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Las «Cartas» de «El Amante del Periódico» (1791): «pública utilidad» y dirigismo ilustrado en la prensa dieciochesca cubana

Franco Quinziano





Desde que J. Sarrailh y R. Herr precisaron en sus dos obras capitales el rol decisivo desempeñado por la prensa periódica en la formación del sustrato ideológico de la España del siglo XVIII, los innumerables estudios que se han sucedido sobre este aspecto tan relevante para la comprensión del pensamiento y de la cultura de la Ilustración han fortalecido dicha opinión, confirmándose la prensa dieciochesca como uno de los principales vehículos de transmisión de las nuevas ideas e inquietudes. Esta constatación empero, en cierto modo, ya había sido percibida esencialmente en las últimas décadas del setecientos por un autor atento como J. Sampere y Guarinos, quien, al ocuparse de los «papeles públicos», había destacado el significado que éstos representaban «para el progreso de las ciencias y las artes [y...] la mayor y más rápida extensión de los conocimientos» (III: 176), poniendo en evidencia al mismo tiempo su apreciable e insustituible labor en el empeño por «extender más rápida y generalmente la ilustración a todas clases de ciudadanos» (III: 177)1. La prensa periódica española, fundamentalmente la que presenta un prevalente carácter crítico y polémico, se afirma, pues, en el último tercio del siglo como nuevo y privilegiado instrumento cultural y vehículo de las luces, aunque -como observó R. Herr- dichas luces, en verdad, «se parecían muy poco a las lumières de su vecino del Norte» (165).

A imitación de los periódicos que andaban difundiéndose en la península, en los últimos decenios del siglo XVIII comenzaron a circular con cierta regularidad en la América hispana las primeras publicaciones. Estas, conjuntamente a la difusión de noticias triviales, como las llegadas y salidas de las embarcaciones de los puertos americanos, fueron incorporando un abanico temático cada vez más amplio que promovió la discusión y el examen crítico de la realidad política y social en las colonias americanas. Debido a la estrecha relación que lograron instaurar con las políticas emanadas por el dirigismo ilustrado en Hispanoamérica descuellan, en modo particular, dos periódicos, el Mercurio Peruano (1790-1795) y el Papel Periódico de la Havana (1790-1805)2, que ven la luz, casi al mismo tiempo, a inicios de la última década del siglo. Ambas publicaciones se erigen en voceros significativos del pensamiento ilustrado iberoamericano en el cuadro de una cultura fuertemente permeada por las nuevas aspiraciones locales que empiezan a abrirse paso en aquellos años. Tales aspiraciones hallarán precisamente en la prensa periódica un privilegiado canal de expresión y de difusión, proporcionando «un sentido de identidad común que abon[ará] el terreno para la independencia» (Franco 50) de los territorios americanos.

Una parte considerable de los trabajos incluidos en el Papel Periódico ofrecen un panorama revelador de las preocupaciones e intereses en juego en la sociedad dieciochesca cubana en una fase, fines del siglo XVIII e inicios del XIX, en que se asiste, sobre todo en ámbito habanero, a un impetuoso crecimiento de la riqueza. En efecto, la coyuntura favorable que acompañó la fase expansiva de la economía colonial cubana, iniciada ya en los albores del siglo XVIII, recibió un impulso decisivo en las últimas décadas del siglo debido a la combinación de un conjunto de factores internacionales3. Contemporáneamente, las reformas llevadas a cabo bajo el despotismo ilustrado de Carlos III, enmarcadas en una política que tendía a replantear en nuevos términos las relaciones comerciales entre la metrópoli y sus colonias, fueron eliminando en modo progresivo las restricciones comerciales entre España y sus posesiones americanas, modificando las bases de las relaciones intercontinentales y aumentando en modo considerable el volumen del tráfico mercantil entre ambas costas del Atlántico4. La Habana aprovecha de su condición de puerto escala entre Europa y América, que ya en la primera mitad del siglo XVIII le había proporcionado un rico movimiento comercial, acrecentando de este modo su capacidad exportadora. Como ha señalado E. Saínz, «de nuevo ahora, como durante los meses de la ocupación británica los criollos vieron los grandes beneficios que se desprendían del libre comercio y las posibilidades de desarrollo y progreso que se abrían para Cuba con una política comercial de libre acceso» (Literatura 22). Esta nueva situación fue percibida por el criollo Francisco de Arango y Parreño, funcionario del gobierno colonial y uno de los más lúcidos representantes de los intereses de la nueva burguesía criolla de hacendados del azúcar en formación, para quien si «La Habana en el año 1763 estaba casi en mantillas, en el año 1779 ya era una gran plaza de comercio» (cit. Chiaramonte XXXI)5.

