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La señora recibe una carta

Comedia en dos actos

Víctor Ruiz Iriarte

Óscar Barrero Pérez (ed. lit.)


Universidad Autónoma de Madrid


ArribaAbajoLos ángeles escriben teatro

Rebasado el ecuador de los años sesenta, la sociedad española experimenta una trasformación a la que el teatro no podía resultar ajeno. Con el planteamiento de La señora recibe una carta, estrenada el 15 de septiembre de 1967, Víctor Ruiz Iriarte asumía el problematismo al que se aproximaba por entonces la comedia española, sin por ello renunciar a un final propio del género que tantos éxitos le había deparado. En una entrevista firmada en Abc por Enrique Llovet y aparecida ese mismo día, Ruiz Iriarte hablaba de tres factores en sus obras: el humorístico, el sentimental y el patético. Nada decía del dramático.

A casi todos los críticos el nombre que les vino a la cabeza a la hora de redactar su crítica fue el de John B. Priestley. No se le reprochaba a Ruiz Iriarte tan directa evocación; no lo hacía Nicolás González Ruiz (Ya 16 sept. 1967), ni un comentario tan elogioso como el de F. Castán Cerezuela (Madrid 16 sept. 1967). Como en otras ocasiones, sí se le reprochaba que el desenlace resultara un tanto rosáceo. «No del todo convincente» lo consideraba Juan Emilio Aragonés en Informaciones, remachando que La señora recibe una carta no pasaba de ser «una bonita comedia» (18 sept. 1967). Más severo se mostraba Francisco García Pavón (Arriba 17 sept. 1967), ironizando en su comentario sobre lo que definía como una «seráfica estampa de colores suaves». «No me ha gustado esta comedia de Víctor, de mi buen amigo Víctor». ¿Motivo? «Yo creo que todo lo que pasa sobre el escenario de la Comedia es mentira. Es un juego muy bien hecho y muy bien movido, porque lo que sí es Víctor es un autor teatral; pero una mentira desde la primera palabra hasta la suposición del milagro final». García Pavón se alineaba así con las tesis del teatro como reflejo de la realidad social, atenuadas por una consideración posterior: «Toda esa rueda de sospechas que era donde podía residir la purgación psicológica y moral auténtica de los tipos queda en un corro de leves anécdotas y tiernas historias. Y no es que pretenda yo que toda criatura que aparezca en las tablas sea un ser escatológico. No, lo que pretende uno es profundidad, verdad, sensación de vida bullente y auténtica».

Creo que lo que deja insatisfecho a García Pavón no es tanto el planteamiento de la comedia, planteamiento que, después del bache de los diálogos iniciales, es, a mi juicio, satisfactorio por lo que tiene de intriga teatralmente bien construida, sino, una vez más en el amable Ruiz Iriarte, un desenlace obligado a dar satisfacción al género al que el autor sirve: la comedia.

Si bien el punto de partida, es decir, el error cometido por el portero al dejar la carta donde no debía, puede parecer artificioso, no cabe negar su adecuación como mecanismo teatral. La consecuencia es, además, verosímil, puesto que la crea un escritor, persona, por tanto, a quien cabe atribuir imaginación suficiente para pensar una trama como esa. Lo sucedido a partir de un determinado momento podría ser, efectivamente, parte de un argumento inventado por él para una de sus obras. El autor se ve forzado a estirar los diálogos más de la cuenta en una situación como esta, en que puede decirse que no les sucede nada a los ocho personajes. No le faltaba oficio, ciertamente, a Ruiz Iriarte para tal ejercicio de virtuosismo teatral. Aun así, hay caídas en el ritmo: a la obra le cuesta arrancar, y de hecho, todo el primer tercio de la representación discurre sin que la carta haya aparecido en escena. Demasiado tiempo. Es artificial, aunque inevitable para el conocimiento del espectador, la presentación de sus amigos por parte de Alberto.

La caracterización de los personajes puede considerarse satisfactoria. El anfitrión, Alberto, es un escritor pagado de sí mismo, deseoso de que sus obras sean escuchadas. Le gusta contar con público, especialmente femenino, y la gran noticia que todos deben escuchar es que acaba de concluir una nueva comedia. La que ha escrito será aprovechada por Alberto para una nueva representación, esta vez real: «Figuraos que en escena se hallan varios personajes. Gentes como nosotros, que se han reunido para pasar una velada agradable. Y de pronto, alguien llama a la puerta de la escalera...». Casualmente, en ese preciso momento alguien llama a la puerta.

Su esposa, Adela, una mujer de buen gusto y que, naturalmente, se siente celosa de hombre tan brillante como ante el espectador demuestra serlo, cree lo que la carta dice: que entre los invitados está la amante del señor de la casa. ¿Cómo no hacerlo? ¿Es un error su falta de confianza en su marido?

Alicia y Tomás forman una pareja perfecta. Él, famoso director de cine que gana sus buenos dineros. Entre él y su esposa los gastan tal como les llegan, sin apenas tiempo para darles reposo en la cuenta bancaria. Son un par de inconscientes felices de serlo. En ellos critica Ruiz Iriarte de manera muy evidente a la burguesía despreocupada de su tiempo. El alcohol tiene en estas reuniones una presencia muy notable, no por casualidad: «¡Hola! ¿Ya os estáis emborrachando?»; «Pero poquito, poquito, que ya he bebido lo mío...»; «Pero ¿aquí se bebe o no se bebe? Si no se bebe me marcho...»; »Ahora nos vamos a emborrachar todos...».

Manuel y Teresa, por el contrario, son una pareja de orden, incomprensiblemente dentro del grupo. Él se levanta temprano para ir a la Bolsa y ella es su solícita esposa. En «los años de la ilusión, de la alegría y de la esperanza», es decir, los de la juventud, Manuel Alberto y Tomás eran buenos amigos. Siguen siéndolo.

Laura Fuentes acude a la reunión sin pareja. Es una actriz que conoció tiempos mejores. Ahora no le ofrecen contratos y eso es parte de su silenciosa infelicidad, contraste del aparente derroche de satisfacción que contempla a su alrededor: «Es que me siento sola, muy sola, espantosamente sola. A veces, cuando vuelvo a casa de madrugada y me veo envuelta en tanta soledad y en tanto silencio, me entra un miedo atroz y me dan ganas de gritar pidiendo socorro...».

También Marina está sola. Pero, a diferencia de Laura, ella es una chica insignificante en quien nadie se fijaría: «Yo no soy más que una pobre chica» es su carta de presentación ante los demás.

El autor salva con solvencia, una vez solucionado el problema de ritmo inicial, la dificultad de mantener la intriga durante una obra en la que se maneja un número tan escaso de elementos. La base es sencilla: dados los antecedentes de Alberto, es muy plausible que lo que se cuenta en la carta sea cierto. Su contraataque es el giro inesperado que permite prolongar el suspense y dividir en dos actos la obra. El segundo registra los enfrentamientos mutuos, las reticencias entre los presentes y la crueldad de Alberto con todos ellos. Puesto que han sido inmisericordes con él, este es el momento de su venganza. ¿Lo merecen todos? No, singularmente la única víctima final de la obra. Esa es la injusticia de la vida, y también de la pieza escrita por Ruiz Iriarte. Los comportamientos de unos y otros son interesantes análisis de personalidades en esta comedia que es de intriga y al mismo tiempo psicológica.

Ruiz Iriarte no desaprovecha la coyuntura para arremeter contra ciertos elementos propios de su tiempo. Por ejemplo, la inclinación ideológica de la dramaturgia de entonces, lo que aquí se llama «teatro social». Alberto ha encontrado la clave para contentar a todo el mundo con el desenlace de su obra. ¿Volverá el personaje? Esa solución, la propia del mismo Ruiz Iriarte, ya se sabe a qué conducirá: «la obra se convierte en una de esas comedias optimistas que ponen de mal humor a las minorías. Y me trituran. ¡Digo! ¡Que si me trituran!». ¿No volverá? «Entonces resulta que la comedia se trasforma en una obra pesimista, amarga, retorcida, triste, condenadamente triste. [...] Algo muy importante, ya lo creo. Pero, ¡ay!, todo eso al gran público le cae fatal...». El avispado Alberto cree haber encontrado la fórmula mágica con solo un par de palabras, con las que me parece improbable que consiguiera ya, ante una crítica como la de 1967, despojarse de las etiquetas de «burgués superficial, frívolo y decadente» que le estaban adjudicando. No creo arriesgado trasladar al propio Ruiz Iriarte, teniendo en cuenta la fecha y ese cierto desvío de la crítica al que he hecho referencia arriba, la reflexión del personaje. Si es así y consideramos el criticado desenlace de La señora recibe una carta, el creador real prefirió no aplicarse la enseñanza.

Y es que el desenlace de La señora recibe una carta es insatisfactorio, por mucho que en él se hable de que el personaje afectado no volverá. Ese personaje no es el que importa. Importan todos los demás. Y esos se quedan ahí. Después de haberse echado los unos a los otros a la cara cuanto se podían echar, todos los amigos van volviendo al redil común como si nada hubiera pasado. Puede argumentarse que se necesitan y de ahí el retorno al cubículo común. Pero ¿todos? Únicamente queda excluida, y aquí queda el apunte de verosimilitud para quien desee agarrarse a él, la secretaria inocente, Marina, secretamente enamorada de Alberto. Es la gran sacrificada de este desnudo colectivo del que al final no sabemos bien si hay que responsabilizar a Alberto, que lo activó en la práctica o a su crédula esposa, que quien dio pie a ello.

Y es que no resulta fácil creer que esta terapia de grupo a que Alberto somete a sus amigos y, lo que es peor, a su propia esposa, no deje secuelas irreparables. Pues así deja el autor que lo creamos porque la comedia es y debe ser lo que es. Sucede que en 1967 ya resultaba difícilmente digerible a una parte de la crítica tanta bonhomía como Ruiz Iriarte se empeñaba en derrochar no tanto en los planteamientos de sus obras como en sus desenlaces.

Sin embargo, gracias a todo lo sucedido, la secretaria se ha salvado de caer en un precipicio muy cercano, tanto para ella como para Alberto, sabedor del interés de la joven por él y posiblemente a punto de dar el paso hacia ella: «¿Tú crees que todo ha sucedido para que esa muchacha se salvara? Es fantástico. Sería como un pequeño milagro». Un milagro que salva a la joven pero también a él. De manera que hasta el elemento disonante en la amabilidad del desenlace resulta ser, en último término, un factor que permite la lección positiva. El misterioso personaje de la comedia de Alberto «puede ser un vagabundo. Pero también puede ser un ángel...»

Por esta vez la pequeña autocrítica no está escrita en esas horas inquietas, turbadoras y poco propicias para la reflexión y el buen juicio que se viven en las vísperas de un estreno. Estas líneas surgen ahora, a punto de entregar al editor el manuscrito, cuando La señora recibe una carta lleva unas semanas en el cartel del teatro de la Comedia. En el transcurso de esas funciones el autor ha tomado nota de las reacciones del público y ha leído muchas de las críticas que se han vertido sobre su texto. De cara a su auditorio, la experiencia de esta comedia ha resultado muy feliz. He observado que esta es una de esas obras que le gustan al público sin rodeos y sin reservas. Naturalmente, mi opinión, mi particular y sincera opinión sobre La señora recibe una carta, me sitúa junto al público y al lado de los críticos que la han juzgado con simpatía y gentileza. Porque, de cualquier modo, yo, que me guardaré muy bien de decir como este Alberto Roldán -mi protagonista, colega mío en el oficio y en la aventura-, que me gustan todas mis comedias, no tengo ningún inconveniente en declarar, sin rubor y sin petulancia, que esta me parece una de mis mejores comedias...

