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ArribaAbajoCapítulo X

Los dos muchachos corrían y corrían hacia el pueblo, mudos de espanto. De cuando en cuando volvían medrosamente la cabeza, como temiendo que los persiguieran. Cada tronco que aparecía ante ellos en su camino se les figuraba un hombre y un enemigo, y los dejaba sin aliento; y al pasar, veloces, junto a algunas casitas aisladas cercanas al pueblo, el ladrar de los perros alarmados les ponía alas en los pies.

-¡Si lográramos llegar a la tenería antes de que no podamos ya más! -murmuró Tom, a retazos entrecortados, falto de aliento-. Ya no podré aguantar mucho.

El fatigoso jadear de Huck fue la única respuesta, y los muchachos fijaron los ojos en la meta de sus esperanzas, renovando sus esfuerzos para alcanzarla. Ya iban teniéndola cerca, y al fin, los dos a un tiempo, se precipitaron por la puerta y cayeron al suelo, gozosos y extenuados, entre las sombras protectoras del interior.

Poco a poco se fue calmando su agitación, y Tom pudo decir, muy quedo

-Huckleberry, ¿en qué crees tú que parará todo esto?

-Si el doctor Robinson muere, me figuro que esto acabará en la horca.

-¿De veras?

-Lo sé, de cierto, Tom.

Tom meditó un rato, y prosiguió:

-¿Y quién va a decirlo? ¿Nosotros?

-¿Qué estás diciendo, Tom? Suponte que algo ocurre y que no ahorcasen a Joe el Indio; pues nos mataría; tarde o temprano, tan seguro como estamos aquí.

-Eso mismo estaba yo pensando, Huck.

-Si alguien ha de contarlo, deja que sea Muff Potter, porque es lo bastante tonto para ello. Y además siempre está borracho.

Tom no contestó, siguió meditando. Al cabo, murmuró:

-Huck: Muff Potter no lo sabe. ¿Cómo va a decirlo?

-¿Por qué no va a saberlo?

-Porque recibió el golpazo cuando Joe el Indio lo hizo. ¿Crees tú que podía ver algo? ¿Se te figura que tiene idea de nada?

-Tienes razón. No había yo caído.

-Y además fíjate: puede ser que el trompazo haya acabado con él.

-No; eso no, Tom. Estaba lleno de bebida; bien lo vi yo, y además lo está siempre. Pues mira: cuando papá está lleno, puede ir uno a sacudirle en la cabeza con la torre de una iglesia, y se queda tan fresco. Él mismo lo dice. Pues lo mismo le pasa a Muff Potter, por supuesto. Pero si se tratase de uno que no estuviera bebido, puede ser que aquel estacazo lo hubiera dejado en el sitio. ¡Quién sabe!

Después de otro reflexivo silencio dijo Tom:

-Huck, ¿estás seguro de que no has de hablar?

-No tenemos más remedio. Bien lo sabes. A ese maldito indio le importaría lo mismo ahogarnos que a un par de gatos, si llegásemos a soltar la lengua y a él no lo ahorcasen. Mira, Tom, tenemos que jurarlo. Eso es lo que hay que hacer: jurar que no hemos de decir palabra.

-Lo mismo digo, Huck. Eso es lo mejor. Dame la mano y jura que...

-¡No, hombre, no! Eso no vale para una cosa como ésta. Eso está bien para cosas de poco más o menos; sobre todo, para con chicas, porque, de todos modos, se vuelven contra uno y charlan en cuanto se ven en apuros; pero esto tiene que ser por escrito. Y con sangre.

Nada podría ser más del gusto de Tom. Era misterioso, y sombrío, y trágico; la hora, las circunstancias y el lugar donde se hallaban eran los más apropiados. Cogió una tablita de pino que estaba en el suelo y garrapateó con gran trabajo las siguientes líneas, apretando la lengua entre los dientes e inflando los carrillos en cada lento trazo hacia abajo y dejando escapar presión en los ascendentes:

Huck Finn y
Tom Sawyer juran
que no han de decir
nada de esto y que
si dicen algo caigan
allí mismo muertos
y fenezcan.

No menos pasmado quedó Huckleberry de la facilidad con que Tom escribía que de la fluidez y grandiosidad de su estilo. Sacó enseguida un alfiler de la solapa y se disponía a pincharse un dedo, pero Tom le detuvo.

-¡Quieto! -le dijo-. No hagas eso. Los alfileres son de cobre y pueden tener cardenillo.

-¿Qué es eso?

-Veneno. Eso es lo que es. No tienes más que tragar un poco... y ya verás.

Tom quitó el hilo de una de sus agujas, y cada uno de ellos se picó la yema del pulgar y se la estrujó hasta sacar sendas gotas de sangre.

Con el tiempo, y después de muchos estrujamientos, Tom consiguió firmar con sus iniciales usando la propia yema del dedo como pluma. Después enseñó a Huck la manera de hacer una H y una F, y el juramento quedó completo. Enterraron la tablilla junto al muro, con ciertas lúgubres ceremonias y conjuros, y el candado que se habían echado en las lenguas se consideró bien cerrado y la llave tirada a lo lejos.

Una sombra se escurrió furtiva a través de una brecha en el otro extremo del ruinoso edificio, pero los muchachos no se percataron de ello.

-Tom -cuchicheó Huckleberry-, ¿con esto ya no hay peligro de que hablemos nunca jamás?

-Por supuesto que no. Ocurra lo que ocurra, tenemos que callar. Nos caeríamos muertos... ¿no lo sabes?

-Me figuro que sí.

Continuaron cuchicheando un rato. De pronto un perro lanzó un largo y lúgubre aullido al lado de la misma casa, a dos varas de ellos. Los chicos se abrazaron impetuosamente, muertos de espanto.

-¿Por cuál de nosotros dos será? -balbuceó Huckleberry.

-No lo sé...; mira por la resquebrajadura. ¡De prisa!

-No; mira tú, Tom.

-No puedo..., no puedo, Huck.

-Anda, Tom... ¡Ya vuelve otra vez!

-¡Ah! ¡Gracias a Dios! Conozco el ladrido; ése es Bull Harbison2.

-¡Cuánto me alegro! Te digo que estaba medio acabado del susto. Hubiera apostado a que era un perro sin amo.

El perro repitió el aullido. A los chicos se les encogió de nuevo el corazón.

-¡Dios nos socorra! Ese no es Bull Harbison -murmuró Huckleberry-. ¡Mira, Tom, mira!

Tom, tiritando de miedo, cedió y asomó el ojo a la rendija. Apenas se percibía su voz cuando dijo:

-¡Ay, Huck! Es un perro sin amo.

-Dime, Tom, ¿por cuál de los dos será?

-Debe de ser por los dos, puesto que estamos juntos.

-¡Ay, Tom! Me figuro que muertos somos. Y bien me sé a dónde iré cuando me muera, ¡He sido tan malo!

-¡Y me lo he buscado! Esto viene de hacer novillos, Huck, y de hacer todo lo que le dicen a uno que no haga. Yo podía haber sido bueno, como Sid, si hubiera querido...; pero no quise, no, señor. Pero si salgo de ésta, aseguro que me voy a atracar de escuelas dominicales.

Y Tom empezó a sorber un poco con la nariz.

-¡Tú, malo!... -y Huckleberry comenzó también a hablar gangoso-. ¡Vamos, Tom, que tú eres una alhaja al lado de lo que yo soy! ¡Dios, Dios, Dios, si yo tuviese la mitad de tu suerte! Tom recobró el habla y dijo:

-¡Mira, Huck, mira! ¡Está vuelto de espaldas a nosotros! Huck miró, con el corazón saltándole de gozo.

-¡Verdad es! ¿Estaba así antes?

-Sí, así estaba. Pero, ¡tonto de mí!, no pensé en ello. ¡Qué alegría, Huck! Y ahora, ¿por quién será?

El aullido cesó. Tom aguzó el oído.

-¡Chist!... ¿Qué es eso? -murmuró.

-Parece..., parece gruñir de cerdos. No, es alguno que ronca, Tom.

-¿Será eso? ¿Hacia dónde, Huck?

-Yo creo que es allí, en la otra punta. Parece como ronquido. Mi padre solía dormir allí algunas veces con los cerdos; pero él ronca, ¡madre mía!, que levanta las cosas del suelo. Además, me parece que no ha de volver ya nunca por este pueblo.

El prurito de aventuras se despertó en ellos de nuevo.

-Huck, ¿te atreves a ir si yo voy delante?

-No me gusta mucho. Suponte que fuera Joe el Indio.

Tom se amilanó. Pero la tentación volvió sobre ellos con más fuerza, y los chicos decidieron hacer la prueba, pero en la inteligencia de que saldrían disparados si el ronquido cesaba. Fueron, pues, hacia allá en puntillas, cautelosamente, uno tras otro. Cuando ya estaban a cinco pasos del roncador, Tom pisó un palitroque, que se rompió con un fuerte chasquido. El hombre lanzó un gruñido, se removió un poco, y su cara quedó iluminada por la luna. Era Muff Potter. A los chicos se les habla paralizado el corazón, y los cuerpos también, cuando el hombre se movió; pero se disipó ahora su temor. Salieron, otra vez en puntillas, por entre los rotos tablones que formaban el muro, y se pararon a poca distancia para cambiar unas palabras de despedida. El prolongado y lúgubre aullido se alzó otra vez en la quietud de la noche. Volvieron los ojos y vieron al perro vagabundo parado a pocos pasos de donde yacía Potter y vuelto hacia él, con el hocico apuntando al cielo.

-¡Es por él! -dijeron a un tiempo los dos.

-Oye, Tom, dicen que un perro sin amo estuvo aullando alrededor de la casa de Johnny Miller, a medianoche, hace ya dos semanas, y un chotacabras vino y se posó en la barandilla y cantó la misma noche, y nadie se ha muerto allí todavía.

-Bien, ya lo sé. Y aunque no se han muerto, ¿no se cayó Gracie Miller en el fogón de la cocina y se quemó toda el mismo sábado siguiente?

-Sí, pero no se ha muerto. Y además dicen que está mejor.

-Bueno, pues aguarda y ya verás. Ésa se muere: tan seguro como Muff Potter ha de morir. Eso es lo que dicen los negros, y ellos saben todo lo de esa clase de cosas, Huck.

Después se separaron pensativos.

Cuando Tom trepó a la ventana de su alcoba la noche tocaba a su término. Se desnudó con extremada precaución y quedó dormido, congratulándose de que nadie supiera su escapatoria. No sabía que Sid, el cual roncaba tranquilamente, estaba despierto y lo había estado desde más de una hora.

Cuando Tom despertó, Sid se había vestido y ya no estaba allí. En la luz, en la atmósfera misma, notó Tom vagas indicaciones de que era tarde. Se quedó sorprendido. ¿Por qué no le habían llamado, martirizándole hasta que le hacían levantarse, como de costumbre? Esa idea le llenó de fatídicos presentimientos. En cinco minutos se vistió y bajó las escaleras, sintiéndose dolorido y mareado. La familia estaba todavía a la mesa, pero ya habían terminado el desayuno. No hubo ni una palabra de reproche, pero sí miradas que se esquivaban, un silencio y un aire tan solemne, que el culpable sintió helársele la sangre. Se sentó y trató de aparecer alegre, pero era machacar en hierro frío: no despertó una sonrisa, no halló en nadie respuesta, y se sumergió en el silencio, dejando que el corazón se le bajase a los talones.

Después del desayuno su tía lo llevó aparte, y Tom casi se alegró con la esperanza de que le aguardaba una azotaina, pero se equivocó. Su tía se echó a llorar, preguntándole cómo podía ser así y cómo no le daba lástima atormentarla de aquella manera; y, por fin, le dijo que siguiera adelante por la senda de perdición y acabase matando a disgustos a una pobre vieja, porque ella ya no había de intentar corregirle. Esto era peor que mil vapuleos, y Tom tenía el corazón aún más dolorido que el cuerpo. Lloró, pidió que le perdonase, hizo promesas de enmienda, y se terminó la escena sintiendo que no había recibido más que un perdón a medias y que no había logrado inspirar más que una mediocre confianza.

Se apartó de su tía demasiado afligido para sentir ni siquiera deseos de venganza contra Sid, y por tanto, la rápida retirada de éste por la puerta trasera fue innecesaria. Con abatido paso se dirigió a la escuela, meditabundo y triste, y soportó la acostumbrada paliza, juntamente con Joe Harper, por haber hecho novillos el día antes, con el aire del que tiene el ánimo ocupado por grandes pesadumbres y no está para hacer caso de niñerías. Después ocupó su asiento, apoyó los codos en la mesa y la quijada en las manos, y se quedó mirando la pared frontera con la mirada petrificada, propia de un sufrimiento que ha llegado al límite y ya no puede ir más lejos. Bajo el codo sentía una cosa dura. Después de un gran rato cambió de postura lenta y tristemente, y cogió el objeto, dando un suspiro. Estaba envuelto en un papel. Lo desenvolvió. Siguió otro largo, trémulo, descomunal suspiro, y se sintió aniquilado. ¡Era el boliche de latón! Esta última pluma acabó de romper el espinazo del dromedario.




ArribaAbajoCapítulo XI

Cerca del mediodía toda el pueblo fue repentinamente electrizado por la horrenda noticia. Sin necesidad del telégrafo -aún no soñado en aquel tiempo-, el cuento voló de persona a persona, de grupo a grupo, de casa a casa, con poco menos que telegráfica velocidad. Por supuesto, el maestro de escuela dio asueto por la tarde: a todo el pueblo le habría parecido muy extraño si hubiera obrado de otro modo. Una navaja ensangrentada había sido hallada junto a la víctima, y alguien la había reconocido como perteneciente a Muff Potter: así corría la historia. Se decía también que un vecino que se retiraba tarde había sorprendido a Potter lavándose en un arroyo a eso de la una o las dos de la madrugada, y que Potter se había esquivado enseguida: detalles sospechosos, especialmente el del lavado, por no ser costumbre de Muff Potter. Se decía, además, que toda la población había sido registrada en busca del «asesino» (el público no se hace esperar en cuanto a desentenderse de pruebas y llegar al veredicto), pero no habían podido encontrarlo. Había salido gente a caballo por todos los caminos, y el sheriff tenía seguridad de que lo cogerían antes de la noche. Toda la población marchaba hacia el cementerio. Las congojas de Tom se disiparon, y se unió a la procesión, no porque no hubiera preferido mil veces ir a cualquier otro sitio, sino porque una temerosa, inexplicable fascinación, le arrastraba hacia allí. Llegado al siniestro lugar, fue introduciendo su cuerpecillo por entre la compacta multitud, y vio el macabro espectáculo. Le parecía que había pasado una eternidad desde que había estado allí antes. Sintió un pellizco en un brazo. Al volverse se encontraron sus ojos con los de Huckleberry. Enseguida miraron los dos a otra parte, temiendo que alguien hubiera notado algo en aquel cruce de miradas. Pero todo el mundo estaba de conversación y no tenía ojos más que para el cuadro trágico que tenía delante.

«¡Pobrecillo! ¡Pobre muchacho! Esto ha de servir de lección para los violadores de sepulturas. Muff Potter irá a la horca por esto, si lo atrapan». Tales eran los comentarios. Y el pastor dijo:

-Ha sido un castigo; aquí se ve la mano de Dios.

Tom se estremeció de la cabeza a los pies, pues acababa de posar su mirada en la impenetrable faz de Joe el Indio. En aquel momento la muchedumbre empezó a agitarse y a forcejear, y se oyeron gritos de: «¡Es él, es él! ¡Viene él solo!»

-¿Quién? ¿Quién? -preguntaron veinte voces.

Muff Potter!

-¡Eh, que se ha parado! ¡Cuidado, que da la vuelta! ¡No dejarle escapar!

Algunos, que estaban en las ramas de los árboles, sobre la cabeza de Tom, dijeron que no trataba de escapar, sino que parecía perplejo y vacilante.

