Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La rueda de la desgracia

Novela original de Carolina Coronado






ArribaAbajoI

Locura de madre


Acababa de llegar a Madrid, de vuelta de una excursión a mis tierras de Andalucía, donde la pasión a la caza me había detenido cerca de tres meses sin pensar en otra cosa, y registraba mis tarjetas y esquelas atrasadas, cuando abrí una fúnebre que decía: «El excelentísimo señor conde de Ranzó…»

El papel cayó de mis manos: ¡Dios mío! ¡Ha muerto el más querido de mis amigos, aquel por quien renuncié a la mujer única que he amado en el mundo!…

Luego encontré un billete, también con orla negra, que me hizo estremecer porque conocí la letra; decía: «Querido Enrique: Tú eras el mejor amigo del pobre Virgilio, y te espera con ansiedad tu prima -Ángela».

Vestime de prisa, y corrí a su casa; pero con sorpresa hallé que nadie respondía, por más que hube llamado repetidas veces. Iba a retroceder para pedir explicaciones al portero, a quien no había hallado en su sitio; pero le vi bajar del piso segundo: no vestía su acostumbrada librea, ni llevaba luto, y presentaba el aspecto de un hombre que se va despertando o que se viene durmiendo.

-Es inútil llamar, dijo, señor conde, no hay nadie.

-Ya lo veo, y si le hubiese hallado a usted en la portería, hubiera excusado llamar.

-Sí, señor, pero uno no puede vivir ya solo de la portería, desde que el señor conde nos ha dejado plantados.

-¡Oh, qué insolente queja! ¿Le ha dejado a vd. plantado porque se ha muerto?

-No, señor, replicó el portero con acento severo e incisivo; no porque se ha muerto, sino porque se ha suicidado.

Estábamos en el descanso de la escalera, y estas palabras me dejaron tan trastornado, que si hubiese querido bajar en el primer instante, no hubiera sabido si tomar el tramo de arriba o el de abajo. Algo recobrado, y no queriendo provocar alguna relación indiscreta, pregunté al portero:

-¿Pero la familia no está en Madrid?

-No, señor; no habían vuelto de las provincias. ¡Allá ha sido todo!

Allá ha sido todo; ¡qué catástrofe encerraba ese todo!

-Pero, insistí todavía, algún criado habrá quedado al cuidado del cuarto.

-¡Ca! No, señor; si el cuarto está sellado por el juzgado.

-¡Ah!… ¿Y la madre del conde?

-¿La señora marquesa? ¡Pobre señora! Se ha vuelto loca de pena, y quien lo tiene que sentir son tantos pobres que se quedan sin su limosna.

-¿Estará en su casa?

-No, señor, la casa se ha vendido y la señora se ha mudado a un cuarto en el barrio de Argüelles.

-¿Qué señas?

-No sé, pero me parece que son, calle de… Pepa, ¿qué señas son las de la señora marquesa de Alar? Gritó el portero viendo bajar a su mujer.

-Buenos días, señor conde: las señas son calle de… es nombre de uno que fue ministro cuando Cristina… calle de… ¡El ministro de las campanas!

-¿Calle de Mendizábal?

-Eso.

-¿Qué número?

-10, cuarto bajo.

-Muchas gracias: adiós.

Y bajando de un salto, salí a la calle. ¿Qué ha sucedido? Me preguntaba a mí mismo. Un hombre tan feliz, que poseía una mujer como Ángela, que le había dado el más dulce regalo de los cielos, una hija: rico, brillante, adorado de todos: ¿qué ha sucedido?

Llegamos al barrio de Argüelles, que me parece siempre la antesala del cementerio, y nos detuvimos delante de una casa sumamente modesta. Entré en un cuarto bajo, donde el silencio era absoluto, y me recibió la antigua doncella de la marquesa, en cuyo semblante se veían las huellas de un gran sufrimiento; rogome que esperase unos instantes, y luego salió el médico de la casa, a quien abracé con efusión.

-Vd. podrá explicarme, le dije, este cúmulo de desgracias.

-¡Explicar! Replicó el doctor sentándome a su lado, y conservando mi mano entre las suyas. Todo aquí es inexplicable, ha sido un miasma mortífero que ha respirado esta familia, y yo estoy queriendo remediar los efectos sin haber podido examinar la causa. A mí me avisaron cuando el primer ataque de la marquesa, y hallé la casa en la mayor confusión. El conde Virgilio se había suicidado en Loyola; habían tenido la imprudencia de dar la noticia a su madre por telégrafo, y con la misma rapidez que el hilo eléctrico trasmitió la palabra, infundió la demencia en su órgano mental. Grandes reveses debió sufrir el conde Virgilio en el tiempo de su ausencia, cuando los repetidos giros obligaron al banquero a protestar las letras, y los acreedores vinieron sobre los bienes. Vendiose la casa para satisfacer algunos pagos, y trasladamos a la marquesa a este cuartito, que he escogido por fresco y silencioso. El menor ruido la hace creer que son los pasos de Virgilio que vuelve, y lo primero que preguntará a vd. es dónde está su hijo.

-¿Pero qué ha sido de Ángela?

-La condesa permanece en el sitio de la catástrofe: o no ha tenido fuerzas para venir, o carece de recursos para verificarlo.

-¡Es posible!

-Yo creo que esta familia ha quedado reducida poco menos que a la indigencia. Esta excelente mujer que cuida a la marquesa, nada me dice; pero yo sospecho que la marquesa no tiene más que lo que le produzcan las joyas que se vayan vendiendo…

-¿Puedo verla?

-Sin el menor inconveniente; está tranquila, añadió el doctor con pesadumbre: quisiera que sufriese, que llorase…

-Tal vez cuando me vea, recuerde…

-Vamos a ensayar: desearía una emoción; háblela vd. mucho de su hijo, recuérdela vd. su amistad de la infancia, algún rasgo notable de su carácter, algún hecho que la conmueva.

El doctor se levantó y entró en el gabinete inmediato; después me hizo señas de que pasase. Tenía la marquesa a su lado a su compatriota la baronesa de Karuski, que no la abandonaba en su desgracia, y a un sacerdote anciano. La marquesa viuda de Alar había sido una de las mujeres más hermosas de Alemania, de donde era oriunda, y conservaba aquel contorno y resplandor de la luna llena que atestigua la pureza de una vida inmaculada, no empañada siquiera por la sombra de la vejez. Había candor en su frente a los sesenta años, y ternura en su sonrisa; cosa que pocas veces se encuentra, y que cuando se halla se admira. Su cabello antes rubio, tenía un blanco limpio y natural, que endulzaba la expresión de su fisonomía noble y digna. Hubiera sido un buen gusto artístico, aunque inhumano, petrificar aquel busto, tal como se hallaba cuando volvió hacia mí sus ojos serenos. Pero de repente se estremeció, levantose, enderezándose como si hubiera recobrado su juventud, y me tendió los brazos exclamando con acento desgarrador:

-¡Ya no tengo a Virgilio, a tu amigo, ya lo perdí…! ¡Se suicidó…! Y retorciendo sus brazos con energía extraña, me estrechó convulsivamente contra su seno, me rechazó, volvió a estrecharme, prorrumpió en hondos gemidos, y cayó en los brazos del doctor repitiendo: ¡hijo mío…! ¡Hijo mío…!

Todos llorábamos. Las notas de aquel dolor, el más profundo que puede sufrir el corazón humano, resonaban vibrantes en las cuerdas de nuestro pecho, y respondíamos con ecos dolorosos. No estaba loca; su desgracia era mayor; el dolor había triunfado de la locura misma, y la razón era en aquellos momentos horribles el mayor de todos los dolores, y la mayor de todas las locuras. ¡Pobre madre! No había tenido más que un hijo, y al producir aquella obra maestra, creía orgullosa que no necesitaba más para merecer el galardón de las matronas.

Salí a la sala mientras el doctor administraba sus bebidas, y reparé en el retrato que no distinguí al entrar por venir de luz más fuerte. Era el retrato del amigo de mi niñez y de mi juventud. Virgilio, de pie al lado de la chimenea, presentaba el gallardo tipo que solo produce el cruzamiento de dos buenas razas. Era algo rubio para ser moreno, y algo moreno para ser rubio. La estatura era del Norte, pero las líneas eran del mediodía. La calma y la reflexión de su semblante eran de la raza alemana, pero la mirada y el ímpetu eran de la raza española. Allí estaba con sus treinta años no cumplidos, cuando todavía no nos había separado el abismo de Ángela, cuando era el delirio de las mujeres, el alma de la juventud madrileña, la novedad en Berlín. A su lado estaba el perro de caza, como en los retratos de D. Juan de Austria, a cuyo tipo se parecía, y cuyo valor había imitado batiéndose por elegancia en Crimea en el ejército inglés. Literato sin haber publicado libros, diplomático sin canje de cruces, capitalista sin haber hecho jamás una operación bursátil; era el noble antiguo por sus abolengos, el caballero moderno por su ilustración.

El doctor volvió a llamarme, y la marquesa me hizo señas para que me sentara a su lado. Su rostro estaba tan blanco como su cabello, y parecía que aquel pensamiento mío de la petrificación, iba realizándose… No faltaba ya más que la inmovilidad.

-Enrique… me dijo con voz casi imperceptible; pocos momentos me quedan de vida… ¡Bendito sea Dios, que me permite verte antes de morir, para poder llevar noticias tuyas a mi hijo…! He creído estos días que estaba aquí abajo, y por eso me he detenido esperándole; pero ya sé que está allá arriba y me voy con él…

Detúvose, y luego siguió:

-Hay una carta cerrada que Virgilio dejó para ti antes de marchar, y que me encargó te entregase cuando vinieras… En el mueble que está al lado de mi cama la hallarás… Toma; y me dio una llavecita.

Mientras la doncella de la marquesa me conducía a la alcoba y abría el mueble, oí suspiros de agonía y movimientos precipitados del doctor; cuando salí con la carta, la marquesa estaba casi exánime; cogí su mano, y todavía haciendo un esfuerzo, tomó el pliego cerrado que le mostraba, lo llevó a su boca, y en aquel beso que dio a la letra de su hijo, exhaló el último aliento.




ArribaAbajoII

El conde Virgilio


Cuando hube concluido con el deber filial que me imponía la muerte de la madre de Virgilio, abrí el pliego de este. Contenía un paquete de valores y una carta, en la cual la regularidad de la letra no daba a entender que se hubiese escrito con grande agitación. He aquí su contenido:

«Un sentimiento de delicadeza que yo no pude menos de aprobar, te llevó, Enrique mío, a viajar lejos de nosotros, cuya felicidad debía lastimar naturalmente tu fibra apasionada… Tú en el Polo, yo en el Ecuador, y entre los dos Ángela.

Cuando has vuelto de tu último viaje, todo había terminado para mí.

Atada mi familia a una rueda fatal, he trabajado día y noche para alejar la catástrofe, y mis fuerzas no han sido suficientes… ¡Ay, cuánto habré yo hecho, Enrique, antes de decidirme a abandonar el mundo en donde vive mi hija…!

Te dije en una de mis cartas que desde que nació mi hija no tenía más pensamiento que formarla una dote que la pusiera a cubierto de las desventuras que amenazan a nuestra clase. Fuimos echados con razón de nuestros castillos, y no podemos tampoco refugiarnos en las chozas. La casa solariega no ofrece seguridad. El terruño no da rentas. Aquellas magníficas dehesas, cuyos pastos apacentaban las hermosas vacadas que heredé de mis padres, no prestan ya pasto sino a las llamas. ¡Las llamas, Enrique, encendidas por la mano de aquellos antiguos criados sumisos y leales que cuidaban antes de nuestra hacienda con más interés que nuestros mismos abuelos! Porque todos, todos han rendido a los tiempos su tributo de rebeldía y de traición… Solo ha habido unos seres que hayan permanecido fieles, los perros.

El incendio, el saqueo amenazando nuestros hogares, y mi pobre hija teniendo la desgracia de llevar dos títulos. ¡Qué horizonte tan sombrío!

Por eso lo vendí todo aprovechando el mayor valor de las fincas, y fui depositando su producto en manos de mi banquero, con objeto de colocar estos fondos en Alemania, donde mi hija tiene parientes de mi madre, y donde creí hallar mayores seguridades.

Ya sabes que a la muerte de mi padre yo tenía seis millones, con obligación de mantener a mi madre, que debería habitar la casa de Madrid. Toda mi herencia era libre… Enrique, ya no tengo nada. El total de mi haber está consumido, y el banco no me fía. No queda más que la casa donde vive mi madre, el caserío de Loyola, y los valores que deposito en tus manos. Son acciones que he endosado en blanco, y que negociarás en casa de mi banquero D. Claudio. La mitad del producto es para mi madre, la otra mitad para mi hija…»



-¡Y Ángela!, exclamé interrumpiendo mi lectura.

«Ángela (continuaba el manuscrito, como si respondiera una voz desde la tumba) comerá del pan de mi madre y de mi hija. Tu prima, Enrique, no ha sido infiel a su marido, te lo juro por mi honor en la hora suprema; pero yo no dejo a Ángela sino mi cadáver, que encontrará a la puerta de su jardín, y Dios es testigo de que este es el único presente digno de mi amor y de mi resignación en el más horrible de todos los infortunios.

Dejo a mi madre este pliego cerrado que te entregará a tu vuelta de Andalucía. Consuélala y confórtala. Que lleven a mi hija a la pensión, y tú te encargarás de que sean satisfechos sus gastos con el producto de las acciones que negociará D. Claudio. Es un banquero honrado y bueno. No gusta, es verdad, de anticipar cantidades, pero aprecia bien los valores, y es exacto en sus cuentas.

Nada más me queda que hacer. Voy a terminar, porque viviendo pudiera comprometer aún la casa en que vive mi madre, y el huerto donde juega mi hija, y a no ser que una deuda de honor venga sobre mi nombre mientras yo llego a Loyola, todavía quedan las casas y las acciones que te entrego.

Ahora permíteme que concluya con un ruego. No formes juicio alguno sobre los motivos de cuanto me sucede; no procures tampoco indagarlo. Nunca hables a Ángela de estas desgracias; respétalas con el silencio y el olvido, y procura remediar sus consecuencias, velando por el porvenir de mi adorada hija. Yo no muero por falta de valor, sino porque muriendo puedo poner un término a sucesos que se repetirían, de seguro, viviendo yo. Si hay algún remedio humano, este escarmiento mío puede serlo, y espero en Dios que lo será… ¡En Dios! ¿Sé yo si lo ofendo? Él me perdone; ruégale por mí y que le ruegue mi hija. -Virgilio.»



La lectura de esta carta me aterró. Alejado yo de Virgilio, como él decía bien, por un sentimiento de delicadeza, nada sabía de sus asuntos, y no le había visto sino cinco o seis veces después de su casamiento con mi prima. El juicio y superior inteligencia de Virgilio para los asuntos, no daba lugar a suponer ninguna imprudencia en el arreglo de la administración de sus bienes. Amigo íntimo suyo desde los primeros días de la juventud, poseía sus secretos, y no había conocido en su conducta ni vicios ni ligerezas. Su carácter le daba tanta autoridad, que era consultado por los jóvenes y respetado de los viejos. Si había un duelo entre dos caballeros por ofensas dudosas, Virgilio resolvía el punto de honor con una palabra… Si un hombre de Estado se hallaba perplejo en la resolución que debería tomar para responder a diferentes exigencias políticas, la rápida inspiración de Virgilio esclarecía la cuestión y no dejaba sombra de duda. Había desempeñado el puesto de enviado en Berlín como hombre de maduro seso, y por último, sus ideas religiosas se habían mantenido intactas en el apedreo filosófico y materialista del siglo. ¿Qué acontecimientos, qué desgracias pudieron conducirle a un crimen del cual se hallaba más lejos que ningún otro hombre que yo había conocido?…

Desde que me prohibía formar juicio alguno sobre el motivo de aquellas desgracias, yo me creía en el deber de reprimir mi pensamiento; pero contra mi voluntad hubo una idea que me asaltó. Decía la carta que «muriendo ponía término a sucesos que de seguro se repetirían viviendo él.» Luego él era y no Ángela la causa de aquel trastorno de familia. Mi prima era víctima de reveses ignorados, y él llevaba su cruel desesperación hasta dejarla por herencia su cadáver.

¡Qué trasformación en Virgilio! ¡Qué lástima me inspiraba la suerte de su mujer! La más dulce, la más bella, la más graciosa de todas las criaturas no tendría más pan que el que le diera la misericordia. Los recursos que correspondían a la madre de Virgilio no podían, siguiendo el espíritu de su carta, invertirse en otra cosa que en aumentar la pequeña hijuela de su hija, y Ángela no tenía ya ni siquiera el pan de su suegra. Esta reflexión me hizo sacudir la cabeza involuntariamente, y dije para mí mismo con cierta satisfacción que encerraba algo de orgullo y un átomo de venganza: -¡Ángela no necesita de nada, me tiene a mí!




ArribaAbajoIII

Los guarismos


Guardé el manuscrito; puse los valores en mi cartera, y fui a casa del banquero de Virgilio, a quien ya conocía.

Hallé a D. Claudio, seco y frío como siempre, pero más reservado que nunca. Era este hombre la personificación del guarismo. Todas las líneas que tiene el rostro humano para revelar los afectos, estaban borradas en su fisonomía, sin que jamás por ningún motivo diese indicio su expresión de que allí existiese rastro alguno de sensibilidad. Era su cara lo que resultaría, por ejemplo, de un dibujo de ceros colocados en esta forma:

00
0
0

Esta debe ser la fisonomía de la nueva especie, cuando se hallen reducidas todas las cosas humanas al cálculo aritmético que ha modificado tan completamente al mundo. La alta banca, la bolsa, la lotería y la ruleta irán redondeando los pensamientos, como las corrientes de los arroyos redondean las piedras arrastrándolas por las llanuras, y no será posible distinguir otros rasgos que los que se distinguían en el rostro de D. Claudio: los ceros. Yo sentía siempre que me aproximaba a este hombre algo de lo que sentí en mis viajes al Polo: la seguridad de que un poco más allá estaba la muerte: la duda de si podía resistir la atmósfera glacial el tiempo que necesitaba para cumplir mi cometido.

-Vengo, le dije, a desempeñar una triste comisión: el conde de Danzó me hizo depositario de unos valores que vd. debe negociar.

D. Claudio me ofreció una silla, y me contestó:

-Yo no puedo hacer nada para el conde de Ranzó.

-No para el conde, porque ha muerto, pero para su familia.

-No es eso; es que yo no quiero tener nada que ver con los valores de un hombre que se ha suicidado.

-Caballero, le dije levantándome, respete vd. la desgracia…

-Tranquilícese vd., me replicó, yo no falto a la desgracia; es la desgracia, la que nos ha faltado a nosotros enviándonos letras inaceptables. El conde Virgilio tenía una bonita renta. Había logrado reunir un buen capital, acumulando en nuestra casa sus economías. Todos los años depositaba 6 o 7000 duros, y nosotros le dábamos el uno y medio y hasta el dos. De pronto empieza un fuego graneado de letras que descompusieron nuestras operaciones, y que no tuvieron límite ni después de consumido su haber. Protestamos, y no queremos nada con la casa.

-La casa no pide ningún favor, dije volviendo a levantarme; al contrario, venía a ofrecerle el beneficio que pudiera resultar de la negociación de un papel tan bueno como el mejor…

-Tenemos por costumbre no hacer operaciones cuando una casa ha entrado en la vía judicial.

-Caballero, esa familia es la mía; la condesa viuda es mi prima.

-Lo siento, señor conde.

-Yo siento haber venido a molestar a vd.

-De ningún modo, señor conde.

Salí ciego de cólera y me volví a casa, desde donde mandé llamar a mi apoderado. D. Julián había encanecido en el ejercicio de los negocios; conocía a todos los banqueros de Madrid, y este conocimiento me había evitado el tener yo que tratar con ellos. Probo, exacto, meticuloso, como debe serlo una persona que ha de ocuparse de detalles, todo lo reflexionaba maduramente y todo lo discutía.

-D. Julián, le dije, necesito que vd. negocie un papel que ha sido depositado en mis manos por mi desgraciado amigo el conde Virgilio.

-¿Sabe el señor conde las circunstancias…?

-Sé que se ha suicidado.

-Y que el Juzgado ha intervenido…

-Lo sé.

-Cualquier papel que tenga relación con esa casa hallará dificultades, como no sea su banquero, que ha guardado sus fondos tantos años.

-D. Claudio lo ha rechazado.

-Pues si D. Claudio lo ha rechazado, ¿cómo quiere el señor conde que lo tome otra casa?

-¿Todos los banqueros son como D. Claudio?

-D. Claudio es el banquero de pecho más ancho que hay en Madrid; su casa es la que opone menos dificultades, y la única que ofrece algunas ventajas al giro. Contrasta con los demás banqueros por su franqueza y su generosidad. Yo voy siempre receloso cuando tengo que hacer una operación con los otros, porque sé que son unos tiranos; pero D. Claudio le recibe a uno bien.

-Es decir que los demás le tratan a uno como a un lacayo.

-No digo al señor conde… pero ¡son tan desabridos!…

-¡Ah! Y ¿D. Claudio es tan agradable?…

-Es el mejor.

-¿Cuántos peores conoce vd.?

D. Julián bajó los ojos, y su silencio los dejó a todos iguales. Guardé los papeles de Virgilio y dije a D. Julián:

-Marcho esta noche a las provincias, y necesito dinero.

-Está bien. Jamás había sentido tantas emociones como en los tres días que llevaba en Madrid después de mi vuelta. El cambio ciertamente había sido brusco. Había habitado entre los pedruscos de Sierra Morena, sin ver más que escenas campestres, y caía en la vida artificial y trágica de la sociedad, como el soldado a quien despiertan para entrar en una batalla imprevista. Mi pasión a Ángela, reprimida, domada, enmudecida por la fuerza imperiosa y sagrada del honor, surgía en mi corazón, endurecido tantos años para aquel afecto, como el agua ardiente de la terma surge de la peña al temblor de las sierras que encierran en sus entrañas el fuego mal apagado de los volcanes. Todo, todo se despertaba en mi imaginación. Veía a Ángela, niña todavía, corriendo conmigo en su pequeño carruaje, atravesando en su caballo los bosques de Aranjuez y cayendo en mis brazos muerta de fatiga, repitiendo:

-«Enrique, yo quiero pasear siempre contigo».

Después me acordaba de nuestros paseos por los jardines, cuando la reina nos encontraba al pie de las fuentes y nos dirigía siempre alguna alusión por nuestra tierna fraternidad. Todas las horas que había sido feliz a su lado resonaban una tras otra como si mi alma fuese la manecilla de un reloj que volviese a recorrer el tiempo pasado. Yo olvidé de repente todas las mujeres que había conocido después que perdí a Ángela. Como aquellos retratos al daguerrotipo que no nos dan después de la acción del tiempo sino una idea vaga del original, yo no veía ya más que figuras borradas en mi mente después que en el horizonte de mi fantasía se había levantado de nuevo la luminosa, la arrebatadora memoria de mi primero, de mi único amor.

Al dolor por la pérdida de Virgilio, siguió una esperanza inefable, un vértigo de felicidad súbito, impío, que hubiera repelido si no absorbiera mis facultades hasta el punto de creer que obedecía a la piedad o al deber ineludible del caballero y del deudo. Creí que debía el exceso de energía que me impulsaba, a la vida activa que había llevado en los campos, y no sospeché que era mi loco amor el que me daba la fuerza y la alegría de los primeros años de la juventud. Aquella misma noche salí de Madrid a buscar a Ángela.




ArribaAbajoIV

Lord Lenox


Nos hallábamos ya cerca del Ebro sin que yo hubiera podido dormir un solo instante, aunque iba solo en la berlina; cuando de repente sentí una terrible sacudida, y otra y otra, cual si marchásemos a saltos por cima de los railes, como en efecto sucedía, porque habíamos descarrilado y vuelto a entrar en el carril, a lo menos los coches de delante. Un momento después paramos y oí un clamoreo que parecía venir de la cola del tren, que era inmensa. Saqué la cabeza por la ventana y vi que algunos coches, desprendidos de sus cadenas de enganche en el sacudimiento, habían sido arrojados a un trecho del tren. Bajé y fui al socorro de los malparados.