Óscar Barrero Pérez

Universidad Autónoma de Madrid




ArribaAbajoAutocrítica

Por esta vez la pequeña autocrítica no está escrita en esas horas inquietas, turbadoras y poco propicias para la reflexión y el buen juicio que se viven en las vísperas de un estreno. Estas líneas surgen ahora, a punto de entregar al editor el manuscrito, cuando La señora recibe una carta lleva unas semanas en el cartel del teatro de la Comedia. En el transcurso de esas funciones el autor ha tomado nota de las reacciones del público y ha leído muchas de las críticas que se han vertido sobre su texto. De cara a su auditorio, la experiencia de esta comedia ha resultado muy feliz. He observado que esta es una de esas obras que le gustan al público sin rodeos y sin reservas. Naturalmente, mi opinión, mi particular y sincera opinión sobre La señora recibe una carta, me sitúa junto al público y al lado de los críticos que la han juzgado con simpatía y gentileza. Porque, de cualquier modo, yo, que me guardaré muy bien de decir como este Alberto Roldán -mi protagonista, colega mío en el oficio y en la aventura-, que me gustan todas mis comedias, no tengo ningún inconveniente en declarar, sin rubor y sin petulancia, que esta me parece una de mis mejores comedias...

Víctor Ruiz Iriarte



Esta comedia1 se estrenó en el teatro de la Comedia, de Madrid, el 15 de septiembre de 1967, con el siguiente reparto:

PERSONAJES
 
ACTORES
 
ADELA.ELISA MONTÉS.
LAURA.ANA MARÍA MORALES2.
TERESA.CONCHITA LLUESMA.
ALICIA.MABEL KARR.
MARINA.CONCHITA GOYANES.
LA DONCELLA.ISABEL BRAUS.
ALBERTO. FERNANDO REY.
MANUEL.MANUEL DÍAZ GONZÁLEZ.
TOMÁS.LUIS PEÑA.
EL PORTERO.LORENZO RAMÍREZ.

Decorado: Santiago Ontañón

Dirección: Víctor Ruiz Iriarte






ArribaAbajoActo I

 

Estamos en la habitación principal, mezcla muy grata de salón, estudio y cuarto de estar, del piso que el matrimonio Roldán -ADELA y ALBERTO- posee en un barrio residencial de Madrid. Al fondo, una embocadura rectangular que comunica con una segunda estancia, mucho más reducida, con salidas a un lado y a otro. Y allí, en el centro, una mesa alargada, con candelabros y velas encendidas, dispuesta con exquisito gusto para una cena de invitados. En el lateral de la derecha del salón -lados del público-, amplias puertas de cristales, siempre abiertas de par en par porque la acción se desarrolla en una bella noche de primavera, que separan el salón de una gran terraza decorada con muchas plantas verdes. A la izquierda, en primer término, una entrada que, seguramente, conduce al vestíbulo. Un poco más allá una puerta. Bibliotecas en las paredes. Muchos libros. Cuadros modernos. Buenos muebles, caros y confortables, muy en consonancia con la arquitectura de la vivienda. Una mesa escritorio. A la izquierda, formando ángulo, dos sofás gemelos y suntuosos. Sillones. Una mesita baja delante de los sofás. Un velador atiborrado de vasos, copas y botellas. En cualquier parte, una nota de estilo -un sillón, una pantalla, un lienzo- que contrasta graciosamente con el ambiente. Unas pantallas encendidas proporcionan una luz muy grata.

 
 

Cuando se levanta el telón en el comedor -la pieza del fondo- se hallan sentados alrededor de la mesa ADELA, LAURA, TERESA, ALICIA, MARINA, ALBERTO, TOMÁS y MANUEL. Ellas visten bonitos y bien elegidos trajes de noche. Los hombres, de oscuro. De las mujeres, LAURA es la mayor: está en los comienzos de un otoño que promete ser espléndido. MARINA es la más joven, apenas ha cumplido los veinte años, y viste con sencillez y gracia. Todos ríen en este momento, muy alborozados. Unos segundos después, ADELA se pone en pie y todos los demás la secundan.

 

ADELA.-  Bien. Ahora tomaremos el café en la terraza, si no os importa. Hace una noche maravillosa, ¿verdad?

TOMÁS.-  ¡Soberbio!

MANUEL.-  ¡Una gran idea!

TERESA.-  La cena ha sido espléndida...

ADELA.-  ¿De veras?

ALICIA.-  ¡Fantástica!

ADELA.-  ¡Ay! Pero ese es un cumplido para mi cocinera...

TODOS.-  ¡Oh!

 

(Todos ríen. ADELA avanza y entra en el salón. Los demás la siguen.)

 

ADELA.-  Bueno. ¿Qué haremos ahora? Naturalmente, podemos ir en pandilla a bailar, por ahí, que siempre es divertido. También podemos quedarnos en casa, tomar una copa y oír música. Pero, ¡ay!, no sé por qué, siempre que oímos música nos ponemos todos tristísimos. Es terrible la música, ¿verdad? ¡Qué lata! Bueno, claro, queda el recurso del póker. A mí me chifla el póker. Y si no queréis ni baile, ni música, ni póker, podemos jugar al juego de la verdad...

LAURA.-  ¡Ay! ¿Y en qué consiste ese juego, hijita?

ALICIA.-  A ver, a ver...

ADELA.-   (Muy divertida.)  ¡Oh! Es algo muy gracioso y muy excitante. Veréis. Se reúnen unos cuantos amigos. Y luego, cada cual, cuando le toca, se planta en el centro del salón y va diciendo en voz alta lo que de veras, de veras, le parece cada uno de los demás...

LAURA.-  ¡Ah, ¿sí?

ADELA.-  ¡Sí! Pero sin ocultar nada, nada, nada...

LAURA.-   (Casi con un escalofrío.)  ¡Jesús! ¡Qué ordinariez!

ADELA.-  ¡Oh! Algo explosivo...

ALICIA.-  Oye. ¿Y al final qué pasa?

ADELA.-  ¡Mujer! Pues lo natural. Un escándalo. Creo que la otra noche, nuestros vecinos y sus invitados, que son todos gente muy divertida, se pusieron a jugar a eso de la verdad y casi, casi, hubo bofetadas...

ALICIA.-  ¡No!

ADELA.-   (Riendo.)  Sí, sí...

LAURA.-  ¡Qué barbaridad! Pero ¡qué cosas inventa la gente!...

TODOS.-  ¡Oh!

 

(Ríen. TOMÁS, de pronto, casi alarmado)

 

TOMÁS.-  ¡Un momento! ¿Es que estáis dispuestos a que la fiesta se acabe cuando sea de día?

ADELA.-   (Riendo.)  ¡Ay! ¿Y por qué no?

TODOS.-  ¡Oh!

 

(Todos ríen, menos ALICIA, que se indigna.)

 

ALICIA.-  ¡Jesús! ¡Amor mío! ¿Ya tienes sueño?

TOMÁS.-  ¡Hum! Todavía no.

ALICIA.-  ¡Vaya!

TOMÁS.-  Pero me temo que dentro de un par de horas, todo lo más, caeré como un bendito en cualquiera de estos sillones...

TODOS.-  ¡No!

 

(Ríen.)

 

ALICIA.-  ¡Ay, mi vida! Pero ¡qué mal educado estás! Te duermes en todas partes...

TOMÁS.-  ¡Alicia! Acuérdate. Llevamos una temporada atroz. Anoche nos acostamos tardísimo...

ALICIA.-  ¡Por tu culpa!

TOMÁS.-   (Indignado.)  ¡Por la tuya! ¡Demonio!

TODOS.-  ¡Oh!

 

(Ríen.)

 

ALICIA.-  Bueno. ¿Qué más da? Después de todo, lo pasamos estupendamente, ¿no? Tenemos que volver cualquier noche a ese «tablao». El tío de la guitarra es un fenómeno. Y la chiquita esa de Utrera es feíta3, feíta la pobre. Un adefesio. Y muy desgarbada y muy tonta. Pero canta como los ángeles. Eso no lo vas a negar.

TOMÁS.-   (Resoplando.)  ¡Hum! La chiquita de Utrera...

TODOS.-   (Riendo.)  ¡Oh!

LAURA.-  ¡Jesús! ¡Qué matrimonio!

 

(Todos ríen. Y mientras, van entrando en la terraza TERESA, MANUEL, LAURA, ALICIA y TOMÁS. MARINA, rezagada, queda todavía en el fondo. ALBERTO y ADELA, que no advierten la presencia de la muchacha, se miran y sonríen.)

 

ADELA.-  ¡Alberto! ¡Cariño! ¿Todo va bien?

ALBERTO.-  ¡Perfecto! Como siempre. Eres un ama de casa exquisita. Me siento orgulloso de ti...

ADELA.-   (Riendo.)  ¡Tonto!

 

(MARINA, en silencio, cruza ahora y entra en la terraza.)

 

Después de todo, son nuestros mejores amigos, ¿no?

ALBERTO.-  ¡Naturalmente!

 

(Ella marcha hacia la terraza. Pero antes de llegar, se vuelve hacia ALBERTO y le mira sonriendo.)

 

ADELA.-  Tú has estado muy simpático, ¿sabes?

ALBERTO.-  ¡Oh!

ADELA.-  Te has pasado toda la cena contando cosas realmente graciosas...

ALBERTO.-   (Satisfecho.)  ¿Tú crees?

ADELA.-   (Mirándole, risueña.)  Bueno. En realidad, tú eres así siempre que te ves rodeado de mujeres...

ALBERTO.-   (Transición, inquietísimo.)  ¡Adela! Pero ¿es que vas a tener celos ahora? ¿Esta noche también? ¡Santo Dios!

ADELA.-  ¡Oh, no, no! No son celos.

ALBERTO.-  ¡Hum!

ADELA.-  Es curiosidad. Una pequeña y terrible curiosidad. Daría cualquier cosa por saber a cuál de nuestras amigas estás dedicando esta noche tanta simpatía...

ALBERTO.-  ¡Adela!

ADELA.-  ¡Alberto! Mira que te conozco muy bien. ¿Quién es ella? ¡Dímelo!

ALBERTO.-   (Casi asustado.)  Pero, Adela, ¡qué loca eres! ¿Cómo se te ocurre?

ADELA.-  ¡Oh!

 

(Ella ríe. Y entran los dos en la terraza. Durante unos instantes la escena queda sola. En seguida, por el fondo, aparece la DONCELLA. Lleva una gran bandeja con servicio de café, y, sin detenerse, cruza el salón y entra en la terraza. Otra vez la escena en soledad. Se oyen unas risas. Al cabo, por la terraza, surge TOMÁS. Muy resuelto, se dirige al velador de los licores y empieza a prepararse un whisky. Y, al momento, asoma ALICIA.)

 

ALICIA.-  ¿Qué es eso, cariño? ¿Renuncias al café?

TOMÁS.-  ¡Hum! Prefiero una copa...

ALICIA.-  ¡Ay! Yo también.

TOMÁS.-  ¿Qué tomas? ¿Agua mineral? Dicen que es muy rica...

ALICIA.-   (Ríe.)  Idiota.

TOMÁS.-  ¡Je!

 

(ALICIA mira en torno, complacida.)

 

ALICIA.-  No lo puedo negar, ¿sabes? Me encantan estas cenas en casa de Alberto y Adela. La verdad es que lo pasamos fantásticamente bien. ¡Y nos reímos tanto! ¿Te acuerdas de la última vez?

TOMÁS.-  ¡Je! Pues, claro...

ALICIA.-  Tienen una casa bonita, ¿verdad? Pero bonita, bonita...

TOMÁS.-  Es natural. Adela es una mujer de un gusto exquisito y Alberto es un autor que gana muchísimo dinero con sus comedias. Cuando se unen esas dos fuerzas incontenibles, el buen gusto y el dinero, se puede tener un estupendo piso con buenos muebles y buenos libros y buenos cuadros...

ALICIA.-  Bueno. Tú también sabes ganar dinero, cariño. Eres un famosísimo director de cine que cobra un millón de pesetas por dirigir una película...

TOMÁS.-   (Un suspiro.)  ¡Ay! Pero estoy casado con una deliciosa mujer que gasta exactamente un millón de pesetas por cada película que dirige su marido...

 

(ALICIA pega un respingo, alarmadísima.)

 

ALICIA.-  ¿Cómo? ¿Qué has dicho?

