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Larra y la «Revista Española»: hacia un canon cómico romántico


Montserrat Ribao Pereira


Universidad de Vigo




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Preliminares

Aunque la labor crítica de Larra es extensa, y numerosas las publicaciones en que colaboró, la mayor parte de sus artículos sobre el teatro y los teatros aparecieron en la Revista Española (noviembre de 1832 a septiembre de 1834) y en El Español (enero 1836 a enero 1837). En ellos aborda de forma crítica los estrenos de su tiempo (argumento, realización escénica, valores literarios, estéticos y artísticos de las piezas...), y perfila teóricamente los géneros que se llevan a las tablas en el Madrid convulso que asiste al triunfo del romanticismo1.

Para Fígaro los dos géneros fundamentales son el drama histórico (que, tal y como expone en su artículo sobre La Conjuración de Venecia, el 25 de abril de 1834, ha venido a ocupar el lugar de la tragedia2), y lo que él denomina «comedia clásica», es decir, la comedia moderna al modo de las de Molière o Moratín, escrita «según las reglas del género clásico antiguo», y cuya finalidad es constituirse en «el espejo de la vida, la fiel representación de los extravíos [...] del hombre», así como sus argumentos principales son «los vicios o ridiculeces personificados y fundados en la verosimilitud que le sirve de verdad, presentados para lección o deleite»3.




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Hacia un canon cómico romántico

Comentaba Alcalá Galiano que en 1806, momento del estreno de El sí de las niñas, la literatura madrileña se dividía en dos bandos: el que encabezaba el tragediógrafo Manuel José Quintana (liberales, seguidores de los autores extranjeros y la literatura moderna), y el de los seguidores del comediógrafo Moratín (los tradicionalistas, moderadamente antifranceses y fieles seguidores de la literatura antigua)4.

Y es que, como afirma E. Caldera, la comedia neoclásica española -es decir, la moratiniana- nace costumbrista, xenófoba, misoneísta, tradicionalista, e incipientemente casticista5 (no es extraño que nuestra primera comedia neoclásica se titule, precisamente, La Petimetra). Sin embargo, será este carácter nacional y tradicionalista, constituyente esencial del género en la Península, el que abriría una brecha propicia para el triunfo de la comedia romántica, en un lento proceso del que Fígaro fue testigo de excepción.

En torno a 1830 Bretón de los Herreros, Gorostiza y Martínez de la Rosa dan a la escena madrileña sus comedias siguiendo un patrón más moratiniano que francés, al tiempo que siguen reponiéndose las piezas del maestro (El sí de las niñas, fundamentalmente).

De todas ellas dará noticia la Revista Española a través de su crítico Larra. Aunque, en términos generales, su postura estética es controvertida (algunos estudiosos le consideran defensor del romanticismo, otros más afín a posturas neoclásicas, y un tercer grupo subraya su eclecticismo6), en el ámbito de la comedia se decanta claramente por los postulados teóricos clásicos.

No obstante, y a pesar de lo que en primera instancia podría parecer, sus críticas teatrales perfilan un canon cuya especificidad radica efectivamente en su filiación neoclásica, si bien la interpretación de ciertos postulados de la misma anuncian ya el triunfo de una estética diferente.

Lejos de pretender repasar su concepción de la comedia (aspecto del que ya se ha ocupado la crítica7), queremos en este momento reflexionar sobre la sutil evolución que conduce al establecimiento de un canon cómico romántico a partir del canon cómico moratiniano, para lo cual tomaremos como punto de referencia las reseñas teatrales de piezas nuevas que Larra escribe en los años treinta para la Revista Española.

