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La sonrisa cercana de José Luis Alonso de Santos

Juan A. Ríos Carratalá





José Luis Alonso de Santos sonríe a menudo. Ignoro si lo hace también los lunes cuando se levanta o durante el último ensayo antes del estreno, en cuyo caso sería un individuo con un envidiable sentido del humor. Lo que cuenta ahora es su imagen pública, la de un conferenciante que siempre inicia su intervención con una sonrisa o la de un interlocutor que la mantiene a lo largo de la conversación con el amigo o con cualquiera que se le acerca. Lo entendemos como una señal de educación y respeto, poco frecuente por desgracia, pero al mismo tiempo es un rasgo que nos ayuda a caracterizarle como alguien con quien apetece dialogar. Escucharle también resulta un placer, incluso en las conferencias, pues su sonrisa supone toda una declaración de principios que aleja la sonnolencia gracias al ingenio, la anécdota bien contada y el olvido de cualquier asomo de pedantería.

Buena parte de la obra teatral de José Luis Alonso de Santos es coherente con esa sonrisa cercana y entrañable. Hay algunas excepciones relativas: Trampa para pájaros (1990), Yonquis y yanquis (1996), Salvajes (1998)..., que se decantan por un tono más dramático que nunca excluye el humor de manera radical. Son, en parte, fruto de su preocupación por la violencia que nos rodea, por esa absoluta y trágica negación de su concepto del humor. Pero, haciendo un rápido repaso de su trayectoria, recuerdo varias representaciones donde ha sido capaz de mantener la sonrisa del espectador. Es difícil, como tantas veces se ha dicho con razón. José Luis Alonso de Santos alcanza este objetivo gracias a su conocimiento de los resortes infalibles para provocar esa reacción del público; infalibles, sí, excepto cuando fallan. La teoría del humor es sencilla y reiterativa. Su práctica, sin embargo, responde a menudo a leyes caprichosas que unos dominan con pasmosa facilidad y a otros se les resisten sin piedad. José Luis Alonso de Santos es de los primeros y transmite esta cualidad a sus obras, escritas en un tono que nos suele recordar la imagen y la actitud del autor. Son comedias que invitan a una media sonrisa, amable y cercana, que nos resulta cordial como la conversación con quien la mantiene sin esfuerzo, al menos aparente.

El propio José Luis Alonso de Santos ha hablado y escrito sobre el humor, con la sencillez y el sentido común que le caracterizan:

El humor es la diferencia que existe entre nuestros deseos y la realidad. El humor es lo que pone las cosas en su sitio. El humor es una de las pocas cosas con las que el ser humano puede dar respuesta a nuestras limitaciones, que son muchas. El sentido del humor lo que nos hace es recordar que la realidad tiene muchos puntos de vista, relativiza la trascendencia, nos devuelve un poco la humanidad de ser conscientes de nuestra pequeñez. Para mí el sentido del humor es una droga, yo me coloco en la vida con sentido del humor


(El Faro de Ceuta, 18-IX-1985).                


Casi veinte años después, el autor, en su nota previa a la edición de Un hombre de suerte (Ciudad Real, Ñaque, 2004), explicaba así esta constante de su obra:

El sentido del humor es una de las pocas medicinas que tenemos para defendernos en este laberinto [de nuestras vidas]. Uso ese lenguaje para poder dar contrastes, al mezclarse con la dimensión trágica y existencial de la obra. La risa nos permite alejarnos de nosotros mismos, y vernos representar desde fuera, con tanto esfuerzo y seriedad, nuestro absurdo y tonto papel. El género cómico trata siempre de dejar a nuestros fantasmas en una dimensión humana más cercana a nuestras posibilidades. Es una forma de saltarnos los límites, y una respuesta lúcida que nos permite crear un puente entre realidades y deseos.


José Luis Alonso de Santos, de acuerdo con su primera cita, puede ser calificado como un excelente «camello», fiel a sus compromisos con unos espectadores que encuentran en sus obras las necesarias dosis. Con la medida justa, pues sólo el afán de ser gracioso a toda costa es equiparable, por su memez, con el aburrimiento de quienes desprecian el humor.