TOMÁS.-  ¡Je!

ALICIA.-  ¿Qué has pretendido insinuar?

TOMÁS.-   (Con evidente tacto.)  ¡Alicia! ¡Encanto! Modérate, que estamos de visita...

ALICIA.-  ¡Tomás! Pero ¿de veras piensas que soy yo la culpable de que nunca tengamos un céntimo? ¡Ah, no!

TOMÁS.-  ¡Hum!

ALICIA.-  Eso sí que no. ¡Dios mío! Pero ¿cómo puedes ser tan injusto, tan cruel y tan egoísta? ¡Oh! Monstruo, grandísimo monstruo. Pero si la culpa de nuestra ruina la tienes tú y nadie más que tú...

TOMÁS.-   (Muy sorprendido.)  ¡Anda! ¿Tú crees?

ALICIA.-   (Cargadísima de razón.)  ¡Claro! ¡Los coches! Acuérdate de los coches. ¡Tu afición a los coches, que es lo que nos pierde! ¡Porque cambias de coche cada seis meses! ¡Y cada coche que compras es mayor que el anterior! ¡Dios mío! Pero si me paso la vida temblando porque me temo que de un momento a otro vas a comprar un autobús...

TOMÁS.-   (Preocupadísimo.)  ¡Calla! ¡Los coches! Pues no había yo caído...

 

(Está abatidísimo, hundido en el sofá. Después de un silencio, ALICIA, junto a la entrada de la terraza, se vuelve y le mira muy enternecida.)

 

ALICIA.-  ¡Cariño! ¿Te has enfadado?

TOMÁS.-  ¡Oh, no!

ALICIA.-  ¿Te has puesto triste?

TOMÁS.-   (Muy mohíno.)  ¡Je! Un poco. Reconozco que soy una calamidad...

ALICIA.-  Bueno. Tampoco es preciso que ahora empieces a preocuparte y a hacerte reproches, amor mío. Después de todo, si de cuando en cuando4 te compras un coche nuevo, es porque te da la real gana, ¿no?

TOMÁS.-   (Muy sincero.)  ¡Toma! Eso es lo que pienso yo...

ALICIA.-   (Muy gallarda.)  Y vamos a ver: ¿A quién le importa eso?

TOMÁS.-   (Con mucha energía.)  ¡A nadie!

ALICIA.-  ¡Muy bien dicho! ¡A nadie!

TOMÁS.-  ¡Je!

 

(En este momento, ya están los dos sentados en el sofá.)

 

ALICIA.-  Además, pensándolo bien, yo también tengo un poquito de culpa. Sí, sí, sí. Soy una manirrota. Lo sé. Gasto una fortuna en vestidos, en caprichos, en chucherías inútiles. Me encanta cenar fuera de casa, ir de «tablao» y de «boîte». Me gusta todo ese jaleo que sale carísimo.  (Dolorosamente.)  ¡Ah! Y esa manía que tengo de renovar todos los años el mobiliario de la casa...

TOMÁS.-   (Casi un estremecimiento.)  ¡Hum! Los muebles...

ALICIA.-   (Muy compungida.)  Es terrible, ¿verdad?

TOMÁS.-  ¿Qué voy a decirte? Hace diez años, cuando nos casamos, pusimos la casa en estilo isabelino. Ahora está en estilo sueco5. Pero entre el isabelino y el sueco...

ALICIA.-   (Horrorizada.)  ¡Calla!

TOMÁS.-  ¡Je!

ALICIA.-  ¡Dios mío! Pero ¿por qué somos así? No me lo explico. De niña, yo era muy hacendosa, muy formalita y muy, muy ahorradora...

TOMÁS.-   (Estupefacto.)  ¿Quién? ¿Tú?

ALICIA.-  ¡Digo! Pero si recuerdo que, en cierta ocasión, papá me regaló una hucha preciosa y llegué a reunir hasta doscientas pesetas6...

TOMÁS.-   (Sorprendidísimo.)  ¡No!

ALICIA.-   (Muy suya.)  ¡Ah, sí, sí!

TOMÁS.-  ¿Fuiste capaz?

ALICIA.-  ¡Naturalmente!

TOMÁS.-  ¡Chica! ¡Doscientas pesetas! ¡Qué maravilla!

ALICIA.-   (Una transición.)  ¡Tomás! Vamos a cambiar de vida, ¿quieres? Hay que suprimir todos los gastos superfluos. Nada de modistos caros, nada de cenas en los restaurantes de lujo, nada de viajes a París. Tenemos que ahorrar.

TOMÁS.-   (Francamente pesimista.)  ¡Huy! Eso debe de ser7 muy difícil...

ALICIA.-  ¡Qué va! No lo creas. Hay muchísimas personas que ahorran y lo pasan de primera...

TOMÁS.-  ¡Hum! No sé, no sé...

ALICIA.-  Pero, hombre, si eso del ahorro debe de ser8 buenísimo. ¡Si hasta se anuncia en los periódicos y en la Televisión! Mira, para empezar, guardaremos todo el dinero que te va a dar ese productor americano por tu nueva película. Pero todo, todo, ¿eh? ¡Hasta el último céntimo!

TOMÁS.-   (Con mucho desconsuelo.)  ¡Ca! ¡Imposible!

ALICIA.-  ¡Vaya! ¿Y se puede saber por qué?

TOMÁS.-  ¡Toma! Porque el dinero que me va a dar ese productor americano por mi nueva película ya lo debo...

ALICIA.-   (Aterrada.)  ¿Cómo? ¿Que lo debes?

TOMÁS.-  ¡Sí!

ALICIA.-  ¿A quién?

TOMÁS.-  ¡Al banco!

ALICIA.-  ¡Oh! ¿Y lo tienes que pagar?

TOMÁS.-  ¡A ver!

ALICIA.-   (Indignada.)  ¡Jesús! Pero qué egoísta es ese banco...

TOMÁS.-   (Experto.)  ¡Ah, los bancos! Si yo te contara...

ALICIA.-   (Desolada.)  ¡Tomás! Pero esto es espantoso. ¡Vivimos en plena catástrofe! ¿Qué será de nosotros cuando seamos viejecitos? No tendremos una peseta. No tendremos un hogar. No tendremos una casita en el campo. No tendremos nada, ni siquiera un coche pequeñito, pequeñito...

 

(TOMÁS, de pronto, como cayendo en la cuenta de algo, se vuelve hacia ella, ilusionadísimo.)

 

TOMÁS.-  ¡Calla! Pero ¿no te lo he dicho? ¡Mañana me dan el coche nuevo!

ALICIA.-   (Un brinco.)  ¿Cómo? ¿Otro coche? ¿Has comprado otro coche?

TOMÁS.-   (Felicísimo.)  Sí, sí. ¡Otro coche!

ALICIA.-  ¡Tomás!

TOMÁS.-   (Radiante, con un insólito entusiasmo.)  ¡Chica! ¡Y qué coche! ¡Un nuevo modelo inglés!

ALICIA.-  ¿Grande?

TOMÁS.-  ¡Enorme!

ALICIA.-  ¡Oh!

TOMÁS.-  Negro, reluciente, fantástico, maravilloso. Tipo «Rolls»9.

ALICIA.-  ¡No!

ALICIA.-  ¡Nena! ¿Te imaginas lo que será nuestra llegada con ese coche al Festival de Cannes?10 Nos perseguirán los periodistas y los fotógrafos de media Europa. Todo el mundo dirá: ¡Ahí va un director español!

 

(Ella le mira, irremediablemente fascinada.)

 

ALICIA.-  ¡Tomás! Pero ¡qué patriota eres!...

TOMÁS.-   (Justamente indignado.)  ¡Ea! ¡Que no siempre se va a hablar de Antonioni!11 ¡Caramba! ¡Que el cine español también cuenta!

ALICIA.-   (Entusiasmada.)  ¡Bravo! ¡Así se habla!

TOMÁS.-   (Muy satisfecho.)  ¡Alicia! Entonces, ¿te parece bien que haya comprado ese coche?

ALICIA.-  ¡Digo! ¡Que si me parece bien! Como que, si bien se mira, no podías hacer otra cosa...

TOMÁS.-   (Encantado.)  ¡Bravísimo! ¡Huy! ¡Qué mujer tengo!

ALICIA.-  ¡Amor mío!  (Y llenos de un gozo12 insólito, van el uno hacia el otro y se abrazan con muchísimo fervor. Luego, en silencio, se miran.)  Tomás, cariño, somos un par de chiflados, ¿no crees?

TOMÁS.-  ¡Anda! Eso me han dicho en el banco...

ALICIA.-  Pero nos queremos...

TOMÁS.-  ¡Huy! ¡Que si nos queremos! ¡A rabiar!

ALICIA.-  Y somos muy felices...

TOMÁS.-  ¡Muy felices!

ALICIA.-  ¡Bravo!  (Ella toma su vaso de whisky que ha dejado en cualquier parte y brinda. Él la secunda.)  ¡Chin-chín!

TOMÁS.-  ¡Chin-chín!

 

(Ríen. Y beben. Y, por la terraza, surge LAURA.)

 

LAURA.-  ¡Hola! ¿Ya os estáis emborrachando?

 

(TOMÁS y ALICIA ríen.)

 

LOS DOS.-  ¡No!

LAURA.-  Dame a mí un poquito...

TOMÁS.-  ¡A la orden!

 

(TOMÁS va al velador de los licores y prepara un whisky para LAURA.)

 

LAURA.-  Pero poquito, poquito, que ya he bebido lo mío...

ALICIA.-   (Divertida.)  ¡No me digas!

LAURA.-  ¡Ay, sí! Esta tarde estuve en un cóctel...

ALICIA.-  ¡Hola! ¿Y qué cóctel era ese?

LAURA.-  Vete a saber.

ALICIA.-   (Riendo.)  ¡Oh!

LAURA.-  Aquello era un tumulto, hijita. Nadie sabía por qué estábamos allí. Pero, en fin, después de preguntar a unos y a otros, con mucho tacto, saqué la impresión de que se trataba de festejar a un señor argentino, muy importante, que está en Madrid de paso para Roma...

TOMÁS.-   (Transcendental.)  ¡Ah, la Hispanidad!

LAURA.-  Esto de los cócteles es un barullo, ¿verdad? La gente acude en proporciones pavorosas. ¡Qué afición! Naturalmente, yo no me puedo quejar. Esta tarde he sido la sensación de la fiesta. ¡Hijos míos! Apenas entré en aquel salón me vi rodeada por una multitud de periodistas y fotógrafos. ¡Qué chicos! Son arrolladores, indiscretos e insoportables. Pero no lo puedo negar: me encantan. Uno de ellos, el más jovencito, un muchacho guapísimo, el condenado, con un mechón de pelo, así, sobre la frente, me soltó de buenas a primeras: «¡Señora! Es usted Laura Fuentes. Una gran actriz. Un monstruo sagrado. ¿Por qué lleva usted tanto tiempo sin trabajar?». «¡Ah, hijito!» -le contesté yo-, «porque tengo que cuidarme. Los empresarios me ofrecen sus contratos, pobres. Pero yo no puedo aceptar cualquier cosa. Yo, amigo mío, no puedo olvidar que he sido la intérprete de Ibsen, de Bernard Shaw y de Bertold Brecht13...»  (Se vuelve hacia ALICIA y TOMÁS, cargadísima de razón.)  ¿Está claro?

TOMÁS.-  ¡Naturalmente!

LAURA.-   (Una transición.)  Por cierto, he leído en los periódicos que vas a dirigir una nueva película. Una coproducción con Hollywood. Millones de dólares. Algo fantástico, ¿no?

TOMÁS.-  ¡Je! Pues, sí...

LAURA.-  ¡Vaya! ¿Y de qué trata el argumento?

TOMÁS.-   (Un suspiro.)  Hija, ¿qué quieres? La cuestión social. Es lo que está de moda...

LAURA.-  ¡Ay! Estoy segurísima de que para el papel de la protagonista ya habrás contratado a alguna de esas estrellas de Londres, de Roma o de París, que se pasan la vida en traje de baño enseñándolo todo...

