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Las ballenas y las vacas, animales de escritura

Entrevista de Tununa Mercado a Margo Glantz

Tununa Mercado





Se llama Margo Glantz pero los argentinos que la conocen, arrastrados por la connotación tanguera, insisten en llamarla Margó. Nació en México en los treinta. En el mundo literario latinoamericano hay pocos que hayan podido reunir como ella una obra crítica y académica tan brillante y una obra literaria que por su audacia está fuera de lugar, en una constelación aparte que tolera pocos nombres. Algunos de sus libros son libros-objeto, otros ya son de colección, inhallables. En el transcurso de esta entrevista Margo Glantz traza parte de su propia bibliografía, que alcanza más de treinta títulos. Faltan de esa lista sus dos últimos libros de «ficción», una novela, Apariciones (México, Alfaguara, 1996) y Zona de derrumbe, relatos, que acaba de publicarse en Beatriz Viterbo Editora. Esos títulos, así como sus ensayos literarios, Esguince de cintura, ¿Sor Juana Inés de la Cruz, hagiografía o autobiografía? y Borrones y borradores. Reflexiones sobre el ejercicio de la escritura (Ensayos de literatura colonial. De Bernal del Castillo a Sor Juana Inés de la Cruz) estaban en proceso de escritura o de publicación cuando se hizo esta entrevista.

Si algo sorprende en tu obra es la variedad y la versatilidad de sus registros. La mirada erudita se detiene en el detalle, y en éste se solaza una cosmovisión que termina por expandir lo que aparentaba pequeñez. Quisiera poder deslindar el mecanismo de selección que configura finalmente tu singularidad y la singularidad de tus textos. Empecemos por tus objetos imaginarios, acaso los más remotos, los que estaban en el primer orden y en el primer desorden, en el ropero de la infancia.

Yo no me puedo acordar demasiado de lo que había en mis roperos porque nos mudábamos permanentemente de casa. Había más bien una carencia. Recuerdo haber tenido muñecas hasta los cinco o seis años. Me acuerdo de algunas: una muñeca que me regalaron porque aprendí a leer muy temprano, que tenía un mecanismo muy curioso; era muy antigua, pero hablaba. Tenía una especie de tela adhesiva con agujeritos en la panza. Y yo me metí en la tina con ella y, desde luego, dejó de hablar. Debo haber tenido entonces unos seis años. A partir de ese momento yo no merecí ningún premio, ninguna muñeca. Después, cuando mi hermana Susana se enfermó de tuberculosis ósea y tuvo que usar muletas, mi papá fue a los Estados Unidos y trajo una sola muñeca, una Shirley Temple, con un pijama de seda chino, con unas franjas naranja y un dragón bordado, y se la regaló a ella. Entonces yo entré en una violencia infinita, tomé la muñeca, la metí en la mochila de la escuela que estaba llena de tinta, sucia, porque siempre fui de lo más torpe y descuidada, y me escapé de la casa. Nadie se dio cuenta, estuve varias horas fuera. Recuerdo también que una amiga de mi mamá tenía una hija, que tenía una colección de muñecas de papel. Siempre me han fascinado. Un día me fui de mi casa, no con la intención de escaparme sino de llegar a la casa de esta señora, con esa niña, y ver las muñecas; eran de ésas a las que se le superponían los vestidos, una colección impresionante, y yo me pasé toda la tarde vistiendo muñecas. Y mi mamá enloquecida, ese día sí se dio cuenta de que faltaba. Era una casa que quedaba por la antigua Facultad de Química. Había habido un asesino que se llamaba Chucho o Pipo Cárdenas que había matado cerca de diez mujeres, se decía que prostitutas, y las había enterrado en el jardín. Mi mamá estaba aterrada, porque suponía que yo podía estar por esos rumbos. Hasta que por fin dieron conmigo y, por supuesto, me dieron una paliza.

Siempre deseando las muñecas de otras.

