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"La Solidaridad". Un periódico filipino del siglo XIX

Miguel Ángel Serrano Monteavaro




Introducción

«La Solidaridad», quincenario publicado en España entre 1889 y 1895 por un grupo de filipinos ilustrados, defendió en sus comienzos una línea editorial que, de fructificar, quizá hubiese dado paso a un clima político, social y económico que estrechara efectivamente los lazos entre España y Filipinas. Al igual que pudo ocurrir en el caso de Cuba y Puerto Rico, de haber sido otra la política española en Ultramar.

Para encuadrar el significado y el papel que representó «La Solidaridad» en su época debemos partir de unos imprescindibles antecedentes históricos.

Los españoles de Herrando de Magallanes arribaron en 1521 a un grupo de islas de cierta homogeneidad geopolítica, situado en los confines de los mares de Oriente, al que llamaron archipiélago de San Lázaro.

Ruy López de Villalobos, que llegó a las islas en 1543, las bautizó con el nombre de Filipinas, en honor del futuro Felipe II.

Pero hasta 1565, con el desembarco de Miguel López de Legazpi, no comienza verdaderamente la colonización.

En aquellos tiempos, España no contaba, ni contaría después, con la suficiente población, ni los medios de transporte eran tan rápidos como para cubrir todos los horizontes que se abrían ante ella: Europa, el continente americano, África, Oceanía y Asia1.

Pero los españoles no quisieron desaprovechar la oportunidad que se les presentaba al descubrir un conjunto de islas, que suponían rebosantes de riquezas, en una longitud próxima a la de Japón y muy cerca del continente asiático, que ponía coto por la espalda a la política expansionista de Portugal.

Pronto se encontró España con dos rivales que le disputaban la tenencia pacífica de las Filipinas. Al desafío lanzado por los comerciantes árabes, que en sus correrías habían llegado, barajando la costa, a la India, Ceilán, Java, Sumatra, Borneo y Mindanao, islamizando, ya desde el siglo XII, a los indígenas, se unirá más tarde el de los protestantes holandeses, que en sus merodeos habían hecho acto de presencia por aquellas aguas en busca de especias.

A la vista de todo ello, España creyó que la mejor solución para reafirmar su presencia en las 7.000 islas que componían el archipiélago consistía en entregarlas a la evangelización y colonización de algunas órdenes religiosas; al mismo tiempo que hacía extensivos a los indígenas los beneficios de las Leyes de Indias.

El papel desarrollado por los dominicos, jesuitas y agustinos, principalmente, a lo largo de los siglos de presencia de España en Filipinas, fue ambiguo. Por un lado, no cabe duda que introdujeron notables avances en los métodos de explotación agrícola, la organización social y la cultura; así, en 1646, el Colegio de Santo Tomás se convierte en la primera universidad de Oriente. Pero, por otro lado, las órdenes religiosas mantuvieron un férreo control social que, a la postre, se volvió contra ellas mismas y España, administraron como propias las tierras más productivas y retrasaron la enseñanza del español entre el pueblo indígena, en la idea de que así no se pudiesen difundir las ideas «disolventes» que circulaban por el mundo, al mismo tiempo que esta medida los convertía en intérpretes imprescindibles entre la población filipina y las autoridades españolas. El poder que alcanzaron las órdenes religiosas fue tal que, en innumerables ocasiones, su criterio se impuso en España y Filipinas al que sostenía el capitán general de las islas.

Mientras tanto, el aparato administrativo y militar español desplazado a las islas se mantuvo siempre bajo mínimos hasta bien entrado el siglo XIX, así como el número de colonos peninsulares.

A este respecto, debemos tener en cuenta que, mientras en Cuba y Puerto Rico la población autóctona casi desapareció durante la colonización, los indígenas filipinos, de una superior cultura, más alejados de la metrópoli, con mayores recursos geoestratégicos y menos acosados, vieron cómo se incrementaba su número durante el mismo periodo. De ahí, también, que en Filipinas no existiese, de derecho, el régimen de la esclavitud, ya que no hizo falta importar mano de obra, al revés de lo que había ocurrido en Cuba y Puerto Rico.

Finalmente, la proximidad de Filipinas a las costas chinas y japonesas fomentaba un intenso tráfico comercial y de influencias culturales que favoreció, es oportuno decirlo, el desarrollo de las islas.