TOMÁS.-   (Riendo.)  ¡Oh!

ALICIA.-   (Igual.)  Pero, Laura...

LAURA.-  ¡Qué golfas! ¿Verdad? ¡Pobrecitas! Y mientras, nosotras, las españolas, infelices, con nuestra honestidad a cuestas...

 

(TOMÁS y ALICIA vuelven a reír.)

 

LOS DOS.-  ¡Oh!

 

(LAURA llega hasta la entrada de la terraza. Mira al exterior, hacia arriba, hacia el cielo, y se ensimisma un poco.)

 

Laura.-  ¡Qué hermosa noche! El cielo está negro, negrísimo y lleno de estrellas. Parece que debajo de un cielo como este no pueden suceder más que cosas maravillosas. Es la noche ideal que necesita la gente feliz para sentirse un poquito más feliz todavía. Y, sin embargo, estas noches, para mí, particularmente después de tomar un par de whiskies, son terribles. Me pongo de un humor insoportable. Odio a todo el mundo. Ahora mismo, de buena gana os daría de cachetes a todos...

 

(TOMÁS y ALICIA se ríen.)

 

LOS DOS.-  ¡Oh!

ALICIA.-  ¿Serías capaz?

LAURA.-   (Muy resuelta.)  ¡Ah, sí, sí!

TOMÁS.-  Pero, criatura, ¿por qué?

LAURA.-  Sencillamente, porque sois felices...

ALICIA.-  ¡Oh!

LAURA.-  Todos sois felices. Adela y Alberto. Teresa y Manuel. Vosotros. Todos.  (Se vuelve muy despacio.)  ¿Qué queréis, hijitos? Llevo una temporada espantosa, muy enfadada conmigo misma. Me siento absolutamente fracasada.

ALICIA.-   (Protestando.)  ¿Quién? ¿Tú? ¿Tú fracasada?

TOMÁS.-  Pero eso es absurdo...

LAURA.-   (Sonríe.)  ¡Oh, no, no! No es eso. Ya sé que soy una gran actriz y sé también que todavía puedo dar mucha guerra, aunque otra cosa crean algunos jovencitos impertinentes que andan sueltos por ahí y esas chiquitas que empiezan ahora haciendo papelitos en la Televisión y en los teatros de cámara. Mi fracaso, mi terrible fracaso, no es ese. Es que me siento sola, muy sola, espantosamente sola. A veces, cuando vuelvo a casa de madrugada y me veo envuelta en tanta soledad y en tanto silencio, me entra un miedo atroz y me dan ganas de gritar pidiendo socorro...

ALICIA.-   (Un poco conmovida.)  ¡Laura!

LAURA.-  ¡Ah! La verdad es que debí casarme a los veinte años, cuando me enamoré por primera vez. Hacía yo, entonces, un papelito insignificante en «La dama de las camelias»14. ¡Y era todo tan romántico! Pero ¡ay!, entonces era yo una de esas pobrecitas estúpidas, tontas de remate, que quieren ser libres. ¡Libres! ¡Figuraos! Todavía no sabía yo que a una mujer la libertad no le sirve más que para hacer tonterías. Naturalmente, no he vivido de espaldas al amor. ¡Oh, no! Eso, no. Nadie puede vivir de espaldas al amor. ¿Qué voy a deciros a vosotros, que conocéis casi todos mis secretos? He tenido mi vida privada. Pero, la verdad, tan privada, que casi, casi, ha sido clandestina. Y desde un punto de vista rigurosamente burgués, bastante escandalosa. ¿No es cierto?

ALICIA.-  ¡Laura! ¡Mujer! ¿Qué dices?

 

(LAURA, de pronto, en una vivísima transición, sonríe con mucha picardía.)

 

LAURA.-  ¡Calla! Hablando de escándalos. ¿No sabéis? Tengo un chisme.

 

(ALICIA y TOMÁS, interesadísimos, acuden casi volando.)

 

ALICIA.-  ¡Ay! ¿Un chisme?

TOMÁS.-  ¡Hola!

ALICIA.-  Cuenta, cuenta...

TOMÁS.-  A ver...

 

(LAURA mira en torno, con mucho misterio.)

 

LAURA.-  ¿Estamos solos?

TOMÁS.-  ¡Naturalmente!

LAURA.-  Pues veréis. Esta tarde, en el cóctel del argentino, me han dicho que Alberto...

ALICIA.-   (Interesadísima.)  ¿Alberto?

LAURA.-  Alberto...  (Y en este instante, en el umbral de la puerta de la terraza, aparece MARINA. LAURA, que la ve, sonríe, se calla y se la queda mirando largamente.)  ¡Oh! ¡Silencio! Ha llegado el ángel.

MARINA.-   (Riendo.)  ¡Perdón! ¿Estorbo?

 

(ALICIA y TOMÁS se vuelven. Y los tres miran ahora a la recién llegada.)

 

LAURA.-  ¡Oh, no! ¿Quién piensa en eso? Entra, hijita...

MARINA.-  Gracias.

LAURA.-  ¿Sabes que esta noche estás muy bonita, pequeña? Y siempre tan calladita, tan calladita...

MARINA.-   (Sonríe.)  ¿Qué quiere usted que haga? Yo no soy más que una pobre chica. Para mí estar aquí, entre ustedes, esta noche, es algo así como un fiesta maravillosa. Y estoy deslumbrada. Tengo suerte. No lo puedo negar. Soy la secretaria del famoso autor Alberto Roldán. Un jefe encantador, simpático y divertido, que me paga muy bien. Y por si esto fuera poco, Adela, su mujer, que es un sol, me invita a cenar cuando recibe a sus amigos...

LAURA.-  Pero seguramente, nena, es porque tú te lo mereces todo...

MARINA.-   (Ríe.)  ¡Oh, no! ¡Pobre de mí! Mi único mérito consiste en que hablo inglés y francés y ahora estoy aprendiendo el ruso...

LAURA.-   (Casi con sobresalto.)  ¡Jesús! ¿Ha dicho el ruso?

MARINA.-  Sí, sí. El ruso...

LAURA.-  ¡Ay! Pero ¿eso no está prohibido?

MARINA.-  ¡No!

 

(Ríen todos. Y por la terraza aparecen MANUEL, TERESA, ADELA, ALBERTO y LA DONCELLA. Esta, en silencio, cruza la escena y desaparece por la entrada del pasillo. ALBERTO se queda junto a la entrada de la terraza. MANUEL viene muy enfadado.)

 

MANUEL.-  ¡Ah, no! ¡He dicho que no y no!

 (TERESA, ADELA y ALBERTO se ríen.) 

LOS TRES.-  ¡Oh!

MANUEL.-  Me niego, me niego...

LAURA.-  ¡Ay! ¿Qué pasa ahora?

MANUEL.-  ¿Que qué pasa? Pues muy sencillo, que a Alberto se le ha ocurrido la luminosa idea de que nos vayamos todos a desayunar a Sevilla...

LAURA.-  ¡No!

TODOS.-   (Ríen.)  ¡Oh!

ALICIA.-   (De pronto, contentísima.)  ¿A Sevilla? ¿Ha dicho a Sevilla?

MANUEL.-   (Indignado.)  ¡Sí! A Sevilla, a Sevilla...

ALICIA.-  ¡Ay! Pero esa es una idea formidable...

MANUEL.-  ¿Cómo?

ALICIA.-  ¿Por qué no vamos a ir a Sevilla? Pero si Sevilla es monísima, monísima...

MANUEL.-  ¿Tú crees?

ALICIA.-  ¡Digo! Con la Giralda y el barrio de Santa Cruz y el Acueducto...

TODOS.-   (Riendo.)  ¡No!

TOMÁS.-  ¡Alicia! ¡Chica! ¡Que el Acueducto no está en Sevilla!

ALICIA.-   (Sorprendidísima.)  ¡Ah!, ¿no?

TOMÁS.-  ¡No!

ALICIA.-  ¡Anda! Entonces, ¿adónde se han llevado el Acueducto?

TOMÁS.-  ¡Alicia!

TODOS.-   (Riendo.)  ¡Oh!

 

(MANUEL, abrumadísimo, se deja caer en un sillón.)

 

MANUEL.-  ¡Muchachos! ¡Un poco de seriedad! ¡Tened lástima de mí! ¡Que me caigo de sueño! ¡Que estoy molido! ¡Que no puedo más! ¡Que esta mañana me he levantado a las siete!

TODOS.-   (Muy asombrados.)  ¡No!

MANUEL.-   (Muy enérgico.)  ¡Sí! A las siete, a las siete...

TOMÁS.-   (Sensatísimo.)  ¡Qué loco!

MANUEL.-  ¡Hum! A las ocho me encerré en el despacho, rodeado de papeles. Y a las diez, ya estaba en la Bolsa...

TOMÁS.-   (Escandalizado.)  ¡Hola! ¿Pero es que tú vas a la Bolsa?

MANUEL.-  ¡Naturalmente! Todos los días. Como Dios manda...

TOMÁS.-   (Muy disgustado.)  ¡Alberto! ¿Has oído?

ALBERTO.-  Calla, hombre, calla...

TOMÁS.-   (Con repugnancia.)  ¡Oh! ¡Qué asco! Pero ¡qué asco!...

MANUEL.-   (Atónito.)  ¡Cómo! ¿Te da asco la Bolsa?

TOMÁS.-  ¡Calla!

ALBERTO.-  ¡Burgués!

TOMÁS.-  ¡Millonario!

ALBERTO.-  ¡Capitalista!

MANUEL.-  ¿Quién? ¿Yo?

TODOS.-  ¡Oh!

 

(Ríen todos. Y MANUEL se vuelve hacia TERESA, sorprendidísimo.)

 

MANUEL.-  ¡Hum! ¡Teresa!

TERESA.-   (Divertida.)  ¿Qué, mi vida?

MANUEL.-  A veces, ¿sabes?, a veces me pregunto: ¿Cómo es posible que tú y yo, que somos gente de orden, un matrimonio respetable, con su hotelito en Alicante, con su piso en el barrio de Salamanca15, con su libreta en la Caja de Ahorros16, con sus acciones de la Telefónica, con su coche utilitario y todo lo demás, como debe ser, Señor, como debe ser...; cómo es posible que nosotros seamos amigos de esta pandilla de insensatos y bohemios?

TODOS.-   (Riendo.)  ¡Oh!

 

(MANUEL se calla. Luego, en una transición, se sonríe.)17

 

MANUEL.-Pero, claro, demasiado sé yo por qué. ¡Je! Porque hace años, muchos años ya, Alberto, Tomás y yo éramos tres estudiantes, locos y soñadores, que jugaban al billar en un café de la glorieta de Bilbao18...  (Se hace un suave silencio. MANUEL vuelve a sonreír.)  ¡Je! ¿Te acuerdas, Tomás?

TOMÁS.-   (Bajo.)  ¡Claro! ¿Cómo no voy a acordarme?

MANUEL.-  ¿Y tú?

ALBERTO.-  ¡Figúrate! ¿Quién puede olvidar aquellos tiempos? Eran los años de la ilusión, de la alegría y de la esperanza. En un rincón de aquel café escribí yo mis primeras comedias...  (Otro silencio. Y, de pronto, a ALBERTO todo el rostro se le ilumina con una gran sonrisa.)  Por cierto, muchachos...

MANUEL.-  ¿Qué ocurre?

ALBERTO.-  ¡Tengo una noticia!

MANUEL.-  ¡Hola! ¿Una noticia?

ALBERTO.-  ¡Sí!

TOMÁS.-  ¿Importante?

ALBERTO.-  ¡Importantísima!

TOMÁS.-  ¿Algo de Vietnam?19

ALBERTO.-   (Muy superior.)  ¡No! ¡Qué va! Mucho más importante...

MANUEL.-   (Perspicaz.)  ¿El Mercado Común...?20

ALBERTO.-  Más, más...

TOMÁS.-  ¿Rusia...?

ALBERTO.-  ¡No!

MANUEL.-  ¿Los chinos...?