-¡Vaya un desparpajo! -dijo un espectador-. Se conoce que ha sentido capricho por venir y echar tranquilamente un vistazo a su obra...; no esperaba hallarse en compañía.

La muchedumbre abrió paso, y el sheriff, ostentosamente, llegó conduciendo a Potter, cogido del brazo. Tenía el citado la cata descompuesta y mostraba en los ojos el miedo que le embargaba. Cuando le pusieron ante el cuerpo del asesinado tembló como con perlesía y, cubriéndose la cara con las manos, rompió a llorar.

-No he sido yo, vecinos -dijo sollozando-; mi palabra de honor que no he hecho tal cosa.

-¿Quién te ha acusado a ti? -gritó una voz.

El tiro dio en el blanco. Potter levantó la cara y miró en torno con una patética desesperanza en su mirada. Vio a Joe el Indio y exclamó:

Joe, Joe! ¡Tú me prometiste que nunca!...

-¿Es esta navaja de usted? -dijo el sheriff, poniéndosela de pronto delante de los ojos.

Potter se hubiera caído a no sostenerle los demás, ayudándole a sentarse en el suelo. Entonces dijo:

-Ya me decía yo que si no volvía aquí y recogía la... -se estremeció, agitó las manos inertes, con un ademán de vencimiento, y dijo:

-Díselo, Joe, díselo todo...; ya no sirve callarlo.

Huckleberry y Tom se quedaron mudos y boquiabiertos, mientras el desalmado mentiroso iba soltando serenamente su declaración, y esperaban a cada momento que se abriría el cielo y Dios dejaría caer un rayo sobre aquella cabeza, admirándose de ver cómo se retrasaba el golpe. Y cuando hubo terminado y, sin embargo, continuó vivo y entero, su vacilante impulso de romper el juramento y salvar la mísera vida del prisionero se disipó por completo, porque claramente se veía que el infame se había vendido a Satán, y sería fatal entrometerse en cosas pertenecientes a un ser tan poderoso y formidable.

-¿Por qué no te has ido? ¿Para qué necesitabas volver aquí? -preguntó alguien.

-No lo pude remediar..., no lo pude remediar -gimoteó Potter-. Quería escapar, pero parecía que no podía ir a ninguna parte más que aquí.

Joe el Indio repitió su declaración con la misma impasibilidad, pocos minutos después, al verificarse la encuesta, bajo juramento; y los dos chicos, viendo que los rayos seguían sin aparecer, se afirmaron en la creencia de que Joe se había vendido al demonio. Habíase convertido para ellos en el objeto más horrendo e interesante que habían visto jamás, y no podían apartar de su cara los fascinados ojos. Resolvieron en su interior vigilarle de noche, con la esperanza de que quizá lograsen atisbar alguna vez a su diabólico dueño y señor.

Joe ayudó a levantar el cuerpo de la víctima y a cargarlo en un carro, y se cuchicheó entre la estremecida multitud..., ¡que la herida había sangrado un poco! Los dos muchachos pensaron que aquella feliz circunstancia encaminaría las sospechas hacia donde debían ir; pero sufrieron un desengaño, pues varios de los presentes hicieron notar «que ese Joe estaba a menos de una vara cuando Muff Potter cometió el crimen».

El terrible secreto y el torcedor de la conciencia perturbaron el sueño de Tom por más de una semana, y una mañana, durante el desayuno, dijo Sid:

-Das tantas vueltas en la cama y hablas tanto mientras duermes que me tienes despierto la mitad de la noche.

Tom palideció y bajó los ojos.

-Mala señal es ésa- dijo gravemente tía Polly-. ¿Qué traes en las mientes, Tom?

-Nada. Nada, que yo sepa..., pero la mano le temblaba de tal manera que vertió el café.

-¡Y hablas unas cosas! -continuó Sid-. Anoche decías «¡Es sangre, es sangre!, ¡eso es!» Ya lo dijiste la mar de veces. Y también decías: «¡No me atormentéis así..., ya lo diré!» Dirás ¿qué? ¿Qué es lo que ibas a decir?

El mundo daba vueltas ante Tom. No es posible saber lo que hubiera pasado; pero, felizmente, en la cara de tía Polly se disipó la preocupación, y sin saberlo vino en ayuda de su sobrino.

-¡Chitón! -dijo-. Es ese crimen tan atroz. También yo sueño con él casi todas las noches. A veces sueño que soy yo la que lo cometió.

Mary dijo que a ella le pasaba lo mismo. Sid parecía satisfecho. Tom desapareció de la presencia de su tía con toda la rapidez que era posible sin hacerla sospechosa, y desde entonces, y durante una semana, se estuvo quejando de dolor de muelas, y por las noches se ataba las mandíbulas con un pañuelo. Nunca llegó a saber que Sid permanecía de noche en acecho, que solía soltarle el vendaje y que, apoyado en un codo, escuchaba largos ratos, y después volvía a colocarle el pañuelo en su sitio. Las angustias mentales de Tom se fueron desvaneciendo poco a poco, y el dolor de muelas se le hizo molesto y lo dejó de lado. Si llegó Sid, en efecto, a deducir algo de los murmullos incoherentes de Tom, se lo guardó para él. Le parecía a Tom que sus compañeros de escuela no iban a acabar nunca de celebrar «encuestas» con gatos muertos, manteniendo así vivas sus cuitas y preocupaciones. Sid observó que Tom no hacía nunca de coroner3 en ninguna de esas investigaciones, aunque era hábito suyo ponerse al frente de toda nueva empresa; también notó que nunca actuaba como testigo..., y eso era sospechoso; y tampoco echó en saco roto la circunstancia de que Tom mostraba una decidida aversión a esas encuestas y las huía siempre que le era posible. Sid se maravillaba, pero nada dijo. Sin embargo, hasta las encuestas pasaron de moda al fin, y cesaron de atormentar la cargada conciencia de Tom.

Todos los días, o al menos un día sí y otro no, durante aquella temporada de angustias, Tom, siempre alerta para aprovechar las ocasiones, iba hasta la ventanita enrejada de la cárcel y daba a hurtadillas al asesino cuantos regalos podía proporcionarse. La cárcel era una mísera covacha de ladrillos que estaba en un fangal, al extremo del pueblo, y no tenía nadie que la guardase; verdad es que casi nunca estaba ocupada. Aquellas dádivas contribuían grandemente a aligerar la conciencia de Tom. La gente del pueblo tenía muchas ganas de emplumar a Joe el Indio y sacarlo a la vergüenza por violador de sepulturas; pero tan temible era su fama, que nadie quería tomar la iniciativa y se desistió de ello. Había él tenido muy buen cuidado de empezar sus dos declaraciones con el relato de la pelea, sin confesar el robo del cadáver que le precedió, y por eso se consideró lo más prudente no llevar el caso al tribunal por el momento.




ArribaAbajoCapítulo XII

Una de las razones por las cuales el pensamiento de Tom se había ido apartando de sus ocultas cuitas era porque había encontrado un nuevo y grave tema en que interesarse. Becky Thatcher había dejado de acudir a la escuela. Tom había batallado con su amor propio por unos días y trató de «mandarla a paseo» mentalmente, pero fue en vano. Sin darse cuenta de ello, se encontró rondando su casa por las noches y presa de honda tristeza. Estaba enferma. ¡Y si se muriese! La idea era para enloquecer. No sentía ya interés alguno por la guerra, y ni siquiera por la piratería. La vida había perdido su encanto y no quedaba en ella más que aridez. Guardó en un rincón el aro y la raqueta: ya no encontraba goce en ellos. La tía estaba preocupada; empezó a probar toda clase de medicinas en el muchacho. Era una de esas personas que tienen la chifladura de los específicos y de todos los métodos flamantes para fomentar la salud o recomponerla. Era una inveterada experimentadora en ese ramo. En cuanto aparecía alguna cosa nueva, ardía en deseos de ponerla a prueba, no en sí misma, porque ella nunca estaba enferma, sino en cualquier persona que tuviera a mano. Estaba suscrita a todas las publicaciones de Salud y fraudes frenológicos, y la solemne ignorancia de que estaban henchidas era como oxígeno para sus pulmones. Todas las monsergas que en ellas leía acerca de la ventilación, y el modo de acostarse y el de levantarse, y qué se debe comer, y qué se debe beber, y cuánto ejercicio hay que hacer, y en qué estado de ánimo hay que vivir, y qué ropas debe uno ponerse, eran para ella el evangelio; y no notaba nunca que sus periódicos salutíferos del mes corriente habitualmente echaban por tierra todo lo que habían recomendado el mes anterior. Su sencillez y su buena fe le hacían una víctima segura. Reunía todos sus periódicos y sus medicamentos charlatanescos, y así, armada con la muerte, iba de un lado para otro en su cabalgadura espectral, metafóricamente hablando, y llevaba «el infierno tras ella». Pero jamás se le ocurrió la idea de que no era ella un ángel consolador y un bálsamo de Gilead, disfrazado, para sus vecinos dolientes.

El tratamiento de agua era a la sazón cosa nueva, y el estado de debilidad de Tom fue para la tía un don de la providencia. Sacaba al rapaz al rayar el día, le ponía en pie bajo el cobertizo de la leña y lo ahogaba con un diluvio de agua fría; le restregaba con una toalla como una lima, y como una lima lo dejaba; lo enrollaba después en una sábana mojada y lo metía bajo mantas, haciéndole sudar hasta dejarle el alma limpia, y «las manchas que tenía en ella le salían por los poros», como decía Tom.

Sin embargo, y a pesar de todo, estaba el muchacho cada vez más taciturno y pálido y decaído. La tía añadió baños calientes, baños de asiento, duchas y zambullidos. El muchacho siguió tan triste como un féretro. Comenzó entonces a ayudar al agua con gachas ligeras como alimento, y sinapismos. Calculó la cabida del muchacho como la de un barril, y todos los días lo llenaba hasta el borde con panaceas de curandero.

Tom se había hecho ya para entonces insensible a las persecuciones. Esta frase llenó a la anciana de consternación. Había que acabar con aquella «indiferencia» a toda costa. Oyó hablar entonces por primera vez del «matadolores». Encargó en el acto una buena remesa. Lo probó y se quedó extasiada. Era simplemente fuego en líquida forma. Abandonó el tratamiento del agua y todo lo demás y puso toda su fe en el «matadolores». Administró a Tom una cucharadita llena y le observó con profunda ansiedad para ver el resultado. Al instante se calmaron todas sus aprensiones y recobró la paz del alma: la «indiferencia» se hizo añicos y desapareció al punto. El chico no podía haber mostrado más intenso y desaforado interés si le hubiera puesto una hoguera debajo.

Tom sintió que ya era hora de despertar: aquella vida podía ser todo lo romántica que convenía a su estado de ánimo, pero iba teniendo muy poco de sentimentalismo y era excesiva y perturbadoramente variada. Meditó, pues, diversos planes para buscar alivio, y finalmente dio en fingir que le gustaba el «matadolores». Lo pedía tan a menudo que llegó a hacerse insoportable, y la tía acabó por decirle que tomase él mismo lo que tuviera en gana y no la marease más. Si hubiese sido Sid, no hubiera ella tenido ninguna suspicacia que alterase su gozo; pero como se trataba de Tom, vigiló la botella clandestinamente. Se convenció así de que, en efecto, el medicamento disminuía; pero no se le ocurrió pensar que el chico estaba devolviendo la salud, con él, a una resquebrajadura que había en el piso de la sala.

Un día estaba Tom en el acto de administrar la dosis a la grieta, cuando el gato amarillo de su tía llegó ronroneando, con los ojos ávidos fijos en la cucharilla y mendigando para que le diesen un poco, Tom dijo:

-No lo pidas, a menos que lo necesites, Perico. Pero Perico dejó ver que lo necesitaba.

-Más te vale estar bien seguro. Perico estaba seguro.

-Pues tú lo has pedido, voy a dártelo para que no creas que es tacañería; pero si luego ves que no te gusta, no debes echar la culpa a nadie más que a ti.

Perico asintió; así es que Tom le hizo abrir la boca y le vertió dentro el «matadolores». Perico saltó un par de varas en el aire, exhaló enseguida un salvaje grito de guerra y se lanzó a dar vueltas y vueltas por el cuarto, chocando contra los muebles, volcando tiestos y causando general estrago. Después se irguió sobre las patas traseras y danzó alrededor, en un frenesí de deleite, con la cabeza caída sobre el hombro y proclamando a voces su desaforada dicha. Marchó enseguida, disparado, por toda la casa, esparciendo el caos y la desolación en su camino. La tía Polly entró a tiempo de verle ejecutar unos dobles saltos mortales, lanzar un formidable ¡hurra! final y salir volando por la ventana, llevándose con él lo que quedaba de los tiestos. La anciana se quedó petrificada por el asombro, mirando por encima de las gafas a Tom, tendido en el suelo, descoyuntado de risa.

-Tom, ¿qué es lo que le pasa a ese gato?

-No lo sé, tía -balbuceó el muchacho.

-Nunca he visto cosa igual. ¿Qué le habrá hecho ponerse de ese modo?

-De veras que no lo sé, tía; los gatos siempre se ponen de esa manera cuando lo están pasando bien.

-¿Se ponen así? ¿No es cierto?

Había algo en el tono de esta pregunta que escamó a Tom.

-Sí, tía. Vamos, me parece a mí.

-¿Te parece?

La anciana estaba agachada, y Tom la observaba con interés, avivado por cierta ansiedad. Cuando adivinó por «dónde iba» ya era demasiado tarde. El mango de la cucharilla delatora se veía bajo las faldas de la cama. Tom parpadeó y bajó los ojos. La tía Polly lo levantó del suelo por el acostumbrado agarradero, la oreja, y le dio un fuerte papirotazo en la cabeza con el dedal.

-Y ahora, dígame usted: ¿Por qué ha tratado a ese pobre animal de esa manera?

-Lo hice de pura lástima... porque no tiene tías.

-¡Porque no tiene tías! ¡Simple! ¿Qué tiene que ver con eso?

-La mar. ¡Porque si hubiera tenido una tía le hubiera quemado vivo ella misma! Le hubiera asado las entrañas hasta que las echase fuera, sin darle más lástima que si fuera un ser humano.

La tía Polly sintió de pronto la angustia del remordimiento. Eso era poner la cosa bajo una nueva luz: lo que era crueldad para un gato, podía también ser crueldad para un chico. Comenzó a enternecerse; sentía pena. Se le humedecieron los ojos; puso la mano sobre la cabeza de Tom y dijo dulcemente:

-Ha sido con la mejor intención, Tom. Y además, hijo, te ha hecho bien.

Tom levantó los ojos y la miró a la cara con un imperceptible guiño de malicia asomando a través de su gravedad.

-Ya sé que lo hiciste con la mejor intención, tía, y lo mismo me ha pasado a mí con Perico. También a él le ha hecho bien: no le he visto nunca dar vueltas con tanta soltura.

-¡Anda, vete de aquí antes de que me hagas enfadar de nuevo! Y trata de ver si puedes ser bueno por una vez, y no necesites tomar ya más medicina.

