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ArribaAbajo- IV -

La familia de los Ozores era una de las más antiguas de Vetusta. Era el tal apellido de muchos condes y marqueses, y pocos nobles había en la ciudad que no fueran, por un lado o por otro, algo parientes de tan ilustre linaje.

Don Carlos, padre de Ana, era el primogénito de un segundón del conde de Ozores. Don Carlos tuvo dos hermanas, Anunciación y Águeda, que con su padre habitaron mucho tiempo el caserón de sus mayores. La rama principal, la de los condes, vivía años hacía emigrada.

El primogénito del segundón quiso tener una carrera, ser algo más que heredero de algunas caserías, unos cuantos foros y un palacio achacoso de goteras. Fue ingeniero militar. Se portó como un valiente; en muchas batallas demostró grandes conocimientos en el arte de Vauban, construyó duraderos y bien dispuestos fuertes en varias costas, y llegó pronto a coronel de ejército, comandante del cuerpo. Cansado de casamatas, cortinas, paralelas y castillos, procurose un empleo en la corte y fue perdiendo sus aficiones militares, quedándose   —98→   sólo con las científicas: prefirió la física, las matemáticas a las aplicaciones de tales ciencias, al arte, y cada día fue menos guerrero. Pero al mismo tiempo se entregaba a las delicias de Capua, y por fin, después de muchos amoríos, tuvo un amor serio, una pasión de sabio (o cosa parecida) que ya no es joven.

Loco de amor se casó2 don Carlos Ozores a los treinta y cinco años con una humilde modista italiana que vivía en medio de seducciones sin cuento, honrada y pobre. Esta fue la madre de Ana que, al nacer, se quedó sin ella.

-«¡Menos mal!» -pensaban las hermanas de don Carlos allá en su caserón de Vetusta.

Su matrimonio había originado al coronel un rompimiento con su familia. Se escribieron dos cartas secas y no hubo más relaciones.

-Si viviera mi padre -pensaba Ozores- de fijo perdonaba este matrimonio desigual.

-¡Si viviera padre, moriría del disgusto! -decían las solteronas implacables.

Toda la nobleza vetustense aprobaba la conducta de aquellas señoritas, que vieron un castigo de Dios en el desgraciado puerperio de la modista italiana, su cuñada indigna.

El palacio de los Ozores era de don Carlos; sus hermanas se lo dijeron en otra carta fría y lacónica:

«Estaban dispuestas a abandonarlo, si él lo exigía; sólo le pedían que pensase cómo se había de conservar aquel resto precioso de tanta nobleza».

El coronel contestó «que por Dios y todos los santos continuasen viviendo donde habían nacido, que él se lo suplicaba por bien de la misma finca, que sin ellas se vendría a tierra».

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Las solteronas, sin contestar ni transigir en lo del matrimonio, se quedaron en el palacio para que no se derrumbara.

A don Carlos le dolió mucho que ni siquiera se le preguntase por su hija. La nobleza vetustense opinó que muerto el perro no se acabase la rabia; que la muerte providencial de la modista no era motivo suficiente para hacer las paces con el infame don Carlos ni para enterarse de la suerte de su hija.

Tiempo había para proteger a la niña, sin menoscabo de la dignidad, si, como era de presumir, la conducta loca de su padre le arrastraba a la pobreza. Además, se corrió por Vetusta que don Carlos se había hecho masón, republicano y por consiguiente ateo. Sus hermanas se vistieron de negro y en el gran salón, en el estrado, recibieron a toda la aristocracia de Vetusta, como si se tratara de visitas de duelo.

La estancia estaba casi a obscuras; por los grandes balcones no se dejaba pasar más que un rayo de luz; se hablaba poco, se suspiraba y se oía el aleteo de los abanicos.

-¡Cuánto mejor hubiese sido que se hubiera vuelto loco! -exclamó el marqués de Vegallana, jefe del partido conservador de Vetusta.

-¡Qué... loco! -contestó una de las hermanas, doña Anunciación-. Diga usted, marqués, que ojalá Dios se acordase de él, antes que verle así.

Hubo unánime aprobación por señas. Muchas cabezas se inclinaron lánguidamente; y se volvió a suspirar. Aquello del republicanismo no necesitaba comentarios.

Don Carlos, en efecto, se había hecho liberal de los avanzados; y de los estudios físicos matemáticos había pasado a los filosóficos; y de resultas era un hombre   —100→   que ya no creía sino lo que tocaba, hecha excepción de la libertad que no la pudo tocar nunca y creyó en ella muchos años. La vida de liberal en ejercicio de aquellos tiempos tenía poco de tranquila. Don Carlos se dedicó a filósofo y a conspirador, para lo cual creyó oportuno pedir la absoluta.

-«Yo ingeniero, no podría conspirar nunca (creía en el espíritu de cuerpo); como particular puedo procurar la salvación del país por los medios más adecuados».

No hay que pensar que era tonto don Carlos, sino un buen matemático, bastante instruido en varias materias. Pudo reunir una mediana biblioteca donde había no pocos libros de los condenados en el Índice. Amaba la literatura con ardor y era, por entonces, todo lo romántico que se necesitaba para conspirar con progresistas.

Lo que pudiera haber de falso y contradictorio en el carácter de don Carlos, era obra de su tiempo. No le faltaba talento, era apasionado y se asimilaba con facilidad ideas que entendía muy pronto, pero no se distinguía por lo original ni por lo prudente. Su amor propio de libre-pensador no había llegado a esa jerarquía del orgullo en que sólo se admite lo que uno crea para sí mismo. De todas maneras, era simpático.

De sus defectos su hija fue la víctima. Después de llorar mucho la muerte de su esposa, don Carlos volvió a pensar en asuntos que a él se le antojaban serios, como v. gr., propagar el libre examen dentro de círculo determinado de españoles; procurar el triunfo del sistema representativo en toda su integridad. Tanto valía entonces esto como dedicarse a bandolero sin protección, por lo que toca a la necesidad de vivir a salto de mata. Un conspirador no puede tener consigo una niña   —101→   sin madre. Le hablaron de colegios, pero los aborrecía. Tomó un aya, una española inglesa que en nada se parecía a la de Cervantes, pues no tenía encantos morales, y de los corporales, si de alguno disponía, hacía mal uso. Esto lo ignoraba don Carlos, que admitió el aya en calidad de católica liberal. Se le había dicho:

-«Es una mujer ilustrada, aunque española; educada en Inglaterra donde ha aprendido el noble espíritu de la tolerancia».

Y además, curaba el entendimiento y el corazón a los niños con píldoras de la Biblia y pastillas de novela inglesa para uso de las familias. Era, en fin, una hipocritona de las que saben que a los hombres no les gustan las mujeres beatas, pero tampoco descreídas, sino, así un término medio, que los hombres mismos no saben cómo ha de ser. La hipocresía de doña Camila llegaba hasta el punto de tenerla en el temperamento, pues siendo su aspecto el de una estatua anafrodita, el de un ser sin sexo, su pasión principal era la lujuria, satisfecha a la inglesa: una lujuria que pudiera llamarse metodista si no fuera una profanación.

Tuvo que emigrar don Carlos, y Ana quedó en poder de doña Camila, que por imprudencia imperdonable de Ozores se vio disponiendo a su antojo de la mayor parte de las rentas de su amo, cada vez más flacas, pues las conspiraciones cuestan caras al que las paga.

Aconsejaron los médicos aires del campo y del mar para la niña y el aya escribió a don Carlos que un su amigo, Iriarte, el que le había recomendado a doña Camila, vendía en una provincia del Norte, limítrofe de Vetusta, una casa de campo en un pueblecillo pintoresco, puerto de mar y saludable a todos los vientos. Ozores dio órdenes para que se vendiese como se pudiera   —102→   en la provincia de Vetusta la poca hacienda que no había malbaratado antes, y la mitad del producto de tan loca enajenación la dedicó a la compra de aquella quinta de su amigo Iriarte. La otra mitad fue destinada al socorro de los patriotas más o menos auténticos. En Vetusta no le quedaba más que su palacio que habitaban, sin pagar renta, las solteronas. La casa de campo y los predios que la rodeaban y pertenecían, valían mucho menos de lo que podía presumir el conspirador, si juzgaba por lo que le costaban, pero él no paraba mientes en tal materia: se iba arruinando ni más ni menos que su patria; pero así como la lista civil le dolía lo mismo que si la pagase él entera, de las mangas y capirotes que hacían con sus bienes le importaba poco. No era todo desprendimiento; vagamente veía en lontananza un porvenir de indemnizaciones patrióticas que aunque estaban en el programa de su partido, a él no le alcanzaron.

A las nuevas haciendas de don Carlos se fueron Anita, el aya, los criados y tras ellos el hombre, como llamó siempre la niña al personaje que turbaba no pocas veces el sueño de su inocencia. Era Iriarte, el amante de doña Camila y antiguo dueño de la casa de campo.

El aya había procurado seducir a don Carlos; sabía que su difunta esposa era una humilde modista, y ella, doña Camila Portocarrero que se creía descendiente de nobles, bien podía aspirar a la sucesión de la italiana. Creyó que don Carlos se había casado por compromiso, que era un hombre que se casaba con la servidumbre. Conocía este tipo y sabía cómo se le trataba. Pero fue inútil. En el poco tiempo que pudo aprovechar para hacer la prueba de su sabio y complicado sistema de seducción, don Carlos no echó de ver   —103→   siquiera que se le tendía una red amorosa. Por aquella época era él casi sansimoniano. Emigró Ozores y doña Camila juró odio eterno al ingrato, y consagró, con la paciencia de los reformistas ingleses, un culto de envidia póstuma a la modista italiana que había conseguido casarse con aquel estuco. Anita pagó por los dos.

El aya afirmaba en todas partes, entre interjecciones aspiradas, que la educación de aquella señorita de cuatro años exigía cuidados muy especiales. Con alusiones maliciosas, vagas y envueltas en misterios a la condición social de la italiana, daba a entender que la ciencia de educar no esperaba nada bueno de aquel retoño de meridionales concupiscencias. En voz baja decía el aya que «la madre de Anita tal vez antes que modista había sido bailarina».

De todas suertes, doña Camila se rodeó de precauciones pedagógicas y preparó a la infancia de Ana Ozores un verdadero gimnasio de moralidad inglesa. Cuando aquella planta tierna comenzó a asomar a flor de tierra se encontró ya con un rodrigón al lado para que creciese derecha. El aya aseguraba que Anita necesitaba aquel palo seco junto a sí y estar atada a él fuertemente. El palo seco era doña Camila. El encierro y el ayuno fueron sus disciplinas.

Ana que jamás encontraba alegría, risas y besos en la vida, se dio a soñar todo eso desde los cuatro años. En el momento de perder la libertad se desesperaba, pero sus lágrimas se iban secando al fuego de la imaginación, que le caldeaba el cerebro y las mejillas. La niña fantaseaba primero milagros que la salvaban de sus prisiones que eran una muerte, figurábase vuelos imposibles.

«Yo tengo unas alas y vuelo por los tejados, pensaba;   —104→   me marcho como esas mariposas»; y dicho y hecho, ya no estaba allí. Iba volando por el azul que veía allá arriba.

Si doña Camila se acercaba a la puerta a escuchar por el ojo de la llave, no oía nada. La niña con los ojos muy abiertos, brillantes, los pómulos colorados, estaba horas y horas recorriendo espacios que ella creaba llenos de ensueños confusos, pero iluminados por una luz difusa que centelleaba en su cerebro.

Nunca pedía perdón; no lo necesitaba. Salía del encierro pensativa, altanera, callada; seguía soñando; la dieta le daba nueva fuerza para ello. La heroína de sus novelas de entonces era una madre. A los seis años había hecho un poema en su cabecita rizada de un rubio obscuro. Aquel poema estaba compuesto de las lágrimas de sus tristezas de huérfana maltratada y de fragmentos de cuentos que oía a los criados y a los pastores de Loreto. Siempre que podía se escapaba de casa; corría sola por los prados, entraba en las cabañas donde la conocían y acariciaban, sobre todo los perros grandes; solía comer con los pastores. Volvía de sus correrías por el campo, como la abeja con el jugo de las flores, con material para su poema. Como Poussin cogía yerbas en los prados para estudiar la naturaleza que trasladaba al lienzo. Anita volvía de sus escapatorias de salvaje con los ojos y la fantasía llenos de tesoros que fueron lo mejor que gozó en su vida. A los veintisiete años Ana Ozores hubiera podido contar aquel poema desde el principio al fin, y eso que en cada nueva edad le había añadido una parte. En la primera había una paloma encantada con un alfiler negro clavado en la cabeza; era la reina mora; su madre, la madre de Ana que no parecía. Todas las palomas con   —105→   manchas negras en la cabeza podían ser una madre, según la lógica poética de Anita.

La idea del libro, como manantial de mentiras hermosas, fue la revelación más grande de toda su infancia. ¡Saber leer! esta ambición fue su pasión primera. Los dolores que doña Camila le hizo padecer antes de conseguir que aprendiera las sílabas, perdonóselos ella de todo corazón. Al fin supo leer. Pero los libros que llegaban a sus manos, no le hablaban de aquellas cosas con que soñaba. No importaba; ella les haría hablar de lo que quisiese.

Le enseñaban geografía; donde había enumeraciones fatigosas de ríos y montañas, veía Ana aguas corrientes, cristalinas y la sierra con sus pinos altísimos y soberbios troncos; nunca olvidó la definición de isla, porque se figuraba un jardín rodeado por el mar; y era un contento. La historia sagrada fue el maná de su fantasía en la aridez de las lecciones de doña Camila. Adquirió su poema formas concretas, ya no fue nebuloso; y en las tiendas de los israelitas, que ella bordó con franjas de colores, acamparon ejércitos de bravos marineros de Loreto, de pierna desnuda, musculosa y velluda, de gorro catalán, de rostro curtido, triste y bondadoso, barba espesa y rizada y ojos negros.

La poesía épica predomina lo mismo que en la infancia de los pueblos en la de los hombres. Ana soñó en adelante más que nada batallas, una Ilíada, mejor, un Ramayana sin argumento. Necesitaba un héroe y le encontró: Germán, el niño de Colondres. Sin que él sospechara las aventuras peligrosas en que su amiga le metía, se dejaba querer y acudía a las citas que ella le daba en la barca de Trébol.

Nada le decía de aquellas grandes batallas que le   —106→   obligaba a ganar en el extremo Oriente, en las que ella le asistía haciendo el papel de reina consorte, con arranques de amazona. Algunas veces le propuso, hablándole al oído, viajes muy arriesgados a países remotos que él ni de nombre conocía. Germán aceptaba inmediatamente, y estaba dispuesto a convertirse en diligencia si Ana aceptaba el cargo de mula, o viceversa. No era eso. La niña quería ir a tierra de moros de verdad, a matar infieles o a convertirlos, como Germán quisiera. Germán prefería matarlos; y dicho y hecho se metían en la barca, mientras el barquero dormía a la sombra de un cobertizo en la orilla. A costa de grandes sudores conseguían un ligero balanceo del gran navío que tripulaban y entonces era cuando se creían bogando a toda vela por mares nunca navegados.

Germán gritaba:

-¡Orza!... ¡a babor, a estribor! ¡hombre al agua!... ¡un tiburón!...

Pero tampoco era aquello lo que quería Anita; quería marchar de veras, muy lejos, huyendo de doña Camila. La única ocasión en que Germán correspondió al tipo ideal que de su carácter y prendas se había forjado Anita, fue cuando aceptó la escapatoria nocturna para ver juntos la luna desde la barca y contarse cuentos. Este proyecto le pareció más viable que el de irse a Morería y se llevó a cabo. Ya se sabe cómo entendió la grosera y lasciva doña Camila la aventura de los niños. Era de tal índole la maldad de esta hembra, que daba por buenas las desazones que el lance pudiera causarle, por la responsabilidad que ella tenía, con tal de ver comprobados por los hechos sus pronósticos.

-«¡Como su madre! -decía a las personas de confianza-. ¡improper! ¡improper! ¡Si ya lo decía yo! El instinto...   —107→   la sangre... No basta la educación contra la naturaleza».

Desde entonces educó a la niña sin esperanzas de salvarla; como si cultivara una flor podrida ya por la mordedura de un gusano. No esperaba nada, pero cumplía su deber. Loreto era una aldea, y como doña Camila refería la aventura a quien la quisiera oír, llorando la infeliz, rendida bajo el peso de la responsabilidad (y ella poco podía contra la naturaleza), el escándalo corrió de boca en boca, y hasta en el casino se supo lo de aquella confesión a que se obligó a la reo. Se discutió el caso fisiológicamente. Se formaron partidos; unos decían que bien podía ser, y se citaban multitud de ejemplos de precocidad semejante.

-Créanlo ustedes -decía el amante de doña Camila- el hombre nace naturalmente malo, y la mujer lo mismo.

Otros negaban la verosimilitud del hecho cuando menos.

-«Si ponen ustedes eso en un libro nadie lo creerá».

Ana fue objeto de curiosidad general. Querían verla, desmenuzar sus gestos, sus movimientos para ver si se le conocía en algo.

-Lo que es desarrollada lo está y mucho para su edad... -decía el hombre de doña Camila, que saboreaba por adelantado la lujuria de lo porvenir.

-En efecto, parece una mujercita.

Y se la devoraba con los ojos; se deseaba un milagroso crecimiento instantáneo de aquellos encantos que no estaban en la niña sino en la imaginación de los socios del casino.

A Germán, que no pareció por Loreto, se le atribuían quince años. «Por este lado no había dificultad».

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Doña Camila se creyó obligada en conciencia a indicar algo a la familia. Al padre no; sería un golpe de muerte. Escribió a las tías de Vetusta.

«¡Era el último porrazo! ¡El nombre de los Ozores deshonrado! porque al fin Ozores era la niña, aunque indigna».

Entonces doña Anuncia, la hermana mayor, escribió a don Carlos, porque el caso era apurado. No le contaba el lance de la deshonra c por b, porque ni sabía cómo había sido, ni era decente referir a un padre tales escándalos, ni una señorita, una soltera, aunque tuviese más de cuarenta años, podía descender a ciertos pormenores. Se le escribió a don Carlos nada más que esto: que era preciso llevar consigo a Anita, pues si la niña no vivía al lado de su padre, corría grandes riesgos, si no estaba en peligro inminente, el honor de los Ozores. Don Carlos entonces no podía restituirse a la patria, como él decía.

Pasaron años, pudo y quiso acogerse a una amnistía y volvió desengañado. Doña Camila y Ana se trasladaron a Madrid y allí vivían parte del año los tres juntos, pero el verano y el otoño los pasaban en la quinta de Loreto.

La calumnia con que el aya había querido manchar para siempre la pureza virginal de Anita se fue desvaneciendo; el mundo se olvidó de semejante absurdo, y cuando la niña llegó a los catorce años ya nadie se acordaba de la grosera y cruel impostura, a no ser el aya, su hombre, que seguía esperando, y las tías de Vetusta. Pero se acordaba y mucho Ana misma. Al principio la calumnia habíale hecho poco daño, era una de tantas injusticias de doña Camila; pero poco a poco fue entrando en su espíritu una sospecha, aplicó sus   —109→   potencias con intensidad increíble al enigma que tanta influencia tenía en su vida, que a tantas precauciones obligaba al aya; quiso saber lo que era aquel pecado de que la acusaban, y en la maldad de doña Camila y en la torpe vida, mal disimulada, de esta mujer, se afiló la malicia de la niña que fue comprendiendo en qué consistía tener honor y en qué perderlo; y como todos daban a entender que su aventura de la barca de Trébol había sido una vergüenza, su ignorancia dio por cierto su pecado. Mucho después, cuando su inocencia perdió el último velo y pudo ella ver claro, ya estaba muy lejos aquella edad; recordaba vagamente su amistad con el niño de Colondres, sólo distinguía bien el recuerdo del recuerdo, y dudaba, dudaba si había sido culpable de todo aquello que decían. Cuando ya nadie pensaba en tal cosa, pensaba ella todavía y confundiendo actos inocentes con verdaderas culpas, de todo iba desconfiando. Creyó en una gran injusticia que era la ley del mundo, porque Dios quería, tuvo miedo de lo que los hombres opinaban de todas las acciones, y contradiciendo poderosos instintos de su naturaleza, vivió en perpetua escuela de disimulo, contuvo los impulsos de espontánea alegría; y ella, antes altiva, capaz de oponerse al mundo entero, se declaró vencida, siguió la conducta moral que se le impuso, sin discutirla, ciegamente, sin fe en ella, pero sin hacer traición nunca.

Ya era así cuando su padre volvió de la emigración. No le satisfizo aquel carácter.

¿No se le había dicho que la niña era un peligro para el honor de los Ozores? Pues él veía, por el contrario, una muchacha demasiado tímida y reservada, de una prudencia exagerada para sus años. Ya le pesaba de haber entregado su hija a la gazmoñería inglesa que,   —110→   según él, no servía para la raza latina. Volvía de la emigración muy latino. Afortunadamente allí estaba él para corregir aquella educación viciosa. Despidió a doña Camila y se encargó de la instrucción de su hija. En el extranjero se había hecho don Carlos más filósofo y menos político. Para España no había salvación. Era un pueblo gastado. América se tragaba a Europa, además. Le preocupaban mucho las carnes en conserva que venían de los Estados Unidos.

-«Nos comen, nos comen. Somos pobres, muy pobres, unos miserables que sólo entendemos de tomar el sol».

Él sí era pobre, y más cada día, pero achacaba su estrechez a la decadencia general, a la falta de sangre en la raza y otros disparates. Le quedaban la biblioteca, que había mejorado, y los amigos, nuevos, por supuesto.

Todos los días se ponía a discusión delante de Ana, al tomar café, la divinidad de Cristo. Unos le llamaban el primer demócrata. Otros decían que era un símbolo del sol y los apóstoles las constelaciones del Zodiaco.

Ana procuraba retirarse en cuanto podía hacerlo sin ofender la susceptibilidad de aquel libre-pensador que era su padre. ¡Con qué tristeza pensaba la niña, sin querer pensarlo, que los amigos de su padre eran personas poco delicadas, habladores temerarios! Y su mismo papá, esto era lo peor, y había que pensarlo también, su querido papá que era un hombre de talento, capaz de inventar la pólvora, un reloj, el telégrafo, cualquier cosa, se iba volviendo loco a fuerza de filosofar, y no sabía vivir con una hija que ya entendía más que él de asuntos religiosos.

Aquella sumisión exterior, aquel sacrificio de la vida   —111→   ordinaria, de las relaciones vulgares a las preocupaciones y a las injusticias del mundo no eran hipocresía en Anita, no eran la careta del orgullo; pero no podía juzgarse por tales apariencias de lo que pasaba dentro de ella. Así como en la infancia se refugiaba dentro de su fantasía para huir de la prosaica y necia persecución de doña Camila, ya adolescente se encerraba también dentro de su cerebro para compensar las humillaciones y tristezas que sufría su espíritu. No osaba ya oponer los impulsos propios a lo que creía conjuración de todos los necios del mundo, pero a sus solas se desquitaba. El enemigo era más fuerte, pero a ella le quedaba aquel reducto inexpugnable.

Nunca le habían enseñado la religión como un sentimiento que consuela; doña Camila entendía el Cristianismo como la Geografía o el arte de coser y planchar; era una asignatura de adorno o una necesidad doméstica. Nada le dijo contra el dogma, pero jamás la dulzura de Jesús procuró explicársela con un beso de madre. María Santísima era la Madre de Dios, en efecto; pero una vez que Ana volvió del campo diciendo que la Virgen, según le constaba a ella, lavaba en el río los pañales del Niño Jesús, doña Camila, indignada, exclamó:

-¡Improper! ¿quién le inculcará a esta chiquilla estas sandeces del vulgo?

En este particular don Carlos aprobaba el criterio de doña Camila; precisamente él creía que el Misterio de la Encarnación era como la lluvia de oro de Júpiter; y remontándose más, en virtud de la Mitología comparada, encontraba en la religión de los indios dogmas parecidos.

Ana en casa de su padre disponía de pocos libros devotos.   —112→   Pero en cambio, sabía mucha Mitología, con velos y sin ellos.

Sólo aquello que el rubor más elemental manda que se tape, era lo que ocultaba don Carlos a su hija. Todo lo demás podía y debía conocerlo. ¿Por qué no? Y con multitud de citas explicaba y recomendaba Ozores la educación omnilateral y armónica, como la entendía él.