La noche era oscura y no podía distinguir sino bultos cuando me acerqué al primer vagón medio volcado. El jefe del tren no parecía; la confusión reinaba en la línea. En vano quise encender fósforos; el aire los apagaba, y me decidí a entrar en uno de los coches rotos, diciendo a los dolientes que venía a ofrecer mis servicios.

-¿Who is it? Preguntó una voz áspera.

-El conde de Magacela, respondí.

-Entra vd., conde, dijo una voz dulce y conocida; mi brazo es rompido y yo sufra bastante muchísimo.

-¡Lady Lenox!

-Yo crea que no pueda saca mis pies porque están bultos caida fuerte y pesada.

-Espera vd., señora, que luz sea venido; replicó lord Lenox duramente.

-Yo no pueda sufrirme, conde…

Alargué mis manos para tirar de los bultos, y saqué un enorme saco de cuero atado a una cartera y enredado en dos paraguas.

-Ese palo dio a mi oyo cuando cayado de arriba, dijo mi lady; gracias para todo, pero son más

-No dega a la tierra cartera interesada, gritó milord; trágela conmiga.

Yo no hice caso y seguí descargando a mi lady del peso que la abrumaba. Además del saco le habían caído encima dos líos de mantas, dentro de las cuales venían envueltas unas botellas, que se rompieron al sacar los líos.

-¡Ha rompido mis vinos! Exclamó milord; gracias usted, conde.

-Fue mineral speciment, dijo mi lady, que mi brazo es rompida.

-No pueda vd., señora, volvió a gritar milord, guantar un poqueto más bastante hasta sol sea manecido.

-Yo no puedo guantar mucho, porque tengo caya mineral speciment.

Saqué la caja, y en efecto, debía ser de piedras, según su peso, y no dudé que mi lady tuviese el brazo roto. En esto se llegó al coche un cirujano que venía en el tren, por casualidad, y nos ofreció sus servicios.

-Yo traiga arnica, dijo milord, y pondrá mañana su cura.

-¡Ay! Exclamó mi lady con acento desfallecido, yo crea muera antes que mañana llegará.

-Permitidme, milord, dije, que el médico y yo cuidemos a mi lady en tanto que se hace trasladar su equipaje a mi berlina, que es la primera del tren, y no ha sufrido lesión.

-Usted cogió berlino que yo piensa tiene para mí, contestó lord Lenox saliendo del coche; yo la toma al instante.

Marchose milord, y mientras él recorría el tren pudo el cirujano examinar el brazo lastimado a la luz de los fósforos que logramos encender. Estaba, en efecto, roto, y sus dolores debían ser terribles.

-Es preciso, dijo el cirujano, trasladar a esta señora a la estación próxima, donde se le hará la primera cura.

-Voy a decirlo a milord.

-No se cansa vd., conde, milord no queda para nada.

-Mi lady no puede seguir.

-Pero siga si no pueda.

-Milord no lo permitirá.

-Queda mí es lo que no permita.

-Esto no es posible.

-Es mucho posible.

-Quedaremos con mi lady el médico y yo, y que milord siga.

-El no permita mi queda.

-Pues que quede él.

-El no pueda deya mineral speciment.

Seguimos encendiendo fósforos para mantener la luz en el coche, y viendo que milord no volvía, fui a buscarle. Estaba trasladando su caja de piedras a la berlina, y tuve que esperar a que estuviesen colocadas en ella para que hiciese caso de mis palabras.

-Hay que llevar a mi lady a la estación próxima, le dije, porque tiene el brazo roto.

Siguiome sin contestar hasta el vagón de la paciente. El cirujano le expuso entonces el estado de la enferma y la necesidad de una cura inmediata; pero milord en vez de contestarnos, dirigió en inglés a su mujer no sé qué reconvenciones, que la hicieron prorrumpir en llanto.

-Milord, me atreví a decir, eso no es humano…

Pero mi lady, conociendo el giro que iba a tomar la cuestión, me interrumpió vivamente:

-Deja vd., señor, marcha tranquilo; porque yo no crea que mi brazo es todavía rompido, pero solamente torcida.

-Es torcida vale poco, dijo milord; marchamos porque tiempo es corto a mí.

Con dificultad, y reprimiendo ella sus ayes, logramos trasladar a mi lady a mi berlina. Allí se acomodó la infeliz lo mejor que pudo, y comprendiendo yo que pronto necesitaría del auxilio del médico, le ofrecí el cuarto asiento.

-Quiera megor, dijo lord Lenox interponiéndose, dos asientos a mí, porque estrecha soi mal.

-Bien, le contesté, que el doctor quede al lado de mi lady, y yo entraré en cualquier vagón.

No había prisa, porque se esperaba la luz del día para examinar la causa del siniestro y preparar los medios de seguir.

El caso era que la vía del Norte tiene ya sus railes tan viejos e inseguros, que al menor aguacero que haya caído antes del paso del tren, quedan en disposición de ser arrastrados por las máquinas. Luego, esta vez, habían colocado para mayor provecho de la Empresa una docena de coches más de los que podía arrastrar la máquina, y de aquí los tumbos que vinimos dando y la rotura de los últimos vagones que encontraban a su paso los railes sacados de quicio.

Vino por fin el día. Despertaron al maquinista y al jefe del tren, y hallaron que la Providencia había velado por nosotros, y que aunque habíamos salido de la vía, habíamos vuelto a entrar sin el auxilio de ellos. Vieron que no había sino tres coches rotos, que eran los de la cola del tren; que los pasajeros contusos habían encontrado ya hospitalidad en los coches sanos, y que no había sino seguir, con la ventaja de ir más aligerados de una carga superior al combustible. Es verdad que todavía quedábamos a pie mirando a la rubia aurora los que hablamos cedido nuestras berlinas; pero éramos solo dos y subimos con el fogonero. Silbó con fuerza el animal que había descansado dos horas, y pasamos el Ebro.

Pero al pensar en los sufrimientos de lady Lenox, ¡qué reflexiones hacía en mi mente examinando la triste condición de la mujer inglesa! Un país que tiene la Constitución más liberal que jamás ha tenido ningún pueblo de Europa; que, como dice Mad. Stael, se halla armado de punta en blanco para defender la libertad de los demás países; que hizo cuestión de honor la prohibición de la trata, anticipándose a su rival los Estados Unidos para abolir la esclavitud de los negros, ser tan tirano, tan duro, tan bárbaramente egoísta con la mujer. ¡Aquella bandera protectora y hospitalaria, regazo de madre para el inglés donde quiera que ondea; salvadora en los mares; arcoíris de los emigrados, se pliega, se recoge, no da sombra para una mujer, para la mujer inglesa! Esos parlamentos que acometen todas las reformas para mejorar todas las leyes; esa Cámara de los Comunes, procuradora de todas las necesidades del pueblo, barrera del rico contra el pobre, del fuerte contra el débil, que pretende todas las emancipaciones, permite un feudo, el feudo del inglés con su mujer, la cadena de la mujer inglesa. Porque si las costumbres son duras en Inglaterra, es porque lo son sus leyes. Allí, donde ha permitido la ley que un marido venda a su mujer en el mercado, quedará por siglos el desprecio de los hombres hacia la mujer, como ha quedado hacia los negros. En vano el noble lord rodea a mi lady con los hipócritas homenajes del respeto; tras aquel ceremonioso y artificial aparato del fausto y de la opulencia, se oculta el envilecimiento de su condición. Tendrá un palacio en Londres, un castillo en Escocia, un yach en el canal, soberbios trenes; pero no un marido, no un compañero. La inglesa no es nunca la compañera del hombre, es la primera entre sus súbditos, la última entre sus deudos. Marido, quiere decir en España galán, en Francia socio, en Inglaterra amo.

En vano esos mismos ingleses, desembarcando en el continente americano, hicieron una república modelo, proclamando la más amplia de las libertades. La condición de sus mujeres no mejoró, conservando para ellas las leyes y las tradiciones inglesas. Por eso las mujeres de los Estados-Unidos, viendo que como mujeres nada pueden esperar, hacen su evolución apareciendo como gallardos mancebos en el club y en el meeting, y piden, en vez de los privilegios de la mujer, que están más altos que todos los privilegios políticos, el derecho del diputado. ¡Desdichadas, van a dejar de ser hermosas por ser viriles, y no serán ni viriles ni hermosas!




ArribaAbajoV

Marqués y Vizconde


Tan preocupado estaba con estas reflexiones, que no había reparado en mi compañero de furgón, el cual, viendo que yo no daba muestras de reconocerle, tomó resueltamente la iniciativa.

-Veo, conde, que se ha olvidado vd. de mí.

-Su fisonomía, caballero, no me es desconocida; pero no puedo acertar con el nombre, repliqué algo confuso de mi desmemoriamiento.

-Nos hemos visto muchas veces en casa del conde Virgilio antes de su casamiento.

-Sin duda… creo recordar…

-Yo dirigía entonces un periódico: El Demócrata.

-¡Ah, sí! Celedonio Valderino.

-Hoy soy el marqués de Valderino, vizconde de San Celedonio, y estoy nombrado enviado extraordinario y Ministro Plenipotenciario de Suecia y Noruega.

-Creo que en tiempo de la Reina era ese puesto de encargado de negocios.

-Sí, pero como el Gobierno no podía darme menos de una plenipotencia, ha elevado el puesto a esa categoría.

-Una reforma.

-Yo la creo conveniente, porque los suecos necesitan que nos presentemos con un poco más de importancia.

-Para que no se hagan los suecos, añadí riendo.

-Para que comprendan, replicó el enviado con imponente seriedad, que somos una nación poderosa.

-Y cuando los suecos lo hayan comprendido, ¿qué haremos, marqués?

-Veo, conde, que no es vd. amigo de la revolución.

-Ni amigo ni enemigo. Estaba en el Polo cuando hicisteis vuestro agosto, y allí, entre la nieve, no se sabe nada do lo que pasa en el Mediodía.

-Para hacer el agosto hemos tenido que pasar por un setiembre, señor conde, en el cual hemos sufrido más por el fuego que por la nieve.

-Lo creo.

-Yo me batí en Alcolea.

-Era de esperar de sus ánimos; pero ¿y su periódico?

-Traspasé la propiedad a uno que empezaba su carrera política.

-¿Y vive?

-Sí, pero flojo. No tiene la fuerza de mis convicciones democráticas. El nuevo director está impaciente por figurar en el Parlamento, y no hace al Gobierno aquella oposición formidable que yo le hacía.

-En efecto, era vd. terrible.

-Yo no daba tregua a los Ministros; pedía economías, reformas, supresión de quintas… y ponía al Gobierno en un brete.

-¿Hasta que le brindaba a vd. con una candidatura?

-Hasta que me suplicaba que fuese diputado.

-¿Y vd. rehusaba?

-Primero sí, y apretaba más firme. Así luego he conseguido cuanto quería.

-¿Ha conseguido vd. las economías?

-Las economías eran imposibles en este momento.

-¿Y la supresión de quintas?

-Era un deseo generoso. Ya comprende vd. que el periodista no es el hombre de Estado.

-Claro está.

-Decimos eso al pueblo, porque es bueno, porque es bello.

-¡Y el pueblo se lo cree!

-El pueblo, conde… ya sabe vd. lo que es el pueblo.

-¡Oh, sí, marqués!

-Tiene instinto; pero criterio!…

-¡Ah, el criterio!

-Siente, y no sabe; quiere, y no puede. Ya se le ha dado algo; no se le puede dar todo.

-Ciertamente; ¿cómo le habíais de dar todo lo que le habéis ofrecido?

-No estamos en Suiza.

-Y sobre todo, va vd. ahora a Suecia.

-Estaré poco. Es un paseo de posición, hasta que me llamen a la Cámara alta.

-¡Hola! Senador.

-Sí, estoy cansado del Congreso. Aquel movimiento no se aguanta sino en los albores de la vida política; es para muchachos, y ya ve vd. que he empezado a tener abdomen.

-En efecto, marqués, está vd. bien nutrido.

-Es que cuando estuve en Inglaterra con una misión secreta tomé aquellas costumbres, y me va admirablemente. Me baño en agua fría; como mucho rosbif, y bebo Burdeos y Oporto; paseo casi todos los días en un carruajillo que traje de Londres y que yo dirijo, y cazo en las tierras del patrimonio los domingos.

-Una vida elegante, marqués.

-Una vida higiénica, conde, y no obstante, ¡cuánto recuerdo aquellos ratos que pasaba en el gabinete de Virgilio cuando era un pobre periodista! ¡Quién había de decir que el conde se suicidaría por su ruina, y que yo sería marqués! A él le cogió la rueda de la desgracia, y lo siento mucho por su prima de vd., que es un ángel.

-¿Cuándo vio vd. a Virgilio la última vez?

-A su vuelta de Berlín. Ya estaba casi arruinado. Su porte era el de un hombre hundido. Cuando fui a visitarle tenía su hermosa cabeza apoyada entre ambas manos, como si se le hubiera separado del cuello, porque al entrar la echó hacia atrás, y parecía la de un cadáver.

-¿Y mi prima?

-Encantadora. La última vez que la vi fue… ¿Dónde creerá vd.?

-¿Dónde?

-En casa del banquero D. Claudio.

-¿Mi prima en casa del banquero?

-A mí me chocó como a vd. Llevaba un traje de terciopelo negro y un sombrerito igual, y aceptó mi brazo para bajar la escalera. Me dijo que iban a marchar al caserío de Loyola para dar aire de campo a su hija, y me despidió con aquella sonrisa que parece la salida del sol. Después no supe de ellos hasta que recibí la esquela fúnebre. El marqués aprovechó mi silencio para ofrecerme un puro. Cuando él era demócrata aceptaba tabaco de Virgilio y de mí. Justo era que aceptase yo ahora.

-Creo, prosiguió luego, que su prima de vd. permanece en Loyola, y muchas gentes atribuyen las desgracias de esa familia a las tenebrosas maquinaciones de los jesuitas.

-¿A los jesuitas? ¿Qué tiene que ver con ellos el caserío de mi prima?

-Como se halla cerca del monasterio…

-¿Cerca del monasterio? ¡Marqués, si el caserío está a la vista de San Sebastián, y el monasterio de Loyola está junto a Azpeitia! Vd. confunde el pueblo de Loyola con el monasterio; y sobre todo, que en el monasterio no hay ya jesuitas desde vuestra revolución de Setiembre.

-No lo sabía; pero es igual. Conde, crea vd. que los jesuitas lo invaden todo y están en todas partes.

-¿Sigue vd. teniendo manía a los jesuitas a pesar de haberse modificado en otros puntos?

-¡Oh, eso siempre! Yo rindo culto a las ideas germánicas, que son hoy las civilizadoras.

-Civilizadoras con el cañón.

-La raza latina no puede ser dominada de otro modo.

-¿Renegáis de vuestra madre?

-Nuestra madre espiró a los golpes de la intolerancia religiosa, y nos refugiamos en el seno de la libertad, que ha dado la gloria al Norte.

-Comprendo. Sois unos pichones huérfanos que ha de proteger con sus alas un águila de rapiña. ¡Buen provecho, marqués! ¡Qué confusión de ideas en la nueva generación, exclamé en mi interior; pero sobre todo, qué carencia de sentimientos patrióticos!




ArribaAbajoVI

Marqués y cirujano


Estábamos en las montañas de Guipúzcoa, y el alma se ensanchaba con la contemplación de aquellas sencillas comarcas, únicas donde se ha logrado que brote y florezca en España el árbol sagrado de la libertad. Veíanse en los valles y en las colinas los hombres de las boinas conduciendo sus bueyes, y se sentía en el alma, mezclado con un afecto de benevolencia hacia ellos, un acceso de envidia por su felicidad. Vivir con Ángela en uno de aquellos valles, habitando una casita escondida entre los manzanos y medio cubierta de hiedra; sorprender la salida del sol desde la cumbre del Irarrazabal (monte que habla con las estrellas), y gozar de los últimos reflejos del crepúsculo en la ribera del Deva… ¡Qué sueño amoroso! ¡Qué delirio suave!… ¡Qué imagen tentadora!… Pero la memoria de Virgilio vino como una nube de otoño a cubrir este horizonte azul, y aparté mi vista del paisaje.

No era en mí en quien debía pensar en aquellos momentos. El encuentro de lady Lenox me había creado en este viaje una nueva obligación que debía cumplir, y reflexionaba en el modo de verificarlo. Lady Lenox era condiscípula de mi prima Ángela, por haberse educado ambas en la misma pensión en Francia, y habían conservado estrechísimas relaciones antes de casarse. No era, pues, inconveniente pedir a milord que la permitiese venir a curar su brazo en casa de su amiga, cerca de cuya vivienda campestre iba a pasar el tren.

Por muy egoísta que fuese el noble lord, en la imposibilidad de continuar el viaje, debía preferir la casa de una amiga, mejor dicho, de una hermana, a las malas fondas del tránsito, y precisamente era en su egoísmo en lo que fundaba yo esta vez mi esperanza. Teniendo que conducir sus piedras, iría más desembarazado sin su mujer, y sabiendo que iba a ser bien cuidada, no tenía su orgullo que hacer esfuerzos para justificar esta determinación.

Llegábamos precisamente donde se cruzan los trenes y donde el nuestro había de hacer un largo descanso, y aproveché la ocasión para acercarme a mi berlina. Dormía profundamente lord Lenox, y mi lady, pálida como un espectro, con el cabello caído sobre la frente y los azules ojos orlados de púrpura y lágrimas, sufría silenciosamente.

-¿Cómo sigue mi lady? La pregunté a media voz.

-Ya megorcito un poco, me contestó muy quedito, pero bastante doliendo.

-¿Puedo hacer algo? Pregunté al cirujano.

-Agua fresca… Mi lady se ha desmayado dos veces.

Acudí con el agua a tiempo que se despertaba milord.

El cirujano le dijo grave y secamente:

-Esta señora tiene el brazo roto por la peor parte, y no tardará en sobrevenir la inflamación, que puede, ser más o menos extensa. ¿Va milord muy lejos?

-A London.

-Esta señora necesita una cura inmediata.

-Tenga que embarcar mi sin falta.

-Mi lady, repitió el cirujano con firmeza, no puede seguir el viaje.

-Milord, le dije, me permitiréis que ofrezca a mi lady la casa de su compañera de pensión, su amiga íntima, la condesa viuda de Ranzó, prima mía.

-¿Cómo, exclamó mi lady, está cerca mi esta megor amiga que gamás tuvido?

-A poca distancia de San Sebastián, en el valle de Loyola, en el antiguo caserío del conde Virgilio.

-Pues queda mi si señó permita.

-Si no pueda sigüe, respondió milord mirando a otro lado, yo marcha solo.

-Sí, dije, el doctor y yo la conduciremos al caserío, y yo enviaré a milord noticias diarias.

-Gracias. ¿Cuanta debe para cura? Añadió volviéndose al cirujano y metiendo la mano en su bolsillo.

-Milord, respondió este, yo no acepto pago sino cuando soy llamado; he acudido, porque este, que es en todos un deber de humanidad, lo es en mí más que en otro alguno, y milord no me debe nada.

-Gracias, replicó milord; y sacando de su cartera un paquete de billetes de Banco, se los dio a mi lady, diciéndola en inglés que ella arreglaría aquella cuenta, y que él le enviaría más oro de Londres.

¡Oro, siempre oro! ¡Ah! Si se comprasen con el oro la ternura y la caridad, los ingleses la tendrían para sí; pero no se compra, y… no la tienen.

Gritaron al tren, y fallando pocas horas para llegar al término del viaje, creí que podía ocupar el cuarto asiento de mi berlina, que en efecto ocupé al lado del cirujano, y sin que milord, que empezaba a conocer la ventaja de mis servicios, hiciese el menor signo de disgusto.

El cirujano era un caballero excelente, de figura distinguida, y cuyas maneras elegantes habían logrado poetizar el oficio. Aunque no era marqués de Valderino ni vizconde de San Celedonio, hubiera podido representar a España ante los suecos, dejando a mi compañero el marqués el cargo de asistir a las casas de socorro y reconocimiento de quintos, como ramos todos pertenecientes al talento humanitario del director de El Demócrata.

-Me es muy agradable, le dije, que vd. nos acompañe a casa de mi prima.

-A mí también, me respondió, porque tengo el gusto de conocerla desde hace algunos años.

-¿Sí?

-Es visita de mi cuñada.

-¿Es vd. casado, o tiene un hermano?

-Tengo un hermano.

-¿Y reside en Madrid?

-Allí residimos desde que murió mi padre; pero nuestra casa está en Andalucía.

-¿Hacia qué punto?

-Un pueblo cercano a las tierras de vd.

-¿Villanueva?

-Justo.

-Allí tenía yo un amigo que murió hace pocos años, el marqués de Rávago.

-Era mi padre.

-El hermano menor cursaba leyes en Sevilla.

-Mi hermano, que hoy es abogado.

-El mayorazgo se educaba en Francia.

-Soy yo.

-Vd. era, pues, el heredero del título.

-Sí, pero mi padre no pudo pagar lanzas y anatas, y se declaró la vacante.

-Ya…

-Yo no pude tampoco llegar hasta el doctorado, y me examiné de cirujano romancista.

-Perfectamente.

He aquí, dije para mí, las pirámides de que nos habla Cervantes. El hijo del antiguo y conocido barbero Valderino, es hoy marqués de su nombre, y el heredero del antiguo marqués de Rávago es hoy cirujano romancista. ¡Cómo engordan las sanguijuelas! ¡Cómo adelgazan los señoríos hasta terminar en lanceta!




ArribaAbajoVII

El Urumea


Llegamos a la estación de San Sebastián, y entre el cirujano y yo trasladamos a milady al carruaje que debía conducirla al caserío. Detúveme unos momentos en el andén para despedir a lord Lenox, y vi al pasar asomada a la ventana de una berlina, la cabeza del enviado extraordinario de Suecia y Noruega, que me enviaba su cordial saludo. ¡Qué pueriles deben parecer a los extranjeros, pensé para mí, estas revoluciones que hacemos los españoles! Es verdad que en lo que hacemos no damos a entender que somos malos, porque nuestra actitud no puede ser más inofensiva; pero indudablemente damos a entender que somos tontos.

Lady Lenox se desmayó y era preciso aplicarle continuamente su frasquito de sales. En la contracción de sus facciones se conocía el atroz sufrimiento que debía experimentar, y yo participaba de aquel sufrimiento y no sabía qué hacer para que volviese en sí.

-Vea vd., conde, me dijo el cirujano, cómo yo tenía razón para temer. Estas mujeres del Norte, tan fuertes en apariencia, son tan pobres de sangre, que agotan sus fuerzas muy pronto;

-Tendremos que cuidar mucho a esta señora para que resista la curación.

-Pero ¡qué golpe ha debido recibir para que la ocasione semejante fractura!

Cuando milady se repuso, le preguntó el cirujano:

-¿Qué especie de caja era la que traía milord que ha producido esta rotura?

-Es mineral speciment.

-No entiendo.

-Piedras minerales, repuse.

-Sí, mineral speciment rara.

-¿Milord colecciona piedras raras? Pero podía enviarlas con el equipaje.

-Milord no quiere separa caga más interesante para academia de sabios.

-Ya, ¿va ahora a una academia y por eso no puede detenerse?

-Preciso llega Londres con piedra.

Aunque su mujer se quede sin brazo, dije entre mí. Maldita sabiduría la de esa cabeza de perro mastín, que tiene siempre el aire de ir a morder, y que a la verdad me ha parecido siempre la cabeza de un bruto, aunque sepa dónde se crían todas las piedras del mundo. No dudo que los ingleses usarán el producto de la mejor cantera para hacer su busto, y por eso es lástima que no haya caído sobre su cabeza la caja del mineral speciment, y le aseguraría una gloria que no tendrá, si muere de este golpe, su infeliz mujer.

Caminábamos en tanto por la ribera del Urumea. La mejor prueba de buen gusto y sensibilidad artística que había dado Virgilio después de escoger a Ángela entre las preciosidades humanas, era el haber construido su vivienda a las orillas del Urumea. Si es verdad lo que dicen los poetas, que los arroyos murmuran, la voz que se oye en el Urumea es amor. Hubiera podido ser más ancho si se lo permitieran las montañas y las rocas que forman la vía tortuosa por donde corre al mar; pero no hubiera sido tan misterioso. La estrechura de su cauce permite a los árboles de ambas orillas abrazarse en alto para formar un túnel de hojas, que cuando se pasa en una barca hace olvidar las exigencias de la marea, concluyendo por dejarnos encallar. Entonces se salva la tripulación saltando a la orilla, donde se pide hospitalidad en el caserío de Virgilio, abierto siempre a los náufragos, y donde se halla el más cordial refugio... Donde se hallaba. ¿Pero cómo estará hoy la casa de mi prima?