Las diversas medidas, de claro signo reformador, promovidas por el gobierno del capitán general Luis de las Casas (1790-96) se inscriben en esta fase de creciente prosperidad que caracterizó la vida económica de la Cuba colonial de aquellos años. Las Casas, exponente destacado del nuevo reformismo ilustrado, consciente de las crecientes posibilidades económicas que derivaban del incremento en la producción y en el comercio sacaríferos, se propuso convertir la isla en una rica y floreciente colonia de plantaciones. Todos sus esfuerzos se encaminaron en esa dirección, apoyando la gestión económica de los hacendados criollos esclavistas, a cuyos intereses se ligó directamente. Ahora bien, dicha fase expansiva en el plano económico, que hemos indicado en apretada síntesis, encuentra su correlato en la configuración de un nuevo ambiente cultural permeado por aspiraciones y demandas de mayores espacios de autonomía que, como se ha apuntado, hallan en la prensa periódica un valioso vehículo de difusión. La fundación en 1793 de la Sociedad Patriótica de la Havana, luego Sociedad Económica de Amigos del País, y, dos años más tarde, del Real Consulado de Agricultura y Comercio, más allá de los evidentes impulsos que llegaban de la España ilustrada, confirman este creciente interés por el «progreso», ligado a una coyuntura favorable que comienza a abrir nuevas posibilidades económicas. Se inaugura así, en la última década del setecientos, «un largo proceso de demandas y luchas que se irá transformando, con el transcurso de los años, en una conciencia cada vez más lúcida de las contradicciones insalvables entre el régimen colonial, con los elementos que lo definen, y la necesidad de progreso e independencia» (Saínz, «Caballero» 11) que empiezan a manifestar los exponentes más significativos del reformismo criollo. Por consiguiente, en esta fase a caballo entre dos siglos, los intereses del grupo de hacendados criollos comienzan a entrar en colisión con los de la metrópoli y, en modo directo, con los de la administración colonial, su inmediata garante. «Se hace evidente -precisa E. Saínz- la contradicción entre la administración colonial, que obra según sus propios intereses, y el ascenso de los criollos, que reclaman para sí el derecho a utilizar en beneficio propio los recursos de la Isla» («Caballero» 19).

En este marco, que exprime una demanda de mayor autonomía, el nacimiento del Papel Periódico de la Havana constituye sin duda un indicio significativo de las nuevas inquietudes que están anunciando el despuntar de una «conciencia criolla» -aún embrionaria- en la isla. La aparición de la nueva publicación, que a instancias del mismo Las Casas comienza a imprimirse en octubre de 1790, es un signo de los profundos cambios que están sacudiendo la ciudad-puerto. Este mundo urbano en transformación reconoce un notable incremento demográfico que llevó a La Habana hacia los inicios de la última década del siglo XVIII a superar, con sus suburbios, los 50000 habitantes. Una primera confirmación de la conciencia que los componentes del calificado núcleo de intelectuales, agrupados en torno a Luis de las Casas, tienen acerca de la nueva fase que se ha abierto en la isla y de la importancia que en este nuevo contexto urbano puede adquirir la prensa como herramienta de debate y de difusión nos la ofrece el Prospecto con el que el mismo periódico cubano abre su primer número el 24 de octubre de 1790:

En las ciudades populosas son de muy grande utilidad los papeles públicos [...] La Habana cuya población es ya tan considerable, echa menos uno de estos papeles que dé al Público noticia del precio de los efectos comerciables y de los bastimentos, [...], de los espectáculos, de las obras nuevas de toda clase [...], en una palabra, de todo aquello que puede contribuir a las comodidades de la vida.


(45)                


Diversos fueron los argumentos abordados por el Papel Periódico. Siguiendo el modelo de los diarios metropolitanos, la nueva publicación introdujo un amplio abanico temático que confirma el declarado interés del pensamiento iberoamericano hacia el progreso y las ciencias, sin que por ello «faltasen en sus breves páginas poesías, fábulas, epigramas y noticias comerciales y de toda índole» (García-Marruz 24)6. En efecto, «a imitación de otros [periódicos] que se publican en la Europa -reza la publicación en su primer número- comenzarán también nuestros papeles con algunos retazos de literatura, que procuraremos escoger con el mayor esmero» (45). De «estos retazos de literatura» destacan en modo particular los escritos que se ocupan de las cuestiones del vivir cotidiano y que abren paso a una vertiente costumbrista en el seno de las letras cubanas en donde la crítica y la polémica sellaron aquella primera toma de conciencia de los problemas coloniales y la necesidad de implementar urgentes reformas.