Pues sí, yo era la segunda de cuatro hermanas. Me acuerdo de una muñeca que tuve -a lo mejor me acuerdo por el retrato que tengo con ella y no por la muñeca-, en el que estoy con mi hermana Lily, mi papá y mi mamá, cargando la muñeca. Las dos estamos vestidas de niñitas marineras, con esos vestiditos azul marino, con botones dorados, y cada una con un sombrero diferente. Pero para mí eran también importantes los libros y el piano. Mi papá tenía miles de libros. En una de las múltiples mudanzas vivíamos en el cuarto piso y me acuerdo de los cargadores, bajando cajones inmensos, llenos de libros, que pesaban como demonios, y ellos con unos mecapales en la cabeza, a lomo, bajaban pisos y pisos ese montonal de libros y ese piano.

Eran ustedes trashumantes...

¡Uh! vivimos en todas partes. En La Merced, en La Lagunilla, en Cuauhtemotzin, en Niño Perdido, en Zaragoza, en la colonia Guerrero, en Amsterdam, en Hipódromo, en Anzures, en la Calzada México Tacuba, en la colonia Juárez, en la colonia Roma, vivimos en todo México.

Nunca supe por qué se cambiaban tanto mis padres. Se lo pregunté a mi madre antes de que muriera, pero ella no dio razones. Tal vez porque quebraban y no les alcanzaba para pagar la renta, o porque ponían un negocio e iban cerca del negocio, no lo sé, pero nos cambiábamos. Cada negocio que tenía mi padre quebraba; tenía negocios de peines de acero, de peines de madera, de cajas de cartón, tuvo un café que cerró, una imprenta; fue dentista, antropólogo, vendía pan, era impresionante. Y mi mamá, cuando éramos muy niñas se ocupaba de nosotras, mucho; de repente tuvo que ganarse la vida porque mi papá era absolutamente imprevisible. De pronto, como se aburría de vender pan de casa en casa, se puso a estudiar odontología en la Libre y se volvió dentista. Después le dio asco sacar muelas, se aburrió de nuevo y decidió estudiar antropología; entonces, como de antropólogo no vivíamos, empezó a descender y nosotras con él.

¿De todos esos oficios, con cuál te identificabas más?

De todas las ocupaciones de mi padre yo me identificaba con la lectura. Leer, leer y leer y leer y leer y pensar. Mi padre me dejaba leer todo lo que había en la casa. Tenía todo: Shakespeare y Calderón, mitología griega, novelas pornográficas, novelas de folletín, novelas rosa, que yo leía al mismo tiempo; aventuras de exploradores por el Polo Norte y exploradores por el Polo Sur, descubridores desde Colón, y más atrás aún, desde los argonautas. A mí todo eso me fascinaba.

¿Recuerdas cuál fue el primer libro que leíste?

Mi padre tenía un libro muy curioso, que ahora lo tengo yo: Florilegio de poesías varias o quizás de varia poesía, un libro que traducía al español poesías de los poetas jónicos, de Safo, Anaximandro, Anaxímenes, de Catulo, Virgilio, Leopardi, Rubén Darío. Y yo me aprendía de memoria los poemas. Creo que leí, siendo muy chica, el Rey Lear; leí muchas veces Los hijos del capitán Grant, Un capitán de quince años, Dos años de vacaciones de Verne. Como a los catorce empecé a leer literatura norteamericana, Faulkner, Dos Passos, Sherwood Anderson. Muchas cosas las leía sin entenderlas.

Tu padre escribía poesía. ¿Te leía sus cosas?

Escribía en idisch y le leía sus poemas a mi mamá. Era una lengua importante entre ellos, pero la lengua fundamental, la lengua amorosa, la lengua de la furia, era el ruso, del cual las hijas estábamos todas exiliadas. No nos enseñaron ni el idisch, ni el ruso. A mí me pusieron en el colegio israelita cuando ya era adolescente, a los trece años, porque había tenido un amago de relación amorosa con un vecino, un mexicano que no era judío, y entonces mis padres se aterrorizaron y me mandaron al colegio israelita. Para mí fue como un castigo brutal, pues todos mis compañeros habían estado en ese colegio desde el kinder y todos tenían una identidad judía muy clara. Mi padre era muy judío pero al mismo tiempo le interesaban muchas otras cosas exteriores a ese mundo, no vivía en un ghetto mental; aunque era religioso lo era a su manera, en un sentido cultural, sin apegarse a dogmas.

¿Cuándo empezaste a escribir?