Yo debiera haber hallado al Urumea cubierto de un velo negro; pero estaba más risueño que nunca. A la hora del medio día, el sol, un poco velado, se reflejaba en las olas hinchadas por la marea, y se oía un suave murmullo y se veían cruzar de un lado a otro las nuevas crías de patos que hacían sus primeras evoluciones. Un hombre de boina encarnada iba de pie en una lancha sin remos, conducida por la marea, como pintan a Neptuno con su tridente; pero no hay que pensar que iba así por lujo de poesía. Su lancha había de volver con la baja marea conduciendo las manzanas de su heredad. ¡Hermoso comercio! Tener su fortuna en manzanas, vivir de su producto, navegar en una lancha sin remos y llevar una boina encarnada, ¿dónde sino aquí buscaremos la felicidad?

Y no obstante, en estos sitios, a la orilla pacífica de este río, cuya inofensiva y candorosa corriente le dio el antiguo y poético nombre de Urumea «niño agua», se había suicidado Virgilio, manchando con un crimen la honra inmaculada de un pueblo tan creyente.

Aunque él me prohibía en su carta reflexionar sobre este hecho, yo execraba cada vez con más indignación su atentado y compadecía a la víctima. Algún desorden que no se atrevió a confesar, unido tal vez a algún arranque injusto de celos, habían sido la causa de aquel desastre; pero de todos modos, yo estaba seguro de que Ángela era inocente.

A cada trecho de entre los manzanos salían niños cuyo rostro tenía semejanza con el fruto que colgaba sobre sus cabezas, y los cuales nos saludaban quitándose las boinas y hablando aquel idioma que tan sencillo hace parecer el griego y el hebreo.

Yo había bajado del carruaje para gozar mejor a pie de la hermosura de aquellos sitios, y quise obsequiarlos con algunas pequeñas monedas de plata; pero ellos no solo rehusaron tomarlas, sino que corrieron a coger manzanas y me las ofrecieron, para darme a entender que eran más ricos que yo.

Habíamos dado la vuelta al Urumea, y estábamos junto a una montaña coronada de caseríos y de frondosísimos huertos, donde descollaban los nogales entre higueras y castaños, y sentíamos próximo un fuerte olor de magnolias y de unas flores acuáticas que eran el encanto de Ángela, y cuyo nombre nunca aprendí. Todas mis venas palpitaban conforme iba acercándome al sitio donde debía ver a mi prima. El deseo de verla era tan imperioso, y la esperanza de verificarlo me inspiraba una alegría tan fecunda, que pasó mi razón por cima de la realidad, y soñé que iba a encontrarla, no ya hermosa como antes, sino hasta con su primitiva inocencia… De repente oí gritos infantiles y noté movimiento en los árboles de la derecha, y luego vi una niña vestida de negro que venía en dirección del camino.

-Espera, Leonita, gritaba una mujer que iba detrás. Pero la niña corría para encontrar a un joven que venía en dirección opuesta, y a cuyos brazos se arrojó locamente.




ArribaAbajoVIII

Leonita


Hice detener el carruaje y volé al encuentro de la niña, que después de mirarme atentamente con los ojos clarísimos de ave de alto vuelo, se desprendió de mí y fue a buscar al joven que se había retirado algunos pasos.

-Señor conde, dijo el aya prorrumpiendo en llanto; ¿Cuándo viene el señor? ¡Cuando ya no le encuentra!

-¿Y la condesa?

-La señora condesa, buena de salud; pero ¡qué días hemos llevado!

-Leonita volvió trayendo de la mano a la fuerza al joven a quien había abrazado, y este, quitándose el sombrero, se inclinaba hacia mí, en ademan de excusa, por la obstinación de su compañera en arrastrarle consigo.

-Este es Marcelo, me dijo Leonita con tono importante, el que corre conmigo todos los días y me lleva en la lancha de pie, sin remos, hasta el puente.

Estos pomposos títulos obligaron a Marcelo a inclinarse otra vez, y yo alargué mi mano conociendo que no era libre para rehusar unas relaciones que se me imponían tan imperiosamente por razones tan justificadas.

-Este es mi tío, dijo Leonita presentándome a Marcelo, el que trajo el pájaro mosca, que se murió, y el que tiene el perro de caza negro.

Yo me incliné a mi vez, y Marcelo y yo nos miramos desde aquel momento con la consideración que se deben dos personas cuyos antecedentes les recomiendan.

-Aquí, dije a Leonita, traigo a lady Lenox, que se ha roto un brazo y viene al lado de tu mamá.

-¡Ay! Contestó, lo que siento es que mamá no está en casa y vuelve tarde.

-Pero ¿dónde está?

-No sé, porque salió con el hombre de las narices de cartón.

-¿Cómo? ¿Hay aquí un hombre que tiene las narices de cartón?

-El hombre de la levita verde.

-¿Hay un hombre que lleva levita verde?

-El hombre que habla alemán… el hombre…

-Es el que llamamos Monsieur, dijo el aya, porque el nombre es todo de aches y de kas, y no puede pronunciarse.

Marcelo se sonreía y yo estaba lleno de curiosidad; pero no creyendo oportuno hacer más indagaciones, dije a Leonita que iríamos a esperar a su mamá en casa.

-Sí, dijo Leonita, no es menester que esté mamá, porque Andrea arreglará todo muy bien, y yo encargaré el ramo para el gabinete de mi lady.

Di orden de que siguiese el coche, y nosotros marchamos a pie a la orilla del río. Andrea se adelantó para recibir a los huéspedes. Leonita, llevando siempre de la mano a Marcelo, hacía continuas preguntas y reflexiones.

-¿Vienes ahora de Madrid?

-Sí, la respondí.

-Pues son unos tontos. Allí están siempre en casa, o en el café, o en la Castellana dando vueltas. -En el río ponen todos los trapos, y no se ve siquiera el agua. -Las vacas están encerradas. -No hay manzanas como aquí; además la pared quita la vista a la casa. -Hay que andar en coche. -Si quiero ir a pie, me coge Andrea. -Aquí me baño en la concha, que es una cuna de agua. -Aquí no hay miedo de los hombres de las boinas; son muy elegantes. Pero en Madrid, continuó haciendo un gesto de supremo desdén… en Madrid… ¡Chisteras! Y acentuó esta frase como si hubiera dicho ¡ahorcados!

-Pero aquí, dije aprovechando la ocasión para volver al terreno de mi interés, hay hombres con narices de cartón.

-Pero es uno solo.

-Y de levita verde.

-Es uno.

-Amigo tuyo.

-¡Amigo! Exclamó soltando la mano de Marcelo, y plantándose delante de mí con aire furioso: le aborrezco.

-¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Te ha hecho algún mal?

-¡Todo!

-¿Y qué es todo?

-No sé.

Marcelo se alejó algunos pasos prudentemente, y yo continué:

-No se aborrece a los amigos de mamá.

-¿Amigo de mamá? ¡Su enemigo!

-¿Pues no dices que ha ido con él a paseo?

-Para que no nos quite la casa.

-Pues ¿cómo puede quitaros la casa?

-No sé.

-Querrá comprarla, porque es bonita.

-No, quitarla, quitarla.

-¿Te lo ha dicho?

-Lo oí cuando mamá lloraba.

-¿Mamá lloraba delante de él?

-Muchas veces.

-¿Dónde conociste a ese hombre?

-En Alemania.

-¿Es joven?

-La mitad es viejo y la otra mitad es joven.

-¿Cómo puede ser eso?

-Los ojos y la boca son viejos, y el pelo y el bigote son nuevos.

-¿Y la nariz es también nueva?

-La nariz está muy colorada.

-Y ¿por qué sabes tú que es de cartón?

-Toma, porque lo conozco.

-Ya, ¿no le has visto nunca sin ella?

-Nunca.

-Lo creo.

-¿No ves que se la pondrá muy temprano?

-Es claro, y tú le verás por la tarde.

-No, a todas horas.

-¿A todas horas?

-Cuando quiere.

-¿Es decir que él es como de la familia?

-Peor.

-Pues es una diversión.

-Tú lo puedes echar cuando entre.

-¿Cómo puedo?

-Dices que eres mi tío, y que no venga.

-¿Y si no se va? Le quito las narices de cartón.

-Sí, sí…

Leonita prorrumpió en risas y se colgó a mi cuello.

-¡Marcelo, gritó, ven, que mi tío le va a quitar las narices de cartón al hombre sin nombre!

-Marcelo no quiso darse por entendido de aquella imprudencia, y me llamó la atención hacia una barca que se hallaba colgada a la entrada de un jardín.

-Esa barca, dijo Leonita, es del caballero mejor que hay en el valle.

-¡Hola!

-En ese jardín he cogido dos nidos.

-¿Y nunca se echa al agua esa barca?

-¿Para qué? ¿No ves que son mejores las que no tienen remos, porque se van ellas solas? Se van ellas solas… al mar, dijo Marcelo. Si, esa es la doctrina de nuestros hombres políticos; quitan los remos y nos vamos solos… al abismo.

-Vd. no cree, le dije sonriendo, en la seguridad del nuevo gobierno, y sin embargo he dejado a Madrid armado hasta los dientes.

-Por eso. Aquí no tenemos armas ni las tomaremos, como las imprudencias de los nuevos gobernantes no nos obliguen a ello. Somos una república modesta, en la que se trabaja más que se habla, y crea vd. que esas gentes de Castilla que hacen tanto ruido con su democracia, nos parecen republicanos de pega. Nosotros, aunque ellos nos llaman realistas, podemos, con nuestros fueros, pasarnos sin rey; ellos no. Alquilarán uno y otro desdichado príncipe, y se colgarán cuantas cruces y escudos puedan hallar en el arsenal de la aristocracia.

-En efecto, yo no hallo nada comparable a la vanidad de nuestros demócratas.

-Y observe vd. que ellos no son el pueblo, ni mucho menos. No hay nada más impopular que ellos mismos. Más bien que una organización política, son una secta que busca sus templos en los palacios para celebrar sus ritos. Demócratas y todo, les gusta más beber en la copa de los reyes que en la fuente cristalina…

-Leonita se había escapado, y la oímos resonar entre las espadañas y cedros de la orilla.

-¿Dónde estás? Exclamamos.

-Venid, estoy en el árbol donde me mido.

Era un árbol completamente al borde del río, que tenía una rama inclinada hacia el agua.

Leonita se subía en una piedra y calculaba su altura.

-Todos los días, dijo Marcelo, viene a medirse, y yo la acompaño porque estoy temiendo que un resbalón le haga medir la profundidad del agua.

-Tú me sacarás, dijo Leonita.

-Pero te mojarás.

-Mejor, es agua del mar, y me pondría más fuerte.

-Leonita tenía la vanidad de su estatura, porque, en efecto, era aventajada para los siete años que apenas había cumplido. Si yo no hubiera conocido a su madre, hubiera ido a buscarla después de ver a Leonita, para admirarla, porque debía ser un ángel la mujer que había producido aquel prodigio. Los pintores que quisieran interpretar la figura de la Beatriz del Dante, retratarían la cara de Leonita en sus momentos de reflexión. Al contrario de todos los niños, tenía la cabeza algo pequeña para su cuerpo, y solo restablecía la proporción el volumen de su rizada cabellera que cubría su cuello. Sus ojos parecían tener todos los colores, según la luz que se reflejaba en ellos; algunas veces parecían azulados y otras veces verde oscuro, y a estos cambios contribuían sus pestañas largas y negras, que cuando velaban sus ojos le daban una sombría energía, impropia de su edad. A pesar de ser tan delgada, tenía formas perfectamente redondas, y sus brazos, que agitaba sin cesar o cruzaba sobre el pecho en sus movimientos de artista, remataban en las más preciosas manos que yo había visto en ninguna niña.

Andábamos de prisa, y ella, dando una carrera adelante como el vuelo de un ave, y deteniéndose, exclamó:

-Marcelo, escucha tus versos.

-Y recitó con una lírica entonación:



«Como sorda tu alma ya en tu oído
Mi voz desgarradora no resuena,
De los tumbos del mar saco el sonido,
Para contarte mi profunda pena.

En el furioso mar de tus pasiones
Solo el Atlante con tremenda ira
Puede arrancar de sus entrañas sones
Que hagan vibrar la descompuesta lira…»
………………………………………….

-¡Dios mío, qué memoria! Exclamó Marcelo. Son unos versos que había empezado, y he recitado esos cuartetos entre dientes. ¿Cómo ha podido tomarlos así?

-Leonita reía como una loca, y se nos escapó otra vez, no hallándola ya sino cuando llegamos delante de la casa.

Allí tenía ya lecho tranquilo el Urumea, sin ser inquietado por el flujo y reflujo del Océano. Ni una gota de agua salada se mezclaba a la linfa purísima, y había en sus orillas flores más delicadas, que solo viven en el agua dulce y no resisten el baño de la ola amarga. El caserío estaba en la falda de la colina, que se adelantaba dentro del río hasta formar un semicírculo, y los árboles no dejaban ver sino alguna que otra ventana del edificio. El sol caldeaba; la frescura de los árboles parecía más agradable, y las aves se habían reunido con preferencia en aquel paraje, me dijo Marcelo, porque Leonita había hecho su comedero, trayendo continuamente migas de pan y mazorcas de maíz verde, que le preparaba en pedacitos.

Leonita, que venía ya de vuelta de la casa, salió a recibirnos, y nos hizo observar que si veíamos tantos patos, no era porque todos se criaban en aquella orilla, sino porque desde, muy lejos venían familias enteras atraídas por sus convites, y que a veces se juntaban más de doscientos entre chicos y grandes.

-Cuando sonó el tiro, dijo, yo estaba aquí con ellos, y todos salieron espantados…

-Luego quedó profundamente pensativa, y tomándome de la mano me condujo a la casa con cierta tristeza y lentitud, que contrastaba con su habitual ligereza y alegría. Al llegar al jardín se detuvo delante de una cruz, y dijo solemnemente:

-Aquí se reza.

Se arrodilló y nosotros seguimos su ejemplo, y rezamos con ella nuestra oración por el alma del desgraciado Virgilio.




ArribaAbajoIX

Ángela


Marcelo se despidió hasta la hora en que debía volver a pasear con Leonita, y me señaló en lo alto de la montaña, hacia el Poniente, el caserío donde vivía con su madre. Marcelo me había parecido un hombre superior, y me inquietaba. Él a su vez me miraba con profunda atención, y después de habernos hecho nuestros mutuos ofrecimientos, quedamos inmóviles unos instantes mirándonos frente a frente, como queriendo ambos averiguar si aquel interés era precursor de una amistad naciente o de una rivalidad futura.

Mi lady fue conducida a su aposento por las mujeres del caserío, y acompañada del cirujano; Ángela no había vuelto, y yo entré en la habitación donde me había instalado Andrea. Era el mismo cuarto que habité antes del casamiento de Virgilio, cuando veníamos a pasar en el valle los meses de verano. Todos los cuartos de la casa, convertida en un verdadero palacio, habían sufrido modificación, menos este. Conocíase el tierno recuerdo de Virgilio en los menores detalles. Allí estaba el velador de roble, tan antiguo como los fueros, conteniendo todavía un porta-cartera vieja con papeles y sobres dirigidos a mí, y un libro en vascuence donde nos enseñaban a leer de corrido, y donde aprendíamos la historia de Lelo y las maravillas de la fuente de Gilimon. Veíase en un clavo un sombrero de fieltro, que sin duda hacía ocho años había sido reemplazado por otro más nuevo, y en un rincón un palo corvo con punta de hierro, que me servía para las excursiones a las montañas. Sobre otra mesa mis guantes de castor huecos, como si mi mano acabara de salir de ellos, y un puñalito de la fábrica de Éibar que me había dejado olvidado. La ventana de aquel cuarto estaba sombreada por el desordenado follaje de plantas bravías, cuyas flores y fruto nunca maduro, penetraban y caían dentro de la habitación; y en la poyata había, en un gran tiesto, una magnolia que Virgilio había plantado, y que había crecido tanto, que se veía obligada a encorvarse, saliendo sus ramas hacia el jardín, mientras su tronco continuaba protegido de los fríos del invierno. ¡Ah! ¡Qué infinitas memorias de la dulce amistad nuestra despertaban en mi alma estos objetos! Yo retrocedía a aquellos primeros años de mi juventud, y me parecía que Virgilio vivía y que todos éramos libres, y que iba a ver a Ángela y a estrecharla en mis brazos… y así fue: la puerta se abrió y Ángela se arrojó en mis brazos llorando.

Yo no la vi. Toda la sangre de mis venas afluyó a mi cerebro; sentí las pulsaciones de mi corazón como en la más alta fiebre; creí que iba a ahogarme cuando toqué con mis labios sus mejillas suaves, y me desprendí de sus brazos lo más pronto que pude.

¡Qué nube y qué rayo! ¡Qué tiniebla y qué luz! Todo era negro en su figura, menos su rostro, la ráfaga de su pecho y sus divinas manos. Ninguna huella habían dejado los pesares en aquella inmarchitable fisonomía. No es que fuese joven, es que era todavía niña. Nadie adivinaría a la madre sino por la dulcísima expresión de su boca que reflejaba aquella inefable dicha, y nadie sospecharía a la viuda sino por su severísimo luto. Pero la misma candorosa expresión, el mismo ingenuo abandono en sus movimientos… ¿Para qué he de describir la belleza de Ángela? ¿Sé yo en lo que consistía su belleza? ¿No he visto mujeres con los ojos garzos tan grandes como los suyos, con su nariz y su boca tan preciosas, y el color sonrosado y el talle flexible? Más aún; creo que si las facciones de Ángela hubieran sido irregulares, todavía sería irresistible el hechizo de su mirada y el encanto de su sonrisa.

Era, sin duda, el influjo de aquella alma de gran temple la que le daba superioridad sobre las demás mujeres, y un imperio absoluto en el corazón de los hombres. ¡Y el insensato Virgilio había abandonado a aquella mujer a cuyos pies viviría yo feliz el resto de mi vida!

-Enrique, me dijo Ángela con aquel timbre de voz que parecía el eco lejano de un órgano; gracias por tu prontitud en venir a mi ruego. Eres siempre el querido primo que me lo perdona todo.

-¡Perdonar, Ángela!

-Sí, yo te he hecho sufrir mucho, y tú lo olvidas para venir cuando te llamo.

-Y no vengo solo, Ángela.

-Ya la he visto a mi pobre amiga. ¡Cuánto te agradezco esta doble visita! He dejado al doctor arreglando su brazo, y he venido a refugiarme en los tuyos. ¡He sufrido tanto, Enrique! ¡Necesitaba tanto verte y oírte! Tú has sido para mí, desde que tengo conciencia de la vida, el protector constante y generoso de mi niñez y de mi juventud. ¡Ah, si hubieras estado a mi lado siempre!

Ángela tomó mi mano y me hizo sentar a su lado en un ancho diván. Los dos guardamos silencio. Es evidente que el nombre de Virgilio vagaba en los labios de ambos, pero ninguno se atrevía a pronunciarlo el primero. Yo estrechaba su mano.

-Leonita, dije al fin, para salir de aquel estado violento, me ha presentado un amigo a quien parece quiere mucho, porque es su compañero en las excursiones campestres.

-¡Oh! si, respondió Ángela sonriendo; ese es su amigo Marcelo, el poeta vascongado que vive en un caserío cercano al nuestro. No conozco un joven más bueno y que más paciencia tenga con ella.

-Recita sus versos.

-Que son muy bellos, aunque él es un poco romántico. Sea efecto de la soledad en que pasa la vida con su anciana madre, o más bien del carácter sombrío que es peculiar a los hijos de estas montañas, sufre del spleen como los ingleses, y se pasan quince días sin que se deje ver sino a la entrada del jardín para avisar a Leonita.

La indiferente serenidad conque Ángela dijo estas frases, disiparon el súbito recelo que experimenté en mi corazón desde que vi a Marcelo. Tenía aquel joven una frente donde se dibujaban las más nobles ideas y las más generosas pasiones, y al mirar a Ángela hallaba una insufrible armonía entre las brillantes dotes de ambos. Así que, al desechar mis temores, sentí tan extraña alegría, que besé locamente la preciosa mano de mi prima.

-Pues necesito de todo tu cariño en las extrañas circunstancias en que me hallo, dijo bajando los ojos e inclinando su cabeza hasta tocar en mi hombro: cuando la desgracia empieza a dar vueltas en derredor de una familia, no se cansa, Enrique, no se cansa.

-Pero aquí estoy yo para detener esa rueda, exclamé.

-¡Ay!, repuso tristemente, la suerte puede más que nosotros.

 -¡La suerte, Ángela! La suerte es encontrarte otra vez en la vida; la suerte es no dejarte, es vivir a tu lado, es amarte y protegerte, es morir a tus pies.

 -¿Y si te arrastro conmigo a la desgracia?

-La desgracia contigo sería todavía la felicidad.

 -¡Cuánto me amaste siempre tú!

  -¡Y cuánto te amo!, iba a añadir; pero ella, adivinándolo, puso la mano en mi boca.

-Nosotros no podemos hablar, dijo.

-Pero puedo verte.

-Eres mi primo y estás autorizado para protegerme. Pudiera necesitar mi hija de ti si me sucediera alguna desgracia, que sin ser la muerte la dejase sola.

-¿Qué dices, Ángela?

 -Tal vez lo que no debo, porque no tengo derecho a inquietarte anticipando nuevas pesadumbres que tal vez no sobrevendrán, pero como te he llamado, necesito darte a ti y darme a mí misma, una explicación.

-Yo respeto tus secretos, Ángela; pero una cosa quiero repetirte solemnemente, y es que no consentiré que tengas el menor cuidado por los compromisos que haya dejado Virgilio. Yo era bastante rico para ser más desgraciado sin ti, y ahora que se ha aumentado mi capital, me creeré dichoso si puedo consumirlo en tu obsequio.

-Gracias, Enrique, conozco tu generosidad; pero creo poder arreglarlo todo sin que tú también te sacrifiques.

Levantose Ángela, y se retiró para visitar a la doliente. Mucho hubieran dado que pensar las palabras misteriosas de mi prima a otro que no estuviese tan embriagado como yo en la dicha de haberla visto. Ya había desaparecido por la puerta que daba al jardín, y yo miraba todavía como para seguir su rastro de luz. ¡Así nos quedamos contemplando el crepúsculo, cuando el sol se oculta en el horizonte!




ArribaAbajoX

La erudición de Leonita


Almorzamos en el pabellón del jardín, y nos acompañó el cirujano que había hecho la primera cura a lady Lenox, la cual, según su prescripción, debía quedar por algunos días sin hacer movimiento alguno. Ángela estaba silenciosa, y Leonita hablaba sin cesar de muchas cosas diferentes.

-Anoche, decía, han llovido estrellas y no he podido hallar ninguna en el jardín. Mi amigo ha visto en la neblina a la dama de Neramendi1. He visto la mortaja que está tejiendo la del caserío de abajo, y cuando esté hecha la cuelgo de la chimenea para que se ahúme. -Tenemos que ir al valle de las manzanas. -Falta un patito de los blancos; se habrá ahogado entre las cañas. La marea está bajando. -Han pasado tantas lanchas de manzanas, que parecía el río colorado. -Yo también tengo boina; pero no puedo ponérmela porque no es negra. -¿Has visto tú el Cesen Susco?

-Sí, un toro de fuego que corre echando chispas.

-No es toro, es un hombre que va dentro. Marcelo me cogió en brazos y fuimos hasta él.

-¿Y no te quemaste?

-¡Ca! ¿No ves que iba con Marcelo?

-Pues, él es incombustible.

-Quisiera saber, dijo el cirujano, qué es eso de colgar una mortaja en la chimenea para que se ahúme.

-Es una costumbre antigua le contesté, que conservan aún algunas familias del pueblo. Cuando una mujer se casa empieza a tejer un saco que debe servirle de mortaja, y que cuelga, en efecto, bajo la campana de la chimenea para que se ahúme, y le hacen bendecir el jueves o viernes de la Semana Santa. Los vascongados llaman a esta mortaja meztidura.