Uno de los argumentos que funciona como leit-motif de las piezas reseñadas es el de los matrimonios inadecuados y los problemas derivados de los mismos. Así, en Los celos infundados o el marido en la chimenea8 el tema es la pasión de los celos, «ya tratado por otros autores con más o menos felicidad». Los protagonistas, también en la línea moratiniana tradicional, son el anciano don Anselmo, su joven esposa doña Francisca, el hermano y el primo de ésta, que darán al maduro y celoso esposo un escarmiento. La crítica de Larra se dirige, en primer lugar, al tratamiento del tema:

Estos planes, como éste (y como el de la Indulgencia para todos, por ejemplo), en que no nacen los incidentes y la convicción de la naturaleza de las cosas y de los acontecimientos que ocurren diariamente al protagonista, si no en que los demás personajes producen los sucesos a placer por medio de disfraces o ficciones, no nos parecen los más seguros


(ed. cit., pág. 52)                


Recogen estas palabras los planteamientos de Luzán, para quien la verdad de los poetas es aquella «que ha sido o ha podido y debido ser según las fuerzas y el curso regular de la naturaleza»9. Sólo de esta forma el receptor creerá las situaciones que se presentan en la obra, y actuará en él el principio didáctico que la rige.

Sin embargo, en la crítica a Contigo pan y cebolla10, observamos que los argumentos de Larra se matizan. Como en el caso de la pieza anterior, Fígaro enjuicia ésta de Gorostiza desde un punto de vista moratiniano. Así, afirma:

rasgos hemos visto en su linda comedia que Molière no repugnaría, escenas enteras que honrarían a Moratín. El carácter del criado y las situaciones todas en que se encuentra son excelentes y pertenecen a la buena comedia [...]. Este [don Eduardo] es un bello carácter: la carta que escribe es del mayor efecto y pertenece a la alta comedia.


(Ed. cit., págs. 81-82)                


Del mismo modo, y como ocurría en Contigo pan y cebolla, censura la inverosimilitud del argumento, y critica, una vez más, cuanto aleja la comedia de los patrones neoclásicos:

En Molière y en Moratín no se encuentra un solo plan de esta especie: el poeta cómico no debe hacer hipótesis; debe sorprender y retratar la naturaleza tal cual es.


(Ed. cit., pág. 83)                


Sin embargo, las rotundas sugerencias de Larra para subsanar estos defectos son innovadoras en el ámbito de la comedia española de los años treinta:

Esta comedia hubiera requerido una mujer realmente enamorada, y que realmente hubiera hecho una locura [...]; verdad es que entonces no hubiera podido ser dichoso el desenlace [...]. Éste era defecto del asunto, así como lo es también la aglomeración en horas de tantas cosas distintas, importantes y regularmente más apartadas entre sí en el discurso de la vida.


(Ed. cit., pág. 83)                


Y a propósito del fin moral de la obra leemos:

¿De qué puede servirle el escarmiento y el ver lo que le hubiera sucedido si hubiera hecho lo que no ha hecho? A ella no, nos contestarán; a los demás que ven la comedia. Tampoco, respondemos.


(Ídem.)                


Fígaro propone una alteración en el carácter de la protagonista, un cambio del desenlace, la ruptura de la unidad de tiempo, y finalmente la supresión del supuesto valor ejemplarizante de la pieza, es decir, propugna la transformación de la comedia moratiniana de Gorostiza en una comedia romántica.

Otro tanto sucede en la crítica de Un tercero en discordia, que pretende exaltar los valores neoclásicos de la pieza cuando en realidad nos hace ver todo su potencial romántico, explícito e implícito11. En primer lugar, la finalidad de esta obra no es práctica, no se ajusta a los cánones clásicos al respecto:

Se ha propuesto el poeta no censurar un defecto ridículo determinado, no ridiculizar un vicio feo o una pasión denigrante, no un objeto moral circunscrito y de general aplicación.


(Ed. cit., pág. 146)                


La protagonista, Luciana, se decanta -como otro de los personajes bretonianos, Marcela- por la elección del justo medio, en su caso el amante más insulso de los tres que la pretenden:

A los ojos de una mujer sentimental, exaltada, romántica, de pasiones vivas, pudiera no parecer don Rodrigo el más perfecto ni el más amante; pero a los ojos de una muchacha bastante fría, como el autor nos la pinta, bien educada, y de suyo sosegada, no hay duda que don Rodrigo debe ser el amante preferido, el esposo.


