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La subversión del canon veterotestamentario en tres obras dramáticas de Carlos Droguett

Emiliano Coello Gutiérrez

Buena parte de la literatura de Droguett puede ser considerada como una recreación de la Biblia, por cuanto toma del libro sagrado personajes, temas y situaciones que, no obstante, en las versiones droguettianas, adquieren un sentido totalmente distinto del original. Un ejemplo de esto es la novela El hombre que había olvidado (1968). En ella aparece un protagonista joven y misterioso, sin nombre, cuyas manos llagadas están cubiertas por unos guantes raídos. Se nos revela que en su día fue un líder de multitudes, que anduvo preso y que ha recorrido muchas patrias a la vera de los pobres. No cabe duda de que, si no es Jesús, se le parece mucho. Ocurre que en la novela este personaje es un salvaje homicida que decapita a niños en los barrios pobres de Santiago. Lo hace para que no sufran, porque, según explica, la muerte es siempre un error, salvo para los miserables. Se nos difumina entonces la estampa de un Cristo canónico y surge en su puesto la presencia escandalosa de un profeta al estilo dostoievskiano.

En Matar a los viejos (1980) hay un personaje, Pablo, que se inspira con toda certeza en su homónimo del Nuevo Testamento. Pero, a diferencia de este, no se trata de un hombre religioso, de un apóstol, sino de un agitador político. En efecto, en esta novela, en un tiempo indeterminado, llueven de los balcones de La Moneda papeles en los que pueden leerse crípticos mensajes. Este hecho es el catalizador de una revolución silenciosa en que los desposeídos comienzan a eliminar a los viejos, que no son otros que los poderosos, los oligarcas de la nación. Pablo organiza el sufrimiento, el secular infortunio de los pobres y los conduce a la lucha y a la victoria, basándose en las enseñanzas de Cristo, un Cristo que tiene poco que ver con el hombre santo y misericordioso que nos dibuja la teología oficial y que, contrariamente, en estas páginas droguettianas, está más cerca de la figura de un guerrillero del mundo antiguo.

Los textos veterotestamentarios experimentan en la obra literaria del autor chileno el mismo proceso de subversión que los neotestamentarios. Existen tres piezas teatrales, de las que va a hablarse aquí, basadas en episodios del Génesis: Primer y segundo deseo (1983), Después del diluvio (1971) y Caín, Abel y Caín (1981). En la primera nos encontramos a Adán y Eva después de su destierro del Edén, en un lapso del que la Biblia no dice absolutamente nada. En el texto bíblico se narra la vida de esta pareja fundadora en el jardín del paraíso y sobre todo se hace referencia a la trágica escisión entre el hombre y Yahvé debido al pecado de desobediencia de los primeros padres, que se traduce en su violenta expulsión del recinto sagrado. La obra de Droguett arranca desde aquí y nos muestra el progresivo desquiciamiento de los personajes ante la ausencia divina, ante el silencio de Dios, a tal punto que Adán, desesperado, termina quitándole la vida a Eva.

En Después del diluvio se produce una total inversión de la Escritura. Noé no aparece en esta pieza dramática como un campeón de la causa divina, como un héroe, sino que desde el principio se cuestiona su actitud por haber accedido a salvarse él solo, junto con su familia, mientras que los demás, todos sus hermanos, los gigantes, han de perecer bajo las aguas. El texto se desarrolla en su mayor parte después de la devastación, cuando la conciencia comienza a someter al personaje principal a una intensa agonía.

En Caín, Abel y Caín la acción se sitúa después del crimen del fratricida bíblico. Yahvé, condolido por el penar del asesino, resucita a su hermano, para que se produzca la ansiada reconciliación. Pero Abel reacciona de modo inesperado y asesta un golpe mortal a Caín, ante la mirada atónita de un Dios absolutamente impotente por causa de la libertad de sus criaturas.

Se observa, pues, que estas obras dramáticas droguettianas están lejos del tono moralizante del Antiguo Testamento. Aparecen más bien en ellas cuestiones relacionadas con la filosofía existencial, como la soledad del hombre, la incomunicación producto de la mala fe o el absurdo de la vida, que lleva directamente al cuestionamiento, muy claro en estos libros, de la existencia de Dios. En estas piezas teatrales, situadas en un enclave temporal remoto, a comienzos del mundo, el hombre es concebido a partir de la tragedia de su orfandad irremediable, no solo lejos de un Creador ausente, sino también enajenado de la naturaleza, extraño a sus semejantes e incluso a sí mismo. Ni siquiera la cultura, que se desarrolla con el devenir de la Historia, puede servirle de escudo aquí, dada la remotidad de la época. El individuo solo se tiene a sí mismo y a sus proyectos, sin ninguna justificación externa, y en ocasiones es incapaz de cargar con tan angustioso fardo, como ocurre en Primer y segundo deseo.