Tom llegó a la escuela antes de la hora. Se había notado que ese hecho tan desusado se venía repitiendo algún tiempo atrás. Y aquel día, como también en los anteriores, se quedó por los alrededores de la puerta del patio, en vez de jugar con sus compañeros. Estaba malo, según decía, y su aspecto lo confirmaba. Aparentó que estaba mirando en todas direcciones menos en la que realmente miraba: carretera abajo. A poco apareció a la vista Jeff Thatcher, y a Tom se le iluminó el semblante; miró un momento y apartó la vista, compungido. Cuando Jeff Thatcher llegó, Tom se le acercó y fue llevando hábilmente la conversación para darle motivo de decir algo de Becky; pero el atolondrado rapaz no vio el cebo. Tom siguió en acecho, lleno de esperanza cada vez que una falda revoloteaba a lo lejos, y odiando a su propietaria cuando veía que no era la que esperaba. Al fin cesaron de aparecer faldas, y cayó en desconsolada murria. Entró en la escuela vacía y se sentó a sufrir. Una falda más penetró por la puerta del patio, y el corazón le pegó un salto. Un instante después estaba Tom fuera y lanzado a la palestra como un indio bravo: rugiendo, riéndose, persiguiendo a los chicos, saltando la valla a riesgo de perniquebrarse, dando volteretas, quedándose en equilibrio con la cabeza en el suelo, y en suma, haciendo todas las heroicidades que podía concebir, y sin dejar ni un momento, disimuladamente, de observar si Becky le veía. Pero no parecía que ella se diese cuenta no miró ni una sola vez. ¿Era posible que no hubiera notado que estaba allí? Trasladó el campo de sus hazañas a la inmediata vecindad de la niña: llegó lanzando el grito de guerra de los indios; arrebató a un chico la gorra y la tiró al tejado de la escuela; atropelló por entre un grupo de muchachos, tumbándolos cada uno por su lado, y se dejó caer de bruces delante de Becky, casi haciéndole vacilar. Y ella volvió la espalda, con la nariz respingada, y Tom le oyó decir:

-¡Puf! Algunos se tienen por muy graciosos... ¡siempre presumiendo!

Sintió Tom que le ardían las mejillas. Se puso en pie y se escurrió fuera, abochornado y abatido.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Tom se decidió entonces. Estaba desesperado y sombrío. Era un chico, se decía, abandonado de todos y a quien nadie quería cuando supieran al extremo a que le habían llevado, tal vez lo deplorarían. Había tratado de ser bueno y obrar derechamente, pero no le dejaban. Puesto que lo único que querían era deshacerse de él, que fuera así. Sí, le habían forzado al fin, llevaría una vida de crímenes. No le quedaba otro camino.

Para entonces ya se había alejado del pueblo, y el tañido de la campana de la escuela, que llamaba a la clase de la tarde, sonó débilmente en su oído. Sollozó pensando que ya no volvería a oír aquel toque familiar nunca jamás. No tenía él la culpa; pero puesto que se lanzaba a la fuerza en el ancho mundo, tenía que someterse..., aunque los perdonaba. Entonces los sollozos se hicieron más acongojados y frecuentes.

Precisamente en aquel instante encontró a su amigo del alma, Joe Harper, torva la mirada y, sin duda alguna, alimentando en su pecho alguna grande y tenebrosa resolución. Era evidente que se juntaban allí «dos almas, pero un solo pensamiento». Tom, limpiándose las lágrimas con la manga, empezó a balbucear algo acerca de una resolución de escapar a los malos tratos y falta de cariño en su casa, lanzándose a errar por el mundo, para nunca volver, y acabó expresando la esperanza de que Joe no le olvidaría.

Pero pronto se traslució que ésta era la misma súplica que Joe iba a hacer en aquel momento a Tom. Le había azotado su madre por haber goloseado una cierta crema que jamás había entrado en su boca y cuya existencia ignoraba. Claramente se veía que su madre estaba cansada de él y que quería que se fuera; y si ella lo quería, no le quedaba otro remedio que sucumbir.

Mientras seguían su paseo condoliéndose, hicieron un nuevo pacto de ayudarse mutuamente y ser hermanos y no separarse hasta que la muerte los librase de sus cuitas. Después empezaron a trazar sus planes. Joe se inclinaba a ser anacoreta y vivir de mendrugos, en una remota cueva, y morir, con el tiempo, de frío, privaciones y penas; pero después de oír a Tom reconoció que había ventajas notorias en una vida consagrada al crimen y se avino a ser pirata.

Tres millas aguas abajo de San Petersburgo, en un sitio donde el Misisipí tenía más de una milla de ancho, había una isla larga, angosta y cubierta de bosque, con una barra muy somera en la punta más cercana, y que parecía excelente para base de operaciones. No estaba habitada; se hallaba del lado de allá del río, frente a una densa selva casi desierta. Eligieron, pues, aquel lugar, que se llamaba la isla de Jackson. Quiénes iban a ser las víctimas de sus piraterías, era un punto en el que no pararon mientes. Después se dedicaron a la caza de Huckleberry Finn, el cual se les unió desde luego, pues todas las profesiones eran iguales para él: le era indiferente. Luego se separaron, conviniendo en volver a reunirse en un paraje solitario, en la orilla del río, dos millas más arriba del pueblo, a la hora favorita, esto es, a medianoche. Había allí una pequeña balsa de troncos que se proponían apresar. Todos ellos traerían anzuelos y tanzas y los mantenimientos que pudieran robar, de un modo tenebroso y secreto, como convenía a gentes fuera de la ley; y aquella misma tarde todos se proporcionaron el delicioso placer de esparcir la noticia de que muy pronto todo el pueblo iba a oír «algo gordo». Y a todos los que recibieron esa vaga confidencia se les previno que debían «no decir nada y aguardar».

A eso de medianoche llegó Tom con un jamón cocido y otros pocos víveres, y se detuvo en un pequeño acantilado cubierto de espesa vegetación, que dominaba el lugar de la cita. El cielo estaba estrellado y la noche tranquila. El grandioso río susurraba como un océano en calma. Tom escuchó un momento, pero ningún ruido turbaba la quietud. Dio un largo y agudo silbido. Otro silbido se oyó debajo del acantilado. Tom silbó dos veces más, y la señal fue contestada del mismo modo. Después se oyó una voz sigilosa:

-¿Quién vive?

-Tom Sawyer, el Tenebroso Vengador de la América Española. ¿Quiénes sois vosotros?

-Huck Finn, el Manos Rojas, y Joe Harper, el Terror de los Mares. (Tom les había provisto de esos títulos, sacados de su literatura favorita).

-Bien está; decid la contraseña.

Dos voces broncas y apagadas murmuraron, en el misterio de la noche, la misma palabra espeluznante:

-¡SANGRE!

Entonces Tom dejó deslizarse el jamón por el acantilado abajo y siguió él detrás, dejando en la aspereza del camino algo de ropa y de su propia piel. Había una como senda a lo largo de la orilla y bajo el acantilado, pero le faltaba la ventaja de la dificultad y el peligro, tan apreciables para un pirata.

El Terror de los Mares había traído una hoja de tocino y llegó aspeado bajo su pesadumbre. Finn, el de las Manos Rojas, había hurtado una cazuela y buena cantidad de hoja de tabaco a medio curar y había aportado, además, algunas mazorcas para hacer con ellas pipas. Pero ninguno de los piratas fumaba o masticaba tabaco más que él. El Tenebroso Vengador dijo que no era posible lanzarse a las aventuras sin llevar fuego. Era una idea previsora: en aquel tiempo apenas se conocían los fósforos. Vieron un rescoldo en una gran almadía, cien varas río arriba, y fueron sigilosamente allí y se apoderaron de unos tizones. Hicieron de ello una imponente aventura, murmurando «¡chist!» a cada paso y parándose de repente con un dedo en los labios, llevando las manos en imaginarias empuñaduras de dagas y dando órdenes, en voz temerosa y baja, de «si el enemigo» se movía, hundírselas «hasta las cachas», porque los «muertos no hablan». Sabían de sobra que los tripulantes de la almadía estaban en el pueblo abasteciéndose, o de zambra y bureo; pero eso no era bastante motivo para que no hicieran la cosa a estilo piratesco.

Poco después desatracaban la balsa, bajo el mando de Tom, con Huck en el remo de popa y Joe en el de proa. Tom iba erguido en mitad de la embarcación, con los brazos cruzados y la frente sombría, y daba las órdenes con bronca e imperiosa voz.

-¡Cíñete al viento!... ¡No guiñar, no guiñar!... ¡Una cuarta a barlovento!...

Como los chicos no cesaban de empujar la balsa hacia el centro de la corriente, era cosa entendida que esas órdenes se daban sólo por el buen parecer y sin que significasen absolutamente nada.

-¿Qué aparejo lleva?

-Gavias, juanetes y foque.

-¡Larga las monterillas! ¡Que suban seis de vosotros a las crucetas!... ¡Templa las escotas!... ¡Todo a babor! ¡Firme!

La balsa traspasó la fuerza de la corriente, y los muchachos enfilaron hacia la isla, manteniendo la dirección con los remos. En los tres cuartos de hora siguientes apenas hablaron palabra. La balsa estaba pasando por delante del lejano pueblo. Dos o tres lucecillas parpadeantes señalaban el sitio donde yacía, durmiendo plácidamente, más allá de la vasta extensión de agua tachonada de reflejos de estrellas, sin sospechar el tremendo acontecimiento que se preparaba. El Tenebroso Vengador permanecía aún con los brazos cruzados, dirigiendo una «última mirada» a la escena de sus pasados placeres y de sus recientes desdichas, y sintiendo que «ella» no pudiera verle en aquel momento, perdido en el proceloso mar, afrontando el peligro y la muerte con impávido corazón y caminando hacia su perdición con una amarga sonrisa en los labios. Poco le costaba a su imaginación trasladar la isla Jackson más allá de la vista del pueblo; así es que lanzó su «última mirada» con ánimo a la vez desesperado y satisfecho. Los otros piratas también estaban dirigiendo «últimas miradas», y tan largas fueron que estuvieron a punto de dejar que la corriente arrastrase la balsa fuera del rumbo de la isla. Pero notaron el peligro a tiempo y se esforzaron en evitarlo. Hacia las dos de la mañana la embarcación varó en la barra, a doscientas varas de la punta de la isla, y sus tripulantes estuvieron vadeando entre la balsa y la isla hasta que desembarcaron su cargamento. Entre los pertrechos había una vela decrépita, y la tendieron sobre un cobijo, entre los matorrales, para resguardar las provisiones. Ellos pensaban dormir al aire libre cuando hiciera buen tiempo, como correspondía a gente aventurera.

Hicieron una hoguera al arrimo de un tronco caído a poca distancia de donde comenzaban las demás umbrías del bosque; guisaron tocino en la sartén, para cenar, y gastaron la mitad de la harina de maíz que habían llevado. Parecíales cosa grande estar allí de orgía, sin trabas, en la selva virgen de una isla desierta e inexplorada, lejos de toda humana morada, y se prometían que no volverían nunca a la civilización. Las llamas se alzaban iluminando sus caras, y arrojaban su fulgor rojizo sobre las columnatas del templo de árboles del bosque y sobre el coruscante follaje y los festones de las plantas trepadoras. Cuando desapareció la última sabrosa lonja de tocino y devoraron la ración de borona, se tendieron sobre la hierba, rebosantes de felicidad. Fácil hubiera sido buscar sitio más fresco, pero no se querían privar de un detalle tan romántico como la abrasadora fogata del campamento.

-¿No es esto cosa rica? -dijo Joe.

-De primera -contestó Tom.

-¿Qué dirían los chicos si nos viesen?

-¿Decir? Se morirían de ganas de estar aquí. ¿Eh, Huck?

-Puede que sí -dijo Huckleberry-; a mí, al menos, me va bien, no necesito cosa mejor. Casi nunca tengo lo que necesito de comer..., y además, aquí no pueden venir y darle a uno patadas y no dejarle en paz.

-Es la vida que a mí me gusta -prosiguió Tom-: no hay que levantarse de la cama temprano, no hay que ir a la escuela, ni que lavarse, ni todas esas malditas boberías. Ya ves, Joe, un pirata no tiene nada que hacer cuando está en tierra; pero un anacoreta tiene que rezar una atrocidad y no tiene ni una diversión, porque siempre está solo.

-Es verdad -dijo Joe-, pero no había pensado bastante en ello, ¿sabes? Quiero mucho más ser un pirata, ahora que ya he hecho la prueba.

-Tal vez -dijo Tom- a la gente no le da mucho por los anacoretas en estos tiempos, como pasaba en los antiguos; pero un pirata es siempre muy bien mirado. Y los anacoretas tienen que dormir siempre en los sitios más duros que pueden encontrar, y se ponen harpillera y cenizas en la cabeza, y se mojan si llueve, y...

-¿Para qué se ponen harpilleras y cenizas en la cabeza? -preguntó Huck.

-No sé. Pero tienen que hacerlo. Los anacoretas siempre hacen eso. Tú tendrías que hacerlo si lo fueras.

-¡Un cuerno haría yo! -dijo Huck. -Pues ¿qué ibas a hacer?

-No sé; pero eso, no.

-Pues tendrías que hacerlo, Huck. ¿Cómo te ibas a arreglar si no?

-Pues no lo había de aguantar. Me escaparía.

-¿Escaparte? ¡Vaya una porquería de anacoreta que ibas a hacer tú! ¡Sería una vergüenza!

Manos Rojas no contestó por estar en más gustosa ocupación. Había acabado de agujerear una mazorca y, clavando en ella un tallo hueco para servir de boquilla, la llenó de tabaco y apretó un ascua contra la carga, lanzando al aire una nube de humo fragante. Estaba en la cúspide del solaz voluptuoso. Los otros piratas envidiaban aquel vicio majestuoso y resolvieron en su interior adquirirlo enseguida. Huck preguntó:

-¿Qué es lo que tienen que hacer los piratas?

-Pues pasarlo en grande...; apresar barcos y quemarlos, y coger el dinero y enterrarlo en unos sitios espantosos, en su isla; y matar a todos los que van en los barcos...; les hacen «pasear la tabla».

-Y se llevan las mujeres a la isla -dijo Joe-; no matan a las mujeres.

-No -asintió Tom-, no las matan; son demasiado nobles. Y las mujeres son siempre preciosísimas, además.

-¡Y que no llevan trajes de lujo!... ¡Ca! Todos de plata y oro y diamantes -añadió Joe con entusiasmo.

-¿Quién? -dijo Huck.

-Pues los piratas.

Huck echó un vistazo lastimero a su indumento.

-Me parece que yo no estoy vestido propiamente para un pirata -dijo con un patético desconsuelo en la voz-, pero no tengo más que esto.

Pero los otros le dijeron que los trajes lujosos lloverían a montones en cuanto empezasen sus aventuras. Le dieron a entender que sus míseros pingos bastarían para el comienzo, aunque era costumbre que los piratas opulentos debutasen con un guardarropa adecuado.