La política regalista de los borbones crea, durante el siglo XVIII, las primeras fricciones entre la Corona y las órdenes religiosas establecidas en Filipinas, sobre todo con los jesuitas. A lo que hay que añadir la paulatina derogación tácita de las Leyes de Indias, que da lugar a que las islas comiencen a ser tratadas como colonias y a debilitarse entre la clase ilustrada filipina el sentimiento de formar parte del Imperio español.

Al mismo tiempo, la dependencia del comercio filipino con la Península a través de la «Nao de Acapulco», derivada de los tratados con Portugal que impedían llegar a Oriente navegando rumbo al Este, amenazaba con asfixiar el desarrollo de la islas, problema que se palia en parte cuando en 1778 se abre el comercio con España. Con lo que, hacia 1780, Filipinas, eliminada la dependencia de México, logra que su Aduana ofrezca un superávit, gracias a la producción de tabaco, superávit que no se reinvierte en Filipinas sino que se remite a España.

El comienzo del siglo XIX, centuria objeto de nuestra atención, no pudo ser más problemático para España. A la Guerra de la Independencia contra los franceses se unen las guerras de emancipación de las colonias americanas; una y otras con un notable trasfondo de guerra civil.

Por otro lado, la Regencia de Cádiz llama a los filipinos a Cortes, en una convocatoria de integración nacional, ofreciéndoles una representación que, tras el regreso de Femando VII, no se volvería a repetir hasta mucho tiempo después.

Podemos imaginar las encontradas reacciones que produjeron estos acontecimientos entre la clase ilustrada filipina y los peninsulares residentes en las islas.

Mientras, las órdenes religiosas continuaban gozando de plena autonomía en su característica labor religiosa y colonizadora. Sin embargo, el número de clérigos seculares indígenas iba en continuo aumento, al igual que el de las parroquias de las que se ocupaban; pues los frailes no podían atender ya todas las necesidades de los feligreses. La rivalidad entre unos y otros originará a la larga complejas tensiones, que afectarán a las relaciones de España y Filipinas.

El ramo de la administración veía como poco a poco se incrementaba el número de funcionarios filipinos, dado que su ilustración los hacía merecedores de tales cargos y, por otra parte, los peninsulares no podían cubrir todos los puestos de un aparato administrativo en continuo aumento; así, tanto en el gobierno general, como en la Real Audiencia, Aduanas, ayuntamientos, juzgados...

El ejército y la marina, por su parte, mantenían a duras penas unos pocos cuadros de oficiales peninsulares, pero los suboficiales y la tropa eran casi enteramente filipina; al igual que ocurría en la Guardia Civil.

La Universidad de Santo Tomás se había convertido en una cantera de abogados y profesores de humanidades, sobre todo; más adelante, a instancias de los propios filipinos, hará hincapié en la enseñanza de la medicina y las ciencias. Mientras, los hijos de los comerciantes filipinos más prósperos completaban sus estudios en España, Inglaterra, Alemania y aun los Estados Unidos.

A mediados del siglo XIX, el comercio filipino se puede decir que se encontraba en manos de los ingleses de la colonia de Hong-Kong y de los chinos establecidos en las islas, mientras los japoneses comenzaban a frecuentar con harta asiduidad sus puertos.

Por otro lado, el colapso de las comunicaciones con la Península, a consecuencia de los problemas políticos y económicos de la metrópoli, hacía depender a Filipinas cada vez más de las líneas marítimas inglesas con escala en Hong-Kong y Singapur.

Mientras tanto, España se debatía contra sí misma. Superados a duras penas los traumas de la guerra contra los franceses y las guerras americanas de emancipación, la metrópoli se enfrenta sucesivamente al Trienio Liberal, la Década Ominosa y a la tragedia de la I Guerra Carlista.

La repercusión que estos acontecimientos sembraron entre los ilustrados filipinos, perdidas ya las esperanzas abiertas por la Constitución de 1812, es de imaginar.

De Hong-Kong llegaban también a Manila otras modas y corrientes; por ejemplo, la masonería. Así, según el historiador filipino A. A. Molina, en 1854, los españoles Torrejón y Mariano Martí y algunos extranjeros levantan en Manila las columnas de la primera logia conocida en aquellas tierras. De las actividades de la logia quedan excluidos los filipinos, medida que se puede considerar consecuente, dados los aires aristocráticos y burgueses de la masonería de aquella época.