-¡Cosa más rara!

-Todo es sombrío en este pueblo severo y religioso. Aquí la idea del placer no ha penetrado todavía; se nace para trabajar, se trabaja para vivir y se vive para rezar.

-Y sin embargo, repuso el cirujano, la vida aquí es más larga que en los pueblos donde se vive para el placer, como si las buenas costumbres de estas gentes tuviesen por recompensa la longevidad.

-Sí, esta es una raza fuerte y sana.

-Temperamentos privilegiados que pueden hacer sangre con el frugal alimento del maíz y de las castañas.

-Y con la sagardúa, dijo Leonita, bebiéndose una copa llena.

-Es una bebida excelente, sobre todo para los niños. Leonita pidió más sagardúa, y se puso a recitar:


¡Ishi! Ishi zaldun odol
¡Ghaneco gaztia!

-¿Quién te enseña eso? Le pregunté.

-Marcelo.

-Marcelo es un sabio.

-Es poeta. Escucha lo que dice al Urumea:


Niño inocente,
Risueño y blando,
Tú caminabas
Puro hacia el mar,
Mas de repente
Sobre tu espejo…

-Mas de repente. Interrumpí a Leonita.


Sobre tu espejo
Doscientos patos
Se ven cruzar.

Leonita prorrumpió en risas y Ángela me dirigió una mirada de gratitud. Yo no sabía cómo era la terminación que Marcelo había dado al segundo cuarteto; pero estaba seguro de que encerraba alguna alusión que había de mortificar a Ángela.

-No es eso, dijo Leonita sin dejar de reír, pero me gusta más eso que lo otro: yo no sabía que eras poeta.

-¡Oh! Sí, poeta de los patos.

-¡Mejor, mejor!

-Verás qué cosas les decimos.

-Pero ¿Y Marcelo?

-Marcelo seguirá con su musa.

-Pero yo no le dejo.

-De ningún modo. Cantaremos los tres juntos.

-Sí, y vendrás conmigo a visitar a mi amiga íntima.

-¿Quién es tu amiga íntima?

-Vaya, ¿pues no lo sabes? La madre de Marcelo.

-¡Ah, ya!

-Esa es la que me cuéntala historia de La dama de Amboto2, que es la mala.

-¿Y La dama de Oramendi?

-Esa es la buena. Y ¿no sabes tú lo que sucedió con los romanos?

-No.

-Pues había un emperador muy malo que se llamaba Octaviano, y quería mandar a los vascongados y ellos no quisieron, y mataban a todo el mundo, y dijo: que vengan trescientos vascongados a pelear con trescientos romanos.

-¿Y fueron ?

-Ya lo creo. El jefe se llamaba Aitor.

-¿Y quién ganó?

-¿Quién había de ganar? ¡Los vascongados!

-Y ¿cuánto tiempo hace de eso?

-No me acuerdo… pero mucho tiempo.

-Sí, deben ser veinte siglos, poco más o menos.

-Sí, pero mi amiga se acuerda de todo muy bien.

-¿Tiene esa edad tu amiga?

Ángela se sonrió por primera vez, y Leonita empezó a ponerse seria.

-Mi amiga, dijo, no es vieja, tú la verás.

-Con mucho gusto, hija mía, y estoy dispuesto a encontrarla joven y hermosa.

En este momento vinieron a avisar a Ángela que el monsiur estaba en la sala. El rostro de Ángela se oscureció como si lo hubiese cubierto una nube de humo, y dijo levantándose lentamente:

-Tomarán vdes. el café sin mí.

-¡Dios mío! Exclamó Leonita; ya tenemos aquí… Pero se detuvo, y poniendo su boca en mi oído, concluyó la frase: ¡al hombre de las narices de cartón!




ArribaAbajoXI

Paulo


El cirujano se retiró a descansar, y Leonita me llevó al jardín. A pesar de no haber dormido la víspera, yo no tenía sueño; antes sentía la necesidad de aire y de movimiento. La visita del monsiur, como decía Andrea que le llamaban, por no haber podido pronunciar su nombre, me inquietaba, y presté mayor atención a las explicaciones que Leonita empezó a darme desde luego. Había al final del jardín, en el rincón del muro, una glorieta que parecía hecha para tratar secretos de Estado, porque no era accesible sino por una senda que se veía a lo largo desde adentro, y que impedía toda sorpresa. Allí me llevó la niña para contarme sus historias.

-Por supuesto, empezó, que yo sé lo que quiere el hombre de las narices de cartón.

-¿Qué quiere?

-La casa; y ¿sabes tú por qué la quiere más? Porque la junta con el maíz que era de Paulo, y que ya es suyo, y donde está la casa de arriba, que era de Andrea, y ya no es, porque la vendió Paulo para pagarle al israelita que le prestó el dinero a Andrea para dárselo a mamá, y se quedó con todo el hombre de las narices.

-A ver, cómo es eso. ¿La casa de arriba era de Andrea?

-Sí, que se la regaló papá porque me crio, y luego la juntó con la tierra de Paulo, que también se la dio papá para sembrar el maíz, y todos se fueron a la calle, y el hermano de Andrea se fue a América, y Paulo está muy pobre y pesca en el río, y la madre de Andrea está muy vieja, y ya no puede trabajar y cuida los patos.

-¿Cómo sabes tú que prestó el dinero el israelita?

-Porque yo fui con Andrea a su casa… verás… su casa está en un hondo, y luego hay un callejón, y luego hay una puerta muy vieja, y luego hay un cajón largo…

-Y ¿viste tú al israelita?

-Sí, y no tiene piernas, porque está siempre metido en el cajón.

-Pero ¿le verías los brazos?

-Ya lo creo, como que los brazos los tiene encima del cajón.

-Y tendrá manos.

-Y uñas negras.

-Y ¿cómo fue eso?

-Andrea le dijo que quería dinero… Pero ¿sabes tú cómo se presta dinero?

-Enséñamelo.

-Saca tres duros.

-Toma, le dije, sacándolos.

-Bueno, yo te presto este duro.

-Bien.

-Ahora tú me das dos duros por el duro que te he prestado.

-Bravo, ¡y yo que me quejaba de los banqueros de Madrid! El ciento por ciento: ¿y le prestó a Andrea?

-No, porque Andrea le dijo que ella no tendría nunca dos duros para el duro que le prestaba.

-Y ¿qué hizo?

-Le dijo el del cajón: pues hija, yo no te puedo prestar.

-¿Y se vino Andrea?

-Andrea le dijo que tenía una casa, y él le dijo que si otro quería la casa él daría dinero, y entonces Andrea me trajo y se lo fue a decir al monsiur, y el monsiur tomó la casa y le dio el dinero a Andrea, y Andrea le dio el dinero a mamá, y Paulo vendió también la tierra de maíz, y el dinero se lo dio a Andrea, y Andrea no tiene ni esto… -concluyó la niña tocando con los dientes la uña de su pulgar.

-Pero ¿cómo sabes tú que la casa y el maíz son del monsiur?

-Vaya, porque viene a ella todos los días con la cotorra.

-¡Ah! ¿El hombre de las narices de cartón tiene también una cotorra?

-Es una mujer.

-Y ¿por qué la llaman la cotorra?

-Yo no sé. Es fea, pero no es verde; es muy negra y tiene las cejas de tinta.

-¿Mamá tendrá mucho dinero?

-No, si no tiene, y por eso nos quiere quitar la casa el monsiur, y eso que Marcelo le ha dicho que nos deje en paz.

-¿Marcelo le conoce?

-Le tiene mucho miedo a Marcelo.

-¿Por qué?

-A ver, porque Marcelo es vascongado y él es alemán.

-Ya…

-Y no es cristiano.

-¿Qué?

-No oye misa.

-¿Qué sabes tú?

-Me lo ha dicho el cura de Loyola.

-¿Y el cura no le riñe?

-A él no, pero le riñe a mamá.

-¿A mamá, por qué?

-Porque habla con él.

Calló Leonita fatigada y yo quedé reflexionando en la extraña situación de Ángela. ¿Qué extravíos debieron ser los de Virgilio para haber conducido a su familia a tan humillante estado? Una vida de juego y de disipación debieron ser la causa de aquella repentina bancarrota, en que había dejado deudas tras de sí que comprometían la dignidad y la honra de mi prima, y que me cubrían el rostro de vergüenza. ¡Ángela supeditada a la misericordia de sus criados, al préstamo de un judío, a la insolente imposición de un acreedor de tan repugnante estofa! ¡Y ella, tan delicada, tan noble, tan altiva siempre, rehusando hasta el legítimo apoyo de su primo, del que debió ser su marido si el fatal honor de la amistad no se hubiera interpuesto!

No pudiendo en aquel momento de vértigo estrechar a Ángela entre mis brazos, cubrí de besos a su hija.

-Me gustan, le dije, las historias que me cuentas, y es preciso que Andrea recobre su casa, y que el pobre Paulo vuelva a sembrar el maíz en su tierra. Le daremos el dinero a Marcelo para que se entienda con el monsiur.

-¡Oh! ¡Qué loca se pondría Andrea, que está siempre llorando por su casa! Como que las gallinas se van allí y los huevos se los come la cotorra.

-Esa mujer debe ser voraz, en efecto.

-Tiene la boca así (y Leonita señaló una cuarta). Y antes tenía yo cuanto maíz quería, y ahora el que cojo aquí… mira, ¿ves qué poco maíz?

-Muy poco.

-Paulo no tiene ya más pan que el que le damos en casa, y ya ves, él necesita, además de lo que come, tres panes para los muertos.

-¿Les lleva pan a los muertos?

-Sí, el pan que se lleva a la iglesia y se pone junto a la luz.

-Sí, ya sé.

-Pero no se lo comen los muertos.

-Pues ¿quién se lo come?

-El cura.

-¿Él puede comer tanto pan?

-Ca, se lo echa a sus patos.

-Por eso he visto yo esos patos tan gordos.

-Como que toda la iglesia de Loyola se llena de pan que no se puede pasar, y lo que hace Andrea es que no come por llevarle el pan a su hija, que está enterrada allí; yo tengo que meterle en la boca los pedazos, porque si no se moriría.

-Antes de tomar determinación alguna por las historias de Leonita, pensé que era prudente oír de la boca misma de Paulo la justificación de aquellos hechos.

-¿Dónde, dije a Leonita, encontraremos a Paulo?

-Allí abajo tiene la red.

-Vamos a buscarle.

Costeamos la ribera sin salir del jardín, y llegamos a un recodo donde se veían clavadas unas estacas para la pesca del salmón. Allí estaba Paulo con su boina encarnada y su blusa azul. Yo no lo hubiera conocido, tanto había cambiado. Paulo era hacía ocho años un hombre alto, gallardo, atlético, de tez sonrosada y cabello rubio, y de apariencia joven, aunque tenía cincuenta años. Sus cuatro hijos, tan altos como él, parecían hermanos suyos, y constituían una compañía de cinco trabajadores capaces de sembrar el maíz en la más alta cresta de los montes de Guipúzcoa Ahora tenía el pelo como la nieve y estaba encorvado.

-Paulo, gritó Leonita; ven, que ha venido mi tío.

Paulo se levantó trabajosamente de la piedra donde estaba sentado a la orilla y vino hacia nosotros.

-Buenas tardes, señor conde.

-¿Cómo va, Paulo?

-Cerca, gracias a Dios, del descanso.

-¿Y la mujer?

-Tan vieja y tan cansada como yo.

-¡Dios mío! Exclamó Leonita; no hemos esperado a Marcelo y estará ya allí, y se encontrará solo en el jardín… voy corriendo -y escapó hacia la casa.

-Muy abatido está un hombre, dije a Paulo.

-No tanto como debiera, señor.

-¿Cómo es eso? ¿No ha tenido vd. noticias de sus hijos?

-De mi hijo, señor; no tengo más que un hijo, y no sé si ya no tengo ninguno.

-¿Los ha perdido vd. aquí?

-Perdí los tres allá; se fueron a América porque aquí éramos muchos para tan poco trabajo, y daba grima emplearnos cinco en una anega de maíz. Allí murieron tres: el otro quedó conmigo y era el que me ayudaba al trabajo; pero cuando vendí la tierra se fue también.

-¿Usted vendió la tierra?

-Sí, señor.

-¿No le producía a vd. lo bastante?

-Sí, señor, muchísimo; de sobra teníamos.

-¿Por qué la vendió vd.?

Paulo tomó un aspecto reservado y frío, y no me contestó.

-Hizo vd. mal en venderla, Paulo.

-Si hice mal o bien, ya daré cuenta al de arriba.

-¿Habrá vd. invertido el capital en cosa mejor?

-Sí, señor.

-¿Tendrá vd. renta?

-La renta del que paga y no debe.

-¿Tenía vd. una deuda?

-De agradecimiento.

-¿Y la ha pagado vd.?

-He procurado pagarla.

-¿Quién tiene ahora la tierra?

-¡El demonio!

-¿Cómo es eso?

-Sí, señor, el demonio se nos ha metido de rondón en nuestra tierra, y lo que es más, añadió con acento desesperado, en la casa de mi hija.

-¿Andrea vendió la casa?

-Vendimos las dos cosas juntas.

-¿Las pagarían bien?

-Muy mal.

-¿Por qué hizo eso Andrea?

-Porque era su obligación.

-¿De modo que ella guarda sus cuartitos?

-No guarda nada.

-¿Andrea se ha hecho gastadora?

-¿Tiene el señor conde algo que mandarme?

-Sí, Paulo, que yo quisiera esa casa y esa tierra.

-Ha venido tarde el señor conde.

-¿De quién era esa casa antes de venir a ella la familia de vd.?

-Del señor conde Virgilio.

-¿Y la tierra?

-La compró el señor conde para mí y para mis hijos.

-¿Vd. tiene un hijo?

-Sí, señor.

-No podía vd. vender esa tierra…

-Pues la vendí, contestó con acento enérgico y casi colérico el vascongado.

-Ya lo veo.

-Y si el señor conde no me necesita, voy a dar una vuelta a las redes. No había duda; Paulo había vendido la hacienda para satisfacer alguna deuda de Virgilio. Era preciso que yo viese a Marcelo y arreglase este asunto inmediatamente. ¡Pero qué fidelidad, qué honradez, y sobre todo qué dignidad! Cada uno de los hombres de estas provincias tiene el carácter que debiera tener un rey




ArribaAbajoXII

Las virtudes de Virgilio


Cuando volví a buscar a Leonita la encontré acompañada de Marcelo y del cura de Loyola. Manifesté a este mi satisfacción por volver a verle después de tanto tiempo, y él me expresó cuánto celebraba mi venida por muchas razones.

Yo no sé cuántos años tendría este venerable anciano, porque la primera vez que le vi creo que me dijo que pasaba de setenta, pero los llevaba como carga ligera. No fiaba a nadie el cuidado de su parroquia, diseminada en los valles y en las colinas, y era, como antes y siempre, el protector de los desvalidos. Nos sentamos en un banco del jardín, y me habló desde luego de lo conveniente que sería que llevase la familia lejos de aquellos sitios.

-Aquí, dijo, ha pasado una tragedia que este pueblo no había visto jamás. Afortunadamente las gentes no han comprendido sino una parte de ella, y yo he prohibido todo comentario sobre este asunto.

-¿Usted vio a mi primo poco antes?

-La víspera por la mañana confesó y comulgó, y al siguiente día vine a verle y estaba tranquilo, aunque muy pálido; me besó la mano al despedirse y me recomendó que no dejase de examinar con frecuencia los adelantos de su hija en la doctrina. Yo marché media legua de aquí a administrar a un enfermo; y cuando volví a casa me encontré a Andrea que venía a buscarme por la desgracia que había sucedido. ¡Lástima que aquella vida ejemplar terminase por cometer el mayor de todos los pecados…

-Mi primo observó siempre una conducta…

-Irreprensible. El conde Virgilio era un espejo de honor y un manantial inagotable de caridad. Las horas que no estaba con su familia, las empleaba en visitar conmigo las casas de los pobres. Donde entraba él allí entraba el consuelo. Los trabajadores dejaban su trabajo para mirarle cuando pasaba, y los niños gritaban de alegría al verle. Una noche tuvimos un fuego en aquel caserío que está allá arriba quemado; el conde Virgilio acudió, como siempre, el primero, y sacó dos criaturas, que sin él se hubiesen hecho carbón. Los padres quedaban arruinados; el conde recogió a toda la familia, les dio pan y trabajo, y me envió los chicos para que se educasen en nuestra escuela. Sus caseríos estaban siempre ocupados con la gente que no tenía vivienda; sus tierras no eran suyas, sino de todos los que querían sembrar. ¡Que Dios haya tenido en cuenta tantas virtudes para perdonarle el mal fin!

-¿Qué motivos pudo tener mi primo?

-¡Ay! Motivos sí tendría; pero no hay ninguna clase de motivos, señor conde, que disculpe las ofensas a Dios.

-La ruina de su fortuna no era por sí sola capaz de llevarle a ese extremo.

-El cura guardó silencio, y yo me sentía agitado por las más violentas emociones. Los elogios del cura a Virgilio me hacían daño; hubiera deseado oír hablar de sus extravíos; y no pude reprimir esta exclamación de despecho:

-¡Con tantas virtudes ha hecho desgraciada a mi prima!…

-Señor conde, replicó el cura con acento de la más severa indignación, ¿quién ha hecho desgraciado a quién?

-¿Hay alguien que se atreva a acusar a mi prima?

-La señora condesa, respondió el cura reprimiéndose, dará cuenta a Dios.

¡Qué horrible incertidumbre empezó a sentir mi alma! Aquel estado de angustia me era insoportable, y me decidí a decir al cruel anciano que los celos de Virgilio habían tal vez dado lugar a creer que mi prima le hacía desgraciado.

-El conde Virgilio, dijo el cura, no tenía celos ni motivo para dudar de la señora condesa.

Respiré, y siéndome indiferente todo lo demás, propuse al anciano que tuviésemos una conferencia con Marcelo para arreglar el asunto de la casa y de las tierras que pertenecieron a la familia de Paulo.

-Puesto que vd. sabe eso, dijo el cura, debe saber también que este palacio y las tierras de los jardines están empeñadas, y que va a concluir el plazo del préstamo.

-¿Y con quién he de entenderme sin que lo sepa mi prima?

-No sé; porque el administrador se marchó al día siguiente de la muerte del señor conde.

-¿No sabe vd. quién ha hecho el préstamo?

-Debe saberlo Andrea.

-¿Sabe vd. a cuánto asciende el préstamo?

-Creo que a seis u ocho mil duros.

-¿Quiere vd., señor cura, hacerme el obsequio de recibir esa cantidad de mi banquero de San Sebastián, y entenderse con los prestamistas para que esta finca quede libre?

-Con mucho gusto.

-Gracias: voy a dar a vd. una orden, y que no sospeche nada mi prima. Cuando hube terminado este asunto con el cura, me acerqué a Marcelo y le invité a hablar conmigo.

-Tengo que pedir a vd. un favor, le dije.

-Mándeme vd., señor conde.

-Usted está enterado en los asuntos de esta lamilla, y parece que hay una casa y unas tierras que eran de Paulo y que se han vendido a un señor alemán; ¿tendría vd. la bondad de proponer la compra, pagando por la retroventa cualquier prima que se nos exija?

-Ya han tomado bastante prima, contestó Marcelo con cierta ironía que no comprendí entonces: yo sacaré la casa y las tierras por el préstamo que se hizo, porque el alemán no tiene derecho a ellas si se le paga ahora.

-¿Y cuánto tengo que dar a vd.?

-Ahora nada; después que esté arreglado abonará vd. los recibos.

-Gracias, caballero. Tengo la seguridad de que vd. se interesa en las desgracias de esta familia.

-Todo lo que pertenezca al conde Virgilio es para mí objeto de veneración.

-Usted le quería mucho.

-Le admiraba más que le quería; hombres de tan superiores cualidades no nacen todos los días, y cuando se pierden no se consuela uno jamás.

-¿Usted ha formado algún juicio sobre aquel vértigo que le acometió?

-El conde estaba sereno.

-¿Cuántos días antes le había vd. visto?

-La noche anterior.

-¿Y qué le dijo a vd.?

-Nada; que no dejase de acompañar a Leonita.

-¡Y mi pobre prima!

Una sonrisa incalificable de amargura, de desprecio y hasta de odio se dibujó en los labios de Marcelo. Aquella sonrisa me puso fuera de mí, y me separé de él fríamente. ¿A quién hablaría que no me contase las virtudes de Virgilio




ArribaAbajoXIII

La amiga íntima de Leonita


Leonita reclamó al día siguiente la promesa que le había hecho de ir a visitar a su íntima amiga, y nos dirigimos a lo alto de la colina acompañados de Marcelo. La subida era tan agria, que a pesar de estar yo muy acostumbrado a la escabrosidad de Sierra Morena, no hallaba suave el paseo. Para subir y bajar, como Marcelo, tres o cuatro veces al día a aquel empinado caserío, se necesitaba una constitución tan recia y dura, como la de los vascongados, verdadera raza española, sin mezcla alguna de griego ni de moro. Allí están desde el diluvio con sus casas de madera y sus carretas que rechinan, como un pueblo acampado pronto a salir al combate a la más pequeña amenaza contra sus fueros. Ahora se veían tranquilos recogiendo su maíz sembrado en las laderas escarpadas, como si el terreno curvo y perpendicular fuese para ellos tan fácil de labranza como el horizontal. Recordábanme aquellas boinas encarnadas que coronaban la cima de la colina, las madroñeras que tenemos en nuestras sierras de Andalucía, donde solo suben los erizos a coger el fruto, con la ingeniosa manera de clavarlos en las puntas para bajar rodando con él. ¡Pobres erizos humanos los de la Cantabria! ¡Cuántos trabajos para tan poco fruto! Leonita subía con la ligereza de una cervatilla. De trecho en trecho se detenía y nos recitaba algún fragmento de las poesías de Marcelo.


El Hirnio se estremece
Al grito de aurrerá,
La sombra de Lartaun3
Sobre la cima está.
……………………
Los siglos han pasado,
Guernica ha de vivir;
Montañas de mi patria,
Aquí hemos de morir.
……………………
Jamás del pueblo Euskaro
El genio han de vencer;
Libre es desde el diluvio,
Libre siempre ha de ser.
……………………
¿Qué quieren los franceses?
¿Su límite ensanchar?
Decidles que recuerden
El fin del triste Aibar4.
……………………
Si el águila de Roma
No pudo antes venir,
¿Pensáis que ese milano
Podrá llegar aquí?
……………………

-¿No es usted amigo de los franceses? Pregunté a Marcelo.

-Mi abuelo, respondió, fue uno de los generales que murieron en la guerra de la independencia, y mi padre, diputado foral, sostuvo siempre la política de resistencia a las influencias de la Francia. Nosotros tenemos que ser más reservados en nuestras relaciones con la Francia, porque somos un país fronterizo, y corremos más peligro de ser absorbidos que las otras provincias de España. Los vascos franceses y los vascos españoles tienen el mismo clima, la misma vegetación y las mismas costumbres. Son una misma familia dividida por un río, y la cuestión es si nosotros debemos llegar hasta Pau, o si ellos han de venir hasta el Ebro. Claro está que nosotros no hemos de ser conquistadores; pero esté vd. seguro de que tampoco seremos conquistados.

Así hablaba Marcelo cuando llegamos a la plataforma de la colina donde estaba la casa de su madre. Era de ancha base y de baja techumbre, y tenía un balcón circular de madera, vestido de hiedra. Formaba la entrada una especie de patio rodeado de árboles, a uno de cuyos troncos se hallaba atada una cabra, que Leonita abrazó y besó con tanta efusión, que hube de preguntarle si era aquella su amiga íntima.

-Las cabras, contestó seriamente, no son nunca amigas, son compañeras; ahora verás a mi amiga; y corriendo y gritando entró en la casa y volvió a salir acompañada de la madre de Marcelo. A su vista comprendí que ni romanos ni franceses hubiesen podido dominar aquellos países. Los países donde no hay mujeres, o mujeres como aquella, son difícilmente dominados. Era la amiga íntima de Leonita, algunas pulgadas más alta que su hijo, y su armazón muscular la que debieron tener los vencedores de Octavio y de Aibar. Su traje negro de lana, ceñido como una funda, no tenía pretensiones de hacerla parecer mujer, ni más ni menos que el traje talar de los clérigos. Era una manera de envolverse como cualquiera otra, y su misma falta de amplitud daba a entender la resolución de que las formas apareciesen como eran, varoniles. Tenía en la cabeza un pañuelo negro cruzado por detrás, y volviendo con sus puntas a ceñir la frente para quedar sueltas a los dos lados de las sienes como dos cuernos negros. El cutis era de pergamino, las cejas pronunciadas, la nariz larga y dura, la boca grande y severa, y la barba cubierta de vello.