Poco a poco fue cesando la conversación y se iban cerrando los ojos de los solitarios. La pipa se escurrió de entre los dedos de Manos Rojas y se quedó dormido con el sueño del que tiene la conciencia ligera y el cuerpo cansado. El Terror de los Mares y el Tenebroso Vengador de la América Española no se durmieron tan fácilmente. Recitaron sus oraciones mentalmente y tumbados, puesto que no había allí nadie que los obligase a decirlas en alta voz y de rodillas; verdad es que estuvieron tentados a no rezar, pero tuvieron miedo de ir tan lejos como todo eso, por si llamaban sobre ellos un especial y repentino rayo del cielo. Poco después se cernían sobre el borde mismo del sueño, pero sobrevino un intruso que no les dejó caer en él: era la conciencia. Empezaron a sentir un vago temor de que se habían portado muy mal escapando de sus casas; y después se acordaron de los comestibles robados, y entonces comenzaron verdaderas torturas. Trataron de acallarlas recordando a sus conciencias que habían robado antes golosinas no era más que «coger», mientras que llevarse jamón aplacaba con tales sutilezas. Les parecía que, con todo, no había medio de saltar sobre el hecho inconmovible de que apoderarse de golosinas no era más que «coger», mientras que llevarse un jamón y tocinos y cosas por el estilo era, simple y sencillamente, «robar»; y había contra eso un mandamiento en la Biblia. Por eso resolvieron en su fuero interno que, mientras permaneciesen en el oficio, sus piraterías no volverían a envilecerse con el crimen del robo. Con esto la conciencia les concedió una tregua, y aquellos raros e inconsecuentes piratas se quedaron pacíficamente dormidos.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Cuando Tom despertó a la siguiente mañana se preguntó dónde estaba. Se incorporó, frotándose los ojos, y se dio cuenta al fin. Era el alba gris y fresca, y producía una deliciosa sensación de paz y reposo la serena calma en que todo yacía y el silencio de los bosques. No se movía una hoja; ningún ruido osaba perturbar el gran recogimiento meditativo de la naturaleza. Gotas de rocío temblaban en el follaje y en la hierba. Una capa de ceniza cubría el fuego y una tenue espiral de humo azulado se alzaba recta, en el aire. Joe y Huck dormían aún. Se oyó muy lejos, en el bosque, el canto de un pájaro; otro le contestó. Después se percibió el martilleo de un picamaderos. Poco a poco el gris indeciso del amanecer fue blanqueando, y al propio tiempo los sonidos se multiplicaban y la vida surgía. La maravilla de la naturaleza sacudiendo el sueño y poniéndose al trabajo se mostró ante los ojos del muchacho meditabundo. Una diminuta oruga verde llegó arrastrándose sobre una hoja llena de rocío, levantando dos tercios de su cuerpo en el aire de tiempo en tiempo, y como oliscando en derredor, para luego proseguir su camino, porque estaba «midiendo», según dijo Tom; y cuando el gusano se dirigió hacia él espontáneamente, el muchacho siguió sentado, inmóvil como una estatua, con sus esperanzas en vilo o caídas según que el animalito siguiera viniendo hacia él o pareciera inclinado a irse a cualquier otro sitio; y cuando, al fin, la oruga reflexionó, durante un momento angustioso, con el cuerpo enarcado en el aire, y después bajó decididamente sobre una pierna de Tom y emprendió un viaje por ella, el corazón le brincó de alegría porque aquello significaba que iba a recibir un traje nuevo: sin sombra de duda, un deslumbrante uniforme de pirata. Después apareció una procesión de hormigas, procedentes de ningún sitio en particular, y se afanaron en sus varios trabajos; una de ellas forcejeaba virilmente con una araña muerta, cinco veces mayor que ella, en los brazos, y la arrastró verticalmente por un tronco arriba. Una mariquita, con lindas motas oscuras, trepó la vertiginosa altura de una hierba, y Tom se inclinó sobre ella y le dijo:


Mariquita; mariquita, a tu casa vuela
En tu casa hay fuego, tus hijos se queman;

y la mariquita levantó el vuelo y marchó a enterarse; lo cual no sorprendió al muchacho, porque sabía de antiguo cuán crédulo era aquel insecto en materia de incendios, y se había divertido más de una vez a costa de su simplicidad. Un escarabajo llega después, empujando su pelota con enérgica tozudez, y Tom le tocó con el dedo para verle encoger las patas y hacerse el muerto. Los pájaros armaban ya una bulliciosa algarabía. Un pájaro-gato, el mismo de los bosques del norte, se paró en un árbol, sobre la cabeza de Tom, y empezó a imitar el canto de todos sus vecinos con un loco entusiasmo; un «gayo» chillón se abatió con una llamarada azul y relampagueante y se detuvo sobre una rama, casi al alcance de Tom; torció la cabeza a uno y otro lado, y miró a los intrusos con ansiosa curiosidad. Una ardilla gris y un zorro-ardilla pasaron inquietos y veloces, sentándose de cuando en cuando a charlar y examinar a los muchachos, porque no habían visto nunca, probablemente, un ser humano y apenas sabían si temerle o no. Toda la naturaleza estaba para entonces despierta y activa; los rayos del sol se introducían como rectas lanzas por entre el tupido follaje y algunas mariposas llegaron revoloteando.

Tom despertó a los otros dos piratas, y todos tres echaron a correr dando gritos, y en un instante estaban en pelota, persiguiéndose y saltando unos sobre otros en el agua límpida y poco profunda del banco, de blanquísima arena. No sintieron nostalgia alguna por el pueblo, que dormitaba a lo lejos, más allá de la majestuosa planicie líquida. Una corriente errabunda o una ligera crecida de río se había llevado la balsa; pero se congratulaban de ello, puesto que su pérdida era algo así como quemar el puente entre ellos y la civilización.

Volvieron al campamento frescos y vigorizados, locos de contento y con un hambre rabiosa, y enseguida reanimaron el fuego y se levantaron las llamas de la hoguera. Huck descubrió un manantial de agua clara y fresca muy cerca de allí; hicieron vasos de «hickory»4 y vieron que el agua, con tal selvático procedimiento, podía remplazarse muy bien al café. Mientras Joe cortaba lonjas de tocino para el desayuno, Tom y Huck le dijeron que esperase un momento, se fueron a un recodo prometedor del río y echaron los aparejos de pesca. Al instante se colmaron sus esperanzas. Joe no había aún tenido tiempo para impacientarse cuando ya estaban los otros de vuelta con un par de hermosas percas, un pez-gato y otros pescados peculiares del Misisipí, mantenimiento sobrado para toda una familia. Frieron los peces con el tocino, y se maravillaron de que nunca habían probado peces tan exquisitos. No sabían que el pescado de agua dulce es mejor cuanto antes pase del agua a la sartén; y tampoco reflexionaron en la calidad de la salsa en que entran el dormir al aire libre, el ejercicio, el baño y una buena proporción de hambre.

Después del desayuno se tendieron a la sombra, mientras Huck se regodeaba con una pipa, y luego echaron a andar a través del bosque, en viaje de exploración. Vieron que la isla tenía tres millas de largo por un cuarto de anchura, y que la orilla del río más cercana sólo estaba separada por un estrecho canal que apenas tenía doscientas varas de ancho. Tomaron un baño por hora, así es que era ya cerca de media tarde cuando regresaron al campamento. Tenían demasiado apetito para entretenerse con los peces, pero almorzaron espléndidamente con jamón, y después se volvieron a echar en la sombra para charlar. Pero no tardó la conversación en desanimarse y al cabo cesó por completo. La quietud, la solemnidad que transpiraban los bosques, la sensación de soledad, empezaron a gravitar sobre sus espíritus. Se quedaron pensativos. Una especie de vago e indefinido anhelo se apoderaba de ellos. A poco tomaba forma más precisa: era nostalgia de sus casas, en embrión. Hasta Huck, el de las Manos Rojas, se acordaba de sus quicios de puertas y de sus barricas vacías. Pero todos se avergonzaban de su debilidad y ninguno tenía arrestos para decir lo que pensaba.

Por algún tiempo habían notado vagamente un ruido extraño y distante, como a veces percibimos el tictac de un reloj sin darnos cuenta precisa de ello. Pero después el ruido misterioso se hizo más pronunciado y se impuso a la atención. Los muchachos se incorporaron, mirándose unos a otros, y se pusieron a escuchar. Hubo un prolongado silencio, profundo, no interrumpido: después, un sordo y medroso trueno llegó al ras del agua desde la lejanía.

-¿Qué será? -dijo Joe, sin aliento.

-¿Qué será? -repitió Tom en voz baja.

-Eso no es trueno -dijo Huck, alarmado-, porque el trueno...

-¡Chist! -dijo Tom-. Escucha. No habléis.

Escucharon un rato, que les pareció interminable, y después el mismo sordo fragor turbó el solemne silencio.

-¡Vamos a ver lo que es!

Se pusieron en pie de un salto y corrieron hacia la orilla en dirección al pueblo. Apartaron las matas y arbustos y miraron a lo lejos, sobre el río. La barca de vapor estaba una milla más abajo del pueblo, dejándose arrastrar por la corriente. Su ancha cubierta parecía llena de gente. Había muchos botes bogando de aquí para allá o dejándose llevar por el río, próximos a la barca; pero los muchachos no podían discernir qué hacían los que los tripulaban. En aquel momento una gran bocanada de humo blanco salió del costado de la barca, y según se iba esparciendo y elevándose como una perezosa nube del mismo sordo y retumbante ruido llegó a sus oídos.

-¡Ya sé lo que es! -exclamó Tom-. Uno que se ha ahogado.

-Eso es -dijo Huck-; eso mismo hicieron el verano pasado cuando se ahogó Bill Turner: tiran un cañonazo encima del río y eso hace al cuerpo subir encima. Sí, y también echan hogazas de pan con azogue dentro, y las ponen sobre el agua, y van y donde hay alguno ahogado se quedan paradas encima.

-Sí, ya he oído eso -dijo Joe-. ¿Qué será lo que hace al pan detenerse?

-A mí se me figura -dijo Tom- que no es tanto cosa del pan mismo como de lo que le dicen al botarlo al agua,

-¡Pero si no le dicen nada! -replicó Huck-. Les he visto hacerlo y no dicen palabra.

-Es raro -dijo Tom-. Puede ser que lo digan para sus adentros. Por supuesto que sí. A cualquiera se le ocurre.

Los otros dos convinieron en que no faltaba razón en lo que Tom decía, pues no se puede esperar que un pedazo de pan ignorante, no instruido ni aleccionado por un conjuro, se conduzca de manera muy inteligente cuando se le envía en misión de tanta importancia.

-¡Lo que yo daría por estar ahora allí! exclamó Joe.

-Y yo también -dijo Huck-. Daría una mano por saber quién ha sido.

Continuaron escuchando sin apartar los ojos de allí. Una idea reveladora fulguró en la mente de Tom, y éste exclamó:

-¡Chicos! ¡Ya sé quién se ha ahogado! ¡Somos nosotros!

Se sintieron al instante héroes. Era una gloriosa apoteosis. Los echaban de menos, vestían luto por ellos; se acongojaban todos y se vertían lágrimas por su causa; había remordimientos de conciencia por malos tratos infligidos a los pobres chicos e inútiles y tardíos arrepentimientos; y lo que valía más aún: eran la conversación de todo el pueblo y la envidia de todos los muchachos, al menos, por aquella deslumbradora notoriedad. Cosa rica. Valía la pena de ser pirata, después de todo.

Al oscurecer volvió el vapor a su ordinaria ocupación y los botes desaparecieron. Los piratas regresaron al campamento. Estaban locos de vanidad por su nueva grandeza y por la gloriosa conmoción que habían causado. Pescaron, cocinaron la cena y dieron cuenta de ella, y después se pusieron a adivinar lo que en el pueblo se estaría pensando de ellos y las cosas que se dirían; y las visiones que se forjaban de la angustia pública eran gratas y halagadoras para contemplarlas desde su punto de vista. Pero cuando quedaron envueltos en las tinieblas de la noche cesó poco a poco la charla, y permanecieron mirando al fuego con el pensamiento vagando lejos de allí. El entusiasmo había ya desaparecido, y Tom y Joe no podían apartar de su mente la idea de ciertas personas que allá en sus casas no se estaban solazando con aquel gustoso juego tanto como ellos. Surgían recelos y aprensiones; se sentían intranquilos y descontentos; sin darse cuenta, dejaron escapar algún suspiro. Al fin Joe, tímidamente, les tendió un disimulado anzuelo para ver cómo los otros tomarían la idea de volver a la civilización..., «no ahora precisamente, pero...»

Tom lo abrumó con sarcasmos; Huck, como aún no había soltado prenda, se puso del lado de Tom, y el vacilante se apresuró a dar explicaciones, y se dio por satisfecho con salir del mal paso con las menos manchas posibles, de casero y apocado, en su fama. La rebelión quedaba apaciguada por el momento.

Al cerrar la noche, Huck empezó a dar cabezadas y a roncar después; Joe le siguió. Tom permaneció echado de codos por algún tiempo, mirando fijamente a los otros dos. Al fin se puso de rodillas con gran precaución y empezó a rebuscar por la hierba a la oscilante claridad que despedía la hoguera. Cogió y examinó varios trozos de la corteza enrollada, blanca y delgada del sicomoro, y escogió dos que, al parecer, le acomodaban. Después se agachó junto al fuego y con gran trabajo escribió algo en cada uno de ellos con su inseparable tejo. Uno lo enrolló y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta; el otro lo puso en la gorra de Joe, apartándola un poco de su dueño. Y también puso en la gorra ciertos tesoros muchachiles de inestimable valor, entre ellos un trozo de tiza, una pelota de goma, tres anzuelos y una canica de la especie conocida como «de cristal de verdá». Después siguió andando en puntillas, con gran cuidado, por entre los árboles, hasta que juzgó que no podría ser oído, y entonces echó a correr en dirección al banco de arena.




ArribaAbajoCapítulo XV

Pocos minutos después Tom estaba metido en el agua somera de la barra, vadeando hacia la ribera de Illinois. Antes de que le llegase a la cintura ya estaba a la mitad del canal. La corriente no le permitía ya seguir andando, y se echó a nadar, seguro de sí mismo, las cien varas que aún le faltaban. Nadaba sesgando la corriente, pero aun así ésta le arrastraba más abajo de lo que él esperaba. Sin embargo, alcanzó la costa al fin, y se dejó llevar del agua por la orilla hasta que encontró un sitio bajo y salió a tierra. Se metió la mano en el bolsillo: allí seguía el trozo de corteza, y, tranquilo sobre este punto, se puso en marcha, a través de los bosques, con la ropa chorreando. Poco antes de las diez llegó a un lugar despejado, frente al pueblo, y vio la barca fondeada al abrigo de los árboles y del terraplén que formaba la orilla. Todo estaba tranquilo bajo las estrellas parpadeantes. Bajó goteando por la cuesta, ojo avizor; se deslizó en el agua, dio tres o cuatro brazadas y se encaramó al bote que hacía oficio de chinchorro, a popa de la barca. Se agazapó bajo las bancadas, y allí esperó, recobrando aliento. Poco después sonó la campana cascada y una voz dio la orden de desatracar. Transcurrieron unos momentos, y el bote se puso en marcha remolcado, con la proa alzándose sobre los remolinos de la estela que dejaba la barca: el viaje había empezado, y Tom pensaba satisfecho que era la última travesía de aquella noche. Al cabo de un cuarto de hora, que parecía eterno, las ruedas se pararon, y Tom se echó por la borda del bote al agua y nadó en la oscuridad hacia la orilla, tomando tierra unas cincuenta varas más abajo, fuera del peligro de posibles encuentros. Fue corriendo por callejas poco frecuentadas, e instantes después llegó a la valla trasera de su casa. Salvó el obstáculo y trepó hasta la ventana de la salita, donde se veía luz.

Allí estaban la tía Polly, Sid, Mary y la madre de Joe Harper reunidas en conciliábulo. Estaban sentadas junto a la cama, la cual se interponía entre el grupo y la puerta. Tom fue a la puerta y empezó a levantar suavemente la falleba; después empujó un poquito y se produjo un chirrido; siguió empujando con gran cuidado y temblando cada vez que los goznes chirriaban, hasta que vio que podía entrar de rodillas, e introduciendo primero la cabeza, siguió, poco a poco, con el resto de su persona.

-¿Por qué oscila tanto la vela? -dijo tía Polly (Tom se apresuró)-. Creo que está abierta esa puerta. Por cierto que sí. No acaban de pasar ahora cosas raras. Anda y ciérrala, Sid.

Tom desapareció bajo la cama en el momento preciso. Descansó un instante, respirando a sus anchas, y después se arrastró hasta casi tocar los pies de su tía.

-Pero, como iba diciendo -prosiguió ésta-, no era lo que se llama malo, sino enredador y travieso. Nada más que tarambana y atolondrado, sí, señor. No tenía más reflexión que pudiera tener un potro. Nunca lo hacía con mala idea, y no había otro de mejor corazón... -y empezó a llorar ruidosamente.

-Pues lo mismo le pasaba a mi Joe..., siempre dando guerra y dispuesto para una trastada; pero era lo menos egoísta y todo lo bondadoso que podía pedirse... ¡Y pensar, Dios mío, que le zurré por golosear la crema, sin acordarme de que yo misma la había tirado porque se avinagró! ¡Y ya no lo veré nunca, nunca en este mundo, al pobrecito maltratado!

Y también ella se echó a llorar sin consuelo.

-Yo espero que Tom lo pasará bien donde está -dijo Sid-; pero si hubiera sido algo mejor en algunas cosas...

-¡Sid!... (Tom sintió, aun sin verla, la relampagueante mirada de su tía.) ¡Ni una palabra contra Tom, ahora que ya lo hemos perdido! Dios lo protegerá..., no tiene usted que preocuparse. ¡Ay, señora Harper! ¡No puedo olvidarlo! ¡No puedo resignarme! Era mi mayor consuelo, aunque me mataba a desazones.