A este respecto, escribe L. M. Ansón en «La Razón» del 31 de mayo de 2005, que hoy en día «ser masón no constituye delito y la masonería es una organización más sin problemas de funcionamiento en un país democrático». Efectivamente, pero no siempre fue así en España. Las Cortes de Cádiz prohibieron la masonería por Cédula de la Regencia, del 19 de enero de 1812, tanto en la Península como en las colonias; Fernando VII, por Real Decreto de 1 de agosto de 1824, vuelve a prohibir la masonería, medida que se extiende a Filipinas, por Real Decreto de 15 de agosto del mismo año, y que estará vigente hasta la independencia de las islas, mientras que en la Península la masonería será legalizada en unos periodos, tolerada en otros, para acogerse después a la Ley de Asociaciones de 1887.

La razón de estas medidas restrictivas se basaba en que tanto la masonería de influencia francesa como la inglesa preconizaban la separación del Trono y el Altar, la libertad de cultos, el librepensamiento, la forma republicana de gobierno (aunque en la Gran Bretaña algunos miembros de la familia real pertenecían tradicionalmente a la masonería), la libertad de prensa..., programa que en la España de aquel tiempo y aun después no cabía en los planes de los gobernantes.

Pero si la masonería no se popularizó en aquel tiempo en España, sí cuajó entre algunos militares, marinos y miembros de las clases altas, de carácter liberal, atraídos también por los ritos, el ceremonial y el secretismo masón.

El problema es que este secretismo, el elitismo y las relaciones internacionales que proporcionaba la masonería ofrecieron una cobertura excelente para que algunos ilustrados liberales americanos y filipinos, educados muchos de ellos en el extranjero, se convirtieran en los caudillos de la emancipación. Pero es muy arriesgado asegurar que la masonería como tal fuese la impulsora de la emancipación de las colonias españolas, pues la actitud de los distintos Orientes, según las épocas, los lugares y las circunstancias, fue muy diverso. Otra cosa es que la propaganda masónica, por interés propio, hubiese exagerado el papel de la masonería en la emancipación de las colonias. Punto en el que coincidían los antimasones, para justificar así sus campañas contra la masonería.

En 1856, escribe A.M. Molina, encontrándose destinados en aguas filipinas, los marinos José Malcampo Monje y Casto Méndez Núñez fundan en Cavite, donde se encontraba la Base Naval, la logia «Primera Luz Filipina», dependiente del Gran Oriente Portugués (no olvidemos que la masonería estaba prohibida en Filipinas y que, por otra parte, los portugueses mantenían una activa colonia en la vecina Macao), de la que tampoco podrán formar parte los filipinos.

La Revolución de 1868, que destrona a Isabel II, causó en Filipinas el efecto que es de esperar, en un pueblo al que se le había presentado la Reina de España como la madre protectora de la Patria.

Los capitanes generales De la Gándara, De la Torre, Rafael Izquierdo y Mal- campo, que gobernaron Filipinas durante la época de profundos cambios que comprende la etapa del Gobierno Provisional, el reinado de Amadeo de Saboya, la I República y la república presidencialista de Serrano, eran sinceros liberales, pero al observar la inquietud social que existía en Filipinas y los efectos desestabilizadores de los acontecimientos que agitaban la metrópoli, adoptaron, curiosamente, medidas represivas o cuando menos restrictivas de las libertades de los filipinos. Prevenciones que se agudizan con el estallido, en esa misma época, de la Guerra de Cuba, la III Guerra Carlista y los conflictos cantonales.

Al año siguiente del destronamiento de Isabel II, aparece en Manila una logia, creada por el cónsul de Alemania y otros extranjeros, de rito escocés y dependiente de las autoridades masónicas de Hong-Kong, de la que ya formaban parte algunos filipinos, como era el caso del secretario de la misma logia, el potentado filipino Jacobo Zobel y Sangroniz.

No dejó de causar sorpresa, sin embargo, en 1872, el estallido de una rebelión en Cavite, base militar y naval próxima a Manila, que se convierte en el primer brote serio del sentimiento nacionalista filipino.

Este levantamiento, de carácter civil y militar, en el que se ven involucrados algunos sacerdotes indígenas y frailes peninsulares, estuvo motivado aparentemente por un problema de exacciones tributarias y la tan odiada para los filipinos prestación de trabajo personal.