La censura a las clases improductivas, centrada en el tópico de la nobleza ociosa, el tema del lujo unido a la «fiebre» de los habaneros por la «ostentación» y las «apariencias» y la irónica crítica al mundo de la moda -como aspecto paradigmático de dicha concentración «irracional» de la riqueza-, definen las coordenadas principales de este examen de las costumbres que revela una de las direcciones a través de la cual se manifestó el espíritu crítico en las páginas del periódico habanero. El género de costumbres, apuntó García-Marruz, «encontró en el Papel Periódico un medio de cotidianizarse» (19), reconociendo en los iluministas criollos José Agustín Caballero y Manuel de Zequeira y Arango a dos de sus más tempranos y significativos exponentes. Numerosas son las referencias en las que ambos autores, miembros activos de la Sociedad Económica de Amigos del País y, por lo tanto, actores privilegiados de este momento de renovación económica y cultural que se ha determinado, manifiestan su preocupación por una sociedad que, arrastrada por este vertiginoso afán de riqueza y opulencia, va corrompiéndose y abandonando sus virtudes7.

Ya desde sus primeros números el periódico había dado espacio a artículos que se ocupaban de los temas del vivir cotidiano con el propósito de erradicar determinados vicios y modificar ciertos comportamientos en la sociedad habanera: «hojeando la colección del Papel Periódico del año 1791 -observa E. Roig de Leuchsenring- nos encontramos con un nuevo costumbrista, que, no accidentalmente, sino de modo continuado, convertido, pues, (...) en costumbrista profesional, envía al periódico varias cartas en las que presenta tipos y costumbres de la época» (I 22). En efecto, en su primer año de vida, entre febrero y abril de 1791, el periódico acogió una serie de artículos que, presentados como un conjunto de cartas dirigidas al periódico -«señores diaristas», reza el encabezamiento en todas ellas- y firmadas con el seudónimo de El Amante del Periódico, se inscriben en modo incuestionable en la aludida vertiente costumbrista8.

La crítica ha reconocido detrás del mencionado seudónimo la pluma del escritor José A. Caballero (La Habana, 1762-1835)9, fundador junto a Las Casas, Tomás Romay y Diego de la Barrera de la nueva publicación, y uno de los primeros ejemplos del «despertar de la conciencia cubana» (Henríquez Ureña, I: 17)10. El padre Caballero, originario de una noble familia habanera, luego de haber recibido una educación ejemplar en el prestigioso Seminario de San Carlos, en 1787 se gradúa en Teología en la Universidad de la Habana. Poco tiempo después accederá a la cátedra de Filosofía en el citado Seminario, del cual algunos años más tarde será director y reformador11. El escritor cubano, cabal representante de las nuevas ideas reformistas que andaban anidándose en el seno del grupo de hacendados criollos12, se erige sin duda en la voz más prestigiosa con la que cuenta el Papel Periódico desde sus inicios, siendo considerable su influencia moral e intelectual sobre los escritores del período. El autor habanero, a pesar de haber recibido una sólida educación escolástica en los centros educativos donde se formaba a la clase dirigente de la isla, se destacó por su incesante y valioso empeño de reforma, emprendido principalmente desde los claustros y desde las páginas del periódico habanero. Dicho afán reformista se halla orientado a dar batalla y a reducir los errores provocados por el saber escolástico tradicional13, cuya influencia en las aulas de la América colonial a fines del siglo XVIII era aún considerable. Ardua y encomiable labor la de este «desengañador» cubano, que su sobrino y discípulo José de la Luz y Caballero, eminente pedagogo y latinista, a dos décadas de su muerte se encargó de subrayar, señalando que el presbítero habanero había sido no sólo «el que descargó los primeros golpes al coloso del escolasticismo», sino «el primero que hizo resonar en nuestras aulas las doctrinas de los Locke y los Condillac [...] y [...] que habló a sus alumnos sobre experimentos y física experimental» (cit. Henríquez Ureña, I: 120)14.

El tópico de una nobleza ociosa y presumida que ha dejado de lado virtudes y valores ancestrales, la crítica a las modas y a la «confusión en los trajes», la tendencia a la afeminación que parece haber contaminado a no pocos jóvenes habaneros, junto a la tan debatida cuestión educativa, en función de la imperiosa necesidad de implementar urgentes reformas en su seno, vertebran los ejes temáticos de dichos discursos (Quinziano «Fin de siglo»). El autor, no sin cierta preocupación, declara que apenas habrá una ciudad en el mundo como La Habana «sobre quién tender la vista, que nos presenta tan dilatado campo para ejercer la corrección y reforma de abusos» (56). Caballero en estos escritos confirma el propósito eminentemente didáctico-reformador que caracterizará la nueva publicación en sus tres lustros de vida15, subrayando al mismo tiempo su esperanza en que ésta pueda erigirse en eficaz correctivo social.