(Ed. cit., págs. 146-147)                


Si bien Larra alaba la elección de este argumento en nombre del buen gusto, de las buenas costumbres y de la educación tradicional, si bien coloca a su ejemplar protagonista al margen de cualquier exageración romántica, no es menos cierto que concentra las críticas a la pieza en su desenlace:

Luciana [...] se halla [...], en horas, tan convencida y fastidiada de la importunidad de su amante, que se echa, sin verter una lágrima siquiera, en brazos del justo medio don Rodrigo. Diríamos que este pudiera ser el inconveniente de la rigurosa unidad de tiempo,


(ed. cit., pág. 147)                


lo que equivale a poner de nuevo en tela de juicio la pertinencia espectacular de la unidad de tiempo, así como a reclamar el sentimiento (ese sentimentalismo, incluso, tan denostado por Larra en su crítica a las piezas francesas) como vehículo de verosimilitud dramática.

Este mismo principio explica la interpretación larriana de los dos éxitos teatrales de Moratín. Don Leandro es elogiado como maestro, colocado reiteradamente a la altura del mismísimo Molière, y reconocido como insigne pintor de costumbres, si bien destaca como punto más débil en alguna de sus obras «la pintura del corazón humano», como indica, en concreto, en su crítica a La mojigata12.

Bien diferente es a este respecto la crítica a la reposición de El sí de las niñas en febrero de 183313. Lo que primero se alaba del texto es su argumento mismo, la reivindicación de una educación en libertad, moderna pero acorde con los valores tradicionales. Encuentra Larra en Moratín un eco de sus propios planteamientos, expuestos en artículos como «El casarse pronto y mal», donde ridiculiza los frutos de una educación superficial y apresurada en lo foráneo, que, incapaz de asimilar la filosofía que subyace a los cambios, se limita a rechazar las tradiciones y lo hispano por caduco y obsoleto.

Valora también de Moratín su variedad de registros, los distintos estilos que se alternan en su pieza para hacerla del agrado de un espectro amplio de receptores:

Moratín escoge ciertos personajes para cebar con ellos el ansia de reír del vulgo; pero parece dar otra importancia, para sus espectadores más delicados, a las situaciones de sus héroes.


(Ed. cit., pág. 155)                


Sin embargo, la reivindicación de Moratín se hace fundamentalmente a partir del componente afectivo de su obra, de la presencia en sus textos de una fuerza emocional que no descubre Fígaro ni en otros autores neoclásicos, ni en el siempre alabado Molière:

Moratín ha sido el primer poeta cómico que ha dado un carácter lacrimoso y sentimental a un género en que sus antecesores sólo habían querido presentar la ridiculez. No sabemos si es efecto del carácter de la época en que ha vivido Moratín, en que el sentimiento empezaba a apoderarse del teatro, o si es un resultado de profundas y sabias meditaciones. Esta es una diferencia esencial que existe entre él y Molière.


(Ed. cit., pág. 155)                


Llama la atención el empleo de términos como «lacrimoso» o «sentimental», asociados generalmente por Larra a géneros de menor entidad -a su parecer- que la comedia clásica propiamente dicha (el melodrama, la «piececita de costumbres» -es decir, las de Scribe-, el drama sentimental...), o a los frutos de la escuela de Víctor Hugo, frente a los que se mostró bastante reticente en su primera etapa crítica, hasta 1836. De ahí la extraordinaria relevancia de la rápida mención al dramaturgo francés en relación con Moratín:

Un escritor romántico creería encontrar en esta manera de escribir alguna relación con Víctor Hugo y su escuela, si nos permiten los clásicos ésta que ellos llamarán blasfemia.


(Ídem)                


Aunque el juicio acerca de la filiación romántica de Moratín sea exagerado, nos interesa en este momento destacar el afán larriano que subyace al mismo: aun cuando el crítico de la Revista Española abogue por un teatro comedido, neoclásico en su forma y en su función, reivindica asimismo una menor contención afectiva en los argumentos, una mayor implicación del receptor en la trama, una participación más viva y efectiva del espectador en el espectáculo representado, su abandono de ese papel discente al que -según Caldera- le relegaba la dramaturgia neoclásica. Tras las últimas valoraciones de Larra, leemos:

Y nada es por consiguiente más desgarrador ni de más efecto que hacernos regar con llanto la misma impresión del placer. Esto es jugar con el corazón del espectador, es hacerse dueño de él completamente, es no dejarle defensa ni escape alguno,


(ed. cit., pág. 156)                