Empecé a escribir tardísimo, como a los treinta y algo. Tenía una gran fascinación por la literatura. Sabía desde siempre que mi vocación era la literatura. Creo que fui la única de las hermanas que estuvo muy clara desde el principio sobre qué iba a estudiar. Era excesivamente tímida y por lo general no tenía amigos; la lectura era mi refugio, porque en la literatura puedes vivir todo lo que se te antoje y lo vives intensamente, como si fuera parte de tu biografía; te haces una biografía, tan válida como la otra. Para mí era muy importante vivir muchas aventuras, pero desde las orillas de un libro.

En la época en que leía muchísimo Julio Verne y novela rosa estaba muy de moda el tango. Teníamos una recámara para las hermanas y una para mis padres, una sala y un comedor que se guardaban, como en las casas antiguas, cerrados con llave. Yo me metía en la sala con un radio art deco a oír la hora del tango, montonales de tango. Y me compraba bombones rellenos de cereza con aguardiente: la lectura está totalmente asociada al tango y al sabor aguardentoso, pero muy dulce, muy enmielado del chocolate. También me recuerdo que leía y luego con el dedo aplanaba los oritos con que venían envueltos los bombones; además, me robaba el dinero para comprarlos de la caja de la zapatería, donde yo pasaba horas enteras. Teníamos un horario todavía pueblerino, de nueve a una y cuando cerrábamos, me dejaban a mí cuidando la zapatería. Pero cuando yo tenía que atender la zapatería dentro del horario en que abrían, también leía como enloquecida. Me pedían zapatos, yo me subía a la escalera a buscar los zapatos y me quedaba leyendo allá arriba. ¿Qué pasó, señorita, dónde están los zapatos? Entonces yo bajaba con los zapatos. Tenía un radio escondido hasta arriba y empecé a amar también la música clásica. Oía Brahms, en XLA que entonces ya era muy buena radio. Me compraba de esos discos de 78 y tenía Eine kleine Nacht Musik de Mozart, tenía Chaikowsky, los conciertos para violín o piano; el Concierto N.º 3 y la 3ª Sinfonía de Brahms. A mi papá le daba por llevarme los domingos a Bellas Artes. Había programas sinfónicos muy bellos que a mí al principio me aburrían mucho. Y allí iba le tout Mexique: Chávez, Alfonso Caso, Diego Rivera, María Félix, Frida Kahlo, y mi papá conocía a todos y me los presentaba. Un día me presentó a Diego, que estaba vestido de overol -en aquella época la «gente decente» no andaba con overol-, gigantesco, junto a María Félix, vestida con un vestido blanco como para la Ópera en Rusia, con unos collares de diamantes y unos aretes maravillosos. Yo me quedé verdaderamente deslumbrada. Iba escotada, era un día de verano. Pero iba como si hubiera ido a la Ópera en tiempos del zar, y él estaba vestido como un obrero leninista. Era una pareja maravillosa. Y también me acuerdo de Frida, con sus rebozos, sus collares y de todos los viejos mexicanos, patriarcas: Alfonso Caso, el que descubrió la tumba Siete de Montalbán; Chávez, Salvador Novo, Villaurrutia.

¿La relación de esta gente con tu padre era porque él escribía?

Él era un personaje muy curioso, muy interesante e interesado en la cultura, en la literatura, y sobre todo en la poesía: había aprendido español leyendo poesía española y mexicana. Tenía una biblioteca de poesía en español extraordinaria. Leía toda la generación del 27, García Lorca, Machado, Jorge Guillén. Leía a Nicolás Guillén. Llevaba también a mi casa literatura de América latina. Muchísima. Nosotros recibíamos La Nación, el Billiken, acaso también Leoplán. Bolívar o San Martín eran para mí más importantes que Hidalgo, porque lo había leído en el Billiken. También leíamos el Para ti, que se vendía en los kioscos. Me atraían las modas del Para ti. Me acuerdo también que una vez nos mudamos de casa -de alguna manera estábamos más ricos y prósperos- a la calle de Amsterdam, a un departamento muy lindo. Mi hermana Lily y yo nos metimos en la casa del lado, que estaba vacía, y encontramos un tesoro: había varios álbumes con fotografías de las artistas de cine, las vamps de los años treinta y cuarenta, Greta Garbo, Mirna Loy, Joan Crawford, Norma Shearer, Carole Lombard, Jean Harlow, todas las grandes artistas de la época, vestidas con esos trajes...; fue maravilloso porque, junto con el Para ti ellas eran mi ideal femenino. La obsesión por la ropa creo que me viene de ahí.