ALBERTO.-   (Casi molesto.)  Quita, hombre, quita. Todo eso son bagatelas.

TOMÁS.-  Pues, chico, no caigo...

 

(ALBERTO pasea en torno una mirada irremediablemente triunfal.)

 

ALBERTO.-  ¡Amigos míos! Escuchad. Esta tarde, precisamente esta tarde, he terminado de escribir mi nueva comedia...

 

(Todos acogen la declaración con un gran alborozo.)

 

TODOS.-  ¡Bravo! ¡Bravo!

TOMÁS.-  ¡Soberbio!

ALBERTO.-   (Satisfechísimo.)  ¡Ea! ¿Verdad que es una gran noticia?

TERESA.-  ¡Maravillosa!

ALICIA.-  ¡Fantástica!

MARINA.-  ¡Estupenda!

TODOS.-  ¡Oh!

ALBERTO.-  ¡Je!

 

(ADELA, ilusionadísima, va hacia ALBERTO.)

 

ADELA.-  ¡Amor mío! ¡Por fin! ¿Por fin has terminado esa comedia?

ALBERTO.-  ¡Por fin!

ADELA.-  ¡Qué alegría!

ALBERTO.-  ¡Ah! Y no queráis saber el trabajo que me ha costado ese condenado montoncito de cuartillas. Ya estaba todo resuelto. ¡Todo! Pero me faltaba una palabra, la última palabra. ¿Qué os parece? Figuraos que en escena, cuando ya está a punto de bajar el telón, se encuentran solos ella y él. Por el ventanal entra el resplandor azul de la luna. Se oye una música lejana, suave, suave. Patético, ¿no?

MANUEL.-   (Boquiabierto.)  ¡Ah! ¿Sí?

ALBERTO.-  ¡Cállate!  (Y otra vez en el mismo tono.)  Hay un gran silencio. Y, de pronto, ella se vuelve muy despacio hacia él y mirándole a los ojos, le dice dulcemente: «¿Volverás?». ¡Ah! Y aquí está el problema. Porque si él dice: «¡Volveré!», ¿qué pasa? Pues pasa, ni más ni menos, que la obra se convierte en una de esas comedias optimistas que ponen de mal humor a las minorías. Y me trituran. ¡Digo! ¡Que si me trituran! Pero sí él dice: «¡No! ¡No volveré!», entonces resulta que la comedia se transforma en una obra pesimista, amarga, retorcida, triste, condenadamente triste. ¡Ah! Sería una vez más el eterno fracaso del hombre que se estrella ante un destino cruel e inexorable. Hermoso mensaje, ¿verdad? Duro, dramático, elocuente. Algo muy importante, ya lo creo. Pero, ¡ay!, todo eso al gran público le cae fatal...

MANUEL.-   (Muy interesado.)  ¿Tú crees?

ALBERTO.-  Fatal, fatal. Te lo digo yo.

MANUEL.-   (Admiradísimo.)  ¡Hay que ver! Y todo por una palabrita...

ALBERTO.-  ¡Ah, muchachos! Es muy difícil escribir teatro en España. Pero muy difícil. ¡Hum! ¡Aquí quisiera yo ver a Ionesco!21

TOMÁS.-  Oye. Y, por curiosidad, ¿cómo has resuelto ese final?

 

(ALBERTO se queda mirando a TOMÁS y sonríe muy dichoso.)

 

ALBERTO.-  ¡Je! ¿Quieres saberlo? Pues figúrate que él no dice: «¡Volveré!».

TOMÁS.-  ¡Ah! ¿No?

ALBERTO.-  ¡No!

TOMÁS.-  ¡Hola!

ALBERTO.-  Pero tampoco dice: «¡No volveré!».

TOMÁS.-  ¡Demonio! Entonces, ¿qué dice?

ALBERTO.-  Pues dice, sencillamente: «¡Quién sabe!».

 

(Un revuelo. Todos, admiradísimos.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

ALBERTO.-   (Entusiasmado.)  ¿Os dais cuenta? ¿Habéis comprendido? ¡Quién sabe! Dice: «¡Quién sabe!». ¡Ah! De esa manera, los pesimistas, los que todo lo ven negro, pensarán: «¡No! ¡No vuelve! ¡No vuelve! ¡Ese tío no vuelve! ¡Qué va a volver! ¡Si lo sabré yo!». Y los otros, las gentes sencillas y optimistas, se dirán: «¡Vuelve! ¡Vuelve! ¡Digo! ¡Pobrecito! ¡Ese está aquí mañana por la mañana!». Y, claro, así, mi comedia le gustará a todo el mundo...

 

(Todos se entusiasman. Aplauden.)

 

TODOS.-  ¡Bravo!

TOMÁS.-  ¡Soberbio!

ADELA.-  ¡Dios mío! Pero qué talento tiene mi marido...

MANUEL.-   (Perplejo.)  ¡Qué tío!

ALBERTO.-   (Embaladísimo.)  ¡Hala! ¡Que aprenda Ionesco!

TODOS.-   (Riendo.)  ¡Oh!

TOMÁS.-  Oye, oye. ¿Y la comedia es bonita?

ALBERTO.-   (Sincerísimo, casi fascinado.)  Es preciosa. No lo puedo negar. ¡Los personajes tienen una fuerza! ¡Y la situación es tan viva, tan sorprendente, tan fantástica y tan real a la vez! Y el diálogo... Bueno. Para qué vamos a hablar del diálogo. Una maravilla.

MANUEL.-  ¡Hola! Entonces, ¿te gusta?

ALBERTO.-  ¡Hombre! ¡Qué pregunta! A mí me gustan todas mis comedias...

TODOS.-   (Riendo.)  ¡Oh!

 

(Y de pronto, ALBERTO, en una transición, enfadadísimo, sacude un puñetazo feroz en cualquier mueble.)

 

ALBERTO.-  ¡¡Porras!! Esta vez espero yo a los críticos. Ahora veremos, ahora veremos qué hacen los que siempre dicen de mí que soy un autor burgués, superficial, frívolo y decadente...

TODOS.-   (Ríen.)  ¡Oh!

 

(ADELA se planta ante ALBERTO y le mira casi deslumbrada.)

 

ADELA.-  ¡Ay, Dios mío! Entonces, ¿tú crees que esta temporada vamos a ganar mucho dinero?

ALBERTO.-   (Segurísimo.)  ¡Huy! ¡Muchísimo! ¡Una fortuna! Prepárate...

ADELA.-   (Radiante.)  ¡Ay! ¡Ay! Entonces, ¿tú crees que, por fin, podremos comprar una casita en Marbella?

ALBERTO.-  ¡Anda! Y, si tú quieres, otra en Saint-Tropez...

ADELA.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué marido tan maravilloso tengo!

TODOS.-  ¡Oh!

 

(ADELA se abraza a su marido. TODOS ríen. Y de pronto, dominando el pequeño y jolgorioso tumulto, salta TOMÁS.)

 

TOMÁS.-  ¡Chicos! ¿Por qué no le pedimos a Alberto que nos lea su comedia?

 

(Todos, menos MANUEL, alborozadísimos, aplauden.)

 

TODOS.-  ¡Sí! ¡Bravo! ¡Que la lea! ¡Que la lea!

 

(ALBERTO, con una débil y falsísima modestia, sonríe.)

 

ALBERTO.-  ¡Hombre! No sé si debo...

TODOS.-  ¡Sí! ¡Sí!

 

(Y MANUEL se incorpora muy asustado.)

 

MANUEL.-  ¿Cómo? ¿Ahora?

TODOS.-  ¡Sí!

MANUEL.-  ¿Queréis que nos lea esa comedia ahora?

TODOS.-  ¡Sí! ¡Sí!

MANUEL.-   (Asustadísimo.)  Pero es que se va a hacer tardísimo...

TODOS.-  ¡Oh!

ALBERTO.-   (Indignadísimo.)  ¡Maldita sea! ¡Condenado agente de Bolsa...!

MANUEL.-  ¡Hum!

TERESA.-   (Riendo.)  ¡Manuel! ¡Cariño! ¡Por favor! Me encantaría conocer la comedia de Alberto...

MANUEL.-   (Muy enfadado.)  Bueno. Está bien. ¡Que lea su dichosa comedia!

TODOS.-  ¡Bravo!

ALBERTO.-  ¡Soberbio! ¡Marina! ¡Esos papeles...!

MARINA.-  Sí, señor. Aquí están.

 

(MARINA va a la mesa escritorio y reúne un mazo de cuartillas, que se hallan desperdigadas, que luego entrega a ALBERTO. Entre tanto, todos se acomodan para escuchar la lectura. ALBERTO toma asiento en el sofá.)

 

TOMÁS.-  ¡Hala! ¡Hala! Ya puedes empezar.

ALICIA.-  ¡Ay! Tengo una curiosidad...

TERESA.-  Y yo, y yo...

MANUEL.-   (Gruñendo.)  Oye. Por lo menos, ¿es de risa?

ALBERTO.-   (Furiosísimo.)  ¡Vaya usted a paseo, señor mío!

MANUEL.-  ¡Hombre!

ALBERTO.-  ¡Vaya usted a paseo! ¡Ea! Es una gran comedia y nada más. ¿Está claro?

MANUEL.-  Bueno, bueno. Veremos qué dice luego la crítica...

ALBERTO.-   (Como un energúmeno.)  ¡Y dale! Pero si yo nunca leo las críticas...

ADELA.-   (Impulsivamente.)  ¡Embustero!

ALBERTO.-  ¿Cómo?

ADELA.-  Te lees todas las críticas. Y algunas tres y cuatro veces. ¡Dios mío! Pero si cuando te elogian hasta las recitas de memoria...

TODOS.-   (Riendo.)  ¡Oh!

ALBERTO.-  ¡Adela! ¡Traidora!  (Vuelven a reír. ALBERTO, que ya tiene las cuartillas entre las manos, mira en torno, y, muy lanzado, se dispone a empezar.)  Bueno. Vamos allá. Figuraos que en escena se hallan varios personajes. Gentes como nosotros, que se han reunido para pasar una velada agradable. Y de pronto, alguien llama a la puerta de la escalera...

TERESA.-  ¿Quién es?

ALBERTO.-   (Enigmático.)  ¡Ah! Es un personaje misterioso...

TOMÁS.-  ¡Hola, hola!

ALBERTO.-  Un hombre. Lleva una gabardina y el sombrero le cae sobre la frente...

MANUEL.-   (Muy agudo.)  ¿Policía?

ALBERTO.-  ¡Oh, no! ¡Qué va!

MANUEL.-  ¿Un gángster?

ALBERTO.-   (Furioso.)  ¡Un cuerno!

MANUEL.-   (Mohíno.)  ¡Hombre! Pues, por las trazas...

ALBERTO.-  Nadie sabe quién es ese personaje misterioso. Ni siquiera yo mismo. Puede ser un vagabundo, nada más. Pero también puede ser un ángel...  (Y en este instante se oye, muy amortiguado por la distancia, pero claro y penetrante, el timbre de la puerta de la escalera. Todos los personajes, instintivamente, vuelven el rostro hacia la entrada del pasillo. Un levísimo silencio.)  ¿Qué es eso? ¿Han llamado?

ADELA.-  ¡Sí! Han llamado.

ALBERTO.-  ¡Qué extraño! ¿Quién puede ser a estar horas?

LAURA.-  ¡Ay! No digas más. ¡El hombre de la gabardina!

TODOS.-   (Riendo.)  ¡No!

 

(Por la entrada del pasillo aparece LA DONCELLA, que lleva un sobre blanco en la mano. Parece un poco confundida.)

 

LA DONCELLA.-  ¡Señora!

ADELA.-  ¿Quién ha llamado?

 

(Un corto silencio. TODOS miran a LA DONCELLA.)

 

LA DONCELLA.-  Nadie.

TODOS.-  ¿Cómo?

LA DONCELLA.-  Parece cosa de brujas, señora. Figúrese la señora que sonó el timbre de la escalera. Y fui corriendo. Pero cuando abrí la puerta no había nadie en el rellano...