Sus citadas palabras las utilizo a menudo en mis clases. No por originales o especialmente lúcidas, pues otras similares también las he encontrado en los trabajos que condujeron a mi libro La memoria del humor (2005). Las recuerdo ante mis alumnos por su claridad, rematada con una afirmación que me interesa mucho: yo también me coloco con el sentido del humor y, como profesor de quienes en el futuro pueden dedicarse a la docencia, intento compartir esa jeringuilla porque pienso que es contagiosa.

Las definiciones que da José Luis Alonso de Santos sirven para caracterizar muchas de sus comedias, a menudo protagonizadas por personajes limitados y contradictorios, que sufren la diferencia entre la realidad y el deseo sin perder la conciencia de una pequeñez que, por humana, siempre nos resulta cercana. Con ella sonreímos al mismo tiempo que disfrutamos con el ir y venir de unos entrañables antihéroes. No resuelven nada, nunca superan complicadas peripecias, sus objetivos quedan pendientes, pero siguen ahí, aferrados a una vida mucho más llevadera si se afronta con el humor que les infunde su autor. Un humor agridulce, que evita el sarcasmo o la burla y se recrea en los entresijos de una realidad contradictoria que siempre conviene relativizar.

Cualquiera que lea con atención un texto teatral de José Luis Alonso de Santos percibe que su actitud no es la de un autor frío, capaz de ignorar al actor y al espectador. Al contrario, sus comedias revelan la sabiduría de un buen espectador, un lector constante y un colaborador con los intérpretes y los directores. Ama un teatro que conoce como pocos. Lo ha sido todo en ese mundo y se nota en cada réplica de sus obras. No es una sorpresa para quienes hemos leído su ensayo La escritura dramática (1998), fruto de años de reflexión teórica combinada con la docencia y la práctica teatral. Pero ese amor consciente, nada impostado y sonríente lo puede percibir cualquiera que disfrute con sus personajes, perfilados para que los actores se encuentren a gusto desplegando sus mejores cualidades. Les mima y los intérpretes se lo han agradecido con excelentes representaciones. Sus textos, por otra parte, buscan la comunicación directa con un espectador siempre respetado y comprendido, al que no se le pide imposibles. Tal vez porque el sentido del humor de José Luis Alonso de Santos le permite huir de tantas audacias que, en realidad, esconden un desprecio por el disfrute del espectador. Es lícita esta práctica creativa, hasta necesaria en algunos momentos, siempre que luego no vengan las quejas por la deserción del público.

Hay quienes son capaces de disfrutar con la obra completa de un autor, sin fisuras ni altibajos. Les envidio, aunque me preocupa un tanto la posibilidad de que aparezca un entusiasmo que no suele llevarse bien con el sentido críítico. Prefiero establecer un itinerario personal a la hora de recordar y valorar las obras de quienes me interesan. Sigo las de José Luis Alonso de Santos desde principios de los ochenta, como espectador y lector. Tengo mis preferencias, una subjetiva escala de valoraciones que me lleva a la relectura de algunas comedias y al olvido de otras. En mis clases he recurrido con frecuencia a títulos como La estanquera de Vallecas (1981) y Bajarse al moro (1985). Son fundamentales para explicar un momento concreto de nuestra reciente historia teatral. Sus posibilidades docentes han sido corroboradas por numerosos colegas, que las utilizan en sus cursos y propician su lectura como demuestran las varias reediciones de la segunda. También rescato a menudo Pares y Nines (1989) para hablar del concepto de la comedia durante la etapa democrática. Mis preferencias, no obstante, van en otra dirección donde encuentro la confluencia del comediógrafo, el reflexivo conocedor de un teatro que ama sin ningún tipo de idealismo y un sentido del humor volcado sobre la propia experiencia profesional. Me estoy refiriendo a dos espléndidos monólogos: La sombra del Tenorio (1994) y Un hombre de suerte (2004), interpretados por Rafael Álvarez El Brujo y Juan Luis Galiardo, respectivamente.