Leonita había saltado a sus brazos y besaba su rostro con dulcísima ternura. La viuda me alargó su mano atlética y nos convidó a sentarnos en un banco de piedra que había a la entrada de la casa.

-Gracias a Dios, dijo Leonita, que mi tío te ve, porque podía pensar que eras vieja.

-No tendrá ese pensamiento, repuso la viuda con una expresión llena de bondad infinita, si le digo que hasta enero no cumplo los ochenta años.

-Pues mi tío iba creyendo que eras tan vieja como los romanos.

-No, señor conde, no sería justa esa apreciación, y este es un motivo más para que yo celebre la honra de esta visita, que al mismo tiempo que me complace me justifica.

-Cuando se tiene el alma de vd., señora, le dije tomando su mano y besándola, no se llega nunca a la vejez.

-Es claro, añadió Leonita, ¿cómo había de ser amiga mía si no fuera joven?

-Este es su afán, dijo la viuda; alguien ha debido hablarle de la extravagancia de su amistad, y está siempre recelosa de la diferencia de nuestras fechas.

-Más viejo es el de las narices de cartón, dijo Leonita.

-Sí, hija mía, no hay nada más viejo que el vicio.

-¿Quién es ese hombre? Me decidí a preguntar.

-Luego hablaremos, señor conde, me respondió la viuda; y nos invitó a entrar en la casa, donde nos ofreció tortas de maíz, leche y manzanas.

Leonita empezó a hacer resonar sus tacones en el piso de tabla con la misma pueril satisfacción que se observa en el rostro de nuestros diputados de provincia, cuando por vez primera pisan las mullidas alfombras de nuestro Congreso. Una mesa de roble sin pulir, unas sillas con asiento de tabla y el primer armario de nogal que, sin duda, construyeron los várdulos, componían todo el mueblaje de la casa del antiguo diputado foral, que había resistido la influencia de la Francia. No es, no, por las armas por donde nos han de dominar los franceses; es por el lujo, que nos corrompe como a ellos. Las mujeres de las provincias vascongadas ven pasar por sus caminos los fardos de ricas telas y las cajas de preciosos juguetes, como otros tantos conductores de pestilencia, y no los tocan ni los miran. Vienen intactos a Madrid, y aquí tragamos todo su veneno. Pero si no había en aquella casa muebles elegantes, había magníficas vistas. A la derecha se descubría el Urumea, a la izquierda el mar, y multitud de los palacios que han construido los grandes políticos inválidos y los grandes de España cesantes. San Sebastián es hoy la casa de socorro de las dos naciones limítrofes, y es preciso confesar que no puede ser ni más hermosa ni más rica.

La viuda se volvió a su hijo y le advirtió que fuese con Leonita a dar de comer a la cabra, y cuando se hubieron separado, dijo acercándose a mí y bajando la voz:

-Yo deseaba mucho, señor conde, que su prima de vd. tuviese a alguno de la familia a su lado, porque es una cosa terrible lo que le pasa a esa pobre señora.

-Sí, ha tenido la desgracia de perder a su marido.

-Si fuese eso solo…

-¿Pues quién la molesta, señora?

-¡Ese hombre!…

-Pero ¿quién es ese hombre?

-Este hombre es uno de los pajarracos que ha traído a España la tempestad revolucionaria. Dijeron libertad de cultos, y al instante hemos visto, señor conde, esos pelos de estopa y esas levitas verdes.

-¿Y qué relación puede tener mi prima?…

-¡Ah! No, con la libertad de cultos, no; la señora condesa es cristiana como ninguna. Yo bajo todos los días a la iglesia, y aunque sea al amanecer la encuentro como una santa arrodillada en el altar de la Dolorosa. ¡Bastante tiene que rezar por que perdone Dios el gran pecado que cometió su marido! ¿Pero será posible que ese hombre que tanto aborrece Leonita, la ha de perseguir hasta en la iglesia? Yo he estado ya, señor conde, por hablar al cura, pues no siendo ese hombre cristiano, ni mucho menos, no tiene para que entrar adonde estamos las humildes esclavas de Dios. Él va allí, no para oír misa, porque jamás la oye ni se arrodilla, sino para acechar a la señora condesa, como el buitre cuando tengo en la ventana alguna cría nueva de pichones. Sus ojos se parecen al de esa máquina que pasa todos los días arrastrando las almas, y me temo, señor conde, que puede hacer mucho daño a nuestra niña, que se ha quedado la pobrecita sin padre.

Las palabras de la viuda me pusieron fuera de mí. Había un hombre tan insolente que perseguía a Ángela hasta en la iglesia, y Ángela no rechazaba a este hombre ni acudía a mí para reclamar mi legitimo apoyo. Confuso y desconcertado, pedí permiso a la viuda para retirarme, y esta fue a llamar a Leonita, que estaba a la vista con la cabra. Di gracias a la viuda, volví a besar su mano, y bajamos del caserío.




ArribaAbajoXIV

Los enemigos políticos de Sócrates


Al volver a mi cuarto encontré una carta de mi administrador de Andalucía, que me decía lo siguiente:

«Tengo el disgusto de poner en conocimiento del señor conde los terribles sucesos que han tenido lugar en su posesión, el día después de su salida de la corte, y la necesidad de que vuelva aquí lo más pronto que le sea posible. Ya sabe el señor conde que en Andalucía se ha dado en el tema de creer que lo que es de uno es del otro, y lo que es del otro no es de uno, cosa que nunca he podido entender, aunque lo he visto impreso en letras de molde. También sabe el señor conde que hace ya tres años que empezaron a llevarse el fruto, de modo que escasamente dejaban aceitunas para los tordos. El señor conde no quiso nunca que se persiguiese a los enemigos de la propiedad, fundándose en que pudieran ser gentes tan pobres que necesitasen este manejo para comer; y en efecto, envalentonados con la generosidad del señor conde, en vez de coger el fruto como otros años, se quedaron dentro de la posesión para comérselo más descansadamente en la casa del señor conde.

Y no es esto solo, sino la horrible venganza que han tomado en el más fiel defensor de la casa y de los intereses del señor conde. ¡Ah, señor! ¡Qué bien conocía él quiénes eran sus enemigos! Con aquella penetración que le hacía tan superior a sus semejantes, con aquel ojo perspicaz que todo lo distinguía, con aquel sentido tan fino, que todo lo olfateaba…»



-¡Sócrates! Exclamé, apartando mi vista de la carta; ¡Sócrates ha sido la víctima!

«Él sabía, señor conde, quiénes eran sus enemigos, ¡pobre perro! La lucha fue larga y sangrienta. Ellos le atacaban en nombre de la libertad, él defendía la inviolabilidad del domicilio; ellos querían entrar en la casa, él se interponía; ellos le hirieron, él los mordió, y al fin cayó acribillado de balas, señor conde, dejándonos el consuelo de que ha muerto sosteniendo las buenas doctrinas, aunque materialmente hayan triunfado sus enemigos, que están ahora dueños de la casa del señor conde.

Los guardas huyeron y yo me refugié en casa del alcalde del pueblo, que como es también de sus ideas está muy respetado por esta gente. Este mismo es el que aconseja al señor conde que vuelva, porque dice que en dando el dinero que necesitan, los que están dentro de su casa no tendrán el menor inconveniente en dejarla libre, y que ellos mismos servirán de guardas en la posesión. El alcalde es hombre de orden y no dudo que hará cumplir lo que ellos ofrecen. Esto es lo que ha pasado, y deseo que el señor conde envíe sus órdenes, etc.»



¡Pobre perro mío! Mi compañero hacía tantos años; el que me seguía en todas mis excursiones; el que velaba mi sueño; el que no me abandonaba jamás. A él había aludido Virgilio en su carta, cuando decía que «solo los perros se habían conservado fieles», y de él habló Leonita cuando me presentó a Marcelo. ¿Y para qué había yo de volver a Andalucía? ¿Qué me importaba lo que pudieran hacer en la casa ni en las tierras después de haber matado mi perro?

Además, ¿qué especie de negociaciones quería mi administrador que yo fuese a entablar con los bandidos? Es verdad que mi abuelo se dejó robar dos o tres veces por José María al atravesar Sierra Morena, pero nunca reconoció el derecho a ser robado, ni José María pretendió pertenecer a un partido político. La pretensión del alcalde de que yo fuese a tratar de potencia a potencia con los que se habían metido en mi casa, me parecía impertinente. Si el miedo no hubiese turbado el juicio de mi administrador, hubiese comprendido que yo no podía volver sino para echar a tiros a los que habían entrado a mi casa, vengando justamente la muerte de mi perro. ¿Por qué le pondría yo el nombre de Sócrates en tan brutales tiempos? ¿Por qué no le llamaría Prudhon?…

El pesar que me causó la muerte de mi perro, me hizo tomar con indiferencia lo que se refería a los intereses de la casa, y en vez de contestar al administrador escribí a mi apoderado D. Julián, autorizándole para que arreglase como quisiera el asunto de mis tierras de Andalucía. Una cosa le recomendé eficazmente, y era que si los enemigos políticos de Sócrates habían guardado su collar, que era de plata, tuviesen la bondad de restituirlo, porque era una insignia que representaba una larga carrera de fieles y leales servicios, y a nadie podía servir sino a mi desgraciado perro.

Este incidente me había hecho olvidar por un momento al hombre de las narices de cartón, y la incisiva advertencia de la madre de Marcelo. Yo necesitaba tener una larga entrevista con Ángela, y saber claramente el estado de sus asuntos y las razones que le obligaban a sufrir la extraña intervención de aquel extranjero tan antipático al país, y cuyas repetidas visitas no podían menos de llamar la atención de la familia. Llamado y autorizado por ella misma para protegerla, yo me proponía empezar a desempeñar mi papel sin rigor, pero con firmeza, y estaba decidido a ajustar con el hombre de las narices de cartón todas las cuentas que hubiese pendientes de dinero y de conducta.




ArribaAbajoXV

La aparición


Aquella noche nos reunimos en el gabinete de lady Lenox, que era el pabellón que ocupaba antes mi prima, y adonde había hecho trasladar a su amiga para que disfrutase de las magníficas vistas del río. ¡Qué buen gusto, qué sencillez y elegancia en todo lo que Ángela disponía! Cuando niña la llamaban la princesita, y después había conservado su aire de princesa, aunque era más bien una artista. Su sala pintada a la oriental por una mano maestra, armonizaba con la tapicería, y no tenía más adorno que un espejo de marco de ébano de admirable talla que subía hasta el techo sostenido por un gracioso pedestal de un pie de altura. Un velador de la misma talla contenía el canastillo de flores que Leonita había hecho preparar para la huésped, y todo lo demás eran mesitas pequeñas trasportadas para contener las vistas fotográficas, los frasquitos de sales de todas formas y las carteritas escocesas de la propiedad de Lady Lenox. Una lámpara opaca y sonrosada, como una nube de verano, daba una tinta más calorosa a los objetos, y embellecía hasta el rostro pálido y desencajado de mi lady. Leonita, con sus manecitas cruzadas y sus piececitos recogidos debajo de la falda, dormía descansando de sus largas correrías en un ancho diván, y nunca Murillo tuvo modelo más precioso para sus niños, como no fuese el de Ángela para sus madres. Las ventanas de la habitación eran dos salidas a una galería de cristales convexos de una sola pieza, que se destacaban sobre el río, y que resguardaban una hermosa colección de hojas anchas de todas formas y climas diferentes, iluminadas entonces por la luz de la luna. En este recinto misterioso nos sentamos Ángela y yo mientras el doctor mantenía con la paciente un diálogo en dos idiomas, el castellano puro y el castellano de Lady Lenox.

Ángela estaba pensativa y sombría, como no la había visto jamás, y me asustó la expresión de sus ojos cuando un rayo de luna iluminó aquella pupila brillante y audaz, como la del milano en un día de tormenta.

-¿Qué tienes, Ángela? Le dije tomando su mano; tú sufres y no me cuentas por qué.

-Sería difícil, Enrique, y además no me comprenderías.

-¡Cómo! ¿Tan desgraciado he llegado a ser que ya no puedo comprenderte?

-Al contrario, eres feliz con eso.

-¿Hay, Ángela, algún hombre que merezca tu confianza mejor que tu primo?

-Yo no tengo confianza en nadie.

-No obstante, hay hombres que te asedian, que te persiguen; supongo que habrá antecedentes para que se conduzcan de un modo tan extraño.

-No sé de quién hablas, Enrique.

-De ese hombre que dice Leonita que tiene las narices de cartón.

-¡Ah!

-Parece que se mezcla mucho en los asuntos de esta casa: ¿era amigo de Virgilio?

-No era su amigo, no.

-¿Es posible?

-¿Qué tiene eso de extraño?

-¿Es entonces amigo tuyo?

-¡Oh, yo no tengo esos amigos!

-¿Qué es entonces?

-Es un alemán.

-Que me inspira muchos celos, Ángela.

-¡Celos!… ¡Él!… ¡Ese hombre!…

Ángela concluyó con una risa tan natural y tan franca, que no dejaba duda del desprecio que le inspiraba.

-¿Con que es verdad, dije temblando de gozo, que ese hombre tiene narices de cartón?

-¡Qué sé yo de qué son! Replicó sin dejar de reír; pero son horribles.

Aquella frase me satisfizo completamente. ¿Por qué me ocupaba de aquel hombre cuando estaba solo con Ángela a la luz de la luna, y tenía su flexible mano tan cerca de mi corazón? Arrepentido de mi indigna desconfianza, la besé mil veces.

Ángela volvió a recobrar su expresión melancólica, y retiró débilmente su mano.

-Dime, Ángela, que no llegaste a olvidar nunca a tu primo.

-Nunca.

-¿Aunque vivimos tan lejos uno de otro?

-Siempre pensé en ti.

-Y después del sacrificio que hicimos, él…

-Silencio, interrumpió Ángela, no le nombres; su sombra vaga por esta ribera.

-¿Crees en aparecidos?

-Le ha visto Marcelo.

-¿Marcelo ha dicho que le ha visto?

-Sí.

-Abandonemos, pues, estos sitios, Ángela, donde te inquietan esas preocupaciones.

-No puedo marchar de aquí sin dejarlo arreglado todo.

-Tú no tienes que arreglar nada, Ángela; deja todo a mi cuidado.

-Imposible, Enrique, hay obligaciones que es preciso cumplir.

-Yo cumpliré esas obligaciones.

-Imposible.

Ángela pronunció este imposible tan imperiosamente, que lastimó mi corazón y dejé su mano, que había vuelto a tomar. Ella cogió una hoja ancha y se puso a moverla de abanico, al mismo tiempo que con los pies hacia rodar la maceta de la planta tropical de donde la arrancó, como si en su distracción no tuviese conciencia de lo que hacía.

-Puesto que no quieres nada de mí, le dije con amargura, ¿por qué me has llamado?

-¿Que no quiero nada de ti? -Exclamó Ángela, tirando la hoja y mirándome con su mirada de niño fija y osada.- ¡Sí, Enrique, te quiero a ti!

¿Habéis salido de un calabozo oscuro y frío a los esplendores de un día de abril, y habéis sentido en vuestra sangre el calor de los rayos del sol? ¿Habéis amado?

-¡Me quieres a mí, Ángela, y me lo dices delante de la luna!

-La luna lo sabía ya.

-¿Y por qué no me lo ha dicho en tantos años que he sufrido lejos de ti?

-Porque es discreta: sabía que no debías venir. Él tenía celos de ti. Siempre decía que le había preferido por despecho de que sacrificases tu amor a su amistad, y nunca, Enrique, nunca estuvo tranquilo.

-Sí, yo sacrifiqué mi amor a su amistad, y no me arrepiento, porque he ganado con el martirio el derecho de adorarte.

-Calla, Enrique, y ten fe en mí, que no deseo más que vivir a tu lado como vivía antes de casarme. ¿Te acuerdas, Enrique, de nuestros paseos a la orilla del Tajo? ¿Te acuerdas del jardín de la Isla? ¿Y del árbol grande que tenía en la raíz descubierta un asiento para los dos?

-¡Ay, sí! Todo lo recuerdo.

-Volveremos allí, Enrique, ¿no es verdad? ¡Ah! ¡Qué deseos tengo de abandonar este triste país! Necesito sol claro; estas nubes me ahogan.

Ángela dejó caer su cabeza en mi pecho, y yo puse mi boca en su sien palpitante. De repente se levantó con energía y dijo dando con su pie en el suelo:

-Yo dominaré la rueda.

-¿Qué rueda, Ángela?

-La de la desgracia, que destroza a esta familia.

-¿No te he dicho que la he clavado ya?

-Todavía no: paciencia y triunfaré de todo. Que el ánimo no me abandone…

En este momento pasó por delante del pabellón la sombra de un hombre que tocaba casi con los cristales. Como el pabellón sobresalía un pie del río, no se comprendía por qué senda iba el que pasó. Ángela lanzó un grito que hizo despertar a Leonita y acudir al doctor. Lady Lenox se arrojó de su asiento, mientras Ángela, despavorida, huía del aposento gritando:

-¡Es él!… ¡Es él!…




ArribaAbajoXVI

Lo que sucede cuando se va en una lancha sin remos


Abrí precipitadamente la ventana de la galería, y grité sin saber a quién gritaba: «detente». Bajé rápidamente al jardín para descubrir el misterio de aquella inesperada aparición, y no tuve mucho que andar. A poca distancia del pabellón, sobre una lancha sin remos, iba un hombre con dirección a San Sebastián. Lo llamé, vino a la orilla y salté a la gabarra, hallándome frente a frente con Marcelo.

-Usted ha pasado, caballero, le dije severamente, tocando casi con su cabeza los cristales del pabellón, y como se le había referido a mi prima no sé qué cuentos de aparecidos, se ha asustado.

-Lo siento, contestó fríamente Marcelo.

-Desearía, repuse con sequedad, que vd. me pusiese al corriente del motivo que le ha impulsado a fabricar este cuento de aparecidos.

-Si se refiere vd. a la aparición del conde Virgilio, no es cuento, caballero.

-¡Cómo! ¿Pretende vd.?…

-Yo no pretendo nada; la pretensión es del conde.

-¿Cree vd. que los muertos resucitan?

-Han resucitado algunos, y extraño que vd. lo dude, porque lo dicen las Escrituras; pero esta no es una resurrección. Jesús es muy misericordioso para hacer con el conde Virgilio lo que hizo con Lázaro. Esta es solo una aparición. Yo lo he visto.

La voz de Marcelo era la voz del hombre verídico y honrado que no se afana por convencer, pero que es inexorable en sus afirmaciones. Ni una duda, ni una vacilación: -él decía- «yo lo he visto»; -como si dijera- «yo lo juro.»

La lancha corría y yo estaba estupefacto.

-¿Dónde y cómo le vio vd.?

-A pocos pasos del sitio donde se suicidó.

-¿Estaba vd. cerca de él?

-Yo estaba en la lancha y él en la orilla.

-¿Le habló vd.?

-Le invité a venir.

-¿Y respondió?

-Respondió -«no puedo».

-¿Distintamente?

-Distintamente.

-¿Y luego?

-La lancha corría como ahora.

-¿No le ha vuelto vd. a ver?

-No.

Marcelo era un hombre de superior talento. Valiente, como se descubría a primera vista, e incapaz, por consecuencia, de alucinarse por temores supersticiosos. Recordé entonces lo que me contó mi amigo P. ¿Quién no conocía en Madrid al frío jurisconsulto, al escritor sensato, al orador sereno, al diplomático imperturbable que tanto figuró como hombre de Estado? ¿Quién pudiera imaginar que aquel filósofo fuese visionario ni espiritista? Pues bien, de la boca de aquel sabio, que lo único que no sabía era mentir, oí la aserción de que se le había aparecido un espíritu, y que le había hablado…

Yo examinaba el rostro de Marcelo a la clarísima luz de la luna, como si fuese un jeroglífico que a fuera de mirarle me hubiese de dar la explicación de aquel enigma. ¡Qué interesante era su figura! De pie sobre la barca y engrandecido por la sombra, parecía más alto, aunque lo era bastante. Su cuerpo, delgado y flexible, se inclinaba a un lado, como por hábito de apoyarse en un palo, y tenía su cuello, erguido, la postura de un hombre que va a arengar. De su frente ancha arrancaba una cabellera ondulada hacia atrás, como las ramas de un sauce que agita el viento, y la mirada recta y decidida de sus grandes ojos, y la contracción amarga de sus labios, daban una energía extraordinaria a su fisonomía.

¡Oh! Si aquel hombre amaba, debía ser con el vértigo, y con el vértigo si aborrecía. Los hombres del Norte (y a esta raza pertenecen los vascongados) llevan con apariencia de calma el mar de fondo de su sangre. Mares helados de cuya superficie no hay que fiar, porque entre las grietas de sus témpanos se oye el rugido interno de las tempestades.

Corríamos y corríamos sin hablar una palabra. Marcelo iba sin duda a alguna parte, pero yo no iba a ninguna. Ya habíamos pasado el primer puente; la ría se ensanchaba y respirábamos de lleno las brisas marinas. Las sierras de Guipúzcoa se dibujaban como inmensas moles en el azul del firmamento. Las luces de los caseríos brillaban a lo lejos como estrellas caídas en aquel fondo oscuro. El silencio era completo. Llegamos al segundo puente, cuando un ruido espantoso estremeció de pronto las montañas: el puente retembló en sus cimientos, y un demonio con ojo de sangre y más de doscientas varas de rabo, pasó por cima de nosotros lanzando penetrantes alaridos, y fue a meterse en un agujero cavernoso de la montaña.

-Dudamos de las apariciones, dijo Marcelo, y sin embargo, ¿ha creado nada la fantasía como esta tremenda aparición? ¿La imaginó Dante?

-La explican el agua y el fuego, contesté.

-¡Oh! Replicó Marcelo con irónica sonrisa, ¡qué triunfo el de la materia! Creemos porque nos explicamos las cosas. Cuando no nos las explicamos no creemos. Dios debería tomarse la molestia de explicarlo todo para que no dudásemos. Allí ha hecho unos cuantos mundos con agua y fuego, que ya nos vamos explicando poco a poco. Primero creímos que el sol daba vueltas, luego descubrimos que estaba fijo, más tarde que rodaba también. Avanzamos y creemos que hay otros soles que valen más… ¿cuándo llegaremos al último sol? ¿Quién nos explicará dónde está la última rueda de la máquina y el fin del espacio? Todo es inexplicable -continuó Marcelo dejando el palo con que de vez en cuando guiaba la lancha, y abandonándonos a la corriente-. ¡Qué abismos inconmensurables en ese cielo de estrellas! Allí la vía láctea; un río de soles cuyo tamaño, cuya extensión no podemos comprender: dudamos si son soles, como dudábamos ayer si éramos mundo o isla rodeada de un río salado. Somos chinos, egipcios, griegos, romanos, europeos; pero siempre dudamos, porque nunca sabemos bastante, y al fin caemos…

Marcelo no concluyó la frase; la lancha, abandonada, había caído en una red de salmones. Los dos prorrumpimos en una carcajada, pero la verdad era que estábamos cogidos. Un hombre salió de entre aquellos palos de la orilla, y saltó sobre la lancha sin decir palabra. Con brazo vigoroso manejó el tridente, apartando el peligro, y nos echó al medio de la ría sin desplegar sus labios. Era Paulo. Pronto estuvimos en un semicírculo semejante a un gran lago, cuyas paredes eran montañas que ocultaban la luna. Giró la lancha a la derecha y descubrimos a San Sebastián, con su faro ciego y dos de vista corta, con el monte Urgull, orgulloso con razón de dominar el más hermoso paisaje que ofrece ningún puerto, y coronado de un castillo donde ya no hay caballeros feudales que lleven pendones ni damas hermosas que premien su valor con artísticas bandas, pero donde hay todavía prisión para los desgraciados. Pero no, no son tan desgraciados como los jueces que viven en Madrid. Los prisioneros del castillo de la Mota pueden contemplar desde sus alturas al Atlántico cuando extiende en la Concha su soberbio manto de espuma, como para hacer reverencia al cielo, mientras que los jueces de Madrid, envueltos en sus togas, viven en sus covachas, no solo sin mar, pero sin sol y sin aire.