-Yo quiero -concluía- que mi hija sepa el bien y el mal para que libremente escoja el bien; porque si no ¿qué mérito tendrán sus obras?

Sin embargo, si su hija fuese funámbula y trabajase en el alambre, don Carlos pondría una red debajo, aunque perdiese mérito el ejercicio.

De las novelas modernas algunas le prohibía leer, pero en cuanto se trataba de arte clásico «de verdadero arte», ya no había velos, podía leerse todo. El romántico Ozores era clásico después de su viaje por Italia.

-¡El arte no tiene sexo! -gritaba-. Vean ustedes, yo entrego a mi hija esos grabados que representan el arte antiguo, con todas las bellezas del desnudo que en vano querríamos imitar los modernos. ¡Ya no hay desnudo! Y suspiraba.

La Mitología llegó a conocerla Anita como en su infancia la historia de Israel.

-¡Honni soit qui mal y pense! -repetía don Carlos; y lo otro de: Oh, procul, procul estote prophani.

Y no tomaba más precauciones.

Por fortuna en el espíritu de Ana la impresión más fuerte del arte antiguo y de las fábulas griegas, fue puramente estética; se excitó su fantasía, sobre todo, y, gracias a ella, no a don Carlos, aquel inoportuno estudio del desnudo clásico no causó estragos.

La muchacha envidiaba a los dioses de Homero que   —113→   vivían como ella había soñado que se debía vivir, al aire libre, con mucha luz, muchas aventuras y sin la férula de un aya semi-inglesa.

También envidiaba a los pastores de Teócrito, Bion y Mosco; soñaba con la gruta fresca y sombría del Cíclope enamorado, y gozaba mucho, con cierta melancolía, trasladándose con sus ilusiones a aquella Sicilia ardiente que ella se figuraba como un nido de amores. Pero como de abandonarse a sus instintos, a sus ensueños y quimeras se había originado la nebulosa aventura de la barca de Trébol, que la avergonzaba todavía, miraba con desconfianza, y hasta repugnancia moral, cuanto hablaba de relaciones entre hombres y mujeres, si de ellas nacía algún placer, por ideal que fuese. Aquellas confusiones, mezcla de malicia y de inocencia, en que la habían sumergido las calumnias del aya y los groseros comentarios del vulgo, la hicieron fría, desabrida, huraña para todo lo que fuese amor, según se lo figuraba. Se la había separado sistemáticamente del trato íntimo de los hombres, como se aparta del fuego una materia inflamable. Doña Camila la educaba como si fuera un polvorín. «Se había equivocado su natural instinto de la niñez; aquella amistad de Germán había sido un pecado, ¿quién lo diría? Lo mejor era huir del hombre. No quería más humillaciones». Esta aberración de su espíritu la facilitaban las circunstancias. Don Carlos no tenía más amistad que la de unos cuantos hongos, filosofastros y conspiradores; estos caballeros debían de estar solos en el mundo; si tenían hijos y mujer, no los presentaban ni hablaban de ellos nunca. Anita no tenía amigas. Además don Carlos la trataba como si fuese ella el arte, como si no tuviera sexo. Era aquella una educación neutra. A pesar de que   —114→   Ozores pedía a grito pelado la emancipación de la mujer y aplaudía cada vez que en París una dama le quemaba la cara con vitriolo a su amante, en el fondo de su conciencia tenía a la hembra por un ser inferior, como un buen animal doméstico. No se paraba a pensar lo que podía necesitar Anita. A su madre la había querido mucho, le había besado los pies desnudos durante la luna de miel, que había sido exagerada; pero poco a poco, sin querer, había visto él también en ella a la antigua modista, y la trató al fin como un buen amo, suave y contento. Fuera por lo que fuere, él creía cumplir con Anita llevándola al Museo de Pinturas, a la Armería, algunas veces al Real y casi siempre a paseo con algunos libre-pensadores, amigos suyos, que se paraban para discutir a cada diez pasos. Eran de esos hombres que casi nunca han hablado con mujeres. Esta especie de varones, aunque parece rara, abunda más de lo que pudiera creerse. El hombre que no habla con mujeres se suele conocer en que habla mucho de la mujer en general; pero los amigotes de Ozores ni esto hacían; eran pinos solitarios del Norte que no suspiraban por ninguna palmera del Mediodía.

Aunque Ana llegaba a la edad en que la niña ya puede gustar como mujer, no llamaba la atención; nadie se había enamorado de ella. Entre doña Camila y don Carlos habían ajado las rosas de su rostro; aquella turgencia y expansión de formas que al amante del aya le arrancaban chispas de los ojos, habían contenido su crecimiento; Anita iba a transformarse en mujer cuando parecía muy lejos aún de esta crisis; estaba delgada, pálida, débil; sus quince años eran ingratos: a los diez tenía las apariencias de los trece, y a los quince representaba dos menos.

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Como todavía no se ha convenido en mantener a costa del Erario a los filósofos, don Carlos que no se ocupaba más que en arreglar el mundo y condenarlo tal como era, se vio pronto en apurada situación económica.

-«Ya estaba cansado; bastante había combatido en la vida», según él, y no se le ocurrió buscar trabajo; no quería trabajar más. Prefirió retirarse a su quinta de Loreto, accediendo a las súplicas de Anita que se lo pedía con las manos en cruz. La pobre muchacha se aburría mucho en Madrid. Mientras a su imaginación le entregaban a Grecia, el Olimpo, el Museo de Pinturas, ella, Ana Ozores, la de carne y hueso, tenía que vivir en una calle estrecha y obscura, en un mísero entresuelo que se le caía sobre la cabeza. Ciertas vecinas querían llevarla a paseo, a una tertulia y a los teatros extraviados que ellas frecuentaban. La pobreza en Madrid tiene que ser o resignada o cursi. Aquellas vecinas eran cursis. Anita no podía sufrirlas; le daban asco ellas, su tertulia y sus teatros. Pronto la llamaron el comino orgulloso, la mona sabia. Los seis meses de aldea los pasaba mucho mejor, aun con ser aquel lugar el de su antiguo cautiverio y el de la aventura de la barca, y la calumnia subsiguiente. Pero de cuantos podrían recordarle aquella vergüenza, sólo veía ella al señor Iriarte, el hombre del aya, que visitaba a don Carlos y miraba a la niña con ojos de cosechero que se prepara a recoger los frutos.

Cuando don Carlos decidió vivir en Loreto todo el año, para hacer economías, Ana le besó en los ojos y en la boca y fue por un día entero la niña expansiva y alegre que había empezado a brotar antes de ser trasplantada al invernadero pedagógico de doña Camila.

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Otros años se llevaba a la aldea algún cajón de libros; esta vez se mandó con el maragato la biblioteca entera, el orgullo legítimo de don Carlos.

Un día de sol, en Mayo, Ana que se preparaba a una vida nueva, por dentro, cantaba alegre limpiando los estantes de la biblioteca en la quinta. Colocaba en los cajones los libros, después de sacudirles el polvo, por el orden señalado en el catálogo escrito por don Carlos.

Vio un tomo en francés, forrado de cartulina amarilla; creyó que era una de aquellas novelas que su padre le prohibía leer y ya iba a dejar el libro cuando leyó en el lomo: Confesiones de San Agustín.

¿Qué hacía allí San Agustín?

Don Carlos era un libre-pensador que no leía libros de santos, ni de curas, ni de neos, como él decía. Pero San Agustín era una de las pocas excepciones. Le consideraba como filósofo.

Ana sintió un impulso irresistible; quiso leer aquel libro inmediatamente. Sabía que San Agustín había sido un pagano libertino, a quien habían convertido voces del cielo por influencia de las lágrimas de su madre Santa Mónica. No sabía más. Dejó caer el plumero con que sacudía el polvo; y en pie, bañados por un rayo de sol su cabeza pequeña y rizada y el libro abierto, leyó las primeras páginas. Don Carlos no estaba en casa. Ana salió con el libro debajo del brazo; fue a la huerta. Entró en el cenador, cubierto de espesa enredadera perenne. Las sombras de las hojuelas de la bóveda verde jugueteaban sobre las hojas del libro, blancas y negras y brillantes; se oía cerca, detrás, el murmullo discreto y fresco del agua de una acequia que corría despacio calentándose al sol; fuera   —117→   de la huerta sonaban las ramas de los altos álamos con el suave castañeteo de las hojas nuevas y claras que brillaban como lanzas de acero.

Ana leía con el alma agarrada a las letras. Cuando concluía una página, ya su espíritu estaba leyendo al otro lado. Aquello sí que era nuevo. Toda la Mitología era una locura, según el santo. Y el amor, aquel amor, lo que ella se figuraba, pecado, pequeñez; un error, una ceguera. Bien había hecho ella en vivir prevenida. Recordó que en Madrid dos estudiantes le habían escrito cartas a que ella no contestaba. Era su única aventura, después de la vergüenza de la barca de Trébol. El santo decía que los niños son por instinto malos, que su perversión innata hace gozar y reír a los que los aman; pero sus gracias son defectos; el egoísmo, la ira, la vanidad los impulsan.

-«Es verdad, es verdad» -pensaba ella arrepentida.

Pero entonces hacía falta otra cosa. ¿Aquel vacío de su corazón iba a llenarse? Aquella vida sin alicientes, negra en lo pasado, negra en lo porvenir, inútil, rodeada de inconvenientes y necedades ¿iba a terminar? Como si fuera un estallido, sintió dentro de la cabeza un «sí» tremendo que se deshizo en chispas brillantes dentro del cerebro. Pasaba esto mientras seguía leyendo; aún estaba aturdida, casi espantada por aquella voz que oyera dentro de sí, cuando llegó al pasaje en donde el santo refiere que paseándose él también por un jardín oyó una voz que le decía «Tole, lege» y que corrió al texto sagrado y leyó un versículo de la Biblia... Ana gritó, sintió un temblor por toda la piel de su cuerpo y en la raíz de los cabellos como un soplo que los erizó y los dejó erizados muchos segundos.

Tuvo miedo de lo sobrenatural; creyó que iba a aparecérsele   —118→   algo... Pero aquel pánico pasó, y la pobre niña sin madre sintió dulce corriente que le suavizaba el pecho al subir a las fuentes de los ojos. Las lágrimas agolpándose en ellos le quitaban la vista.

Y lloró sobre las Confesiones de San Agustín, como sobre el seno de una madre. Su alma se hacía mujer en aquel momento.

Por la tarde acabó de leer el libro. Dejó los últimos capítulos que no entendía.

De noche, en la biblioteca, discutían don Carlos, un clérigo de Loreto y varios aficionados a la filosofía y a la buena sidra, que prodigaba el arruinado Ozores por tal de tener contrincantes. Decía que pensar a solas es pensar a medias. Necesitaba una oposición. El capellán quería dejar bien puesto el pabellón de la Iglesia y pasar agradablemente las noches que se hacían eternas en Loreto, aun en primavera.

Ana, sentada lejos, casi hundida y perdida en una butaca grande de gutapercha, de grandes orejas, donde había ella soñado mucho despierta, soñaba también ahora con los ojos muy abiertos, inmóviles. Pensaba en San Agustín; se le figuraba con gran mitra dorada y capa de raso y oro, recorriendo el desierto en un África que poblaba ella de fieras y de palmeras que llegaban a las nubes. Era, como en la infancia, un delicioso imaginar; otro canto de su poema. Sólo con recordar la dulzura de San Agustín al reconciliarse en su cátedra con un amigo que asistió a oírle, del cual vivía separado, sentía Ana inefable ternura que le hacía amar al universo entero en aquel obispo.

En el mismo instante juraba don Carlos que el cristianismo era una importación de la Bactriana.

No estaba seguro de que fuera Bactriana lo que había   —119→   leído, pero en sus disputas de la aldea era poco escrupuloso en los datos históricos, porque contaba con la ignorancia del concurso.

El capellán no sabía lo que era la Bactriana; y así le parecía el más ridículo y gracioso disparate la ocurrencia de traer de allí el cristianismo.

Y muerto de risa decía:

-Pero hombre, buena Batrania te dé Dios; ¿dónde ha leído eso el señor Ozores?

«El capellán no era un San Agustín -pensaba Anita-; no, porque San Agustín no bebería sidra ni refutaría tan mal argumentos como los de su padre. No importaba, el clérigo tenía razón y eso bastaba; decía grandes verdades sin saberlo». Don Carlos en aquel momento se puso a defender a los maniqueos.

-Menos absurdo me parece creer en un Dios bueno y otro malo, que creer en Jehová Eloïm que era un déspota, un dictador, un polaco.

«¡Su padre era maniqueo! Buenos ponía a los maniqueos San Agustín, que también había creído errores así. Pero su padre llegaría a convertirse; como ella, que tenía lleno el corazón de amor para todos y de fe en Dios y en el santo obispo de Hiponax».

Después, buscando en la biblioteca, halló el Genio del Cristianismo, que fue una revelación para ella. Probar la religión por la belleza, le pareció la mejor ocurrencia del mundo. Si su razón se resistía a los argumentos de Chateaubriand, pronto la fantasía se declaraba vencida y con ella el albedrío.

-«Valiente mequetrefe era el señor Chateaubriand, según don Carlos. Él tenía sus obras porque el estilo no era malo». -Se hablaba muy mal de Chateaubriand por aquel tiempo en todas partes.

  —120→  

Después leyó Ana Los Mártires. Ella hubiera sido de buen grado Cimodocea, su padre podía pasar por un Demodoco bastante regular, sobre todo después de su viaje a Italia que le había hecho pagano. Pero ¿Eudoro? ¿dónde estaba Eudoro? Pensó en Germán. ¿Qué habría sido de él?

Difícil le fue encontrar entre los libros de su padre otros que hablasen, para bien se entiende, de religión. Un tomo del Parnaso Español estaba consagrado a la poesía religiosa. Los más eran versos pesados, obscuros, pero entre ellos vio algunos que le hicieron mejor impresión que el mismo Chateaubriand. Unas quintillas de Fray Luis de León comenzaban así:


   Si quieres, como algún día,
alabar rubios cabellos,
alaba los de María,
más dorados y más bellos
que el sol claro al mediodía.



El poeta eclesiástico que olvidaba otros cabellos para alabar los de María, le pareció sublime en su ternura; aquellos cinco versos despertaron en el corazón de Ana lo que puede llamarse el sentimiento de la Virgen, porque no se parece a ningún otro. Y aquella fue su locura de amor religioso.

María, además de Reina de los Cielos, era una Madre, la de los afligidos. Aunque se le hubiese presentado no hubiera tenido miedo. La devoción de la Virgen entró con más fuerza que la de San Agustín y la de Chateaubriand en el corazón de aquella niña que se estaba convirtiendo en mujer. El Ave María y la Salve adquirieron para ella nuevo sentido. Rezaba sin cesar.   —121→   Pero no bastaba aquello, quería más, quería inventar ella misma oraciones.

Don Carlos tenía también el Cantar de los cantares, en la versión poética de San Juan de la Cruz. Estaba entre los libros prohibidos para Anita.

-A mí no me la dan -decía don Carlos guiñando un ojo-; esta amada podrá ser la Iglesia, pero... yo no me fío... no me fío...

Y disparataba sin conciencia; porque él, incapaz de calumniar a sus semejantes, cuando se trataba de santos y curas creía que no estaba de más.

Ana leyó los versos de San Juan y entonces sintió la lengua expedita para improvisar oraciones; las recitaba en verso en sus paseos solitarios por el monte de Loreto que olía a tomillo y caía a pico sobre el mar.

Versos a lo San Juan, como se decía ella, le salían a borbotones del alma, hechos de una pieza, sencillos, dulces y apasionados; y hablaba con la Virgen de aquella manera.

Notaba Anita, excitada, nerviosa -y sentía un dolor extraño en la cabeza al notarlo- una misteriosa analogía entre los versos de San Juan y aquella fragancia del tomillo que ella pisaba al subir por el monte.

Verdad era que de algún tiempo a aquella parte su pensamiento, sin que ella quisiese, buscaba y encontraba secretas relaciones entre las cosas, y por todas sentía un cariño melancólico que acababa por ser una jaqueca aguda.

Una tarde de otoño, después de admitir una copa de cumín que su padre quiso que bebiera detrás del café, Anita salió sola, con el proyecto de empezar a escribir un libro, allá arriba, en la hondonada de los pinos que ella conocía bien; era una obra que días antes había   —122→   imaginado, una colección de poesías «A la Virgen».

Don Carlos le permitía pasear sin compañía cuando subía al monte de los tomillares por la puerta del jardín; por allí no podía verla nadie, y al monte no se subía más que a buscar leña.

Aquel día su paseo fue más largo que otras veces. La cuesta era ardua, el camino como de cabras; pavorosos acantilados a la derecha caían a pico sobre el mar, que deshacía su cólera en espuma con bramidos que llegaban a lo alto como ruidos subterráneos. A la izquierda los tomillares acompañaban el camino hasta la cumbre, coronada por pinos entre cuyas ramas el viento imitaba como un eco la queja inextinguible del océano. Ana subía a paso largo. El esfuerzo que exigía la cuesta la excitaba; se sentía calenturienta; de sus mejillas, entonces siempre heladas, brotaba fuego, como en lejanos días. Subía con una ansiedad apasionada, como si fuera camino del cielo por la cuesta arriba.

Después de un recodo de la senda que seguía, Ana vio de repente nuevo panorama; Loreto quedó invisible. Enfrente estaba el mar, que antes oía sin verlo; el mar, mucho mayor que visto desde el puerto, más pacífico, más solemne; desde allí las olas no parecían sacudidas violentas de una fiera enjaulada, sino el ritmo de una canción sublime, vibraciones de placas sonoras, iguales, simétricas, que iban de Oriente a Occidente. En los últimos términos del ocaso columbraba un anfiteatro de montañas que parecían escala de gigantes para ascender al cielo; nubes y cumbres se confundían, y se mandaban reflejados sus colores. En lo más alto de aquel cumulus de piedra azulada Ana divisó un punto; sabía que era un santuario. Allí estaba la Virgen. En aquel momento todos los celajes del ocaso se rasgaban brotando   —123→   luz de sus entrañas para formar una aureola a la Madre de Dios, que tenía en aquella cima su templo. La puesta del sol era una apoteosis. Las velas de las lanchas de Loreto, hundidas en la sombra del monte, allá abajo, parecían palomas que volaban sobre las aguas.

Al fin llegó Ana a la hondonada de los pinos. Era una cañada entre dos lomas bajas coronadas de arbustos y con algunos ejemplares muy lucidos del árbol que le daba nombre. El cauce de un torrente seco dejaba ver su fondo de piedra blanquecina en medio de la cañada; un pájaro, que a la niña se le antojó ruiseñor, cantaba escondido en los arbustos de la loma de poniente. Ana se sentó sobre una piedra cerca del cauce seco. Se creía en el desierto. No había allí ruido que recordara al hombre. El mar, que ya no veía ella, volvía a sonar como murmullo subterráneo; los pinos sonaban como el mar y el pájaro como un ruiseñor. Estaba segura de su soledad. Abrió un libro de memorias, lo puso en sus rodillas, y escribió con lápiz en la primera página: «A la Virgen».

Meditó, esperando la inspiración sagrada.

Antes de escribir dejó hablar al pensamiento.

Cuando el lápiz trazó el primer verso, ya estaba terminada, dentro del alma, la primera estancia. Siguió el lápiz corriendo sobre el papel, pero siempre el alma iba más deprisa; los versos engendraban los versos, como un beso provoca ciento; de cada concepto amoroso y rítmico brotaban enjambres de ideas poéticas, que nacían vestidas con todos los colores y perfumes de aquel decir poético, sencillo, noble, apasionado.

Cuando todavía el pensamiento seguía dictando a borbotones, tuvo la mano que renunciar a seguirle,   —124→   porque el lápiz ya no podía escribir; los ojos de Ana no veían las letras ni el papel, estaban llenos de lágrimas. Sentía latigazos en las sienes, y en la garganta mano de hierro que apretaba.

Se puso en pie, quiso hablar, gritó; al fin su voz resonó en la cañada; calló el supuesto ruiseñor, y los versos de Ana, recitados como una oración entre lágrimas, salieron al viento repetidos por las resonancias del monte. Llamaba con palabras de fuego a su Madre Celestial. Su propia voz la entusiasmó, sintió escalofríos, y ya no pudo hablar: se doblaron sus rodillas, apoyó la frente en la tierra. Un espanto místico la dominó un momento. No osaba levantar los ojos. Temía estar rodeada de lo sobrenatural. Una luz más fuerte que la del sol atravesaba sus párpados cerrados. Sintió ruido cerca, gritó, alzó la cabeza despavorida... no tenía duda, una zarza de la loma de enfrente se movía... y con los ojos abiertos al milagro, vio un pájaro obscuro salir volando de un matorral y pasar sobre su frente.



  —125→  

ArribaAbajo- V -

La señorita doña Anunciación Ozores había llegado a los cuarenta y siete años sin salir de la provincia de Vetusta. Era por consiguiente una gran molestia, tal vez un peligro, aventurarse a recorrer en veinte horas de diligencia la carretera de la costa que llegaba hasta Loreto. La acompañaron en su viaje don Cayetano Ripamilán, canónigo respetable por su condición y sus años, y una antigua criada de los Ozores.

Había muerto don Carlos de repente, de noche, sin confesión, sin ningún sacramento. El médico decía que algún derrame, algún vaso... Materialismo puro. Doña Anuncia veía la mano de Dios que castiga sin palo ni piedra. Esto no impidió que durante el viaje manifestase la señorita de Ozores, vestida de riguroso luto, un dolor apenas mitigado por la resignación cristiana.

«Ana, la hija de la modista, había caído en cama; estaba sola, en poder de criados; no había más remedio que ir a recogerla. Ante aquella muerte concluían las diferencias de familia».

  —126→  

-«Muerto el perro se acabó la rabia», -había dicho uno de los nobles de Vetusta.

Doña Anuncia y don Cayetano encontraron a la joven en peligro de muerte. Era una fiebre nerviosa; una crisis terrible, había dicho el médico; la enfermedad había coincidido con ciertas transformaciones propias de la edad; propias sí, pero delante de señoritas no debían explicarse con la claridad y los pormenores que empleaba el doctor. Don Cayetano podía oírlo todo, pero doña Anuncia hubiera preferido metáforas y perífrasis. «El desarrollo contenido», «la crítica y misteriosa metamorfosis», «la crisálida que se rompe», todo eso estaba bien; pero el médico añadía unos detalles que doña Anuncia no vacilaba en calificar de groseros.

-«¡Qué gentes trataba mi hermano!» -decía poniendo los ojos en blanco.

Quince días había vivido sola en poder de criados aquella pobre niña, huérfana y enferma, pues doña Anuncia no se decidió a emprender el viaje de las veinte horas hasta que se le pidió esta obra de caridad en nombre de su sobrina moribunda. Ana estaba ya enferma cuando la sobrecogió la catástrofe. Su enfermedad era melancólica; sentía tristezas que no se explicaba. La pérdida de su padre la asustó más que la afligió al principio. No lloraba3; pasaba el día temblando de frío en una somnolencia poblada de pensamientos disparatados. Sintió un egoísmo horrible lleno de remordimientos. Más que la muerte de su padre le dolía entonces su abandono, que la aterraba. Todo su valor desapareció; se sintió esclava de los demás. No bastaba la fuerza de sufrir en silencio, ni el refugiarse en la vida interior; necesitaba del mundo, un asilo. Sabía que estaba muy pobre. Su padre, pocos meses antes de morir, había   —127→   vendido a vil precio a sus hermanas el palacio de Vetusta. Aquel era el último resto de su herencia. El producto de tan mala venta había servido para pagar deudas antiguas. Pero quedaban otras. La misma quinta estaba hipotecada y su valor no podía sacar a nadie de apuros. En manos del filósofo no había hecho más que ir perdiendo.

-«Es decir, que estoy casi en la miseria».

Sus derechos de orfandad, que le dijeron que serían una ayuda irrisoria, poco más que nada, tardaría en cobrarlos; no tenía quien le explicase cómo y dónde se pedían. Estaba sola, completamente sola; ¿qué iba a ser de ella? Los amigos del filósofo no le sirvieron de nada. No sabían más que discutir. El capellán no apareció por allí; la muerte repentina de don Carlos olía un poco a azufre.

Un día, tres o cuatro después de enterrado su padre, Ana quiso levantarse y no pudo. El lecho la sujetaba con brazos invisibles. La noche anterior se había dormido con los dientes apretados y temblando de frío. Había querido escribir a sus tías de Vetusta y no había podido coordinar las palabras; hasta dudaba de su ortografía.