Tu vocación por los zapatos viene de la zapatería de tu padre. ¿Cómo es tu relación con ese objeto, tan misterioso?

En la zapatería había unos zapatos, verde y gris, rojo y gris, y negro y blanco, que eran de tiritas, con un tacón muy lindo, ancho, pero no tan ancho como fue en los años setenta. En Londres, en una exposición de la obra de Ferragamo, el zapatero, vi que estaban los mismos zapatos, exactamente los mismos. Yo tenía una fijación impresionante con esos zapatos. Además, había zapatos de glacé, muy suavecitos, abotinados, para las viejitas que venían, casi vestidas como monjas, a comprar zapatos. Yo iba con mi papá al barrio de Tepito a comprarlos, en una época en que Tepito era bravísimo. Acababan de matar a Trotsky y mi papá, pues, era un personaje muy notable, tenía una barba... y entonces la gente decía «Ahí va Trotsky, con su hija». Yo tenía terror. Nosotros vivíamos en Popotla, un barrio de Tacuba, al frente del Árbol de la Noche Triste, a donde llegó Cortés, o sea que yo salía de mi casa y veía el árbol. Una vez hicieron una serie de reformas en el parque, una especie de placita, con una protección de hierro alrededor del árbol, y encontraron muchos objetos prehispánicos y cráneos, y también objetos de los españoles, entonces mi papá, que había estudiado antropología y arqueología, los fue a recuperar y guardó unas calaveras y unos objetos en lo alto de la casa, y eso fue un terror para mí infinito, porque a mi padre le habían dicho que las calaveras eran de una joven de diecinueve años y de un guerrero de unos veinte, y que eran aztecas.

¿Cómo eran esas modas? ¿La ropa se compraba hecha, o se la hacía en la casa?

Éramos muy pobres. A los quince años yo ya estaba en el colegio israelita, y mis compañeras eran todas muy ricas, o de muy buen pasar, entonces para una fiesta de quince años mi mamá me mandó a hacer un vestido de fondo rojo con unas flores enormes, azules, amarillas, un estampado muy provocador, no sé si de seda o de rayón y para esa época estaba gordísima, pesaba unos 65 kilos. Me veía yo monstruosa. No bailé ni una sola pieza.

¿Qué se bailaba en las fiestas?

Tango, danzón, rumba, vals, bolero, fox trot, blues. Yo no bailaba. Me quedaba sentada, nadie me hacía caso. A mi hermana la sacaban, porque era guapa. Llevábamos zapatos con tacón, las medias eran de seda, con liga. Yo no usé tacón hasta los treinta años. Siempre usé tacón bajo, zapatos de piso. Se usaban de tacón alto, de medio tacón, y tacón muñeca, que era chiquito. Cuando yo tenía unos 17 años mi papá consiguió un empleo. Luego de las matanzas de los judíos en los campos de concentración, él se dedicó a hacer campañas con los judíos de América latina, de Australia, de Nueva Zelanda, de Canadá, de Estados Unidos, para recolectar fondos y poder rescatar a los judíos que habían quedado vivos. Mi papá ganaba bastante bien y cada vez que regresaba de viaje nos traía cosas muy bonitas. Las primeras que me acuerdo son objetos de plata del Perú, unas pulseras, collares, todavía los tengo.

