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ArribaAbajo- XVI -

El Calvario


Lícitamente se puede afirmar que los padres del señor párroco de Posuna no supieron palabra de Sócrates.

Pues bien; sin conocerlo, siguieron el prudente aviso del filósofo que recomienda el dar a los hijos nombres significativos y sonoros; y al suyo, que, andando los años, había de ser capellán de su aldea, le pusieron Leonardo.

No consta que tuviese eficacia tan grande acierto y cuidado.

Mosén Leonardo era muy buen hombre, gordo, y pobre, según descubría su hábito bisunto y remendado y las viejas alpargatas grises. Hablaba inquietamente, y todo lo decía con temblor y confusión de palabras. Era muy desgraciado, no por motivo de lágrimas, sino por demasiada risa. Mal de risa era el suyo; no podía remediarla; se le disparaba, y allá iba estrepitosa, cuajadita de saliva, sin razón ni camino ni término. Por la risa, padeció en el convictorio la de los seminaristas y muchos trabajos; y por ella estuvo a punto de perder las licencias. Este gravísimo lance fue reciente; aconteció en el último viaje pastoral del señor arzobispo de la diócesis. Se angustiaba y trasudaba recordándolo. Habían salido todos los principales de Posuna hasta la Cruz, de la carretera de Gandía, para recibir a su ilustrísima. Llega la ruidosa galera; todos se arrodillan; bendícelos el prelado, y él y su séquito salen del carruaje. Avanza el párroco para besarle el anillo, y, en este trance de tan devoto acatamiento, reconoce en un familiar a un su antiguo camarada que, recordando la pasión de risa del cura aldeano, hácele visajes. ¡Y mosén Leonardo, de hinojos delante del señor arzobispo, apretábase los ijares para no perecer de la risada! Los pajes de su ilustrísima y las autoridades se holgaban mucho.

...Pues la risa espesa, maciza, desbordada, de mosén Leonardo hizo que Félix se volviese a mirarle cuando subía la senda del Calvario.

Venía el cura de Posuna en medio de otros dos capellanes forasteros; eran del camarín de la Virgen de Valencia, y estaban de veraneo en sus haciendas comarcanas; llevaban catalejos, bastón y sotana de alpaca sedeña, muy rica. El más joven se inclinaba y cogía gálbulos secos caídos de los cipreses, cuyas raíces se trenzaban casi encima de la tierra, y luego iba dejando esas nueces en los senos del gorro de mosén Leonardo, diciéndole:

-Sueñecico hay; despabila, Leonardote.

Habláronle también de las últimas encíclicas. El señor cura de Posuna acaso no las conocía; pero ellos insistían en preguntarle su parecer. Y aquí estaban cuando se les mezcló Félix. Mosén Leonardo hizo la presentación; en seguida alabó la piedad de los Valdivia, y ya conversaron del rosario y sermón de aquella tarde.

-¿Ha visto, don Félix, la ermita y la Virgen? ¿No las ha visto nunca? Pues ¿cómo? ¡Es imagen milagrosa!

Y el gordo párroco contó el santo prodigio de aparecerse Nuestra Señora, que sucedió como todas las apariciones.

La Virgen del Allozo era una imagen pequeñita y morena, toda cargada de un manto pesadísimo de terciopelo color de azufaifa, con bordados de plata muy costosos, de cuatro y seis altos de realce.

En lo antiguo era el vericueto del Calvario un macizo de verdura y gramas, pasto de un rebaño de Posuna, y en cuya eminencia se retorcía valientemente un almendro salvaje. A su umbría se retiraba el pastorcito, un rapaz manco y músico de un rabel de cañas, lo mismo que cualquier Tirsis o Menalcas del poeta siracusano.

Una mañana que el pastor quiso coger dos allozas vio en el ramaje a la Santísima Virgen. Al principio figurósele que sería alguna picaza; pero no, no era pájaro, sino una virgencita de leño seco, tostado, y vestida de túnica parda y pobre; y que habló sin abrir los labios. Espantado el chico, quiso escapar. Entonces acudieron las ovejas; le rodearon alzando las cabezas al almendro. Nuestra Señora le dijo al pastorcito que fuese a la aldea y avisase su aparición, añadiendo que aquí quería que se le hiciese residencia. Muy miedoso le contestó el rapaz que habían de reírsele, tomándole por visionario. Nuestra Señora, siempre recatada en el ramaje, amonestole para que obedeciese sus palabras, y que no se le importase una higa todas las vayas y zumbas que le dieran. El zagal no tuvo otro remedio sino bajar a la aldea y contarlo todo. Los buenos aldeanos así le creyeron como si oyesen a un juglar. Volviose el muchacho, entre pesaroso y satisfecho de que hubiese salido verdadera su predicción. Y entonces la Virgen María hizo un milagro; y fue que puso a su elegido un brazo fresco y sano donde le faltaba. Tornó el pastor para mostrarles su reciente miembro, y acudieron todos los lugareños. Llevaron procesionalmente la imagen a la parroquia de Posuna. Pero al otro día amaneció vacío el retablo. Nuestra Señora se había subido otra vez al almendro. Bien manifiesta estaba la divina voluntad.

Labrose la ermita, que fue más tarde enriquecida por los Valdivia; los lugareños hicieron los nichos para los manises de las Estaciones de la Pasión; abrieron sendero, y a los lados plantaron los cipreses, que ahora miraba Félix, tan viejos, espesos y aromosos.

-La imagen debe ser una talla de admirable fineza, ¿verdad, mosén Leonardo?

-Yo no lo entiendo, don Félix. Parece que el manto cuesta todo un caudal. La Virgen es menudita, algo arrugada y obscura. Es lástima, porque ya que ha venido milagrosamente del Cielo pudo venir mejor, ¿no le parece?

Llegados a la capilla quiso Félix entrar porque tío Eduardo, Isabel, Silvio y su madre ya estaban en sus reclinatorios, según le dijo la ermitaña. Pero mosén Leonardo se lo impidió, tomándole de las manos y llevándolo a una rinconada de los muros.

Supuso Félix que el señor párroco quería mostrarle la belleza de los horizontes, y buscó en los blancos y retorcidos senderos del valle la silueta de doña Beatriz.

Mas luego quitó los ojos del llano para fijarlos con grande susto en el capellán. Es que mosén Leonardo le pedía que le perdonase.

-¿Perdón, dice? ¿De qué, siendo usted un santo? ¡Si me habla siempre con respeto y comedimientos que yo no merezco!

-¡Oh, señor don Félix; todo se lo merece, por lo que sabe y por su nobleza!

-Pero ¿por qué me pide perdón?

-Lo pido, don Félix, lo pido por la gracia que de usted puedo alcanzar.

-¡Ay, don Leonardo, me habla usted como a la Virgen Santísima en un panegírico!

Sonó como si fuese hecha de oro la esquila del santuario, y acuciose el ánima y la palabra del humilde clérigo. Era el último toque.

-¡Mire lo que yo quiero es que no entre cuando yo predique y, si fuera posible, que retuviese por aquí a esos dos sacerdotes, para que tampoco me oigan! Son hombres de mucho saber y burla; y el sermón es uno que ellos conocen, el de un sueño por comparanza: «el hombre pecador está dormido; pues bien; va Jesús y lo despierta, y queda salvo». Y esta tarde ya me dijeron: «¿Tendremos sueño? ¡Despabila, Leonardote!». Imagine el sofoco que padecería, siendo el mismo sermoncico de siempre: el del hombre dormido. ¡Si no es posible otro!

Lo buscaba el ermitaño, porque ya estaba comenzado el rosario. Era aquél un ermitaño de blusa y alpargatas, cargado de hijos; fumador de verónica, y siempre con manojos de esparto desbordándole del seno para tejer sogas y felpudos.

A él y a los presbíteros extraños les dio cigarros Félix, y hablando se los llevó a unas piedras grandes y peladas, saledizas encima de la aldea. Allí se sentaron, oteando el valle y el poblado. Veíase el templo y su torre muy negruzcos, descansando sobre las nubes de grana del ocaso, que ya empezaba a encenderse, y todo el caserío de paredes hormas, de muros encalados, de tejados pardos; casucas y tapias se abrían a trechos, cavadas por las callejas, pedregosas como ramblizos, y pasaban jumentos con seras de verduras o de estiércol, ladrados por algún perro nómada. Un hombrecito que traía fardel a la espalda iba parándose en los portales. En muchos debían de socorrerle, según se le veía acercar su costal.

Creyéndole pordiosero, alabó Félix la piadosa largueza de los aldeanos.

-Ese que mira, que va pidiendo -dijo el de la ermita-, no es mendigo, sino el sereno de Posuna.