Tuvo pesadillas, y aunque hizo esfuerzos para no declararse enferma, el mal pudo más, la rindió. El médico habló de fiebre, de grandes cuidados necesarios; le hizo preguntas a que ella no sabía ni quería contestar. Estaba sola y era absurdo. El doctor dijo que no tenía con quien entenderse; añadió pestes de la incuria de los criados.

-«La dejarán a usted morir, hija mía».

Ana dio gritos, se asustó mucho, se sintió muy cobarde; llorando y con las manos en cruz pidió que llamaran   —128→   a sus tías, unas hermanas de su padre que vivían en Vetusta y que tenía entendido que eran muy buenas cristianas.

Las tías sentían un vago remordimiento por la compra del caserón. Comprendían que valía más, mucho más de lo que habían pagado por él, abusando de la situación apurada de don Carlos, que además era un aturdido en materia de intereses. ¡Él, que había renegado de la fe de los Ozores! -«Por no ser víctima de una mixtificación».

Se presentaba ocasión de tranquilizar la conciencia amparando a la desventurada hija del hermano de sus pecados.

Doña Anuncia pudo apreciar mejor la grandeza de su buena obra cuando vio que Ana «estaba en la calle» o poco menos. La quinta que ellas habían imaginado digna de un Ozores, aunque fuese extraviado, era una casa de aldea muy pintada, pero sin valor, con una huerta de medianas utilidades. Y además estaba sujeta a una deuda que mal se podría enjugar con lo que ella valía. Estaba fresca Anita. Ni rico había sabido hacerse el infeliz ateo. ¡Perder el alma y el cuerpo, el cielo y la tierra! Negocio redondo. Pero, en fin, a lo hecho pecho.

Había echado sobre sus hombros una carga bien pesada: mas ¿quién no tiene su cruz?

Ana tardó un mes en dejar el lecho.

Pero doña Anuncia se aburría en Loreto, donde no había sociedad; y el viaje, la vuelta a Vetusta, se precipitó contra los consejos del mediquillo grosero, que prodigaba los términos técnicos más transparentes.

En cuanto llegaron a Vetusta, la huérfana tuvo «un retraso en su convalecencia», según el médico de la casa,   —129→   que era comedido y no llamaba las cosas por su nombre.

El retraso fue otra fiebre en que la vida de Ana peligró de nuevo.

Las señoritas de Ozores y la nobleza de Vetusta suspendieron el juicio que iba a merecerles la hija de don Carlos y de la modista italiana hasta poder reunir datos suficientes. Mientras la joven estuvo entre la vida y la muerte, doña Anuncia encontró irreprochable su conducta.

En honor de la verdad, nada había que decir contra su educación ni contra su carácter: hacía muy buena enferma. No pedía nada; tomaba todo lo que le daban, y si se le preguntaba:

-¿Cómo estás, Anita?

-Algo mejor, señora -contestaba la joven siempre que podía.

Otras veces no contestaba porque le faltaban fuerzas para hablar. Y a veces no oía siquiera.

Durante la nueva convalecencia no fue impertinente.

No se quejaba; todo estaba bien; no se permitía excesos.

En el círculo aristocrático de Vetusta, a que pertenecían naturalmente las señoritas de Ozores, no se hablaba más que de la abnegación de estas santas mujeres.

Glocester, o sea don Restituto Mourelo, canónigo raso a la sazón, decía con voz meliflua y misteriosa en la tertulia del marqués de Vegallana:

-Señores, esta es la virtud antigua; no esa falsa y gárrula filantropía moderna. Las señoritas de Ozores están llevando a cabo una obra de caridad que, si quisiéramos analizarla detenidamente, nos daría por resultado una larga serie de buenas acciones. No sólo se trata   —130→   de echar sobre sí la enorme carga de mantener, y creo que hasta vestir y calzar, a una persona que las sobrevivirá, según todas las probabilidades, carga que es de por vida o vitalicia por consiguiente; sino que además esa joven representa una abdicación, que me abstengo de calificar, una abdicación de su señor padre...

-Una abdicación abominable -se atrevió a decir un barón tronado.

-Abominable -añadió Glocester inclinándose-. Representa una alianza nefasta en que la sangre, a todas luces azul, de los Ozores, se mezcló en mal hora con sangre plebeya; y lo que es lo peor... según todos sabemos, representa esa niña la poco meticulosa moralidad de su madre, de su infausta...

-Sí, señor -interrumpió la marquesa de Vegallana, que no toleraba los discursos de Glocester-; sí señor, su madre era una perdida, corriente; pero la chica se presenta bien, según dicen sus tías; es muy dócil y muy callada.

-Ya lo creo que calla; como que no puede hablar aún de pura debilidad.

Esto lo dijo el médico de la aristocracia, don Robustiano, que asistía a Anita.

Aquella noche se acordó en la tertulia acoger a la hija de don Carlos como una Ozores, descendiente de la mejor nobleza. No se hablaría para nada de su madre; esto quedaba prohibido, pero ella sería considerada como sobrina de quien tantos elogios merecía.

Gran consuelo recibieron doña Anuncia y doña Águeda al saber por el médico esta resolución de la nobleza vetustense.

Ana estaba muchas horas sola. Sus tías tenían costumbre de trabajar -hacer calceta y colcha- en el comedor;   —131→   la alcoba de la sobrina estaba al otro extremo de la casa.

Además, las ilustres damas pasaban mucho tiempo fuera del triste caserón de sus mayores. Visitaban a lo mejor de Vetusta, sin contar la visita al Santísimo y la Vela, que les tocaba una vez por semana. Asistían a todas las novenas, a todos los sermones, a todas las cofradías, y a todas las tertulias de buen tono. Comían dos o tres veces por semana fuera de casa. Lo más del tiempo lo empleaban en pagar visitas. Esta era la ocupación a que daban más importancia entre todas las de su atareada existencia. No pagar una visita de clase, les parecía el mayor crimen que se podía cometer en una sociedad civilizada. Amaban la religión, porque éste era un timbre de su nobleza, pero no eran muy devotas; en su corazón el culto principal era el de la clase, y si hubieran sido incompatibles la Visita a la Corte de María y la tertulia de Vegallana, María Santísima, en su inmensa bondad, hubiera perdonado, pero ellas hubieran asistido a la tertulia.

La etiqueta, según se entendía en Vetusta, era la ley por que se gobernaba el mundo; a ella se debía la armonía celeste.

Suprimida la etiqueta, las estrellas chocarían y se aplastarían probablemente. ¿Qué sabía de estas cosas la sobrinita? Esta era la cuestión. Las miradas de doña Águeda, algo más gruesa, más joven y más bondadosa que su hermana, iban cargadas de estas preguntas cuando se clavaban en Anita al darle un caldo.

La huérfana sonreía siempre; daba las gracias siempre. Estaba conforme con todo. Las tías veían con impaciencia que se prolongaba aquel estado. La niña no acababa de sanar, ni recaía; no se presentaba ninguna   —132→   solución. Además, así no se podía conocer su verdadero carácter. Aquella sumisión absoluta podía ser efecto de la enfermedad. Don Robustiano dijo que eso era.

Una tarde, tal vez creyendo que dormía la sobrinilla o sin recordar que estaba cerca, en el gabinete contiguo a su alcoba hablaron las dos hermanas de un asunto muy importante.

-Estoy temblando, ¿a qué no sabes por qué? -decía doña Anuncia.

-¿Si será por lo mismo que a mí me preocupa?

-¿Qué es?

-Si esa chica...

-Si aquella vergüenza...

-¡Eso!

-¿Te acuerdas de la carta del aya?

-Como que yo la conservo.

-Tenía la chiquilla doce o catorce años, ¿verdad?

-Algo menos, pero peor todavía.

-Y tú crees... que...

-¡Bah! Pues claro.

-¿Si será una Obdulita?

-O una Tarsilita. ¿Te acuerdas de Tarsila que tuvo aquel lance con aquel cadete, y después con Alvarito Mesía no sé qué amoríos?

-Todo era inocencia -decían los bobalicones de aquí.

-Pues mira la inocencia; creo que en Madrid tiene así los amantes (juntando y separando los dedos.)

-Si es claro, si genio y figura...

-Cuando falta una base firme...

-¡Si sabrá una!...

-¿Pues, Obdulita? Ya ves lo que se dijo el año pasado; después se negó, se aseguró que era una calumnia...

  —133→  

-¡A mí, que soy tambor de marina!

-¡Si sabrá una!

-¡Si una hubiera querido!

Y suspiró esta señorita de Ozores. Suspiró su hermana también.

Ana que descansaba, vestida, sobre su pobre lecho, saltó de él a las primeras palabras de aquella conversación. Pálida como una muerta, con dos lágrimas heladas en los párpados, con las manos flacas en cruz, oyó todo el diálogo de sus tías.

No hablaban a solas como delante de los señores de clase; no eran prudentes, no eran comedidas, no rebuscaban las frases. Doña Anuncia decía palabras que la hubieran escandalizado en labios ajenos. La conversación tardó en volver al pecado de Ana, a la vergüenza de que les hablaba la carta de doña Camila. La huérfana oía, desde su alcoba, historias que sublevaban su pudor, que le enseñaban mil desnudeces que no había visto en los libros de Mitología. Pero aquellas mujeres ya se habían olvidado de ella. Tarsila, Obdulia, Visitación, otro pimpollo que se escapaba por el balcón en compañía de su novio, la misma marquesa de Vegallana, sus hijas, sus sobrinas de la aldea, todo Vetusta, la de clase inclusive, salía allí a la vergüenza, en aquella venganza solitaria de las dos señoritas incasables de Ozores. En aquel mundo de flaquezas, de escándalos, ¿quién recordaba ya la aventura, poco conocida al cabo, de la sobrinilla enferma?

Volvieron sin embargo las solteronas al punto de partida; según ellas, se trataba de un marinero que había abusado de la inocencia o de la precocidad de la niña. Se discutió, como en el casino de Loreto, la verosimilitud del delito desde el punto de vista fisiológico.   —134→   Hablaron aquellas señoritas como dos comadronas matriculadas. ¡Qué riqueza de datos! ¡Qué empirismo tan provisto de documentos! Doña Anuncia tenía la boca llena de agua. Buscaba a cada momento el recipiente de porcelana que estaba a los pies de su butaca.

«En cuanto a la moral, tampoco era el caso grave, porque en Vetusta nadie debía de saber nada. Lo malo sería que aquella muchacha hubiera seguido con vida tan disoluta. Pero no había motivo para creerlo. Nada más habían sabido que la condenase. Sobre todo, pronto se había de ver».

Ana, que tuvo valor para sufrir hasta la última palabra, comprendió que sus tías lo perdonaban todo menos las apariencias: que con tal de ser en adelante como ellas, se olvidaba lo pasado, fuese como fuese. Cómo eran ellas ya lo iba conociendo. Pero estudiaría más.

Había habido algunos minutos de silencio.

Doña Águeda lo rompió diciendo:

-Y yo creo que la chica, si se repone, va a ser guapa.

-Creo que era algo raquítica, por lo menos estaba poco desarrollada...

-Eso no importa; así fuí yo, y después que... -Ana sintió brasas en las mejillas- empecé a engordar, a comer bien y me puse como un rollo de manteca.

Y suspiró otra vez doña Águeda, acordándose del rollo que había sido.

Doña Anuncia había tenido sus motivos para no engordar: unos amores románticos rabiosos. De aquellos amores le habían quedado varias canciones a la luna, en una especie de canto llano que ella misma acompañaba con la guitarra. Una de las canciones comenzaba diciendo:

  —135→  

   Esa luna que brilla en el cielo
melancólicamente me inspira:
es el último son de mi lira
que por última vez resonó.



Se trataba de un condenado a muerte.

El bello ideal de doña Anuncia había sido siempre un viaje a Venecia con un amante; pero una vez que el siglo estaba metalizado y las muchachas no sabían enamorarse, ella quería utilizar, si era posible, la hermosura de Ana, que si se alimentaba bien sería guapa como su padre y todos los Ozores, pues lo traían de raza. Sí, era preciso darle bien de comer, engordarla. Después se le buscaba un novio. Empresa difícil, pero no imposible. En un noble no había que pensar. Estos eran muy finos, muy galantes con las de su clase, pero si no tenían dote se casaban con las hijas de los americanos y de los pasiegos ricos. Lo sabían ellas por una dolorosa experiencia. Los chicos innobles, que pudiera decirse, de Vetusta, no eran grandes proporciones; pero aunque se quisiera apencar -apencar decía doña Águeda en el seno de la confianza-, con algún abogadote, ninguno de aquellos bobalicones se atrevería a enamorar a una Ozores, aunque se muriese por ella. La única esperanza era un americano. Los indianos deseaban más la nobleza y se atrevían más, confiaban en el prestigio de su dinero. Se buscaría por consiguiente un americano. Lo primero era que la chica sanase y engordase.

Ana comprendió su obligación inmediata; sanar pronto.

La convalecencia iba siendo impertinente. Toda su voluntad la empleó en procurar cuanto antes la salud.

Desde el día en que el médico dijo que el comer bien   —136→   era ya oportuno, ella, con lágrimas en los ojos, comió cuanto pudo. A no haber oído aquella conversación de las tías, la pobre huérfana no se hubiera atrevido a comer mucho, aunque tuviera apetito, por no aumentar el peso de aquella carga: ella. Pero ya sabía a qué atenerse. Querían engordarla como una vaca que ha de ir al mercado. Era preciso devorar, aunque costase un poco de llanto al principio el pasar los bocados.

La naturaleza vino pronto en ayuda de aquel esfuerzo terrible de la voluntad. Ana quería fuerzas, salud, colores, carne, hermosura, quería poder librar pronto a sus tías de su presencia. El cuidarse mucho, el alimentarse bien le pareció entonces el deber supremo. El estado de su ánimo no contradecía estos propósitos.

Aquellos accesos de religiosidad que ella había creído revelación providencial de una vocación verdadera, habían desaparecido. Ellos determinaron la crisis violenta que puso en peligro la vida de Ana, pero al volver la salud no volvieron con ella: la sangre nueva no los traía.

En los insomnios, en las exaltaciones nerviosas, que tocaban en el delirio, las visiones místicas, las intuiciones poderosas de la fe, los enternecimientos repentinos le habían servido de consuelo unas veces y de tormento otras. Había notado con tristeza que aquella fe suya era demasiado vaga; creía mucho y no sabía a punto fijo en qué; su desgracia más grande, la muerte de su padre, no había tenido consuelo tan fuerte como ella lo esperaba en la piedad que había creído tan firme y tan honda, aunque tan nueva. Para aquella ausencia, para la necesidad que sentía de creer que vería a su padre en otro mundo, servíale sin embargo la religión; pero muy poco para consuelo de los propios   —137→   males, para remediar las angustias del egoísmo asustado, de los apuros del momento que nacían de la soledad y la pobreza. El pánico de su abandono, que fue el sentimiento que venció a todos, no lo curaba la fe.

-«La Virgen está conmigo» -pensaba Ana en el lecho, allá en Loreto, y acababa por llorar, por rezar fervorosamente y sentir sobre su cabeza las caricias de la mano invisible de Dios; pero sobrevenía un ataque nervioso, sentía la congoja de la soledad, de la frialdad ambiente, del abandono sordo y mudo, y entonces las imágenes místicas no acudían. Hacía falta un amparo visible. Por eso pensó en sus tías a quien no conocía, de las que sabía poco bueno, y deseó su presencia, creyó firmemente en la fuerza de la sangre, en los lazos de la familia.

Durante la convalecencia de la primera fiebre, las primeras fuerzas que tuvo las gastó el cerebro imaginando poemas, novelas, dramas y poesías sueltas. Comenzaba este componer constante, este imaginar sin tregua por ser agradable entretenimiento y además halagaba su vanidad; pero al fin era un tormento. Todo lo que imaginaba le parecía excelente, y al contemplar la belleza que acababa de crear, la admiraba tanto que lloraba enternecida, lloraba lo mismo que cuando pensaba en el amor del Niño Jesús y de su Santa Madre. En algunos momentos de reflexión serena examinaba con disgusto la semejanza de aquellas dos emociones. Tan profunda y sinceramente enternecida se sentía al contemplar la belleza artística que ella creaba, como contemplando la hermosura de la idea de Dios. ¿Sería que uno y otro sentimiento eran religiosos? ¿O era que en la vanidad, en el egoísmo   —138→   estaba la causa de aquel enternecimiento? De todas suertes ella padecía mucho. Se le figuraba que toda la vida se le había subido a la cabeza; que el estómago era una máquina parada, y el cerebro un horno en que ardía todo lo que ella era por dentro. El pensar sin querer, contra su voluntad, algo complicado, original, delicado, exquisito, llegó a causarle náuseas, y se le antojó envidiar a los animales, a las plantas, a las piedras.

En la convalecencia de la segunda fiebre, en Vetusta, volvió esta actividad indomable del pensamiento a molestarla; pero poco después de comenzar a comer bien, mediante aquellos esfuerzos supremos, notó que unas ruedas que le daban vueltas dentro del cráneo se movían más despacio y con armónico movimiento. Ya no imaginaba tantos héroes y heroínas, y los que le quedaban en la cabeza eran menos fantásticos, sus sentimientos menos alambicados, y se complacía en describir su belleza exterior; los colocaba en parajes deliciosos y pintorescos y acababan todas las aventuras en batallas o en escenas de amor.

Al despertar todas las mañanas se sorprendía Anita con una sonrisa en el alma y una plácida pereza en el cuerpo. Las tías le permitían levantarse tarde, y gozaba con delicia de aquellas horas. Para ella su lecho no estaba ya en aquel caserón de sus mayores, ni en Vetusta, ni en la tierra; estaba flotando en el aire, no sabía dónde. Ella se dejaba columpiar dentro de la blanda barquilla en aquel navegar aéreo de sus ensueños... Y mientras los personajes de su fantasía se decían ternezas, ella les preparaba un suculento almuerzo en un jardín de fragancias purísimas y penetrantes. Ana aspiraba con placer voluptuoso los aromas ideales de sus visiones turgentes.

  —139→  

Algunas veces, por desgracia, el príncipe ruso vestido con pieles finas o el noble escocés que lucía torneada y robusta pantorrilla con media de cuadros brillantes, se convertían de repente en un caballero enfermo del hígado, pálido, delgado, tocado con sombrero de jipijapa, que se despedía de la señora de sus pensamientos diciendo:

-«Adiosito. Ahorita vuelvo», -con un balanceo de hamaca en los diminutivos. Era el indiano que veían en lontananza ella y las tías.

Doña Águeda era muy buena cocinera; conocía el empirismo del arte, y además lo profesaba por principios. Sabía de memoria «El Cocinero Europeo», un libro que contiene el arte de confeccionar todos los platos de las cocinas inglesa, francesa, italiana, española y otras. Pero salía por un ojo de la cara el guisar como el Europeo, según doña Águeda. Cuando se trataba de una gran comida o merienda de la aristocracia, ella dirigía las operaciones en la cocina del marqués de Vegallana y entonces recurría al Europeo. En su casa había muy poco dinero y allí se contentaba con las recetas que heredara de sus mayores. Maravillas y primores de la cocina casera comió Anita en cuanto el estómago pudo tolerarlas. Doña Águeda con unos ojos dulzones, inútilmente grandes, que nadie había querido para sí, miraba extasiada a la convaleciente que iba engordando a ojos vistas, según las de Ozores. Mientras la joven saboreaba aquellos manjares tributando un elogio a la cocinera a cada bocado, doña Águeda, satisfecha en lo más profundo de su vanidad, pasaba la mano pequeña y regordeta con dedos como chorizos llenos de sortijas, por el cabello ondeado entre rubio y castaño de la sobrinita de sus pecados, como ella decía. El artista y su   —140→   obra se dedicaban mutuas sonrisas entre plato y plato.

Doña Anuncia no cocinaba, pero iba a la compra con la criada y traía lo mejor de lo más barato. Ayudábala a comprar bien un antiguo catedrático de psicología, lógica y ética, gran partidario de la escuela escocesa y de los embutidos caseros. No se fiaba mucho ni del testimonio de sus sentidos ni de las longanizas de la plaza. Era muy amigo de doña Anuncia y la ayudaba a regatear.

La solterona después del mercado recorría las casas de la nobleza para pregonar aquel exceso de caridad con que ella y su hermana daban ejemplo al mundo.

-Si ustedes la vieran -decía- está desconocida; se la ve engordar. Parece un globo que se va hinchando poco a poco. Verdad es que aquella Águeda tiene unas manos... En fin, ustedes saben por experiencia cómo guisa mi hermanita. Yo me desvivo por la niña. En casa no entendemos la caridad a medias. Todos los días se ve recoger a un pariente pobre, ¿para qué? para ahorrar un criado o una doncella; se le arroja un mendrugo y no se le paga soldada. Pero nosotras entendemos la caridad de otro modo. En fin, ustedes verán a la niña. Y que va a ser guapa. Ya verán ustedes.

En efecto, la nobleza iba en romería a ver el prodigio, a ver engordar a la niña.

El elemento masculino notó mucho antes que el femenino la extraordinaria belleza de Anita. Pocos meses después de la fiebre, Ana había crecido milagrosamente, sus formas habían tomado una amplitud armónica que tenía orgullosa a la nobleza vetustense. La verdad era que el tipo aristocrático no se perdía, pese a la chusma que no quiere clases. Aquella niña en cuanto la habían separado de una vida vulgar, en   —141→   poder de un padre extraviado y liberalote, y la habían alimentado bien, había recobrado el tipo de la raza. Se votó por unanimidad que era hermosísima. La plebe opinaba lo mismo que la nobleza, y la clase media era de igual parecer. En poco tiempo se consolidó la fama de aquella hermosura y Anita Ozores fue por aclamación la muchacha más bonita del pueblo. Cuando llegaba un forastero, se le enseñaba la torre de la catedral, el Paseo de Verano, y, si era posible, la sobrina de las de Ozores. Eran las tres maravillas de la población.

Doña Águeda agradecía este triunfo como Fidias pudiera haber agradecido la admiración que el mundo tributó a su Minerva.

-¡Es una estatua griega! -había dicho la marquesa de Vegallana, que se figuraba las estatuas griegas según la idea que le había dado un adorador suyo, amante de las formas abultadas.

-¡Es la Venus del Nilo! -decía con embeleso un pollastre llamado Ronzal, alias el Estudiante.

-Más bien que la de Milo la de Médicis -rectificaba el joven y ya sabio Saturnino Bermúdez, que sabía lo que quería decir, o poco menos.

-¡Es un Fidias! -exclamaba el marqués de Vegallana, que había viajado y recordaba que se decía: «un Zurbarán», «un Murillo», etc., etc., tratándose de cuadros.

Y Bermúdez se atrevía a rectificar también:

-En mi opinión más parece de Praxíteles.

El marqués se encogía de hombros.

-Sea Praxíteles.

Las señoras eran las que podían juzgar mejor, porque muchas de ellas habían conseguido ver a Anita   —142→   como se ven las estatuas. No sabían si era un Fidias o un Praxíteles, pero sí que era una real moza; un bijou, decía la baronesa tronada que había estado ocho días en la Exposición de París.

Su belleza salvó a la huérfana. Se la admitió sin reparo en la clase, en la intimidad de la clase por su hermosura. Nadie se acordaba de la modista italiana. -Tampoco Ana debía mentarla siquiera, según orden expresa de las tías-. Se había olvidado todo, incluso el republicanismo del padre, todo: era un perdón general. Ana era de la clase; la honraba con su hermosura, como un caballo de sangre y de piel de seda honra la caballeriza y hasta la casa de un potentado.

Las señoritas nobles no envidiaban mucho a Anita, porque era pobre. Para ellas la hermosura era cosa secundaria; daban más valor a la dote y a los vestidos, y creían que las proporciones -los novios aceptables- harían lo mismo. Sabían a qué atenerse. En las tertulias, en los bailes, en las excursiones campestres no le faltarían a la sobrina adoradores; los muchachos de la aristocracia eran casi todos libertinos más o menos disimulados; les atraería la hermosura de Ana, pero no se casarían con ella. Cada niña aristócrata no necesitaba más cuidado que prohibir a su novio formal -el futuro esposo- hacer el amor a la huérfana, a lo menos en presencia de su futura. Si Anita se descuidaba, pensaban las herederas, podía verse comprometida sin ninguna utilidad. Dentro de la nobleza no era probable que se casara. Los nobles ricos buscaban a las aristócratas ricas, sus iguales; los nobles pobres buscaban su acomodo en la parte nueva de Vetusta, en la Colonia india, como llamaban al barrio de los americanos los aristócratas. Un indiano plebeyo, un vespucio   —143→   -como también los apellidaban- pagaba caro el placer de verse suegro de un título, o de un caballero linajudo por lo menos.