Varios críticos han sugerido la cercanía de la literatura de Droguett con respecto al existencialismo. Por ejemplo, Francisco Lomelí afirma que algunos escritos del autor están empapados de «melancolía existencial»1. Por su parte, Teobaldo Noriega se refiere a la «angustia existencial»2 que dimana de la obra toda del escritor chileno. Aunque estos estudiosos no demuestran dichos asertos, basta una simple experiencia de lectura para comprobar lo atinado de sus afirmaciones, ya que no solo los textos teatrales que vamos a estudiar aquí se emparentan con el existencialismo, sino también otras obras de Carlos Droguett, pongamos por caso Todas esas muertes (1971) o El enano Cocorí (1986). El protagonista de Todas esas muertes es un elegante asesino que intenta encontrar en el Mal una forma de redención. El Emilio Dubois droguettiano tiene muchas similitudes con Goetz, del drama El Diablo y Dios (1951) de Jean-Paul Sartre. Para empezar ambos son hijos bastardos y por ello mismo están excluidos del entorno desde su nacimiento. Carentes del sostén familiar, de la protección materna, se enfrentan desde su más tierna infancia, en solitario, al absurdo y a la crueldad de la vida. No pudiendo sufrir esa radical desvinculación del gremio a la que los han condenado, se aferran a su imagen de malditos e intentan hacer del crimen un arte, una forma de vida, un asidero, una razón para existir. Su conducta no deja de ser una mística, una búsqueda de valores absolutos a través de los contravalores. Solo en su madurez descubren que la vida se caracteriza ante todo por ser un sinsentido, que no hay salvaguardas religiosas, metafísicas o morales. El hombre es, pues, en esencia, un exiliado, pero al mismo tiempo, y de modo eminente, un constructor, ya que las cosas no existen sin su mirada. El devenir de las personas es, así, una enajenación y, paradójicamente, un perpetuo desafío contra lo dado. Por ello los dos personajes abjuran de su antiguo idealismo y al final de las respectivas obras se unen a la lucha de los pobres: Goetz en El Diablo y Dios se pone del lado de Nasty, un líder obrero que combate el régimen despótico del arzobispo de Worms, y Emilio Dubois se suma a una huelga de trabajadores en Valparaíso. Ambos descubren en el impulso revolucionario la causa más humana, por ser la que en el más alto nivel demanda el ejercicio de la autonomía del individuo contra lo establecido.

El enano Cocorí es un cuento extenso de naturaleza alegórica. Un joven de veintitrés años, trasunto del autor, se empeña en traspasar el umbral de la puerta de una casona medio derruida, custodiada por un pigmeo. El viejo portón simboliza el límite entre lo conocido y lo ignoto. Del lado de acá solo encontramos los recuerdos y vivencias del personaje: la muerte temprana de su madre, que lo dejó huérfano con seis años; una niñez triste ligada a un colegio de agustinos; los inseguros balbuceos de Carlos como escritor y su gran pobreza, que comparte con su esposa Isabel. Del lado de allá de la puerta se oculta la esperanza de un mundo más puro, construido por Reye, que en esta obra hace clara referencia a Dios. El enano es un emisario de este y representa el espíritu de la fatalidad, el afán desvalorizador de la vida humana que es la contrapartida necesaria para que surja pujante la idea de un paraíso de ultratumba. Cuando el protagonista logra traspasar el umbral de lo prohibido, se da cuenta de que al otro extremo solo surge el mundo tal como siempre existió, que no obstante se concibe con otra perspectiva, la que aduna el desengaño y la libertad como dos caras de una misma moneda. El joven solo se lleva consigo, de la vieja casona, la estela que dibujan sus propios andares.