Ahora bien, sin por ello descuidar este aspecto crucial que pone en evidencia la «función fiscalizadora de las costumbres habaneras» (Leuchsenring, I: 24) de su autor, las Cartas de El Amante del Periódico, sin embargo, denuncian fundamentalmente un evidente propósito propagandístico orientado en modo explícito a aducir razones válidas en favor de la existencia del mismo periódico y, por lo tanto, a «propagandizar» tanto su validez como su utilidad en la sociedad habanera. Al periódico, pues, se le atribuye en modo manifiesto una función utilitaria, equiparable a la que el dirigismo ilustrado asignó al teatro dieciochesco: «advertir sobre vicios y errores, presentar el modelo de las buenas costumbres, distribuir luces y procurar preparar individuos de diferentes niveles sociales a ser útiles a la sociedad» (Maravall 12).

La utilidad, palabra-clave en el vocabulario ilustrado16, en efecto, gobierna en modo incuestionable los discursos de Caballero (56-7). El principio de utilidad, como es noto, constituye un valor central para la comprensión de la mentalidad del hombre del siglo XVIII. En modo especial -como ha observado con acierto P. Álvarez de Miranda (307-8)- a través del sintagma utilidad pública17, el cual, desde mediados de siglo y en el marco de las prioridades establecidas por el dirigismo cultural borbónico, comienza a adquirir «una muy marcada autonomía, casi objetivable al modo de la res pública» (308). Bajo esta perspectiva, las Cartas habaneras constituyen ante todo una encendida defensa y exaltación de la nueva publicación frente a las imputaciones de simple «imitación» o «plagio» que algunos le imputan. En el cuadro de la «autopromoción» del periódico habanero que guían las Cartas de Caballero, éstas explicitan con lucidez los propósitos esencialmente didácticos y los temas de debate «útiles» que deben privilegiarse para dar cumplimiento a la aspiración de reformar la sociedad y ofrecer soluciones a los complejos problemas que presenta la colonia: «Si Vmd. me hacen el honor de prestarme sus atenciones por tres tardes, les haré ver cuan fecunda de especies es nuestra Ciudad para dar avio al Periódico» (56), declara el escritor habanero. Ante un auditorio aún escéptico que contrasta con la firme convicción del autor, el escritor precisa que en la ciudad caribeña «sobran materiales para la construcción del Periódico» (57).

En un discurso precedente, Caballero -siempre con el seudónimo emblemático de El Amante del Periódico- había precisado el rol asignado a la nueva publicación, «cuya utilidad [...] es notoriamente conocida en esta ciudad y lo será mucho más [...] -profetizaba- andando el tiempo» (52). A través de ella -señalaba el presbítero cubano- debía canalizarse la «crítica juiciosa», por él concebida como «un espejo que se nos pone delante para que quitemos las manchas que afean nuestras costumbres» (52)18. Bajo este mirador el periódico se perfilaba como nuevo y valioso instrumento cultural a través del cual el público podía -y en la visión de los ilustrados criollos fundamentalmente «debía»- sacar «provecho» y «utilidad».

Caballero «escenifica» sus Cartas en el ámbito privado de las tertulias ciudadanas, las cuales, como observa E. Catena, «responden, como ninguna otra institución, al espíritu del Siglo de las Luces» (64). Ellas representan, sin duda, el espacio privilegiado en el que se está forjando la nueva sociabilidad dieciochesca que «los ilustrados -opina P. Álvarez de Miranda- llegaron a considerar [...] como una cualidad positiva de la persona, como una virtud moral que el hombre ha de cultivar» (369). Las concurrencias habaneras hacen referencia a ámbitos cerrados y a espacios íntimos frecuentados principalmente por miembros de la minoría ilustrada, cuya base social se halla organizada en torno al sector emergente del patriciado criollo -de cuyas filas saldrá el nuevo grupo dirigente cubano- y a una clase media urbana, aún en formación y escasamente articulada, que, sin embargo, se apresta a sacar provecho de la coyuntura favorable de fin de siglo. En dichos ámbitos privados se consolidan nuevas relaciones personales y sociales que hablan de la importancia asignada al «trato» y a la «comunicación» recíproca durante el setecientos, confirmando la elevada estimación de la mentalidad dieciochesca hacia la sociabilidad. No asombra, pues, esta elección de Caballero. Es más, dichos ámbitos, como expresión de espacios en los que prevalecen «el deseo de comunicarse las novedades científicas y literarias, la curiosidad de saber noticias [y...] el intercambio de ideas» (Catena 64), se adecuaban perfectamente a los propósitos didáctico-reformadores enunciados por nuestro autor.