El cálculo de las tías respecto al matrimonio de Ana no se había modificado a pesar de la gran hermosura de su sobrina. Por guapa no se casaría con un noble; era preciso abdicar, dejarla casarse con un ricacho plebeyo. Entre tanto, se necesitaba mucha vigilancia y tener advertida a la niña.

-En el gran mundo de Vetusta -decía doña Anuncia- es preciso un ten con ten muy difícil de aprender.

Aunque la explicación de este equilibrio o ten con ten era un poco embarazosa, y más para una señorita que oficialmente debía ignorarlo todo, y en este caso estaba doña Anuncia, convinieron las hermanas en que era indispensable dar instrucciones a la chica.

Pocas veces se permitía Ana manifestar deseos, gustos o repugnancias, y menos estas, tratándose de los gustos y predilecciones de sus tías; pero una noche no pudo menos de expresar su opinión al volver sola de la tertulia íntima de Vegallana.

-¿Te has divertido mucho? -preguntó doña Anuncia, que se había quedado en el comedor, junto a la gran chimenea, leyendo el folletín de Las Novedades. (Era liberal en materia de folletines.)

-No, señora; no me he divertido. Y no quisiera volver allá sin alguna de ustedes. Cuando voy sola...

-¿Qué? -exclamó doña Anuncia, invitando a su sobrina con el tono áspero de aquel monosílabo a que no profiriese censura de ningún género contra la tertulia de su predilección.

-Cuando voy sola... me aburren demasiado aquellos caballeritos.

  —144→  

No era esto lo que quería decir. Bien lo comprendió su tía; pero quería más claridad y replicó:

-¡Aburren!¡Aburren! Explíquese usted, señorita. ¿Es que le parece poco fina la sociedad de Vetusta?

Por el usted y la ironía comprendió Ana que doña Anuncia se había disgustado.

-No es eso, tía; es que hay algunos... muy atrevidos... No sé qué se figuran. Ustedes no quieren que yo sea obscura, seria, huraña...

-Claro que no...

-Pues que no sean ellos atrevidos. Si Obdulia les consiente ciertas cosas... yo no quiero, yo no quiero.

-Ni yo quiero tampoco que tú te compares con Obdulia. Ella es... una cualquier cosa, que no sé cómo la admiten en la tertulia; y por darse tono, por decir que es íntima de la marquesa y de sus hijas, pasa por todo. Tú eres de la clase.

-Es que no sólo Obdulia es la que tolera... lo que yo no quiero tolerar. Las mismas Emma, Pilar y Lola consienten confianzas...

-¡No me toques a las hijas del marqués! -gritó la tía, poniéndose en pie y dejando caer el Werther sobre la raída alfombra.

-«Soy una bestia, pensó; debí haber callado». Cada vez que faltaba a su propósito de no contradecir a las tías, sentía una especie de remordimiento, como el del artista que se equivoca.

Entró doña Águeda. Había oído la conversación desde el gabinete. Las dos hermanas se miraron. Era llegada la ocasión de explicar lo del ten con ten.

-Oye, Anita -dijo con voz meliflua la perfecta cocinera-; tú eres una niña; y aunque nosotras poco sabemos   —145→   del mundo, tenemos alguna experiencia, por lo que se observa.

-Eso es; por lo que observamos en los demás.

-En el mundo en que has entrado, y al que perteneces de derecho, es necesario... un ten con ten especial.

-Un ten con ten, eso.

-Sobre todo en el trato con los hombres. Tú habrás notado que en público los de la clase jamás faltan a la más estricta y meticulosa... eso, decencia.

-Que es lo principal -dijo doña Anuncia, como quien recita el decálogo.

-Nunca habrás visto a Manolito, ni a Paquito, ni al baroncito, ni al vizconde, ni a Mesía, que no es noble, pero anda con ellos, propasarse en lo más mínimo... Pero en el trato íntimo, el que no es más que de la clase, ya es otra cosa.

-Otra cosa muy distinta -dijo doña Anuncia, comprendiendo que a ella, por mayor en edad, le tocaba seguir explicando el ten con ten.

-Como todos somos parientes -continuó- de cerca o de lejos, nos tratamos como tales; y ni porque se te acerquen mucho para hablarte, ni porque hagan alusiones picarescas, y siempre llenas de gracia, a la hermosura de tus hombros, a lo torneado de lo poco, poquísimo de pantorrilla que te hayan visto al bajarte del coche; por nada de eso, ni aun por algo más, con tal que no sea mucho, debes asustarte, ni escandalizarte, ni darte por ofendida.

-De ninguna manera -apoyó doña Águeda.

-Lo contrario es dar a entender una malicia que no debes tener. Tu inocencia te sirve para tolerar todo eso.

-Así hacen Pilar, Emma y Lola.

-Pero...

  —146→  

-Pero, hija...

-Pero, si lo que no es de esperar...

-De ninguna manera...

-Alguno se propasase a mayores, lo que se llama mayores, sobre todo, tomándolo en serio y obsequiándote (palabra de la juventud de doña Anuncia), obsequiándote en regla, entonces no te fíes; déjale decir, pero no te dejes tocar. Al que te proponga amores formales, no le toleres pellizcos, ni nada que no sea inofensivo. Escandalizarse es ridículo, es como no saber con qué se come alguna cosa...

-Es una falta de educación entre la clase...

-Y tolerar demasiado es exponerse. Tú no te has de casar con ninguno de ellos...

-Ni gana, tía -dijo Anita sin poder contenerse, pesándole en seguida de haberlo dicho.

Doña Águeda sonrió.

-Eso de la gana te lo guardas para ti -exclamó doña Anuncia, puesta en pie otra vez, y dejando caer el Werther al suelo.

-Eres muy orgullosa -añadió.

-Déjala; el que no se consuela...

-Tienes razón; están verdes. Pero lo que importa es que tú no olvides lo que te digo. Es necesario que dejes antes de entrar en casa de la marquesa ese aire displicente y ese tonillo seco, porque es una impertinencia. Lo que está bien, muy bien, y ya ves como lo bueno se te alaba, es que en público mantengas el severo continente que merece no menos elogios del público que tu palmito y buen talle.

-Sí, hija mía -interrumpió doña Águeda-. Es necesario sacar partido de los dones que el Señor ha prodigado en ti a manos llenas.

  —147→  

Ana se moría de vergüenza. Estos elogios eran el mayor martirio. Se figuraba sacada a pública subasta. Doña Águeda y después su hermana trataron con gran espacio el asunto de la cotización probable de aquella hermosura que consideraban obra suya. Para doña Águeda la belleza de Ana era uno de los mejores embutidos; estaba orgullosa de aquella cara, como pudiera estarlo de una morcilla. Lo demás, lo que se refería a la esbeltez, lo había hecho la raza, decía doña Anuncia, que se picaba de esbelta, porque era delgada.

Al ventilar semejante negocio, el tipo de la trotaconventos de salón, que sólo se diferencia de las otras en que no hace ruido, asomaba a la figura de aquellas solteronas, como anuncio de vejez de bruja; la chimenea arrojaba a la pared las sombras contrahechas de aquellas señoritas, y los movimientos de la llama y los gestos de ellas producían en la sombra un embrión de aquelarre.

Lo que eran los hombres, y especialmente los indianos, lo que no les gustaba, la manera de marearlos, lo que había que conceder antes, lo que no se había de tolerar después, todo esto se discutió por largo, siempre concluyendo con la protesta de que era hija tanta sabiduría de la observación en cabeza ajena.

-Por lo demás, ni tu tía Águeda ni yo manifestamos nunca afición al matrimonio.

Así fue como se le explicó a la huérfana lo del ten con ten.

Aquella noche lloró en su lecho Ana como lloraba bajo el poder de doña Camila. Pero había cenado muy bien. Al despertar sintió la deliciosa pereza que era casi el único placer en aquella vida. Como entonces ya no había motivo para no madrugar y el trabajo la   —148→   reclamaba en aquella casa desde muy temprano, procuraba despertar mucho antes de lo necesario para gozar de aquellos sueños de la mañana, rebozada con el dulce calor de las sábanas.

Uno a uno despreciaba todos los elogios que a su hermosura tributaban los señoritos nobles y los abogadetes de Vetusta y cuantos la veían; pero al despertar, como una neblina de incienso bien oliente envolvían su voluptuoso amanecer del alma aquellas dulces alabanzas de tantos labios condensadas en una sola, y con deleite saboreaba Ana aquel perfume. Y como la historia ha de atreverse a decirlo todo, según manda Tácito, sépase que Anita, casta por vigor del temperamento, encontraba exquisito deleite en verificar la justicia de aquellas alabanzas. Era verdad, era hermosa. Comprendía aquellos ardores que con miradas unos, con palabras misteriosas otros, daban a entender todos los jóvenes de Vetusta. Pero ¿el amor? ¿era aquello el amor? No, eso estaba en un porvenir lejano todavía. Debía de ser demasiado grande, demasiado hermoso para estar tan cerca de aquella miserable vida que la ahogaba, entre las necedades y pequeñeces que la rodeaban. Acaso el amor no vendría nunca; pero prefería perderlo a profanarlo. Toda su resignación aparente era por dentro un pesimismo invencible: se había convencido de que estaba condenada a vivir entre necios; creía en la fuerza superior de la estupidez general; ella tenía razón contra todos, pero estaba debajo, era la vencida. Además su miseria, su abandono, la preocupaban más que todo; su pensamiento principal era librar a sus tías de aquella carga, de aquella obra de caridad que cada día pregonaban más solemnemente las viejas.

Quería emanciparse; pero ¿cómo? Ella no podía   —149→   ganarse la vida trabajando; antes la hubieran asesinado las Ozores; no había manera decorosa de salir de allí a no ser el matrimonio o el convento.

Pero la devoción de Ana ya estaba calificada y condenada por la autoridad competente. Las tías, que habían maliciado algo de aquel misticismo pasajero, se habían burlado de él cruelmente. Además, la falsa devoción de la niña venía complicada con el mayor y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita: la literatura. Era este el único vicio grave que las tías habían descubierto en la joven y ya se le había cortado de raíz.

Cuando doña Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiera visto un rewólver4, una baraja o una botella de aguardiente. Aquello era una cosa hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos. Si hubiera fumado, no hubiera sido mayor la estupefacción de aquellas solteronas. «¡Una Ozores literata!».

-«Por allí, por allí asomaba la oreja de la modista italiana que, en efecto, debía de haber sido bailarina, como insinuaba doña Camila en su célebre carta».

El cuaderno de versos se había presentado a los padres graves de la aristocracia y del cabildo.

El marqués de Vegallana, a quien sus viajes daban fama de instruido, declaró que los versos eran libres.

Doña Anuncia se volvía loca de ira.

-¿Con que indecentes, libres? ¡Quién lo dijera! La bailarina...

-No, Anuncita, no te alteres. Libres quiere decir blancos, que no tienen consonantes; cosas que tú no entiendes. Por lo demás, los versos no son malos. Pero   —150→   más vale que no los escriba. No he conocido ninguna literata que fuese mujer de bien.

Lo mismo opinó el barón tronado, que había vivido en Madrid mantenido por una poetisa traductora de folletines.

El señor Ripamilán, canónigo, dijo que los versos eran regulares, acaso buenos, pero de una escuela romántico-religiosa que a él le empalagaba.

-Son imitaciones de Lamartine en estilo pseudoclásico; no me gustan, aunque demuestran gran habilidad en Anita. Además, las mujeres deben ocuparse en más dulces tareas; las musas no escriben, inspiran.

La marquesa de Vegallana, que leía libros escandalosos con singular deleite, condenó los versos por mojigatos. «Que no se le mezclase a ella lo humano con lo divino. En la iglesia como en la iglesia, y en literatura ancha Castilla». Además, no le gustaba la poesía; prefería las novelas en que se pinta todo a lo vivo, y tal como pasa. «¡Si sabría ella lo que era el mundo! En cuanto a la sobrinita, era indudable que había que cortarle aquellos arranques de falsa piedad novelesca. Para ser literata, además, se necesitaba mucho talento. Ella lo hubiera sido a vivir en otra atmósfera. ¡Lo que habían visto aquellos ojos!». Y recordaba unas Aventuras de una cortesana, que había ella proyectado allá en sus verdores, ricos de experiencia.

Tan general y viva fue la protesta del gran mundo de Vetusta contra los conatos literarios de Ana, que ella misma se creyó en ridículo y engañada por la vanidad.

A solas en su alcoba algunas noches en que la tristeza la atormentaba, volvía a escribir versos, pero los rasgaba en seguida y arrojaba el papel por el balcón   —151→   para que sus tías no tropezasen con el cuerpo del delito. La persecución en esta materia llegó a tal extremo, tales disgustos le causó su afán de expresar por escrito sus ideas y sus penas, que tuvo que renunciar en absoluto a la pluma; se juró a sí misma no ser la «literata», aquel ente híbrido y abominable de que se hablaba en Vetusta como de los monstruos asquerosos y horribles.

Las amiguitas, que habían sabido algo, y nunca tenían qué censurar en Ana, aprovecharon este flaco para ponerla en berlina delante de los hombres, y a veces lo consiguieron. No se sabía quién -pero se creía que Obdulia- había inventado un apodo para Ana. La llamaban sus amigas y los jóvenes desairados Jorge Sandio.

Mucho tiempo después de haber abandonado toda pretensión de poetisa, aún se hablaba delante de ella con maliciosa complacencia de las literatas. Ana se turbaba, como si se tratase de algún crimen suyo que se hubiera descubierto.

-En una mujer hermosa es imperdonable el vicio de escribir -decía el baroncito, clavando los ojos en Ana y creyendo agradarla.

-¿Y quién se casa con una literata? -decía Vegallana sin mala intención-. A mí no me gustaría que mi mujer tuviese más talento que yo.

La marquesa se encogía de hombros. Creía firmemente que su marido era un idiota. «¡A qué llamarán talento los maridos!» -pensaba satisfecha de lo pasado.

-Yo no quiero que mi mujer se ponga los pantalones -añadía el afeminado baroncito. Y la marquesa, vengando en él lo de su marido, decía:

  —152→  

-Pues hijo mío, serán ustedes un matrimonio sans-culotte.

Fuera de estas defensas relativas de la marquesa, era unánime la opinión: la literata era un absurdo viviente.

-«Tenían razón en este punto aquellos necios, llegó a pensar Ana; no escribiría más». Pero ella se vengaba de las burlas, despreciándolas y desdeñando los obsequios de aquellos que su orgullo tenía por majaderos aristocráticos. Admitía el culto que se tributaba a su hermosura, pero como algunos hombres eminentes desvanecidos, uno por uno despreciaba a los fieles que se prosternaban ante el ídolo. Para ella eran incompatibles el amor y cualquiera de aquellos nobles audaces antes, cobardes ya ante su desdén supremo. Era demasiado crédula en cuanto se refería a las cosas vanas y repugnantes del mundo en que vivía; para tales materias prefería las advertencias de doña Anuncia al propio criterio. Al principio se le había figurado que ella, con un poco de arte, hubiera podido conquistar a cualquiera de aquellos nobles ricos que se divertían con todas y se casaban con la de mayor dote. Pero le pareció una indignidad asquerosa semejante idea; ni una sola vez trató de ensayar sus recursos y prefirió creer a su tía: aquellos aristócratas interesados no eran maridos posibles. Se acostumbró a esta idea y miraba a sus amigos y parientes como a los figurines de las sastrerías: en efecto, los veía tan enclenques de espíritu que se le antojaban de papel marquilla.

Los pollos de la aristocracia acabaron por confesar que Ana era una excepción; o calculaba más que sus mismas tías, o era una virtud efectiva.

-«¡Qué diablo, alguna había de haber!».

  —153→  

Los seductores de la clase media que anhelaban siempre meter la cabeza en la aristocracia, declararon lo mismo: «Ana era invulnerable».

-Esperará algún príncipe ruso -decía Alvarito Mesía, que vivía entre plebeyos y nobles. Alvarito no había dicho nunca a Anita: «buenos ojos tienes». Eran dos orgullos paralelos.

Se fue a Madrid Mesía, a cepillar un poco el provincialismo. Dejaba ya en Vetusta muchas víctimas de su buen talle y arte de enamorar, pero los mayores estragos pensaba hacerlos a la vuelta.

La tarde en que Álvaro tomó la diligencia, Ana había salido a paseo con sus tías por la carretera de Madrid. Encontraron el coche. Álvaro las vio y saludó desde la berlina. Se encontraron los ojos de Ana y de Mesía. Se miraron como si hasta aquel momento nunca se hubieran visto bien.

-«Buenos ojos -pensó el Tenorio- no sabía yo a lo que saben, hasta ahora».

Y continuó:

-«Esa será una de las primeras».

Más de una hora fue viendo aquella nube de polvo que parecía de luz y en medio los ojos de la sobrina.

La sobrina también llevó a casa la imagen de don Álvaro entre ceja y ceja.

Y pensaba:

-«Ese era de los menos malos. Parecía más distinguido; y no era pesado; tenía cierta dignidad... era comedido... frío con elegancia... el menos tonto sin duda».

El pesimismo la hizo repetir muchos días seguidos:

-«Se ha ido el menos tonto».

Pero al mes ya no se acordaba de don Álvaro; ni don Álvaro de Ana en cuanto llegó a Madrid.

  —154→  

-«¡Oh! el convento, el convento; ese era su recurso más natural y decoroso. El convento o el americano».

El confesor5 de Anita, Ripamilán, oyó la proposición de la joven como quien oye llover.

-¡Ta, ta, ta, ta! -dijo en voz alta sin pensar que estaba en la iglesia-. Hija mía, las esposas de Jesús no se hacen de tu maderita. Haz feliz a un cristiano, que bien puedes, y déjate de vocaciones improvisadas. La culpa la tiene el romanticismo con sus dramas escandalosos de monjitas que se escapan en brazos de trovadores con plumero y capitanes de forajidos. Has de saber, Anita mía, que yo tengo para ti un novio, paisano mío. Vuélvete a casa, que allá iré yo y te hablaré del asunto. Aquí sería una profanación.

El candidato de Ripamilán era un magistrado, natural de Zaragoza, joven para oidor y algo maduro, aunque no mucho, para novio. Tenía entonces la señorita doña Ana Ozores diez y nueve años y el señor don Víctor Quintanar pasaba de los cuarenta. Pero estaba muy bien conservado. Ana suplicó a don Cayetano que nada dijese a sus tías de aquella proporción, hasta que ella tratase algún tiempo a Quintanar; porque si doña Anuncia sabía algo, impondría al novio sin más examen.

-«Nada más justo; prefiero que estas cosas las resuelva el corazón; Moratín, mi querido Moratín, nos lo enseña gallardamente en su comedia inmortal: El sí de las niñas».

Se quedó en ello.

¡Quién hubiera dicho a doña Anuncia que aquel novio soñado, que ya empezaba a tardar, pasaba todos los días cerca de ellas, en el Espolón, el Paseo de invierno, o en la carretera de Madrid, orlada de altos álamos que se juntaban a lo lejos!

  —155→  

Ana había notado que todas las tardes se encontraban con don Tomás Crespo, el íntimo de la casa, y un caballero que se la comía con los ojos. Don Tomás era una de las pocas personas a quien ella estimaba de veras, por ver en él prendas morales raras en Vetusta, a saber: la tolerancia, la alegría expansiva, y la despreocupación en materias supersticiosas.

El caballero las miraba de lejos, mientras don Tomás se detenía a saludarlas. Aquel señor era Quintanar; el magistrado. Efectivamente, no estaba mal conservado. Era muy pulcro de traje y de aspecto simpático.

«Era un forastero, palabra de sentido especial en Vetusta, para las señoritas de Ozores, que no le habían visto aún en ninguna casa de las suyas».

-Es un magistrado -les había dicho Crespo un día-; un aragonés muy cabal, valiente, gran cazador, muy pundonoroso y gran aficionado de comedias; representa como Carlos Latorre. Sobre todo en el teatro antiguo es lo que hay que ver.

Esto era todo lo que las tías sabían del novio que se les preparaba a escondidas.

Una tarde Crespo, enterado de que la niña ya sabía algo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, detuvo a las de Ozores en la carretera de Castilla y les presentó al señor don Víctor Quintanar, magistrado. Las acompañaron aquellos señores durante el paseo y hasta dejarlas en el sombrío portal del caserón de Ozores. Doña Anuncia ofreció la casa a don Víctor. Este pensaba que las tías conocían su honesta pretensión, y al día siguiente, de levita y pantalón negros, visitó a las nobles damas. Ana le trató con mucha amabilidad. Le pareció muy simpático.

La única persona con quien ella se atrevía a hablar   —156→   algo de lo que le pasaba por dentro era don Tomás Crespo, libre, decía él, de todas las preocupaciones, inclusive la de no tenerlas, que era de las más tontas.

Ana observaba mucho. Se creía superior a los que la rodeaban, y pensaba que debía de haber en otra parte una sociedad que viviese como ella quisiera vivir y que tuviese sus mismas ideas. Pero entre tanto Vetusta era su cárcel, la necia rutina, un mar de hielo que la tenía sujeta, inmóvil. Sus tías, las jóvenes aristócratas, las beatas, todo aquello era más fuerte que ella; no podía luchar, se rendía a discreción y se reservaba el derecho a despreciar a su tirano, viviendo de sueños.

Pero Crespo era una excepción, un amigo verdadero, que entendía a medias palabras lo que las tías, el barón, etc., etc., no hubieran entendido en tomos como casas.

A don Tomás le llamaban Frígilis, porque si se le refería un desliz de los que suelen castigar los pueblos con hipócritas aspavientos de moralidad asustadiza, él se encogía de hombros, no por indiferencia, sino por filosofía, y exclamaba sonriendo:

-¿Qué quieren ustedes? Somos frígilis; como decía el otro.

Frígilis quería decir frágiles. Tal era la divisa de don Tomás: la fragilidad humana.

Él mismo había sido frágil. Había creído demasiado en las leyes de la adaptación al medio. Pero de esto ya se hablará en su día. Ocho años más adelante brillaba en todo su esplendor su noble manía de perdonarlo todo.

Era sagaz para buscar el bien en el fondo de las almas, y había adivinado en Anita tesoros espirituales.

-Mire usted, don Víctor -le decía a su amigo- esa niña merece un rey, y por lo menos un magistrado que   —157→   pronto será Regente, como usted, v. gr. Figúrese usted una mina de oro en un país donde nadie sabe explotar las minas de oro; eso es Anita en mi querida Vetusta. En Vetusta lo mejor es el arbolado.

-Deje usted la flora, don Tomás.

-Tiene usted razón, me pierdo... Decía que Anita es una mujer de primer orden. ¿Ve usted qué hermoso es su cuerpecito que le tiene a usted hecho un caramelo? Pues cuando vea usted su alma, se derretirá como ese caramelo puesto al sol. Debo advertir a usted que para mí un alma buena no es más que un alma sana; la bondad nace de la salud.

-Es usted un poco materialista, pero yo no me enfado. Decía usted que la niña...

-¡Soy cuerno! señor mío; y usted dispense. A mí no hay que ponerme motes. Aborrezco los sistemas. Lo que digo es que sólo creo en la bondad que da la naturaleza; a un árbol la salud ha de entrarle por las raíces... pues es lo mismo, el alma...

Y seguía filosofando para venir a parar en que Anita era la mejor muchacha de Vetusta.

Crespo, según él dijo, tomó un día por su cuenta a la joven para recomendarle al señor Quintanar.

«Era el único novio digno de ella. Los cuarenta años y pico eran como los de los árboles que duran siglos, una juventud, la primera juventud. Más viejo es un perro de diez años que un cuervo de ciento, si es cierto que los cuervos duran siglos».

Ana apreciaba en mucho los consejos de Frígilis. Admitió el trato de Quintanar, pero a beneficio de inventario y con las demás condiciones que había impuesto a don Cayetano; no sabrían nada las tías. Don Víctor aceptó aquella manera de ser pretendiente.

  —158→  

-Mire usted -decía Frígilis- el secretillo es la salsa de estos negocios; la chica picará más pronto... ya verá usted como pica...