Siempre me gustaron las joyas, los vestidos. Cuando mi papá empezó a ganar dinero mi mamá decidió vender ropa; se iba a los Estados Unidos a comprar ropa para vender, pero la más bonita nos la compraba a nosotras. La gente quería que ella les vendiera la ropa que ella traía para nosotras, y ella no la quería vender. Es para mis hijas, decía. Tenía muy buen gusto. Nos compraba ropa en la Quinta Avenida. A mí me daba la impresión de que la Quinta Avenida era una sola tienda. Nos compraba unos vestidos divinos. Uno de ellos era de una sola pieza pero con un corte en la cintura, la blusa era blanca sin mangas, una falda muy ancha acampanada que había creado Christian Dior en esa época, con un cinturón gigantesco, una banda azul turquesa, muy ancha, muy suave, de la misma lana del vestido y tenía un bolerito, divino. Yo me sentaba entonces en un sillón frente a un espejo muy grande y me miraba la cintura, y el pecho, ¡qué bonito! y después no me atrevía a mirar a los hombres...

¿Quién fue tu primer novio?

Tuve algunos novios en la secundaria. Pero cuando se acercaban mucho los mandaba por un tubo, me daba miedo. Mi primer novio fue Paco, mi ex marido, que era novio de mi hermana. Mi hermana le decía: «Usted se debería llevar con mi hermana porque es más culta que yo». Cuando mi hermana se casó, con otro, iniciamos una historia amorosa con Paco. Yo tenía 19 años. Él estudiaba filosofía y leyes al mismo tiempo y yo estudiaba letras en la facultad.

¿Cuándo empezaste a escribir?

En el 63. Escribí algunas cosas de ficción en esa época, creo que muy malas, y las publiqué en la Revista de la Universidad y en El corno emplumado. Escribí ensayos, un libro sobre caminos para la Secretaría de Obras Públicas, Viajes en México, y un estudio crítico sobre Tennesee Williams porque hice una maestría en letras inglesas. Es un libro muy bien escrito, no sé cómo me salió. Literatura, ficción, escribí muchísimo después, en el 78. Mi primer libro fue Las mil y una calorías. Lo escribí por Gilou [se refiere a Gilou García Reinoso, psicoanalista argentina que vivió en México como exiliada política], ella me ayudó a escribir. Escribí como veinte libros desde el 78 hasta el 85. Las mil y una calorías, novela dietética; Doscientas ballenas azules; No pronunciarás, cuentos; Repeticiones, ensayos sobre literatura mexicana, e Intervención y pretexto, ensayos de literatura comparada; Genealogías, novela; El día de tu boda libro que hice en tres días; Síndrome de naufragios; De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos; La lengua en la mano; Erosiones. Traduje a Bataille: Lo imposible y La historia del ojo. Ahora estoy escribiendo una novela de zapatos... Tiene un título muy largo, que creo voy a cambiar: Historia de una mujer que caminó el camino de la vida con zapatos de diseñador. [En Zona de derrumbe se incluye un relato «Zapatos: andante con variaciones»]

Cualquiera que ve tus pies calzados se da cuenta que los zapatos son algo más que zapatos para ti. Debes tener una colección única.

Es una relación erótica y al mismo tiempo muy masoquista. Es a través de los zapatos que muchas cosas se han dirimido en mi vida, sobre todo a través de zapatos que me quedan chicos, hasta deformar mis pies. Quizás el periodo más largo, más estable en cuanto a negocios de mis padres fueron las zapaterías. Una vez vi llorar a mi mamá. Estaba muy mal, verdaderamente deshecha, exiliada de sí misma y del mundo, llore y llore y llore, con una tristeza infinita y totalmente silenciosa, de lágrimas nada más. Yo debo haber tenido unos ocho años y la escena fue en la zapatería ésa donde teníamos los zapatos de tiritas. Está muy vinculada con esa idea de desamparo, de desvalidez total de mi madre, que no podía más.

¿Por qué sufría?