El conflicto, que se saldó con bajas entre las fuerzas peninsulares (integradas por tropa filipina) y los filipinos alzados (militares y civiles), fue duramente resuelto por el capitán general Rafael Izquierdo con las ejecuciones, entre otros, de los sacerdotes Burgos, Gómez y Zamora. Esta herida, mal cerrada, creará los primeros héroes filipinos de la independencia. Así, a partir de ese momento, los recelos entre peninsulares y algunos filipinos toman carta de naturaleza.

Hacia 1870, Filipinas cuenta con unos 5 millones de habitantes, de los cuales 3.700.000 son filipinos cristianos, 100.000 filipinos musulmanes, 25.000 paganos, 240.000 mestizos chinos, 20.000 mestizos españoles, 10.000 chinos, 4.000 españoles filipinos y 2.000 españoles peninsulares. Cifras sujetas al método estadístico colonial.

Dada esta abigarrada población, y como ocurre casi siempre, la simple represión de cualquier actividad que pudiese parecer subversiva, sin adoptar al mismo tiempo algunas medidas políticas, no logra calmar la marejada social.

Mientras tanto, las inquietudes filipinas se mantienen vivas, de lo que es una muestra la fundación en Manila, siendo Malcampo capitán general entre 1874 y 1876, de una logia, «Luz de Oriente», dependiente en este caso del Gran Oriente de España, del que por aquel entonces era Gran Maestre, Juan de la Somera, predecesor en el cargo de Ruiz Zorrilla y antecesor de Sagasta.

El 11 de mayo de 1880 se pone en funcionamiento el cable telegráfico que unía Filipinas (Manila) con España y el resto del mundo, a través del cable inglés de Hong-Kong. Este acontecimiento, como se podrá imaginar, reviste la mayor trascendencia, pues, a partir de ese momento, la estación telegráfica de la colonia inglesa estará informada puntualmente de cualquier pormenor ocurrido entre la metrópoli y Filipinas, a pesar de que los cablegramas oficiales estuviesen cifrados. Algo similar ocurrió en las comunicaciones de Cuba con la Península, mantenidas a través de varias compañías de cable norteamericanas.

Llegados a este punto debemos hacer una reflexión. Si tanto ingleses como holandeses, siguiendo un método de colonización diferente al practicado por España, y sin haber existido en sus colonias mestizaje alguno, más tarde o más temprano vieron cómo de forma pacífica o forzada sus colonias se emancipaban, cabe contemplar el caso español como muy peculiar.

Dado el mestizaje hispano con los indígenas, procurada su evangelización y culturización (en términos de aquella época), qué es lo que falló para que aquellas tierras no continuasen vinculadas a España. ¿O es que, ante la «mayoría de edad» de una colonia, rio vale ningún método para conservarlas unidas a la metrópoli?

Se me ocurren dos razones para explicar este fenómeno. Por un lado, cuando una metrópoli no mantiene a lo largo del tiempo el liderazgo político, económico, cultural y social es inevitable que las élites coloniales, puestas en contacto con países extranjeros, vean relajarse sus vínculos con la Madre Patria. Y es evidente que algo de esto ocurrió en el caso español durante el siglo XIX, en relación con Cuba, Puerto Rico y Filipinas. España, durante aquella época, no dio ejemplo de una estabilidad política, de un liderazgo cultural y económico, ni de una adecuada capacidad de transformarse socialmente como para que sus colonias la tomasen como ejemplo, en comparación con otros países.

Por otro lado, el tratamiento político y administrativo que España aplicó a sus colonias durante el siglo XIX creemos que no fue el adecuado. Jugó, morosamente, no se puede aplicar otra palabra, entre: considerar a las colonias como cualquier otra provincia española, con representación a Cortes, y similar régimen fiscal, penal, civil, aduanero, militar...; o, en otro caso, someterlas a un régimen especial.

Estas vacilaciones, en las que tuvo mucho que ver el «oro colonial» que lubrificaba los engranajes políticos, financieros y palaciegos de Madrid, tuvieron alguna clase de explicación en la primera mitad del siglo XIX. Pero cuando Cánovas y Sagasta tomaron las riendas del poder, esta política había periclitado. Hasta el punto de que la infanta Eulalia de Borbón, que sigue mereciendo el reconocimiento que la Historia de España le debe, tachó de ciego a Cánovas en sus «Memorias», aunque ciego interesado, por su política en Cuba, tal y como se pudo comprobar luego, cuando el desastre del 98.