Ana pasaba el tiempo sin sentir al lado de Quintanar.

«Tenía ideas puras, nobles, elevadas y hasta poéticas».

No se teñía las canas, era sencillo, aunque en el lenguaje algo declamador y altisonante. Este vicio lo debía a los muchos versos de Lope y Calderón que sabía de memoria; le costaba trabajo no hablar como Sancho Ortiz o don Gutierre Alfonso.

Pero a solas se decía Anita:

-«¿No es una temeridad casarse sin amor? ¿No decían que su vocación religiosa era falsa, que ella no servía para esposa de Jesús porque no le amaba bastante? Pues si tampoco amaba a don Víctor, tampoco debía casarse con él».

Consultado Ripamilán, contestó:

-«Que entre un magistrado, que no es Presidente de Sala siquiera, y el Salvador del mundo, había mucha diferencia. ¿No confesaba Anita que le agradaba don Víctor? Sí. Pues cada día le encontraría más gracia. Mientras que en el convento, la que empieza sin amor acaba desesperada».

Don Cayetano, que sabía ponerse serio, llegado el caso, procuró convencer a su amiguita de que su piedad, si era suficiente para una mujer honrada en el mundo, no bastaba para los sacrificios del claustro.

-«Todo aquello de haber llorado de amor leyendo a San Agustín y a San Juan de la Cruz no valía nada; había sido cosa de la edad crítica que atravesaba entonces. En cuanto a Chateaubriand, no había que hacer   —159→   caso de él. Todo eso de hacerse monja sin vocación, estaba bien para el teatro; pero en el mundo no había Manriques ni Tenorios, que escalasen conventos, a Dios gracias. La verdadera piedad consistía en hacer feliz a tan cumplido y enamorado caballero como el señor Quintanar, su paisano y amigo».

Ana renunció poco a poco a la idea de ser monja. Su conciencia le gritaba que no era aquél el sacrificio que ella podía hacer. El claustro era probablemente lo mismo que Vetusta; no era con Jesús con quien iba a vivir, sino con hermanas más parecidas de fijo a sus tías que a San Agustín y a Santa Teresa. Algo se supo en el círculo de la nobleza de las «veleidades místicas» de Anita, y las que la habían llamado Jorge Sandio no se mordieron la lengua y criticaron con mayor crueldad el nuevo antojo.

Se confesaba que era virtuosa, en cuanto no se le conocía ningún trapicheo; pero esto era poco para creerse con vocación de santa.

«¿Por ventura las demás eran unas tales?».

-Es guapa, pero orgullosa -decía la baronesa tronada, que tenía a su marido y a su hijo enamorados en vano de la sobrinita.

No fue Ana quien apresuró su resolución, como esperaba Frígilis; fueron las tías que descubrieron un novio para la niña. El nuevo pretendiente era el americano deseado y temido, don Frutos Redondo, procedente de Matanzas con cargamento de millones. Venía dispuesto a edificar el mejor chalet de Vetusta, a tener los mejores coches de Vetusta, a ser diputado por Vetusta y a casarse con la mujer más guapa de Vetusta. Vio a Anita, le dijeron que aquella era la hermosura del pueblo y se sintió herido de punta de amor. Se le advirtió que no   —160→   le bastaban sus onzas para conquistar aquella plaza. Entonces se enamoró mucho más. Se hizo presentar en casa de las Ozores y pidió a doña Anuncia la mano de la sobrina.

Después doña Anuncia se encerró en el comedor con doña Águeda, y terminada la conferencia compareció Anita. Doña Anuncia se puso en pie al lado de la chimenea pseudo-feudal: dejó caer sobre la alfombra La Etelvina, novela que había encantado su juventud, y exclamó:

-Señorita... hija mía; ha llegado un momento que puede ser decisivo en tu existencia. (Era el estilo de La Etelvina.) Tu tía y yo hemos hecho por ti todo género de sacrificios; ni nuestra miseria, a duras penas disimulada delante del mundo, nos ha impedido rodearte de todas las comodidades apetecibles. La caridad es inagotable, pero no lo son nuestros recursos. Nosotras no te hemos recordado jamás lo que nos debes (se lo recordaban al comer y al cenar todos los días), nosotras hemos perdonado tu origen, es decir, el de tu desgraciada madre, todo, todo ha sido aquí olvidado. Pues bien, todo esto lo pagarías tú con la más negra ingratitud, con la ingratitud más criminal, si a la proposición que vamos a hacerte contestaras con una negativa... incalificable.

-Incalificable -repitió doña Águeda-. Pero creo inútil todo este sermón -añadió- porque la niña saltará de alegría en cuanto sepa de lo que se trata.

-Eso quiero; saber en qué puedo yo servir a ustedes a quien tanto debo.

-Todo.

-Sí, todo, querida tía.

-Como supongo -prosiguió doña Anuncia- que ya   —161→   no te acordarás siquiera de aquella locura del monjío...

-No señora...

-En ese caso -interrumpió doña Águeda- como no querrás quedarte sola en el mundo el día que nosotras faltemos...

-Ni tendrás ningún amorcillo oculto, que sería indecente...

-Y como nosotras no podemos más...

-Y como es tu deber aceptar la felicidad que se te ofrece...

-Te morirás de gusto cuando sepas que don Frutos Redondo, el más rico del Espolón, ha pedido hoy mismo tu mano.

Ana, contra el expreso mandato de sus tías, no se murió de gusto. Calló; no se atrevía a dar una negativa categórica.

Pero doña Anuncia no necesitó más para dar rienda suelta al basilisco que llevaba dentro de sus entrañas. Su sombra en las sombras de la pared, parecía ahora la de una bruja gigantesca; otras veces, multiplicándose por los saltos de la llama y por los saltos y contorsiones de la vieja, figuraba todo el infierno desencadenado; había momentos en que la sombra de la señorita de Ozores tenía tres cabezas en la pared y tres o cuatro en el techo, y se diría que de todas ellas salían gritos y alaridos, según lo que vociferaba doña Anuncia sola.

Doña Águeda misma estaba horrorizada.

La sobrina permaneció ocho días encerrada en su alcoba después de aquella escena. Al cumplirse el novenario de la encerrona, que algo tenía de arresto, doña Anuncia se presentó tranquila, digna, severa a leer la sentencia. «No le faltaría a la hija de la bailarina -   —162→   ¿quién dudaba ya que la modista había bailado?- no le faltaría una cama en el palacio de sus mayores; pero ellas, las tías, no tenían qué poner a la mesa; todo lo había comido la niña».

Ana escribió a Frígilis.

Y al día siguiente don Víctor Quintanar, de tiros largos, como el día de la primera visita, entró en el estrado de los Ozores. Venía a pedir la mano de Ana, «a quien creía no ser indiferente».

«Daba aquel paso antes de lo que pensaba, porque acababa de ser ascendido; iba a Granada en calidad de Presidente de Sala y quería llevarse a su esposa, si su ardiente deseo era cumplido. Contaba con su sueldo y algunas viñas y no pocos rebaños en la Almunia de don Godino. Nunca hubiera sido osado a pedir la mano de tan preclara, ilustre y hermosa joven sin poder ofrecerle, ya que no la opulencia, una aurea mediocritas, como había dicho el latino».

Doña Anuncia quedó deslumbrada... ¡Don Godino... mediocritas... la cruz de Isabel la Católica!... Era mucha tentación.

Frígilis había advertido a don Víctor, al ponerle la cruz al pecho, que a doña Anuncia la enamoraban los discursos que no entendía y las condecoraciones.

Quintanar mientras hablaba se sentía en ridículo; pero la vieja estaba fascinada.

«Don Frutos, pensaba ella había aplastado terrones en los suburbios de Vetusta, doce años antes; se acordaba de haberle visto en mangas de camisa».

La Ozores contestó:

«Que ella no podía disponer de la mano de su sobrina, aunque la joven consintiera, sin consultar, sin tomar la venia de la nobleza, de la clase».

  —163→  

Los señores del margen, los de la Audiencia, eran la segunda aristocracia en Vetusta, aunque no figuraban tanto como en otros días.

La justicia era respetada con un terror supersticioso heredado de muchos siglos. Los más soliviantados liberales de Vetusta que hablaban de anarquía y de quemarlo todo, temblaban ante la voz de un ujier de la Sala de lo Criminal que gritaba porque un testigo cruzaba las piernas:

-¡Guarden ceremonia!

La aristocracia, la primera, opinó que Anita hacía una boda loca.

La hizo.

Don Frutos se volvió a Matanzas, prometiendo volver vengado, es decir, con muchos más millones. Cumplió su promesa.

Pasó un mes, y Ana Ozores de Quintanar, con su caballeresco esposo salía por la carretera de Castilla en la berlina de aquella diligencia en que había visto marchar a don Álvaro Mesía por el mismo camino.

Toda Vetusta fue a despedirlos; la nobleza y la clase media. Frígilis tenía lágrimas en los ojos.

-En cuanto puedan ustedes dar la vuelta... hay que darla -decía con un pie en el estribo y la cabeza dentro del coche-. Será usted la Regenta de Vetusta, Anita.

-No lo permite la ley, por causa de las tías -contestaba don Víctor.

-¡Bah, bah! Ya se arreglaría eso... Será usted la Regenta.

Don Cayetano quiso también subir al estribo, pero no pudo.

Doña Anuncia y doña Águeda habían quedado en el   —164→   estrado, casi a obscuras, suspirando, rodeadas de algunos amigos y amigas, quizá los mismos que les dieran en otra ocasión aquel pésame por la muerte civil de don Carlos.

-Y ella va contenta -decía el barón.

-¡Uf! Ya lo creo.

-La juventud es ingrata...

-Señores, que va a arrancar, desapartarse -gritó el zagal de la diligencia.

Y partió el coche. Don Víctor oprimía entre las suyas las manos de aquella esposa que le envidiaba un pueblo entero.

Un ¡adiós! llenó los ámbitos de la Plaza Nueva: era un adiós triste de verdad, era la despedida de la maravilla del pueblo; Vetusta en masa veía marchar a la nueva Presidenta de Sala como pudiera haber visto que le llevaban la torre de la catedral, otra maravilla.

Entre tanto, Ana pensaba que tal vez no había entre aquella muchedumbre que admiraba su hermosura otro más digno de poseerla que aquel don Víctor, a pesar de sus cuarenta y pico, pico misterioso.

Cuando, ya cerca de la noche, mientras subían cuestas que el ganado tomaba al paso, el nuevo Presidente de Sala le preguntaba si era él por su ventura el primer hombre a quien había querido, Ana inclinaba la cabeza y decía con una melancolía que le sonaba al marido a voluptuoso abandono:

-Sí, sí, el primero, el único.

«No le amaba, no; pero procuraría amarle».

Cerró la noche. Ana, apoyada la cabeza en las sobadas almohadillas de aquel coche viejo, cerraba los ojos, fingía dormir y escuchaba el ruido atronador y confuso de vidrios, hierro y madera de la diligencia desvencijada,   —165→   y se le antojaba oír en aquel estrépito los últimos gritos de la despedida.

Ni uno solo de aquellos hombres que quedaban allá abajo le había hablado de amor, de amor cierto, ni se lo había inspirado. Repasando todos los años de la inútil juventud, recordaba, como la mayor delicia que pudiera cargarse al capítulo de amor tal vez, alguna mirada de algún desconocido en uno de aquellos paseos por las carreteras orladas de árboles poblados de gorriones y jilgueros.

Entre ella y los jóvenes de la sociedad en que vivía, pronto había puesto el orgullo de Ana y la necedad de los otros un muro de hielo.

«No se casarían con ella, había dicho doña Anuncia, porque era pobre; pero ella les tomaba la delantera, y los despreciaba por fatuos y adocenados».

Si alguno había querido tratarla como a Obdulia, pronto había encontrado un desdén altivo y una ironía cruel capaces de helar una brasa.

«Tal vez, aunque no era seguro, ni mucho menos, entre aquellos hombres que la admiraban de lejos, devorándola con los ojos, habría alguno digno de ser querido... pero las tías se encargaban de mantener las distancias que exigía el tono, y los pobres abogadillos, o lo que fueran, tal vez demócratas teóricos, respetaban aquellas preocupaciones, y participaban a su pesar, de ellas. No se acercaban». Todos los que habían producido en Ana algún efecto, aunque no grande, hablando con los ojos, eran cualquier cosa menos proporciones. En Vetusta la juventud pobre no sabe ganarse la vida, a lo sumo se gana la miseria; muchachos y muchachas se comen a miradas, se quieren, hasta se lo dicen... pero lo dejan; falta una posición; las muchachas pierden su   —166→   hermosura y acaban en beatas; los muchachos dejan el luciente sombrero de copa, se embozan en la capa y se hacen jugadores.

Los que quieren medrar salen del pueblo; allí no hay más ricos que los que heredan o hacen fortuna lejos de la soñolienta Vetusta.

«Entre americanos, pasiegos y mayorazguetes fatuos, burdos y grotescos hubiera podido escoger, seguía pensando Ana. Que lo dijera don Frutos Redondo... Pero además, ¿para qué engañarse a sí misma? No estaba en Vetusta, no podía estar en aquel pobre rincón la realidad del sueño, el héroe del poema, que primero se había llamado Germán, después San Agustín, obispo de Hiponax, después Chateaubriand y después con cien nombres, todo grandeza, esplendor, dulzura delicada, rara y escogida...».

«Y ahora estaba casada. Era un crimen, pero un crimen verdadero, no como el de la barca de Trébol, pensar en otros hombres. Don Víctor era la muralla de la China de sus ensueños. Toda fantástica aparición que rebasara de aquellos cinco pies y varias pulgadas de hombre que tenía al lado, era un delito. Todo había concluido... sin haber empezado».

Abrió Ana los ojos y miró a su don Víctor que a la luz de una lámpara de viaje, calada hasta las orejas una gorra de seda, leía tranquilamente, algo arrugado el entrecejo, El Mayor Monstruo los celos o el Tetrarca de Jerusalén, del inmortal Calderón de la Barca.



  —167→  

ArribaAbajo- VI -

El Casino de Vetusta ocupaba un caserón solitario, de piedra ennegrecida por los ultrajes de la humedad, en una plazuela sucia y triste cerca de San Pedro, la iglesia antiquísima vecina de la catedral. Los socios jóvenes querían mudarse, pero el cambio de domicilio sería la muerte de la sociedad según el elemento serio y de más arraigo. No se mudó el Casino y siguió remendando como pudo sus goteras y demás achaques de abolengo. Tres generaciones habían bostezado en aquellas salas estrechas y obscuras, y esta solemnidad del aburrimiento heredado no debía trocarse por los azares de un porvenir dudoso en la parte nueva del pueblo, en la Colonia. Además, decían los viejos, si el Casino deja de residir en la Encimada, adiós Casino. Era un aristócrata.

Generalmente el salón de baile se enseñaba a los forasteros con orgullo; lo demás se confesaba que valía poco.

Los dependientes de la casa vestían un uniforme parecido al de la policía urbana. El forastero que llamaba   —168→   a un mozo de servicio podía creer, por la falta de costumbre, que venían a prenderle. Solían tener los camareros muy mala educación, también heredada. El uniforme se les había puesto para que se conociese en algo que eran ellos los criados.

En el vestíbulo había dos porteros cerca de una mesa de pino. Era costumbre inveterada que aquellos señores no saludaran a los socios que entraban o salían. Pero desde que era de la Junta Ronzal, que había visto otros usos en sus cortos viajes, los porteros se inclinaban al pasar un socio sin importancia, y hasta dejaban oír un gruñido, que bien interpretado podía tomarse por un saludo; si era un individuo de la Junta se levantaban de su silla cosa de medio palmo, si era Ronzal se levantaban un palmo entero y si pasaba don Álvaro Mesía, presidente de la sociedad, se ponían de pie y se cuadraban como reclutas.

Después del vestíbulo se encontraban tres o cuatro pasillos convertidos en salas de espera, de descanso, de conversación, de juego de dominó, todo ello junto y como quiera. Más adelante había otra sala más lujosa, con grandes chimeneas que consumían mucha leña, pero no tanta como decían los mozos. Aquella leña suscitaba graves polémicas en las juntas generales de fin de año. En tal estancia se prohibía el estridente dominó, y allí se juntaban los más serios y los más importantes personajes de Vetusta. Allí no se debía alborotar porque al extremo de oriente, detrás de un majestuoso portier de terciopelo carmesí, estaba la sala del tresillo, que se llamaba el gabinete rojo. En este había de reinar el silencio, y si era posible también en la sala contigua. Antes estaba el tresillo cerca de los billares, pero el ruido de las bolas y los tacos molestaba   —169→   a los tresillistas que se fueron al gabinete rojo, donde estaba entonces el de lectura. El gabinete de lectura se fue cerca de los billares. La sala del tresillo jamás recibía la luz del sol: siempre permanecía en tinieblas caliginosas, que hacían palpables las tristes llamas de las bujías semejantes a lámparas de minero en las entrañas de la tierra.

Don Pompeyo Guimarán, un filósofo que odiaba el tresillo, llamaba a los del gabinete rojo los monederos falsos. Se le figuraba que en aquel antro donde se penetraba con silencio misterioso, donde se contenía toda alegría, toda expansión del ánimo, no se podía hacer nada lícito. Los más bulliciosos muchachos al entrar en el gabinete del tresillo se revestían de una seriedad prematura; parecían sacerdotes jóvenes de un culto extraño. Entrar allí era para los vetustenses como dejar la toga pretexta y tomar la viril. Jugando o viendo jugar estaba siempre algún joven pálido, ensimismado, que afectaba despreciar los vanos placeres hastiado tal vez, y preferir los serios cuidados del solo y el codillo. Examinar con algún detenimiento a los habituales sacerdotes de este culto ceremonioso y circunspecto de la espada y el basto, es conocer a Vetusta intelectual en uno de sus aspectos característicos.

En efecto, aunque el jefe de Fomento aseguraba que todos los vetustenses eran unos chambones, no era esto más que un pretexto para subir al cuarto del crimen en busca de más pingües y rápidas ganancias; porque jugar se jugaba en el Casino de Vetusta con una perfección que ya era famosa. No faltaban los inexpertos, y aun estos eran necesarios, porque si no ¿quién ganaría a quién? Pero contra la afirmación del jefe de Fomento protestaban los hechos. De Vetusta y sólo de Vetusta   —170→   salieron aquellos insignes tresillistas que, una vez en esferas más altas, tendieron el vuelo y llegaron a ocupar puestos eminentes en la administración del Estado, debiéndolo todo a la ciencia de los estuches.

Hay cuatro mesas en sendas esquinas y otros dos pares en medio. De las ocho, la mitad están ocupadas. Alrededor, sentados o en pie varios mirones, los más esclavos de su vicio. Se habla poco. Las más veces para pedir un cigarro de papel. Se dan pocos consejos. No se necesitan o no sirven. Basilio Méndez, empleado del Ayuntamiento, es el mejor espada de los presentes. Es pálido y flaco. No se sabe si viste de artesano o de persona decente, como dicen en Vetusta. El sueldo no le bastaba para sus necesidades; tiene mujer y cinco hijos; se ayuda con el tresillo; se le respeta. Juega como quien trabaja sin gusto; de mal humor; es brusco; apenas contesta si le hablan. Él va a su negocio: una casa de tres pisos que está construyendo a costa del tresillo junto al Espolón. A su lado está don Matías el procurador: juega al tresillo para huir del monte. Cuando la suerte le es adversa arriba, baja y se expone a ganar al tresillo todo lo que puede y a perder muy poco, porque si pierde lo deja. El que descansa en este momento, porque acaba de repartir las cartas, y juegan cuatro, es la gallina de los huevos de oro del Procurador y de don Basilio. Le van matando, pero por consunción. Es un mayorazgo de aldea; le llaman Vinculete. Antes venía de su pueblo durante las ferias a jugar al tresillo; después se hizo diputado provincial para venir a jugar al tresillo también, y por fin se hizo vecino de Vetusta para no separarse nunca de aquellos espadas a quien admiraba, de camino que les hacía ricos sin sospecharlo. El tresillo de su pueblo no le divertía.   —171→   Vinculete jugaba desde las tres de la tarde hasta las dos de la mañana, sin más descanso que el preciso para cenar de mala manera. Don Basilio y el Procurador alternaban en el cuidado de desplumarle; se relevaban; pero a veces le desplumaban a un tiempo. El cuarto jugador era cualquiera. En las otras mesas las partidas eran más iguales. Jugaban muchos forasteros, casi todos empleados.

Es un axioma que en el juego se conoce la buena educación. Había allí muchas personas muy bien educadas, pero como reinaba la mayor confianza solía oírse frases como estas:

-Le digo a usted, que me lo ha dado usted.

-Yo le digo a usted, que no.

-Yo le digo a usted, que sí.

-Pues miente usted.

-Valiente crianza tiene usted.

-Mejor que la de usted...

Se trataba de un duro falso.

Para que la armonía pudiera subsistir, por una especie de equilibrio que la naturaleza establecía entre los temperamentos, resultaba que unos tresillistas eran temerones y de un genio endiablado6, y otros, v. gr. Vinculete, pacíficos como corderos y miedosos como palomas.

Don Basilio aseguraba que el mayorazguete no jugaba con toda la limpieza necesaria.

Vinculete solía sostener los fueros de su dignidad, y entonces gritaba el del Ayuntamiento:

-¡Conmigo nadie se insolenta!

Y daba un puñetazo en la mesa.

Vinculete callaba y seguía recibiendo codillos.

Estas disputas, nada frecuentes, interrumpían el silencio pocos instantes; la calma renacía pronto y volvía   —172→   aquello a ser un templo jamás profanado por ríos de sangre.

El gabinete de lectura, que también servía de biblioteca, era estrecho y no muy largo. En medio había una mesa oblonga cubierta de bayeta verde y rodeada de sillones de terciopelo de Utrecht. La biblioteca consistía en un estante de nogal no grande, empotrado en la pared. Allí estaban representando la sabiduría de la sociedad el Diccionario y la Gramática de la Academia. Estos libros se habían comprado con motivo de las repetidas disputas de algunos socios que no estaban conformes respecto del significado y aun de la ortografía de ciertas palabras. Había además una colección incompleta de la Revue des deux mondes, y otras de varias ilustraciones. La Ilustración francesa se había dejado en un arranque de patriotismo; por culpa de un grabado en que aparecían no se sabe qué reyes de España matando toros. Con ocasión de esta medida radical y patriótica se pronunciaron en la junta general muchos y muy buenos discursos en que fueron citados oportunamente los héroes de Sagunto, los de Covadonga, y por último los del año ocho. En los cajones inferiores del estante había algunos libros de más sólida enseñanza, pero la llave de aquel departamento se había perdido.

Cuando un socio pedía un libro de aquellos, el conserje se acercaba de mal talante al pedigüeño y le hacía repetir la demanda.

-Sí señor, la crónica de Vetusta...

-Pero ¿usted, sabe que está ahí?

-Sí, señor, ahí está...

-El caso es... -y se rascaba una oreja el señor conserje- como no hay costumbre...

  —173→  

-¿Costumbre de qué?

-En fin, buscaré la llave.

El conserje daba media vuelta y marchaba a paso de tortuga.

El socio, que había de ser nuevo necesariamente para andar en tales pretensiones, podía entretenerse mientras tanto mirando el mapa de Rusia y Turquía y el Padre nuestro en grabados, que adornaban las paredes de aquel centro de instrucción y recreo. Volvía el conserje con las manos en los bolsillos y una sonrisa maliciosa en los labios.

-Lo que yo decía, señorito... se ha perdido la llave.

Los socios antiguos miraban la biblioteca como si estuviera pintada en la pared.

De los periódicos e ilustraciones se hacía más uso; tanto que aquellos desaparecían casi todas las noches y los grabados de mérito eran cuidadosamente arrancados. Esta cuestión del hurto de periódicos era de las difíciles que tenían que resolver las juntas. ¿Qué se hacía? ¿Se les ponía grillete a los papeles? Los socios arrancaban las hojas o se llevaban papel y hierro. Se resolvió últimamente dejar los periódicos libres, pero ejercer una gran vigilancia. Era inútil. Don Frutos Redondo, el más rico americano, no podía dormirse sin leer en la cama el Imparcial del Casino. Y no había de trasladar su lecho al gabinete de lectura. Se llevaba el periódico. Aquellos cinco céntimos que ahorraba de esta manera, le sabían a gloria. En cuanto al papel de cartas que desaparecía también, y era más caro, se tomó la resolución de dar un pliego, y gracias, al socio que lo pedía con mucha necesidad. El conserje había adquirido un humor de alcaide de presidio en este trato. Miraba a los socios que leían como a gente de sospechosa   —174→   probidad; les guardaba escasas consideraciones. No siempre que se le llamaba acudía, y solía negarse a mudar las plumas oxidadas.