En las Cartas habaneras priman el estilo directo, las exhortaciones y las preguntas retóricas. Ellas se acogen al modelo epistolar que, además de solicitar una mayor y más activa participación del lector/receptor, constituye el género que mayormente se adaptaba al libre desarrollo de la comunicación y de la conversación. De ahí que El Amante privilegie el modelo epistolar con el firme propósito de establecer una relación más directa con el público lector. Dicha preferencia de ningún modo constituye una novedad. Ella se corresponde con las finalidades utilitarias que rigen estos escritos, sin olvidar que la carta, conjuntamente con el ensayo breve, constituyó una de las modalidades que con mayor facilidad comenzó a asimilar la naciente literatura periodística.

La elección del modelo epistolar y la preferencia por las tertulias como espacio privilegiado en el que, al tiempo que se instauran nuevas relaciones sociales, se promueve el debate y el intercambio de opiniones, acercan parcialmente los discursos de Caballero a algunas de las Cartas marruecas19. José Cadalso en la Introducción a sus Cartas -cuya publicación en el Correo de Madrid no es más que una confirmación de la mencionada asimilación- había precisado que el método epistolar «hace su lectura más cómoda, su distribución más fácil, y su estilo más ameno» (78). En este sentido, Russell P. Sebold ha observado con acierto que en las Cartas cadalsianas predomina el tono conversacional, subrayando el hecho de que las mismas «nacieron de la conversación y tenían como fin estimular la conversación» (39). Ahora bien, si en el texto del poeta soldado andaluz el estilo conversacional descansa en el uso constante de los diálogos a tres voces que determinan el intercambio de los diversos sujetos discursivos, en las Cartas publicadas en el periódico habanero, por el contrario, el diálogo -a excepción de la primera Carta (56-57) en la que el autor entabla una breve conversación con la señorita anfitriona- se halla prácticamente ausente, siendo sustituido por largos discursos que en modo manifiesto remiten al modelo de la oratoria. En efecto, detrás de la convención de las cartas ficticias enviadas al editor, en los artículos de Caballero impera el «arte» de hablar y de exponer en público, en modo elocuente y persuasivo, sobre determinadas materias. En estos discursos en forma de epístola que El Amante del Periódico remite a los «señores diaristas» -y que sin duda pueden reconocer en los «Pensamientos» madrileños de José Clavijo y Fajardo un ilustre precedente20-, el yo-expositor se impone en modo irrefutable. El orador constituye el único sujeto discursivo, relegando la participación de los demás asistentes a la condición de simple auditorio, del cual tan sólo se «espera» su aprobación y consenso:

en diciendo esto, y se encogió de hombros la Señorita y demás contertulios, como en demostración de hallarse convencidos de mis verdades.


(53)                


Concluí en diciendo esto, y ellos (los tertulianos) mostraron quedar complacidos con mi primer discurso, suplicándome continuase hasta finalizar los restantes.


(61)                


Las Cartas recalcan en modo constante esta primacía de la voz monológica autoritaria. Caballero establece las fronteras entre el ámbito del orador y el del conjunto de los concurrentes, poniendo en evidencia tanto la autoridad del primero como la centralidad de la adhesión de éstos últimos. Resulta interesante observar cómo tal delimitación, que sanciona la jerarquía de roles, se encuentre enunciada «a través» de los mismos asistentes. Sin embargo, es tan sólo una «ilusión» que se inscribe en el deliberado propósito del autor de demarcar ámbitos y roles: las «otras» voces, en verdad, se hallan siempre mediatizadas por la voz monológica del orador-redactor que las incorpora y asimila a su propio campo discursivo. Las convierte en simple «comparsa», confirmando con ello simultáneamente tanto la «sumisión» del auditorio como la «autoridad» del orador, aun cuando, como en el primer ejemplo que ofrecemos a continuación, Caballero enuncie dicha demarcación en tonos irónicos:

Los buenos de mis tertulianos, y la famosa Señorita me esperaban con ansia creyendo oír a un Licurgo entre los Lacedemonios [...] y prontamente me brindaron la mejor Silla, en demostración del regocijo conque esperaban la voz de su Oráculo.


(59; el cursivo es nuestro)                


(los tertulianos) mostraron quedar complacidos con mi primer discurso, suplicándome continuase hasta finalizar los restantes.


(61)                


Caballero subraya en modo sistemático, al comienzo de cada discurso, el creciente interés que despierta en los asistentes tertulianos su presencia. Dicho interés se corresponde con la mayor atención que en modo progresivo el auditorio va manifestando hacia los diversos temas de debate propuestos, con el fin de comprometer más directamente a los lectores y promover con ello su interés y adhesión:

aparecí nuevamente en la honrada tertulia [...] me aguardaban con igual deseo que la anterior mis ilustres tertulianos.


(63)                


aparecí finalmente en la casa de la Señorita, donde me esperaban los Señores concurrentes con más anhelo que las otras tardes.


