Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice

La sensación de nada y de vacío

Aníbal Jarkowski

1

Para mediados de la década del cincuenta, Antonio Di Benedetto ya había publicado un libro de cuentos, Mundo animal, y una «novela con forma de cuentos», El pentágono. Estaba a la espera de que su trabajo de periodista le dejara un tiempo para escribir su nuevo libro.

La historia de la literatura argentina deja recordar algunas de las novelas que por entonces se habían publicado: Chaves, de Mallea; La casa del ángel, de Beatriz Guido; La casa, de Mujica Láinez; Rosaura a las diez, de Marco Denevi; Paño verde, de Roger Pla; Cayó sobre su rostro, de David Viñas; El sueño de los héroes, de Bioy Casares. También habían aparecido Bestiario, de Cortázar, y Otras inquisiciones, de Borges. La década había dado novelas valiosas, pero la que Di Benedetto comenzaría a escribir no se parecía a ninguna de ellas.

De Zama primero tuve claramente el final. Pensé: «¿Y ahora qué le pongo adelante?». Me dije: «Este final es la consecuencia de algo. Tengo que descubrir lo que hay adelante». Adelante estaba yo, o el que creía ser yo, o el imaginado yo. El yo que estaba descubriendo era el hombre angustiado, en una espera desesperada. A ese hombre lo mandé al pasado para representar la sensación de nada y de vacío... Ya tenía el libro, necesitaba concentrarme, ponerme a pensar.


2

«Para Zama leí geografía, historia, arquitectura, mineralogía, climatología, consulté tratados de medicina naturista y el diccionario guaraní. Un día me deshice de todos los libros que había estado hojeando y me puse a escribir el mío». Aquella visión inicial y la preparación con la lectura de libros ajenos debieron dar una gran intensidad a la redacción: «Escribí Zama en menos de un mes, durante un período de licencia de mi trabajo, en el que me encerré en una casa vacía. Los dieciocho días de licencia pasaron demasiado pronto y concluí la novela ya reincorporado a mi tarea habitual. La prisa me impuso un estilo urgente (breve, de frases cortas, muy condensado) aunque afortunadamente (y contra mis temores) adecuado al vértigo de las peripecias de don Diego».

Ambas declaraciones, tomadas de sendas entrevistas de 1982 y 1971, hacen referencia a algunas cuestiones primordiales de esa deslumbrante anomalía que, desde su aparición hace sesenta años, significa Zama en el horizonte de la literatura.

3

Juan José Saer, uno de los más rotundos e inflexibles admiradores de la obra entera de Di Benedetto, hacia 1973 escribió un ensayo -casi un panegírico- en el que se empecinó en señalar que Zama no era, de ningún modo, una «novela histórica», sino que, «en realidad, lejos de ser semejante cosa, Zama es, por el contrario, la refutación deliberada de ese género».

Leído hoy, el énfasis que Saer dedica a esa cuestión parece corresponder menos a la intención de alumbrar las mayores virtudes de esa novela que a la intención de polemizar con lecturas ajenas y declarar algo así como la firma de un pacto de sangre entre la obra de Di Benedetto y la suya, ocupada en esos momentos en la redacción final de El limonero real.

No hay lector actual de Zama que se distraiga razonando si era cierto, o no, lo que tanto había inquietado al futuro autor de El entenado. En una parte porque, como el propio Saer dictaminaba, «no hay, en rigor de verdad, novelas históricas, tal como se entiende la novela cuya acción transcurre en el pasado y que intenta reconstruir una época determinada». Escéptico ante cualquier intento que se propusiera semejante reconstrucción, Saer observaba que en una novela con pretensiones de histórica «no se reconstruye ningún pasado sino que simplemente se construye una visión del pasado, cierta idea o imagen del pasado que es propia del observador y que no se corresponde a ningún hecho histórico preciso».

Y en otra parte porque, admitiendo que ningún novelista moderno se propondría, honestamente, ofrecer una ficción como una reconstrucción con algún valor documental, con un criterio más tolerante puede admitirse que, al cabo, sí hay novelas históricas, aunque en términos más amplios, que se ofrecen como valiosas muestras de ese subgénero. Novelas como Los dueños de la tierra, de David Viñas; Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos; El siglo de las luces, de Alejo Carpentier. En esta dirección, un expertísimo conocedor de la obra de Saer, como Julio Premat, en su prólogo a los Cuentos completos de Di Benedetto no se mostró atribulado al rotular Zama como, sencillamente, «novela histórica».