La Historia se venga de los que no quieren mirarla a la cara.

Los síntomas de tormenta que presentaban los cielos de las colonias durante la Restauración eran sencillamente alarmantes, para quien quisiera verlos. Tan alarmantes que a punto estuvieron de llevarse por delante la Monarquía.

Hacia 1882 se crea, paralelamente en Barcelona, Madrid y Manila, el movimiento denominado «La Propaganda», detrás del que se encuentran los filipinos José Rizal y Mercado y Marcelo Hilario del Pilar. Rizal, médico y escritor, y Del Pilar, abogado y periodista, recogen de esta manera las aspiraciones de la clase ilustrada filipina, resumidas en la búsqueda de la «asimilación» política con los ciudadanos españoles. Pero también se hacen eco de los agravios que los filipinos mantenían contra los funcionarios y militares españoles, contra la omnipresencia de las órdenes religiosas, las leyes que restringían sus derechos, el régimen fiscal, comercial, aduanero... la prestación personal de trabajo, un innegable menosprecio racial...

Paralelamente, surgen en el extranjero otros movimientos de protesta entre los filipinos emigrantes, como es el caso de la Junta Revolucionaria, creada en 1884, en los Estados Unidos.

Estas aspiraciones coloniales también encuentran eco entre los españoles, que, en 1888, crean en Madrid y Barcelona la Asociación Hispano-Filipina, de la que es inspirador el catedrático y político Miguel Morayta Sagrario, luego Gran Maestre del Gran Oriente Español.

Al año siguiente, en 1889, sale a la calle en Barcelona el quincenario «La Solidaridad».






Ficha técnica de «La Solidaridad»

  • El título completo de la publicación rezaba así: «La Solidaridad. Quincenario Democrático»
  • La mancheta del n° 1, publicado el 15 de febrero de 1889, ofrecía los siguientes datos: «Precios de suscripción: en España, trimestre, 0,75. Extranjero y Ultramar, 1,25; n° suelto, 15 cts. Comunicados y anuncios a precios convencionales. No se devuelven originales. N° suelto, 15 cts.» Los precios no variarán durante la vida del periódico.
  • Su primera Redacción y Administración se encontraba en la Plaza del Buen- suceso, 5,1 °. de Barcelona.
  • Comenzó a tirarse en la Imprenta Ibérica, Rambla de Cataluña, 123, de la capital catalana.
  • El formato se mantuvo siempre en 4ª, aproximadamente (28x21 cms.), y se componía a dos columnas; el número de páginas oscilaba entre 12 y 16.
  • Su periodicidad era quincenal; se publicaba el día 15 y el último día del mes.
  • Admitía publicidad, pero sólo ocasionalmente tuvo clientes. El n° 19, del 15 de noviembre de 1889, aparece publicado en Madrid; y su Redacción y Administración se hallaba en la calle de Monteleón, 7, pral., izqª. Para su impresión se acudió a la Tipografía de E. Jaramillo y Comp., Cuevas, 5.
  • La Redacción y Administración se traslada, para publicar el n° 22, del 31 de diciembre de 1889, a la calle de Atocha, 43, pral., izqª.
  • El ejemplar n° 26, del 28 de febrero de 1890, ofrece la novedad de la instalación de un teléfono en la Redacción, con el número 983.
  • A partir del n° 45, del 15 de diciembre de 1890, el periódico se tira en El Progreso Tipográfico, de la calle Minas, 13, duplicado.
  • Un pequeño sumario del contenido de cada ejemplar comienza a aparecer bajo la mancheta, en el n° 47, del 15 de enero de 1891.
  • El periódico cambia otra vez de talleres, según informa el n° 57, que sale el 15 de junio de 1891; ahora se tira en la Tipografía de Madrid, calle de Fuencarral, 85.
  • El domicilio de la Redacción y Administración se traslada, según recoge el periódico en su n° 65, del 15 de octubre de 1891, a la calle Rubio, 13, pral., con el teléfono 3141.
  • Parece ser que «La Solidaridad» conoció casi todas las imprentas de Madrid, pues el n° 72, del 31 de enero de 1892, se debe a las prensas de la Imprenta Moderna, de la calle Cuevas, 5.
  • Algún tiempo después, el n° 111, del 15 de septiembre de 1893, sale de los talleres de la Imprenta de Dionisio de los Ríos, Norte, 21.
  • El n° 118, del 31 de diciembre de 1893, es impreso por Enrique Jaramillo, de la calle Hortaleza, 128, que más tarde cambia su domicilio a la calle Tarragona s/n.
  • La Redacción y Administración se traslada después, según apunta el n° 122, del 28 de febrero de 1894, a la Plaza de Bilbao, 5.
  • Diego Pacheco, de la Plaza del Dos de Mayo, 5, que tira ya el n° 139, del 15 de noviembre de 1894, será el último impresor del periódico.
  • El 15 de noviembre de 1895 se publica el n° 160, última ocasión en que «La Solidaridad» verá la luz.