(67)                


Se instaura, pues, entre el orador y su auditorio una relación jerárquica, pero al mismo tiempo de complementariedad, que irá fortaleciéndose a lo largo de las siete cartas y que en modo evidente actúa con el propósito de incidir sobre el público lector. Las Cartas de Caballero, en efecto, revelan la centralidad del acto perlocutorio21: cuanto mayor es la identificación del auditorio con su orador, mayor será la identificación del lector con los ejes temáticos y con la visión que el mismo autor manifiesta.

El escritor habanero se propone conmover y convencer. A dicho fin echa mano de una serie de recursos que adscriben a la función apelativa y exhortativa del lenguaje y que denuncian su afán de persuasión. Fundamentalmente persuasivos son, en efecto, los valores comunicativos dominantes en las Cartas, sirviéndose para ello en reiteradas ocasiones de habituales figuras patéticas, como exclamaciones e interrogaciones retóricas. No debe olvidarse que Caballero se hallaba familiarizado tanto con los modelos sancionados por la oratoria clásica como con los que había establecido el Siglo de Oro, ejemplos notables en el «arte retórica de las palabras», siendo él mismo un destacado expositor y «orador majestuoso» (Henríquez Ureña) (1:122)22. El escritor se propone captar el interés del auditorio y del público lector. De ahí la presencia de imágenes convencionales, de repeticiones intensificadoras y distribuciones simétricas de vocablos y estructuras que denuncian el virtuosismo oratorio del autor cubano. Sus artículos, efectivamente, se organizan en torno a la elocutio como modo expresivo de la persuasión. Caballero establece en ellos una consciente «estrategia del consenso» orientada a incidir sobre la situación de lectura del lector-receptor y que encuentra en el pasaje del yo-expositor al nosotros-oyentes, con la que se cierra la Carta sobre la confusión de los trages, una ulterior confirmación:

Ahora conozco (dijo la señorita) que en nuestro País sobran materiales para construir mil periódicos: V. me ha abierto campo para formar dos discursitos que diré a Vms. en término de quatro días, para que si merecieren la aprobación de los señores Diaristas, los echen también á correr fortuna. Con mucho gusto (contestamos todos) vendremos a oírlos.


(69, el cursivo es nuestro)                


El orador, pues, deviene un oyente más, mientras que -viceversa- la señorita anfitriona, hasta ese momento receptora de los discursos, se convierte en oradora. En estos dos últimos discursos -Carta crítica de la vieja niña y Carta crítica del hombre mujer (71-8)- el autor deja de identificarse con el yo-expositor, abandonando el prestigioso papel del diseñador: «Volví a la casa de la señorita no yá á proferir discursos, sino a ser oyente de una Joven» (71), refiere el escritor. Sin embargo, dicha alteración no comporta de ningún modo una ampliación de las voces discursivas ni, mucho menos, se halla orientada a promover la yuxtaposición de puntos de vista en aras del juego de perspectivas. Es tan sólo una concesión consentida por las normas del género que se inscribe en el deliberado deseo del autor de convencer al lector. En este sentido, estos dos últimos discursos, por sí mismos, constituyen fundamentalmente una confirmación más de la intención persuasiva del autor. Si al inicio el personaje femenino albergaba serias dudas sobre la utilidad y la originalidad del periódico, poniendo en discusión su misma existencia23, es ahora ella misma quien consagra a la nueva publicación temas útiles de discusión: «Ahora conozco (dixo la Señorita) que en nuestro País sobran materiales para construir mil periódicos: V. [El Amante] me ha abierto campo para formar dos discursitos» (69). Ambos escritos se revelan, pues, al mismo tiempo, aprobación y continuación de los precedentes.

Si en las primeras cinco Cartas puede reconocerse una clara identificación orador-autor-redactor, en las dos últimas dicha identificación parece haberse quebrantado. En el penúltimo discurso, Carta crítica de la vieja niña, el presbítero cubano se ha convertido en un simple intermediario: «ella [la Señorita] me dio escrito el discurso que remito a Vms. Señores Diaristas para que dispongan de él» (74). Ello de ningún modo significa que el autor se halle oculto en el anonimato del auditorio. Es tan sólo un deliberado artificio que, siempre en el cuadro de la «estrategia del consenso» que dichos artículos denuncian, el autor introduce para delinear una «ilusoria» perspectiva de voces. De hecho, la primigenia identidad autor-redactor vuelve a recomponerse en modo explícito en la siguiente y última Carta: «Yo llegué a mi Casa y puse en limpio la obra que remito a Vms.» (78; el cursivo es nuestro), precisa el autor. A modo de resumen, pues, el esquema del conjunto de las Cartas habaneras puede presentarse de este modo:

CartasEl Amante del PeriódicoSeñorita
I - Vorador - autor - redactoroyente
VIoyente - autor- (intermediario)oradora - redactora
VIIoyente -autor- redactororadora

Es la elección del mismo modelo epistolar la que colabora en la definición de dicha estrategia discursiva a través del pasaje de la oralidad a la escritura -del «discurso» a la «carta»- que el mismo autor se encarga de sancionar puntualmente en la parte conclusiva de cada uno de los artículos:

Dexé la tertulia y me partí a mi casa a escribir lo que me había pasado.