La sombra del Tenorio es Ciutti, claro está. No imaginamos a José Luis Alonso de Santos dedicando una obra al legendario conquistador. Lo suyo son los personajes a la sombra, los antihéroes como Saturnino Morales, el cómico que durante su larga trayectoria se había especializado en ese papel tan poco agradecido de Ciutti. Al igual que Carlos Galván, el protagonista de El viaje a ninguna parte (1985) de Fernando Fernán-Gómez, se encuentra al borde de la muerte en un asilo. Y allí, en ese momento de balance, ambos sólo desean recordar para encontrar una memoria que les reconcilie con un pasado poco brillante. Ninguno de los dos ha tenido éxito: Carlos nunca pasó de personajes secundarios, mientras que Saturnino se quedó con las ganas de interpretar el papel de Don Juan Tenorio. El primero, para compensar la soledad del fracaso, imagina «una buena racha» de estrenos alabados por la crítica, películas con premios rutilantes, bellas mujeres alrededor y una casa para él y su padre, cómico también. El segundo es más modesto y concreto. No se mueve en el amplio campo de la novela, sino en el de un monólogo teatral donde su única, y última, obsesión es la de interpretar al protagonista de la obra de José Zorrilla. O, al menos, vestirse como tal para probar una sensación que tantas veces ha imaginado con deseo.

Estar siempre a la sombra resulta duro y hasta injusto. Lo explica Saturnino Morales con un humor no exento de amargura, la de sentirse relegado a la hora de los aplausos y cualquier otra recompensa. Ciutti puede brillar gracias al buen trabajo del actor, pero sólo él parece percibirlo. El público, la crítica, los demás compañeros se sienten atraídos por Don Juan Tenorio, que juega con ventaja. La de ser el galán, disponer del mejor vestuario y recitar los más sonoros versos imaginados por el poeta. Mientras tanto, su criado hace recados y va de un lado para otro. No hay posible competencia. Lo reconoce Saturnino Morales y reclama su derecho a ser, en su última e imaginada representación, el protagonista y aparecer con la galanura de quien tanta envidia le ha provocado. ¿Quién le va a discutir semejante deseo a un condenado a muerte? Nadie, aunque al final descubre con orgullo que su trabajo también había merecido la pena y que, al fin y al cabo, tampoco era para tanto eso de ser «el Tenorio».

Saturnino Morales es un sabio de la escena. Su vida rebosa anécdotas relacionadas con sus innumerables representaciones del drama zorrillesco, en los más diversos lugares y en circunstancias singulares a menudo. El autor las recopila mediante la consulta de diversas fuentes para que su protagonista las cuente, en la soledad de su dormitorio sólo alterada por la presencia de una monja inmóvil y mientras prepara su última representación. Juntas, forman un curioso tratado que nos recuerda la experiencia de tantas peripecias vividas por los cómicos en épocas donde la supervivencia era un empeño. No pretenden ser las más significativas, sino que se eligen con el criterio de la memoria de un cómico que se dirige a un público que nunca debe aburrirse. Lo consigue, ya que con una fluidez propia de un experimentado autor las va presentado de manera que aprendemos y sonreímos. Imaginamos a Saturnino Morales afanado en salir airoso de las más penosas circunstancias y, como sucedería con los personajes picarescos, sonreímos al comprobar sus limitaciones. La diferencia con respecto a los pícaros es que el autor le respeta, incluso le admira y comprende, gracias a lo cual esa risa nunca es dura y distante, sino entrañable y lúcida.

Me gusta repasar la historia de los Tenorios desde la perspectiva de los Ciutti, esos personajes y sus intérpretes que apenas han gozado de voz propia. Es la adecuada para observar las miserias de la escena, el polvo y los raídos vestuarios, pero también para admirarse por el valor de un amor al teatro que siempre salva a tipos como Saturnino Morales. Quienes nunca comprendieron lo que sucedía en los escenarios, como es el caso de Miguel de Unamuno, se tomaron en serio el drama de José Zorrilla. Así les fue, escandalizados ante su falta de consistencia teológica. Pero para comprender su éxito durante tantos años resulta más adecuado acudir al humor del criado, que revela las claves de aquella fiesta, divertida en lo fundamental, que se celebraba cada primero de noviembre. Sin caer en una más de las innumerables parodias que han merecido la obra y el célebre personaje de José Zorrilla, José Luis Alonso de Santos nos enseña la puerta trasera de aquel ritual oficiado por cómicos como Saturnino Morales.