4

Más allá de cualquier renuncia a la pretensión de la reconstrucción histórica, lo cierto es que Di Benedetto, antes de comenzar la redacción de Zama, se documentó «prolijamente», al igual que haría para sus siguientes novelas, El silenciero y Los suicidas. El hecho de que, para dedicarse a escribir el suyo, quitara de su vista los libros que había consultado, no obliga a desatender que el efecto buscado -y plenamente alcanzado- no fue el de la mímesis realista aunque sí el de la verosimilitud.

La lengua de Zama no se funda en una estilización que duplique ningún castellano literario de fines del siglo XVIII, que es el tiempo en que se desarrollan las peripecias de don Diego, pero tampoco incurre en anacronismos extravagantes que interrumpan, a cada página, la ilusión de verdad de lo que se está leyendo, y eso se debe, en buena medida, a la evocación, a través del léxico y algunas maneras sintácticas, de un vago imaginario colonial.

La selección lexical -«un bergantín airoso, que de presencia no más proclamaba buenas noticias, trajo epístola de Marta»-, la frecuente omisión de los artículos -«tomé habitación», «me reduje a casa»-, el recurso a inflexiones verbales y pronominales de la segunda persona -«nada os autoriza»; «¡Vengadme, don Diego!»; «vuesa merced»- y, de vez en vez, el hipérbaton leve -«eso a la mujer escuece»; «mal me causa»- desplazan la lengua de la novela hacia un pasado impreciso.

5

Por contraste, lo inverosímil y el ridículo también están presentes en Zama de maneras diversas y constantes, de suerte que su autor establece una distancia irónica que, a la vez que afilia la novela a la tradición de la literatura picaresca española, entra en tensión con lo que el narrador ofrece.

Por proponer algunas evidencias de esa distancia, se puede señalar el efecto humorístico que se desprende de la oposición entre los hechos que se cuentan y la muy torpe interpretación que el narrador les da, lo que sucede de modo frecuentísimo, sobre todo, en las dos primeras partes de la novela.

Tomando una larga secuencia narrativa, es lo que ocurre con los sucesivos desaires que Luciana le impone a Zama; considerando, en cambio, escenas breves, pasa también cuando su caballo gana dos carreras seguidas apenas después de que él lo malvende; cuando en casa de Soledo agita la campanilla sin conseguir que nadie vaya a servirlo; cuando tiene que escapar de la posada para que el dueño no lo muela a golpes.

Otro ejemplo de la distancia irónica consiste en haber hecho de Zama una narración en primera persona -«un soliloquio lírico», la llamó Saer-, hiperliteraria en el sentido de que solo se la puede concebir como escrita, cuyo narrador expone las penurias que atravesó durante una década hasta llegar al recuerdo del momento en que, precisamente, le mutilan los dedos de ambas manos.

6

La situación de Zama, por un lado, es la de alguien que realmente está esperando: «misiva, de mi madre, de mi esposa, de mi cuñado, debía esperar yo, un decreto del rey»; «mi probable traslado»; «ubicación en Buenos-Ayres o en Santiago de Chile».

Si esa situación concreta poco a poco se desliza hacia una dimensión simbólica, existencial, tanto ocurre porque la espera se vuelve hiperbólica como porque el autor le fijó un sentido a través de la célebre dedicatoria del libro -«A las víctimas de la espera»-, con lo que Zama es él mismo y es muchos, muchísimos otros que se encuentran en la misma expectativa de algo que nunca ocurrirá.

Es en esta dirección que Zama queda asociada a Esperando a Godot, apenas anterior; El coronel no tiene quien le escriba, exactamente simultánea; o El desierto de los tártaros, la novela de Buzzati que Borges describió como un libro «regido por el método de la postergación indefinida y casi infinita, caro a los eleatas y a Kafka», donde «el desierto es real y es simbólico. Está vacío y el héroe espera muchedumbres».

Algo, sin embargo, distingue la espera de Zama y la emparienta, si se quiere, con el enigma radical que envuelve al esplendoroso y catastrófico Macbeth, en el sentido de que ambos, tan distintos en sus comportamientos, se igualan en el hecho de no se puede discernir con claridad si son víctimas o responsables de lo que les ocurre y los desmorona.