Y añadió que los jueves salía a pedir porque quitáronle el jornal; y en unas casas le daban un puño de habichuelas, de lentejas o de trigo; en otras, pedazos de hogaza, y quebrantos de cerdo si hubo matanza. Por las noches iba contando las piedras puestas en el rincón de los umbrales, y por ellas sabía la hora de llamar a los que salen de labor. Era hombre de bien, hurón de toda la serranía. En las fiestas de septiembre helaba refresco con la nieve arrancada de los pozos, y bajaba de la «Cumbrera» derritiéndosele los terrones por la desnuda espalda.

De la capilla salía un zumbar de oraciones.

Quedáronse atendiendo los señores clérigos, y el más mozo dijo:

-Ya acabaron la letanía.

Y el otro:

-Pues nuestro Leonardote debe principiar pronto.

Entre los últimos cipreses del camino apareció la figurita cenceña y humilde del sereno.

-Ahí lo tiene -murmuró el ermitaño a Félix-; muchas historias podría contarle de cuando fue del matute.

Félix levantose para conversar con el hombrecito.

De súbito se volvió. Los capellanes se habían entrado. Todavía humeaban junto al cancel las puntas de sus cigarrillos. Y Félix, acordándose de las súplicas del párroco, se asomó para enmendar su descuido. Y quedó aterrado. Todos los devotos miraban hacia el púlpito. Don Leonardo, reclinándose, amparándose en el crucifijo, se cubría la faz con las manos, y entre la grosura de los dedos escapaban diez flautas de risa, trémula y aguda.

Cerca del altar, el lanoso y eminentísimo tocado de doña Constanza se estremecía y ladeaba amenazadoramente.

El cuitado clérigo, retorciéndose de angustia y risa, mirando suplicante a Jesucristo, balbució gracias y bendiciones a los señores Valdivia, y cayéndose, derrumbándose, bajó las escalerillas de tablas, que recrujieron siniestramente.

Cuando Félix pasó a la sacristía, mosén Leonardo se abrazó a sus hombros, gimiendo:

-¡¡Ha visto!! ¡Lo ha visto! ¡Fueron ellos! Entraron al empezar del sueño: «el hombre pecador está dormido: Jesús lo despierta». Y tosen los del Camarín de Valencia; los miro, y ellos inclinan las cabezas, queriendo decir que dormitaban; luego se estregan los ojos; y tosen otra vez... Me dio tanta vergüenza, que... me reí... ¡oh, Señor, lo mismo que delante de Su Ilustrísima!... Risum reputavi errorem! ¡Señor! Risum, risum reputavi errorem!

Don Eduardo también hubiese querido mitigarle, y no pudo: doña Constanza le estaba mirando. Ocurriósele avisar a Félix de que ya se marchaban, y tampoco le dejó la señora; y envió a Silvio.

Salieron los Valdivia, muy despacio y callados; Isabel delante, golpeando las pedrezuelas de la senda con el cuento de su sombrilla; Félix, a su lado, lleno de turbación, pesaroso de su culpa de olvido, y a la vez exaltado contra los maleantes camaradas de mosén Leonardo, y este asunto sirviole para vencer el silencio.

-¿No te indigna la bellaquería de esos clérigos forasteros?

Isabel, muy pálida, le contempló sonriendo y dijo:

-No, hijo, no fueron los forasteros; quien escandalizó riéndose fue el del púlpito. La pobre tía Constanza dice que ha pasado mucha afrenta, y que quiere quejarse a los superiores.

-¡Quejarse!¡Eso sería una ruindad! -Y Félix se detuvo para esperar a don Eduardo y su hermana, que venía murmurando.

Además, Félix estaba secretamente contento de su enfado, que le apartaba las quejas de Isabel por su desvío. Y hosco, altivo, exclamó:

-¡No tiene usted razón para tomar esa venganza!

-¡Félix! ¿Se lo dices a tía Constanza? ¿A tía Constanza? ¡Jesús!

Don Eduardo temblaba y trasudaba como el párroco en el púlpito.

-Félix, ¿qué pensamiento te dio? -dijo Silvio todo arrebatado y cruzada su frente por la lívida centella de una vena terrible.

Le contuvo su madre; y después volviose a Félix.

-¡Habla, hijo mío; acúsame!

Formaban un ruedo. Las devotas que regresaban de la capilla les miraban muy despacio, singularmente a Félix. Lejos negreaban las siluetas de los capellanes.

La suavidad de doña Constanza todavía encrespó más el enojo del joven.

-Tú encuentras natural que en una función de sufragio sucedan burlas.

-Si las hubo, no las cometió el cura aldeano. Y acusarlo, según intenta usted, no es caritativo ni es justo.

-¡Félix, por Nuestro Señor! -gemía don Eduardo, haciendo ventalle de su delgado sombrero de paja.

-¡Qué te ha dado, que estás loco! -exclamaba Silvio.

Isabel pretendía llevarse a su primo para pacificarle y distraerle.

Los ojos de tía Constanza la fiscalizaban; y oyó su voz ondulante y helada:

-¡Isabel, Isabel, ya escuchas las injurias que me hacen! ¿Para qué me malquistas con Félix? ¡Y en presencia de todos y consintiéndolo mi hermano!

-¡Mujer, pero si yo!... ¡Si... vamos, si todo es chanza!...

Don Eduardo estaba acongojado.

Llegaron los clérigos. El párroco quitose el solideo, y delante de la señora se humilló. El más joven de los eclesiásticos de Valencia dábale en las espaldas palmaditas protectoras; el otro, también; y entrambos dijeron alborozadamente:

-¡Este Leonardote, este don Leonardo, necesitará un exorcista que le arranque el demonio de la risa!

-¡Demonio, debe de ser demonio lo que me tiene poseído!

-¡Ay, no lo diga! -Y doña Constanza le besó la mano.

Alentose el ánima de don Eduardo, y propuso que todos fuesen un domingo a su heredad para comer a la sombra de los plátanos.

Los tres sacerdotes se apartaron efusivos y jubilosos. Doña Constanza y Silvio murmuraban de Félix. Tío Eduardo mirábale compadecido de sus violencias.

Félix estaba arrepentido de la fiereza de su intervención sandia, baldía. ¡Para qué, Señor! ¡Qué le importaba!

Acercósele su prima. Doña Constanza volviose hacia su hijo y avanzó imperativamente su cabeza de soberana sin diadema. Silvio obedeció y se puso al lado de Isabel.

Dejaron la aldea, internándose por el cerezal; y ya junto al cercado del cementerio, oyeron voces, y, de pronto, Belita y tía Constanza quedáronse pasmadas viendo a dos damas de mucha hermosura que estaban alcanzando y comiendo cerezas de los árboles sagrados, la última fruta, la más grande y sabrosa.

Las desconocidas, ajenas al entredicho que para todos tenían esos frutales, arrancaban cerezas con infantil donaire y complacencia, y al ver a Silvio y Félix les llamaron pidiéndoles ayuda.

Doña Constanza, toda alborotada, convulsa y blanca, llamó a Silvio.

El hijo no acudía. Y don Eduardo regocijose de esta rebelión.

Fueron alejándose.

Félix subiose de las piedras caídas de los muros al torcido tronco de un cerezo, penetrando en la fresca y perfumada fronda.

Y entonces Isabel le gritó que viniese.

-Te llaman, Félix. ¿Es ésa tu prima? -le dijo Beatriz.

-Sí; la pobrecita me ha pedido que nunca coma fruta de estos árboles. ¡Les tiene mucho respeto de santidad o de asco a la muerte! -Y bajó, dándole a su madrina una rama cuajada del dulce coral de sus guindas.

Ella buscó y ofreciole la más redonda y encendida.

Isabel les miraba. Félix adivinó su angustia, y vaciló. ¡Pero es que hasta lo menudito había de inquietarle y torcer su espíritu! ¡Una cereza le llenaba de vacilaciones! Y la comió...

Doña Constanza llamaba a su hijo. Y Silvio acudió con aturdimiento y rabia. Había visto que su madre se acercaba terriblemente.

Separose Isabel, y caminó sola. Se contenía y sellaba su alma. «¡Madrina, madrina dice que la llama!».

-¿No estará muy ociosa esa criatura? -repetía don Eduardo sin que los demás le respondiesen.

Esa noche, terminada la cena, don Eduardo escribió con mucha detención y gravedad a su primo don Lázaro. Adolecíase de las exaltaciones, de los enojos, de la indiferencia de Félix, que algunas veces parecía tan distraído, tan extraviado como si fuese víctima de bebedizos, según contaba Alonso el de «La Olmeda». Acababa preguntando si la doña Beatriz era en verdad la temida mujer que tanto daño había traído sobre Guillermo.



...La carta conturbó hondamente el hogar de don Lázaro. La esposa y doña Dulce Nombre lloraron mucho. El señor Valdivia, con airadas voces, maldijo a la infame que perseguía y devoraba su linaje.

-¡Esa criatura... no quiere, no quiere el Buen Ángel librárnosla!

-¡Oh, nuestra cruz! -gimió la madre.