ArribaAbajoXVII

Otro primo


Ya estábamos en el magnífico puente de piedra que atestigua la actividad de los guipuzcoanos, y yo no tenía nada que hacer allí ni podía volver en la lancha que Paulo había amarrado a la orilla y que pronto quedaría en seco. Marcelo me propuso que le acompañase a un paseo hasta la Concha, y en verdad que tenía yo curiosidad de saber por qué Marcelo venía de tan lejos para recorrer este sitio en hora tan singular.

Caminamos silenciosamente hasta llegar a la Concha, y Marcelo se detuvo delante de un edificio que arrojaba luz y música por las ventanas.

-Aquí, me dijo, señor conde, cayó un trono, y ¿sabe vd. lo que se ha levantado en su lugar?

-No.

-Una ruleta. Aquí hablé por última vez a la desgraciada reina. Todos sus cortesanos la habían abandonado. Nosotros los vascongados, a quienes sus ejércitos habían combatido tantos años, la dimos hospitalidad y guardia de honor.

Cruzamos dos o tres veces por delante del edificio, y luego me dijo Marcelo:

-¿Me permite vd., conde, que entre en esa casa por algunos minutos?

-Con mucho gusto.

-Gracias: no haré esperar a vd. mucho tiempo. ¿Qué tenía que hacer Marcelo en aquella casa que acababa de designar como uno de esos palacios de la industria moderna, donde se entra con dinero y se sale sin honra? ¿Serían sus elogios a Virgilio efecto del compañerismo más bien que de la amistad, y su prevención contra Ángela reconocería por causa las amonestaciones de esta a los dos compañeros?

Un rayo de luz penetraba en mi mente. Marcelo defendía a Virgilio por la identidad de su conducta, y Ángela era tan generosa que perdonaba los agravios de Marcelo por el cuidado que consagraba a su niña. ¡Qué carácter tan noble el de Ángela! ¡Qué grandeza en todos sus sentimientos!…

Volvime a contemplar la Concha, que presentaba en aquel momento un cuadro hermosísimo. Parecía aquel receptáculo de las olas el lugar misterioso escogido por la enamorada luna para visitar el mar, y aquella noche la más dulce de sus amores. Las olas estaban tranquilas, y sus tumbos suaves en la arena dejaban una orla de espuma que relumbraba a los rayos de la luna formando corrientes de estrellas. Yo creía oír besos y suspiros dentro de las aguas, y sobre todos estos encantos el divino rostro de Ángela… Un golpecito que sentí en el hombro me hizo volver la cara, y me encontré con mi primo Luis, el vizconde de Santa María la Grande. Nos abrazamos y le pregunté:

-¿Desde cuándo estás aquí?

-Desde ayer. Vengo de Badén. Aquello está tronado. En París no se ve un alma decente. Las señoras en sus casas. Si empiezan a hacer la vida de familia hay que irse al Mogol.

-Todo va mal, ¡eh!

-Y tú, ¿qué haces aquí?

-Vine con Ángela.

-Ya, ¡no has tenido mala suerte!

-¿Suerte en qué?

-Hombre, al fin…

-¡Luis!… Ten a raya tu pensamiento…

-¿Y por qué, Enrique? ¿Tienes tú culpa de que Virgilio se volviera loco y se rompiera la crisma? ¿Por qué se casó con tu novia?

-Respeta mi amistad.

-¿Sabes que si te coge Cervantes nos pone tu estampa en vez de la del manchego?

-Es posible.

-¿Vas a quedarte mucho tiempo en Loyola?

-No sé.

-Yo tenía que hacer una visita a Ángela, y no sé si debo. El caso es que creo que ha quedado arruinada, y yo tenía un piquillo con esa casa.

-¿Te debía Virgilio?

-Son de estas deudas que yo hubiera dejado caer si no fuese porque estoy sin un cuarto.

-Extraño que Virgilio…

-No extrañes nada, porque tú no has de comprender lo que ha pasado en esa familia. A él le faltó pecho. Si uno hubiera de suicidarse por deudas, ¿dónde estaría yo? Pero yo tengo mi doctrina: si alguno se debe suicidar no es el que no paga, sino el que no cobra.

-Tú me dirás cuánto te debe la casa de Ángela, porque no quiero que tú también te suicides por no cobrar.

-¡Bravo! ¿Te haces cargo de las cuentas?

-No quiero que molesten a Ángela en estos momentos de dolor.

-¿Dolor? ¡Vamos, Enrique, no te hagas el pollo, que ya tienes años para conocer a las mujeres!

-¿No quería Ángela a su marido?

-¿Yo qué sé? ¿Vamos a volver al tiempo de las esposas fieles? Pero si todo vuelve, si ha vuelto Thiers con su cuello de camisa impecable y su corbata sin una arruga… Y hay más, Enrique, ha de volver Chambord, es decir, ha de volver lo suyo, que él ni vino ni se fue.

-Te has hecho un gran político.

-A la fuerza. Pierdo en el juego cuanto pongo. Y sin cuartos no galanteo. Los amigotes viejos se han ido con D. Carlos, y los pollos se han hecho republicanos; me hallo solo como el cuco, y no extrañes si cualquier día me ves diputado.

-Es el último recurso.

-Allí al menos me desahogaré, me traerán agua con azucarillos, y me seguirán los cursis hasta Fornos, donde me convidarán a comer pavo trufado con galantina y queso de Rochefort.

-¡Magnífico!

-Luego, en cualquiera combinación salgo ministro de Hacienda.

-Para todo esto necesitas que te pague.

-En efecto.

-Yo daré orden a D. Julián para que te lleve el dinero en cuanto llegues a Madrid. ¿Cuánto es?

-No son más que tres mil duros.

-Los tendrás.

-Gracias, Enrique.

-Adiós, Luis.

En este momento llegó Marcelo, y no diciéndole yo nada, él tampoco habló. A mí me habían puesto de mal humor las tonterías de mi primo, y a Marcelo la entrada en aquella casa.

-¿Por dónde volvemos? Le pregunté al fin.

Sin contestarme echó a andar por el camino que habíamos traído. Estos vascongados se parecen a los germanos en su brusquedad. A veces, cuando nos tornan la espalda, se siente uno dispuesto a romperles la cabeza; pero la serenidad y buena fe con que en seguida se vuelven a nosotros y siguen hablando como si no tuviesen conciencia de su descortesía, nos hacen reprimir el primer ímpetu, y continúa uno a su lado con la inferioridad del subordinado hacia el jefe.

-Tenemos que volver a pie, dijo Marcelo, porque no hay agua.

-Me alegro, le contesté: ¿da usted ese paseo todas las noches?

-Todas.




ArribaAbajoXVIII

Mi lady


El cura de Loyola había desplegado tanta actividad para arreglar el asunto del palacio y de las tierras, que al día siguiente de mi paseo nocturno con Marcelo me presentó el papel del préstamo cancelado. Este préstamo lo había arreglado Andrea por medio del procurador de Virgilio, que vivía en San Sebastián y tenía sus poderes; pero estaba hecho después de la muerte de Virgilio y autorizado por Ángela, que debió haberse visto obligada por los compromisos de la casa a efectuar esta operación. Pero en vez de seis u ocho mil duros, como me había dicho el cura, el préstamo ascendía, con la usura, a diez mil, que fueron satisfechos, porque yo había dado la orden de crédito extensiva hasta doce. También Marcelo desempeñó su encargo con la misma eficacia, y en un mismo día quedaron libres las fincas. Ángela seguía triste y reservada desde la noche en que vio pasar la sombra de Marcelo, y yo me decidí a darle una explicación.

-Tengo que referirte, le dije con tono indiferente, cuál fue la causa de tu susto en el pabellón. Bajé a la ribera, y encontré a Marcelo que iba en la lancha.

-¿A aquellas horas?

-Sí.

-¿Y adónde iba?

-A San Sebastián. Yo lo acompañé.

-¿Hasta dónde?

-Hasta la Concha.

-¿Pero a qué iba?

-No sé. Una palidez incomprensible para mí entonces, se extendió por las mejillas de mi prima.

-¿Te disgusta el que Marcelo se divierta?

-Me es igual.

-¿Por qué te has puesto pálida?

-Hay cosas que me producen cólera.

-¿Y es una de ellas que Marcelo se pasee?

-Si fuese para eso…

-¿Pues para qué?

-Marcelo es muy bueno en sus cuidados con Leonita, pero hay otras cosas que no debe hacer…

-Yo creía comprender lo que Ángela quería decir, y su desvelo por el poeta empezó a irritarme. No debía la conducta de Marcelo, cualquiera que fuese, producirle aquella impresión, y la dije con resentimiento:

-¿Tanto te interesa ese hombre que el hablar de sus paseos te pone pálida? ¿Qué es esto, Ángela? Amas a Marcelo y estás celosa…

No me dejó acabar. La bella y sonrosada cara de mi prima mudó su ceño en la más risueña y burlona expresión que tuvo cuando niña, y dijo cogiéndome con ambas manos el rostro y besándome en la boca:

-No amo a Marcelo, no amo sino a ti, y este es el castigo que doy a tu locura.

El alma quedó suspensa en la nube que se levantó al vapor de aquel beso. Yo no había creído en la felicidad, y la felicidad era ya mía. Me arrodillé delante de Ángela, y besé la orla de su vestido pidiéndola perdón. No lloré porque nunca lloro, pero reí con aquella risa convulsiva que produce el exceso del placer y que nos hace parecer niños. Ella volvió a cambiar de fisonomía. Parecía que le daba lástima de mí, y dijo haciéndome levantar del suelo con el ademan de su mano:

-Pronto nos alejaremos de aquí y seremos felices en otra parte.

-¿Por qué no nos marchamos ya?

-Todavía no puedo.

-¿Y si vieras que ya no hay obstáculo alguno?

-¿Qué quieres decir?

-Nada, Ángela, no te enfades conmigo, y el tiempo lo arreglará todo.

Mirome con recelo, y me dijo marchándose tan despacio como la gatita que va a examinar el lugar de alguna ratonera:

-No seas impaciente, y ten confianza en mí.

En aquel instante entró Leonita y saltó a mi cuello para decirme al oído:

-Tengo que contarte muchas cosas; vámonos a nuestra covacha del jardín. Trasladome allí con la niña, y esta empezó su relación.

-Pues señor, ya están otra vez en sus cajas los brillantes de mamá. El collar… los zarcillos… el broche… la pulsera… la corona… las sortijas… todo, todo está en las cajas; ¿y sabes por qué?… Ya estaban perdidos, porque mamá no tenía dinero para sacarlos, y Andrea se lo dijo a mi lady, y mi lady le dio a Andrea muchos billetes, y yo fui con Andrea a sacar las joyas de casa de la cotorra, y todavía no tenía las cejas puestas.

-¿Y trajiste las joyas a mamá?

-Ca, no, ¿a mamá para qué? Si mamá no sabía nada, ni lo sabe todavía… Hemos puesto las cosas en las cajas, y luego le diré yo: -«¿vamos a ver el collar?»- y ella dirá: -«¿qué collar?»- y se encuentra con todo; y es un chasco bonito.

-¡Dios mío! Exclamé en mi corazón: ¡cuántas humillaciones para esta noble mujer! Hasta sus joyas, el collar de boda, la corona que ha de heredar su hija, empeñados vulgar y miserablemente para atender a las deudas de su marido. Yo no tengo ya ni pesadumbre por su suicidio. Era lo único que el desventurado pedía hacer después de haber caído en la degradación.

-Es preciso, dije a Leonita, que yo hable al instante a mi lady: vamos, tú le anunciarás mi visita.

-Mi lady estaba sola y me recibió al momento.

-Vengo, la dije, a reclamar contra un abuso de generosa amistad que lastima mis derechos de primo. Mi lady ha acudido al socorro de una amiga sin contar conmigo.

-Es muy verdad, contestó mi lady, pero es que yo no vi vd. cuando supido todo. Yo no quiero quita vd. su gusto de tan caballero para su prima, pero fue preciso no pierde Ángela yogas suyos. Vd. puede paga Andrea. Yo no quiero piensa vd. yo venga paga querida hospitalidad. Yo quiero queda agradecida y no Ángela toma mi nada. Otra vez cuando pensión no importa suyo y mío, pero ahora megor vd. paga.

Esta adorable delicadeza de mi lady me encantó, y besé su mano lleno de gratitud. Se hizo venir a Andrea, y todo quedó arreglado en el acto. Pero mi lady dijo cuando iban a devolvérsele los billetes, que ya los había sacado de su cartera, y debían destinarse a objetos benéficos, entregándolos Andrea al cura de Loyola, que los repartiera entre los pobres. Así quedaba satisfecho su corazón generosísimo sin humillación de nadie. Leonita hizo esta reflexión:

-Aquí no van vestidos de pobres como en Madrid, pero el cura sabe los que no tienen tortas.




ArribaAbajoXIX

Sesión interesante


Me hallaba tan humillado por la indelicadeza de Andrea en acudir a mi lady para el desempeño de las joyas, que propuse a Leonita hacer venir a Andrea con nosotros a la glorieta de las conferencias, seguro de que sin dirigirle la palabra se había de descubrir todo en el diálogo que se entablaría entre Leonita y ella. Entramos, en efecto, los tres, y Leonita empezó solemnemente:

-Andrea, ya estás aquí.

-Bueno, respondió Andrea, encogiéndose como un erizo que se repliega; ¿para qué me traes?

-Mi tío sabe todas las cosas porque yo se las he contado, porque es el único que le puede arrancar al monsiur las narices de cartón.

-No son de cartón.

-¡Dale! Ese es el coraje que me da contigo. ¿Se las has tocado tú, acaso?

-Lo sé porque mudan de color: unas veces están como una cebolla, y otras como un tomate.

-Porque se las pinta; ¿no te acuerdas cuando entré una vez en el tocador de mi tía y me pinté con las cosas que tenía allí, y mi tío Luis no me conocía, y mamá se enfadó y tú me lavaste la cara?

-Vamos, Leonita, deja esas cosas.

-Pues cuéntale a mi tío todo.

-Pero ¿qué le he de contar?

-¿Por qué está el israelita con las piernas metidas en el cajón?

-Yo no soy parlanchina.

-¿Que no? ¿Que no? ¿Y cuando estás con el monsiur habla y habla en el jardín hasta que espantáis los patos entre los dos, y hasta que el perro de Paulo empieza a morderle los talones?

-Vamos, Leonita, que tengo que hacer… si el señor conde me da su permiso.

-No te vas, dijo la niña cogiendo por la saya a Andrea.

-¿Pues qué me quieres?

-Que le digas a mi tío cuántas gallinas te ha comido la cotorra

-Pues no sé, hija mía.

-Y que le digas por qué me dejaste sola con Paulo y te metiste dentro del cuarto de la cotorra y reñiste con el monsiur.

-Yo no me acuerdo.

-Sí, sí te acuerdas, que tú llorabas y le pedias el reloj.

-¿A quién le pedía vd. el reloj, Andrea? Dije severamente.

-Señor conde, son cosas de la niña.

-¡No, Andrea, no, di aquí la verdad! Replicó Leonita con firmeza.

-¿Qué reloj era ese, Andrea?

-Señor conde, era al monsiur.

-¿Al monsiur su reloj? ¿Y para qué se lo pedía vd.?

-Porque me había dicho que me lo daría.

-¿A vd. su reloj?

-¿Para qué querías tú el reloj, Andrea? Añadió la niña cariñosamente, si tú no conoces los números. Pues si tú conocieras los números te hubiera yo comprado un reloj de mujer y no de hombre. Yo le daré el mío, que no anda, y mi tío me comprará uno de veras, que suene las horas.

-Andrea, dije con más severidad, la conducta de vd. respecto al desempeño de las joyas de la señora condesa es inexplicable, y lo es más todavía lo que vd. declara respecto del reloj de una persona extraña a la familia, con quien no debiera vd. tener ni tan largas conversaciones ni confianzas tan íntimas como pedirle su propio reloj.

-¡Su propio reloj! Exclamó Andrea prorrumpiendo en llanto.

-No llores, Andrea, gritó Leonita colgándose a su cuello.

-¿No es suyo su reloj, Andrea?

-No, señor conde.

-¿Pues de quién es?

-¡Ay!… ¡Ay! Continuó gimiendo.

-No llores, Andrea, repitió Leonita echándose a llorar también y besando a la pobre mujer. No hables nada.

-Porque… no puedo…

-Vamos, serénese vd. Los sollozos ahogaban a Andrea, y yo estaba enternecido y hasta pesaroso de haber provocado aquella escena.

-Señor, dijo por fin Andrea saliendo de la glorieta, y haciéndome señas para que le escuchara aparte; yo le diré al señor conde de quién es el reloj.

-Leonita, dije a esta, ve a ver si ha llegado Marcelo.

-Pero que no llore Andrea.

-No, no lloro más. Corrió la niña hacia la casa, y Andrea me dijo:

-Ese reloj era… del Sr. conde Virgilio.

-¿Su reloj en poder de ese hombre? ¿Cómo? ¿De qué modo lo posee? ¿Quién se ha atrevido a venderle ese reloj?

-Nadie, señor conde.

-¿Quién se lo ha dado?

-Nadie se lo ha dado.

-¿Es un ladrón ese hombre? ¿Ha robado ese reloj?

-No, señor conde, él lo ganó.

-¡Santos cielos! Exclamé interiormente separándome de Andrea lleno de indignación. Haber descendido Virgilio hasta aquella bajeza. Esto no es lo que le sucede a los caballeros por más que se entreguen al vicio; esto es lo que les pasa a los ayudas de cámara cuando dan en jugadores. Juegan el reloj. ¿Cómo no había de imponerse el alemán en la casa de mi prima, si poseía los más denigrantes secretos de las miserias de Virgilio? ¿Qué extraño era que la visitase, y la siguiera, y la atormentase, si su marido le había hecho su confidente hasta el punto de permitirle que guardase su reloj? ¡Buenos blasones los de Ranzó y Alar para lucir en el almacén de los prestamistas, con las coronas de conde y de marqués, y buena fortuna la de sus honorables ascendientes para enriquecer las arcas de esos estafadores alemanes, que han traído tanto desorden a nuestro país! Ved la Alemania, desde Guttenberg hasta Bismark. ¡Qué diferencia de aquellas caravanas de alemanes que venían con sus prensas, sus letras, sus moldes, su papel, a extender la ilustración en España, y esos tahúres que vienen cargados con sus ruletas! ¿Quiénes sino los alemanes han aristocratizado el juego? ¿De dónde sino de Baden han salido los príncipes del vicio? ¿Dónde sino allí radica esa baronía de fecundos vástagos que se extienden por el mundo tiranizando las familias y llevando por todas partes la ruina y la desolación? ¡Oh! Esta vez había caído en mis manos uno de los apóstoles, y yo me proponía vengar a Virgilio y librar a mi prima de tan odiosa intervención.

Cuanto más delicada una señora, más temor tiene en romper con ciertas gentes, que del miedo al escándalo hacen un resorte para conservar su dominación, y era evidente la prudencia de Ángela en sufrir sin quejarse el yugo que le habían impuesto las locuras de su marido.

Pasé otra vez a ver a mi prima para recrear mis ojos en la contemplación de aquella noble hermosura, ahora que poseía todos los hilos de su infortunio y su abnegación. Estaba leyendo en un libro alemán, y pareció sorprenderse de mi segunda visita.

-Soy un indiscreto, le dije, viniendo otra vez a tu cuarto: perdóname o ríñeme, pero no me eches; necesitaba verte otra vez, Ángela; necesitaba decirte que te amo!

Sonriose dulcemente, y me alargó la mano, sin cerrar el libro. Yo vi la escritura alemana, y exclamé quitándole el libro:

-No leas alemán: detesto lo que viene de allí.

-Ángela me miró con recelo, y yo añadí corrigiendo mi imprudente frase:

-Detesto todo lo que no es pensar en mí.

-¡Qué ambicioso eres!

-Ambicioso de solo una fortuna, la de tu amor.

-Habíamos convenido en que no hablaríamos de eso, y hace dos días, Enrique, que no me hablas de otra cosa.

-Es verdad, vida mía, soy culpable por lo que digo, y más culpable aún por lo que callo.

-No te pido más que una semana de paciencia.

-Ya soy mudo.

-Ten fe en mí.

-¿Cuándo me faltó?

-No quieras saber nada.

-Lo que tú me digas.

-¿Y si nada te digo?

-Nada querré saber.

-Gracias, Enrique.

-¡Bendita seas!




ArribaAbajoXX

El hombre de las narices de cartón


Después de esta entrevista con Ángela me abandoné a una confianza absoluta, proponiéndome no hablarle más de sus asuntos, ni insistir en que mudásemos de residencia, que era mi deseo. No obstante mi cariño entrañable a las provincias vascongadas, yo no me sentía bien en Loyola. Algo de vago, misterioso, incomprensible, se encerraba en aquellos sitios de la catástrofe, que no me permitía tranquilidad ni placer. El estado de ánimo en que veía a mi prima, era para mí un enigma. Sus cambios de fisonomía eran continuos, y ya se la veía dominada por una súbita excitación, ya caía en un sombrío abatimiento. Por las noches se aumentaba su estado nervioso hasta el punto de tener que retirarse antes de las nueve. ¿Estaba enferma? Su rostro tenía la frescura de las magnolias de su jardín; ¿por qué se retiraba a su soledad tan temprano? ¿Iba a rezar?

Esta noche estaba yo más absorto que nunca en la contemplación de aquella cabeza ideal. Seguía fascinado sus movimientos, y me sentía adherido a su atmósfera, como esas plantas aéreas que viven y se esponjan sin tierra, tomando su savia de la luz y del aire. Yo no necesitaba acercarme a Ángela, pero no podía separarme de ella, y cuando se levantó para retirarse sentí que herían la raíz de mis nervios y protesté dolorosamente.

-¿Por qué me dejas? Exclamé.

-Como todas las noches, Enrique.

-¿Pero adónde vas?

-A mi cuarto.

-¿Por qué tan temprano?

-Leonita se duerme y me voy al lado de su camita.

-¡Qué madre, qué santa, qué adorable mujer! ¿Cuándo tendría yo derecho a no separarme de su lado?

Seguila hasta la puerta de su cuarto, como hacia siempre; pero esta noche hallaba en mi corazón un obstáculo insuperable para separarme de ella.

Cuando entraba por su puerta besé sus rizos al aire, y cuando cerró besé el aire que habían embalsamado sus rizos.

Acometiome, sin saber por qué, una inquietud extraña. Semejante mi cuerpo al barómetro que en tiempo sereno señala tempestad, sufría el rigor de un elemento desconocido, y me fue imposible descansar hasta muy entrada la noche.

Hacía dos o tres horas que dormía, cuando me despertaron unos gritos agudos e incesantes como de niño que se ahoga. Echome al suelo, y al llegar a la puerta creí distinguir en aquellos gemidos el acento de Leonita. Púseme la bata y corrí al cuarto de mi prima. Estaba cerrada la puerta, y golpeé violentamente. No abrieron, y la descerrajé a patadas. Las lámparas estaban encendidas en la primera sala, como si hubiesen velado aquella noche, y entré en el gabinete del dormitorio, iluminado también por una lámpara, y de cuyo recinto salían los agudos ayes. ¡Dios mío! ¿Cuándo podré olvidarlo? Leonita, tendida sobre la alfombra, medio envuelta en su camisoncito de dormir, con el cerebro pegado a la espalda y los brazos torcidos y los ojos en blanco, sin pupilas, retorciéndose y agitándose en violentas convulsiones, se ofreció a mi vista. Andrea se hallaba a su lado haciendo ademanes desesperados, y… nadie más. Miré hacia el dormitorio de Ángela, y la cama estaba vacía e intacta… Un vértigo me cegó. Cogí a Andrea por el brazo, y la sacudí como pudiera hacerlo con un perro bastardo que nos ha dejado hurtar la caza, y la dije con voz terrible:

-Si pronto no explicas esto, no sé qué será de ti.

-¡Mi niña, mi niña! Gritó cayendo al lado de Leonita.