Alrededor de la mesa cabían doce personas. Pocas veces había tantos lectores, a no ser a la hora del correo. La mayor parte de los socios amantes del saber no leían más que noticias.

El más digno de consideración, entre los abonados al gabinete de lectura, era un caballero apoplético, que había llevado granos a Inglaterra y se creía en la obligación de leer la prensa extranjera. Llegaba a las nueve de la noche indefectiblemente, tomaba Le Figaro, después The Times, que colocaba encima, se ponía las gafas de oro y arrullado por cierto silbido tenue de los mecheros del gas, se quedaba dulcemente dormido sobre el primer periódico del mundo. Era un derecho que nadie le disputaba. Poco después de morir este señor, de apoplejía, sobre The Times, se averiguó que no sabía inglés. Otro lector asiduo era un joven opositor a fiscalías y registros que devoraba la Gaceta sin dejar una subasta. Era un Alcubilla en un tomo: sabía de memoria cuanto se ha hecho, deshecho, arreglado y vuelto a destrozar en nuestra administración pública.

A su lado solía sentarse un caballero que tenía un vicio secreto: escribir cartas a los periódicos de la corte con las noticias más contradictorias. Firmaba «El Corresponsal» y siempre que un papel de Madrid decía «Lo de Vestusta» era cosa de él. Al día siguiente desmentía en otro periódico sus noticias y resultaba que «Lo de Vetusta» no era nada. Así se había hecho un redomado escéptico en materia de prensa. «¡Si sabría él cómo se hacían los periódicos!». Cuando franceses y alemanes vinieron a las manos, El Corresponsal dudaba   —175→   de la guerra: era cosa de los bolsistas acaso; no se convenció de que algo había hasta la rendición de Metz.

El poeta Trifón Cármenes también acudía sin falta a la hora del correo. Pasaba revista a varios periódicos con febril ansiedad y desaparecía en seguida con un desengaño más en el alma. Era que «no se lo habían publicado». Se trataba de alguna poesía o cuento fantástico que había mandado a cualquier periódico y que no acababa de salir. Cármenes, que en los certámenes de Vetusta se llevaba todas las rosas naturales, no podía conseguir que sus versos tuvieran cabida en las prensas madrileñas; y eso que empleaba en las cartas con que recomendaba las composiciones, la finura del mundo. La fórmula solía ser esta: «Muy señor mío y de mi más distinguida consideración: adjuntos le remito unos versos para que, si los estima dignos de tan señalado honor, vean la luz pública en las columnas de su acreditado periódico. Escritos sin pretensiones..., etc., etc.». Pero, nada: no salían. Pedía, después de un año, que se los devolvieran. Pero «no se devolvían los originales». Aprovechaba el borrador y publicaba aquello en El Lábaro, el periódico reaccionario de Vetusta.

Otro lector constante era un vejete semi-idiota que jamás se acostaba sin haber leído todos los fondos de la prensa que llegaba al Casino. Deleitábale singularmente la prosa amazacotada de un periódico que tenía fama de hábil y circunspecto. Los conceptos estaban envueltos en tales eufemismos, pretericiones y circunloquios, y tan se quebraban de sutiles, que el viejo se quedaba siempre a buenas noches.

-¡Qué habilidad! -decía sin entender palabra.

Por lo mismo creía en la habilidad, porque si él la echara de ver ya no la habría.

  —176→  

Una noche despertó a su esposa el lector de fondos diciendo:

-Oye, Paca, ¿sabes que no puedo dormir?... A ver si tú entiendes esto que he leído hoy en el periódico. «No deja de dejar de parecernos reprensible...». ¿Lo entiendes tú, Paca? ¿Es que les parece reprensible o que no? Hasta que lo resuelva no puedo dormir...

Estos y otros lectores asiduos se pasan los periódicos de mano en mano, en silencio, devorando noticias que leen repetidas en ocho o diez papeles. Así se alimentan aquellos espíritus que antes de las once de la noche se van a dormir satisfechos, convencidos de que el cajero de tal parte se ha escapado con los fondos.

Lo han leído en ocho o diez fuentes distintas. Todos estos caballeros respetables y dignos de estima viven esclavos de tamaña servidumbre, la servidumbre del noticierismo cortesano. Mucho más de la mitad del caudal fugitivo de sus conocimientos consiste en los recortes de la Correspondencia que los periódicos pobres se van echando, como pelotas, de tijeras en tijeras.

Muchas veces, cuando reinaba aquel silencio de biblioteca, en que parecía oírse el ruido de la elaboración cerebral de los sesudos lectores, de repente un estrépito de terremoto hacía temblar el piso y los cristales. Los socios antiguos no hacían caso, ni levantaban los ojos; los nuevos, espantados, miraban al techo y a las paredes esperando ver desmoronarse el edificio... No era eso. Era que los señores del billar azotaban el pavimento con las mazas de los tacos. Era proverbial el ingenioso buen humor de los señores socios.

A las once de la noche no quedaba nadie en el gabinete de lectura. El conserje, medio dormido, doblaba los papeles, daba media vuelta a la llave del gas, y dejaba   —177→   casi en tinieblas la estancia. Y se volvía a dormir a la conserjería.

Entonces era cuando entraba don Amadeo Bedoya, capitán de artillería, en traje de paisano, embozado en un carrick de ancha esclavina. Miraba bien... no había nadie... la obscuridad le favorecía. Se acercaba al estante con mucha cautela; sacaba una llave, abría el cajón inferior, tomaba un libro, dejaba otro que venía oculto bajo la esclavina, escondía el primero entre sus pliegues y cerraba el cajón. Se acercaba a la mesa, después de respirar fuerte, silbaba la marcha real, y fingía echar un vistazo a los periódicos. ¡Periódicos a él! Por hacer que hacemos estaba allí cinco minutos, y salía triunfante. No era un ladrón, era un bibliófilo. La llave de Bedoya era la que el conserje había perdido. Don Amadeo era el don Saturnino Bermúdez de tropa. Había sido un bravo militar; pero como hubiera tenido el honor años atrás de ser elegido presidente de un Ateneo de infantería, y vístose en la necesidad de estudiar y pronunciar un discurso, se encontró con gran sorpresa excelente orador en su opinión y la de los jefes, y de una en otra vino a parar en hombre de letras, hasta el punto de jurarse solemnemente y con la energía que tan bien sienta en los defensores de la patria, ser un erudito. Empezó a llamar la atención de los vetustenses aquel militar que sabía de letras más que muchos paisanos, y el mismo Bedoya se animaba al trabajo con la gracia de lo que a él se le antojaba contraste de la artillería y la literatura. Poco a poco llegó a ser miembro, ya correspondiente, ya de número, de muchas sociedades científicas, artísticas y literarias. Despuntaba en la Arqueología y en la Botánica, sobre todo en la relación de esta a la Horticultura.   —178→   Era un especialista en las enfermedades de la patata, y tenía un trabajo sobre el particular que no acababa de premiarle el Gobierno. También le daba el naipe por la biografía militar. Sabía de varios tenientes generales que habían sido otros tantos Farnesios y Spínolas, sin que lo sospechara el mundo; y sacaba a relucir la historia de tal brigadier que si, conforme no mandó, hubiera mandado la acción de tal parte, hubiera conquistado la gloria de un Napoleón, en vez de perder las posiciones, como en efecto las había perdido el general inepto.

De esta clase de biografías de personas que pudieron ser importantes, estaban las fuentes en libros como aquellos que había en el cajón inferior del estante del Casino. Más ejemplares habría por el mundo, pero no se sabía de ellos, y Bedoya era de esa clase de eruditos que encuentran el mérito en copiar lo que nadie ha querido leer. En cuanto él veía en el papel de su propiedad los párrafos que iba copiando con aquella letra inglesa esbelta y pulcra que Dios le había dado, ya se le antojaba obra suya todo aquello. Pero su fuerte eran las antigüedades. Para él un objeto de arte no tenía mérito aunque fuese del tiempo de Noé, si no era suyo. Así como Bermúdez amaba la antigüedad por sí misma, el polvo por el polvo, Bedoya era más subjetivo como él decía, necesitaba que le perteneciera el objeto amado. «¡Si él pudiera hablar! Tamañitos se quedarían Bermúdez y el Magistral y tutti quanti». Pero no podía hablar. Iría a presidio probablemente, si hablara. «En fin, en puridad, tenía... -y miraba a los lados al decirlo- tenía un precioso manuscrito de Felipe II, un documento político de gran importancia». Lo había robado en el archivo de Simancas. ¿Cómo? ese era su orgullo.   —179→   Así es que Bedoya, seguro de aquella superioridad, miraba por encima del hombro a los demás anticuarios y callaba. Callaba por miedo al presidio.

El cuarto del crimen, la sala de los juegos de azar, y más concretamente de la ruleta y el monte estaba en el segundo piso. Se llegaba a ella después de recorrer muchos pasillos obscuros y estrechos. La autoridad no había turbado jamás la calma de aquel refugio repuesto y escondido del arte aleatorio, ni en los tiempos de mayor moralidad pública. A ruegos de los gacetilleros, singularmente el del Lábaro, se perseguía cruelmente la prostitución, pero el juego no se podía perseguir. En cuanto a las «infames que comerciaban con su cuerpo», como decía Cármenes escribiendo de incógnito los fondos del Lábaro, ¿cómo no habían de ser maltratadas, si diariamente se publicaban excitaciones de este género en la prensa local?

Casi todos los días salía a luz una gacetilla que se titulaba, por ejemplo: ¡Esas palomas! o ¡Fuego en ellas! y en una ocasión el mismísimo don Saturnino Bermúdez escribió su gacetilla correspondiente que se llamaba a secas: Meretrices, y acababa diciendo: «de la impúdica scortum».

Volviendo al juego, si algún gobernador enérgico había amenazado a los socios del Casino con darles un susto, los jugadores influyentes le habían pronosticado una cesantía. Lo ordinario siempre fue que hiciese la vista gorda, y no faltaron a veces subvenciones en la forma más decorosa posible, como decían las partes contratantes. Los jugadores vetustenses tenían una virtud: no trasnochaban. Eran hombres ocupados que tenían que madrugar. Tal médico se recogía a las diez después de perder las ganancias del día: se levantaba a las seis   —180→   de la mañana, recorría todo el pueblo entre charcos y entre lodo, desafiaba la nieve, el granizo, el frío, el viento; y después de ímprobo trabajo, volvía, como con una ofrenda ante el altar, a depositar sobre el tapete verde las pesetas ganadas. Abogados, procuradores, escribanos, comerciantes, industriales, empleados, propietarios, todos hacían lo mismo. En el tresillo, en el gabinete de lectura, en el billar, en las salas de conversación, de dominó y ajedrez, había siempre las mismas personas, los aficionados respectivos; pero el cuarto del crimen era el lugar donde se reunían todos los oficios, todas las edades, todas las ideas, todos los gustos, todos los temperamentos.

No en balde se afirmaba que Vetusta se distinguía por su acendrado patriotismo, su religiosidad y su afición a los juegos prohibidos. La religiosidad y el patriotismo se explicaban por la historia; la afición al juego por lo mucho que llovía en Vetusta. ¿Qué habían de hacer los socios, si no se podía pasear? Por eso proponía don Pompeyo Guimarán, el filósofo, que la catedral se convirtiera en paseo cubierto. «¡Risum teneatis!» contestaba Cármenes en la gacetilla del Lábaro.

La religiosidad, aunque en la forma lamentable de la superstición, se manifestaba en el mismo vicio de la tafurería. Se contaban en el Casino portentos de credulidad de los jugadores más famosos. Un comerciante, liberal y nada timorato, tenía depositados en la puerta de aquel centro de recreo un par de zapatos viejos. Llegaba al Casino, calzaba los zapatos de suela rota y subía a probar fortuna. Juraba que jamás llevando botas nuevas le había favorecido la suerte. Venía a ser un jugador de la orden de los descalzos. Entre su fe y cierta maliciosa experiencia le daban ganancias seguras. Un año   —181→   hizo una espléndida novena a San Francisco, a la cual acudió toda Vetusta edificada, como decía Bermúdez.

Después que Bedoya salía del Casino, pasando sin ser visto de los porteros, que dormían suavemente, no quedaban allí más socios que ocho o diez trasnochadores jurados. Pocos y siempre los mismos. Unos eran personajes averiados que habían contraído la costumbre de trasnochar en Madrid, otros elegantes y calaveras de Vetusta que los imitaban. Pero de esta tertulia de última hora tendremos que hablar más adelante, porque a ella asistían personajes importantes de esta historia.

Eran las tres y media de la tarde. Llovía. En la sala contigua al gabinete viejo estaban los socios de costumbre, los que no jugaban a nada y los seis que jugaban al ajedrez. Estos habían colocado el respectivo tablero junto a un balcón, para tener más luz. En el fondo de la sala parecía que iba a anochecer. Sobre una mesa de mármol brillaba entre humo espeso de tabaco, como una estrella detrás de niebla, la llama de una bujía que servía para dar lumbre a los cigarros. Ocultos en la sombra de un rincón, alrededor de aquella mesa, arrellanados en un diván unos, otros en mecedoras de paja, estaban media docena de socios fundadores, que de tiempo inmemorial acudían a las tres en punto a tomar café y copa. Hablaban poco. Ninguno se permitía jamás aventurar un aserto que no pudiera ser admitido por unanimidad. Allí se juzgaba a los hombres y los sucesos del día, pero sin apasionamiento; se condenaba, sin ofenderle, a todo innovador, al que había hecho algo que saliese de lo ordinario. Se elogiaba, sin gran entusiasmo, a los ciudadanos que sabían ser comedidos, corteses e incapaces de exagerar   —182→   cosa alguna. Antes mentir que exagerar. Don Saturnino Bermúdez había recibido más de una vez el homenaje de una admiración prudente en aquel círculo de señores respetables. Pero en general preferían a esto hablar de animales: v. gr., del instinto de algunos, como el perro y el elefante, aunque siempre negándoles, por supuesto, la inteligencia: «el castor fabrica hoy su vivienda lo mismo que en tiempo de Adán; no hay inteligencia, es instinto». Hablaban también de la utilidad de otros irracionales; el cerdo, del cual se aprovechaba todo, la vaca, el gato, etc., etc. Y aún les parecía más interesante la conversación si se refería a objetos inanimados. El derecho civil también les encantaba en lo que atañe al parentesco y a la herencia. Pasaba un socio cualquiera, y si no le conocía alguno de aquellos fundadores preguntaba:

-¿Quién es ese?

-Ese es hijo de... nieto de... que casó con... que era hermana de...

Y como las cerezas, salían enganchados por el parentesco casi todos los vetustenses. Esta conversación terminaba siempre con una frase:

-Si se va a mirar, aquí todos somos algo parientes.

La meteorología tampoco faltaba nunca en los tópicos de las conferencias. El viento que soplaba tenía siempre muy preocupados a los socios beneméritos. El invierno actual siempre era más frío que todos los que recordaban, menos uno.

También a veces se murmuraba un poco, pero con el mayor comedimiento, sobre todo si se hablaba de clérigos, señoras o autoridades.

A pesar de la amenidad de tales conversaciones, el grupo de venerables ancianos, con los que sólo había   —183→   un joven y éste calvo, prefería al más grato palique el silencio; y a él se consagraba principalmente aquella especie de siesta que dormían despiertos. Casi siempre callaban.

No lejos de ellos, y por cierto molestándolos a veces no poco, había dos o tres grupos de alborotadores, y a lo lejos se oía el antipático estrépito del dominó, que habían desterrado de su sala los venerables. Los del dominó eran siempre los mismos: un catedrático, dos ingenieros civiles y un magistrado7. Reían y gritaban mucho; se insultaban, pero siempre en broma. Aquellos cuatro amigos, ligados por el seis doble, hubieran vendido la ciencia, la justicia y las obras públicas por salvar a cualquiera de la partida. En el salón de baile, donde no se permitía jugar ni tomar café, se paseaban los señores de la Audiencia y otros personajes, v. gr., el marqués de Vegallana, los días de mucha agua, cuando él no podía dar sus paseos.

La animación estaba en los grupos de alborotadores antes citados.

-«Allí no se respetaba nada ni a nadie» -decían los viejos del rincón. -Aunque estaban a dos pasos de ellos, rara vez se mezclaban las conversaciones. Los ancianos callaban y juzgaban.

-¡Qué atolondramiento! -dijo un venerable en voz baja.

-Observe usted, -le respondieron- que rara vez hablan de intereses reales de la provincia.

-Únicamente cuando viene el señor Mesía...

-Oh, es que el señor Mesía... es otra cosa.

-Sí, es mucho hombre. Muy entendido en Hacienda y eso que llaman Economía política.

-Yo también creo en la Economía política.

  —184→  

-Yo no creo, pero respeto mucho la memoria de Flórez Estrada, a quien he conocido.

Todo menos disputar; en cuanto asomaba una discusión, se le echaba tierra encima y a callar todos.

En la mesa de enfrente, gritaba un señor que había sido alcalde liberal y era usurero con todos los sistemas políticos; malicioso, y enemigo de los curas, porque así creía probar su liberalismo con poco trabajo.

-Pero, vamos a ver -decía- ¿quién le ha asegurado a usted que el Magistral no ha querido confesar a la Regenta?

-Me lo ha dicho quien vio por sus ojos a doña Anita entrar en la capilla de don Fermín y a don Fermín salir sin saludar a la Regenta.

-Pues yo los he visto saludarse y hablar en el Espolón.

-Es verdad -gritó un tercero- yo también los vi. De Pas iba con el Arcipreste y la Regenta con Visitación. Es más, el Magistral se puso muy colorado.

-¡Hombre, hombre! -exclamó el ex-alcalde fingiendo escandalizarse.

-Pues yo sé más que todos ustedes -vociferó un pollo que imitaba a Zamacois, a Luján, a Romea, el sobrino, a todos los actores cómicos de Madrid, donde acababa de licenciarse en Medicina.

Bajó la voz, hizo una seña que significaba sigilo; todos los del corro se acercaron a él, y con la mano puesta al lado de la boca, como una mampara, dejando caer la silla en que estaba a caballo, hasta apoyar el respaldo en la mesa, dijo:

-Me lo ha contado Paquito Vegallana; el Arcipreste, el célebre don Cayetano, ha rogado a Anita que cambie de confesor, porque...

  —185→  

-¡Hombre, hombre! ¿qué sabes tú por qué? -interrumpió el enemigo del clero-. ¡El secreto de la confesión!

-¡Bueno, bueno! Yo lo sé de buena tinta. Paquito me lo ha dicho. Mesía -y bajó mucho más la voz- Mesía le pone varas a la Regenta.

Escándalo general. Murmullo en el rincón obscuro.

«Aquello era demasiado».

«Se podía murmurar, hablar sin fundamento, pero no tanto. Vaya por el Magistral y el secreto de la confesión; ¡pero tocar a la Regenta! Era un imprudente aquel sietemesino, sin duda».

-Señores, yo no digo que la Regenta tome varas, sino que Álvaro quiere ponérselas; lo cual es muy distinto.

Todos negaron la probabilidad del aserto.

-Hombre... la Regenta... ¡es algo mucho!

El pollo se encogió de hombros.

-«Estaba seguro. Se lo había dicho el marquesito, el íntimo de Mesía».

-Y, vamos a ver -preguntó el señor Foja, el ex-alcalde- ¿qué tiene que ver eso de las varas que Mesía quiere poner a la Regenta con el Magistral y la confesión?

No quería dejar su presa. No siempre en el Casino se podía hablar mal de los curas.

-Pues tiene mucho que ver; porque el Arcipreste ha pedido auxilio al otro; quiere dejarle la carga de la conciencia de la otra.

-Muchacho, muchacho, que te resbalas -advirtió el padre del deslenguado, que estaba presente y admiraba la desfachatez de su hijo, adquirida positivamente en Madrid, y muy a su costa.

  —186→  

-Quiero decir que Anita es muy cavilosa, como todos sabemos -y seguía bajando la voz, y los demás acercándose, hasta formar un racimo de cabezas, dignas de otra Campana de Huesca- es cavilosa y tal vez haya notado las miradas... y demás ¿eh? del otro... y querrá curar en salud... y el Arcipreste no está para casos de conciencia complicados, y el Magistral sabe mucho de eso.

El corro no pudo menos de sonreír en señal de aprobación.

Al papá del maldiciente se le caía la baba, y guiñaba un ojo a un amigo. No cabía duda que los chicos sólo en Madrid se despabilaban. Caro cuesta, pero al fin se tocan los resultados.

El desparpajo del muchacho solía suscitar protestas, pero luego vencía la elocuencia de sus maliciosos epigramas y del retintín manolesco de sus gestos y acento.

Empezaba entonces el llamado género flamenco a ser de buen tono en ciertos barrios del arte y en algunas sociedades. El mediquillo vestía pantalón muy ajustado y combinaba sabiamente los cuernos que entonces se llevaban sobre la frente con los mechones que los toreros echan sobre las sienes. Su peinado parecía una peluca de marquetería.

Se llamaba Joaquín Orgaz y se timaba con todas las niñas casaderas de la población, lo cual quiere decir que las miraba con insistencia y tenía el gusto de ser mirado por ellas. Había acabado la carrera aquel año y su propósito era casarse cuanto antes con una muchacha rica. Ella aportaría el dote y él su figura, el título de médico y sus habilidades flamencas. No era tonto, pero la esclavitud de la moda le hacía parecer   —187→   más adocenado de lo que acaso fuera. Si en Madrid era uno de tantos, en Vetusta no podía temer a más de cinco o seis rivales importadores de semejantes maneras. En los meses de vacaciones aprovechaba el tiempo buscando el trato de las familias ricas o nobles de Vetusta. Se había hecho amigo íntimo de Paquito Vegallana y, aunque de lejos, algo le tocaba del esplendor que irradiaba el célebre Mesía, flor y nata de los elegantes de Vetusta. Orgaz le llamaba Álvaro por lo muy familiar que era el trato de Paco y de Mesía, y como él tuteaba a Paquito... por eso.

Se animó Joaquín con el buen éxito de sus murmuraciones y sostuvo que era cursi aquel respeto y admiración que inspiraba la Regenta.

-Es una mujer hermosa, hermosísima; si ustedes quieren, de talento, digna de otro teatro, de volar más alto... si ustedes me apuran diré que es una mujer superior -si hay mujeres así- pero al fin es mujer, et nihil humani...

No sabía lo que significaba este latín, ni a dónde iba a parar, ni de quién era, pero lo usaba siempre que se trataba de debilidades posibles.

Los socios rieron a carcajadas.

«¡Hasta en latín sabe maldecir el pillastre!», pensó el padre, más satisfecho cada vez de los sacrificios que le costaba aquel enemigo.

Joaquinito, encarnado de placer, y un poco por el anís del mono que había bebido, creyó del caso coronar el edificio de su gloria cantando algo nuevo. Se puso en pie, estiró una pierna, giró sobre un tacón y cantó, o se cantó, como él decía:


   Ábreme la puerta,
puerta del postigo...

  —188→  

-«Era preciso acabar con las preocupaciones del pueblo. ¡La Regenta! ¿Dejaría de ser de carne y hueso? Y Álvaro siempre había sido irresistible...». Orgaz hijo suspendió el baile, que había emprendido mientras hacía observaciones. En la sala vecina habían sonado unas pisadas que hacían temblar el pavimento.

-Ahí está el inglés -dijo entre dientes el flamenco; y se puso un poco pálido.

En efecto, era Ronzal.

Pepe Ronzal -alias Trabuco, no se sabe por qué- era natural de Pernueces, una aldea de la provincia. Hijo de un ganadero rico, pudo hacer sus estudios, que ya se verá qué estudios fueron, en la capital. Aficionado al monte, como Vinculete al tresillo, desde la adolescencia, ni durante las vacaciones quería volver a Pernueces, ganoso de no perder ni unas judías. No pudo concluir la carrera. No bastó la tradicional benevolencia de los profesores para que Trabuco consiguiera hacerse licenciado en ambos derechos.

Una vez le preguntaron en un examen:

-¿Qué es un testamento, hijo mío?