Y después dijo:

-Lázaro, ¿no serás tú culpable? ¿Por qué lo enviaste a «La Olmeda»? Aquí, nuestra presencia le contenía. ¡El viaje ha producido más escándalo que provecho!

-¡Que nosotros le conteníamos! ¿Que yo tengo la culpa?

-¡Qué sabemos, qué sabemos! -plañía doña Dulce Nombre.

-¡Pero que yo tengo la culpa! ¿Podía yo imaginar que la «enemiga» había de seguirle hasta nuestro sagrario?

-¡Qué sabemos!

-¡Yo lo envié no sólo para salud de su cuerpo, sino porque Eduardo y todos hablábamos de Isabel y Félix; y creí que Isabel sanaría también su alma!

Muchos y contrarios designios se trazaron para remediar la perdición de Félix. Disciplina rigorosa; dulces bálsamos; decreto de regreso; buscarle...

Se acostaron.

La más desolada era la simplicísima señora doña Dulce Nombre, que todavía veía en Félix la criatura blanda, afeminada y dócil que ella desnudaba y acostaba, y, después de arroparle, le persignaba con mucho cuidado. Y el sobrino solía pedirle: «¡Anda, reza por mí; yo tengo sueño!». Y se dormía arrullado por la jaculatoria familiar:


   Santo, santo centurión,
guardad el cuerpo de mis papás,
de tía Dulce Nombre y el mío
como guardaste el de Nuestro Señor.




ArribaAbajo- XVII -

Beatriz y Lambeth


Una mañana, doña Beatriz se dijo que, amando inmensamente a su hija, sentía celos de ella. Y luego de confesárselo, se avergonzó y dudó, porque los celos inducen a malquerer a quien los motiva; engendran el deseo de su daño, de que no sea hermoso o perfecto, si es la belleza, la inocencia o venustidad lo que atrae el amor codiciado.

Doña Beatriz deleitábase en la gentileza y donosura de Julia; sabiéndose lozana, adornada de gracias peregrinas, no le pesaba que la hija mereciese y aun le quitase miradas y rendimiento, como dicen que les lastima a algunas madres todavía abrasadas de fuego de juventud. No temía que aquella florescencia mustiara el pomposo y dulce rosal de su cuerpo, antes bien le halagaba el cuidado de ese huerto nacido de su carne y de su alma.

Tampoco imitaba los donaires y candores de las doncellitas como Julia, ni engañaba su edad con mudas, afeites y otros embelecos y malicias de tocador. Quizá no era todo sencillez de ánimo, o no manifestaba sacrificio, porque la señora estaba en la cumbre de la juventud y hermosura. Sin pensamiento de pecado hubiese recibido el requiebro de un gallardo yerno, deseándolo poseído de amor por Julia. La contemplaba embelesadamente; la veía adorable, y agradecía a Dios la merced abundosa de encantos que sobre ella derramara; y si en aquel instante, y por acaso, algún espejo le mostraba la espléndida línea de su figura, la lumbre de sus ojos, el oro opulentísimo de sus cabellos, daba otra vez gracias al Señor, sin compararse a la hija ni pensar en los diecisiete años que las alejaban.

...Y doña Beatriz tuvo que confesarse que padecía la inquietud, la torsión, la tristeza de los celos; mal de recia ferocidad que la atarazaba hacía mucho tiempo sin querer nombrarlo de esa manera. Y tanto amaba a Julia, que nunca la señaló por origen de su tristeza. Procedería la culpa de las afines mocedades de la doncella y Félix, de la exquisita belleza de la hija; y el culpable sólo era Félix, que la miraba, que la llamaba y le decía pensamientos infantiles, que le acariciaba los cabellos, y la subía a las gárgolas de la casa de Almina y a los árboles de «El Retiro» para que se asomase a un nidal o alcanzase una fruta... ¿Llegaría a aborrecerlo, como hacen algunas mujeres, que, en sus delirios, desean hasta la muerte del amado? Toda su alma le dijo que no se puede aborrecer la luminosa quimera de un caballero ideal.

Y eso era Félix. No le amaba por eficacia y derivación de la memoria de Guillermo. Amábale por él mismo. Conoció a Guillermo apenas llegada bajo el árbol de la vida. En presencia de aquel hombre la conturbó un sagrado pasmo. Fue su coloquio muy efímero y maravilloso. Más tarde vino Félix a ella, siendo ya sabedora de la amarga ciencia del Bien y del Mal, y hundiéndose en las sombras grises del hastío. Félix vino a su alma envuelto por nieblas de romántico misterio; y esas nieblas que cegaban o embellecían la visión de lo vulgar, no se alzaban en la lejanía, sino que prorrumpían de la misma tierra que ella pisaba, a su lado, dormidas sobre lo magnífico y lo sencillo. El héroe de amor no se divinizaba por grandeza arcánica, y luego por la trágica muerte, como en Guillermo; el héroe era casi niño, familiarizado con su vida, sin que llegase a caer la gota espesa y ardiente de la lámpara de Psiquis, que consume, que deshace la quimera... Y el amor de Félix, del hombre ideálico, pero vivo y gozado, apagó en Beatriz el culto del hombre divinizado y ya muerto...

Y esa inquietud celosa que retorcía y espantaba el ánimo de la señora, solía acallarse y molificarse por la triaca de otros celos que le infería Isabel; pero eran de menos raíz y dolor. Aunque se cumpliese el propósito del padre de Félix casando a su hijo con tan rica y gentil doncella, no le parecería que enteramente le quitaban al amado.

Más se los mitigaba sorprender en su hija y Silvio una constante solicitud, un deseo de verse, de hablarse, de pronunciar sus nombres, indicios todos de quererse, y que Félix lo adivinase sin queja ni entristecimiento. Silvio sería ejemplo cabal de esposo: enamorado y dócil, y sujeto a todas las ordinarias disciplinas de una templada vida, la ofrecería dichosa y sosegada a Julia... Además poseía mediana hacienda, que doña Constanza aumentaba con su gobierno. No; Silvio no se desbordaría en apasionamientos y deliquios, origen de peligros.

Silvio era el esposo. Un hombre como Félix jamás podría llevarla a la felicidad; un Giner, le repugnaba; un Lambeth, ¡nunca!...

Y la pronunciación íntima de esta palabra le hizo mirar la cerrada puerta del dormitorio del naviero.

Lambeth había llegado, al abrirse el día, en un potro negro, de ojos llameantes, de cola rapada y orejas menudas y erizadas; una bestia briosa y diablesca.

Angustiose Beatriz. Imaginó y temió que algún quebranto en sus empresas o que alguna audaz y logrera les obligase a marchar lejanamente. Nada le preguntó. Julia salió temprano con la mujer de «Koeveld» para traer del huerto de la casa-abadía de Posuna varas de rosales que injertar en sus macetas. Y Lambeth retirose a su aposento, siempre callado y despidiéndose de Beatriz con una sonrisa que descubrió la fría magnificencia del oro y pedrería de su boca.

Sola quedose Beatriz, mirando desde su ventana el lujuriante macizo de arboleda donde se abismaba el viejo casón de los Valdivia; y de cuando en cuando volvíase asustadamente hacia la estancia del esposo. Muchos años llevaban sin vivir tan cerca. En Almina se hallaban alguna tarde en aquel huerto primoroso de su residencia, donde, como una enclaustrada, tenía toda su recreación y libertad. Lambeth habitaba el mismo edificio de sus oficinas y almacenes, frontero al mar.

Verdaderamente estaban divorciados, sin contienda ni fallo de ninguna curia. En la ciudad todos acusaban de liviana arrepentida a doña Beatriz, siquiera nadie creyese que Lambeth hubiera roto su hogar sólo por el pecado de amor de la esposa. Sin él, el naviero se comportara igualmente. Flaco, silencioso, siempre solitario, vestido como un lord o de esa manera elegante que recuerda la de un mayordomo de casa opulenta, podía juzgársele un profesor de mucha sabiduría; y parece que fue muy entendido y refinado en vinos y manjares, y solicitado de madres celestinas que le esperaban en las sombras de un cantón para ofrecerle doncellas contrahechas, de apariencia rústica y zahareña, que así las prefería su lascivia. Lascivia y avaricia eran sus pecados capitales. Pero en las noches de fiesta, de sarao o teatro, que acompañaba a su hija, Lambeth se dignificaba; su porte era severo y prócer, y su frente tenía la misma pureza que la inmaculada pechera de su camisa, donde resplandecían las estrellas de dos clarísimos solitarios.

Pulcro, recién bañado y rasurado, vestido un terno gris de sencilla elegancia, y acariciando los guantes de seda, apareció Lambeth y saludó a su esposa con una breve y graciosa mesura.

Apartose Beatriz de la ventana; no sabía dónde descansar la mirada, sintiendo la de su marido encima de ella. Para distraer su violencia, nada más imaginó componer su tocado, y alzó los brazos cercando gentilmente su cabeza.