-El Señor da y el Señor quita. ¡Alabado sea el nombre del Señor! ¡Pero es tan atroz..., tan atroz! No hace ni una semana que hizo estallar un petardo ante mi propia nariz y le di un bofetón que le tiré al suelo. ¡Cómo iba a figurarme entonces que pronto...! ¡Ay! Si lo volviera a hacer otra vez, me lo comería a besos y le daría las gracias.

-Sí, sí; ya me hago cargo de su pena; ya sé lo que está usted pensando. Sin ir más lejos, ayer a mediodía fue mi Tom y rellenó al gato de «matadolores», y creí que el animalito iba a echar la casa al suelo. Y..., ¡Dios me perdone!, le di un dedalazo al pobrecito..., que ya está en el otro mundo. Pero ya está descansando ahora de sus cuidados. Y las últimas palabras que de él oí fueron para reprocharme...

Pero aquel recuerdo era superior a sus fuerzas, y la anciana ya no pudo contenerse. El propio Tom estaba ya haciendo pucheros..., más compadecido de sí mismo que de ningún otro. Oía llorar a Mary y balbucir de cuando en cuando una palabra bondadosa en su defensa. Empezó a tener una más alta idea de sí mismo de la que había tenido hasta entonces. Pero, con todo, estaba tan enternecido por el dolor de su tía, que ansiaba salir de su escondrijo y colmarla de alegría..., y lo fantástico y teatral de la escena tenía además, para él, irresistible atracción; pero se contuvo y no se movió. Siguió escuchando, y coligió, de unas cosas y otras, que al principio se creyó que los muchachos se habían ahogado bañándose; después se había echado de menos la balsa; más tarde, unos chicos dijeron que los desaparecidos habían prometido que en el pueblo se iba «a oír algo gordo» muy pronto; los sabihondos del lugar «ataron los cabos sueltos» y decidieron que los chicos se habían ido en la balsa y aparecerían enseguida en el pueblo inmediato, río abajo; pero a eso de mediodía hallaron la balsa varada en la orilla, del lado de Missouri, y entonces se perdió toda esperanza: tenían que haberse ahogado, pues de no ser así, el hambre los hubiera obligado a regresar a sus casas al oscurecer, si no antes. Se creía que la busca de los cadáveres no había dado fruto porque los chicos debieron ahogarse en medio de la corriente, puesto que de otra suerte, y siendo los muchachos buenos nadadores, hubieran ganado la orilla. Era la noche del miércoles: si los cadáveres no aparecían para el domingo, no quedaba esperanza alguna, y los funerales se celebrarían aquella mañana. Tom sintió un escalofrío.

La señora Harper dio, sollozando, las buenas noches e hizo ademán de irse. Por un mutuo impulso, las dos afligidas mujeres se echaron una en brazos de la otra, hicieron un largo llanto consolador, y al fin se separaron. Tía Polly se enterneció más de lo que hubiera querido al dar las buenas noches a Sid y Mary. Sid gimoteó un poco, y Mary se marchó llorando a gritos.

La anciana se arrodilló y rezó por Tom con tal emoción y fervor y tan intenso amor en sus palabras y en su cascada y temblorosa voz, que ya estaba él bañado en lágrimas antes que ella hubiera acabado.

Tuvo que seguir quieto largo rato después que la tía se metió en la cama, pues continuó lanzando suspiros y lastimeras quejas de cuando en cuando, agitándose inquieta y dando vueltas. Pero al fin se quedó tranquila, aunque dejaba escapar algún sollozo entre sueños. Tom salió entonces fuera, se incorporó lentamente al lado de la cama, cubrió con la mano la luz de la bujía y se quedó mirando a la durmiente. Sentía honda compasión por ella. Sacó el rollo de corteza y lo puso junto al candelero; pero alguna idea le asaltó, y se quedó suspenso, meditando. Después se le iluminó la cara como con un pensamiento feliz; volvió a guardar, apresuradamente, la corteza en el bolsillo; luego se inclinó y besó la marchita faz, y enseguida salió sigilosamente del cuarto, cerrando la puerta tras él.

Siguió el camino de vuelta al embarcadero. No se veía a nadie por allí y entró sin empacho en la barca, porque sabía que no iban a molestarle, pues aunque quedaba en ella un guarda, tenía la inveterada costumbre de meterse en la cama y dormir como un santo de piedra. Desamarró el bote, que estaba a popa; se metió en él y remó con precaución río arriba. Cuando llegó a una milla por encima del pueblo, empezó a sesgar la corriente, trabajando con brío. Fue a parar exactamente al embarcadero, en la otra orilla, pues, era empresa con la que estaba familiarizado. Tentado estuvo de capturar el bote, arguyendo que podía ser considerado como un barco y, por tanto, legítima presa para un pirata; pero sabía que se le buscaría por todas partes, y eso podía acabar en descubrimientos. Así, pues, saltó a tierra y penetró en el bosque, donde se sentó a descansar un largo rato, luchando consigo mismo para no dormirse, y después se echó a andar, fatigado de la larga caminata, hasta la isla. La noche tocaba a su término; ya era pleno día cuando llegó frente a la barra de la isla. Se tomó otro descanso hasta que el sol estuvo ya alto y doró el gran río con su esplendor, y entonces se echó a la corriente. Un poco después se detenía, chorreando, a un paso del campamento, y oyó decir a Joe:

-No; Tom cumple su palabra y volverá, Huck. Sabe que sería un deshonor para un pirata, y Tom es demasiado orgulloso para eso. Algo trae entre manos. ¿Qué podrá ser?

-Bueno; las cosas son ya nuestras, sea como sea, ¿no es verdad?

-Casi casi, pero todavía no. Lo que ha escrito dice que son para nosotros si no ha vuelto para el desayuno.

-¡Y aquí está! -exclamó Tom, con gran efecto dramático, avanzando con aire majestuoso.

Un suculento desayuno de torreznos y pescado fue en un momento preparado, y mientras lo despachaban, Tom relató (con adornos) sus aventuras. Cuando el cuento acabó, el terceto de héroes no cabía en sí de vanidad y orgullo. Después buscó Tom un rincón umbrío donde dormir a su sabor hasta mediodía, y los otros dos piratas se aprestaron para la pesca y las exploraciones.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Después de comer, toda la cuadrilla se fue a la caza de huevos de tortuga en la barra. Iban de un lado a otro metiendo palitos en la arena, y cuando encontraban un sitio blando se ponían de rodillas y escarbaban con las manos. A veces sacaban cincuenta o sesenta de un solo agujero. Eran redonditos y blancos, un poco menores que una nuez. Tuvieron aquella noche una soberbia fritada de huevos y otra el viernes por la mañana. Después de desayunarse corrieron a la barra, dando relinchos y cabriolas, persiguiéndose unos a otros y soltando prendas de ropa por el camino hasta quedar desnudos, y entonces continuaron la algazara dentro del agua hasta un sitio donde la corriente impetuosa les hacía perder pie de cuando en cuando, aumentando con ello el holgorio y los gritos. Se echaban unos a otros agua a la cara, acercándose con las cabezas vueltas para evitar la lucha, y se venían a las manos y forcejeaban hasta que el más fuerte chapuzaba a su adversario; y luego los tres juntos cayeron bajo el agua en un agitado revoltijo de piernas y brazos, y volvieron a salir, resoplando, jadeantes y sin aliento.

Cuando ya no podían más de puro cansancio, corrían a tenderse en la arena seca y caliente, y se cubrían con ella; y a poco volvían otra vez al agua a repetir, una vez más, todo el programa. Después se les ocurrió que su piel desnuda imitaba bastante bien unas mallas de titiritero, e inmediatamente trazaron un redondel en la arena y jugaron al circo: un circo con tres payasos, pues ninguno quiso ceder a los demás posición de tanta importancia y brillo.

Más tarde sacaron las canicas y jugaron con ellas a todos los juegos conocidos, hasta que se hastiaron de la diversión. Joe y Huck se fueron otra vez a nadar, pero Tom no se atrevió, porque al echar los pantalones por el aire había perdido la pulsera de escamas de serpiente de cascabel que llevaba al tobillo. Cómo había podido librarse de un calambre tanto tiempo sin la protección de aquel misterioso talismán, era cosa que no comprendía. No se determinó a volver al agua hasta que lo encontró, y para entonces ya estaban los otros fatigados y con ganas de descansar. Poco a poco se desperdigaron, se pusieron melancólicos y miraban anhelosos a través del ancho río, al sitio donde el pueblo sesteaba al sol. Tom se sorprendió a sí mismo escribiendo Becky en la arena con el dedo gordo del pie; lo borró y se indignó contra su propia debilidad. Pero, sin embargo, lo volvió a escribir de nuevo: no podía remediarlo. Lo borró una vez más, y para evitar la tentación fue a juntarse con los otros.

Pero los ánimos de Joe habían decaído a punto en que ya no era posible levantarlos. Sentía la querencia de su casa y ya no podía soportar la pena de no volver a ella. Tenía las lágrimas prontas a brotar. Huck también estaba melancólico. Tom se sentía desanimado, pero luchaba para no mostrarlo. Tenía guardado un secreto que aún no estaba dispuesto a revelar; pero si aquella desmoralización de sus secuaces no desaparecía pronto, no tendría más remedio que descubrirlo. En tono amistoso y jovial les dijo:

-Apostaría a que ya ha habido piratas en esta isla. Tenemos que explorarla otra vez. Habrán escondido tesoros por aquí. ¿Qué os parecería si diésemos con un cofre carcomido todo lleno de oro y plata, eh?

Pero no despertó más que un desmayado entusiasmo que se desvaneció sin respuesta. Tom probó otros medios de seducción, pero todos fallaron: era ingrata e inútil tarea. Joe estaba sentado, con fúnebre aspecto, hurgando la arena con un palo, y al fin dijo:

-Vamos, chicos, dejemos ya esto. Yo quiero irme a casa. Está esto tan solitario...

-No, Joe, no; ya te encontrarás mejor poco a poco -dijo Tom-. Piensa en lo que podemos pescar aquí.

-No me importa la pesca. Lo que quiero es ir a casa.

-Pero mira que no hay otro sitio como éste para nadar...

-No me gusta nadar. Por lo menos, parece como que no me gusta cuando no tengo nadie que me diga que no lo haga. Me vuelvo a mi casa.

-¡Vaya un nene! Quieres ver a tu mamá, por supuesto.

-Sí, quiero ver a mi madre, y también tú querrías, si la tuvieses. ¡El nene serás tú! -y Joe hizo un puchero:

-Bueno, bueno; que se vuelva a casa el niño llorón con su mamá, ¿no es verdad, Huck? ¡Pobrecito, que quiere ver a su mamá! Pues que la vea... A ti te gusta estar aquí, ¿no es verdad, Huck? Nosotros nos quedaremos, ¿no es eso?

Huck dijo un «sí...» por compromiso.

-No me vuelvo a juntar contigo mientras viva -dijo Joe levantándose-. ¡Ya está! -y se alejó enfurruñado y empezó a vestirse.

-¿Qué importa? -dijo Tom-. ¡Como si yo quisiera juntarme! Vuélvete a casa para que se rían de ti. ¡Vaya un pirata! Huck y yo no somos nenes lloricones. Aquí nos estamos, ¿verdad, Huck? Que se largue si quiere. Nos podemos pasar sin él.

Pero Tom estaba, sin embargo, inquieto, y se alarmó al ver que Joe, ceñudo, seguía vistiéndose. También era poco tranquilizador ver a Huck, que miraba aquellos preparativos con envidia y guardando un ominoso silencio. De pronto Joe, sin decir palabra, empezó a vadear hacia la ribera de Illinois. A Tom se le encogió el corazón. Miró a Huck. Huck no pudo sostener la mirada y bajó los ojos.

-También yo quiero irme, Tom -dijo-; se va poniendo esto muy solitario y después lo estará más. Vámonos nosotros también.

-No quiero; podéis iros todos si os da la gana. Estoy resuelto a quedarme.

-Tom, pues yo creo que mejor es que me vaya.

-Pues vete..., ¿quién te lo impide?

Huck empezó a recoger sus pingos dispersos, y después dijo -Tom, más valiera que vinieras tú. Piénsalo bien. Te esperaremos cuando lleguemos a la orilla.

-Bueno, pues vais a esperar un rato largo.

Huck echó a andar apesadumbrado y Tom le siguió con la mirada, y sentía un irresistible deseo de echar a un lado su amor propio y marcharse con ellos. Tuvo una lucha final con su vanidad y después echó a correr tras sus compañeros gritando:

-¡Esperad!, ¡esperad! ¡Tengo que deciros una cosa!

Los otros se detuvieron, aguardándole. Cuando los alcanzó, comenzó a explicarles su secreto y le escucharon de mala gana, hasta que al fin vieron «dónde iba a paran», y lanzaron gritos de entusiasmo y dijeron que era una cosa «de primera» y que si antes lo hubiera dicho no habrían pensado en irse. Tom dio una disculpa aceptable; pero el verdadero motivo de su tardanza había sido el temor de que ni siquiera el secreto tendría fuerza bastante para retenerlos a su lado mucho tiempo, y por eso lo había guardado como el último recurso para seducirlos.

Los chicos dieron la vuelta alegremente y tornaron a sus juegos con entusiasmo, alabando sin cesar el estupendo plan de Tom y admirados de su genial inventiva. Después de una gustosa comida de huevos y pescado, Tom declaró su intención de aprender a fumar allí mismo. A Joe le sedujo la idea y añadió que a él también le gustaría probar. Así, pues, Huck fabricó las pipas y las cargó. Los dos novicios no habían fumado nunca más que cigarros hechos de hojas secas, los cuales, además de quemar la lengua, eran tenidos por cosa poco varonil.

Tendidos y reclinándose sobre los codos, empezaron a fumar con brío y con no mucha confianza. El humo sabía mal y carraspeaban a menudo, pero Tom dijo:

-¡Bah! ¡Es cosa fácil! Si hubiese sabido que no era más que esto, hubiera aprendido mucho antes.

-Igual me pasa a mí -dijo Joe-. Esto no es nada.

-Pues mira -prosiguió Tom-. Muchas veces he visto fumar a la gente, y decía: «¡Ojalá pudiera yo fumar!»; pero nunca se me ocurrió que podría. Eso es lo que me pasaba, ¿no es verdad, Huck? ¿No me lo has oído decir?

-La mar de veces -contestó Huck.

-Una vez lo dije junto al matadero, cuando estaban todos los chicos delante. ¿Te acuerdas, Huck?

-Eso fue el día que perdí la canica blanca..., no, el día antes.

-Podría estar fumando esta pipa todo el día -dijo Joe-. No me marea.

-Ni a mí tampoco -dijo Tom-; pero apuesto a que Jeff Thatcher no era capaz.

Jeff Thatcher! ¡Ca! Con dos chupadas estaba rodando por el suelo. Que haga la prueba. ¡Lo que yo daría porque los chicos nos estuviesen viendo ahora!

-¡Y yo! Lo que tenéis que hacer es no decir nada, y un día, cuando estén todos juntos, me acerco y te digo: «Joe, ¿tienes tabaco? Voy a echar una pipa.» Y tú dices, así como si no fuera nada: «Sí, tengo mi pipa vieja y además otra; pero el tabaco vale poco». Y yo te digo: «¡Bah!, ¡con tal que sea fuerte!...»

Y entonces sacas las pipas y las encendemos, tan frescos, y ¡habrá que verlos!

-¡Qué bien va a estar! ¡Qué lástima que no pueda ser ahora mismo, Tom!

-Y cuando nos oigan decir que aprendimos mientras estábamos pirateando, ¡lo que darían por haberlo hecho ellos también!