-¡Habla!

-¡No puedo!…

-¡Habla!…

-¡Señor, señor!

-¡Habla!…

-¿Qué es, qué pasa? Preguntó detrás de mí una fantasma envuelta desde el cuello hasta los pies en un ropón blanco.

-¿Qué sucede, conde? Añadió otra voz.

-Eran mi lady y el cirujano que habían acudido a los gritos. La rabia y la vergüenza me enmudecieron. La niña se moría, y ¿dónde estaba su madre? El cirujano trasportó a la niña a su cama, mientras yo paseaba como frenético por la estancia. Al fin me dirigí a la puerta del jardín con la vaga esperanza de que Ángela hubiera salido a respirar el aire fresco. En efecto, la puerta estaba abierta, y mi corazón saltó de gozo. Poco duró la esperanza. Llegué hasta la verja sin hallar sombra alguna, pero al final del jardín, al lado de la puerta que daba paso a la senda, divisé un bulto.

-¡Ángela! Grité, anticipando en mi impaciencia la voz al paso. No respondieron, y lo aceleré más, repitiendo:

-¡Ángela, Ángela!

-Soy yo, respondió el bulto que se movía lentamente.

-¿Quién eres tú?

-Paulo.

-¿Qué hace vd. aquí?

-Mi obligación.

-¿A quién espera vd.?

-A la señora.

-¿Dónde ha ido?

-Lo ignoro.

-¿Quién la ha acompañado?

-El monsiur.

-¿Adónde vive ese hombre?

-En el caserío que está al lado del puente.

-Venga vd. a enseñármelo.

-Aguarde el señor conde a que ponga otro en mi lugar.

-Vuelva vd. pronto.

-Mi pecho hervía, mi cerebro estallaba. A pesar del fuerte viento que soplaba en aquellos instantes, a mí me faltaba aire que respirar. Un grado más y estaba loco. Pero no llegué a ello porque pude volver al cuarto de la pobre niña para informarme de su estado, que era menos grave, pues había cesado el accidente y miraba recto y veía.

-Está mejor, dijo el cirujano, pero es posible que quede con estos accidentes toda su vida. Es una niña de complexión delicada, linfática y nerviosa, y dispuesta por consiguiente a la exaltación. Parece que al despertarse soñando ha llamado a su madre; no la ha hallado en su cama, y alguna idea terrible ha herido su imaginación hasta provocar el accidente a que estaba predispuesto su temperamento.

Besé a Leonita y volví al jardín, donde Paulo me esperaba.

Tomamos la senda de la izquierda del río, y caminamos un cuarto de hora hasta llegar frente al puentecillo. El caserío estaba cerrado, pero se veían luces por los cristales de las ventanas. Llamó Paulo y al instante abrieron. ¡Cosa extraña! El criado de aquella casa me introdujo inmediatamente en el gabinete de una sala, donde echado en un diván y rodeado de varios caballeros, había un hombre herido en el brazo derecho, porque tenía liado en él un pañuelo ensangrentado, y me tendió la mano izquierda. Sin haberle visto nunca le reconocí por su nariz, que debía ser suya, y no de cartón, a pesar de la aprensión de Leonita: porque ¿cómo por su gusto había de haber adoptado aquella adición antihumana? A la vista de la sangre que corría de su brazo, me sentí un momento sin cólera.

-Cúreme vd. pronto, me dijo con voz turbada, porque me desangro.

-No soy yo el cirujano, contesté, pero vendrá al instante el que está en nuestro caserío.

-Y salí para dar orden a Paulo de que lo enviase.

-¿Quién es vd.? Me dijo cuando volví, el hombre de las narices de cartón, con ojos espantados.

-El conde de Magacela.

-¿Qué quiere vd. en mi casa?

-En este momento, procurar que curen a vd. su herida.

-¿Y después?

-Después cuando vd. esté restablecido, matarle a vd. Y salí del gabinete.

-Caballero, me dijo un joven de maneras elegantes siguiéndome a la sala: no tiene vd. que esperar a que el herido se restablezca para tomar satisfacción de cualquier agravio. Hemos creído que era vd. el cirujano a quien se había mandado llamar, y si este error ha ofendido a vd.…

-Siento, le respondí, correspondiendo a su cortesía, no saber la ciencia para curar al herido; pero tenemos él y yo una cuenta pendiente que nadie puede pagar sino él mismo.

-¿Cuenta de juego?

-¿Qué dice? Gritó el de las narices de cartón; ¿Qué le debo dinero? Nunca ha jugado en casa.

-Caballero, dijo otro joven, creo que vd. viene equivocado, nunca hemos visto a vd.

-Volveré, dije, cuando la herida esté curada.

-Después de las palabras que vd. ha dicho y de la manera furtiva con que vd. ha entrado en esta casa, dijo otro, vd. no puede salir sin dar explicaciones.

-No conozco a ustedes, y no tengo que dar explicación alguna.

-Aquí están nuestras tarjetas, respondieron tres a un tiempo presentándomelas.

Yo saqué otras tres y las entregué a cada uno.

-¿En dónde hemos de encontrar a vd.?

-En el caserío del conde de Ranzó.

-¡De Virgilio! Exclamaron todos estupefactos.

-De mi prima la condesa Ranzó.

-¡Su prima Ángela! Repitieron con mayores aspavientos.

-Caballero, gritó el de las narices de cartón, vaya vd. al auxilio de su prima.

-¡He venido a buscarla y a vengarme! Contesté furioso.

-No es aquí, replicaron los caballeros.

-¿Pues dónde está?

-La han llevado presa.




ArribaAbajoXXI

«¡Maldito el hombre que virtudes siembra.
Para coger cosecha de desgracias!»


¡Oh Virgilio, Virgilio! ¿Por qué antes de atravesar tu sien con una bala, no atravesaste mi desgraciado corazón? ¿Por qué para ti solo fuiste misericordioso y me dejaste en este desconsuelo que no pudiste sufrir tú? ¡Compañero mío de mi juventud, compañero de ilusiones, compañero de desventura! ¡Ah! Los que habéis empezado a amar cuando erais todavía inocentes; los que habéis unido al objeto de vuestra ternura todas las impresiones que producen los espectáculos magníficos de la naturaleza y los esplendores del mundo; los que amasteis el sol, y la luna, y el bosque, y el mar, y las artes, y los templos, identificados con los encantos de una niña, ¿no es verdad que fuisteis muy desgraciados el día en que os dijeron que aquella niña se había convertido en un monstruo? ¿No es verdad que no hubo consuelo para vosotros, y que vuestros esfuerzos para arrancar del alma aquella imagen que era el espejo de la más hermosa parte de vuestra vida, no hacían sino desgarrar más el fondo de vuestras entrañas? ¿Qué hicisteis, adónde mirasteis, adónde huisteis? Y si no huisteis ¿adónde os quedasteis?

Yo no había perdido antes a mi amada, aunque me separé de ella. Mi alma había vivido con la ilusión, se había nutrido con la savia de los recuerdos; mi amor se había conservado intacto, solitario, pero lleno con la llanura del espíritu. Y si Ángela hubiese muerto, tampoco hubiera perdido mi amor; se hubiera mantenido con la visión celeste, se hubiera trasformado en luz, en armonías, en gloria, pero no hubiese perdido mi amor. Hoy le mataba el desprecio, y esta era la verdadera muerte. ¡Muerte en que el amor no resucita!… ¡Esto era caer en la nada!… ¡Esta era la noche eterna del corazón!




ArribaAbajoXXII

El sueño de Leonita


Heme aquí en medio de la noche entre las montañas de Guipúzcoa, aterrado, desesperado, pensando también en el suicidio como el único medio de salvarme de tanta ignominia y de tan cruel dolor. No tenía arma siquiera en aquella noche funesta, y esa fue la salvación de mi vida y de mi alma. Vagué por el valle como un perro a quien los lobos han hurtado la res que guardaba, y al amanecer me dirigí a San Sebastián para acudir al Juzgado.

El rey Amadeo, con su improvisada corte, acababa de llegar al puerto, y el boulevard estaba lleno de músicas y colgaduras. Yo recordaba haber visto pasar por allí a este príncipe algunos años antes, cuando vino a solicitar la mano de la infanta, y preocupado como estaba con mi desdicha, hice una triste reflexión. A pesar de las dudas universales acerca de su inteligencia, él había tenido el buen criterio de pretender para compañera a una mujer digna, casándose después con otra no menos digna que la primera. Y ¿qué criterio fue el mío? Había, pues, un imbécil, pero no era el de Saboya. El imbécil era yo.

Al atravesar el boulevard para ir al Juzgado, sentí que me cogían el brazo, y me encontré con la baronesa de Karuski, acompañada de un personaje que mostraba entre las solapas del gabán un vistoso uniforme adornado de multitud de cruces.

-Hemos venido a la jornada, me dijo la baronesa, y este caballero es el vizconde viudo del pico del Peñón de la isla de Santa Clara.

Inclíneme lleno de admiración y respeto, y me disponía a seguir mi camino; pero la baronesa añadió:

-Quiero ver a Ángela, y cuando este caballero haya tomado la orden de S. M., iremos a hacerle una visita a Loyola,

¡Qué oportunidad! ¡En qué momentos!

Llegué al Juzgado, y fui atendido con benevolencia cuando dije mi nombre y el objeto de mi visita.

-Me he anticipado, me respondió el juez, a los deseos de vd. Anoche los alguaciles entraron en una casa donde estaban jugando con esa maldita rueda que tantas desgracias ocasiona, y tuvieron la torpeza de dejar escapar al dueño de la ruleta y a sus amigos, cogiendo a una señora que me escribió en el momento de ser llevada a la prevención. Era la viuda del conde de Ranzó; el nunca bien llorado Virgilio, modelo de caballeros; y por respeto a su nombre, más que por respeto a la condesa que tan mal ha sabido honrar la memoria de su marido, la envié a su casa en el coche del gobernador. Otro joven carlista que vivía retirado después de la última insurrección, había herido al dueño de la ruleta y ha sido conducido al castillo.

-Doy a vd. gracias, le dije, pero extraño que en este país, donde siempre hubo buenas costumbres, se permitan casas de juego.

Nosotros, señor conde, hacemos cuanto podemos para impedir el juego; pero la protección a esos alemanes de las ruletas viene de más alto. El juez lucha con poderes superiores al suyo, y la lucha no hace sino poner en ridículo nuestra autoridad. Este es un gusano que los prófugos de Badén han logrado introducir en el árbol sagrado de Guernica, y van a destruirlo.

Despedime de aquel juez tan cortés, como no siempre se encuentra, y volví al caserío. Un silencio profundo reinaba dentro. Todos dormían después de la mala noche. Solo Paulo, aquel faro humano de la familia, estaba con los ojos abiertos. ¡Ah! Pobre faro, ¡qué naufragios había presenciado ya! Preguntole si había venido la señora, y me respondió que no.

-¿No ha venido un coche?

-No, señor.

-¿Quién ha venido?

-Nadie, sino el cirujano que fue a hacer la cura al herido del caserío, como dispuso el señor conde.

-¿Adónde había ido Ángela? Pero ¿por qué la esperaba yo en casa? Atendido su orgullo, era imposible que volviese a ella. Se había escondido en algún caserío del Valle. Tal vez había ido a casa del cura de Loyola, y vendría con este cuando hubieran pasado las primeras horas de su despecho. Yo no tenía ya más que un deber, cuidar a su hija. Leonita se levantó, pero ¡qué trasformación en tan pocas horas! Toda expresión, toda luz se había apagado en su rostro; pareció insensible a mi presencia y no se quejó ni preguntó por su madre. Torcía un poco los ojos y los cerraba y abría continuamente.

-¿No me abrazas? Le dije cogiéndola por la cintura: ¿qué tienes?

-Nada, me respondió, he soñado mucho.

-¿Y qué has soñado?

-Cosas muy tristes.

-Cuéntamelas.

-¿Para qué?

-Para que yo las sepa.

-Bastante es que las sepa yo.

-¡Hola! ¿Secretitos conmigo? Vamos al jardín y me contarás todo.

-La tomé por la mano y la llevé al jardín. El aire fresco la reanimó y volvió a brillar en su semblante algo de aquel genio que la hacía tan superior a los demás niños. Así habló cuando entramos en el sitio de las conferencias:

-Gracias que respiro.

-Quisiera ser o pájaro o pato.

-Me ahogo dentro de un cuarto que no tenga siempre la ventana abierta.

-¿Pues qué sientes?

-Ya te lo digo, siento que no puedo respirar.

-¿Y por qué tienes esos sueños?

-¡Ah! Verás… yo no duermo sino con la mitad de la cabeza.

-¡Cómo! ¿Qué es eso?

-Sí, la otra mitad está siempre despierta.

-Pues yo duermo con toda la cabeza.

-Pues yo no.

-Y anoche ¿cómo dormiste?

-Espérate que diga lo primero.

-Detúvose la niña como para coordinar sus ideas, y luego prosiguió:

-Hace ya muchas noches que sabía con esta mitad de la cabeza, y señaló con su mano, que estaba sola, pero no podía despertar la otra mitad. Pero anoche me desperté toda, y supe que es verdad lo que estaba soñando.

-¿Y qué era lo que estabas soñando?

-Que me quedaba sin mamá y sin Marcelo.

-¿Cómo, hija mía?

-No sé cómo, pero no los veré más.

-Te engañas, la dije trémulo por aquella profecía; pronto verás a los dos.

-¡Nunca!

-¿Pero por qué? ¿Sabes tú dónde han ido?

-No.

-Pues verás cómo Marcelo viene ahora mismo.

-No vendrá, no.

-¿Qué motivos tienes tú?

-Que me lo he soñado.

Leonita, sentada en el banco, pálida como las muselinas de su vestido, y con las manos cruzadas sobre el pecho, parecía una pequeña maga.

-No se debe creer en sueños, le dije. El cura te reñiría.

-Sí, pero es verdad.

-¿El qué es verdad?

-Lo que te he dicho.

-Y si te engañas, ¿cuántos patos vas a regalarme?

-Todos.

-Y ¿te quedarás sin patos?

-¡Ay, sí!

Había en aquel «¡ay, sí!» una expresión tan tierna y desgarradora, que hizo brotar mis lágrimas. Yo que nunca lloro… ¡Qué criatura tan extraordinaria! ¿Qué era lo que pasaba en aquella organización misteriosa? ¿Quién le había enseñado lo que sabía? ¿Existe todavía en el mundo una ráfaga de aquel don sobrenatural que reconoció el mundo antiguo?

Ni mi entendimiento, que había parecido a mis amigos ser claro y despejado, ni mi experiencia del mundo y del corazón humano, ni la perspicacia de mi pasión, me habían hecho prever nada de aquellos acontecimientos; y una criatura que aun dormía en la cuna, vislumbraba en el sueño lo invisible y penetraba en lo porvenir.

Rudo contrario del espiritismo, yo prefería creer que la niña se equivocaba, y mandé buscar a Marcelo. Pero Paulo vino a decir que la madre de Marcelo se hallaba en el jardín llena de desconsuelo, porque su hijo había sido llevado a las prisiones del castillo de la Mota. No había duda, este era el joven de quien me habló el juez. Leonita sabía más dormida que yo despierto, y entonces recordé la atrevida afirmación de una escritora amiga mía, hablando de los adelantos materiales del siglo. Indudablemente, ¡los hombres vamos siendo cada vez más brutos!




ArribaAbajoXXIII

Ruego a los niños


Iba a ponerse el sol, y Ángela no había parecido. Leonita no daba señal de esperarla ni hablaba de ella. Paseamos a la orilla del río sin que ella fijase su atención en los patos, y se sentó en una piedra mirando al ocaso con una expresión infinita de melancolía y de miedo.

-Parece que miras mucho al sol, le dije.

-Sí, me respondió. Este es el sol más triste que he visto en este campo.

-Mañana saldrá más alegre.

-¡Ca!

-¿No saldrá el sol mañana?

-Sí, pero no será un sol amarillo como antes.

-¿Pues qué color crees tú que tendrá?

-Toma, negro.

-¿Negro? Yo nunca he visto un sol negro.

-Pues ya lo ves.

-Lo veo rojo.

-¿Que lo ves rojo? Vaya, eso sí que es raro. ¡Negro y bien negro!

-Pues vámonos a casa, que allí tendremos luces más claras.

Al pasar por la glorieta vimos a Andrea que se llevaba, para guardarla dentro, una jaula que contenía el pájaro predilecto de Leonita; esta se acercó y abrió la puertecilla, dejando salir al pájaro.

-¿Qué haces? Exclamó Andrea.

-Quiero que se vaya con su madre, contestó Leonita solemnemente.

Había conservado tanta serenidad, que creímos posible el que se sentase a la mesa a la comida, porque el almuerzo lo había tomado en su cuarto; pero al ver el asiento de su madre vacío, lanzó un gemido penetrante y se negó a tomar alimento alguno. Lady Lenox pidió que trasladasen a su dormitorio la cuna de la niña, y yo me retiré menos inquieto cuando supe que se había quedado dormida. ¡Ah! Niños que tenéis madre; ¡corred a estrecharla en vuestros brazos, y pedid a Dios que nunca pase sobre su cabeza la rueda de la desgracia, que ha dejado abandonada a la pobre Leonita!

Y cuando os digan que cerca de vosotros pasa esa maldita rueda, dorada a fuego en las máquinas de Lucifer, tened cuidado de cerrar los ojos y hacer la señal de la cruz.




ArribaAbajoXXIV

Los discursos


Aún no habíamos almorzado, cuando anunciaron al día siguiente a la baronesa de Karuski y a su amigo el vizconde viudo de todas aquellas cosas que en otro apunte dejé expresadas con fiel extensión.

Temiendo siempre las indiscreciones de la baronesa, los recibí en mi cuarto para que Leonita no se apercibiese de lo que pudiera decir, y fui prudente, porque estaba tan exasperada, que prorrumpió desde luego en exclamaciones:

-¿Ha visto vd., conde, lo que ha sucedido? ¿Dónde está, dónde está mi querida amiga? ¿Pero no se lo dije yo? ¿Quién juega en este país incivil? ¡Llevarla presa como a una contrabandista! ¿Quién es un juez para eso? Pero ya tiene su merecido. Ha prometido el ministro que lo destituiría, delante del vizconde y de mí, y no faltará, ¿verdad vizconde?

El vizconde viudo se inclinó, y prosiguió la baronesa:

-¡Buena protección daría la casa de Saboya a los alemanes si permitiese que cualquier juez entrase en esos establecimientos que pagan al municipio un tanto para obras públicas, y donde no entran más que gentes distinguidas. Yo misma he hablado al rey, y su majestad, sin decir nada, porque él no acostumbra decir lo que piensa, ha puesto una cara malísima. Ahora es menester que Ángela se venga con nosotros a la corte, donde tendrá una verdadera ovación.

Yo, a imitación del rey, escuchaba en silencio a la baronesa, y no decía tampoco lo que pensaba de ella, de S. M., de los ministros y de la corte.

El vizconde viudo creyó que debía hacer como la baronesa, su discurso moral, y se expresó con soltura y gracia de la siguiente manera:

-En efecto, la baronesa está indignada con fundamento.

Todo, conde, tiene su razón de ser. Se ha hecho una revolución. La ilustre casa de Saboya ha venido a fundar una dinastía popular, y la diplomacia necesita ceñirse a sus conveniencias. ¿Qué es la diplomacia? La conveniencia. No hay duda alguna. ¿Se debe proteger a los alemanes? Pues se les protege. La industria, esa fecunda corriente de los pueblos modernos, extiende sus ramas, y la diplomacia con su oliva, se entrelaza a ella formando un núcleo, digámoslo así, que si Metternich rechaza, Bismark acepta.

Yo no exijo de los jueces que aprendan diplomacia. Es una carrera que necesita más práctica que estudio, práctica de los palacios. Pero al juez de este puerto le ha faltado tacto, y S. M., a pesar de su reserva, torció el gesto dos veces y miró al ministro de soslayo. Fiel a las prácticas constitucionales, S. M. no puede intervenir en la gobernación del Estado; pero para eso escoge ministros que, de acuerdo con la diplomacia (porque lo repito, la diplomacia es la piedra angular de estas conveniencias internacionales), dejen a salvo los derechos de los extranjeros.

Cesó de hablar el vizconde, y yo quedé absorto. Nada de lo que pudiera sobrevenir a la dinastía de Saboya lo extrañaría yo después de haber oído a uno de sus diplomáticos más autorizados.

-Mi prima, dije después de darle gracias por su interés, está naturalmente afectada con ese suceso desagradable, y necesita reposo y soledad. Yo le diré todo lo que hacen por ella sus buenos amigos, y ella misma tendrá el gusto, cuando se haya repuesto, de enviar a vdes. las gracias.

-Yo quisiera verla, dijo la baronesa.

-No es posible.

-En Badén habitábamos en el mismo hotel, y cuando mi marido jugó y perdió toda nuestra fortuna y empeñó mis joyas, Ángela me prestó las suyas para poder presentarme.

-Hizo muy bien.

-Entre las dos no había secretos.

-Así lo creo.

-Y yo sé que Ángela se desahogaría contándome sus disgustos.

-Indudablemente, cuando pueda ver a vd. hallará un consuelo en su amistad.

-Después que murió el barón de resultas de sus sofocones con las pérdidas que tuvo en Badén, ella fue mi consuelo.

-Todo se lo recordaré.

-¡Y qué fortuna tuvo Ángela en Badén! Es verdad que allí era otra cosa. Esto no vale nada. Puede tomarse como recurso para veranear, pero no será mucho lo que saquen esos pobres que vienen desde el Rhin a divertir a la buena sociedad de España.

Aquí llegábamos cuando me pasaron tres tarjetas. Eran del duque de Monte Urgull, del marqués del Faro Ciego y del vizconde de la Antigua.

La baronesa y el vizconde viudo se despidieron, y yo recibí a los caballeros.

El duque tomó la palabra y me dijo con noble franqueza:

-Nosotros, conde, venimos a cumplir el empeño de las tarjetas, pero estoy autorizado por estos dos amigos para declarar que no tenemos satisfacción alguna que exigir de usted desde el momento en que supimos que usted iba a buscar a su prima. Lejos de eso, le ofrecemos nuestros servicios para el caso de que los necesitase.

-Agradezco, le respondí, la cortesía de vdes., y declaro por mi parte que nada tenía que reclamar de vdes la noche en que me presenté en la casa del herido. Mis reclamaciones eran exclusivamente con aquel personaje, y no devolví mis tarjetas sino por la necesidad imperiosa del honor. Yo me felicito de que vdes. crean que en efecto mi compromiso se limita a la persona a quien fui a buscar.

-El barón de Hchkhtpsklyh-Skprhftk, dijo el duque, acaba de sufrir la amputación del brazo.

-Mi cuestión, entonces, repliqué, no puede ser ya sino con el cirujano que ha suprimido un miembro que yo necesitaba para suprimir la persona en conjunto.

-El barón, añadió el vizconde, es un hombre de honor, y a tener posibilidad de ello, no negaría a vd. la satisfacción de cualquier agravio.

-Sí, repuso el marqués, el barón es todo un caballero.

Yo tuve la cortesía de no responder a nada. Me había hecho diplomático desde que había oído el discurso del vizconde viudo, y comprendía que en el estado actual de la sociedad en España no se debía luchar con ella, sino alejarse de ella.

Los señores se despidieron, y en el momento de salir acompañándolos, se presentó D. Julián, que acababa de llegar en el tren de Madrid.

Este era otro estilo. D. Julián no había recibido mi carta, y venía a consultar lo que debería hacer en vista de las circunstancias. Yo estaba armado de paciencia, y no solo no evité su discurso, sino que le excité a que explicase su opinión.

He aquí el texto:

-La Bolsa se había cerrado el día que yo salí a 21.90. En el bolsín corrían rumores de alza; pero era un juego de los especuladores franceses. La tendencia a la baja era evidente, y los esfuerzos de los amigos del Gobierno no la harán subir por ahora más que algunos céntimos… ¿Esto es pánico?

-Sin duda.