Lambeth la contempló en esa bella y perezosa actitud, inocente y tentadora.

Pero Beatriz no quería motivar, entonces, ni el más leve y natural agrado. Y vedándoselo a sí misma, se miró, y complaciose del admirable escorzo de su figura. Fijose rápidamente en Lambeth, y halló que sus ojillos, encendidos como el vidrio tierno, la recorrían toda. Maldijo su impensada coquetería; y para enmendarla con penitencia se echó en una butaca esforzándose en que resultase su cuerpo lacio, desmañado, borroso. Y de nuevo se miró, y también era hermosa.

Llegó a sentir angustia y repugnancia de su gentileza.

Toda la casa y los contornos estaban en silencio y soledad. Lo pensó, y tuvo miedo. Quiso librarse de no sabía o no osaba decirse qué peligros, y levantose y murmuró fingiéndose serena:

-Siento que Julia se marchara. Ha ido a Posuna para traer rosales; y es que ha creído que no saldrías tan pronto. Quiero mirar si ya vuelve.

Lambeth la detuvo.

-Mejor es -repuso el extranjero- que Julia no esté aquí, porque de ella hablaremos.

-¿De Julia? -Y luego la señora padeció el recuerdo de la mirada de su hija saliendo entre los árboles del río.

-Julia me ha escrito.

-Lo sé; me ha leído sus cartas.

-Yo las esperaba de más entusiasmo, ¿no te parece? Aun de ese amigo vuestro, de Félix, dice muy poco...

Lambeth encendió un cigarrillo, y se distrajo exhalando anillos de humo.

Doña Beatriz volviose hacia la mañana. En la cumbre de un monte frontero comenzó a moverse un ganado, destacando limpiamente sobre el azul.

La voz delgada del esposo dijo:

-¿No te parece que debieras dejarme a Julia?

Beatriz le miró con soberanía desdeñosa.

-¡Dejarte a Julia! Lo mismo lo has dicho que si pidieses mil libras a un negociante.

-Ya sé que un marido español lo hubiera dicho con gemidos o con ferocidad... Yo ni siquiera pido. Sólo lo pregunto. ¿Te parece?

Beatriz nada le contestó.

El rebaño se iba derramando por los peñascales; y en la cima se movía la silueta del cabrero. Después surgió otra figura.

Lambeth había tomado unos preciosos gemelos y recorría todo el paisaje.

-Te llaman, Beatriz; te están saludando. ¿No será tu «ahijado»? -Y sonriendo le ofreció los anteojos. Ella no los quiso, dejándolos sobre sus rodillas, y permaneció inmóvil y callada.

Lambeth tornó a hablar de la hija. Dentro de la ironía y de la frialdad de sus palabras pasaba un estremecimiento de ternura.

-A todos conviene que Julia esté conmigo algún tiempo... Beatriz, tú la has tenido ya mucho. ¿Te parece? Si has leído todas sus cartas, recuerda que sólo habla de un hombre que no es Félix. ¿Quién es Silvio?

Después el esposo hizo otra gentil reverencia, y se retiró a su aposento.

Doña Beatriz vio solitaria la vecina cumbre.

De pronto regocijose el camino con el lujoso color de dos sombrillas, y luego aparecieron Julia y la mujer de «Koeveld». El perro desorejado de la heredad comenzó a ladrar gozosamente, pidiendo que lo soltasen para poder recibirlas y agasajarlas lamiéndolas y jugando como un perrito limpio y fino de cojín y estrado.

Pues no quisieron desatarlo. Acaso no le vieron las bellas mujeres, que venían hablando risueñas y ruborosas. Ya se querían mucho; siempre caminaban juntas y solas, lo mismo que si fuesen amiguitas de antaño, entrambas doncellas, o dos casadas recientes que todo se lo dicen y cuentan, seguidas de sus maridos que también fuesen grandes amigos. Pero nada más podía acompañarlas el señor Giner, receloso, enfermo y gordo.

Julia decía:

-¡Yo no sé cómo te dejan sola conmigo! ¡Más que casada pareces viuda joven, puesta bajo la vigilancia de un tío tuyo!

-¡Oh, no, por Dios!

-¿Que no? ¡Claro que no descansará preguntándote para saber lo que decimos! ¡Si me figuro que hasta te mira dentro de la garganta y en los oídos para adivinar lo que hablaste y oíste, por si queda rumor de algún nombre! A estas horas ya sabe lo que te cuento de Silvio...

-¿De Silvio? ¡Pobre Silvio, ni se acuerda de él! ¡Si dijeras de Félix!

La frente y las mejillas de Julia le ardieron tanto que volviose para encubrirlo a su amiga.

Por la senda encendida de sol, se acercaba «Koeveld», balanceándose lento y enorme.

Subió Julia y puso en el regazo de su madre flores y ramas de rosal. Y luego le mostró las manos arañadas de espinas.

Beatriz se las besó delirantemente; y la hija le oyó un sollozo que se le quebraba en lo profundo del pecho.

-¿Llorando? -dijo Julia en bromas, pero con ansiedad en sus ojos-. ¿Llorando? ¡Señor, qué tiene el campo, que os ablanda y os llena de pesadumbre! ¡Mi padre me mira y me besa como no me miraba ni me besaba en Almina!

Y acariciándola, se levantaron y fueron al comedor.

-¡Ah! Me avisó Silvio que vendría temprano de Los Almudeles. A Félix le vi subiendo esos montes; dice que lo hace preparándose al cansancio, para subir después a la «Cumbrera».

Almorzaron solas porque Lambeth se hizo servir en el mismo dormitorio por su criado, un levantino gigantesco, que ya tenía talante extranjero, silencioso y sagaz, vestido de negro y enguantado. Era un copero de extremada elegancia y discreción; los vinos escanciados por sus manos sabían más generosamente; y aunque sirviese mucho, lo hacía con gesto tan patricio, tan insinuante y sencillo que se apuraba todo creyendo cumplir una empresa de mucha gravedad y delicia.

Lambeth levantaba la copa, contemplándola al trasluz; la aspiraba; y bebía reposadamente elevando los ojos.

Terminada la comida, abría el señor sus brazos; el copero los pasaba por sus hombros y casi arrastrado llevábalo a su ancha cama.

Julia había salido a la solana. Beatriz quedose sola, inquietada por sus pensamientos. Lambeth la miraba y besaba a la hija de distinto modo que en Almina. Lambeth le había hablado, y su voz parecía empañada y dulcificada de ternura. ¡Se habría redimido de todas sus codicias y vilezas, de toda su abyección!

Y doña Beatriz, que era de sensibilidad pulida y exaltada, apiadose de aquel hombre, y siendo ella la víctima tuvo remordimientos que la acercaron al esposo; y asomose a su estancia... ¡Nunca en la ciudad hubiera osado y descendido tanto!

Lambeth yacía casi desnudo, crispando las bordadas ropas; resollaba y gemía angustiosamente en su letargo alcohólico. Distinguió la pálida figura femenina, y convulsionó y pudo erguirse sobre los cabezales.

-Julia, tú vendrás, Julia...

-No es tu hija; soy yo, Lambeth.

-¡Beatriz, dámela! Beatriz, estoy cansado, estoy enfermo...

Sollozó tan ruidosamente que la afligida mujer, llena de espanto y lástima, gritó creyéndole atacado de súbita muerte.

Derribose Lambeth entre los almohadones; se cerraron sus ojos, babearon sus labios y comenzó a roncar.

Había acudido el copero; y grave y humilde murmuró:

-Le ocurre siempre. Después que duerme se hunde tres dedos en la garganta para arrojar; se enjuaga y queda ya bien.




ArribaAbajo- XVIII -

En la «Cumbrera»


La manta, dobladita; el cestillo de la comida, muy lleno, limpio y oloroso; los anteojos, sujetos a la cayada de cuento afilado; la linterna y unas viejas polainas; todo lo puso tía Lutgarda, la primorosa estanciera de Félix, encima de la mesa, mientras el sobrino dormía. Además le dejó escritos muchos avisos maternales y la súplica de que viniese pronto.

Estos cuidados conmovieron a Félix; pero, en seguida, le violentaron, llegando a entristecerle. ¡Jamás los quiso tío Guillermo en sus audaces aventuras! Obermann, los despreciaría. Obermann, abandona en su hospedería los dineros, el reloj, todo lo que pueda recordarle la pobre vida reglada de ciudad, y trepa solo por los Alpes; hambriento, cegado por la nieve, se pierde y se abandona a un alud que cae con trueno de castigo bíblico sobre un torrente...

Félix decidió no llevarse los gemelos. Es que le cansaba encerrar la mirada en esos tubos tan negros y le agobiaba el despedazar las perspectivas.

Todavía de noche vino su guía, que era el sereno de Posuna. Guardó el hombrecito las provisiones en sus bizazas de cuero; y encendidas las linternas, dejaron el casal.