Así siguió la charla; pero de pronto empezó a flaquear un poco y a hacerse desarticulada. Los silencios se prolongaban y aumentaban prodigiosamente las expectoraciones. Cada poro dentro de las bocas de los muchachos se había convertido en un surtidor y apenas podían achicar bastante de prisa las lagunas que se les formaban bajo las lenguas para impedir una inundación; frecuentes desbordamientos les bajaban por la garganta a pesar de todos sus esfuerzos y cada vez los asaltaban repentinas náuseas. Los dos chicos estaban muy pálidos y abatidos. A Joe se le escurrió la pipa de entre los dedos fláccidos. La de Tom hizo lo mismo. Ambas fuentes fluían con ímpetu furioso, y ambas bombas achicaban a todo vapor; Joe dijo con voz tenue:

-Se me ha perdido la navaja. Más vale que vaya a buscarla. Tom dijo, con temblorosos labios y tartamudeando:

-Voy a ayudarte. Tú te vas por allí y yo buscaré junto a la fuente. No, no vengas, Huck; nosotros la encontraremos.

Huck se volvió a sentar y esperó una hora. Entonces empezó a sentirse solitario y marchó en busca de sus compañeros. Los encontró muy apartados, en el bosque, ambos palidísimos y profundamente dormidos. Pero algo le hizo saber que, si habían tenido alguna incomodidad, se habían desembarazado de ella.

Hablaron poco aquella noche a la hora de la cena. Tenían un aire humilde, y cuando Huck preparó su pipa después del ágape y se disponía a preparar las de ellos, dijeron que no, que no se sentían bien..., alguna cosa habían comido a mediodía que les había sentado mal.

A eso de medianoche Joe se despertó y llamó a los otros. En el aire había una angustiosa pesadez, como el presagio amenazador de algo que se fraguaba en la oscuridad. Los chicos se apiñaron y buscaron la amigable compañía del fuego, aunque el calor bochornoso de la atmósfera era sofocante. Permanecieron sentados, sin moverse, sobrecogidos, en anhelosa espera. Más allá del resplandor del fuego todo desaparecía en una negrura absoluta. Una temblorosa claridad dejó ver confusamente el follaje por un instante y se extinguió enseguida. Poco después vino otra algo más intensa, y otra y otra la siguieron. Se oyó luego como un débil lamento que suspiraba por entre las ramas del bosque, y los muchachos sintieron un tenue soplo sobre sus rostros, y se estremecieron imaginando que el Espíritu de la noche había pasado sobre ellos. Hubo una pausa. Un resplandor espectral convirtió la noche en día y mostró nítidas y distintas hasta las más diminutas briznas de hierba, y mostró también tres caras lívidas y asustadas. Un formidable trueno fue retumbando por los cielos y se perdió, con sordas repercusiones, en la distancia. Una bocanada de aire frío barrió el bosque agitando el follaje y esparció como copos de nieve las cenizas del fuego. Otro relámpago cegador iluminó la selva, y tras él siguió el estallido de un trueno que pareció desgajar las copas de los árboles sobre las cabezas de los muchachos. Los tres se abrazaron, aterrados, en la densa oscuridad en que todo volvió a sumergirse. Gruesas gotas de lluvia empezaron a golpear las hojas.

-¡A escape, chicos! ¡A la tienda!

Se irguieron de un salto y echaron a correr, tropezando en las raíces y en las lianas, cada uno por su lado. Un vendaval furioso rugió por entre los árboles, sacudiendo y haciendo crujir cuanto encontraba en su camino. Deslumbrantes relámpagos y truenos ensordecedores se sucedían sin pausa. Y después cayó una lluvia torrencial, que el huracán impelía en líquidas sábanas al ras del suelo. Los chicos se llamaban a gritos, pero los bramidos del viento y el retumbar de la tronada ahogaban por completo sus voces. Sin embargo, se juntaron al fin y buscaron cobijo bajo la tienda, ateridos, temblando de espanto, empapados de agua, pero gozosos de hallarse en compañía en medio de su angustia. No podían hablar por la furia con que aleteaba la maltrecha vela, aunque otros ruidos lo hubiesen permitido. La tempestad crecía por momentos, y la vela, desgarrando sus ataduras, marchó volando en la turbonada. Los chicos, cogidos de la mano, huyeron, arañándose y dando tumbos, a guarecerse bajo un gran roble que se erguía a la orilla del río. La batalla estaba en su punto culminante. Bajo la incesante conflagración de los relámpagos que flameaban en el cielo todo se destacaba crudamente y sin sombras: los árboles doblegados; el río ondulante cubierto de blancas espumas, que el viento arrebataba, y las indecisas líneas de los promontorios y acantilados de la otra orilla se vislumbraban a ratos a través del agitado velo de la oblicua lluvia. A cada momento algún árbol gigante se rendía en la lucha y se desplomaba con estruendosos chasquidos sobre los otros más jóvenes, y el fragor incesante de los truenos culminaba ahora en estallidos repentinos y rápidos, explosiones que desgarraban el oído y producían indecible espanto. La tempestad realizó un esfuerzo supremo, como si fuera a hacer la isla pedazos, incendiarla, sumergirla hasta los ápices de los árboles, arrancarla de su sitio y aniquilar a todo ser vivo que en ella hubiese, todo a la vez, en el mismo instante. Era una tremenda noche para pasarla a la intemperie aquellos pobres chiquillos sin hogar.

Pero al cabo la batalla llegó a su fin, y las fuerzas contendientes se retiraron, con amenazas y murmullos cada vez más débiles y lejanos, y la paz recuperó sus fueros. Los chicos volvieron al campamento, todavía sobrecogidos de espanto; pero vieron que aún tenían algo que agradecer, porque el gran sicomoro resguardo de sus yacijas no era ya más que una ruina, hendido por los rayos, y no habían estado ellos allí, bajo su cobijo, cuando la catástrofe ocurrió.

Todo el campamento estaba empapado, incluso la hoguera, pues no eran sino imprevisoras criaturas, como su generación, y no habían tomado precauciones para en caso de lluvia. Gran desdicha era, porque estaban chorreando y escalofriados. Hicieron gran lamentación; pero enseguida descubrieron que el fuego había penetrado tanto bajo el enorme tronco que servía de respaldar a la hoguera, que un pequeño trecho había escapado a la mojadura. Así, pues, con paciente trabajo y arrimando briznas y cortezas de otros troncos resguardados del chaparrón, consiguieron reanimarlo. Después apilaron encima una gran provisión de palos secos, hasta que surgió de nuevo una chisporroteante hoguera, y otra vez se les alegró el corazón. Sacaron el jamón cocido y tuvieron un festín; y sentados después en tomo del fuego comentaron, exageraron y glorificaron su aventura nocturna hasta que rompió el día, pues no había sitio seco donde tenderse a dormir en todos aquellos alrededores.

Cuando el sol empezó a acariciar a los muchachos, sintieron éstos invencible somnolencia y se fueron al banco de arena a tumbarse y dormir. El sol les abrasó la piel muy a su sabor, y mohínos se pusieron a preparar el desayuno. Después se sintieron con los cuerpos anquilosados, sin coyunturas, y además un tanto nostálgicos de sus casas. Tom vio los síntomas y se puso a reanimar a lo piratas lo mejor que pudo. Pero no sentían ganas de canicas, ni de circo, ni de nadar, ni de cosa alguna. Les hizo recordar el imponente secreto, y así consiguió despertar en ellos un poco de alegría. Antes de que se desvaneciese, logró interesarlos en una nueva empresa. Consistía en dejar de ser piratas por un rato y ser indios, para variar un poco. La idea los sedujo; así es que se desnudaron en un santiamén, y se embadurnaron con barro, a franjas, como cebras. Todos los tres eran jefes, por supuesto, y marcharon a escape, a través del bosque, a atacar un poblado de colonos ingleses.

Después se dividieron en tres tribus hostiles, y se dispararon flechas unos a otros desde emboscadas, con espeluznantes gritos de guerra, y se mataron y se arrancaron las cabelleras a miles. Fue una jornada sangrienta y, por consiguiente, satisfactoria.

Se reunieron en el campamento a la hora de cenar, hambrientos y felices. Pero surgió una dificultad: indios enemigos no podían comer juntos el pan de la hospitalidad sin antes hacer las paces, y esto era, simplemente, una imposibilidad sin fumar la pipa de la paz. Jamás habían oído de ningún otro procedimiento. Dos de los salvajes casi se arrepentían de haber dejado de ser piratas. Sin embargo, ya no había remedio, y con toda la jovialidad que pudieron simular pidieron la pipa y dieron su chupada, según iba pasando a la redonda, conforme al rito.

Y he aquí que se dieron por contentos de haberse dedicado al salvajismo, pues algo habían ganado con ello: vieron que ya podían fumar un poco sin tener que marcharse a buscar navajas perdidas, y que se llegaban a marear del todo. No era probable que por la falta de aplicación desperdiciasen tontamente tan halagüeñas esperanzas como aquello prometía. No; después de cenar prosiguieron, con prudencia, sus ensayos, y el éxito fue lisonjero, pasando por tanto una jubilosa velada. Se sentían más orgullosos y satisfechos de su nueva habilidad que lo hubieran estado de mondar y pelar los cráneos de las tribus de las Seis Naciones. Dejémoslos fumar, charlar y fanfarronear, pues por ahora no nos hacen falta.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Pero no había risas ni regocijo en el pueblo aquella tranquila tarde del sábado. Las familias de los Harper y de tía Polly estaban vistiéndose de luto entre congojas y lágrimas. Una inusitada quietud prevalecía en toda la población, ya de suyo quieta y tranquila a machamartillo. Las gentes atendían a sus menesteres con aire distraído y hablaban poco, pero suspiraban mucho. El asueto del sábado les parecía una pesadumbre a los chiquillos: no ponían entusiasmo en sus juegos y poco a poco desistieron de ellos.

Por la tarde, Becky, sin darse cuenta de ello, se encontró vagando por el patio, entonces desierto, de la escuela, muy melancólica.

«¡Quién tuviera -pensaba- el boliche de latón! ¡Pero no tengo nada, ni un solo recuerdo!», y reprimió un ligero sollozo.

Después se detuvo y continuó su soliloquio:

«Fue aquí, precisamente. Si volviera a ocurrir no le diría aquello, no..., ¡por nada del mundo! Pero ya se ha ido, y no lo veré nunca, nunca más».

Tal pensamiento le hizo romper en llanto, y se alejó, sin rumbo, con las lágrimas rodándole por las mejillas. Después se acercó un nutrido grupo de chicos y chicas -compañeros de Tom y de Joey se quedaron mirando por encima de la empalizada y hablando en tonos reverentes de cómo Tom hizo esto o aquello la última vez que lo vieron, y de cómo Joe dijo tales o cuales cosas -llenas de latentes y tristes profecías, como ahora se veía-; y cada uno señalaba el sitio preciso donde estaban los ausentes en el momento aquel, con tales observaciones como «y yo estaba aquí, como estoy ahora, y como si tú fueras él..., y entonces va él y ríe así..., y a mí me pasó una cosa por todo el cuerpo, y yo no sabía lo que aquello quería decir..., ¡y ahora se ve bien claro!».

Después hubo una disputa sobre quién fue el último que vio vivos a los muchachos, y todos se atribuían aquella fúnebre distinción y ofrecían pruebas más o menos amañadas por los testigos; y cuando, al fin, quedó decidido quiénes habían sido los últimos que los vieron en este mundo y cambiaron con ellos las últimas palabras, los favorecidos adoptaron un aire de sagrada solemnidad e importancia y fueron contemplados con admiración y envidia por el resto. Un pobre chico que no tenía otra cosa de que envanecerse, dijo con manifiesto orgullo del recuerdo:

Pues mira, Tom Sawyer me zurró a mí un día.

Pero tal puja por la gloria fue un fiasco. La mayor parte de los chicos podían decir otro tanto y eso abarató demasiado la distinción.

Cuando terminó la escuela dominical, a la siguiente mañana, la campana empezó a doblar, en vez de voltear como de costumbre. Era un domingo muy tranquilo, y el fúnebre tañido parecía hermanarse con el suspenso y recogimiento de la naturaleza. Empezó a reunirse la gente del pueblo, parándose un momento en el vestíbulo para cuchichear acerca del triste suceso. Pero no había murmullos dentro de la iglesia; sólo el rozar de los vestidos mientras las mujeres se acomodaban en sus asientos turbaba allí el silencio. Nadie recordaba tan gran concurrencia. Hubo al fin una pausa expectante, una callada espera, y entró tía Polly seguida de Sid y Mary, y después la familia Harper, todos vestidos de negro; y los fieles, incluso el anciano pastor, se levantaron y permanecieron en pie hasta que los enlutados tomaron asiento en el banco frontero. Hubo otro silencio emocionante, interrumpido por algún ahogado sollozo, y después el pastor extendió las manos y oró. Se entonó un himno conmovedor y el sacerdote anunció el texto de su sermón: «Yo soy la resurrección y la vida».

En el curso de su oración trazó el buen señor tal pintura de las gracias, amables cualidades y prometedoras dotes de los tres desaparecidos, que cuantos le oían, creyendo reconocer la fidelidad de los retratos, sintieron agudos remordimientos al recordar que hasta entonces se habían obstinado en cerrar los ojos para no ver esas cualidades excelsas y sí sólo faltas y defectos en los pobres chicos. El pastor relató, además, muchos y muy enternecedores rasgos en la vida de aquéllos, que demostraban la ternura y generosidad de sus corazones; y la gente pudo ver ahora claramente lo noble y hermoso de esos episodios y recordar con pena que cuando ocurrieron no les habían parecido sino insignes picardías, merecedoras del zurriago. La concurrencia se fue enterneciendo más y más a medida que el relato seguía, hasta que todos los presentes dieron rienda suelta a su emoción y se unieron a las llorosas familias de los desaparecidos en un coro de acongojados sollozos, y el predicador mismo, sin poder contenerse, lloraba en el púlpito.

En la galería hubo ciertos ruidos que nadie notó; poco después rechinó la puerta de la iglesia; el pastor levantó los ojos lacrimosos por encima del pañuelo, y... ¡se quedó petrificado! Un par de ojos primero, y otros después, siguieron a los del pastor, y enseguida, como movida por un solo impulso, toda la concurrencia se levantó y se quedó mirando atónita, mientras los tres muchachos difuntos avanzaban en hilera por la nave adelante: Tom a la cabeza, Joe detrás, y Huck, un montón de colgantes harapos, huraño y azorado, cerraba la marcha. Habían estado escondidos en la galería, que estaba siempre cerrada, escuchando su propio panegírico fúnebre.

Tía Polly, Mary y los Harper se arrojaron sobre sus respectivos resucitados, sofocándolos a besos y prodigando gracias y bendiciones, mientras el pobre Huck permanecía abochornado y sobre ascuas, no sabiendo qué hacer o dónde esconderse de tantas miradas hostiles. Vaciló, y se disponía a dar la vuelta y escabullirse, cuando Tom le asió y dijo:

-Tía Polly, esto no vale. Alguien tiene que alegrarse de ver a Huck.

-¡Y de cierto que sí! ¡Yo me alegro de verlo, pobrecito desamparado sin madre!

Y los agasajos y mimos que tía Polly le prodigó eran la única cosa capaz de aumentar aún más su azoramiento y su malestar. De pronto el pastor gritó con todas sus fuerzas:

-«¡Alabado sea Dios, por quien todo bien nos es dado!...» ¡Cantad con toda el alma!

Y así lo hicieron. El viejo himno se elevó tonante y triunfal, y mientras el canto hacía trepidar las vigas, Tom Sawyer, el pirata, miró en torno suyo a las envidiosas caras juveniles que le rodeaban, y se confesó a sí mismo que era aquél el momento de mayor orgullo de su vida.

Cuando los estafados concurrentes fueron saliendo, decían que casi desearían volver a ser puestos en ridículo con tal de oír otra vez el himno cantado de aquella manera.