Había muchas escenas de violencia, se peleaba mucho con mi papá, le tenía muchos celos. Mi papá se enojaba y rompía vidrios, mi mamá lloraba y lo acusaba de que andaba con prostitutas, y mi papá se ponía furioso, y mi mamá histérica... Para mi mamá lo más importante de su vida era mi papá. Nosotros contábamos, pero como apéndices. Le hice unas entrevistas a mi mamá y descubrí una cosa muy bonita y muy violenta también, ella nunca quiso aceptar que había perdido todo cuando dejó su país, su familia, sus hermanos, sus tradiciones, su casa, su idioma, y se vino a México con mi papá. Él se convirtió en su territorio, «se territorializó» en él, acomodó su historia a él, su espacio geográfico era mi padre, su historia era mi padre, y cuando él murió volvió a territorializarse en la imagen y el recuerdo de mi padre, un recuerdo que ella volvió impecable, en el que mi padre aparece como un ser extraordinario, perfecto, fiel, que nunca tuvo otras mujeres. Mi madre no sabía dónde pararse. Porque mi padre era loco, se aburría de un negocio y lo botaba, entonces creo que esa relación de la zapatería con el sufrimiento de mi madre tiene que ver con el masoquismo. A cada problema amoroso que yo tenía me compraba zapatos más chicos. Y los pies se me iban haciendo polvo. Por otro lado, si veía yo un zapato que me gustaba, podía quedarme chico pero me lo compraba igual, a fuerza, porque no podía soportar la idea de no tenerlo, y como me lo acababa de comprar, me lo ponía a fuerza, pues, claro, si no me lo ponía, había gastado en balde..., hasta que me echaba a perder el pie y los regalaba. Ahora ya no es así, me compro miles de pares de zapatos, pero que me quedan bien. Si no me quedan bien desde el primer momento no los compro. Iba a operarme un juanete, pero decidí que no, que es como las arrugas, una muestra del sufrimiento.

A ti se te atribuyen varios hallazgos importantes como crítica. Te oí hablar recientemente de una literatura, a la que llamas «de intemperie». ¿A qué te referías?

Lo de la «literatura de intemperie» es una categoría que inventó o bautizó Noé, tu marido, los otros días en casa de Diamela Eltit. Él dijo que había una palabra para definir nuestra literatura la de ella y la mía, que era de intemperie. No sé si realmente es una literatura de intemperie la mía, pienso que es muy bonita la imagen... Creo que mi literatura podría serlo porque no me pliego ni a los géneros habituales; soy incapaz de hacerlo. Alguna vez he ensayado narrar en una manera convencional y lo puedo hacer, pero no me interesa; no puedo escribir una literatura que no plantee de una manera diferente los problemas que me obsesionan. No sé cómo explicarlo... quizás hay un elemento enciclopédico en esto, en el sentido de que desde que tengo memoria, desde los ocho años, he acumulado conocimientos, un conocimiento que de alguna manera está integrado a lo que hago. Lo que trabajo tiene que ver con el conocimiento que he adquirido a lo largo de los años, pero muchas veces se trata de un conocimiento como «de zoológico», de las cosas que te apasiona ver pero que no puedes hacer nada con ellas; entonces lo tienes que poner en pequeños apartados, en una enciclopedia, para que alguien la utilice o la consulte. Porque tú no lo puedes utilizar, tu voracidad es tan enorme que te devora a ti misma. Yo prolifero de tal forma que todo me parece maravilloso, todo me parece interesante, todo me parece necesario para mi escritura...

De hecho, eso es tu escritura, ese ensamblaje de conocimiento.

Yo empecé a hacer una serie de textos como a los 28 o 29 años y se los enseñé a Henrique González Casanova, y a él le gustaron mucho; me dijo que se parecían a textos de Alloysius Bertrand el de Gaspar de la Nuit, y después se los enseñé a Agustín Yáñez, que me coqueteaba un poco (me invitaba a tomar café y yo le mostraba mis textos), y me dijo que eran como cuentas de un collar que no había sido engarzado. Me quedé siempre con esa idea, que mis textos no eran legítimos. El análisis me hizo entender, como quince o dieciocho años más tarde, que ésa era la única forma que yo tenía de escribir, tan legítima como cualquier otro tipo de elección. En mi análisis trabajé mucho el problema de la escritura y el cuerpo. Mi nariz me parecía monstruosa, sentía que mi cuerpo no merecía la cabeza que yo tenía, que era un cuerpo pegado a una cabeza, una cabeza guillotinada y colocada sobre mi cuerpo de una manera arbitraria. Me parecía que mi perfil era demasiado agudo -porque, claro, yo comparaba mi perfil con el de Jean Harlow...-, no me consideraba legítimamente una mujer guapa. Y sí era una mujer guapa, pero no lo sabía, hasta que tuve un amante, con el que tuve una relación muy completa en todos los órdenes, intelectual y sexual, con el que empecé a escribir también, porque sobre todo le escribía cosas a él y él me hizo entender que mi cuerpo era bello. Ese fue el principio, la entrada: aceptar que era legítimo tanto lo que yo escribía como lo que yo era. Entonces empecé a escribir Las mil y una calorías, en un viaje que hice a los Estados Unidos, a la Jolla, en el que se me dio por comer como desaforada, de una manera compulsiva. Decidí escribir los textos como una forma de dietética, a ver si escribiéndolos podía yo eliminar peso, porque comía hasta casi vomitar, con una voracidad infinita, sobre todo galletas, unas galletas que se llaman Orio cookies, que son negras por fuera y blancas por dentro. (En esa época, en la que ya había pasado el momento más álgido de la lucha de los negros, se decía que los negros que entraban en el establishment eran como Orio cookies, que eran negros por fuera pero con el alma blanca). Entonces empecé a escribir las fábulas, de las cuales yo creo que diez son bonitas y el resto... Fue un libro criticado. A mí me fascinó hacerlo, pero a todo mundo le pareció que era un adefesio.