A la izquierda del camino subía la sierra hosca y siniestra; al otro lado estaba el abismo, un infinito pavoroso del que surgían peñascales que negreaban espesamente sobre la negrura.

En un recodo de la senda desapareció el guía. La inmensidad devoraba su voz. Félix se inclinaba para mirar los precipicios. Lejos, descendían los cielos, y hasta en lo hondo se veía temblar las estrellas. Félix se imaginaba extraviado en la orilla del mundo.

Dentro del silencio de la fragosa soledad, se arrastraba el lamento de aves agoreras, y en las aguas remansadas de los barrancos sonaban, como si goteasen su canción, las dulces ocarinas de los sapos...

Traspuesta una cumbre, hallose Félix en un llano, y más sierras anchas, ondulantes sobre la claror del alba, se abrazaban remotamente. El sendero no estaba hendido en el roquedal; era blando, terrizo, fresco, y pasaba entre bancales paniegos, verdes y ruidosos del airecito del amanecer. Surgían de los sembrados las alondras, y desde el cielo desgranaban su cantiga. ¡Eso era un valle alejado, subido a los montes! Félix perdió la sensación de la altura.

Atravesado el terrazgo, presentose la abrupta inmensidad de las montañas, en cuyos hondones húmedos todavía habitaba la noche.

Félix tocaba gozosamente los romeros, alhucemas, sabinas y tomillos, llenos de rocío y de flores; y luego se pasaba las manos por su frente, por sus cabellos, por sus mejillas; tendíase encima de las matas, y al levantarse quedaba incensado de sierra, de alegría, de fortaleza, y antes que sus ropas y su carne perdiesen esa honrada fragancia la recogía de otras plantas nuevas. Todas, todas le tentaban; y acabó padeciendo insanamente, porque codiciaba tenerlas, exprimirlas y gozarlas todas, y se anticipaba el hastío de su delicia...

...Ya recibían las cumbres una tranquila coloración de sol, de ese sol reciente que al llegar a las sierras parece que descansa de su primera jornada y que allí se acuesta en silencio; y como ve que es buena su obra, sigue descendiendo.

Si el sol de la tarde dejaba en Félix resignación y tristezas acendradas, haciéndole imaginar países umbrosos y lejanos, salas desiertas, músicas apagadas, almas desvanecidas, todo el pasado; el sol nuevo era como un goce de huertos frescos y alumbrados, del azul que le penetraba hasta en su alma, de posesión de mujer, de renovados ideales, de respirar, de vivir. ¡Oh, en estos primeros instantes del nuevo sol, la luz es sencilla, leve, y se vierte sobre el silencio y paz; después, su lumbre es ruda, anegadora, y parece llevar el estruendo de las ciudades!

Todas las eminencias se perfilaban encendidas, regocijadas. Un monte lejano, parecía la estatua yacente de un gigante, y su peña color de rosa, como si fuese tierna, de piel, permitía imaginar enteramente el enorme esqueleto.

El guía le dijo a Félix que comiese, pues cerca brotaba una fuentecita.

No había indicio de agua. Les rodeaban masas rocosas, cenicientas y raídas. Félix creía masticar la sequedad del paraje, la misma piedra. Y desde que aquel hombre nombró el agua, tuvo sed.

Ya no había camino. Andaban libremente sobre espaldas de montañas, que eran raíces de nuevos macizos de sierras.

Por una torrentera descendía un hombre. Era guarda de los pozos de nieve, que bajaba a beber; el cañón de su carabina se veía como una barra candente.

Pronto se juntaron; y encima del peñascal, sin verdor, sin abrigo de arboleda, sola, desnudita, desamparada, palpitante, luminosa, encontró Félix el agua. El guarda la estaba sorbiendo despacio, del recio vaso de sus manos. Acostose a su lado el caballero, y bebió con ansiedad, conmoviéndose al deshacer las hondas y burbujas heladas, nuevas, recién nacidas de las generosas entrañas de la sierra. Y contemplando el claro y ancho venero, alabó entusiasmado la madre agua.

Mirábale el guarda reposadamente; eran sus ojos claros, quietos; parecían adormecidos en la visión de la eterna paz de las montañas.

¿Es que no amaba esa agua delgada, fría, fuerte?

-¡Fuerte y bien fuerte! -dijo con pesar el rústico. Y señalaba su boca tumefacta, desgarrada por heridas profundas-. Una pierna de cordero que eche dentro, la descarna en un instante; ¡qué no hará con nosotros, secos ya de estos aires, y de comer melva y melva, que de caliente se pasan meses sin catarlo!

Y plegaba los brazos; meneaba la cabeza, y se reía horriblemente, en silencio.

De tan helado que era el manantial, dijo el guarda que no podían recogerse diez guijas del fondo, teniendo la mano sumergida.

Pues Félix quiso averiguarlo.

Ya tenía seis. Resistiría hasta coger todas las apostadas. Pero vaciló piadosamente. Fingiría flaqueza para no vencer a esa pobre ánima, para no herirla en esa creencia del poderío del agua, dogma agreste, heredado de sus abuelos, también guardadores de la serranía.

Y quejose del frío; y a la vez un irresistible prurito de muchacho le hizo tomar otra piedra. Llegó a la octava; y comenzó a sentir que le faltaba la mano, que se le caía, que se le rompía sin dolor, blandamente, como si fuese de pan mojado. Entonces, Félix miró con miedo y rabia esa ferocísima agua, tan mansa y diáfana.

Los espantosos labios del guarda le colgaban sangrientos al reírse.

Y Félix se confesó su vencimiento, sin haber sido generoso. Dos pedrezuelas menos que tomara, y hubiese creído en su sacrificio.

...Comenzaron lo postrero de la jornada. Subían la vertiente de la «Cumbrera», larga, cenicienta, invasora, como un trozo de mar petrificado.

Trepaban bestialmente, arrastrándose por el cantizal corredizo y agudo.

Las rodillas, las manos, los pies de Félix penetraban dentro de la montaña, empedrándose, desollándose. El viento poderoso y libre de la inmensidad le envolvía como en un manto de frío y le cuajaba el sudor de su espalda. Si hablaba, el jadear le rompía la palabra; en sus oídos, el pulso producía un chasquido metálico, y el corazón se le hinchaba, le subía a la garganta, y creía que al respirar se lo tragaba...

Observábale el guía tercamente.

-¿Me mira porque sudo mucho? ¡Aún resisto!

-No; le miro porque a mí me arde la cara de la fatiga, y usted está blanco como un muerto.

Félix vio la cumbre todavía alejada, fiera; parecía una mole de estaño ardiente. Se angustió con tristezas de enfermo. ¿Es que no podría subir a la eminencia; se moriría hundido entre piedras, bajo la mirada de ese hombre, en esa soledad enemiga?

Desfallecía; se ahogaba...

-¡Arriba! -le gritaba el guía, egoísta y brutal.

Resonó un estruendo de alas; y una nube viva y negra obscureció la acerada relumbre de las rocas; era una espesura de cuervos que se precipitaban en el azul, gañendo desgarradoramente; pasaron tan cerca, que Félix sintió el cálido viento de sus plumas y la bravía mirada de sus ojos redondos de fuego. Lejos, el bando se deshacía, se apretaba cerniéndose sobre la querencia de los muladares de los barrancos...

-¡¡Arriba!! ¡Es lo último, don Félix!

Los guijarros se desgajaban, rodando atronadores.

¡Arriba!... Y al hollar la cumbre quedó Félix postrado, sobrecogido, transido por un beso infinito y voraz que le exprimía la vida. Le sorbía el cielo, las lejanías anegadas de nieblas, los abismos, toda la tierra, que temblaba bajo un vaho azul; sentía deshacerse, fundirse con las inmensidades.

Los berruecos, oteros y gargantas de los cercanos montes hacían umbrías, y su misterio bajaba torvamente sumiendo el principio de los llanos. El riego de sol penetraba en el humo de las nieblas, y bajo la quieta blancura producíase un alborozo de oro que resucitaba el verdor de los árboles y prados; muy remota, brillaba tendida la grandiosa espada del mar.

Félix comenzó a estremecerse de humildad y de alegría. Ese magno horizonte le hacía llorar de inocencia, de bienaventuranza... El sol le contentaba como a un hombre primitivo. Se le figuraba que no caía su luz agostadora y cruda, como se ve desde lo hondo de poblado, sino que se esparcía aladamente como un viento luminoso. ¡Oh, alegría de la luz, de la blancura, del espacio! Dentro de sus venas resplandecía una vía láctea, bañándole en una purísima alba de dicha...

El confín opuesto era todo de montañas, fosco, crespo, despedazado. Las cimas surgían cónicas algunas pasadas de blancos cejos que se derretían y se deshilaban muy despacio con mudanzas fantásticas.