La estructura misma de Primer y segundo deseo demuestra el drama de incomunicación que viven los personajes. En las páginas que constituyen el prólogo de Después del diluvio, el autor expone su particular teoría dramática. Dice: «el teatro es ya la vida deformada, la vida enferma que saltó del cauce y que colecciona monólogos, que no otra cosa es el teatro finalmente»3. Esto lo cumple Droguett al pie de la letra en sus tragedias de tema bíblico, ya que en ellas las perspectivas que los personajes expresan son siempre incompatibles. En Primer y segundo deseo, Adán y Eva, aun cuando están juntos, monologan, y el verbo, caídos los universales, se transforma en una pobre e insuficiente garantía de unión.

La obra se compone de dos actos, el primero de ellos con cuatro escenas, mientras que el segundo posee tres. Al principio Adán se nos muestra en solitario, tratando de explicarse la enajenación radical que sufre con respecto al entorno: la naturaleza, enorme e incomprensible; los animales, concebidos como presencias extrañas y amenazantes; la mujer, Eva, tan afín y tan distinta al varón. Adán, en su parloteo, pone nombres a las cosas e incluso a las propias emociones, pero a la vez cae en la cuenta de que ese privilegio no entraña una solución para el enigma de su estar en la vida. He aquí que surge la angustia y la búsqueda de Dios en la segunda escena. Continúa el monólogo, pues en esta obra Yahvé se caracteriza por su silencio, y es la Nada la que lo sustituye como madre común de todos los seres. Eva, rodeada de la inmensidad selvática, descubre de igual forma la tragedia de su propio abandono en la tercera escena. En la cuarta, se produce el ansiado reencuentro entre los personajes. El uno y el otro tratan de explicar la esencia de su miedo, que consiste sobre todo en no saber qué hacer consigo mismos. Hay una ruptura violenta entre ambos porque, tratando cada cual de descubrir un guía en su semejante, fracasa. Adán y Eva solo tienen en común la mutua perplejidad y el varón termina violando a la mujer, que queda encinta.

En el segundo acto surge con fuerza el recuerdo del paraíso perdido. Tienen lugar dos encuentros entre los protagonistas, que se traducen en sendos desencuentros, ya que tanto Adán como Eva permanecen enclaustrados en sus propios temores, no dialogan, sino que monologan. Se tiñe de negro la memoria de la primera falta de desobediencia a Dios, que constituye la génesis de la temida soberanía humana. En la segunda escena, Adán vuelve a apelar a Yahvé, en esta ocasión de forma desesperada. Como en la misma escena del primer acto, no obtiene respuesta y es cuando, no pudiendo soportar esa circunstancia terrible de abandono, se propone matar a su cónyuge para intentar así llamar la atención del Ser Supremo. Sucede el crimen en la tercera escena, que pone fin a la obra, y el Padre próvido al que se buscaba continúa oculto, mudo, muerto.

Droguett juega muy bien con la simbología de la luz en esta pieza teatral: el momento de la violación y el homicidio transcurren por la noche, en una oscuridad que prolonga la negrura del alma humana. Pero es a pleno día cuando lo horroroso se materializa a través de un descubrimiento de la conciencia atormentada de los personajes: la vida carece de sentido, es una chispa fugaz entre dos vacíos, el prenatal y la muerte. Adán dice: «todo ser que antes no existió y que después no existirá tiene que asustarse implacablemente»4. Al final de la pieza dramática se escucha el llanto de un niño, que se supone que es el hijo de los protagonistas. Debe tratarse de una hembra, porque Eva al morir le dice al varón: «Es inútil, Adán, te gastaste de balde, no sabes nada, no, no sabes. ¡Aunque me mates, seguiré viva!»5. A la escisión entre el hombre y el medio, se une la incomprensión entre el hombre y la mujer, de suerte que todo queda como al principio del drama. El enclave tropical, de inspiración bíblica, donde Droguett emplaza a los agonistas, se torna un infierno.