-Testamento... ello mismo lo dice, es el que hacen los difuntos.

Además de Trabuco le llamaban el Estudiante, por una antonomasia irónica que él no comprendía.

Pasó el tiempo; murió el ganadero, Pepe Ronzal dejó de ser el Estudiante, vendió tierras, se trasladó a la capital y empezó a ser hombre político, no se sabe a punto fijo cómo ni por qué.

Ello fue que de una mesa de colegio electoral pasó a ser del Ayuntamiento, y de concejal pasó a diputado provincial por Pernueces. Si nunca pudo sacudir de sí la prístina ignorancia, en el andar, y en el vestir y hasta   —189→   en el saludar, fue consiguiendo paulatinos progresos, y se necesitaba ser un poco antiguo en Vetusta para recordar todo lo agreste que aquel hombre había sido. Desde el año de la Restauración en adelante pasaba ya Ronzal por hombre de iniciativa, afortunado en amores de cierto género y en negocios de quintas. Era muy decidido partidario de las instituciones vigentes. Se peinaba por el modelo de los sellos y las pesetas, y en cuanto al calzado lo usaba fortísimo, blindado. Creía que esto le daba cierto aspecto de noble inglés.

-«Yo soy muy inglés en todas mis cosas -decía con énfasis- sobre todo en las botas».

«Militaba» en el partido más reaccionario de los que turnaban en el poder.

-«Dadme un pueblo sajón, decía, y seré liberal».

Más adelante fue liberal sin que le dieran el pueblo sajón, sino otra cosa que no pertenece a esta historia.

Era alto, grueso y no mal formado; tenía la cabeza pequeña, redonda y la frente estrecha; ojos montaraces, sin expresión, asustados, que no movía siempre que quería, sino cuando podía. Hablar con Ronzal, verle a él animado, decidor, disparatando con gran energía y entusiasmo, y notar que sus ojos no se movían, ni expresaban nada de aquello, sino que miraban fijos con el pasmo y la desconfianza de los animales del monte, daba escalofríos.

Era de buen color moreno y tenía la pierna muy bien formada. En lo que se había adelantado a su tiempo era en los pantalones, porque los traía muy cortos. Siempre llevaba guantes, hiciera calor o frío, fuesen oportunos o no. Para él siempre había el guante sido el distintivo de la finura, como decía, del señorío, según decía también. Además, le sudaban las manos.

  —190→  

Aborrecía lo que olía a plebe. Los republicanitos tenían en él un enemigo formidable. Un día de San Francisco no puso colgaduras en los balcones del Casino el conserje. Ronzal, que era ya de la Junta, quiso arrojar por uno de aquellos balcones al mísero dependiente.

-¡Señor -gritaba el conserje- si hoy es San Francisco de Paula!

-¿Qué importa, animal? -respondió Trabuco furioso-. ¡No hay Paula que valga: en siendo San Francisco es día de gala y se cuelga!

Así entendía él que servía a las Instituciones.

Con rasgos como este fue haciéndose respetar poco a poco.

Lo que es cara a cara ya nadie se reía de él. No le faltó perspicacia para comprender que el mundo daba mucho a las apariencias, y que en el Casino pasaban por más sabios los que gritaban más, eran más tercos y leían más periódicos del día. Y se dijo:

«Esto de la sabiduría es un complemento necesario. Seré sabio. Afortunadamente tengo energía -tenía muy buenos puños- y a testarudo nadie me gana, y disfruto de un pulmón como un manolito (monolito, por supuesto.) Sin más que esto y leer La Correspondencia seré el Hipócrates de la provincia».

Hipócrates era el maestro de Platón, maestro al cual nunca llamó Sócrates Trabuco, ni le hacía falta.

Desde entonces leyó periódicos y novelas de Pigault-Lebrun y Paul de Kock, únicos libros que podía mirar sin dormirse acto continuo. Oía con atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima.

  —191→  

Si los argumentos del contrario le apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un rotin, y blandiéndolo gritaba:

-¡Y conste que yo sostendré esto en todos los terrenos! ¡en todos los terrenos!

Y repetía lo de terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido.

Comprendía que allí las discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían, más le convenía. En tal caso el peligro estaba en los lapsus geográficos. Solía confundir los países con los generales que mandaban los ejércitos invasores. En cierta desgraciada polémica hubo de venir a las manos con el capitán Bedoya que le negaba la existencia del general Sebastopol.

También creyó que su fama de hombre de talento se afianzaría probando sus fuerzas en el ajedrez y aplicó a este juego mucha energía. Una tarde que jugaba en presencia de varios socios y llevaba perdidas muchas piezas, vio su salvación en convertir en reina un peoncillo.

-¡Este va a reina! -exclamó clavando con los suyos los ojos del adversario.

-No puede ser.

-¿Cómo que no puede ser?

Y el contrario, por instinto, retiró una pieza que estorbaba el paso del peón que debía ir a reina.

-A reina va, y lo hago cuestión personal -añadió envalentonado Trabuco, dándose un puñetazo en el pecho.

  —192→  

Y el contrario, sin querer, le dejó otra casilla libre.

Y así, de una en otra, jugándose la vida en todas ellas, convirtió el peón en reina, y ganó el juego el enérgico diputado provincial de Pernueces.



  —193→  

ArribaAbajo- VII -

Estas y otras calidades distinguían a Pepe Ronzal, a quien Joaquinito Orgaz tenía mucho miedo. Tal vez sabía el de Pernueces que Joaquín imitaba perfectamente sus disparates y manera de decirlos. Además, Ronzal aborrecía a don Álvaro Mesía y a cuantos le alababan y eran amigos suyos. Joaquín era uña y carne del Marquesito -el hijo del marqués de Vegallana- y este el amigo íntimo de don Álvaro.

-Buenas tardes, señores -dijo Ronzal sentándose en el corro.

Dejó los guantes sobre la mesa, pidió café y se puso a mirar de hito en hito a Joaquín, que hubiera querido hacerse invisible.

-¿De quién se murmura, pollo? -preguntó el diputado dando una palmada en el muslo no muy lucido del sietemesino.

Para piernas, Ronzal. En efecto, las estiró al lado de las del joven para que pudiesen comparar aquellos señores.

  —194→  

Joaquín contestó:

-De nadie.

Y encogió los hombros.

-No lo creo. Estos madrileñitos siempre tienen algo que decir de los infelices provincianos.

-Así es la verdad -dijo el ex-alcalde-. Su amigo de usted el Provisor, era hoy la víctima.

Ronzal se puso serio.

-¡Hola! -dijo- ¿también espifor? (Espíritu fuerte en el francés de Trabuco.)

-Se trataba -añadió Foja- de las varas que toma o no toma cierta dama, hasta hoy muy respetada, y de los refuerzos espirituales que su atribulada conciencia busca o no busca en la dirección moral de don Fermín... ¡Je, je!...

Ronzal no entendía.

-A ver, a ver; exijo que se hable claro.

Joaquinito miró a su papá como pidiendo auxilio.

El señor Orgaz se atrevió a murmurar:

-Hombre, eso de exigir...

-Sí, señor; exigir. ¡Y hago la cuestión personal!

-Pero ¿qué es lo que usted exige? -preguntó el muchacho agotando su valor en este rasgo de energía.

-Exijo lo que tengo derecho a exigir, eso es; y repito que hago la cuestión personal.

-¿Pero qué cuestión?

-¡Esa!

Joaquinito volvió a encogerse de hombros, pálido como un muerto. Comprendió que el tener razón era allí lo de menos. A Ronzal ya le echaban chispas los ojos montaraces. Se había embrollado y esto era lo que más le irritaba siempre, perder el discurso a lo mejor.

-¡Sí, señor, esa cuestión; y quiero que se hable claro!

  —195→  

Ni él mismo sabía lo que exigía.

Foja se encargó de poner las cosas claras.

-El señor Ronzal quiere que se le explique si se piensa que es él quien pone las varas que esa señora toma o deja de tomar.

-¡Eso es! -dijo Ronzal, que no pensaba en tal cosa, pero que se sintió halagado con la suposición.

-Quiero saber -añadió- si se piensa que yo soy capaz de poner en tela de juicio la virtud de esa señora tan respetable...

-Pero ¿qué señora?

-Esa, don Joaquinito, esa; y de mí no se burla nadie.

La disputa se acaloró; tuvieron que intervenir los señores venerables del rincón obscuro; tan grave fue el incidente. Se pusieron por unanimidad de parte del señor Ronzal, si bien reconocían que se enfadaba demasiado. Le explicaron el caso, pues aún no había dejado que le enterasen. No se trataba de Ronzal. Se había dicho allí con más o menos prudencia, que el señor Magistral iba a ser en adelante el confesor de la señora doña Ana de Ozores de Quintanar, porque esta ilustre y virtuosísima dama, huyendo de las asechanzas de un galán, que no era el señor Ronzal...

-Es Mesía -interrumpió Joaquín.

-Pues miente quien tal diga -gritó Trabuco muy disgustado con la noticia-. Y ese señor don Juan Tenorio puede llamar a otra puerta, que la Regenta es una fortaleza inexpugnable. Y en cuanto al que trae tales cuentos a un establecimiento público...

-El Casino no es un establecimiento público -interrumpió Foja.

-Y se hablaba entre amigos, en confianza -añadió Orgaz, padre.

  —196→  

-Y eso del don Juan Tenorio vaya usted a decírselo a Mesía -gritó Orgaz hijo desde la puerta, dispuesto a echar a correr si la pulla ponía fuera de sí al bárbaro de Pernueces.

No hubo tal cosa. Se puso como un tomate Trabuco, pero no se movió, y dijo:

-¡Ni Mesía ni San Mesía me asustan a mí! y yo lo que digo, lo digo cara a cara y a la faz del mundo, surbicesorbi (a la ciudad y al mundo en el latín ronzalesco.) No parece sino que don Alvarito se come los niños crudos, y que todas las mujeres se le... -y dijo una atrocidad que escandalizó a los señores del rincón obscuro.

-¡Silencio! -se atrevió a decir bajando la voz Joaquinito, sin dejar la puerta.

-¿Cómo silencio? A mí nadie... ¡caballerito!

Se oyó una carcajada sonora, retumbante, que heló la sangre del fogoso Ronzal. No cabía duda, era la carcajada de Mesía. Estaba hablando con los señores del dominó en la sala contigua. Le acompañaban Paco Vegallana y don Frutos Redondo. Llegaron a donde estaba Ronzal. Este había vuelto a sentarse y se quejaba de que se le había enfriado el café, que tomaba a pequeños sorbos. Había hecho una seña a los del corro. Quería decir que callaba por pura discreción.

Don Álvaro Mesía era más alto que Ronzal y mucho más esbelto. Se vestía en París y solía ir él mismo a tomarse las medidas. Ronzal encargaba la ropa a Madrid; por cada traje le pedían el valor de tres y nunca le sentaban bien las levitas. Siempre iba a la penúltima moda. Mesía iba muchas veces a Madrid y al extranjero. Aunque era de Vetusta, no tenía el acento del país. Ronzal parecía gallego cuando quería pronunciar en   —197→   perfecto castellano. Mesía hablaba en francés, en italiano y un poco en inglés. El diputado por Pernueces tenía soberana envidia al Presidente del Casino.

Ningún vetustense le parecía superior al hijo de su madre ni por el valor, ni por la elegancia ni por la fortuna con las damas, ni por el prestigio político, si se exceptuaba a don Álvaro. Trabuco tenía que confesarse inferior a este que era su bello ideal. Ante su fantasía el Presidente del Casino era todo un hombre de novela y hasta de poema. Creíale más valiente que el Cid, más diestro en las armas que el Zuavo, su figura le parecía un figurín intachable, aquella ropa el eterno modelo de la ropa; y en cuanto a la fama que don Álvaro gozaba de audaz e irresistible conquistador, reputábala auténtica y el más envidiable patrimonio que pudiera codiciar un hombre amigo de divertirse en este pícaro mundo. Aunque pasaba la vida propalando los rumores maliciosos que corrían acerca del origen de la regular fortuna que se atribuía al Presidente, él, Ronzal, no creía que ni un solo céntimo hubiese adquirido de mala fe.

Ronzal era reaccionario dentro de la dinastía y Mesía, dinástico también, figuraba como jefe del partido liberal de Vetusta que acataba las Instituciones. En todas partes le veía enfrente, pero vencedor. Mandaban los de Ronzal, este era diputado de la comisión permanente, y sin embargo, entraba don Álvaro en la Diputación, y él quedaba en la sombra; no era Mesía de la casa, tenía allí una exigua minoría, y desde el portero al Presidente todos se le quitaban el sombrero, y don Álvaro para aquí, y don Álvaro para allá; y no había alcalde de don Álvaro que no viese aprobadas sus cuentas, ni quinto de Mesía que no estuviera enfermo   —198→   de muerte, ni en fin, expediente que él moviese que no volara.

¡Y sobre todo las mujeres!

Muchas veces en el teatro, cuando todo el público fijaba la atención en el escenario, un espectador, Ronzal, desde la platea del proscenio clavaba la mirada en el elegante Mesía, aquel gallo rubio, pálido, de ojos pardos, fríos casi siempre, pero candentes para dar hechizos a una mujer. Aquella pechera, aquel plastón (como decía Ronzal) inimitable, de un brillo que no sabían sacar en Vetusta, que no venía en las camisas de Madrid, atraía los ojos del diputado provincial como la luz a las mariposas. Atribuía supersticiosamente al plastón gran parte en las victorias de amor de su enemigo.

Él, Ronzal, también lucía mucho la pechera, pero insensiblemente tendía al chaleco cerrado y a la corbata acartonada. Volvía a ver la pechera del otro, y volvía él a los chalecos abiertos. Miraba a Mesía Ronzal, y si aplaudía su modelo aborrecido aplaudía él, pero pausadamente y sin ruido, como el otro. Ponía los codos en el antepecho del palco y cruzaba las manos, y se volvía para hablar con sus amigos aquel don Álvaro de una manera singular que Trabuco no supo imitar en su vida. Si Mesía paseaba los gemelos por los palcos y las butacas, seguía Ronzal el movimiento de aquellos que se le antojaban dos cañones cargados de mortífera metralla: ¡infeliz de la mujer a quien apuntara aquel asesino de corazones! Señora o señorita ya la tenía Ronzal por muerta de amor o deshonrada cuando menos.

Mejor que todos conocía las víctimas que el don Juan de Vetusta iba haciendo, le espiaba, seguía, como sus miradas, sus pasos, interpretaba sus sonrisas, y más de una vez (antes morir que confesarlo), más de una vez   —199→   esperó el tiempo que solía tardar el otro en cansarse de una dama para procurar cogerla en las torpes y groseras redes de la seducción ronzalesca.

En tales ocasiones solía encontrarse con que aquellos platos de segunda mesa se los comía Paco Vegallana, el Marquesito.

Todo esto sabía Trabuco, pero no lo decía a nadie.

Negaba las conquistas de Mesía.

-Ya está viejo -solía decir-; no digo que allá en sus verdores, cuando las costumbres estaban perdidas, gracias a la gloriosa... no digo que entonces no haya tenido alguna aventurilla... Pero hoy por hoy, en el actual momento histórico -el de Pernueces se crecía hablando de esto- la moralidad de nuestras familias es el mejor escudo.

Estas conversaciones se repetían todos los días; el objeto de la murmuración variaba poco, los comentarios menos y las frases de efecto nada. Casi podía anunciarse lo que cada cual iba a decir y cuándo lo diría.

Don Álvaro notó que su presencia había hecho cesar alguna conversación. Estaba acostumbrado a ello. Sabía el odio que le consagraba el de Pernueces y la admiración de que este odio iba acompañada. Le divertía y le convenía la inquina de Ronzal, gran propagandista de la leyenda de que era Mesía el héroe; y aquella leyenda era muy útil, para muchas cosas. También había conocido la imitación grotesca del Estudiante -él le llamaba así todavía- y se complacía en observarle como si se mirase en un espejo de la Rigolade. No le quería mal. Le hubiera hecho un favor, siendo cosa fácil. Algunos le había hecho tal vez, sin que el otro lo supiera.

Aunque sin aludir ya a la Regenta, se volvió a hablar de mujeres casadas.

  —200→  

Ronzal, como otros días, defendía en tesis general la moralidad presente, debida a la restauración.

-Vamos, que usted, Ronzalillo, en estos tiempos de moralidad... -dijo el alcalde, con su malicia de siempre.

Sonrió un momento Trabuco, pero recobrando la serenidad exclamó:

-Ni yo ni nadie; créanme ustedes. En Vetusta la vida no tiene incentivos para el vicio. No digo que todo sea virtud, pero faltan las ocasiones. Y la sana influencia del clero, sobre todo del clero catedral, hace mucho. Tenemos un Obispo que es un santo, un Magistral...

-Hombre, el Magistral... no me venga usted a mí con cuentos... Si yo hablara... Además, todos ustedes saben...

El que empleaba estas reticencias era Foja.

-El señor Magistral -dijo Mesía, hablando por primera vez al corro- no es un místico que digamos, pero no creo que sea solicitante.

-¿Qué significa eso? -preguntó Joaquinito Orgaz.

Se lo explicó Foja.

Se discutió si el Magistral lo era. Dijeron que no Ronzal, Orgaz padre, el Marquesito, Mesía y otros cuatro; que sí Foja, Joaquinito y otros dos.

Ganada la votación, para contentar a la minoría, el presidente del Casino declaró imparcialmente que «el verdadero pecado del Provisor era la simonía».

El Marquesito, licenciado en derecho civil y canónico se hizo explicar la palabreja.

Según don Álvaro, la ambición y la avaricia eran los pecados capitales del Magistral, la avaricia sobre todo; por lo demás era un sabio; acaso el único sabio de Vetusta; un orador incomparablemente mejor que el Obispo.

  —201→  

-No es un santo -añadía- pero no se puede creer nada de lo que se dice de doña Obdulia y él, ni lo de él y Visitación; y en cuanto a sus relaciones con los Páez, yo que soy amigo de corazón de don Manuel, y conozco a su hija desde que era así -media vara- protesto contra todas esas calumniosas especies.

(Ronzal apuntó la palabra: él creía que se decía especias.)

-¿Qué especies? -preguntó el Marquesito, que para eso estaba allí.

-¿No lo sabes? Pues dicen que Olvidito está supeditada a la voluntad de don Fermín; que no se casa ni se casará porque él quiere hacerla monja, y que don Manuel autoriza esto, y...

-Y yo juro que es verdad, señor don Álvaro -gritó Foja.

-¿Pero cree usted, también que el Magistral haga el amor a la niña?

-Eso es lo que yo no sé.

-Ni lo otro -dijo Ronzal.

Mesía le miró aprobando sus palabras con una inclinación de cabeza y una afable sonrisa.

-Señores -añadió Trabuco, animándose- esto es escandaloso. Aquí todo se convierte en política. El señor Magistral es una persona muy digna por todos conceptos.

-Díjolo Blas.

-¡Lo digo yo!

-Como si lo dijera el gato.

Hubo una pausa. El ex-alcalde no era un Joaquinito Orgaz.

Aquello de gato pedía sangre, Ronzal estaba seguro, pero no sabía cómo contestar al liberalote.

  —202→  

Por último dijo:

-Es usted un grosero.

Foja, que sabía insultar, pero también perdonaba los insultos, no se tuvo por ofendido.

-Yo lo que digo lo pruebo -replicó-; el Magistral es el azote de la provincia: tiene embobado al Obispo, metido en un puño al clero; se ha hecho millonario en cinco o seis años que lleva de Provisor; la curia de Palacio no es una curia eclesiástica sino una sucursal de los Montes de Toledo. Y del confesonario nada quiero decir; y de la Junta de las Paulinas tampoco; y de las niñas del Catecismo... chitón, porque más vale no hablar; y de la Corte de María... pasemos a otro asunto. En fin, que no hay por dónde cogerlo. Esta es la verdad, la pura verdad: y el día que haya en España un gobierno medio liberal siquiera, ese hombre saldrá de aquí con la sotana entre piernas. He dicho.

El ex-alcalde entendía así la libertad; o se perseguía o no se perseguía al clero. Esta persecución y la libertad de comercio era lo esencial. La libertad de comercio para él se reducía a la libertad del interés. Todavía era más usurero que clerófobo.

Aunque maldiciente, no solía atreverse a insultar a los curas de tan desfachatada manera, y aquel discurso produjo asombro.

¿Cómo aquel socarrón, marrullero, siempre alerta, se había dejado llevar de aquel arrebato? No había tal cosa. Estaba muy sereno. Bien sabía su papel. Su propósito era agradar a don Álvaro, por causas que él conocía; y aunque el presidente del Casino fingiera defender al canónigo, a Foja le constaba que no le quería bien ni mucho menos.

-Señor Foja -respondió Mesía, seguro de que todos   —203→   esperaban que él hablase- hay cuando menos notable exageración en todo lo que usted ha dicho.

-Vox populi...

-El pueblo es un majadero -gritó Ronzal-. El pueblo crucificó a Nuestro Señor Jesucristo, el pueblo dio la cicuta a Hipócrates.

-A Sócrates -corrigió Orgaz, hijo, vengándose bajo el seguro de la presencia de don Álvaro.

-El pueblo -continuó el otro sin hacer caso- mató a Luis diez y seis...

-¡Adiós! ya se desató -interrumpió Foja.

Y cogiendo el sombrero añadió:

-Abur, señores; donde hablan los sabios sobramos los ignorantes.

Y se aproximó a la puerta.

-Hombre, a propósito de sabios -dijo don Frutos Redondo, el americano, que hasta entonces no había hablado-. Tengo pendiente una apuesta con usted, señor Ronzal... ya recordará usted... aquella palabreja.

-¿Cuál?

-Avena. Usted decía que se escribe con h...

-Y me mantengo en lo dicho, y lo hago cuestión personal.

-No, no; a mí no me venga usted con circunloquios; usted había apostado unos callos...

-Van apostados.

-Pues bueno ¡ajajá! Que traigan el Calepino, ese que hay en la biblioteca.

-¡Que lo traigan!

Un mozo trajo el diccionario. Estas consultas eran frecuentes.

-Búsquelo usted primero con h -dijo Ronzal con voz de trueno a Joaquinito, que había tomado a su   —204→   cargo, con deleite, la tarea de aplastar al de Pernueces.

Don Frutos se bañaba en agua de rosa. Un millón, de los muchos que tenía, hubiera dado él por una victoria así. Ahora verían quién era más bruto. Guiñaba los ojos a todos, reía satisfecho, frotaba las manos.

-¡Qué callada! ¡qué callada!

Orgaz, solemnemente, buscó avena con h. No pareció.

-Será que la busca usted con b; búsquela usted con v de corazón.

-Nada, señor Ronzal, no parece.

-Ahora búsquela usted sin h -exclamó don Frutos, ya muy serio, queriendo tomar un continente digno en el momento de la victoria.

Ronzal estaba como un tomate. Miró a Mesía, que fingió estar distraído.

Por fin Trabuco, dispuesto a jugar el todo por el todo, se puso en pie en medio de la sala y cogió bruscamente el diccionario de manos de Orgaz, que creyó que iba a arrojárselo a la cabeza. No; lo lanzó sobre un diván y gritando dijo:

-Señores, sostenga lo que quiera ese libraco, yo aseguro, bajo palabra de honor, que el diccionario que tengo en casa pone avena con h.

Don Frutos iba a protestar, pero Ronzal añadió sin darle tiempo:

-El que lo niegue me arroja un mentís, duda de mi honor, me tira a la cara un guante, y en tal caso... me tiene a su disposición; ya se sabe cómo se arreglan estas cosas.

Don Frutos abrió la boca.

Foja, desde la puerta, se atrevió a decir:

-Señor Ronzal, no creo que el señor Redondo, ni   —205→   nadie, se atreva a dudar de su palabra de usted. Si usted tiene un diccionario en que lleva h la avena, con su pan se lo coma; y aun calculo yo qué diccionario será ese... Debe de ser el diccionario de Autoridades...

-Sí señor; es el diccionario del Gobierno...

-Pues ese es el que manda; y usted tiene razón y don Frutos confunde la avena con la Habana, donde hizo su fortuna...

Don Frutos se dio por satisfecho. Había comprendido el chiste de la avena que se había de comer el otro y fingió creerse vencido.

-Señores -dijo- corriente, no se hable más de esto; yo pago la callada.

Casi siempre pasaba él allí por el más ignorante, y el ver a Ronzal objeto de burla general, le puso muy contento.