Viajaban los ojos de Félix sin saciarse nunca; su alma desbordaba la recibida emoción; pero este raudal trenzado de dulzura y dolor se perdía estérilmente. Su alma no era de la soledad; estaba necesitada de otra alma que le diera en su vaso la miel y apurada esencia de lo sentido; ansiaba ojos que le ofrecieran en su mirada el desierto de las cumbres, el azul del espacio, la gloria del sol, el reposo y palidez de las nieblas, la humedad de una lágrima hecha y nacida de toda la vida pasada, evocada en este yermo y trono de las montañas. ¡Oh, divino deleite que se alza y magnifica sobre todos los deleites! ¡Ser el centro sensible de un ruedo inmenso de creación; creerse cerca del azul, envuelto de azul, inmediato al sol, y saberse contemplado por ojos amados; porque eso era sentirse amado en las nieblas y en los abismos, y en cada instante y latido de la luz, y en el centro del ámbito del cielo!... ¡Oh, mujer! El mismo Manfredo, reflejo clarísimo del trabajado espíritu de Byron, maldito, siniestro como los pinos descortezados y rígidos que viera en los Alpes, grita delirante de esperanza al encarnarse el séptimo genio en hechura de hermosa mujer: «¡Si no eres una quimera o una burla, aún puedo ser el más venturoso! ¡Quiero abrazarte!».

Pero, ¡válgame el Buen Ángel!; ¿soy yo acaso Manfredo?

No; no era.

Nada más estaba arrepentido de haber desdeñado la dulce compañía de su «madrina» y Julia, que también pudieran subir en pintoresca y bulliciosa cabalgata, siguiendo otro camino más lento y suave, que rodeaba la serranía.

Félix quiso la soledad de las altitudes, para apartarse y mitigarse de las inquietudes de sus amores imprecisos, que iban perdiendo sus velos, quedando en las crudezas de todas las pasiones.

¿Qué mujer era la deseada en las inmensidades? Al lado de la figura de Beatriz surgía la estrecha y ruin del marido, que le miraba irónico señalándole a un muerto, y que lloraba por embriaguez y ternuras de padre. Junto a la hija, aparecía Silvio, y entrambos se contemplaban dichosamente. La sombra enorme de Giner agobiaba la sacrificada belleza de su esposa. Isabel, ni siquiera emergía de las brumas del valle de Posuna.

No; Félix no las codiciaba, y le atraían, quitándole del goce de las altitudes. Y aturdido, pronunció sus nombres, que se desvanecieron en el espacio como un humo.

El guía se le acercaba; mirábale despacio y muy pasmado; y apartábase buscando nidales de gavilán en las hiendas de los peñascos.

Abrigado con la manta, reclinose Félix sobre la ruda pilastra del índice geodésico.

Gustaba de sentirse ceñido blanda y calientemente, y recibir en sus sienes el frío del vendaval. Se había aquietado su pobre ánima; la notaba detenida, parada y dichosa, redundada del sosiego y dicha de su carne. Se le deslizaba la vida como una corriente por llanura; era un sentimiento de la vida de tanta levedad y lentitud que hacía presentir la muerte... ¡Qué sensación tan clara, tan intensa, del olvido!

De los valles y mesetas del horizonte montañoso subieron enjambres de pájaros negros, rápidos y gritadores; se elevaban rectos como flechas, desaparecían entre el azul y el sol; repentinamente bajaban enloquecidos, y sus giros y quejumbres sonaban como veletas oxidadas.

Cuando Félix se fijó en su plumaje y conoció que eran golondrinas, recibió grandísimo enojo y sorpresa. ¿Qué hacían allí estas avecitas tan remontadas y altivas? Él, siempre las viera rasar el suelo, muy humildes, y amigas de los huertos, cuando florecen las acacias.

Dentro del silencio brotó un blando zumbido, y las manos de Félix se estremecieron como si otros dedos fríos y leves hubiesen tocado su piel. ¿Moscas? ¿Moscas allí? Las oseaba exaltado, frenético de odio; su alma se deprimía, rodaba de la altitud a las angostas callejas de ciudad, polvorientas, abrasantes, por donde va una rapaza alta, flaca, despeinada, pobre, que lleva en sus brazos a la hermanita, y le canta para que se duerma, mientras las moscas acuden a las lágrimas; y cruza un abuelo tosiendo y aburrido, en cuyas cejas lacias se le pegan las moscas; y luego pasa un señorito lugareño gordo, sudado, un Silvio; el cuello le gotea, y, al enjugarse, las moscas resuenan tenaces, enfurecidas; y en las casas las moscas rebrillan y zumban entre las hebras de sol que se tienden desde las ventanas y alumbran el olvido de los viejos muebles; y las moscas suben golpeándose por las vidrieras, y algunas pisan y aletean ruidosas encima de las que han muerto en las orillas de los cristales y muestran el palpo torcido, las patas dobladitas y los vientres blancos, secos, rígidos.

Félix había perdido la sensación de la grandeza de las cumbres. Pero cometía injusticia culpando a las moscas. Las pobrecitas moscas nada más representaban lo externo de esa vida agobiosa de contentos y dolores rudos, cuya memoria revuelve su poso y empaña nuestra alma cuando más alta y pulida se considera.

Llegaba la hora meridiana. Era el sol como inmensa pupila del cielo, y su mirada ardía sobre la frente de Félix. El fuego le traspasaba el cráneo. Levantose para hacer sombra y tendal de su manta, colgándola de las grietas de la pilastra. Pero le asaltaron escrúpulos y remordimientos de querer techarse, y siguió acostado, prefiriendo estar inmediatamente bajo el azul, bajo la mañana infinita y luminosa.

El guía le pidió que quisiera retirarse a las umbrías. Asomados a un tajo, le pareció a Félix que temblaban las laderas, en una ondulación parda. Y supo que la hacían los copiosos rebaños, que trashumaban de toda la marina.

Bajaron por un gollizo en cuyas quiebras se retorcían intrépidamente sobre el abismo dos viejos cabrahígos; sus raigambres saledizas, se enroscaban enfurecidas imitando una lucha espantosa de sierpes centenarias. La luz azulada de la eminencia, pasaba las hojas, que se veían como gotas de agua, cuajadas y enormes.

La imagen de la cumbre dejada envolvía y dominaba a Félix. Ya no pisaría nunca ese excelso paraje; y acaso lo había abandonado con íntima sequedad, sin haber sabido recoger toda la emoción de sus soledades. Sobresaltose dudando de sí mismo. Y de pronto, retrocedió.

El guía vio espantado que Félix trepaba por los roquedales. Y Félix subió y besó la yerma cima, en cuya desolación tuvo la compañía, encontró la confianza de su alma. Le conmovió, como si la viese después de muchos años. La contempló supremamente y despidiose de ella antes que el cansancio o las mudanzas de su sentimiento le agostasen su ternura... No lleguemos a los umbrales del hastío en lo placentero y amado, y su recuerdo nos traerá una fragancia suave de tristeza de dicha, de santidad de una flor que nunca ha de secarse.

Ya cerca de los nómadas pastores, hallaron las neveras. Quitó el guía los felpudos de espinos que tapaban una de las pozancas, y cayó el sol en la escondida blancura, haciendo gloriosos resplandores. La nieve, resucitada en mañana estival, trajo a Félix la visión de ese magno y fragoso paisaje desolado, blanco por la nevada.

Llegaron al resistero, blando y verde de pasto ajado por los rebaños que se derramaban hasta lejanamente. Apretábanse las ovejas bajo los peñascales, y las más apartadas de la umbría se estaban muy quietas acarrándose, rindiendo el cuello a la sombra del vientre de la cercana.

Cocían los pastores la sopada en calderas de trébedes; crepitaba la lumbre al recibir maleza tierna; los perros, tendidos, jadeaban, dejando la llama de su lengua sobre la frescura del herbazal; hacían gesto de risa socarrona viendo los brincos torcidos de los recentales cándidos y graciosos, pero risa de fatigados. No, no se moverían por mucho que retozasen y aunque les topasen los corderos que, aburridos de la impasibilidad de los mastines, se entraban bajo las patas de la madre. Y la borrega quedábase mirando pasmadamente las inmensidades; y algunas veces, había de abatir la testa, estremecida por el rumiar, porque la cría tiraba demasiado de la rosada y opulenta ubre.

Daban las ollas un profundo rumor, y el humo esparcía un hálito caliente y oloroso. Estaban en ruedos los pastores, y sus torsos se veían limpiamente labrados sobre el azul.

El llano y las sierras lejanas se transparentaban bajo el movedizo cristal de la calina. Si una res se movía, luego sonoreaba la risa de su esquila o el aviso del cencerro de un morueco, y un grave y templado balar ordenando quietud.