(53)                


y retornando a mi casa tomé la pluma y puesto en el papel lo paso a manos de Vms. señores Diaristas para que le den el destino que merezca.


(61-62)                


La incorporación de la señorita anfitriona -hasta ese entonces interlocutora privilegiada y en cierto modo vínculo principal entre el orador y su auditorio- como nueva expositora constituye una simulación que genera en los oyentes la sensación de una mayor participación al debate y de una mayor adhesión a las ideas expuestas por el autor. Dicho artificio, en modo indirecto, se halla encaminado también a establecer un mayor acercamiento con el público lector, procurando incidir sobre su situación de lectura. Si el escritor habanero en estas dos últimas Cartas ha cedido gentilmente el centro de la atención a la joven oradora, incorporándose al auditorio como un oyente más, no por ello ha dejado de ocupar el sitio de mayor autoridad que los asistentes le habían asignado en las primeras cartas. El autor, en efecto, sigue incidiendo y generando adhesiones desde su situación de superior influencia y prestigio. Su «autoridad» continúa actuando y, con su aprobación, generando consenso: «Todos aplaudimos la gracia conque la Señorita nos profirió su discurso, deseosos de ver á otro día continuado el restante. Yo en particular le hice mil expresiones» (74; el cursivo es nuestro).

La estrategia de la escritura presente en las Cartas habaneras -la predilección por el modelo epistolar, la primacía de la voz monológica, el deliberado pasaje de la oralidad a la escritura- se encuentra subordinada al indiscutible propósito didáctico y utilitarista que éstas denuncian. Dicha estrategia comunicativa se desenvuelve con una precisa y bien delineada finalidad: orientar los ejes del debate, con la consciente aspiración de instaurar una relación más directa con el público lector, generando adhesiones en una naciente opinión pública24 en torno al proyecto reformador que ha comenzado a ponerse en marcha en aquellos años. El padre Caballero, tres años más tarde, volverá a detenerse sobre el objeto y la utilidad de la nueva publicación. En su Informe del 2 de septiembre de 1794 (325-8) elevado a la Sociedad Patriótica de La Havana, manuscrito que actualmente se conserva en la Biblioteca Nacional José Martí, el presbítero cubano señala «el útil uso de los papeles públicos [...] que comunican siempre las noticias concernientes a los diversos ramos de la más peregrina instrucción», subrayando «el provecho que ha producido en todas partes la introducción de estos papeles públicos» (326-7). Dicho Informe constituye un valioso documento para la comprensión de las prioridades establecidas por el nuevo grupo dirigente habanero que gravita en torno a la figura de Las Casas. En este escrito Caballero destaca una vez más la utilidad del periódico, evidenciando «el aprecio con que el público lo ha mirado» (326). El escritor cubano resalta el hecho de que a mediados de 1794 -a apenas tres años y medio de su nacimiento- el Papel Periódico ya cuente con casi 200 suscriptores. Dicha cifra, si bien representaba tan sólo el 0,4% del total de la población habanera, para los datos de la época a que nos referimos, y teniendo en cuenta que el Correo de Madrid, uno de los periódicos peninsulares más difundidos, en esos mismos años -entre 1787 y 1790- contaba entre 265 y 305 suscriptores (Herr 161), de ningún modo constituía una cantidad desdeñable. Pero el dato más interesante es que Caballero recalcaba cómo, a partir del periódico, era posible organizar en la Colonia un verdadero sistema de promoción educativa y cultural, destinando una porción no irrelevante de lo recaudado con las mencionadas suscripciones al establecimiento de escuelas gratuitas de primeras letras y a la compra de libros con el objetivo de establecer una «biblioteca selecta [...] para que pueda servir a los útiles fines» (326)25.

La nueva publicación se perfilaba como un eslabón fundamental en la constitución de un verdadero «circuito educativo y cultural» a partir del cual debía actuar y organizarse la política dirigista de aquellos años, a caballo de dos siglos. Este circuito, que encuentra en la Sociedad Patriótica, en la Biblioteca Pública y en los institutos de enseñanza otros cauces significativos, gravitó fundamentalmente alrededor de la publicación habanera, en torno de la cual se conformó un grupo de personalidades cultivadas que hicieron del periódico un instrumento privilegiado de penetración ideológica y cultural.