Se quedó en que aquella noche cenarían todos los del corro a costa de don Frutos. ¡Raro desprendimiento en aquel corazón amante de la economía! Ronzal creyó que una vez más se había impuesto a fuerza de energía; ¡y ahora delante de don Álvaro! Aceptó la cena y el papel de vencedor; por más que estaba seguro de que en su casa no había diccionario. Pero ya que Foja lo decía...

Había cesado la lluvia. Se disolvió la reunión, despidiéndose hasta la noche. Aquellos eran, fuera de Orgaz padre, los ordinarios trasnochadores.

La cena sería a última hora. Mesía ofreció asistir a pesar de sus muchas ocupaciones.

¡Cuánto envidió esta frase Ronzal! Comprendió que todos habían interpretado lo mismo que él aquellas «ocupaciones». Eran ¡ay! cita de amor. «¡Tal vez con la Regenta!» pensó el de Pernueces; y se prometió espiarlos.

  —206→  

Don Álvaro Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz salieron juntos. El Marquesito comprendió que a don Álvaro le estorbaba Orgaz.

-Oye, Joaquín, ahora que me acuerdo ¿no sabes lo que pasa?

-Tú dirás.

-Que tienes un rival temible.

-¿En qué... plaza?

-Tienes razón, olvidaba tus muchas empresas... Se trata de Obdulia.

-Hola, hola -dijo Mesía, sonriendo de pura lástima-; ¿con que tiene usted en asedio a la viudita?

-Sí -dijo Paco- es... el Gran Cerco de Viena.

Joaquín, a pesar de lo flamenco, se turbó, entre avergonzado y hueco. Sabía positivamente que don Álvaro había sido amante de Obdulia, porque ella se lo había confesado. «¡El único!» según la dama. Pero Orgaz sospechaba que había heredado aquellos amores Paco. Obdulia juraba que no.

-Pues tu rival es don Saturnino Bermúdez, el descendiente de cien reyes, ya sabes, mi primo, según él... Ayer creo que hubo un escándalo en la catedral, que el Palomo tuvo que echarlos poco menos que a escobazos: ¿qué creías tú, que Obdulia sólo tenía citas en las carboneras? Pues también en los palacios y en los templos...

Pauperum tabernas, regumque turres.

Joaquinito, fingiendo mal buen humor, preguntó:

-Pero tú ¿cómo sabes todo eso?

-Es muy sencillo. La señora de Infanzón... ya sabe este quién es.

-Sí -dijo Mesía- la de Palomares...

-Esa, fue a la catedral con Obdulia, las acompañó   —207→   el arqueólogo, y en la capilla de las reliquias, en los sótanos, en la bóveda, en todas partes creo que se daban unos... apretones... La Infanzón se lo contó a mamá que se moría de risa; la lugareña estaba furiosa... Hoy mi madre, para divertirse -ya sabes lo que a la pobre le gustan estas cosas- quería ver a Obdulia y a don Saturno juntos, en casa, a ver qué cara ponían, aludiendo mamá a lo de ayer. La llamó, pero Obdulia se disculpó diciendo que esta tarde tenía que pasarla en casa de Visitación para hacer las empanadas de la merienda... ya sabes, la de la tertulia de la otra...

-Sí, ya sé.

-Con que allí las tienes, con los brazos al aire... y... ya sabes... en fin, que está el horno para pasteles.

-En honor de la verdad -observó Mesía- la viuda está apetitosa en tales circunstancias. Yo la he visto en casa de este, con su gran mandil blanco, su falda bajera ceñida al cuerpo, la pantorrilla un poco al aire y los brazos un todo al fresco... colorada, excitadota...

El flamenco tragó saliva.

-Es la mujer X -dijo sin poder contenerse-. ¿Y él? -añadió.

-¿Quién?

-El sabihondo ese...

-¡Ah! ¿don Saturnino? Pues tampoco fue a casa. Contestó muy fino en una esquela perfumada, como todas las suyas, que parecen de cocotte de sacristía...

-¿Qué contestó?

-Que estaba en cama y que hiciera mamá el favor de mandarle la receta de aquella purga tan eficaz que ella conoce. El pobre Bermúdez sería feliz, dado que te desbanque, si no fueran esas irregularidades de las vías digestivas.

  —208→  

Joaquín siguió algunos minutos hablando de aquellas bromas y se despidió.

-¡Pobre diablo! -dijo Mesía.

-Es pesado como un plomo.

Callaron. Vegallana miraba de soslayo a su amigo de vez en cuando. Don Álvaro iba pensativo. Aquel silencio era de esos que preceden a confidencias interesantes de dos amigos íntimos.

Aquella amistad era como la de un padre joven y un hijo que le trata como a un camarada respetable y de más seso. Pero además Paco veía en su Mesía un héroe. Ni el ser heredero del título más envidiable de Vetusta, ni su buena figura, ni su partido con las mujeres, envanecían a Paco tanto como su intimidad con don Álvaro. Cuarenta años y alguno más contaba el presidente del Casino, de veinticinco a veintiséis el futuro Marqués y a pesar de esta diferencia en la edad congeniaban, tenían los mismos gustos, las mismas ideas, porque Vegallana procuraba imitar en ideas y gustos a su ídolo. No le imitaba en el vestir, ni en las maneras, porque discretamente, al notar algunos conatos de ello, don Álvaro le había hecho comprender que tales imitaciones eran ridículas y cursis. Burlándose de Trabuco había apartado a Paco, que tenía instintos de verdadero elegante, de tales propósitos. Y así era el Marquesito original, vestía a la moda, según la entendía su sastre de Madrid, que le tomaba en serio, que le cuidaba, como a parroquiano inteligente y de mérito. No exageraba ni por ajustar demasiado la ropa ni por dejarla muy holgada, ni se excedía en los picos de los cuellos, ni en las alas de los sombreros.

Procuraba tener estilo indumentario para no parecerse a cualquier figurín. No creía en los sastres de Vetusta   —209→   y ni unas trabillas compraba en su tierra. Nadie era sastre en su patria. En verano prefería los sombreros blancos, los chalecos claros y las corbatas alegres. La esencia del vestir bien estaba en la pulcritud y la corrección, y el peligro en la exageración adocenada. Era blanco, sonrosado, pero sin rastro de afeminamiento, porque tenía hermosa piel, buena sangre, mucha salud; las mujeres le alababan sobre todo la boca, dientes inclusive, la mano y el pie. Hasta en aquellos lugares donde el hombre suele perder todo encanto, porque es el deber, lograba conquistas verdaderas y de ello se pagaba no poco el Marquesito, que trataba con desdén a las queridas ganadas en buena lid, y con grandes miramientos y hasta cariño a las que le costaban su dinero. Su literatura se había reducido a la Historia de la prostitución por Dufour, a La Dama de las Camelias y sus derivados, con más algunos panegíricos novelescos de la mujer caída. Creía en el buen corazón de las que llamaba Bermúdez meretrices y en la corrupción absoluta de las clases superiores. Estaba seguro de que si no venía otra irrupción de Bárbaros, el mundo se pudriría de un día a otro. Lo lamentaba, pero lo encontraba muy divertido.

Además, pensaba que el buen casado necesita haber corrido muchas aventuras. Él estaba destinado a cierta heredera tan escuálida como virtuosa, y había puesto por condición, para comprometer su mano, que le dejaran muchos años de libertad en la que se prepararía a ser un buen marido.

La duda que le atormentaba y consultaba con Mesía era esta:

-¿Debo casarme pronto para que mi mujer no llegue a mis brazos hecha una vieja? ¿Debo preferir   —210→   tomarla vieja y ser libre más tiempo para disfrutar de otras lozanías?

No pensaba él, por supuesto, abstenerse del amor adúltero en casándose: pero ¿y la comodidad? ¿y el andar a salto de mata, ocultándose como un criminal?

Prefería seguir preparándose para ser un buen esposo.

Después de Mesía, pocos seductores había tan afortunados como el Marquesito. La vanidad solía ayudarle en sus conquistas; no pocas mujeres se rendían al futuro marqués de Vegallana; pero otras veces, y esto era lo que él prefería, vencían sus ojos azules, suaves y amorosos, su manera de entender los placeres.

-Para gozar -decía- las de treinta a cuarenta. Son las que saben más y mejor, y quieren a uno por sus prendas personales.

Como una dama rica y elegante deja vestidos casi nuevos a sus doncellas, Mesía más de una vez dejaba en brazos de Paco amores apenas usados. Y Paco, por ser quien era el otro, los tomaba de buen grado. Tanto le admiraba.

Paco era de mediana estatura y cogido del brazo de su amigo parecía bajo, porque Mesía era más alto que el buen mozo de Pernueces.

-¿A dónde vamos? -preguntó Vegallana, queriendo provocar así la confidencia que esperaba.

Don Álvaro se encogió de hombros.

-Puede ser que esté ella en mi casa.

-¿Quién?

-Anita. ¡Bah!

Don Álvaro sonrió, mirando con cariño paternal a Paco.

Le cogió por los hombros y le atrajo hacia sí, mientras decía:

  —211→  

-Muchacho, ¡tú eres l'enfant terrible! ¡Qué ingenuidad! Pero ¿quién te ha dicho a ti?...

-Estos.

Y puso Paco dos dedos sobre los ojos.

-¿Qué has visto? No puede ser. Yo estoy seguro de no haber sido indiscreto.

-¿Y ella?

-Ella... no estoy seguro de que sepa que me gusta.

-¡Bah! Estoy seguro yo... Y más; estoy seguro de que le gustas tú.

Una mano de Mesía tembló ligeramente sobre el hombro de Vegallana.

El Marquesito lo sintió, y vio en el rostro de su amigo grandes esfuerzos por ocultar alegría. Los ojos fríos del dandy se animaron. Chupó el cigarro y arrojó el humo para ocultar con él la expresión de sus emociones.

Anduvieron algunos pasos en silencio.

-¿Qué has visto tú... en ella?

-¡Hola, hola! Parece que pica.

-¡Ya lo creo! ¿Y dónde creerás que pica?

Vegallana se volvió para mirar a Mesía.

Este señaló el corazón con ademán joco-serio.

-¡Puf! -hizo con los labios Paco.

-¿Lo dudas?

-Lo niego.

-No seas tonto. ¿Tú no crees en la posibilidad de enamorarse?

-Yo me enamoro muy fácilmente...

-No es eso.

-¿Y te pones colorado?

-Sí; me da vergüenza, ¿qué quieres? Esto debe de ser la vejez.

  —212→  

-Pero, vamos a ver, ¿qué sientes?

Mesía explicó a Paco lo que sentía. Le engañó como engañaba a ciertas mujeres que tenían educación y sentimientos semejantes a los del Marquesito. La fantasía de Paco, sus costumbres, la especial perversión de su sentido moral le hacían afeminado en el alma en el sentido de parecerse a tantas y tantas señoras y señoritas, sin malos humores, ociosas, de buen diente, criadas en el ocio y el regalo, en medio del vicio fácil y corriente.

Era muy capaz de un sentimentalismo vago que, como esas mujeres, tomaba por exquisita sensibilidad, casi casi por virtud. Pero esta virtud para damas se rige por leyes de una moral privilegiada, mucho menos severa que la desabrida moral del vulgo. Paco, sin pensar mucho en ello, y sin pensar claramente, esperaba todavía un amor puro, un amor grande, como el de los libros y las comedias; comprendía que era ridículo buscarlo y se declaraba escéptico en esta materia; pero allá adentro, en regiones de su espíritu en que él entraba rara vez, veía vagamente algo mejor que el ordinario galanteo, algo más serio que los apetitos carnales satisfechos y la vanidad contenta. Necesitaba para que todo eso saliera a la superficie, para darse cuenta de ello, que fantasía más poderosa que la suya provocase la actividad de su cerebro; la elocuencia de Mesía, insinuante, corrosiva, era el incentivo más a propósito. En un cuarto de hora, empleado en recorrer calles y plazuelas, don Álvaro hizo sentir al otro aquellos algos indefinidos del amor dosimétrico, que era la más alta idealidad a que llegaba el espíritu del Marquesito.

«Sí, todo aquello era puro. Se trataba de una mujer casada, es verdad; pero el amor ideal, el amor de las   —213→   almas elegantes y escogidas no se para en barras. En París, y hasta en Madrid, se ama a las señoras casadas sin inconveniente. En esto no hay diferencia entre el amor puro y el ordinario».

Importaba mucho al jefe del partido liberal dinástico de Vetusta que Paquito le creyera enamorado de aquella manera sutil y alambicada. Si se convencía de la pureza y fuerza de esta pasión, le ayudaría no poco. La amistad entre los Vegallana y la Regenta era íntima. Paco jamás había dicho una palabra de amor a su amiga Anita, y esta le estimaba mucho; lo poco expansiva que era ella con Paco lo había sido mejor que con otros; en la casa del Marqués, además, se la podía ver a menudo; en otras casas pocas veces. Si Mesía quería conseguir algo, no era posible prescindir de Paquito. Supongamos que Ana consentía en hablar con don Álvaro a solas, ¿dónde podía ser? ¿En casa del Regente? Imposible, pensaba el seductor; esto ya sería una traición formal, de las que asustan más a las mujeres; semejantes enredos no podía admitirlos la Regenta: por lo menos al principio. La casa de Paco era un terreno neutral; el lugar más a propósito para comenzar en regla un asedio y esperar los acontecimientos. Don Álvaro lo sabía por larga experiencia. En casa de Vegallana había ganado sus más heroicas victorias de amor. Su orgullo le aconsejaba que no hiciera en favor de Ana Ozores una excepción que a todo Vetusta le parecería indispensable.

Por lo mismo, quería él vencer allí para que vieran.

Había de ser en el salón amarillo, en el célebre salón amarillo. ¿Qué sabía Vetusta de estas cosas? Tan mujer era la Regenta como las demás; ¿por qué se empeñaban todos en imaginarla invulnerable? ¿Qué blindaje   —214→   llevaba en el corazón? ¿Con qué unto singular, milagroso, hacía incombustible la carne flaca aquella hembra? Mesía no creía en la virtud absoluta de la mujer; en esto pensaba que consistía la superioridad que todos le reconocían. Un hombre hermoso, como él lo era sin duda, con tales ideas tenía que ser irresistible.

«Creo en mí y no creo en ellas». Esta era su divisa.

Para lo que servía aquel supersticioso respeto que inspiraba a Vetusta la virtud de la Regenta era, bien lo conocía él, para aguijonearle el deseo, para hacerle empeñarse más y más, para que fuese poco menos que verdad aquello del enamoramiento que le estaba contando a su amiguito.

«Él era, ante todo, un hombre político; un hombre político que aprovechaba el amor y otras pasiones para el medro personal». Este era su dogma hacía más de seis años. Antes conquistaba por conquistar. Ahora con su cuenta y razón; por algo y para algo. Precisamente tenía entre manos un vastísimo plan en que entraba por mucho la señora de un personaje político que había conocido en los baños de Palomares. Era otra virtud. Una virtud a prueba de bomba; del gran mundo. Pues bien, había empezado a minar aquella fortaleza. ¡Era todo un plan! Esperaba en el buen éxito, pero no se apresuraba. No se apresuraba nunca en las cosas difíciles. Él, el conquistador a lo Alejandro, el que había rendido la castidad de una robusta aldeana en dos horas de pugilato, el que había deshecho una boda en una noche, para sustituir al novio, el Tenorio repentista, en los casos graves procedía con la paciencia de un estudiante tímido que ama platónicamente. Había mujeres que sólo así sucumbían; a no ser que abundasen   —215→   las ocasiones de los ataques bruscos con seguridad del secreto; entonces se acortaban mucho los plazos del rendimiento. La señora del personaje de Madrid era de las que exigían años. Pero el triunfo en este caso aseguraba grandes adelantos en la carrera, y esto era lo principal en Mesía, el hombre político. Ahora se empezaba a hablar en Vetusta de si él ponía o no ponía los ojos en la Regenta. ¡Vergüenza le daba confesárselo a sí propio! ¡Dos años hacía que ella debía creerle enamorado de sus prendas! Sí, dos años llevaba de prudente sigiloso culto externo, casi siempre mudo, sin más elocuencia que la de los ojos, ciertas idas y venidas y determinadas actitudes ora de tristeza, ora de impaciencia, tal vez de desesperación. Y ¡mayor vergüenza todavía! otros dos años había empleado en merecer el poeta Trifón Cármenes, enamorado líricamente de la Regenta. Bien lo había conocido don Álvaro, y aunque el rival no le parecía temible, era muy ridículo coincidir con tamaño personaje en la fecha de las operaciones y en el sistema de ataque. Pero al principio no había más remedio, había que proceder así. Claro es que el poeta se había quedado muy atrás; no había pasado de esta situación, poco lisonjera: la Regenta no sabía que aquel chico estaba enamorado de ella. Le veía a veces mirarla con fijeza y pensaba:

«¡Qué distraído es ese poetilla de El Lábaro! deben de tenerle muy preocupado los consonantes». Y en seguida se olvidaba de que había Cármenes en el mundo. Entonces ya no le quedaba al poeta más testigo de su dolor que Mesía, la única persona del mundo que entendía el sentido oculto y hondo de los versos eróticos de Cármenes. Aquellas elegías parecían charadas, y sólo podía descifrarlas don Álvaro dueño de la clave.   —216→   Esta parte ridícula, según él, de su empeño, ponía furioso unas veces al gentil Mesía y otras de muy buen humor. ¡Era chusco! ¡Él, rival de Trifón! Había que dar un asalto. Ya debía de estar aquello bastante preparado. Aquello era el corazón de la Regenta.

El presidente del Casino apreciaba el progreso de la cultura por la lentitud o rapidez en esta clase de asuntos. Vetusta era un pueblo primitivo. Dígalo si no lo que a él le pasaba con Anita Ozores. Verdad era que en aquellos dos años había rendido otras fortalezas. Pero ninguna aventura había sido de las ruidosas; nada podía saber la Regenta de cierto y el amor y la constancia del discreto adorador debían de ser para ella cosa poco menos que segura. La prudencia y el sigilo eran dotes positivas de don Álvaro en tales asuntos. Sus aventuras actuales pocos las conocían; las que sonaban y hasta refería él siempre eran antiguas. Con esto y la natural vanidad que lleva a la mujer a creerse querida de veras, la Regenta podía, si le importaba, creer que el Tenorio de Vetusta había dejado de serlo para convertirse en fino, constante y platónico amador de su gentileza. Esto era lo que él quería saber a punto fijo. ¿Creería en él? ¿le sacrificaría la tranquilidad de la conciencia y otras comodidades que ahora disfrutaba en su hogar honrado?

Algunas insinuaciones tal vez temerarias le habían hecho perder terreno, y con ellas había coincidido el cambio de confesores de la Regenta.

«Todo se puede echar a perder ahora», había pensado don Álvaro. «La devoción sería un rival más temible que Cármenes; el Magistral un cancerbero más respetable que don Víctor Quintanar, mi buen amigo».

No había más remedio que jugar el todo por el todo.   —217→   Había llegado la época de la recolección: ¿serían calabazas? No lo esperaba; los síntomas no eran malos; pero, aunque se lo ocultase a sí mismo, no las tenía todas consigo. Por eso le irritaba más la supersticiosa fe de Vetusta en la virtud de aquella señora; le irritaba más porque él, sin querer, participaba de aquella fe estúpida.

«Y con todo, yo tengo datos en contra, pensaba, ciertos indicios. Y además, no creía en la mujer fuerte. ¡Señor, si hasta la Biblia lo dice! ¿Mujer fuerte? ¿Quién la hallará?».

Si hubiese conocido Paco Vegallana estos pensamientos de su amigo, que probaban la falsedad de su amor, le hubiera negado su eficaz auxilio en la conquista de la Regenta. Sólo el amor fuerte, invencible, podía disculparlo todo. A lo menos así lo decía la moral de Paco. Queriendo tanto y tan bien como decía don Álvaro, nada de más haría la Regenta en corresponderle. Una mujer casada, peca menos que una soltera cometiendo una falta, porque, es claro, la casada... no se compromete.

-«¡Esta es la moral positiva! -decía el Marquesito muy serio cuando alguien le oponía cualquier argumento-. Sí, señor, esta es la moral moderna, la científica; y eso que se llama el Positivismo no predica otra cosa; lo inmoral es lo que hace daño positivo a alguien. ¿Qué daño se le hace a un marido que no lo sabe?».

Creía Paco que así hablaba la filosofía de última novedad, que él estimaba excelente para tales aplicaciones, aunque, como buen conservador, no la quería en las Universidades.

«¿Por qué? Porque el saber esas cosas no es para chicos».

  —218→  

Cuando llegaron al portal del palacio de Vegallana, su futuro dueño tenía lágrimas en los ojos. ¡Tanto le había ablandado el alma la elocuencia de Mesía! ¡Qué grande contemplaba ahora a su don Álvaro! Mucho más grande que nunca. «¿Con que el escéptico redomado, el hombre frío, el dandy desengañado, tenía otro hombre dentro? ¡Quién lo pensara! ¡Y qué bien casaban aquellos colores (aquellos matices delicados, quería decir Paco), aquel contraste de la aparente indiferencia, del elegante pesimismo con el oculto fervor erótico, un si es no es romántico!». Si en vez de la Historia de la prostitución Paquito hubiese leído ciertas novelas de moda, hubiera sabido que don Álvaro no hacía más que imitar -y de mala manera, porque él era ante todo un hombre político- a los héroes de aquellos libros elegantes. Sin embargo, algo encontraba Paco en sus lecturas parecido a Mesía; era este una Margarita Gauthier del sexo fuerte; un hombre capaz de redimirse por amor. Era necesario redimirle, ayudarle a toda costa.

«Y que perdonase don Víctor Quintanar, incapaz de ser escéptico, frío y prosaico por fuera, romántico y dulzón por dentro».

Cuando subían la escalera, Paco Vegallana, el muchacho de más partido entre las mozas del ídem, estaba resuelto:

1.º A favorecer en cuanto pudiese los amores, que él daba por seguros, de la Regenta y Mesía. Y

2.º A buscar para uso propio, un acomodo neo-romántico, una pasión verdad, compatible con su afición a las formas amplias y a las turgencias hiperbólicas, que él no llamaba así por supuesto.

-¿Quién está arriba? -preguntó a un criado, seguro   —219→   de que estaría la Regenta «porque se lo daba el corazón».

-Hay dos señoras.

-¿Quiénes son?

El criado meditó.

-Una creo que es doña Visita, aunque no las he visto; pero se la oye de lejos... la otra... no sé.

-Bueno, bueno -dijo Paco, volviéndose a Mesía-. Son ellas. Estos días Visita no se separa de Ana.

A Mesía le temblaron un poco las piernas, muy contra su deseo.

-Oye -dijo- llévame primero a tu cuarto. Quiero que allí me expliques, como si te fueras a morir, la verdad, nada más que la verdad de lo que hayas notado en ella, que puede serme favorable.

-Bien; subamos.

Paco se turbó. La verdad de lo que había notado... no era gran cosa. Pero ¡bah! con un poco de imaginación... y precisamente él estaba tan excitado en aquel momento...

Las habitaciones del Marquesito estaban en el segundo piso. Al llegar al vestíbulo del primero, oyeron grandes carcajadas... Era en la cocina. Era la carcajada eterna de Visita.

-¡Están en la cocina! -dijo Mesía asombrado y recordando otros tiempos.

-Oye -observó Paco- ¿no esperaba Visita a Obdulia en su casa para hacer empanadas y no sé qué mas?

-Sí, ella lo dijo.

-Entonces... ¿cómo está aquí Visitación?

-¿Y qué hacen en la cocina?

Una hermosa cabeza de mujer, cubierta con un gorro blanco de fantasía, apareció en una ventana al otro lado del patio que había en medio de la casa. Debajo   —220→   del gorro blanco flotaban graciosos y abundantes rizos negros, una boca fresca y alegre sonreía, unos ojos muy grandes y habladores hacían gestos, unos brazos robustos y bien torneados, blancos y macizos, rematados por manos de muñeca, mostraban, levantándolo por encima del gorro, un pollo pelado, que palpitaba con las ansias de la muerte; del pico caían gotas de sangre.

Obdulia, dirigiéndose a los atónitos caballeros, hizo ademán de retorcer el pescuezo a su víctima y gritó triunfante:

-¡Yo misma! ¡he sido yo misma! ¡Así a todos los hombres!...

«¡Era Obdulia! ¡Obdulia! Luego no estaba la otra».