En esta obra el escritor chileno plantea la tragedia de la muerte de Dios y del despertar a la lucidez de sus criaturas. El exilio que supone la expulsión del paraíso de la inconsciencia es incompatible con cualquier determinismo, con cualesquiera reglas prestablecidas que normativicen y moderen la conducta. El individuo se halla, pues, constantemente arrojado de sí mismo, compelido a hacer, dueño absoluto de sí, pero sin una garantía moral que dirija sus acciones y, al tiempo, con el absurdo de la muerte al término de la senda. Eva, en el primer acto, se instala en este enorme hueco del Ser cuando afirma: «siento lo mismo que tú sientes, como si algo esencial y fatal me faltara y alguna parte de mi ser o de mi cuerpo estuviera abierta y en peligro y yo sintiera que en esa parte mía algo poderoso y misterioso empujara a algo desamparado y solo, para que, sin sorpresa ni milagro, me fuera disolviendo, destruyendo, muriendo un poco hoy y otro poco mañana»6. Como muy bien expresa el personaje femenino, la vida se concibe como una lucha entre la autonomía humana y el anhelo imposible de esencia, de fijación. En términos existenciales diríase que el «para sí», carente de fundamento en lo real, se ve constantemente abocado al «en sí» y a la vez experimenta el continuo alejarse de él. Adán y Eva devienen peregrinos y su existencia equivale a una perpetua huida. Para ambos la libertad humana supone, de este modo, un tremendo error y llegan a tener envidia de los animales, casi felices por su falta de luz racional. Eva afirma: «Tienen una pizca de horror y miedo también, desde luego, un miedo insignificante y superfluo, agarrado al pelaje y no a la carne y la sangre y los huesos, pero pronto se les pasa el dolor y el duelo y se olvidan y cuando la noche empieza a brotar se duermen tranquilos, hasta demasiado rápido»7.

En la obra adquiere una importancia de primer orden el símbolo del tigre. El varón queda sobrecogido por su belleza y crueldad y estudia sus movimientos ágiles, su instinto de caza, la forma sutil que tiene de acercarse fatalmente a las gacelas. Adán lo convierte en tótem, pretende tomar de él un patrón de comportamiento basado en la fuerza. Se produce el evidente fracaso, pues hay un abismo que separa al hombre de los irracionales.

Otro intento fallido de encontrar un asidero en lo existente es la concepción del amor que tiene la pareja. Ocurren dos errores, que se derivan de la mirada esencializadora, en cierto modo idealista, de ambos. Primero confunden la apariencia con la esencia y el varón se queda con la imagen frágil y vaporosa de la mujer, en tanto que esta se queda con el aspecto violento e insensible del hombre. Al tiempo, ambos quieren ver en su semejante un norte seguro, una guía de sus acciones que evite el libre desarrollo de la propia personalidad. Eva le dice a Adán: «Cuando me acuerdo de mi soledad, te echo de menos y pienso lentamente que tú eres lo que me hace falta, lo que ha de completar mi cuerpo, ahí donde adivino que está abierto y frágil y yo en peligro para martirizarme y malearme de injusto miedo»8. El declive adviene desde la hora en que se planifica una relación humana, desde la hora en que se la concibe idealísticamente, no como un mero proyecto.

La búsqueda de Dios obedece a idénticas motivaciones. Adán tiene un recuerdo negativo del Edén, cuando asevera: «Nos tenías a Eva y a mí prisioneros en el huerto, adormilados en sus incomodidades, ensoñados y transportados en sus inútiles bellezas y en sus magníficas prohibiciones, estábamos rodeados de muros y de prohibiciones invisibles, que nos preservaban y nos guardaban puros y aletargados, según tu palabra»9. Sin embargo, el personaje termina agrediendo a Eva hasta hacerla perecer, en un intento desesperado de regresar a esa prisión.

Como puede verse, la tragedia del hombre y la mujer primeros en la obra dramática de Droguett es que no consiguen sobrepasar la angustia que les produce el hecho de conocerse solos. Orestes en Las moscas (1943), drama de Jean-Paul Sartre, decía: «La vida humana comienza al otro lado de la desesperanza»10. Adán y Eva saben que comparten una suerte común con el resto de los seres de la Creación: haber sido arrojados a la existencia sin causa ni motivo, para nada. Pero se quedan aquí y sus afanes son solo una búsqueda inútil y regresiva de destino. Se frustran porque se quieren cosas: árboles, animales, enamorados de una pieza, miembros superfluos de la granja divina. El hombre no puede reducirse a su mecánica biológica, como los seres naturales, ni puede tampoco entenderse a partir de una trascendencia que, según la filosofía que emana de este libro, no existe. El individuo es pura libertad y creatividad, dones que no usan ni el varón ni la varona droguettianos. En todo instante aceptan el mundo como es, nunca se atreven a inventarlo, devienen homo sapiens pero no homo faber, usan el ojo, ciego de puro mirarse, y no la mano. Este es el meollo de su tragedia, que voluntariamente asumen desde el principio.