ADELA.-   (Sorprendidísima.)  ¿Qué dices?

LA DONCELLA.-  No, señora. No había nadie. Pero alguien había dejado esta carta delante de la puerta, sobre la alfombra...

 

(Todos, interesadísimos, miran a LA DONCELLA. ADELA se vuelve hacia ALBERTO.)

 

ADELA.-  ¿Tú has oído? ¡Una carta! ¿Quién puede enviarnos una carta a estas horas y de este modo tan misterioso?

ALBERTO.-  Pronto vamos a saberlo...  (Y, muy resuelto, va hacia LA DONCELLA.)  Trae. Dame esa carta.

LA DONCELLA.-  Perdón, señor.

ALBERTO.-  ¿Qué ocurre?

LA DONCELLA.-  Aquí, en el sobre, dice: «Para la señora».

ALBERTO.-  ¡Ah! Para la señora...

LA DONCELLA.-  Sí, señor.

ALBERTO.-  ¿Y nada más?

LA DONCELLA.-  Nada más, señor.

 

(ALBERTO se vuelve hacia ADELA.)

 

ALBERTO.-  ¡Vaya! Entonces, indudablemente, es para ti...

ADELA.-   (Un poco impresionada.)  ¿Tú crees?

ALBERTO.-  ¡Digo! Está muy claro...

 

(ADELA avanza y toma la carta que le tiende la DONCELLA. La mira intrigadísima, y sonríe un poco nerviosa.)

 

ADELA.-  Es verdad. Aquí dice: «Para la señora». Solo eso. ¡Jesús! ¡Qué cosas! ¿Por qué tantísimo secreto?

LAURA.-  Bueno. No se puede negar que todo esto está resultando muy excitante...

ALICIA.-  ¡Ay, sí! ¡Qué suspense!

TERESA.-  Es verdad...

ALBERTO.-   (Impaciente.)  ¡Adela! ¡Por favor! ¿Quieres abrir de una vez esa carta? Estamos todos muertos de curiosidad...

ADELA.-  ¡Ay, sí! Yo también.  (ADELA, bajo las miradas de todos los demás, rasga rápidamente el sobre. Extrae una blanca cuartilla del interior. Y lee. Y de pronto, se queda inmóvil, espantosamente inmóvil. Muy pálida. Casi sin voz.)  ¡Jesús!

ALBERTO.-   (Inquietísimo.)  ¿Qué?  (Un silencio. ADELA mira alrededor de sí misma. Pero sin ver a nadie, con una mirada vaga, perdida, ausente. Luego se vuelve hacia ALBERTO con los ojos brillantes, abiertos de par en par. Todavía hay un silencio. ALBERTO la mira estupefacto.)  ¡Adela!  (Silencio. Ella sigue mirándole sin pestañear.)  ¿Qué ocurre?

 

(Da un paso. Ella retrocede defendiendo, instintivamente, la posesión de la carta.)

 

ADELA.-  ¡Déjame!

ALBERTO.-   (Estupefacto.)  ¡Adela! ¿Quieres hablar de una vez? ¿Qué dice esa carta?

ADELA.-  ¡Déjame! ¡No te acerques!

ALBERTO.-   (Desconcertado.)  Pero, Adela...

 

(Ella está sola, en el centro, con su carta sobre el pecho. Todos la miran atónitos, boquiabiertos. ADELA, como acorralada, lanza una mirada en torno, en la que envuelve a todos los presentes. Luego, vuelve a mirar a su marido. Y, por fin, un sollozo le brota de la garganta. Y escapa aprisa, huyendo. Entra en la terraza. Desaparece entre las plantas. Un silencio. Todos están atónitos, inmóviles por el estupor. Y de pronto, todos, menos ALBERTO, se mueven y hablan a un tiempo.)

 

TODOS.-  ¡¡Oh!!

LAURA.-  ¡Jesús! Pero ¿qué es esto?

ALICIA.-   (Nerviosísima.)  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

TERESA.-  ¿Qué pasa aquí?

MANUEL.-  ¡Demonio!

TOMÁS.-  Pero ¿qué dice esa carta?

MANUEL.-  Esto es fantástico...

ALICIA.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué nerviosa me estoy poniendo!

TERESA.-  ¡Y yo! ¡Y yo también!

TOMÁS.-  ¡Calma! ¡Un poco de calma!

TODOS.-  ¡Oh!

 

(Un gran barullo. Ya no se entiende nada. Todos hablan a un tiempo, excitadísimos. Y, bruscamente, ALBERTO, en medio del revuelo general, grita muy irritado.)

 

ALBERTO.-  ¡Basta!

TODOS.-  ¡Oh!

ALBERTO.-  ¡Por favor! Callaos todos. Vais a volverme loco.  (Y se encara con LA DONCELLA.)  Ven aquí tú.

LA DONCELLA.-   (Apuradísima.)  ¡Ay, Virgen! ¡Que yo soy inocente! ¡Que yo no tengo la culpa!

ALBERTO.-   (Indignado.)  ¡Cállate! No grites.

LA DONCELLA.-  Sí, señor.

ALBERTO.-  Di la verdad. ¿No nos has engañado?

LA DONCELLA.-  ¡No, señor!

ALBERTO.-  ¿De verdad cuando abriste la puerta no había nadie en el rellano de la escalera?

LA DONCELLA.-  ¡Nadie! ¡Se lo juro!

ALBERTO.-  ¿Y la carta estaba allí?

LA DONCELLA.-  Estaba allí. ¡Por estas!

ALBERTO.-  ¡Hum!

LA DONCELLA.-   (Echándose a llorar.)  ¡Ay, madre mía! Pero si ya sabía yo que esto iba a traer jaleo...

 

(LA DONCELLA se va llorando por la entrada del pasillo. ALBERTO se revuelve muy irritado.)

 

ALBERTO.-  ¡Demonio! Pero ¿qué significa? ¿Quién le ha enviado a mi mujer esa carta? ¿Qué dice esa condenada carta? ¿Por qué la ha impresionado tanto?

LAURA.-   (Prudente.)  ¡Alberto! ¡No pierdas la compostura!

ALBERTO.-   (Indignado.)  ¡Déjame en paz!

LAURA.-   (Picadísima.)  ¡Grosero!

ALBERTO.-  ¡Ah, no! Esto no puede quedar así. Tengo que saber lo que dice esa carta. Y lo sabré ahora mismo.  (Y muy decidido, marcha, airado, hacia la terraza. Y llama.)  ¡¡Adela!!

TOMÁS.-  ¡Alberto! ¡Cuidado!

ALBERTO.-  ¡Adela! Ven aquí. ¡Adela!  (Da unos pasos, dispuesto a entrar en la terraza. Pero en ese instante surge ADELA bajo el dintel de la entrada con la carta en la mano. Se queda allí, inmóvil. Un silencio. ADELA y ALBERTO se miran largamente.)  ¡Adela!

ADELA.-   (Fría.)  ¿Qué quieres?

ALBERTO.-  Habla. Tengo derecho a saber. Soy tu marido. ¿Quién te ha escrito?

ADELA.-   (Bajo.)  No lo sé.

ALBERTO.-   (Estupefacto.)  ¿Cómo? ¿Que no lo sabes?

ADELA.-  Esta carta no lleva firma...

ALBERTO.-   (Atónito.)  ¿Que no lleva firma?

ADELA.-  No.

ALBERTO.-  ¡Hola! Entonces, se trata de un anónimo...

 

(ADELA afirma con la cabeza. Estupor. Todos se agitan.)

 

TODOS.-  ¡Ay!

TERESA.-  ¡Un anónimo!

LAURA.-  ¡Un anónimo!

 

(ALICIA palmotea excitadísima.)

 

ALICIA.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Un anónimo! ¡Adela ha recibido un anónimo! ¿Has oído, amor mío? ¡Qué suerte! Pero ¡qué suerte!...

 

(TOMÁS enérgico, toma de un brazo a su mujer.)

 

TOMÁS.-  ¡Cállate, Alicia!

ALICIA.-   (Indignada.)  ¡Bruto!

TOMÁS.-  ¡Que te calles!

ALICIA.-  ¡Oh!

TERESA.-   (Muy excitada.)  ¡Manuel! ¡Un anónimo!

MANUEL.-  ¡Je!

 

(ALBERTO, mientras, no ha dejado de mirar fijamente a ADELA.)

 

ALBERTO.-  ¡Adela! ¿Qué dice ese papel?

 

(ADELA le mira un instante, en silencio. Los ojos se le llenan de lágrimas. Con una infinita rabia, casi sin voz.)

 

ADELA.-  ¡Canalla!

ALBERTO.-   (Estupefacto..)  ¡Adela! ¿Qué...? ¿Qué has dicho?

ADELA.-  Canalla, canalla...

 

(Arroja la carta a los pies de ALBERTO. Luego escapa, cruza la escena conteniendo los sollozos y desaparece por la puerta de la izquierda. Todos se quedan atónitos. ALBERTO, impresionadísimo, mira en torno. Después, su mirada se posa en el blanco papel caído sobre la alfombra. Muy despacio, se inclina y lo toma. Bajo la mirada de todos los demás, lee muy despacio. Y con un gesto de ira incontenible, estruja el papel y lo arroja al suelo.)

 

ALBERTO.-  ¡Santo Dios! ¡Qué infamia! Pero ¡qué infamia!...

 

(Y sale, aprisa, por la puerta de la izquierda, siguiendo los pasos de ADELA. Un enorme silencio. Todos, que han seguido a ALBERTO con la mirada, se miran ahora entre sí.)

 

LAURA.-  Bueno. Pero ¿qué pasa aquí? ¿Qué dice ese papelito?

TERESA.-  No sé. Pero debe de ser22 algo realmente terrible...

ALICIA.-  ¿Verdad que sí?

 

(Casi inconscientemente, ALICIA, LAURA, TERESA y MARINA avanzan y rodean el papelito. Lo miran, atraídas, casi fascinadas. Al otro lado, a la izquierda, TOMÁS y MANUEL se miran sorprendidísimos.)

 

TOMÁS.-  ¡Je! Chico, chico...

MANUEL.-  ¿Tú qué piensas?

TOMÁS.-  Hombre...

 

(Otro fugaz silencio. Las cuatro mujeres continúan en torno al papel.)

 

LAURA.-  Naturalmente, por nuestra parte no sería discreto indagar...

TERESA.-  ¡Oh, no, no!

ALICIA.-  ¡Mujer! ¿Quién piensa en eso?

 

(De pronto, LAURA, indignadísima, en una transición, casi grita.)

 

LAURA.-  Pero ¡es que yo no puedo más! ¡Ea!

 

(TERESA, ALICIA y MARINA se agitan muy nerviosas.)

 

ALICIA.-  ¡Ay! Ni yo...

TERESA.-  Yo tampoco...

MARINA.-  ¡Oh!

LAURA.-   (Resueltísima.)  Entonces, se acabó...

TOMÁS.-  ¡Laura!

LAURA.-  ¡Vamos a saber, ahora mismo, qué es lo que dice ese dichoso papelito!

ALICIA.-  ¡Ay, sí, sí! ¡A ver!

TERESA.-  A ver, a ver...

ALICIA.-  ¡Pronto! ¡Date prisa!

TOMÁS.-  ¡Laura! ¡Estate quieta! Deja eso...

LAURA.-  ¡No me da la gana!

TOMÁS.-  ¡Hum!

 

(LAURA se agacha, decidida, y toma el papel del suelo. Lo lee. Calla. Y de pronto, mirando de una en una a las otras tres mujeres que la rodean, abre los ojos con un susto tremendo.)

 

LAURA.-  ¡No!

TODOS.-  ¿Qué?

TERESA.-   (Muy inquieta.)  ¿Qué dice?

 

(TERESA, ALICIA y MARINA miran anhelantes a LAURA.)

 

LAURA.-  ¡No puede ser! Esto es demasiado...

 

(LAURA, en silencio, tiende el papel a TERESA y escapa, muy asustada, hasta la cristalera. Se queda allí. TERESA lee. Un silencio. TERESA se estremece.)