Allegose Félix, y partió sus viandas con los rústicos. Ellos le dieron de su sopada, sentándole en una limpia piedra que tenían para majar el esparto de sus hondas y de sus rudas sandalias. Félix prefirió un dornajo, y pareciole que se alzaba una ideal figura mostrando un puño de bellotas a los hermanos cabreros. ¡Oh poderoso ingenio, aquel que supo trazar la vida con tanta sencillez y verdad, que, cuando nos hallamos en momentos que tienen semejanza a los del peregrino libro, acudimos al sabroso recuerdo de sus páginas para sentir mejor la hermosura que vemos!

Durante el yantar estuvo Félix muy callado; pero no sosegaba de decirse que si la rusticidad de que participaba tenía siempre la gracia, la alegría y nobleza que allí había, por fuerza resultaba la «Cumbrera» una bienaventurada Arcadia. ¡Y sí que lo sería! Estos hombres se alimentaban de leche recién ordeñada, crasa, blanquísima, que no parecía sino hecha de pedazos de nubes. Emblandecían el pan dentro de esas celestiales espumas. Les rodeaban miles de corderos, blancura viva y donosa; los hondos pozos les deparaban la cuajada y deliciosa pureza de la nieve. No estaban de tránsito o excursión en la montaña, sino que moraban sosegadamente en las soledades; y desde las eminencias y desde sus majadas, sin prisas ni recuerdos pecheros de la vida lugareña, podían contemplar las abiertas lontananzas, gozosas y magnificas de sol o bañadas de luna, que irá dejando prendido en las laderas un vaho misterioso de torrente. Estos hombres respiran los aires vírgenes, recién llegados del infinito, llenos del germen de la virtud y del olor de las matas de la sierra... ¡Oh, hermanos pastores, sanos, empapados de alegría, de inocencia, pujantes, bruscos, ásperos como los roquedales; pero, lo mismo que la peña, tendrán sus vetas, que dan jugo a las plantas y dulzura al arroyo que destila!...

Pues los hermanos pastores, después que saciaron su vientre con toda aquella blancura tan alabada de Félix, ya avezados a su presencia, comenzaron a menudear chanzas y malicias. Hasta sus visajes más eran de plazuela y figón que de cumbre. Destacaba un mozo ancho, macizo, cuyas venas, que tenían reciedumbre de sarmientos, parecían delgadas para contener la enorme sangre que debía rodarle. Mirábale Félix, y lo veía por dentro inundado todo de sangre espesa y gorda, inflado, rojo, como un odre de sangre. Se reía de las zumbas que le daban, y sus mandíbulas hacían pavor. Había pasado la noche en Posuna, y allí estaba la mujer. Contó todos los lances y momentos de saciar su lujuria. Ahora se lo decían a Félix, que veía desnuda a la pobre mujer delante de la voracidad de esos hombres. Las risas se hicieron tabernarias; las voces, rugidos. De súbito dos perros corpulentos se arrufaron siniestramente, disputándose las roeduras y los papeles pringosos del almuerzo de Félix. Se acometieron levantándose y abrazándose como dos hombres; aullaban de dolor al clavarse los pinchos de las carlancas. Los pastores los enardecían azuzándolos, les golpeaban con guijarros. Ladraban broncamente los otros mastines; se oía el crujir de quijadas; plañían los ganados, y la montaña semejaba trepidar.

Félix se maldecía sorprendiéndose gustoso y conmovido de esa lucha. Les pidió que la acabasen. Entonces, aquel mozallón rijoso precipitose rebramando sobre los mastines; sus zarpas agarraron la cabezota del más bravo; se la acercó; y abriose la boca del hombre, profunda y horrenda como una cueva; sus dientes mordieron en las fauces y encías de la bestia, y la levantó zamarreándola espantosamente del morro.

Acudieron para arrancársela. Los labios y la barba del pastor manaban sangre de perro.

Retraído de todos, estaba un viejo comiendo mendrugos de hogaza y terrones de nieve goteante. Ni la vocería truhanesca ni el estruendo de la feroz contienda perturbaron la ruda serenidad de su perfil.

Después, incorporose; movió su diestra muy despacio, despidiéndose, y parecía bendecir la cúpula del cielo. Del peñascal fueron saliendo las ovejas, reposadas, dóciles, mirándolo todo; y el aire se pobló de tierna y rústica armonía; y cuando el rebaño se esparció bajando la ladera, esquilas y cencerros resonaron como un enorme y lejano salterio.

Dijéronle a Félix los demás pastores que el prodigio de esa música fue obra y merced que hizo don Guillermo, el de «La Olmeda», al buen viejo. Lo protegió mucho viéndole solitario, sin interrumpir el pastoreo con estadas en el villaje, desde que la mujer se le ahorcó, enloquecida porque, una tarde, halló muerto al hijo muy chiquito que tenían; dos pavas flacas y viejas picaban la lengua y los ojos del cadáver. Cuando don Guillermo iba a «La Olmeda», buscaba al malaventurado viudo para socorrerle y andar en su compañía por las montañas. Y le trajo esquilas y campanicas; y horadándolas con arte, las entonó de modo que cuando el ganado caminaba hacía un raro y dulcísimo concento.

¡El temido y amado espectro de su padrino llegaba hasta las cumbres!

...Apartose otro rebaño. Después salieron otros buscando los rediles. Quedaron solos Félix y su guía. Por encima pasaron croajando los cuervos, lentos, solemnes. Distantes, ya perdidos, aún se oía su clamor, que fue deshaciéndose en la tristeza de la tarde.

Las quebradas y ondulaciones de las sierras se espesaban y ahondaban; parecían sumergirse en las sombras proyectadas por monstruosas alas invisibles. Las cumbres recogían el último sol, que entonces tiene el oro gastado de monedas y de lámparas viejas de templo; era su luz tibia y humilde. La altitud destelló en una alegría de lumbre súbita y roja. Una peña persistió encendida fuertemente. Quedaron apagadas las laderas. En la infinita paz, el más leve crujido de una mata, el zumbar de un insecto, la voz, el cencerro del ganado remoto, rodaba claro y despacio mucho tiempo.

Toda la emoción de la tarde entraba en el alma de Félix tan excelsamente, que creía no necesitar de la rudeza de sus sentidos.

Regresaban. Se sepultaron entre montes. Y al doblar un collado percibieron gritos de desgracia que estremecieron la soledad. Las montañas repitieron el plañido, roncas, angustiosas; lo arrastraban por sus gargantas y barrancos, y sonaban pavorosamente como baladros y quejumbres de las ánimas en pena de las consejas.

Precipitose el guía por una cañada; Félix corrió hacia un puerto para escrutar otros horizontes: allí sólo estaba la calma del crepúsculo. Volvió. Lejos negreaba la silueta del guía, que gritaba algo en valenciano.

¡Una sierpe había matado a una vieja!

-¿Está ahí la muerta? -voceó Félix con exaltación.

-¡Aquí, en lo hondo; acaba de morderla y ya se hincha que espanta!...

Félix avanzó raudamente. No es que se regocijara: él no quiso la muerte de la vieja; ¡claro!, ni se le había ocurrido; pero, sucedida la desgracia, la acogía con avidez de contemplarla, quizá tan sólo por la grandeza y desolación del paraje.

-¿Cómo esa vieja podía caminar a estas horas por los abismos?

-¿Cuál vieja? -dijo espantado el guía.

-¡La muerta!

-¿Qué muerta? ¡Si no hay ninguna vieja! ¡Es una ovella, una ovella!...

¡Adónde huye nuestra piedad! Le recorría heladamente la sangre. Se lastimaba de la cordera y odiaba la vieja. Se lo confesó: ¡hubiera preferido que la emponzoñada fuese la vieja! ¿Señor, es que duerme siempre en nuestras entrañas una hez abyecta de crueldad? ¡Qué torcedura hizo de las raíces de toda su vida para extraer una gota de lástima, que resbalase y enterneciese su alma, para mover siquiera el retoñar del remordimiento! ¡Y, nada! ¡Estaba seco y rígido como hecho de cal! ¿Qué le importaba ya el compadecerse de la fingida víctima, si era piedad no destilada de su corazón, sino que la exprimía del árbol de la ética, duro y rígido como la encina? Creía que el Bien así logrado era otro quien lo realizaba, distinto de sí mismo.

En la hondonada vieron al pastor solitario, siempre roído por la desventura. Estaba postrado, como una talla cincelada en la peña. La oveja muerta tenía los brazuelos recogidos encima de su cuerpo monstruoso, y la testa, muy fina, muy delgada, prorrumpiendo de la hinchazón, vuelta y alzada por la angustia, y en sus abiertos ojos se congelaban dos gotas de la última claridad de la tarde...



Se difundía la noche. Todo el rebaño posábase esparcido entre breñales, resignándose al yermo, lejos de la olorosa tibieza del aprisco. Una esquilita quedó tembloreando en la paz.



-¡Por fin! ¡Bendito sea mi Dios que te ha traído salvo! -Y tía Lutgarda acercose afanosamente a Félix mirándole, mirándole-. ¿Qué tienes para venir tan mustio, tan amarillo? ¡Yo no sé qué te veo!