En esta ocasión, nosotros manejamos la edición, en español e inglés, que, después de múltiples vicisitudes, terminó de publicar en 1996, en siete volúmenes, la Fundación Santiago, Philippines Stock Exchange Centre, de Manila, en base a la colección mejor conservada y más completa, que se encuentra en el convento de los Padres Agustinos, de Valladolid.




Significado de «La Solidaridad»

El alma de «La Solidaridad» fue indudablemente Marcelo Hilario del Pilar Gatmaytán, que, como hemos dicho, de acuerdo con Rizal y otros, había fundado en 1882, entre Madrid, Barcelona y Manila, el movimiento «La Propaganda» para la defensa de los intereses de los filipinos en España.

Este grupo de filipinos, insatisfecho con el rumbo emprendido por otras publicaciones, como la «Revista del Círculo Hispano-Filipino», fundada en 1882, y «La Política de España en Filipinas», de 1886, deciden sacar a la calle en 1889 un periódico que se publicaría en la misma Península, desde donde creen poder ejercer una mayor influencia y despertar más amplio eco que en Manila.

Piensan también los fundadores que la ciudad española más cosmopolita y además puerto de comunicación con Filipinas, es Barcelona. Y allí comienza su andadura «La Solidaridad», el 15 de febrero de 1889, con la financiación del abogado filipino Pablo Rianzares Bautista. Su primer director será Graciano López Jaena, conocido en los círculos masónicos y anticlericales de la capital catalana.

Pronto surgen diferencias entre Jaena y Del Pilar, con el resultado de que ya el n° 19, del 15 de noviembre de 1889, se publique en Madrid. Del Pilar, entonces, se hace cargo de la dirección del periódico, de cuya financiación se va a ocupar Miguel Morayta.

Los articulistas habituales de la primera época de «La Solidaridad» son todos ellos conocidos filipinos residentes en España u otros países, como el propio Del Pilar, Rizal, Eduardo de Lete, los hermanos Antonio y Juan Luna, José Panganiban, Mariano Ponce, Isabelo de los Reyes, Dominador Gómez, Pedro Paterno... En el n° 4, del 15 de marzo de 1889, aparece la firma de Ferdinand Blumentritt, estudioso austriaco, amigo de Rizal, identificado con los intereses filipinos, que va a dar mucho juego en las páginas del periódico.

Por otro lado, los temas que se tratan en el periódico son muy variados, y no todos ellos relacionados con Filipinas.

Las dudas y vacilaciones de Rizal, muy propias de su carácter, sobre la estrategia a seguir respecto a España chocaron con el temperamento más fogoso de Del Pilar, y así, en el número 45, correspondiente al 15 de diciembre de 1890, se publica en «La Solidaridad» la última colaboración de Rizal, que tanto había visitado sus páginas.

Por otro lado, al año siguiente, 1891, López Jaena, que había roto con Del Pilar cuando «La Solidaridad» se publicaba en Barcelona, vuelve a ponerse en contacto con los lectores.

No se puede afirmar con rotundidad que «La Solidaridad» fuese la creadora ideológica del nacionalismo filipino. Se ajusta más a la realidad sostener que este periódico fue el órgano de difusión del nacionalismo creciente, sobre todo en España, pues en Filipinas estaba prohibida su difusión.

Tampoco se puede asegurar que «La Solidaridad» fuese un periódico masónico, aunque en sus páginas escribiesen masones y se defendiesen ideas cercanas a la masonería. Si es verdad, en cambio, que la masonería, concretamente el Gran Oriente de Morayta, financió y ayudó de diversas maneras a «La Solidaridad». Por otro lado, sus páginas revelan un claro anticlericalismo.