 

TERESA.-  Jesús, Jesús...

 

(MARINA, impaciente, nerviosísima, arranca el papel de las manos de TERESA.)

 

MARINA.-  Deme, deme. ¡Por favor!

 

(Lee. Palidece. Y con los ojos muy abiertos se queda mirando a ALICIA. Le tiende el papel. ALICIA lo toma. Y bruscamente se tapa la boca para sofocar un grito.)

 

ALICIA.-  ¡Ayyy...!

TOMÁS.-  ¡Alicia!

ALICIA.-  ¡Ay, Tomás!

 

(MANUEL y TOMÁS se miran estupefactos. Aquel ya está indignadísimo.)

 

MANUEL.-  ¡Demonio! Pero ¿qué dice?

TOMÁS.-  Pues, chico, ¿qué quieres? A mí también me gustaría saber...

ALICIA.-  ¡Tomás!

TOMÁS.-  ¿Qué?

ALICIA.-  Escucha.  (Y con el papel entre las manos, lee.)  ¡Señora! ¿Sabe usted que esta noche está en su casa la amante de su marido?

 

(MANUEL y TOMÁS pegan un respingo.)

 

LOS DOS.-  ¿Cómo?

MANUEL.-  ¡Porras!

TOMÁS.-  ¿Eso dice?

ALICIA.-  Sí, sí. Eso mismo.

 

(Un corto silencio. ALICIA deja suavemente la carta sobre la mesita que está delante del sofá. Luego se vuelve y mira a TERESA, a MARINA y a LAURA, que, a su vez, la miran a ella. MANUEL, entre tanto, está sumido en una tremenda confusión.)

 

MANUEL.-  Bueno. Pero ¿qué? ¿Qué quiere decir eso?

LAURA.-  ¡Ah! Pero ¿todavía no te has enterado, hijito? Pues está clarísimo. Resulta que, según este papelito que una mano misteriosa ha depositado ante la puerta de este piso, Alberto tiene una amante. Y esa mujer, en este momento, está en esta casa. Luego esa mujer tiene que ser una de nosotras...

 

(TERESA, ALICIA y MARINA reaccionan a un tiempo, sobresaltadísimas, casi gritando.)

 

LAS TRES.-  ¡Laura!

 

(MANUEL da un paso, con una enorme zozobra.)

 

MANUEL.-  ¡Pero, Laura!, ¿qué dices? ¿Te olvidas de que Teresa es mi mujer?

LAURA.-   (Muy natural.)  ¡Vaya! ¿Y eso es incompatible?

MANUEL.-   (En vilo.)  ¿Cómo?

 

(LAURA, con muchísimo aire, casi majestuosamente, entra en la terraza. Las otras tres mujeres se alborotan.)

 

TERESA.-  (Alarmadísima.) ¡Laura! ¿Qué has dicho?

ALICIA.-  Pero, Laura...

MARINA.-  ¡Laura! ¡Por Dios!  

(TERESA, MARINA y ALICIA entran en la terraza precipitadamente, siguiendo a LAURA. Quedan en escena solos, frente a frente, TOMÁS y MANUEL.)

 

TOMÁS.-   (Muy divertido.)  ¡Chico! ¡Huy! ¿Qué lío! Pero ¡qué lío!...

MANUEL.-   (Inquietísimo.)  ¡Ah, no! Esto no puede quedar así. Hay que averiguar inmediatamente quién es esa mujer...

TOMÁS.-  ¿Tú crees que eso es prudente?

MANUEL.-  ¡Naturalmente!

TOMÁS.-   (Muy sensato.)  ¡Caramba! Pues también es curiosidad...

MANUEL.-   (Un escalofrío.)  ¿Cómo? ¿Qué dices?

TOMÁS.-  Hala, hala. Deja eso. Pero hombre, qué morboso eres...

MANUEL.-  ¡Tomás!

TOMÁS.-  Después de todo, ¿a ti qué te importa?

MANUEL.-  ¡Tomás! ¿Qué estás diciendo?

 

(Entran los dos en la terraza. Desaparecen. Queda la escena sola. Y de pronto, se abre la puerta de la izquierda y surge ADELA, impetuosamente, seguida de ALBERTO.)

 

ADELA.-  ¡Déjame!

ALBERTO.-  ¡Adela!

ADELA.-  ¡Déjame!  (Y, bruscamente, se vuelve y se yergue ante él.)  ¿Quién es esa mujer? ¿Quién es tu amante? ¡Dímelo!

ALBERTO.-   (Indignado.)  ¡Adela! Ya te he dicho que todo es mentira. ¡Que ese papel me calumnia! ¡Que se trata de un embuste vil y miserable! ¡Una ruindad! ¡Que hay alguien que quiere destruir mi vida y nuestro hogar! ¡Adela! Tú sabes que todos tenemos enemigos...

ADELA.-   (Furiosa.)  ¡Mientes!

ALBERTO.-  ¡Oh, Adela, Adela!

ADELA.-  Estás mintiendo. ¡Embustero! ¡Farsante!

 

(ALBERTO, aterrado, se lleva las manos a la cabeza.)

 

ALBERTO.-  ¡Hum! ¡Por todos los santos!

ADELA.-  Ese papel dice la verdad. Lo sé. Estoy segura. Es más: lo sabía antes de que llegara. Durante toda la noche he tenido la sensación de que alguien, alguien que estaba muy cerca de mí, rozándome, era el único objeto de tus pensamientos. Ha sido como un presentimiento, ¿sabes? ¡Ah! Y tú sabes muy bien que mis presentimientos no me engañan nunca...

ALBERTO.-  ¡Adela! ¡Que te equivocas!

ADELA.-   (Terca, obstinada.)  ¿Quién es? Dime quién es esa mujer. Mira que tengo que saberlo y lo sabré...

ALBERTO.-  ¡Adela! Te juro...

ADELA.-  ¡Cállate! Me sé de memoria tus excusas y tus mentiras. Son siempre las mismas...

ALBERTO.-  ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

ADELA.-  ¿Es Laura?

ALBERTO.-   (Aterrado.)  ¡Laura! ¡No! ¡Qué va! Laura, no...

ADELA.-  ¿Es Teresa?

ALBERTO.-   (Asustadísimo.)  Pero ¿qué estás diciendo? ¡Teresa! Nada menos que Teresa...

ADELA.-  ¿Alicia?

ALBERTO.-  ¿Alicia? Pero ¿cómo has podido pensar? ¡Si todos sabemos que Alicia está enamoradísima de Tomás!

ADELA.-   (Inflexible.)  Entonces, ¿es tu secretaria?

ALBERTO.-  ¿Quién? ¿Marina? ¿Esa pobre chica? Pero Adela, ¿cómo se te ha ocurrido? Es increíble...

ADELA.-  ¡Alberto! Tú sabes muy bien que cualquiera de esas cuatro mujeres puede ser tu amante...

 

(ALBERTO, desesperado, va hacia ella. La toma de los hombros. Y habla con toda su alma.)

 

ALBERTO.-  Pero yo te digo que no. ¡Que todo es mentira! ¿Me oyes? Te lo digo yo, yo, yo...

ADELA.-  ¡No importa!

ALBERTO.-  ¡Adela! Escúchame. ¡¡Mírame!!

 

(ADELA sostiene la mirada un segundo.)

 

ADELA.-  Estás mintiendo...

ALBERTO.-  ¡Oh!

ADELA.-  Estoy segura. Te conozco muy bien.

ALBERTO.-  ¡Adela!

ADELA.-  ¡Déjame!

 

(Se suelta. Huye. Llega hasta la puerta de la izquierda y desaparece. ALBERTO, solo, abrumado, se derrumba en un sillón.)

 

ALBERTO.-  ¡Oh! ¡Santo Dios!  (Una pausa muy corta. Por la terraza aparecen MANUEL y TOMÁS. ALBERTO alza la frente.)  ¡Je! ¿Habéis leído? ¿Habéis leído esa maldita carta?

TOMÁS.-  ¡Je! Pues, sí...

MANUEL.-  ¡Naturalmente!

ALBERTO.-  ¿Y no estáis indignados? Es una estúpida calumnia. Una infamia de mal estilo. Pero lo peor es que mi mujer se lo ha creído...

MANUEL.-  ¡Ah!, ¿sí?

ALBERTO.-  ¡Sí! Se lo ha creído, se lo ha creído...

MANUEL.-  Pues, chico, ¿qué quieres que te diga? A mí, la actitud de tu mujer me parece muy razonable...

ALBERTO.-   (Furioso.)  ¿Qué estás diciendo?

MANUEL.-  ¡Je!

ALBERTO.-  Pero si es mentira, mentira, mentira...

MANUEL.-   (Muy perspicaz.)  ¡Hombre! ¿Qué vas a decir tú?

ALBERTO.-   (Un grito.)  ¡Manuel!

MANUEL.-   (Muy superior.)  Ea, ea, muchacho. Razonemos un poco. Aquí se ha recibido una carta. Y en esa carta se dice que tú tienes una amante. Y se dice, además, que esa mujer está aquí, entre nosotros, esta noche. ¿Qué puedes hacer tú en semejante situación? Pues eso, lo que estás haciendo: negar, negar y negar. Pero ¿qué puede hacer tu mujer, la pobre, mujer al fin? Pues eso, creer que lo que dice la carta es verdad...

 

(ALBERTO le está mirando, irritadísimo.)

 

ALBERTO.-  ¡Ah!, ¿sí?

MANUEL.-  ¡Claro!

ALBERTO.-  ¡Vaya! Y por curiosidad: ¿tú qué piensas?

MANUEL.-  ¡Hombre! Pues, ¿qué quieres? Yo soy un pesimista.

ALBERTO.-  ¡Hola!

MANUEL.-  Yo pienso siempre en lo peor.

ALBERTO.-   (Excitadísimo.)  ¡Hola!

MANUEL.-  Yo estoy con tu mujer.

ALBERTO.-   (Furioso.)  ¡Manuel!

MANUEL.-   (Segurísimo.)  Hala, hala...

 

(ALBERTO se vuelve hacia TOMÁS, soliviantadísimo.)

 

ALBERTO.-  ¡Tomás! Pero ¿tú oyes?

TOMÁS.-   (Con mucha picardía. Muy divertido.)  ¡Chico! ¡Chico! ¡A mí qué me vas a contar!

ALBERTO.-   (Atónito.)  ¡Cómo! ¿Tú también?

TOMÁS.-  ¡Je! ¡Tunante! Si te conoceré yo...

ALBERTO.-   (Desesperado.)  ¡Tomás! ¡Idiota!

TOMÁS.-  Hombre...

MANUEL.-   (Muy paternal.)  ¡Alberto! ¡Hijo mío!

ALBERTO.-  ¿Qué pasa?

MANUEL.-  Convengamos en que, por desgracia, todas las apariencias te condenan. Eres tan frívolo, muchacho, tan frívolo...

ALBERTO.-   (Un brinco.)  ¿Quién? ¿Yo? ¿Frívolo yo? Pero maldita sea, ¿qué dice este loco?

 

(Y va hacia MANUEL hecho un energúmeno. TOMÁS se interpone.)

 

TOMÁS.-  Estate quieto...

 

(MANUEL, imperturbable, continúa en su mundo, ajeno por completo a la actitud de ALBERTO.)

 

MANUEL.-  ¡Ah! Ya lo eras entonces, en aquellos tiempos, cuando escribías tus primeras obras en aquel café de la glorieta de Bilbao. Tenías una novia cada semana. ¡Acuérdate! Después, no has cambiado mucho que digamos, ¿eh? Hace unos años tuviste una aventura con una chica de revista...

 

(ALBERTO se yergue casi con arrogancia.)

 

ALBERTO.-  Bueno. Pero ¿por qué? Porque era huérfana...

MANUEL.-   (Estupefacto.)  ¿Qué dices?

TOMÁS.-  ¡Qué barbaridad!

ALBERTO.-   (Sincerísimo.)  ¡Sí! Digo la verdad. ¡Porque era huérfana! Porque la veía desamparada. Porque me conmovía su soledad. ¡Yo soy un sentimental!