-Sí señor, esto es pánico. ¿Y de dónde nace este pánico? Sócrates nos lo dice, señor conde; el pobre Sócrates, asesinado en la dehesa del modo más alevoso que se puede usar con un perro; con las armas socialistas. Los socialistas, señor conde, los que bebieron en la fuente de Pi aquella amarga doctrina que ahora arrojan por boca y narices, esos son los que producen el pánico. Pánico pavoroso, señor conde, que tiene a los hombres de negocios cruzados de brazos, y que hace cerrar a D. Claudio las puertas del crédito, de modo que para hacer frente a los avisos que he recibido por telegrama del banquero de San Sebastián, he tenido que acudir a un préstamo ruinoso. Como que han cesado las rentas de Extremadura y Andalucía, siendo necesario enviar socorros a los administradores.

El uno se ha refugiado en casa del alcalde y el otro se ha metido en Portugal, dejando que la partida socialista de cabeza de hierro se llevase todos los caballos del señor conde. Fruto, ganadería, nada respetan. ¿Pero qué digo? Ya sabe el señor conde que al castillo de Magacela nadie se atrevía a llegar por hacer tantos años que tenía allí su nido aquel búho gigantesco que no quiso cazar el señor conde. Pues bien, los socialistas han entrado en el castillo, han matado el búho y se lo han comido…

Aquí interrumpí a D. Julián y le rogué que concretásemos la cuestión.

-El hecho es, le dije, que yo estoy medio arruinado.

-Quería decir al señor conde, que podían venderse las tierras ahora que hay todavía una sombra de autoridad…

-Perfectamente. Así que vd. descanse busque vd. un escribano y haré a vd. un poder para que lo venda todo y pague todo. Y buen provecho les haga a los que se han comido el búho.




ArribaAbajoXXV

El secreto de Marcelo


En medio de los discursos diplomáticos y financieros de aquel fatigoso día, una idea constante me había preocupado. ¿Por qué Marcelo se hallaba al lado de Ángela en casa del hombre de las narices de cartón? ¿Era también Marcelo de los que seguían la rueda, o solo acompañante de Ángela? ¿Por qué había herido al monsiur?

Yo debía visitar a Marcelo, pero no quería hacerlo para satisfacer una curiosidad impaciente, sino para llevarle la libertad. Era el amigo de Leonita, y mi instinto me decía que a pesar de lo inexplicable del suceso, aquel joven debía haber sido impulsado por nobles ideas.

Para llevar a cabo mi propósito no necesitaba sino de D. Julián: D. Julián conocía a todas las autoridades habidas y por haber. Amigo de todos los diputados, lo era por consiguiente de todos los gobernadores, y no importa para qué punto de España se le pedía una recomendación, porque él se calaba los anteojos y escribía un salvo-conducto.

Así que hubimos almorzado le expliqué mi deseo, y me contestó que casualmente era amigo suyo el gobernador, y que estaba seguro de obtener lo que deseaba.

Entró conmigo en el carruaje, nos dirigimos a San Sebastián, y yo esperé en el boulevard a que evacuase su cometido.

El paseo estaba lleno de mujeres hermosas que habían acudido de todos los puntos de España a respirar las brisas del puerto. Pero ¡qué solos estamos cuando está el alma sola! ¡Cómo se apaga en nuestro corazón el fuego de los afectos y nada los reanima! Cuando se ama a una mujer tanto como yo había amado a Ángela, no se la deja de amar sino aborreciendo a las demás mujeres. Halla el irritado espíritu como una venganza en el desdén colectivo, y ¡ay de aquella que nos mire después del triste desengaño, porque en cambio de su mirada de juvenil ternura, recibirá una sonrisa de irónico escepticismo! Después de adorar lo malo, nuestra consecuencia es despreciar lo bueno.

¡Cuántas niñas graciosas llenas de inocencia y de alegría cruzaban envueltas en sus muselinas, murmurando como las olas en la arena, y qué fecundo porvenir de felicidad ofrecía su juventud a los hombres que en vez de dirigirse a ellas gastaban su vida en ilusiones fantásticas! ¡Ah! Que el primer error en los primeros años malogra nuestra juventud y nos arroja a la vejez sin hijos…

Pero una reflexión, digna de Mefistófeles, vino a consolarme. ¿Quién sabe si esas niñas serán como Ángela? El mal ha cundido, el tizón no pica un grano de trigo sin contagiar a los demás.

Vivid alerta, y aunque veáis niñas encantadoras no las améis como he amado yo, porque Ángela era la más encantadora de todas las niñas, y yo soy ahora el más desgraciado de todos los hombres.

Más de una hora tuve que esperar a D. Julián, que volvió con la orden para sacar a Marcelo de la prisión bajo fianza, y con la intimación de marchar a Francia aquel mismo día.

-El gobernador, dijo D. Julián, hubiera hecho más por mí, pero la corte está irritada por esto de haber herido a uno de los alemanes, y no es poco lo que se logra con que lo destierren.

Di las gracias a D. Julián, y me dirigí solo al castillo de la Mota. ¡Cuántas veces había yo subido y bajado aquella senda áspera y pendiente acompañado de Ángela, y qué fácil y suave me había parecido! Lo mismo que en la senda de la vida, no sentimos las asperezas sino cuando las sufrimos solos.

Al llegar a la batería de las damas, acostumbraba Ángela detenerse para contemplar al Océano que venía a estrellarse en la banda del Norte, y allí me detuve también. Al ver la llanura inmensa, vivida, sombría, solitaria, sin fin, me acometió el súbito deseo de lanzarme al remoto espacio. Yo me sorprendía de mi estado impasible en el caserío de mi prima después de haber perdido toda felicidad y toda esperanza. ¿Por qué no me había embarcado ya?

¡Ah, pobre Leonita! ¿A quién tenía ya en el mundo sino a mí?

Al dar la vuelta a la derecha del castillo, me encontré con las tumbas de los ingleses. ¡Nueva tentación! Ellos son los únicos hombres que saben vivir y saben morir. Que disfrutan del confort hasta en el sepulcro.

Hay uno de esos sepulcros que despertó en mí un feroz sentimiento de envidia. Está incrustado en una gruta toda revestida de plantas silvestres que recibe la luz de la magnífica puesta del sol, oyendo el eterno ruido de las olas. ¡Qué sitio, qué ocasión para librarse de la vida y del proyecto de ley de los diputados demócratas sobre cementerios!

Subí por fin al castillo y llegué hasta la prisión donde habían encerrado a Marcelo, previa la presentación de la orden oficial.

Me hicieron esperar en una plataforma contigua a la prisión y adornada de tiestos de flores.

Desde aquella eminencia se distinguía la costa de Francia y el valle, de Loyola. ¿En cuál de aquellos caseríos se hallaba escondida Ángela?

Marcelo, sacudiendo la greña como el león que sale de la jaula, me tendió ambos brazos y yo le estreché contra mi pecho. En un extremo de la plataforma había un banco en el cual nos sentamos los dos, empezando Marcelo de este modo:

-El silencio profundo, mi querido conde, que he guardado respecto a su prima de vd., a pesar de que yo comprendía la necesidad de que vd. penetrase en el secreto de su conducta, me autoriza para decirlo todo, hoy que es imposible ocultar a vd. la amarga verdad. Tal vez he exagerado mi reserva. Pero usted amaba a su prima, y como yo la he amado también, temía parecerme a mí mismo, si la acusaba, desempeñando el papel de rival despechado. Vd. tendrá fortaleza para sufrir como yo el desengaño. Fortaleza, sí, porque es mucha desventura amar la belleza en la perversidad. La belleza perversa es la obra empezada por Dios y acabada por el demonio.

¿Quién puede ver a su prima de vd. sin amarla? ¿Adónde, en qué país del mundo ha hallado vd. una mujer más seductora? Yo la encontré a las orillas del Urumea, y confieso que no me detuve a informarme si tenía o no dueño. Mi poesía la hizo su diosa desde que la vi, y cuando hallé a su lado al conde Virgilio, era ya tarde.

Callé, pero la amé…

Detúvose Marcelo al ver el movimiento que hice con mi cabeza, y añadió:

-Pero hace mucho tiempo que no la amo.

-Continúe vd., le dije.

-La catástrofe del conde Virgilio vino a colocarme en una situación especial cerca de ella. Yo tenía que consagrar a Leonita los tiernos cuidados que exigía mi amistad hacia esta familia, y no pude menos de penetrar muy pronto en el desorden de la casa. Dediqué el día a pasear a Leonita, y la noche a vigilar a Ángela. Por más que no tuviese derecho a ello, yo contraje, con la memoria de Virgilio, esta obligación, y pronto estuve al fin del secreto.

La mayor parte de las noches la veía pasar estando yo escondido entre los árboles, y la seguía a lo lejos, quedándome a la puerta de la garita, y contando los minutos por las pulsaciones de mi corazón.

Algunas veces la claridad del alba iluminaba ya los campos cuando salía de la casa de juego acompañada de los jóvenes que acuden en el verano a este puerto, y veía su rostro pálido y sus ojos que lanzaban miradas siniestras, y la seguía hasta que entraba en la iglesia, donde rezaba antes de volverse a casa.

Una vez que salía con el alemán me sorprendió a lo lejos y tuve que sufrir su enojo; pero yo no podía abandonarla. Al menos la protegía por los campos en aquellas horas de la noche, y estaba pronto a darla auxilio si ocurría algún escándalo.

Cuando vd. desempeñó el palacio y las tierras, procuré que Andrea se lo hiciese saber a la condesa, y concebí la lisonjera esperanza de que suspendería sus visitas a la casa de juego. La última noche la vi salir con el alemán, y entendí claro que empeñaba otra vez el valor de las fincas. Ciego de indignación, entré con ellos decidido a impedir aquella iniquidad, y me presenté a su lado.

El alemán me trató mal… le golpeé el rostro… sacamos los revólveres y le herí. Acudió la policía y nos llevaron presos.

Mi corazón se oprime al pensar que he empeorado la suerte de Leonita; pero yo quería hacer un bien a la dulce niña. Recuérdele vd. el nombre de su amigo. Que no me olvide.

Nada tenía que replicar a la relación de Marcelo, sino darle gracias por sus desvelos.

Bajamos del castillo, y le acompañé hasta el tren que marchaba a Francia.

Me dio instrucciones para su madre, nos abrazamos y marchó.




ArribaAbajoXXVI

¿Dónde está Ángela?


Leonita decaía visiblemente. Nada decía, de nada se quejaba, pero no quería jugar, se cansaba a los pocos pasos que daba por el jardín, y aborrecía el alimento.

Una niña antes tan valerosa para andar por el campo, se hallaba dominada por un miedo incomprensible. No se atrevía a acercarse al río, la vista de un buitre la hacía huir, y llamaba a Andrea para que espantase los moscardones que decía que se la querían llevar.

En vano Lady Lenox procuraba atraérsela con los más dulces cuidados; Su mirada permanecía indiferente. Yo quise sondear aquel dolor reservado, y le dije:

-¡Cuánto te quiere Andrea!

-Sí, me contestó haciendo una mueca desdeñosa, hasta que se vaya y me deje.

-¿Andrea te había de dejar y había de irse? ¿Adónde?

-Qué sé yo…

-¡Imposible que te dejara Andrea, tanto como te quiere!

-Sí, mucho, replicó con amarga sonrisa.

-¿No crees que te quiere Andrea?

-No lo sé.

-Voy a preguntárselo. Verás cómo dice que lo que más quiere en este mundo es a su niña.

-No se lo preguntes, dijo alejándose, déjala; a mí no me importa de ella

De ella, ¡qué triste referencia la de este pronombre! No era preciso ni decir más ni adivinar más. La espina estaba clavada en aquel pequeño corazón, y no podía tocarse a él sin muchas precauciones.

¡Qué impresión debía haber hecho en su no estrenada sensibilidad el primer desengaño de la vida, cuando el último de la mía había hecho en mí tanto estrago!

Y desengaño del amor de su madre, que es como la picadura del insecto en las dos primeras hojas que despliega el capullo.

¡Pobre niña! ¿En qué cosa tendría ya fe si había perdido la fe en su madre?

Era preciso pensar en el modo de salir de aquel estado angustioso.

-Rávago, dije luego al cirujano, ¿no encuentra vd. que Leonita está muy débil?

-Tiene, respondió, un sistema vascular muy pobre, y basta lo que ha sufrido para traerla a ese estado.

-¿Y qué he de hacer?

-Su madre era la que debía de hacer lo que es su obligación: ¿dónde está su madre?

-No lo sé.

-La convendría un viaje por mar. Tragar brisa marina día y noche, y cambiar de sitio y de objetos.

-¿Cómo se encuentra el brazo de Lady Lenox?

-Bien. Está en disposición de marchar cuando quiera.

No puedo decir lo mismo de aquel herido que asistí por orden de vd. he tenido que amputarle el brazo por cima del codo.

Marcelo había apuntado bien, y aquel brazo no volvería a manejar la rueda. Pero su pobre madre quedaba abandonada en el caserío. Yo tenía que comunicarla los encargos de su hijo, y la escribí ofreciéndola mis servicios.

Otro sol caía tan triste como los anteriores, y Ángela no había parecido.

Pero a esta hora precisamente vi, desde mi ventana, venir por la senda al anciano cura de Loyola. Bajé, salí a su encuentro, y le conduje a la glorieta para que no nos oyese Leonita.

Los dos estábamos trémulos; él de vejez, yo de emoción.

Descansó un momento y escuché las cansadas frases que salían de su boca, como los borbotones intermitentes de un manantial que va quedando exhausto.

-Dios lo ha querido, señor conde, me dijo, y hay que respetar su voluntad… Yo he esperado hasta el tercer día… para ver si la resolución de aquella madre culpable, pero desgraciada, era decisiva, y cuando el sagrado nombre de Jesús invocado, hecha confesión general y administrada la Comunión, ha persistido en su deseo, la he acogido. Queda en el convento, y yo traigo esta carta para vd. Tengamos lástima de la hija, señor conde, pero tengamos misericordia de la madre que se arranca a su hija como la mayor mortificación que puede sufrir y la mayor penitencia que se puede imponer. ¡Dios tendrá piedad de las dos!




ArribaAbajoXXVII

Carta de Ángela


«De rodillas, Enrique, puestos los ojos en la misma imagen de Jesús crucificado y oprimiendo el pecho contra la mesa, méenos dura que mi corazón lo ha sido para ti, te escribo esta carta.

Ni pido, ni espero, ni deseo indulgencia. Cuando se cae en la bajeza en que he caído yo, no se necesita sino del olvido del mundo. Si hubiera caído en la tumba nada necesitaría, y yo he caído en abismo más hondo que la tumba.

Pero aunque ya no soy madre, porque he abdicado vergonzosamente ese título, tengo una hija, y por ella pido, por ella suplico, por ella ruego, por ella me arrojo a tus pies. ¡Ay! Que mi alma se desgarra al recordar que cuando le di el último beso soñaba conmigo, y a pesar de ello me arranqué de su lado…

Enrique, hay una rueda que nos arrastra con más fuerza que el amor mismo de nuestros hijos, y a esa rueda he estado atada yo…

Tú sabes la tiranía que ejerce la moda en la mujer elegante. La sociedad ha ido poco a poco acostumbrándonos a ciertas irregularidades que antes no eran permitidas sino a los hombres, y por la educación varonil que de algún tiempo a esta parte se nos viene dando, hemos pasado desde la amazona en que nos dejó la sociedad antigua, hasta la tourista y jugadora que nos concede la sociedad moderna.

Yo vi por primera vez la rueda de la desgracia en Alemania. Estábamos en Berlín cuando la baronesa Karuski, amiga de la familia de Virgilio, me convidó a ir a Baden. Virgilio quedó en Berlín y nos fuimos al mismo hotel. El barón había muerto dejando arruinada a su mujer, que era antes princesa de Magdarix y llevó una gran dote. La baronesa me contó que la ruina de su casa tenía por origen las pérdidas del barón en el juego y que quería vengarse de la suerte, recobrando lo perdido. No necesitaba sino 2 o 3000 Francos, y so los presté; pero exigió que la acompañase, y la curiosidad y la moda me llevaron al gran centro de la perdición.

El salón chispeaba de luces, de brillantes y de oro. Los billetes de Banco formaban haces en las mesas. Una rueda dorada, artística, coqueta, juguetona, daba vueltas misteriosamente y atraía los ojos de la inmensa concurrencia. La corriente magnética que se establecía entre todas las miradas, despertaba los pensamientos y encendía las pasiones. Se esperaba, se temía, se amaba y se aborrecía instantáneamente. De la alegría se pasaba a la desesperación, del dolor a la felicidad, del abatimiento al frenesí. Parecían todas aquellas figuras atadas a hilos eléctricos, cuya clave tenía en su mano el barón alemán, que frío e impasible estaba de pie detrás de la rueda, y que las hacía moverse a su voluntad con las más violentas contorsiones.

Mujeres que me habían parecido antes hermosas, tenían el rostro hinchado y los ojos inyectados de sangre, como los carniceros. Los que me habían parecido caballeros, tenían ademán de facinerosos. La baronesa, que había sido siempre serena y generosa, se lanzó al vértigo de la codicia, y jugaba billete tras billete con ojos encendidos y rostro colérico. Lo perdió todo y se volvió a mí. Yo vacilaba, pero una multitud de personas conocidas en la buena sociedad de Madrid me miraba con la curiosidad indiscreta y la sonrisa maligna que precede al ridículo, y temí caer en él si rehusaba.

Jugué y gané aquella noche 20000 francos. Y volví otra y otra noche y gané también y seguí ganando hasta la suma de cuatro millones de francos.

A los pocos días era yo la Leona de Baden. Los banqueros, los príncipes rusos y alemanes, los héroes húngaros, los artistas italianos, los lores, los títulos de Francia, los grandes de España, los americanos opulentos, las mujeres más elegantes que habitaban los palacios de Baden, se apresuraron a celebrar mi genio, y recibí invitaciones de todas partes.

La revista del Grand-Club, redactada por los literatos más distinguidos, habló de mi belleza, de mi talento, de mi gracia y de mi elegancia.

Yo era la misma que llegó a Baden sin que hubiese reparado la sociedad en todos aquellos encantos, y solo por haber jugado con fortuna, yo me coronaba de gloria. ¡Qué horrible descubrimiento; pero qué terrible tentación!

Yo no podía guardar aquel dinero sin degradarme ante los que ejercían el oficio adjudicándome los laureles.

Las leyes del honor en las esferas del alto juego, son más imperiosas que en otro Código alguno, y era preciso exponer lo ganado, y… lo expuse, y… lo perdí, y lo recobré y volví a perderlo, y jugué el capital de Virgilio, el dote de mi hija, el crédito y el alma.


Siempre con la esperanza de recobrar lo perdido, siempre queriendo evitar la catástrofe que temía, conociendo el pundonor de Virgilio, hostigada por el despecho, punzada por el orgullo, no queriendo usar de tu fortuna, fui de tumbo en tumbo cayendo hasta la ignominia en que me hallo.

Arruiné a Virgilio, le arrojé al crimen y te he arruinado a ti, porque los pagarés que van a vencer y te serán presentados, ascienden a 50000 duros, y tengo además una deuda de honor con el duque de Monte-Urgull, de cantidades apuntadas por mi mano en una tarjeta.

Mi hija queda a tu misericordia… ¡Ay Enrique! ¿Cómo hubiera podido pensar mi madre cuando nací, que había nacido una hiena?… ¡Mi madre! Ahora me acuerdo de mi madre… de su cuarto con la estampa de la Virgen y la pila del agua bendita. De su rosario colgado en el oratorio, donde pálida y fatigada, vino a rezar conmigo por la última vez…

¡Ah! Que crea mi hija que he muerto: más vale la orfandad que la infamia de su madre: ¿madre? No; la jugadora no es madre. La jugadora es un monstruo, pero monstruo tan espantable, Enrique, que si saliera del convento… (que no saldré porque aquí han de enterrarme) si saliera del convento… volvería a jugar.

Virgilio murió con la ilusión de que suicidándose me corregiría yo. ¡Oh, jamás! Esta pasión no se cura con la muerte de los otros, sino con la de uno mismo.

Cumple la voluntad de Virgilio, llevando a mi hija a una pensión donde se eduque lejos de la que fue su madre…

¡Hija de mis entrañas, yo estaré en oración día y noche, hasta que exhale el último aliento, para que Dios la libre de La rueda de la desgracia!


El cura de Loyola te lleva esta carta. Él es el solo lazo que tendré con el mundo, y por él me dejarás saber de mi hija.

Que lea esta carta lady Lenox, y que sea para mi hija lo que ha sido para mí.

Nada más. No me perdones, porque yo no me perdono, y no has de ser más misericordioso que yo conmigo; pero protege a mi hija. -Ángela.




ArribaAbajoXXVIII

Las campanas


Cogí por la mano a Leonita, y la llevé a la orilla del Urumea.

Más allá, a la derecha del río, da este una vuelta y forma un seno como para esconderse de los importunos… Allí se eleva el pequeño convento donde está encerrada Ángela.

No habíamos de llegar a él; pero yo quería oír el sonido de sus campanas… y lo oímos.

-¡Qué tristes son esas campanas! Dijo Leonita.

Sí que eran muy tristes. Yo creía distinguir en aquellos sonidos, profundos lamentos, ayes desgarradores, gritos maternales, todo lo que el dolor y los remordimientos pueden inspirar a un corazón joven y desesperado.

Aquella era la despedida que dábamos Leonita y yo a lo que más amábamos en el mundo. Antes de alejarnos para siempre, había yo querido mirar el agua que besaba las paredes del convento. ¡Última ilusión del amor perdido, último consuelo del corazón que iba a vivir solo con la desgracia!




ArribaXXIX

Adiós a España


El cónsul inglés había venido a poner a disposición de Lady Lenox un vapor que había entrado en el puerto el día anterior, y que al siguiente había de marchar a Londres.

Hice leer a mi lady la carta de Ángela: lloró, la escribió tiernamente, y convinimos en que llevaríamos a Leonita a una pensión de las que ella conocía en Londres.

Yo arreglé rápidamente mis asuntos con D. Julián. Le di un poder absoluto para vender mis bienes y pagar todas las deudas de mi prima, sin olvidar la de Monte-Urgull. Señalé a Ángela una pensión vitalicia y dejé formalizado el donativo del resto de mi hacienda como dote de Leonita. Solo me reservaba mis fondos de Londres para atender a los gastos de la pensión de esta.

Yo no necesitaba nada, por lo que hace a mí, sino buscar trabajo para adquirir una nueva fortuna que devolviera a Leonita la fortuna de su padre. En el estado de mi ánimo solo el deber del trabajo podía reconciliarme con la vida, y yo estaba seguro de hallar en Londres quien hiciera trabajar no al conde de Magacela, sino al pobre emigrado.

Recomendé a D. Julián, a Paulo y Andrea, que deberían continuar habitando el caserío y cuidando los patos.

Encargué una especial atención en conservar las hojas anchas del pabellón de mi prima. Cogí una de ellas y la guardé en mi cartera.

Me despedí del cura de Loyola, enviando con él a Ángela palabras de consuelo y de seguridad por el porvenir de su hija, y al día siguiente nos trasladamos a bordo del vapor Stuard. El cirujano y D. Julián nos acompañaron a bordo y permanecieron con nosotros sobre cubierta hasta el instante de marchar. La madre de Marcelo, Andrea y Paulo, quedaron en el muelle.

La Concha desplegaba a nuestra vista su corona de palacios. Delante de todos descollaba aquel donde Marcelo dijo que «había caído un trono y se había levantado una ruleta».

La rueda de la desgracia, como la llamaba Ángela en su carta, que seguiría dando vueltas para destruir otras familias del mismo modo que había destruido la de Virgilio. ¿Qué quedaba de esta familia? Virgilio suicidándose, su madre muriendo loca, su viuda encerrada en un convento, su hija acometida de accidentes y abandonada en la orfandad y la indigencia.

Sí, allí en el palacio que está delante de todos los otros palacios, queda La rueda de la desgracia, y a pocos pasos, a la orilla misma del mar, distinguíamos otra desgraciada víctima también de otra rueda…

El rey Amadeo, que se bañaba en la Concha al salir el vapor.

Leonita había permanecido muda y estática sin dar muestra alguna de sensibilidad; pero al ver que se despedían los que nos habían acompañado, y que Andrea y su amiga íntima quedaban en el muelle, rompió a llorar.

-Esas lágrimas y esa brisa, dijo Rávago estrechando mi mano, serán su salvación.

Resonó el silbido… se movió el vapor…

Yo eché la última mirada al valle de Loyola… después al castillo… después, al espacio.




 
 
FIN
 
 


Indice