El periódico preconiza abiertamente la asimilación jurídica y política de los filipinos y los españoles, y la representación de Filipinas en las Cortes. Pero, como ya hemos visto, estas medidas nunca habían estado previstas por ninguno de los distintos gobiernos españoles.

«La Solidaridad» publica su último número, el 160, el 15 de noviembre de 1895, sin previo aviso ni nada que hiciese sospechar tal medida; aunque todo indica que su desaparición se debió a causas económicas. Su mentor Marcelo Hilario del Pilar, sufrió el mismo problema que el periódico, y fallece en Barcelona en 1896, en un hospital de indigentes, regentado por religiosas, cuando iba a emprender el regreso a Filipinas.




El final de la presencia española en Filipinas

Retomemos ahora el hilo de los acontecimientos que sacudían a Filipinas durante estos últimos años.

Mientras desde las colonias inglesas de Hong-Kong y Singapur, que contaban con una fuerte presencia de filipinos, se continuaban alimentando las actividades subversivas en el archipiélago, los distintos gobiernos españoles seguían sin querer dar cauce a las aspiraciones de una sociedad filipina cada vez más desarrollada y en intenso contacto con el extranjero.

Por su parte, los sucesivos capitanes generales con gobierno en las islas no acertaban a dar satisfacción a filipinos y españoles.

Efímero fue el intento de crear una masonería filipina vinculada a España, pues la logia «Nilad», dependiente del Gran Oriente de España y creada en 1891, tuvo una corta vida. En Cuba, muy al revés, no fueron pocas las logias de obediencia española que se mantuvieron leales a la metrópoli; también es verdad que los españoles en Cuba fueron mucho más numerosos que en Filipinas .Hacia ese mismo año de 1891, Rizal empieza a perder su confianza, tanto en la masonería como en la Asociación Hispano-Filipina y la propia «La Solidaridad». Este cambio de actitud va a procurar a Rizal la enemiga de muchos de sus antiguos compañeros, como tendrá ocasión de comprobar en los últimos años de su vida.

El clima de agitación alcanza tal virulencia que, cuando en 1892 Rizal crea la «Liga Filipina» con el fin de unir a los filipinos en una acción común, asociación de carácter secreto y estatutos masónicos, pronto se ve desbordado por otra asociación, el Katipunan, creada también ese mismo año, y cuyo mentor va a ser Andrés Bonifacio, de carácter mucho más extremista, que proclama la acción violenta y la eliminación física de los españoles, y curiosamente también de los chinos, donde se ve el trasfondo social que, era de esperar, agitaba la emancipación de Filipinas.

Pero las disensiones en el seno de los distintos grupos masónicos y las demás asociaciones activistas paralizan cualquier acción conjunta eficaz.

Esta agitación alcanza también a los españoles y a los miembros de las órdenes religiosas. De lo que es un ejemplo lo ocurrido en octubre de 1892, cuando se divulgan en Manila unas hojas sueltas, de contenido antiespañol. El capitán general, Eulogio Despujols, inicia entonces una investigación y ordena el registro, con orden judicial, de las imprentas de las distintas órdenes religiosas, descubriéndose las planchas de aquella hojas en la imprenta de los Agustinos Recoletos. El esclarecimiento de esta campaña de intoxicación provoca la ira de los afectados que al fin consiguen la destitución de Despujols.

La reforma de la Administración Municipal filipina, que había preparado Antonio Maura a su paso por el ministerio de Ultramar en 1893, no logra ser aprobada por las Cortes, ocasión que aprovecha Rizal para anunciar que las aspiraciones filipinas continúan sin ser satisfechas, es decir: representación en Cortes secularización de las parroquias, reforma educativa de carácter laico, acceso de los filipinos a los cargos públicos en igualdad de condiciones que los peninsulares y libertad de cultos y de prensa.

Otro acontecimiento que viene a enrarecer la convivencia todavía más si cabe, salta a la actualidad en 1893 cuando se detecta en la India la presencia de Jaime de Borbón, hijo del Pretendiente carlista al Trono español.

Jaime, de incógnito y bajo el nombre de Mr. Ferdinand Chevalier de la Respaldiza, sin conocimiento del Gobierno español, visita Manila y otros lugares de la isla de Luzón, entre el 7 y el 12 de febrero de 1894.