MANUEL.-  ¡Oh!

TOMÁS.-   (Boquiabierto.)  ¡Huy! ¡Qué fresco! Pero qué fresco...

ALBERTO.-  ¡¡Cállate tú!!

TOMÁS.-  ¡Huy!

MANUEL.-  ¡Ejem! Después se habló mucho de cierta marquesa...

ALBERTO.-   (Indignado.)  ¡Mentira! Eso fue una calumnia de las izquierdas...

TOMÁS.-  ¡Hum!

MANUEL.-  Y luego, de una modelo francesa...

ALBERTO.-  ¡Claro! Porque siempre se habla de las francesas. ¿Es que no lo sabes?

MANUEL.-  Ya, ya...

ALBERTO.-  ¡Paleto! ¡Que eres un paleto!

MANUEL.-  (Impertérrito.) Y después...

ALBERTO.-  ¡Falso! ¡Falso! ¡Todo falso!

MANUEL.-  Bien. Dejemos el pasado. ¿Quién es ella, ahora?

ALBERTO.-  ¿Cómo? ¿Otra vez?

TOMÁS.-   (Interesadísimo.)  Anda, cuenta, cuenta. Entre nosotros...

 

(ALBERTO mira al uno y al otro casi con angustia.)

 

ALBERTO.-  ¡Tomas! ¡Manuel! ¡Que estáis equivocados! ¡Que ese estúpido anónimo miente! ¡Que soy inocente! ¡Que os estoy diciendo la verdad!

MANUEL.-  Quita, quita, quita...

ALBERTO.-  ¡Manuel!

MANUEL.-  ¿Qué?

ALBERTO.-  Pero ¿es que no vais a creer en mi palabra?

MANUEL.-   (Un silencio.)  ¡No!

ALBERTO.-  ¡Manuel!

MANUEL.-   (Un suspiro.)  ¡Alberto! Es demasiado tarde para andarnos con sutilezas. ¿No te das cuenta de la situación? Tú eres un hombre conocido, muy conocido. Mañana se sabrá por ahí lo que en tu casa ha sucedido esta noche. Porque se sabrá, puedes estar seguro. No existe ni la más remota posibilidad de que todo esto quede en secreto. En Madrid, todo se sabe, todo se propala, todo se comenta. Nadie sabe cómo ni por qué. Pero así es. ¡Oh! Y una anécdota tan picante y tan excitante como esta, muchísimo más. De esta carta que ha recibido tu mujer hace unos minutos se hablará mañana en los bares elegantes del barrio de Salamanca. En las tertulias de los artistas. En los cafés. ¡Digo! ¡Y en los periódicos! ¿Por qué no? ¡Santo Dios! Pero si es posible que la noticia llegue hasta la Bolsa...

ALBERTO.-  ¡Oh!

MANUEL.-  Y claro, entonces, resultará que cuatro mujeres aparecerán envueltas en la misma sospecha. Una de ellas es la mía. ¿Comprendes? Mi mujer. Y claro, eso yo no lo puedo permitir. Por tanto, es absolutamente necesario, amigo mío, que se sepa con certeza quién es tu amante. ¿Qué quieres? Es la única manera de evitar que alguien sospeche que lo es mi mujer...

 

(Y en este momento, por la terraza, surge LAURA, muy excitada.)

 

LAURA.-  ¡Alberto! ¡Querido! Esta situación no puede prolongarse ni un minuto más. Esas mujeres están excitadísimas. Me temo que aquí se va a provocar un escándalo de un momento a otro. ¡Alberto! ¡Habla tú! Di de una vez quién es la pájara...

ALBERTO.-  ¡Laura!

LAURA.-  ¡Hala! ¡Desembucha! Y todos contentos.

ALBERTO.-   (Aterrado.)  ¡Laura! Pero ¿es que tú también crees lo que dice ese anónimo?

LAURA.-   (Indignadísima.)  ¿Cómo? ¡Hijito! Pero ¿es que ahora te vas a hacer el inocente? ¡Ah, no! Eso sí que no...

ALBERTO.-  ¡Laura! ¡Laura!

LAURA.-  ¡Vamos! Pero ¡qué desvergüenza!...

ALBERTO.-   (Gritando.)  ¡Laura!

LAURA.-  ¡Ah, los hombres, los hombres...!

ALBERTO.-  ¡¡Oh!!

 

(Irrumpe TERESA por la terraza, y se encara con ALBERTO, airadísima.)

 

TERESA.-  ¡Alberto! ¡Habla! ¡Di quién es esa mujer! ¡Di quién es tu amante! ¡Dilo pronto! ¡Tenemos que saberlo! ¿No comprendes que con tu silencio nos estás ofendiendo a todas? ¡Alberto! ¡Por Dios te lo pido! Soy una mujer decente. Tengo unos hijos, un hogar...

MANUEL.-   (Como un trueno.)  ¡Y un marido...!

ALBERTO.-  ¡Teresa! Pero Teresa...

 

(Surge ALICIA, realmente terrible.)

 

ALICIA.-  ¡Alberto! Si no dices quién es ella, te araño. ¡Mira que te araño!

ALBERTO.-  ¡Alicia!

 

(Entra MARINA, angustiadísima.)

 

MARINA.-  ¡Alberto! ¡Hable! ¡Se lo suplico! ¡Por Dios! Esto es terrible. Todos van a sospechar de mí...

ALBERTO.-  ¡Marina! Pero ¿tú también me crees culpable?

MARINA.-  Pero, Dios mío, ¿por qué no lo voy a creer? Si está tan claro, tan claro...

ALBERTO.-  ¡Oh, Marina, Marina!

MARINA.-  ¡Diga quién es esa mujer! ¡Dígalo!

 

(Y por la puerta de la izquierda aparece ahora ADELA.)

 

ADELA.-  ¡Alberto! ¡Por última vez! Dime, ¿quién es ella? ¡Tengo que saberlo!

ALBERTO.-  ¡Adela!

ADELA.-  ¿Quién es? ¿Quién es?

 

(Y de pronto, LAURA, MARINA, TERESA y ALICIA, las cuatro a un tiempo, rodean a ALBERTO. Y casi hablan a la vez. Él las mira aterrado.)

 

TERESA.-  ¿Quién es? Por favor...

LAURA.-  ¡Habla!

MARINA.-  Dígalo, dígalo...

ALICIA.-  ¿Quién es?

LAS CUATRO.-  ¿Quién es? ¿Quién es?

 

(Un revuelo. ALBERTO rodeado, acorralado, mira en torno con desesperación.)

 

ALBERTO.-  ¡Santo Dios! Pero ¡esto es espantoso! ¿Es que nadie cree en mí? ¿Nadie? ¿Ni mi mujer? ¿Ni mis amigos? ¿Nadie? ¿Nadie?

MANUEL.-  ¡Y dale! ¡Qué manía! Pero, hombre, ¿por qué vamos a creer en ti?

 

(Y de pronto, ALBERTO, con un inmenso coraje, con una insólita furia, a punto de enloquecer.)

 

ALBERTO.-  (Gritando.) ¡Basta!

 

(Las mujeres que le rodean retroceden irremediablemente.)

 

LAS CUATRO.-  ¡Ay!

ALBERTO.-  ¡Basta, he dicho! Esto se acabó. ¡No puedo más! ¡No resisto más! Quiero estar solo, solo, solo...  (Llega hasta el fondo. Desde allí se vuelve y se los queda mirando a todos con un enorme rencor.)  ¡Os detesto!

 

(Y auténticamente desesperado, desaparece por el comedor. Un silencio. Y al fin, un sollozo incontenible de ADELA.)

 

ADELA.-  ¡Oh! Hipócrita, hipócrita...

 

(Escapa sola por la puerta de la izquierda. Otro silencio.)

 

LAURA.-  (Indignadísima.) Pero ¡qué grandísimo granuja!...

 

(Y entra muy resuelta en la terraza. TERESA, ALICIA y MARINA se miran calladas. Y luego, una tras otra, entran en la terraza. Quedan solos TOMÁS y MANUEL.)

 

MANUEL.-  Una bonita escena. Por algo es autor de teatro, sí, señor. ¡Ah! Pero a mí no me engaña. ¡Quia! Y te aseguro que no saldré de esta casa hasta que sepa quién es esa mujer...

TOMÁS.-  ¡Je!

 

(MANUEL entra en la terraza. TOMÁS, solo, se queda muy pensativo. Luego entra en la terraza. Ya no hay nadie en escena. Pasan unos segundos. Y por el comedor aparece ALBERTO. Lleva una gabardina al brazo, dispuesto para salir a la calle. Avanza. Y en este instante se oye el timbre de la puerta de la escalera. ALBERTO se detiene. Y espera. Unos segundos después, por la entrada del pasillo aparece LA DONCELLA.)

 

LA DONCELLA.-  ¡Señor!

ALBERTO.-  ¿Qué?

LA DONCELLA.-  La carta...

 

(ALBERTO alza la frente y se queda mirando a la muchacha.)

 

ALBERTO.-  ¿Qué pasa con la carta?

LA DONCELLA.-  La carta que llegó hace un rato. El portero viene a buscarla. Dice que ha habido un error. Por lo visto, esa carta era para la señora del cuarto de al lado...

ALBERTO.-  ¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Que era para la señora del cuarto de al lado?

LA DONCELLA.-  Sí, señor...

 

(ALBERTO se queda inmóvil. Los ojos le brillan.)

 

ALBERTO.-  Pero ¿entonces...?

 

(Se vuelve vivamente y se queda mirando a la terraza.)

 

LA DONCELLA.-   (Con timidez.)  ¿Puedo devolver la carta, señor?

ALBERTO.-  (Rápido, vivo, impetuoso.) ¡No! Deja esa carta ahí...

LA DONCELLA.-  ¡Señor!

ALBERTO.-  ¡Y vete...!

LA DONCELLA.-  ¡Ay, sí! ¡Sí, señor!

 

(LA DONCELLA escapa aprisa por el pasillo. ALBERTO, solo, piensa en algo. Los ojos le brillan. Sonríe, sonríe con un inmenso regocijo. Y, de pronto, empieza a ir de un lado a otro, llamando a grandes voces, como un loco.)

 

ALBERTO.-  ¡Adela! ¡Manuel! ¡Teresa! ¡Alicia! ¡Laura! ¡Tomás! ¿Dónde estáis? ¡Adela! ¡Adela! ¡Manuel!  (En silencio, surge ADELA por la izquierda. Avanza y se queda ante ALBERTO, como esperando.)  ¡Adela!  (Por la terraza irrumpe MANUEL, seguido de LAURA, TERESA, MARINA, ALICIA y TOMÁS. Muy despacio, uno tras otro. Todos se quedan mirando a ALBERTO. Este sonríe largamente, inefablemente.)  ¡Muchachos! Tengo algo que deciros...  (Todos le miran expectantes.)  ¿Qué queréis? He estado pensando muy despacio en lo difícil de mi situación. Ya veo que a vosotros es imposible engañaros. Y yo no tengo fuerzas para seguir fingiendo. La verdad es que todos tenéis razón. Esa carta que ha recibido mi mujer dice la verdad. ¡Tengo una amante!

Todos.-   («Suspense».)  ¡Alberto!

ALBERTO.-  Esta es la verdad...

 

(Muy despacio cruza hacia la terraza. Todos le miran con una enorme ansiedad. MANUEL da un paso, casi sin voz.)

 

MANUEL.-  ¡Alberto!

ALBERTO.-   (A punto de salir, se vuelve.)  ¿Qué quieres?

MANUEL.-  ¿Y ella... está aquí?

 

(ALBERTO le mira fijamente. Luego mira en torno. Después vuelve a mirar a MANUEL. Suavemente.)

 

ALBERTO.-  ¡Sí! Ella está aquí...

 

(Se vuelve. Y, muy despacio, entra en la terraza. Todos le siguen con la mirada.)

 

TODOS.-   (Muy bajo. Un rumor.)  ¡Alberto!


 
 
TELÓN
 
 

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