Se ha sostenido antes que Después del diluvio, la versión droguettiana de los hechos narrados en el Génesis, supone una auténtica subversión con respecto a la Escritura. Cualquier hombre moderno puede sorprenderse cuando lee en el libro sagrado que, en algún instante de la Historia pretérita, Jehová decide destruir el mundo conocido y salvar a un solo sujeto, Noé, junto con su familia. Es decir, puede sorprenderse de que sea tanto el pecado y tan poca la virtud, aglutinada en un solo elegido.

El texto de nuestro autor problematiza esa circunstancia terrible en cuanto presenta a Noé, no como el hombre piadoso y obediente de la narración canónica, sino como una persona solapada e hipócrita que actúa como cómplice de los planes homicidas de su Dios, un Dios «lleno de muertos»11, como se afirma en la obra.

Lo realmente paradójico es que Noé, descrito como «un asesino, un mentiroso, un fabulador, un lúbrico, un borracho»12, haya sido designado para ser el fundador de una nueva raza de hombres. Lo que en el texto diferencia al protagonista de sus hermanos los gigantes es que tiene conciencia del bien y del mal y en ocasiones se arrepiente. El mundo de los seres primitivos, antediluviano, se caracteriza en la obra por ser una sociedad bárbara y corrupta, plena de «putas y ladrones»13, en que los humanos beben, fornican, violan y asesinan en un estado de inocencia casi natural. Pero no es esta su mayor falta, la que los hace acreedores del castigo del diluvio, sino que hayan expulsado a Dios de sus vidas, pues como le dice Hus a Noé en algún momento: «¡Para comer y defecar no necesitas creer en Dios, viejo»14.

Estas palabras desvelan la lógica de que el anciano patriarca haya sido elegido. La diferencia que hay entre los gigantes y nuestro protagonista es que estos pecan sin malicia, su conducta es en cierto modo pueril, mientras que Noé conoce el valor de sus acciones, y aun guiándose por la misma ley que sus hermanos, basada en el imperio de la fuerza, es incapaz de hacer recaer sobre sí mismo la responsabilidad de sus actos e inventa un mundo sobrenatural que admite el rito de la mancha y de la purificación: se ha sido creado con defectos, se es débil para resistir los embates de los instintos y solo en una instancia más alta reside la perfección. Con Noé ha nacido el hombre religioso, Noé es el paladín de la moral que discrimina a buenos y malos en nombre de la fe, una moral aviesa que no obstante posibilita la existencia de Dios. Noé es el hombre nuevo que ha suplantado al hombre primitivo.

Al patriarca se le revelan, pues, las medidas de un barco para que se salve él y su familia, como finalmente ocurre. Noé queda en cierto modo tranquilo antes y después de la devastación que constituye el diluvio, pues para el personaje la iniciativa de este recae exclusivamente en la voluntad divina. Pero he aquí que en la obra la mala conciencia del héroe irrumpe a través de su hijo Cam, el rebelde, el anatematizado ya en el texto de la Biblia.

Nuestra pieza dramática está compuesta de once escenas. En seis de ellas, postdiluvianas, se deja ver al hijo recordándole al padre la cuota de culpa que le toca en la configuración de la tragedia. Este es el meollo existencialista del drama, que Noé se quiere siempre determinado por la voluntad divina, cuando lo cierto es que en todo instante actúa con libertad. Obra, por consiguiente, con mala fe. Cam dice: «podía no ser obsecuente con su dios y no hacerle caso. ¿Qué pasaba si no le hacía caso?»15.

Noé goza del apoyo del resto de su familia, ya que no de Cam, el maldito. Su mujer, caracterizada como una fanática religiosa, acaricia la idea del fin de un mundo impuro, salaz y cruel. Ante el propósito homicida de Jehová, exclama: «¡Si lo hace, será inmenso!»16. Por su lado, Sem y Jafet, hijos asimismo del constructor del arca, adquieren una postura acomodaticia antes y después de la catástrofe, ven en su padre a un gran hombre que, pese a sus muchas faltas, mereció el perdón y la aprobación divina. Y Cam no perturba a su progenitor antes del diluvio, porque no sabe bien qué va a ocurrir.