Al parecer, Jaime gozó del amparo inglés en el curso de este viaje; y durante su estancia en Manila, hospedado en «La Palma de Mallorca», recibió visitas de religiosos españoles y otros significados personajes, también españoles. Es de comprender las suspicacias que levantó este viaje en el gobierno español, que seguía puntualmente los movimientos del Pretendiente, en unos momentos difíciles internacionalmente para la Monarquía española, a cuyo frente se hallaba en esa época la Regente María Cristina.

El estallido en 1894 de la guerra chino-japonesa y en 1895 de la insurrección en Cuba no contribuyeron en modo alguno a tranquilizar los ánimos en Filipinas.

Las delaciones y denuncias (que estaban a la orden del día) dan lugar a que en agosto de 1896 las autoridades españolas descubran las actividades subversivas del Katipunan, que responde levantándose en armas en varios puntos de la isla de Luzón.

La lucha toma pronto los visos de una auténtica guerra contra la presencia de España en las islas, a la que no hace frente debidamente el capitán general Ramón Blanco con su actitud contemporizadora y las pocas fuerzas de que disponía.

La llegada de Camilo G. Polavieja, como nuevo capitán general, y de tropas de refuerzo logra a duras penas controlar la situación.

Por otro lado, Polavieja, más resolutivo que Blanco pero menos político, en diciembre de 1896 da el visto bueno a la desgraciada sentencia que condena a Rizal a ser pasado por las armas. La revolución filipina podrá contar ya con un mártir conocido internacionalmente.

Por fin, en diciembre de 1897, cansados los filipinos y españoles de luchar, Emilio Aguinaldo por parte filipina y Fernando Primo de Rivera como nuevo capitán general de la isla pactan la paz de Byac-na-bato, sin mucho entusiasmo por parte española ni filipina, que en este último caso había comprobado que las fuerzas españolas no eran invencibles y que los capitanes generales podían pedir su relevo, caso de Polavieja, en pleno conflicto.

Cabe ahora hacer dos tipos de consideraciones. La clase ilustrada filipina se mantuvo dentro de una cierta ambigüedad durante el conflicto, mientras el pueblo filipino tomó las armas por una u otra opción. Por otro lado, las armas y municiones de que dispusieron los katipuneros durante la lucha no procedían solamente de las fuerzas indígenas desertoras y de las robadas en cualquier parte, sino de un activo contrabando desde Hong-Kong y Japón, pagado con fondos filipinos.

El tramo final de la presencia española en aquel archipiélago tuvo un desenlace de tragedia griega.

España, por su parte, no llevó a cabo las reformas estipuladas tácitamente en Byac-na-bato, y, por la suya, Aguinaldo se mantuvo a la expectativa en Hong-Kong, bajo protección inglesa, con la espada levantada, a la espera de los acontecimientos que se estaban produciendo en Cuba y las tensas relaciones de España con los Estados Unidos.

Primo de Rivera tuvo el acierto y cometió la incongruencia de resumir los trescientos años de presencia española en Filipinas con estas palabras, recogidas en una carta de 29 de julio de 1897: las leyes españolas han conseguido que el indio pase de ser «sumiso, respetuoso y humilde, obediente y satisfecho, a un hombre díscolo, con aspiraciones locas, vano y conspirador» (citada por Melchor Fernández Almagro, en «Historia política de la España contemporánea»). Palabras que resumen la equivocada política colonial española.

Así, el domingo, 1 de mayo de 1898, una escuadra norteamericana destruía los buques españoles en la bahía de Cavite, refugiados luego en la ensenada de Bacoor. El comodoro George Dewey había amenazado al capitán general Basilio Augustin de que si era molestado por la artillería de Manila, mientras hundía los buques españoles, bombardearía la ciudad; incomprensiblemente, Augustin accedió a sus deseos, luego Dewey bombardeó también Manila.

Casi un año después de haberse firmado la paz con los norteamericanos, todavía se encontraban en Filipinas, además de los héroes que resistían en Baler, muchos soldados y marineros españoles, prisioneros de los filipinos, esperando regresar a España. Sobrevivían trabajando en duras condiciones para los filipinos contra los que habían luchado poco antes, que pretendían canjearlos por dinero.

La metrópoli había renunciado a su ser; o simplemente se había suicidado.






Alguna bibliografía

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