Aflora aquí la reivindicación del efecto, uno de los conceptos clave de la espectacularidad romántica14. El teatro se convertirá en una función que el público no sólo presencia, sino en la que también participa. De ahí que los resortes espectaculares de la pieza recreen la realidad del universo mimético no «como quiera que pueda ser, sino de aquella manera que más contribuya al efecto que se busca»15. Con ello no se pretenderá interesar la inteligencia y la sensibilidad del receptor, sino halagar sus ojos y sus oídos; el ideal de placer generado a través de la imaginación se sustituirá por el del artístico emanado directamente de los sentidos, y por ello se propiciarán los efectos producidos en el escenario, para -como insiste en señalar Bretón de los Herreros en sus escritos sobre poética teatral- cautivar el interés del público16.

La reseña a la reposición de El sí de las niñas denota un cambio de actitud en Larra, que podíamos rastrear ya en sus críticas anteriores, pero que a partir de esta se perfila con mayor nitidez. Su desacuerdo con piezas de relativo éxito en la cartelera madrileña partía, en principio, de la ausencia en las mismas de una verosimilitud que el propio decurso de la comedia exigía (exigencia moral, y también lógica, según L. Behiels)17, pero poco a poco se extiende al carácter de los personajes, a la unidad de tiempo, a la uniformidad del estilo, y a la finalidad última del texto o del espectáculo. Larra dibuja así los perfiles de un canon romántico que él mismo se resiste a denominar como tal, y que en última instancia sigue entroncando con Moratín, tabla de salvación terminológica que le permite distanciarse del clasicismo sin incurrir en la escuela de Hugo, al que mira aún con desconfianza.

Pero Larra va todavía un paso más allá. En su reseña al estreno de La niña en casa y la madre en la máscara18 expone de nuevo sus conocidas ideas sobre la finalidad del arte, que no ha de ser otra que «la corrección del vicio» (ed. cit., pág. 187). Ahora bien, son dos los medios que propone para llegar a tal fin, a saber: la ironía, o la parodia de las situaciones de la vida, y la pintura fiel de las desgracias, que debe conmover al receptor. Como ejemplos de ambas posturas cita a Molière, Kotzebue, Regnard y Ducange, hermanados por su búsqueda de la verosimilitud, aun cuando por diferentes caminos. Entre los españoles, el primero en decantarse por esta postura estética sería -cómo no- Moratín, al que ya no sitúa Larra como fin de sus opiniones críticas sobre otros textos teatrales, sino como punto de partida:

Entre los dramáticos que han sucedido a Moratín con más o menos fortuna, unos han seguido la escuela de Molière, otros la de Moratín.


(Ed. cit., pág. 188)                


Molière se convierte así en abanderado de la comedia neoclásica, y el -según Larra- Molière español, Moratín, en cabeza de una escuela sin nombre que -como quedaba claro en la reseña a El sí de las niñas- Larra enjuicia desde una postura que no es neoclásica y se resiste a ser denominada (aun cuando ya lo es) romántica.

Esta misma desconfianza terminológica es perfectamente visible un poco más adelante, en la misma crítica a La niña en casa, cuando Fígaro señala la falta de vis cómica en Martínez de la Rosa:

Los escritos de este autor descubren en él, por lo general, un fondo de sensibilidad que debía hacerle adoptar este género que de buena gana llamaríamos mixto, si nos creyésemos con derecho y autoridad para poner nombres a las cosas.


(Ed. cit., pág. 188)                


Género mixto por drama histórico (el más caracterizadamente romántico), comedia nueva o moratiniana por comedia romántica, son eufemismos con los que Larra subraya la evolución del género hacia formas sutilmente diferentes (reivindicación de los contenidos sentimentales, búsqueda del efecto...), que su propia crítica no puede ya enmascarar:

Es lástima por cierto que el señor Martínez de la Rosa, que maneja el amor y el sentimiento en toda la comedia con tal tino, que sorprende a la naturaleza y hace suyos los secretos de ella, suponga a Inés [...] desimpresionada sólo porque encuentra a su amante en casa.


(Ed. cit., págs. 189-190)                


De ahí que la cercanía de la comedia de De la Rosa a viejos modelos clásicos no sea ya motivo de alabanza:

Por otra parte, no era el objeto de la comedia casar a la niña, sino corregir a la madre. [...] Confesamos que es sensible que se haya dejado llevar de la antigua tradición de que han de acabar con boda todas las comedias.