Nos encontramos, pues, ante una auténtica lección de teatro, que no resta interés alguno al drama de un protagonista que, a punto de morir, ve cumplido su deseo. Sin emociones desbordadas ni derivas melodramáticas, entre las sonrisas despertadas por una memoria que nos lleva de una a otra representación, evoca peripecias alrededor de mil escenarios y nos hace amar el teatro sin ponernos pedantes. Es lo último que desearía José Luis Alonso de Santos, capaz de contar con sencillez lo complejo, desnudarlo y presentarlo en términos que nos resultan tan cercanos como su sonrisa. Parece fácil, pero sólo está al alcance de quien también sabe hacerlo cuando habla, reflexiona o diserta. La clave es seguir fiel a sí mismo a la hora de escribir sus obras.

Releer el texto de La sombra del Tenorio casi obliga a escuchar la inconfundible voz de Rafael Álvarez El Brujo, amigo del autor y destinatario de un monólogo capaz de sacar a relucir sus mejores cualidades. Siempre he pensado que es positivo escribir conociendo de antemano al actor que va a representar la obra, sobre todo cuando existe una evidente sintonía donde la noción de «encargo» queda diluida en una mutua colaboración. También supongo que ocurrió así en el caso de Un hombre de suerte, otro monólogo concebido en esta ocasión para un intérprete tan peculiar como Juan Luis Galiardo, que actuó una vez más bajo la dirección de su buen amigo José Luis García Sánchez. Un monólogo, pocas personas, todas con probado sentido del humor... tal vez no constituyen garantía suficiente para la ausencia de problemas, pero ayudan a llevar mejor el trabajo.

Recuerdo la representación de Un hombre de suerte con motivo del homenaje a su autor en la Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos. Era un lunes por la noche, en noviembre y en una ciudad de provincias. Supongo que Juan Luis Galiardo estaría preparado para experimentar lo mismo que le pasó a su personaje en Albacete y otros lugares. Pocos espectadores, ambiente frío y una sensación de soledad. Quienes acudimos, más que en otras ocasiones similares, pronto nos dimos cuenta de que el escenario «fantasmal, en penumbra y casi vacío» estaba repleto con tan solo un actor. Unos pasos, algún medido gesto y la voz poderosa de Juan Luis Galiardo bastaban para que empezáramos a tener interés por «Fernando San Juan, actor de teatro retirado, retirado del teatro, quiero decir». Seguro que era un sabio de las tablas como su colega Saturnino Morales y merecía la pena escucharle.

Había, no obstante, una diferencia: Fernando San Juan era primer actor con compañía propia. ¿Hablaría de sus éxitos, de sus conquistas...? ¿Había traicionado José Luis Alonso de Santos su predilección por los antihéroes? No, y estaba claro desde el principio. El personaje tenía mucho más pasado que presente. Del futuro, mejor no hablar. Ya se había retirado y en su tono de voz se percibía el cansancio de un individuo baqueteado por mil circunstancias de la vida. No las iba a contar, pero sí una que le obsesionaba desde hacía años. Su protagonista era Aniano Peña, un colega que había trabajado en su compañía. Con poca fortuna, porque era «el peor actor que he visto en mi vida. Era de esos actores que llaman la atención en escena para mal: alto, desgarbado, y con pinta de aficionado. Le ponías de centinela con una lanza, al fondo del escenario, sin frase, sin moverse, sin nada, y se cargaba la escena». Y su mujer igual, tal para cual. Dos verdaderos antihéroes que, sin embargo, marcaron la trayectoria de un primer actor que, en una solitaria noche pasada en Albacete, tuvo demasiado frío, tanto como copas en el cuerpo. Lo lamentaría siempre, como esas vulgares circunstancias que condicionan hasta la obsesión nuestras vidas. Todos pretendemos borrarlas de nuestra memoria, pero algunas parecen empeñadas en reaparecer, como si de una perpetua condena se tratara.