Tom recibió más sopapos y más besos aquel día -según los tornadizos rumores de tía Polly- que los que ordinariamente se ganaba en un año, y no sabía cuál de las dos cosas expresaba más agradecimiento a Dios y cariño para su propia persona.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Aquél era el gran secreto de Tom: la idea de regresar con sus compañeros en piratería y asistir a sus propios funerales. Habían remado hasta la orilla del Missouri, a horcajadas sobre un tronco, al atardecer del sábado, tomando tierra a cinco o seis millas más abajo del pueblo; habían dormido en los bosques, a poca distancia de las casas, hasta la hora del alba, y entonces se habían deslizado por entre callejuelas desiertas y habían dormido lo que les faltaba de sueño en la galería de la iglesia, entre un caos de bancos perniquebrados.

Durante el desayuno, el lunes por la mañana, tía Polly y Mary se deshicieron en amabilidades con Tom y en agasajarle y servirle. Se habló mucho, y un el curso de la conversación dijo tía Polly:

-La verdad es que no puede negarse que ha sido un buen bromazo, Tom, tenernos sufriendo a todos casi una semana, mientras vosotros lo pasabais en grande; pero ¡qué pena que hayas tenido tan mal corazón para dejarme sufrir a mí de esa manera! Si podías venirte sobre un tronco para ver tu funeral, también podías haber venido y haberme dado a entender de algún modo que no estabas muerto, sino únicamente de escapatoria.

-Sí, Tom, debías haberlo hecho -dijo Mary-, y creo que no habrías dejado de hacerlo si llegas a pensar en ello.

-¿De veras, Tom? -dijo tía Polly con expresión de viva ansiedad-. Dime, ¿lo hubieras hecho si llegas a acordarte?

-Yo..., pues no lo sé. Hubiera echado todo a perder.

-Tom, creí que me querías siquiera para eso -dijo la tía con dolorido tono, que desconcertó al muchacho-. Algo hubiera sido el quererme lo bastante para pensar en ello, aunque no lo hubieses hecho.

-No hay tal en ello, tía -alegó Mary-; es sólo el atolondramiento de Tom, que no ve más que lo que tiene delante y no se acuerda nunca de nada.

-Pues peor que peor. Sid hubiera pensado, y Sid hubiera venido, además. Algún día te acordarás, Tom, cuando ya sea demasiado tarde, y sentirás no haberme querido algo más cuando tan poco te hubiera costado.

-Vamos, tía, ya sabe que la quiero -dijo Tom.

-Mejor lo sabría si te portases de otra manera.

-¡Lástima que no lo pensase! -dijo Tom, contrito-; pero, de todos modos, soñé con usted. Eso ya es algo, ¿eh?

-No es mucho..., otro tanto hubiera hecho el gato; pero mejor es que nada. ¿Qué es lo que soñaste?

-Pues el miércoles por la noche soñé que estaba usted sentada ahí junto a la cama, y Sid junto a la leñera, y Mary pegada a él.

-Y es verdad que sí. Así nos sentamos siempre. Me alegro que en sueños te preocupes, aunque sea tan poco, de nosotros.

-Y soñé que la madre de Joe Harper estaba aquí.

-¡Pues sí que estaba! ¿Qué más soñaste?

-La mar. Pero ya casi no me acuerdo.

-Bueno, trata de acordarte. ¿No puedes?

-No sé cómo me parece que el viento..., el viento sopló la..., la...

-¡Recuerda, Tom! El viento sopló alguna cosa. ¡Vamos! Tom se apretó la frente con las manos, mientras los otros permanecían suspensos, y dijo al fin:

-¡Ya lo tengo! ¡Ya lo sé! Sopló la vela.

-¡Dios de mi vida! ¡Sigue, Tom, sigue!

-Y me acuerdo que usted... dijo: «Me parece que esa puerta...»

-¡Sigue, Tom!

-Déjeme pensar un poco..., un momento. ¡Ah, sí!, dijo que la puerta estaba abierta.

-¡Como estoy aquí sentada que lo dije! ¿No lo dije, Mary? ¡Sigue!

-Y después, después..., no estoy seguro, pero me parece que le dijo a Sid que fuese y...

-¡Anda, anda! ¿Qué le mandé que hiciese?

-Le mandó usted..., le mandó... ¡que cerrase la puerta!

-¡En el nombre de Dios! ¡No oí cosa igual en mis días! Que me digan ahora que no hay nada en los sueños. No ha de pasar una hora sin que sepa de esto Sereny Harper. Quisiera ver qué razón da de ello con todas sus pamplinas sobre las supersticiones. ¡Sigue, Tom!

-Ya lo voy viendo todo claro como la luz. Enseguida dijo usted que yo no era malo, sino travieso y alocado, y que no se me podía culpar más que..., que a un potro me parece que fue.

-¡Y así mismo fue! ¡Vamos! ¡Dios Todopoderoso! ¿Qué más, Tom?

-Y entonces empezó usted a llorar.

-¡Así pasó, así pasó! Ni era la primera vez. Y después...

-Después la madre de Joe lloró también, y dijo que lo mismo era su hijo, que ojalá no le hubiera azotado por comerse la crema, cuando ella misma la había tirado.

-¡Tom! ¡El espíritu había descendido sobre ti! ¡Estabas profetizado! Eso es lo que hacías. ¡Dios me valga! ¡Sigue, Tom!

-Entonces Sid dijo, dijo...

-Yo creo que no dije nada -indicó Sid.

-Sí, algo dijiste, Sid -dijo Mary.

-¡Cerrad el pico y que hable Tom! ¿Qué es lo que dijo Sid?

-Dijo que esperaba que lo pasase mejor donde estaba, pero que si yo hubiese sido mejor...

-¿Lo oís? ¡Fueron sus propias palabras!

-Y usted le hizo que se callase.

¡Así mismo fue! ¡Debió de haber un ángel por aquí! ¡Aquí había un ángel por alguna parte!

-Y mistress Marper contó que Joe la había asustado con un petardo, y usted contó lo de Perico y el «matadolores».

-Tan cierto como es de día.

-Después se habló de dragar el río para buscarnos y de que los funerales serían el domingo, y usted y ella se abrazaron y lloraron, y después se marchó.

-Así mismo pasó. Así precisamente, tan cierto como estoy sentada en esta silla. Tom no podrías contarlo mejor aunque lo hubieses visto. ¿Y después qué pasó?

-Después me pareció que rezaba usted por mí..., y creía que la estaba viendo y que oía todo lo que decía. Y se metió usted en la cama y yo fui y cogí un pedazo de corteza y escribí en ella: «No estamos muertos; no estamos más que haciendo de piratas», y lo puse en la mesa junto al candelero; y parecía usted tan buena allí, dormida, que me incliné y le di un beso.

-¿De veras, Tom, de veras? ¡Todo te lo perdono por eso! -y estrechó a Tom en un apretadísimo abrazo que le hizo sentirse el más culpable de los villanos.

Fue una buena acción, aunque es verdad que fue solamente..., en sueños -balbuceó Sid en un monólogo apenas audible.

-¡Cállate, Sid! Uno hace en sueños justamente lo que haría estando despierto. Aquí tienes una manzana como no hay otra, que estaba guardando para ti si es que llegaban a encontrarte... Y ahora vete a la escuela. Doy gracias a Dios bendito, Padre común de todos, porque me has sido devuelto, porque es paciente y misericordioso con los que tienen fe en Él y guardan sus mandamientos, aunque soy tan indigna de sus bondades; pero si únicamente los dignos recibieran su gracia y su ayuda en las adversidades, pocos serían los que disfrutarían aquí abajo o llegarían a entrar en la paz del Señor en la plenitud de los tiempos. ¡Andando, Sid, Mary, Tom!... ¡Ya estáis en marcha! ¡Quitaos de en medio, que ya me habéis mareado bastante!

Los niños se fueron a la escuela y la anciana a visitar a la señora Harper y aniquilar su escéptico positivismo con el maravilloso sueño de Tom. Sid fue lo bastante listo para callarse el pensamiento que tenía en las mientes al salir de casa. Era éste:

«Bastante flojito... Un sueño tan largo como ése, y sin una sola equivocación en todo él».

¡En qué héroe se había convertido Tom! Ya no iba dando saltos y corvetas, sino que avanzaba con majestuoso y digno continente, como correspondía a un pirata que sentía las miradas del público fijas en él. Y la verdad es que lo estaban: trataba de fingir que no notaba esas miradas u oía los comentarios a su paso; pero eran néctar y ambrosía para él. Llevaba a la zaga un enjambre de chicos más pequeños, tan orgullosos de ser vistos en su compañía o tolerados por él como si Tom hubiese sido el tamborilero a la cabeza de una procesión o el elefante entrando en el pueblo al frente de una colección de fieras.

Los muchachos de su edad fingían que no se habían enterado de su ausencia; pero se consumían, sin embargo, de envidia. Hubieran dado todo lo del mundo por tener aquella piel curtida y tostada del sol y aquella deslumbrante notoriedad, y Tom no se hubiera desprendido de ella ni siquiera por un circo.

En la escuela, los chicos asediaron de tal manera a Tom y Joe y era tal la admiración con que los contemplaban, que no tardaron los dos héroes en ponerse insoportables de puro tiesos y finchados. Empezaron a relatar sus aventuras a los insaciables oyentes...; pero no hicieron más que empezar, pues no era cosa a la que fácilmente se pudiera poner remate, con imaginaciones como las suyas para suministrar materiales. Y por último, cuando sacaron las pipas y se pasearon serenamente lanzando bocanadas de humo, alcanzaron el más alto pináculo de la gloria.

Tom decidió que ya no necesitaba de Becky Thatcher. Con la gloria le bastaba. Ahora que había llegado a la celebridad, acaso quisiera ella hacer las paces. Pues que lo pretendiera: ya vería que él podía ser tan indiferente como el que más. En aquel momento llegó ella. Tom hizo como que no la veía y se unió a un grupo de chicos y chicas y empezó a charlar. Vio que ella saltaba y corría de aquí para allá, encendida la cara y brillantes los ojos, muy ocupada al parecer en perseguir a sus compañeras y riéndose locamente cuando atrapaba alguna; pero Tom notó que todas las capturas las hacía cerca de él y que miraba con el rabillo del ojo en su dirección. Halagaba aquello cuanta maligna vanidad había en él, y así, en vez de conquistarle, no hizo más que ponerle más despectivo y que con más cuidado evitase dejar ver que sabía que ella andaba por allí. A poco dejó Becky de loquear y erró indecisa por el patio, suspirando y lanzando hacia Tom furtivas y ansiosas ojeadas. Observó que Tom hablaba más con Amy Lawrence que con ninguna otra. Sintió aguda pena y se puso azorada y nerviosa. Trató de marcharse, pero los pies no le obedecían y, a pesar suyo, la llevaron hacia el grupo. Con fingida animación dijo a una niña que estaba al lado de Tom:

-¡Hola, Mary, pícara! ¿Por qué no fuiste a la escuela dominical?

-Sí, fui; ¿no me viste?

-¡Pues no te vi!; ¿dónde estabas?

-En la clase de miss Peters, donde siempre voy.

-¿De veras? ¡Pues no te vi! Quería hablarte de la merienda campestre.

-¡Qué bien! ¿Quién la va a dar?

-Mamá me va a dejar que yo la dé.

-¡Qué alegría! ¿Y dejará que yo vaya?

-Pues sí. La merienda es por mí, y mamá permitirá que vayan los que yo quiera; y quiero que vayas tú.

-Eso está muy bien; ¿y cuándo va a ser?

-Pronto. Puede ser que para las vacaciones.

-¡Cómo nos vamos a divertir! ¿Y vas a llevar a todas las chicas y chicos?

-Sí, a todos los que son amigos míos..., o que quieran serlo -y echó a Tom una mirada rápida y furtiva; pero él siguió charlando con Amy sobre la terrible tormenta de la isla y de cómo un rayo hendió el gran sicomoro «en astillas» mientras él estaba «en pie a menos de una vara del árbol».

-¿Iré yo? -dijo Gracie Miller.

-Sí.

-¿Y yo? -preguntó Sally Rogers.

-Sí.

-¿Y también yo? -preguntó Susana Harper-. ¿Y Joe?

-Sí.

Y así siguieron, con palmoteos de alegría, hasta que todos los del grupo habían pedido que se los convidase, menos Tom y Amy. Tom dio, desdeñoso, la vuelta, y se alejó con Amy, sin interrumpir su coloquio. A Becky le temblaron los labios y las lágrimas le asomaron a los ojos, aunque lo disimuló con una forzada alegría y siguió charlando; pero ya la merienda había perdido su encanto, y todo lo demás, también; se alejó en cuanto pudo a un lugar apartado para darse «un buen atracón de lloran», según la expresión de su sexo. Después se fue a sentar sombría, herida en su amor propio, hasta que tocó la campana. Se irguió encolerizada, con un vengativo fulgor en los ojos; dio una sacudida a las trenzas, y se dijo que ya sabía lo que iba a hacer.

Durante el recreo Tom siguió coqueteando con Amy, jubiloso y satisfecho. No cesó de andar de un lado para otro para encontrarse con Becky y hacerle sufrir a su sabor. Al fin consiguió verla; pero el termómetro de su alegría bajó de pronto a cero. Estaba sentada confortablemente en un banquito detrás de la escuela, viendo un libro de estampas con Alfredo Temple; y tan absorta estaba la pareja y tan juntas ambas cabezas, inclinadas sobre el libro, que no parecían darse cuenta de que existía el resto del mundo. Los celos abrasaron a Tom como fuego líquido que corriese por sus venas. Abominaba de sí mismo por haber desperdiciado la ocasión que Becky le había ofrecido para que se reconciliase. Se llamó idiota y cuantos insultos encontró a mano. Sentía pujos de llorar, de pura rabia. Amy seguía charlando alegremente mientras paseaban, porque estaba loca de contento; pero Tom había perdido el uso de la lengua. No oía lo que Amy le estaba diciendo, y cuando se callaba, esperando una respuesta, no podía él más que balbucir un asentimiento que casi nunca venía a palo. Procuró pasar una y otra vez por detrás de la escuela, para saciarse los ojos en el odioso espectáculo: no podía remediarlo. Y le enloquecía ver, o creer que veía, que Becky ni por un momento había llegado a sospechar que él estaba allí, en el mundo de los vivos. Pero ella veía, sin embargo; y sabía, además, que estaba venciendo en la contienda, y gozosa en verle sufrir como ella había sufrido. El gozoso cotorreo de Amy se hizo inaguantable. Tom dejó caer indirectas sobre cosas que tenía que hacer, cosas que no podían aguardar, y el tiempo volaba. Pero en vano: la muchacha no cerraba el pico. Tom pensaba: «¡Maldita sea! ¿Cómo me voy a librar de ella?» Al fin, las cosas que tenía que hacer no pudieron esperar más. Ella dijo, cándidamente, que «andaría por allí» al acabarse la escuela. Y él se fue disparado y lleno de rencor contra ella.

«¡Cualquiera otro que fuera!... -pensaba, rechinando los dientes-. ¡Cualquiera otro, de todos los del pueblo, menos ese gomoso de San Luis, que presume de elegante y de aristócrata! Pero está bien. ¡Yo te zurré el primer día que pisaste este pueblo y te he de pegar otra vez! ¡Espera un poco que te pille en la calle! Te voy a coger y...»

Y realizó todos los actos y movimientos requeridos para dar una formidable somanta a un muchacho imaginario, soltando puñetazos al aire, sin olvidar los puntapiés y acogotamientos.

«¿Qué?, ¿ya tienes bastante? ¿No puedes más, eh? Pues con eso aprenderás para otra vez».

Y así el vapuleo ilusorio se acabó a su completa satisfacción. Tom voló a su casa a mediodía. Su conciencia no podía ya soportar por más tiempo el gozo y la gratitud de Amy, y sus celos tampoco podían soportar ya más la vista del otro dolor. Becky prosiguió la contemplación de las estampas; pero como los minutos pasaban lentamente y Tom no volvió a aparecer, para someterlo a nuevos tormentos, su triunfo empezó a nublarse y ella a sentir mortal aburrimiento. Se puso seria y distraída, y después, taciturna. Dos o tres veces aguzó el oído, pero no era más que una falsa alarma. Tom no aparecía. Al fin se sintió del todo desconsolada y arrepentida de haber llevado las cosas a tal extremo. El pobre Alfredo, viendo que se le iba de entre las manos, sin saber por qué, seguía exclamando: «¡Aquí hay una preciosa! ¡Mira ésta!»; pero ella acabó de perder la paciencia y le dijo: «¡Vaya, no me fastidies! ¡No me gustan!»; y rompió en lágrimas, se levantó, y se fue de allí.