¿Cómo ves la literatura mexicana actual?

En México se está exacerbando un fenómeno que ya había empezado a surgir hace varias décadas, que es la institucionalización absoluta de la cultura. Todo pasa por el sistema, y ser escritor significa de alguna manera estar mediatizado por el poder, y al mismo tiempo tener los beneficios del poder. Uno puede gozar de muchos privilegios gracias a la escritura. Uno puede estar en lugares clave en México por el puro hecho de escribir y escribir con cierta repercusión. Un escritor que dice cosas en el periódico que pueden ser temibles, es inmediatamente cooptado por el Estado y pasa a ser parte de él. Sus libros se publican en ediciones muy importantes, se difunden, se los toma en cuenta en la televisión, se le hacen entrevistas, y se adquiere importancia en los medios intelectuales.

Con los escritores sucede lo que sucedió con los hippies y el Estado, una revolución de los jóvenes que en muy poco tiempo fue totalmente asimilada por el Estado; hasta la forma de vestimenta pasó a ser una mercancía del Department Store. Si los jeans se popularizan inmediatamente se vuelven el vestido fundamental; se pierde la formalidad en el vestido, y parecería como que esa ropa aplanara diferencias sociales, pero en realidad no se democratiza nada, se crean jeans de alta costura y jeans para los supermercados. Siempre van a existir las diferencias, y las clases sociales, sólo que con una apariencia democrática que es un espejismo.

¿No te parece paradójico que en un tiempo en el que se habla de la desaparición paulatina del Estado y de privatización y de enajenación de los patrimonios nacionales, sea todavía el Estado el instrumento de captación de esos intelectuales que van a pasar a servir en sus filas?

No creo que desaparezca el Estado, creo que ha asumido otras formas. Ha privatizado como un proyecto político, se ha desembarazado de una serie de instituciones que en un momento le fueron muy útiles pero que en este momento le son totalmente estorbosas. Se deshace de ellas porque su proyecto no las necesita, pero sigue siendo un Estado regulador, y cada vez más totalitario. Y los intelectuales se han dejado mediatizar de la manera más violenta por este Estado y han permitido que su propia terminología pase a formar parte de la terminología que el Estado utiliza para imponer su ideología. Hay una imposibilidad de disentir, parece que hubiera muchas opciones, pero no las hay. Así como el establishment destruyó a los jóvenes después de la guerra de Vietnam en Estados Unidos, el Estado mexicano está destruyendo a los jóvenes. Hay una especie de polarización entre la gerontocracia y la efebocracia: los viejos definen quiénes son los jóvenes realmente importantes en la literatura, y los castran, porque a los 30 años están acabados, los hacen fundamentales, importantísimos, los inflan tanto que los destruyen. No creo que en México haya Rimbauds. Y los jóvenes se están dejando tragar. Como en la obra de Roberto Arlt, en la que unos capitalistas tienen una máquina que se traga a todos los obreros y una noche traga al hijo del dueño de la fábrica. El Estado ha creado una máquina devoradora que se traga a los propios creadores de la máquina.

¿En que estás trabajando ahora?