Cuando el gobernador lo anoticia de que «alguien de influencia podría ocuparse del ascenso y traslado» que tanto espera, Zama reacciona de tal modo que, en lugar de «afectar regocijo», parece mostrar ingratitud. En contra de su propio provecho, se le ocurre «ser padre nuevamente» sin apercibirse de que la condición bastarda del niño complicará la posibilidad del traslado. Culpa de su desdicha a «potencias interiores irreductibles», pero también a «un juego de factores externos inescrutables»; se concede que acaso él mismo puede «generar el fracaso» de sus deseos, aunque también se disculpa, ya que no es imposible que sus «culpas sean heredadas».

7

Di Benedetto dijo que la escritura de Zama le llevó veintiún días de ocupación completa y unos ocho más de dedicación parcial, hasta completarla; consideró además, retrospectivamente, que la limitación del tiempo disponible fue la causa de un «estilo urgente» del que, como autor, desconfiaba, aunque al cabo resultó de lo más afortunado para tratar la historia. «Los primeros capítulos son de frases amplias; el último de frases breves, escrito muy rápidamente. Así nació, así hice Zama».

La lectura de la novela permite conjeturar que la disposición de un tiempo acotado por las obligaciones laborales fue, también, la que determinó el método para la composición del libro.

Mientras que las tres partes, cada una asociada a un año, son el principio mayor para organizar la historia, los cincuenta capítulos resultan un nivel de ordenamiento más laxo que el anterior. Así, por ejemplo, si los capítulos del comienzo abarcan un día de peripecias, los cuatro primeros tienen la unidad que supone dedicarlos a un hecho central que sucede en un lugar y un cierto momento del día; mientras que el quinto, en cambio, no solo es más extenso, sino que además reúne varios hechos significativos que ocurren en espacios diferentes y ocupan una mayor cantidad de horas, de lo que se desprende que la forma de composición de los capítulos no es invariante.

Tanto las partes mayores de la novela como sus capítulos, e incluso las pequeñas piezas que los integran, están compuestos en función del efecto de algo concluido y es probable que ese haya sido el principio de composición adoptado por Di Benedetto, en razón de que disponía de un tiempo limitado para completar el proyecto y era conveniente, entonces, aplicarse a escribir cada unidad teniendo como horizonte su cierre, su clausura, para pasar luego a la siguiente; así, debía evitar no solo desvíos, bifurcaciones de la trama, sino también circunloquios y enrevesamientos a nivel de la frase, la oración, el párrafo. Ese método de composición determinó un inolvidable efecto de lectura nacido de la tensión entre lo abierto e interminable de la espera y, por el revés, lo cerrado, lo acabado de las unidades que la narran, siempre orientadas a conseguir el efecto de una declinación.

8

Ricardo Piglia llamó la atención sobre los finales como momentos de condensación de significado. Siendo la experiencia de la vida un fluir incesante de acontecimientos, la asignación de un final supone una operación retrospectiva que, desde lo exterior, selecciona, ordena y compone una serie de hechos y les otorga un sentido del que, sin esa operación, carecerían.

En esta dirección, los episodios que dan fin a cada una de las tres partes de la novela son altamente significativos, en correspondencia con las tres palabras que las cierran.

Así, desde el punto de vista narrativo, «1790» termina con la partida de Luciana hacia la metrópoli y la promesa -acaso la postrera humillación que infligirá a don Diego- de que pedirá a su hermano la intercesión para conseguir el ascenso y el traslado de Zama; la palabra que clausura esa primera parte de la novela es «esperanza».

La segunda, «1794», finaliza con una escena donde todo es derrota; abandonado por todos y por todo, el narrador se derrumba y la última palabra, la que señala que se sostiene en una ilusión apartada de cualquier principio de realidad, es «Marta», la mujer a la que hace años no ve.

«1799», para terminar, narra el descabellado propósito de que «una arriesgada empresa de armas, en bien del sosiego de la población», obre, ahora sí, el milagro de que el rey se ocupe de su destino, aunque la palabra final, de esa parte y de la novela entera, es la cifra de su insistente fracaso: «tampoco».

Indice