Se comprueba que Noé aparece absolutamente solo con su voluntad. En un par de escenas antediluvianas (la segunda y la séptima) mantiene una plática con dos de sus hermanos, Hus y Hul, que se impresionan al verlo talar árboles para construir un arca en mitad del estío, con la tierra yerma. Trata de convencerlos de que se viene la muerte por las aguas, de que solo él y su familia serán salvos, pero, conociendo su pasado de ignominia, lo toman por loco. A Noé no le vale la palabra, sino solamente el signo de su elección: puede optar por obedecer a Yahvé y librarse de un destino funesto o por desobedecerle, lo que tendría consecuencias imprevisibles. Incluso si la ola de destrucción es irremediable, puede optar por morir valientemente junto a los gigantes. Noé se asimila así a los caracteres de la dramaturgia de situaciones sartreana, en que lo fundamental es verificar que el individuo, incluso en circunstancias límite como esta, es siempre dueño de su albedrío. Noé elige salvarse, porque eso lo sitúa en una posición ventajosa de ser el dueño y señor del mundo futuro, y con ello se convierte en homicida y cómplice del genocidio. Cam dice: «Toda esta catástrofe, este asesinato colectivo, ha sido, después de todo, un negocio para él. Es un viejo podrido, corrompido, sin prejuicios, solo con paciencia para mantenerse vivo y después ser muy rico, cada vez más rico gracias a los muertos que él llevaba al degolladero [...]. ¡Ahora todo el mundo es suyo!»17. Porque el anciano abarrota su arca con los bienes de las otras familias, sabiendo que después del diluvio no podrán venir a reclamarle.

La obra adquiere de esta forma un sentido revolucionario y puede leerse como una alegoría sociopolítica. Noé encaja con la figura de ciertos gerifaltes que asumen un liderazgo vicario, traicionan en nombre de la pureza de un credo y ocultan el propio beneficio manchado de sangre. Como nuestro protagonista, mienten y se mienten cuando aseguran que obran a instancias de un poder superior a ellos mismos.

En nuestra obra operan dialécticamente tres concepciones distintas del mundo: la irracional, que representan los gigantes; la moral y religiosa, que representa Noé, y la perspectiva responsable, que asume Cam, cuya rebeldía le conduce al destierro.

Caín, Abel y Caín, otra de las versiones veterotestamentarias, es asimismo una original inversión de la historia del primer fratricida. Esta piececita, de unas pocas páginas, puede dividirse en dos partes. En la primera, Caín monologa en alta voz, pesaroso por la muerte de su hermano. En la segunda, Jehová resucita a Abel para que perdone a su ofensor, pero el pastor bueno, lejos de identificarse con el cordero bíblico, se venga, y mata a Caín con la quijada del burro que este utilizara para agredirle. La obra se cierra con el desconsuelo de Yahvé, descrito como «un comerciante que ha sido defraudado por su mejor cliente»18. Esta creación demuestra nuevamente que, desde la perspectiva droguettiana, la existencia de Dios y el albedrío humano son incompatibles.

Gran parte de la literatura de Carlos Droguett puede leerse como una recreación de la Biblia, texto que sirve de punto de partida de muchos de sus libros, los cuales, por el contrario, llegan a resultados totalmente diferentes del sentido del texto original. Del Génesis, a Droguett le conmueven las circunstancias extremas a que se ven sometidos los personajes, en pugna ininterrumpida con su violento Creador. En la Biblia, Adán, Eva, Noé, Caín y Abel se humillan a la voz tonante de un Ser Supremo que castiga pero que es a la vez providente y rige sus destinos. Los hombres de la Escritura aceptan de buen grado la coerción de su autonomía en aras de esta guarda segura. Sin embargo, en las originales obras droguettianas (que tienen mucho de blasfemas), a estos mismos personajes se les priva del recurso a otra instancia que no sean ellos mismos. Las consecuencias son funestas: Adán y Eva, aterrorizados por la posibilidad de poseer un mundo que a ellos solos pertenece, se destruyen entre sí. Noé utiliza la catástrofe del diluvio para traicionar a sus hermanos y convertirse en rey. Abel, pudiendo elegir el perdón, elige la venganza. Todos y cada uno usan la libertad negativamente, obran con mala fe cuando sitúan la responsabilidad de sus acciones fuera de sus propias personas, en Dios, en los otros o en una malicia ingénita. Estas obras pueden leerse, así, como una alegoría y una denuncia de la conducta humana, escudada en una moral, religiosa o política, que a lo largo de la Historia se confunde demasiadas veces con la mauvaise foi.

Bibliografía

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