Sor Juana y la Conquista, dos temas muy a la moda que se han manoseado mucho. Escribí el ensayo sobre Sor Juana para la Biblioteca Ayacucho. Es un trabajo profundamente textual, una investigación analógica dentro del corpus de Sor Juana más un análisis del corpus literario de su época, tanto la literatura monacal, como sermones, etc., que me sirve para determinar no quién era Sor Juana, pues no creo que yo pueda hacerlo sola, pero sí una nueva mirada sobre ella, una mujer perteneciente a un mundo muy particular, del que ella ha salido como una mujer extraordinaria, pero formando parte de ese mundo. Muchas veces la crítica es muy generalizadora, no se trabaja el texto de cerca y, a pesar de que no sé muy bien retórica ni sé muy bien métrica, ni cuento con los instrumentos de los filólogos, hay toda una forma de asociación, relacionada con esa forma enciclopédica que siempre he cargado, que me ha servido mucho. Y también he encontrado cosas muy interesantes en las crónicas, el problema del cuerpo, la desnudez, por ejemplo. Trabajo Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Cortés, Colón, Fernando Colón, Oviedo, Pané, Bernal Díaz, López de Gómara, Las Casas. Voy a escribir muchos libros, si puedo... Quiero escribir un libro sobre el problema metonímico de la lengua, pero vinculada al cuerpo: al traductor se lo llamaba «el lengua»; la lengua como el cuerpo entero: lo único que se utiliza de ese cuerpo es la lengua, pero, al mismo tiempo, el que traduce tiene que estar bautizado y vestido como español, es una especie de apropiación muy importante del indígena.

Uno de tus libros se llama Erosiones.

Para mí lo más importante de la escritura es la relación con el cuerpo. Erosiones es la relación con Eros, Eros y Iones; Eros, pero también la destrucción del cuerpo, la erosión, y los iones, que son la energía. Y al mismo tiempo, cómo la escritura te erosiona, porque te hace cancelar niveles muy importantes de ti misma. La imagen de las ballenas de uno de mis libros es metáfora de la escritura, ellas son cuerpos gigantescos que navegan y llevan pegado al cuerpo toneladas de plancton, y adentro llevan grasa y grasa, ámbar gris, que es una sustancia fétida que luego produce un perfume exquisito, y también, durante larguísimo tiempo la ballena fue el único combustible que tuvo la humanidad. Son animales enigmáticos, que tardan mucho en hacer el amor, copulan lentamente, largo tiempo, tienen los hijos durante una gestación también larguísima, y luego los hijos andan junto a la ballena madre mamando debajo de ella, lentamente, y tienen una riqueza acumulada inconmensurable, dentro y fuera de sí mismas.

Son enciclopedias.

Y animales míticos. Una de las novelas más grandes de la literatura universal es Moby Dick. Melville fue un ballenero, pertenecía a uno de esos pueblos balleneros. La iglesia que él describe en Moby Dick es una iglesia que está totalmente hecha con fragmentos de ballena, iluminada con aceites de ballena, hasta los coros son de ballena. La ballena es mi animal. Y la vaca también. Porque la vaca es un animal paciente, dulce, que rumia, rumia, rumia, toda la vida se pasa rumiando, para poder producir algo. Álvar Núñez Cabeza de Vaca dice que una de sus ocupaciones más extraordinarias que tenía cuando estaba desnudo, era raer cueros, y con un solo cuero se pasaba días enteros, y eso le bastaba para comer y para meditar. Pues esto lo convierto en un palimpsesto, que además se ve: él va haciendo un cuero en el que luego va a inscribir su memoria en capas sucesivas y diversas. El roer y el raer son las formas de la memoria que preparan para la escritura, y al mismo tiempo preparan el papel para la escritura, el pergamino. Y el discurso erótico en Álvar Núñez Cabeza de Vaca, cuyas claves ya encontré; es un discurso soslayado, callado, tácito, inscrito en los intersticios del texto. Deja escapar indicios que, si reconstruyes el texto, son perfectos, preciosos.

Por un lado Sor Juana, la reclusión, por el otro la ballena que es el animal mítico que arrastra y acumula: ése es el tema con el que empezamos la entrevista, la versatilidad, la sorpresa permanente.





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