No fue por cierto el Papel Periódico la primera publicación de la isla. En los años inmediatamente sucesivos a la ocupación inglesa del puerto de La Habana, pueden situarse los primeros, y aún titubeantes, intentos de dotar a los habaneros de un periódico. En mayo de 1764 había visto la luz la Gaceta de la Havana, con toda probabilidad el primer periódico cubano, que se editaba en la imprenta de la Capitanía General, de Blas de los Olivos. Algunos meses más tarde nacía una segunda publicación, El Pensador, redactado por los abogados Ignacio J. de Urrutia y Gabriel Beltrán de Santa Cruz y que parece ser salía los miércoles26. Fue, sin embargo, el Papel Periódico, por su variedad temática, amplitud de objetivos y, en modo especial, en función de la estrecha relación que entabló desde sus inicios con las finalidades y los proyectos del nuevo grupo dirigente habanero27, el ejemplo más cabal de la nueva fase política y cultural que se ha abierto en la última década del siglo XVIII. La presencia del periódico constituye por sí mismo un elemento de novedad que denota la existencia en la Colonia de una aún embrionaria opinión pública, ávida de noticias, que responde al considerable aumento de la demanda informativa en una ciudad, como La Habana, que daba signos visibles de expansión y de una cierta vitalidad. «Una Ciudad [...], adornada con una excelente y abrigada Bahía, hermoseada con unos fértiles y abundantes campos, de unas tierras feraces que no necesitan abono para dar todo el año copiosas cosechas de azúcar, tabaco, maíz, [...] de un comercio floreciente, freqüentada de viageros de todas Naciones, madre, en fin de bellos talentos» (52), opinaba el mismo padre Caballero, como manifestación de un sentimiento patriótico que comenzaba a aflorar en la isla y que se insinuaba a través de los intersticios abiertos por las reivindicaciones localistas.

Si la utilidad ahuyenta el ocio -«el mejor modo de hacernos útiles es apartarnos del ocio» (66), explicaban las Cartas habaneras- el periódico, como instrumento de pública utilidad, debía ocupar un lugar fundamental en el proceso de reforma emprendido, indicando prioridades, instrumentos y modalidades para transformar la sociedad colonial de aquellos años. No cabe duda de que el padre Caballero percibe en el periódico un vehículo insustituible, capaz de generar adhesiones en torno al proyecto reformista que se ha puesto en marcha en la última década del setecientos. Sus discursos -bajo las «consignas» del progreso y de la pública utilidad- se hallan encaminados a instaurar una más directa y privilegiada relación con un lector más informado y culto, con el propósito de orientar el debate y de incidir sobre aquél en modo manifiesto. Sin embargo, no conviene olvidar que el sector al cual va dirigida esencialmente la publicación representaba aún una ínfima minoría de la población habanera. Como observó A. Domínguez Ortíz, la minoría ilustrada era «una pequeña minoría» (494). En Caballero, como en la mayoría de los iluministas criollos, la opinión pública reside en una minoría culta y selecta. Ella remite al grupo de letrados y juristas, a miembros de la burocracia colonial, a hacendados criollos, a hombres de negocios y comerciantes de importancia, quienes -como expresión de sectores urbanos emergentes- perciben en la prensa el cauce más idóneo para incidir en la sociedad, «educando a la opinión pública en sus propios ideales, económicos, culturales y políticos» (Aguilar Piñal. «Introducción» VIII)28.

Mientras sobre la prensa española, en modo inquietante, se abatía «la conspiración del silencio» impuesta por la famosa Resolución de 179129, la prensa cubana daba sus primeros y decisivos pasos. Los discursos de Caballero abren las páginas de la publicación al debate y a la polémica -dos constantes en los quince años de vida del periódico-, inaugurando una serie de disputas y de controversias que alimentaron la discusión en la Colonia30. La publicación habanera, favorecida por el nuevo clima cultural que comenzaba a respirarse, se erige en valioso medio de divulgación de las temáticas que articulan el pensamiento reformista ilustrado, perfilándose como un eficaz e insustituible laboratorio de ideas, de programas y de proyectos en el seno de la sociedad colonial. Como ha señalado I. Urzainqui en un reciente estudio, la prensa se encontraba en condiciones de ofrecer «un circuito de comunicación para las ideas notablemente más vasto y completo que el que hasta entonces hubiera podido ofrecer ningún otro vehículo cultural» (129). Las Cartas de Caballero, según nuestra opinión, revelan esencialmente dicha conciencia: a través de ellas, en el cuadro del dirigismo cultural que caracterizó la fase de la Ilustración tardía -y del cual el autor se erige en exponente significativo-, el presbítero cubano, al tiempo que define las prioridades temáticas, se propone encauzar la comunidad hacia determinados comportamientos y valores orientadores de la visión ilustrada.






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