No voy a desvelar lo sucedido y menos la sorpresa final. Prefiero ahora recordar una nueva lección de teatro impartida por el autor a través de su protagonista. En este caso nos habla de una experiencia más cercana que la de Saturnino Morales. Fernando San Juan era el primer actor y director de una compañía que podía haber triunfado en los años sesenta, incluso en los primeros setenta. Justo hasta el ocaso de las que realizaban eternas giras por provincias, estrenaban algunas obras en Madrid y siempre confiaban en el atractivo de su cabecera de cartel y el oficio de los secundarios. José Luis Alonso de Santos las llegó a conocer, aunque por aquellos años de su juventud se sumara a las del teatro independiente. Le habrán llegado, por otra parte, numerosas anécdotas acerca de las relaciones establecidas en las compañías, de ese difícil convivir que tan a prueba pone el ánimo y la paciencia de los cómicos. De ahí espigaría algunas para explicar la peculiar relación entre Fernando San Juan y Aniano Peña. Y, a través de la misma, ilustrarnos acerca de lo que sucede cuando el telón cae y todavía quedan muchas horas hasta que se vuelva a levantar. La vida sigue mientras tanto, con sus pequeñas miserias tan alejadas de la estilizada ficción representada en el escenario. José Luis Alonso de Santos nos lo cuenta con su habitual agudeza y sentido del humor, jugando también con un concepto del metateatro que, en su caso, no tiene pretensiones teóricas. Le interesa más la experiencia concreta, la anécdota, de la cual ya nos encargamos nosotros como espectadores de sacar la oportuna conclusión. O, si no estamos por la labor, de limitarnos a esbozar una media sonrisa. La alternativa siempre depende de nuestra voluntad.

De la mano de Fernando San Juan nos imaginamos lo duro de tener que representar un drama clásico, con sus enrevesados versos, en una sesión de noche ante unos pocos espectadores que empiezan a bostezar apenas ha comenzado la obra. También suponemos lo grotesco de un Aniano Peña interpretando un personaje alegórico de un auto sacramental de Calderón. La gasa negra se le quedaba corta por lo alto que era y, con las rodillas al aire, pensaba que era mejor salir de obispo: «No tengo frase, pero por lo menos salgo vestido de obispo. Causo respeto». Y así se van sumando pinceladas de un tipo tan servicial como feliz en su mediocridad, envidioso de un destino que él mismo iba a condenar. Pruebas también de una intertextualidad que, en realidad, es el fruto de algo tan sencillo como obvio: el teatro sirve para comprender la realidad. ¿Por qué teorizar si tantos ejemplos dramáticos tenemos a nuestra disposición para hablar de deseos, miserias, ambiciones, sexo, suerte, envidia...? Fernando San Juan ha vivido siempre sobre el escenario y se ha formado también como individuo en unas tablas donde todo se aprende en términos teatrales. Nada tiene, pues, de extraño que nos cuente sus cuitas con Aniano Peña utilizando ese rico bagaje, el aportado por su creador que hace una nueva demostración de sus conocimientos teatrales y de su pertinencia para explicar tantas situaciones.

Escuchar una lección de historia del teatro impartida por Juan Luis Galiardo y Rafael Álvarez El Brujo es una gozada. Tal vez lo que en este sentido nos aportan sus monólogos en Un hombre de suerte y La sombra del Tenorio no sea sistemático ni responda a un objetivo docente prefijado. Son apuntes rápidos, pinceladas de una imagen que se completa poco a poco. Pero quienes amamos el teatro y su tradición disfrutamos con su evocación en un tono humorístico, sin asomo de pedantería, fruto de la naturalidad de quien lleva muchos años pensando en términos de escenas, personajes, diálogos...

Tal vez Un hombre de suerte y La sombra del Tenorio no sean las mejores obras de José Luis Alonso de Santos ni las que más éxito le han proporcionado. Es posible que en su elección para este artículo haya influido mi condición de catedrático de Historia del Teatro. Me da igual. Disfruté con sus representaciones, aprendí algunas de las infinitas posibilidades de interrelacionar la vida con el teatro y, sobre todo, comprendí una vez más la necesidad del humor para permanecer a la sombra del héroe o para tener «suerte», aunque sea la envenenada por el destino. Y ahora, una vez releídas las obras, sospecho también que estos monólogos con el paso del tiempo mantendrán toda su frescura. Obras como Bajarse al moro y La estanquera de Vallecas ya las veo un tanto lejanas, necesitadas de un contexto para ser explicadas y apreciadas. Por el contrario, las dos que he seleccionado permanecerán sin esas muletas porque en sus historias, tan aparentemente circunstanciales, sólo se atiende a lo sustancial de unos personajes que se comportan como tantos otros de diferentes épocas. Son, a su modo, clásicos. O, mejor dicho, se convertirán en tales y, supongo, provocarán nuevas sonrisas, cercanas, con su entrañable humanidad, la aportada por un comediógrafo que pronto supo de la inutilidad de tanta pedantería y optó por la sencillez. Se lo agradezco, de verdad.





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