Alfredo la alcanzó y se puso a su lado, dispuesto a consolarla, cuando ella le dijo:

-¡Vete de aquí y déjame en paz! ¡No te puedo ver!

El muchacho se quedó parado, preguntándose qué es lo que podía haber hecho, pues Becky le había dicho que estaría viendo las estampas durante todo el asueto de mediodía, y ella siguió su camino llorando. Después Alfredo entró, meditabundo, en la escuela desierta. Estaba humillado y furioso. Fácilmente rastreó la verdad: Becky había hecho de él un instrumento para desahogar su despecho contra un rival. Tal pensamiento no era para disminuir su aborrecimiento hacia Tom. Buscaba un medio de vengarse sin mucho riesgo para su persona. Sus ojos tropezaron con la gramática de su rival. Abrió el libro por la página donde estaba la lección para aquella tarde y la embadurnó de tinta. En aquel momento Becky se asomó a la ventana, detrás de él, vio la maniobra y siguió su camino sin ser vista. La niña se volvió a su casa con la idea de buscar a Tom y contarle lo ocurrido: él se lo agradecería y con eso habían de acabar sus mutuas penas. Antes de llegar a medio camino ya había, sin embargo, mudado de parecer. Recordó la conducta de Tom al hablar ella de la merienda, y enrojeció de vergüenza. Y resolvió dejar que le azotasen por el estropicio de la gramática, y aborrecerlo eternamente, por añadidura.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Tom llegó a su casa de negrísimo humor, y las primeras palabras de su tía le hicieron ver que había traído sus penas a un mercado ya bastante abastecido, donde tendrían poca salida.

-Tom, me están dando ganas de desollarte vivo.

-Pues ¿qué he hecho, tía?

-Pues has hecho de sobra. Me voy, ¡pobre de mí!, a ver a Sereny Harper, como una vieja boba que soy, figurándome que le iba a hacer creer todas aquellas simplezas de tus sueños, cuando me encuentro con que ya había descubierto, por su Joe, que tú habías estado aquí y que habías escuchado todo lo que dijimos aquella noche. Tom, ¡no sé en lo que puede venir a parar un chico capaz de hacer una cosa parecida! Me pongo mala de pensar que hayas podido dejarme ir a casa de Sereny Harper y ponerme en ridículo, y no decir palabra.

Éste era un nuevo aspecto de la cuestión. Su agudeza de por la mañana le había parecido antes una broma ingeniosa y saladísima. Ahora sólo le parecía una estúpida villanía. Dejó caer la cabeza y por un momento no supo qué decir.

-Tiíta -dijo al fin-, quisiera no haberlo hecho, pero no pensé...

-¡Diablo de chico! ¡No piensas nunca! No piensas nunca en nada como no sea en tu propio egoísmo. Pudiste pensar en venir hasta aquí desde la isla de Jackson para reírte de nuestros apuros, y no se te ocurrió no ponerme en berlina con una mentira como la del sueño; pero tú nunca piensas en tener lástima de nosotros ni en evitarnos penas.

-Tía, ya sé que fue una maldad, pero lo hice sin intención; te juro que sí. No vine aquí a burlarme aquella noche.

-Pues ¿a qué venías entonces?

-Era para decirle que no se apurase por nosotros, porque no nos habíamos ahogado.

-¡Tom, Tom! ¡Qué contenta estaría si pudiera creer que eres capaz de tener un pensamiento tan bueno como ése!; pero bien cabes tú que no lo has tenido..., bien lo sabes.

-De verás que sí, tic. Que no me mueva de aquí si no lo tuve.

-No mientas, Tom, no mientas. Con eso no haces más que agravarlo.

-No es mentira, tía, es la pura verdad. Quería que usted no estuviera pasando malos ratos; para eso sólo vine aquí.

-No sé lo que daría por creerlo; eso compensaría por un sinfín de pecados, Tom. Casi me alegraría de que hubieses hecho la diablura de escaparte; pero no es creíble, porque, ¿cómo fue que no lo dijiste, criatura?

-Pues mire, tía: cuando empezaron a hablar de los funerales me vino la idea de volver allí y escondernos en la iglesia, y no sé cómo, no pude resistir la tentación, y no quise echarla a perder. De modo que me volví a meter la corteza en el bolsillo y no abrí el pico.

-¿Qué corteza?

-Una corteza donde había escrito diciendo que nos habíamos hecho piratas. ¡Ojalá se hubiera usted despertado cuando la besé!, lo digo de veras.

El severo ceño de la tía se dulcificó y un súbito enternecimiento apareció en sus ojos.

-¿Me besaste, Tom?

-Pues sí, la besé.

-¿Estás seguro, Tom?

-Sí, tía. Seguro.

-¿Por qué me besaste?

-Porque la quiero tanto, y estaba usted allí llorando, y yo lo sentía mucho.

-¡Pues bésame otra vez, Tom!..., y ya estás marchándote a la escuela, y no me muelas más.

En cuanto él se fue, corrió a una alacena y sacó los restos de la chaqueta con que Tom se había lanzado a la piratería. Pero se contuvo de pronto, con ella en la mano, y se dijo a sí misma:

«No, no me atrevo. ¡Pobrecito! Me figuro que ha mentido..., pero es una santa mentira, porque ¡me consuela tanto! Espero que el Señor..., sé que el Señor se la perdonará, porque la ha dicho de puro buen corazón. Pero no quiero descubrir que ha sido mentira y no quiero mira».

Volvió a guardar la chaqueta, y se quedó allí, musitando un momento. Dos veces alargó la mano para volver a coger la prenda, y las dos se contuvo. Una vez más repitió el intento y se reconfortó con esta reflexión. «Es una mentira buena..., es una mentira buena..., no ha de causar pesadumbre». Registró el bolsillo de la chaqueta. Un momento después estaba leyendo, a través de las lágrimas, lo que Tom había escrito en la corteza, y se decía:

«¡Le perdonaría ahora al chico aunque hubiera cometido un millón de pecados!»




ArribaAbajoCapítulo XX

Había algo en el ademán y en la expresión de tía Polly cuando besó a Tom que dejó los espíritus de éste limpios de melancolía y le tomó de nuevo feliz y contento. Se fue hacia la escuela, y tuvo la suerte de encontrarse a Becky en el camino. Su humor del momento determinaba siempre sus actos. Sin un instante de vacilación corrió a ella y le dijo:

-Me he portado suciamente esta mañana, Becky. Nunca, nunca lo volveré a hacer mientras viva. ¿Vamos a echar pelillos a la mar?

La niña se detuvo y le miró, desdeñosa, cara a cara.

-Le agradeceré a usted que se quite de mi presencia, señor Thomas Sawyer. En mi vida volveré a hablarle.

Echó atrás la cabeza y siguió adelante. Tom se quedó tan estupefacto que no tuvo ni siquiera la presencia de ánimo para decirle: «¡Y a mí qué me importa!», hasta que el instante oportuno había ya pasado. Así es que nada dijo, pero temblaba de rabia. Entró en el patio de la escuela. Querría que Becky hubiera sido un muchacho, imaginándose la tunda que le daría si así fuera. A poco se encontró con ella, y al pasar le dijo una indirecta mortificante. Ella le soltó otra, y la brecha del odio que los separaba se hizo un abismo. Le parecía a Becky, en el acaloramiento de su rencor, que no llegaba nunca la hora de empezar la clase: tan impaciente estaba de ver a Tom azotado por el menoscabo de la gramática. Si alguna remota idea le quedaba de acusar a Alfredo Temple, la injuria de Tom la había desvanecido por completo.

No sabía la pobrecilla que pronto ella misma se iba a encontrar en apuros. El maestro, míster Dobbins, había alcanzado la edad madura con una ambición no satisfecha. El deseo de su vida había sido llegar a hacerse doctor; pero la pobreza le había condenado a no pasar de maestro de escuela de pueblo. Todos los días sacaba de su pupitre un libro misterioso y se absorbía en su lectura cuando las tareas de la clase se lo permitían. Guardaba aquel libro bajo llave. No había un solo chiquillo en la escuela que no pereciese de ganas de echarle una ojeada, pero nunca se les presentó la ocasión. Cada chico y cada chica tenía su propia hipótesis acerca de la naturaleza de aquel libro; pero no había dos que coincidieran, y no había manera de llegar a la verdad del caso. Ocurrió que al pasar Becky junto al pupitre, que estaba inmediato a la puerta, vio que la llave estaba en la cerradura. Era un instante único. Echó una rápida mirada en derredor: estaba sola, y en un momento tenía el libro en las manos. El título, en la primera página, nada le dijo: «Anatomía, por profesor Fulánez»; así es que pasó más hojas y se encontró con un lindo frontispicio en colores en el que aparecía una figura humana. En aquel momento una sombra cubrió la página, y Tom Sawyer entró en la sala y tuvo un atisbo de la estampa. Becky arrebató el libro para cerrarlo, y tuvo la mala suerte de rasgar la página hasta la mitad. Metió el volumen en el pupitre, dio vuelta a la llave y rompió a llorar de enojo y de vergüenza.

-Tom Sawyer, eres un indecente en venir a espiar lo que una hace y a averiguar lo que está mirando.

-¿Cómo podía yo saber que estabas viendo eso?

Vergüenza te debía dar, porque bien sabes que vas a acusarme. ¿Qué haré, Dios mío, qué haré? ¡Me van a pegar y nunca me habían pegado en la escuela!

Después dio una patada en el suelo y dijo:

-¡Pues sé todo lo innoble que quieras! Yo sé una cosa que va a pasar. ¡Te aborrezco! ¡Te odio! -y salió de la clase, con una nueva explosión de llanto.

Tom se quedó inmóvil, un tanto perplejo por aquella arremetida. «¡Qué raras y qué tontas son las chicas! -me dijo-. ¡Que no la han zurrado nunca en la escuela!... ¡Bah!, ¿qué es una zurra? Chica había de ser: son todas tan delicaditas y tan miedosas... Por supuesto; que no voy a decir nada de esta tonta a Dobbins, porque hay otros medios de que me las pague que no son tan sucios. ¿Qué pasará? Dobbins va a preguntar quién le ha roto el libro. Nadie va a contestar. Entonces hará lo que hace siempre: preguntar a una por una, y cuando llegue a la que lo ha hecho, lo sabe sin que se lo diga. A las chicas se les conoce en la cara. Después le pegará. Becky se ha metido en un mal paso y no le veo salida». Tom reflexionó un rato, y luego añadió: «Pues le está bien. A ella le gustaría verme a mí en el mismo aprieto, pues que se aguante».

Tom fue a reunirse con sus bulliciosos compañeros. Poco después llegó el maestro y empezó la clase. Tom no puso gran atención en el estudio. Cada vez que miraba al lado de la sala donde estaban las niñas, la cara de Becky le turbaba. Acordándose de todo lo ocurrido, no quería compadecerse de ella, y sin embargo no podía remediarlo. No podía alegrarse sino con una alegría falsa. Ocurrió a poco el descubrimiento del estropicio en la gramática, y los pensamientos de Tom tuvieron harto en que ocuparse con sus propias cuitas durante un rato. Becky volvió en si de su letargo de angustia y mostró gran interés en tal acontecimiento. Esperaba que Tom no podría salir del apuro sólo con negar que él hubiera vertido la tinta, y tenía razón. La negativa no hizo más que agravar la falta. Becky suponía que iba a gozar con ello, y quiso convencerse de que así era. Cuando llegó lo peor, sintió un vivo impulso de levantarse y acusar a Alfredo, pero se contuvo haciendo un esfuerzo, y dijo para sí: «Él me ha de acusar de haber roto la estampa. Estoy segura. No diré palabra, ni para salvarle la vida».

Tom recibió la azotaina y se volvió a su asiento sin gran tribulación, pues pensó que no era difícil que él mismo, sin darse cuenta, hubiera vertido la tinta al hacer alguna cabriola. Había negado por pura fórmula y porque era costumbre, y había persistido en la negativa por cuestión de principio.

Transcurrió toda una hora. El maestro daba cabezadas en su trono; el monótono rumor del estudio incitaba al sueño. Después míster Dobbins se irguió en su asiento, bostezó, abrió el pupitre y alargó la mano hacia el libro, pero parecía indeciso entre cogerlo o dejarlo. La mayor parte de los discípulos levantaron la mirada lánguidamente; pero dos de entre ellos seguían los movimientos del maestro con los ojos fijos, sin pestañear. Míster Dobbins se quedó un rato palpando el libro, distraído, y por fin lo sacó y se acomodó en la silla para leer.

Tom lanzó una mirada a Becky. Había visto una vez un conejo perseguido y acorralado, frente al cañón de una escopeta, que tenía idéntico aspecto. Instantáneamente olvidó su querella. ¡Pronto, había que hacer algo y que hacerlo en un relámpago! Pero la misma inminencia del peligro paralizaba su inventiva. ¡Bravo! ¡Tenía una inspiración!: lanzarse de un salto, coger el libro y huir por la puerta como un rayo...; pero su resolución titubeó por un breve instante, y la oportunidad había pasado: el maestro abrió el libro. ¡Si la perdida ocasión pudiera volver! Pero ya no había remedio para Becky, pensó. Un momento después el maestro se irguió amenazador. Todos los ojos se bajaron ante su mirada; había algo en ella que hasta al más inocente sobrecogía. Hubo un momentáneo silencio: el maestro estaba acumulando su cólera. Después habló:

-¿Quién ha rasgado este libro?

Profundo silencio. Se hubiera oído volar una mosca. La inquietud continuaba; el maestro examinaba cara por cara, buscando indicios de culpabilidad.

-Benjamín Rogers, ¿has rasgado tú ese libro? Una negativa. Otra pausa.

-Joseph Harper, ¿has sido tú?

Otra negativa. La nerviosidad de Tom se iba haciendo más y más violenta bajo la lenta tortura de aquel procedimiento. El maestro recorrió con la mirada las filas de los muchachos, meditó un momento, y se volvió hacia las niñas.

-¿Amy Lawrence?

Un sacudimiento de cabeza.

-¿Gracie Miller?

La misma señal.

-Susana Harper, ¿has sido tú?

Otra negativa. La niña inmediata era Becky. La excitación y lo irremediable del caso hacía temblar a Tom de la cabeza a los pies.

-Rebeca Thatcher... (Tom la miró: estaba lívida de terror), ¿has sido tú?...; no, mírame a la cara... (La niña, levantó las manos suplicantes.) ¿Has sido tú la que ha rasgado el libro?

Una idea relampagueó en el cerebro de Tom. Se puso en pie y gritó:

-¡He sido yo!

Toda la clase se le quedó mirando, atónita ante tamaña locura. Tom permaneció un momento inmóvil, recuperando el uso de sus dispersas facultades; y cuando se adelantó a recibir el castigo, la sorpresa, la gratitud, la adoración que leyó en los ojos de la pobre Becky, le parecieron paga bastante para cien palizas. Enardecido por la gloria de su propio acto sufrió sin una queja el más despiadado vapuleo que el propio míster Dobbins jamás había administrado; y también recibió con indiferencia cruel la noticia de que tendría que permanecer allí dos horas al terminar la clase: sabía quién había de esperar por él a la puerta hasta el término de su cautividad y sin lamentar el aburrimiento de la espera.

Tom se fue aquella noche a la cama madurando planes de venganza contra Alfredo Temple, pues, avergonzada y contrita, Becky le había contado todo, sin olvidar su propia traición; pero la sed de venganza tuvo que dejar el paso a más gratos pensamientos, y se durmió al fin con las últimas palabras de Becky sonándole confusamente en el oído:

-Tom, ¿cómo podrás ser tan noble?



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