(Ed. cit., pág. 190)                


En la misma línea podemos entender las críticas que leemos en la reseña de una nueva comedia de Bretón, Un novio para la niña19. Con motivo del anterior estreno del autor, Un tercero en discordia, alababa Larra el talento poético que permite a un escritor construir una pieza a partir de un argumento sencillo con poca o ninguna acción:

En nada brilla más el singular talento poético del señor Bretón que en la sencillez de su planes: en todas sus comedias se conoce que hace estudio y gala de forjar un plan sumamente sencillo; poca o ninguna acción, poco o ningún artificio. Esto es sólo concedido al talento, y al talento superior.


(«Representación de la comedia original en tres actos y en verso titulada
Un tercero en discordia...», art. cit. en ed. cit., pág. 149)
               


Sin embargo, y tras los estrenos sistemáticos de comedias nuevas que siguen sin apenas variación el esquema actancial moratiniano, Larra critica lo que en la temporada anterior consideraba aún una noble virtud de Bretón. El cansancio ante la simplicidad (que no sencillez) de la acción es evidente en sus palabras:

¿Ofenderíamos la amistad si aconsejásemos al autor que meditase algún tanto más sus planes? Este es generalmente el escollo de la abundancia de genio. El autor se deja llevar de su facilidad [..]; tres comedias consecutivas nos ha dado este poeta, en las cuales ha sabido hacer tres obras diferentes, repitiéndose a sí mismo.


(«Representación de Un novio para la niña...», ed. cit., pág. 179)                


Este cansancio de Larra ante fórmulas desgastadas ya, se pone finalmente de manifiesto en la crítica a una nueva comedia de Martínez de la Rosa, Tanto vales cuanto tienes20. Con sutil ironía alaba el modus operandi del escritor, pese a lo cual,

¿por qué no huyó al emprender su obra de toda coincidencia con comedias anteriores? [...] si, no habiéndose apartado desde un principio de la senda trillada, halo presentado a lo menos con novedad.


(Ed. cit., pág. 213)                


Y, como ya antes había señalado, juzga incompatible con la verosimilitud dramática y con el fin moralizante de la pieza la estricta observación de las unidades clásicas:

Esas transiciones que por cambios de fortuna se advierten en el trato pocas veces son tan bruscas que puedan, sin faltar a la verosimilitud, encerrarse en una comedia arreglada a las unidades.


(Ed. cit., págs. 216-217)                


Desde aquí, Larra camina hacia posturas cada vez más alejadas de la ortodoxia clasicista. La culminación de ese proceso será su última crítica, a Los amantes de Teruel, en 1837, donde Fígaro reclama abiertamente el protagonismo del sentimiento y la pasión como forma de comunicación entre el dramaturgo y su público.

Como podemos ver, en las reseñas a los estrenos de comedias nuevas que Larra publica entre 1832 y 1834 se aprecia ya una sutil pero clara evolución en los presupuestos estéticos del crítico, que reflejan sin duda el estado de la cuestión en su tiempo, y que delimitan un corpus cómico sin nombre y paradójico en sí mismo. Tanto Bretón, como De la Rosa o Gorostiza, escriben sus comedias a partir del modelo moratiniano vigente, y desde ese mismo punto de vista son enjuiciadas por Larra. Sin embargo, tanto los autores como -lo que a nosotros nos ha interesado- el crítico ensayan y exigen, respectivamente, fórmulas nuevas que pasan por una mayor profundidad en la trama (ruptura de la unidad de acción), la consiguiente ampliación temporal de la mímesis, la variedad en los estilos, una búsqueda sistemática de la verosimilitud en función ya no del fin moralizante de la pieza, sino de la producción del efecto en el receptor de la misma, y una reivindicación de la pasión y del sentimiento como forma principal de acercamiento al receptor del texto o del espectáculo. La contradicción inherente a este proceso de reinvindicación -nunca aceptada- del incipiente romanticismo de la comedia a través de Moratín constituye una de las características básicas del corpus no sólo cómico, sino teatral en líneas generales, de un momento literario español que se niega a sí mismo, en sus comienzos, el nombre de romántico.





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