!

La beata de la celosía continuaba el rum rum de sus pecados. El Magistral no la oía, oía los rugidos de su pasión que vociferaban dentro.

Cuando calló la beata volvió a la realidad el clérigo, y como una máquina de echar bendiciones desató las culpas de la devota, y con la misma mano hizo señas a otra para que se acercase a la celosía vacante.

Ana había resuelto acercarse también, levantar el velo ante la red de tablillas oblicuas, y a través de aquellos agujeros pedir el perdón de Dios y el del hermano del alma, y si el perdón no era posible, pedir la penitencia sin el perdón, pedir a fe perdida o adormecida o quebrantada, no sabía qué, pedir la fe aunque fuera con el terror del infierno... Quería llorar allí, donde había llorado tantas veces, unas con amargura, otras sonriendo de placer entre las lágrimas; quería encontrar al Magistral de aquellos días en que ella le juzgaba emisario de Dios, quería fe, quería caridad... y después el castigo de sus pecados, si más castigo merecía que aquella obscuridad y aquel sopor del alma...

El confesonario crujía de cuando en cuando, como si le rechinaran los huesos.

El Magistral dio otra absolución y llamó con la mano   —591→   a otra beata... La capilla se iba quedando despejada. Cuatro o cinco bultos negros, todos absueltos, fueron saliendo silenciosos, de rato en rato; y al fin quedaron solos la Regenta, sobre la tarima del altar, y el Provisor dentro del confesonario.

Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche.

Ana esperaba sin aliento, resucita a acudir, la seña que la llamase a la celosía...

Pero el confesonario callaba. La mano no aparecía, ya no crujía la madera.

Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperase una escena trágica inminente.

Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño...

Pasaban segundos, algunos minutos muy largos, y la mano no llamaba...

La Regenta, que estaba de rodillas, se puso en pie con un valor nervioso que en las grandes crisis le acudía... y se atrevió a dar un paso hacia el confesonario.

Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra, larga. Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitos como los del Jesús del altar...

El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que horrorizada retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir socorro y no pudo. Cayó sentada en la madera, abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidas hacia el enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla.

El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería. Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia Ana... dio   —592→   otro paso adelante... y después clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.

Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido.

La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y dejaban el templo en tinieblas.

Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando.

Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.

Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...

Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro.

Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada.

Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.

Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.

Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.






 
 
FIN DE LA NOVELA