-¡Dulcísimo! ¿Y cómo ha de estar sino rendido?

Félix miró a la criada. Estaban sus ropas lisas; sus senos, rotundos; meneaba la cabeza. La odió.

La señora, viendo que Félix se alejaba, le dijo:

-Si subes, avisa a Silvio que le aguardamos para el rosario.

Sabía Félix que esas palabras le llevaban a él la súplica de que rezase. Y volviose y repuso esquivamente:

-¡Yo no puedo rezar!

Tía Lutgarda suspiró. Teresa y toda la familia labradora también suspiraron.



Félix salió a la ventana de su cuarto. La noche lo recibió blandamente. Olía a árboles y huertos regados. Sonaba el latidito fino, de plata, de los grillos, el cántico de los sapos de los aguazales, dulce y claro, como campanillas; y en lo hondo del paisaje, se arrastraba el bauvear de un perro.

Sintió Félix que entraba borbotando en su sangre el perdido caudal de lástimas y amores generosos. Un contento suavísimo y bueno le regalaba el corazón. Y lo amó todo. Teresa decía verdad: él estaba rendido siempre que ella lo decía; tía Lutgarda y Silvio, ¡cuán humildes! ¡Qué admirable firmeza de dama en doña Constanza! ¡Oh, la viejecita y la cordera mordidas por la sierpe! ¿Y él había anhelado la muerte de la pobre mujer? En seguida se contradijo. ¡Si no hubo vieja muerta ni viva por aquellos abismos! Pero Félix, vieja veía extraviada en la montaña, retorciéndose hinchada.

Difundíase un rumor de oraciones.

¿Por qué no había él de bajar y rezar todo cuanto les pluguiese? ¡Hagamos felicidad en las almas; no desperdiciemos la ternura y la fe de estos momentos tan sencillos!

Y bajó saltando; y los viejos peldaños de carrasca retumbaron por todo el grande ámbito del vestíbulo.

Doña Lutgarda, Silvio, Teresa, los labriegos, salieron presurosos y espantados.

-¡No temáis! ¡Es que también quiero yo rezar con vosotros! -gritó Félix alborozadamente.

Volvieron a la sala de las andas. Tía Lutgarda alzó sus conmovidos ojos al Señor de la Cruz.

-¡Oh, mi Dios!... -Y luego, con dulce vocecita, dijo-: ¡Félix, hijo mío; que te oigamos todos! -Y prosiguió: «...Torre de David, Torre de marfil, Casa de oro, Arca de la Fe...».

Y los demás contestaban:

-¡Ruega por nosotros! ¡Ruega por nosotros!...

Y este susurro parecía subir a las vigas como un sahumerio.

Félix se imaginaba arrullado por una enorme cigarra.

Acabada la letanía, rezaron una salve al Sagrado Corazón de María.

Félix empezó a ver figuradamente toda la plegaria. Escuchaba sollozos de hombres y mujeres; sobresalía el gemir de los niños infortunados. Era en un valle angosto, pero sin confines, poblado por la Humanidad que lloraba. Toda estaba llorando. Envuelta en el manto infinito del cielo, asomaba la Virgen su pálida cabeza, y volvía a nosotros sus ojos, dulces y tristes, y miraba todo el paisaje inundado, hondo y obscuro. Félix se resbalaba, se caía por una vereda de la falda del monte; se sumergía en las aguas de lágrimas. Una mano le contuvo. ¡Oh, milagro de nuestra Señora!

Y vio que era la gordezuela mano de la criada. ¡Es que se estaba cayendo de la butaca!

-¡Cene, cene y acuéstese, pues está rendido!

-¡Mentira! -gritó Félix iracundo.

-¡Qué lástima! ¡Qué lástima! -Y tía Lutgarda miró desoladamente al Señor de la Cruz.




ArribaAbajo- XIX -

Reaparece el espectro de Koeveld


Despertose Félix; abrió las ventanas, y se acostó de nuevo teniendo delante la magnificencia del día. Sobre el azul viajaba una nube como una montaña de espumas. Y Félix sintió que se llenaba de su blancura gloriosa, que se sumía en ella deslizándose. El cansancio de sus jornadas por la «Cumbrera» le emblandecía y ahondaba en una pereza mezclada de dolor y delicia. Notaba muy delgadamente los rumores, la quietud, la color, la sensación de todo cuanto le cercaba y veía; y su cuerpo estaba tan sutilizado, tan leve, que perdía el sentirse a sí mismo, pareciéndole hecho de lo demás, de silencio, de claridad y grandeza de la mañana.

Tía Lutgarda le había traído un tazón de leche y quedose mucho rato acompañándole, mirándole, sin hablar. Le separó los cabellos de la frente. Y los dedos de la señora fueron tan suavísimos, que Félix volvió a dormirse.

Ya muy tarde, después que doña Lutgarda terminara sus rezos, y el reloj de pesas de una alta estancia, cerrada siempre, diera las doce, tornó a subir y pasar inquieta y tímida al dormitorio del sobrino.

Tranquilizose viendo que fumaba, aunque acostado todavía.

-¿No quieres comer conmigo, Félix? No vino Silvio, y estoy sola. Y, dime, ¿qué tenéis, que apenas os veo juntos? Y, sin embargo, él siempre está aquí; otros veranos prefirió la heredad de tío Eduardo. Ahora no deja de venir un día, y lo hace muy extrañamente; llega tarde a las comidas; habla poco, y de nada se ocupa.

Félix lastimose de las fáciles inquietudes de tía Lutgarda. Quiso aliviarla; y dijo que se levantaría. Ella retirose, volviendo honestamente los ojos para no ver los desnudos hombros del joven.

...Comieron muy callados; y aún se hallaban a la mesa cuando un labriego entregó una carta a la señora. Era de Isabel, pidiéndole que pasase con ellos el siguiente domingo, que celebraba el padre su cumpleaños.

Luego de la firma, decía: «No he nombrado a Félix porque tengo miedo de que ni siquiera me recuerde. Tía Lutgarda; ¿por qué Félix no nos quiere?».

-¿Que yo no les quiero? ¿Que yo no quiero a Isabel? -gritaba Félix aborreciendo una íntima voz que le acusaba de haberla olvidado. Y la casta y gentil figura de la doncella pasó remontada sobre su alma, y sintió la aromosa frescura de su vuelo, lo mismo que una paloma al cruzar encima de nuestra frente parece que deja en el azul una inefable estela de idealidad y pureza.

-¡Hijo! ¿Qué haces, qué quieres?

-Marcharme. Me voy a la masía del tío Eduardo.

-¿Ahora?

-He de ir en seguida; lo necesito.

Teresa, que pasaba entonces, se detuvo pasmada de la vertiginosa salida de Félix.

-¡Dulcísimo! ¿Pues qué sucede, señora? ¡Mire que hay vegadas que yo lo tomo por un aparecido! ¿Qué tendrá?

Volviose a doña Lutgarda.

La pobre señora estaba llorando.

-¿Verdad que siente mucha compasión? -Y se estregaba los párpados buscando sus lágrimas.

La señora suspiró desde los profundos de sus entrañas. ¡Sí; apiadábase grandemente del extraviado sobrino, pero más se adolecía de aquel hogar de Almina, siempre en sufrimiento; y también mucho de Belita!

-¿De Belita, dice la señora? ¿Pues qué mal tiene mi reina?

-¡Miedo tengo que sea mal de amor!

-¡De amor por don Félix!

Enmudecieron estas sencillas mujeres; y sus ojos lumbreaban atravesando, desde la ancha reja, el dilatado muro de los olmos que ocultaba «El Retiro».

-¿Y a esa diabla, por qué se la consiente que esté ahí escondida?

-¡Nada podemos! Pidamos nosotras a la Providencia... Recuerda lo que mi don Pedro decía: «¡El Señor es el que anda a tu derecha mano para defenderte!».

-¡Es verdad que así hablaba!

-...«Y trajo a su pueblo con el cuidado que traería un padre a su hijo chiquito». «Lo llevó sobre sus alas, como hace el águila con sus polluelos...». Ya ves que si eso hizo por tanta gente, ¿no lo hará por una sola criatura?

-¡Señora, ya no hay temor, ya no hay temor! -Y holgábase mucho la dueña Teresa pensando que encima de la divina águila podría ir caballero muy ricamente don Félix, y aun ella, que quizá se distraía con el roblizo hijo de Alonso.

Pero doña Lutgarda, que pronunciara las consoladoras citas, acuitose después más porque se dijo: «Una sola criatura era Guillermo; y... ¡ay, Dios mío!, ¿no permitiste que se perdiese?».



...Alonso y su hijo, que estaban avenando el riego de una almáciga, se maravillaron de ver a Félix saltar locamente por las hazas sin cuidarse de veredas ni lindes, hasta perderse en un recuesto, bajo la fronda.

Los olmos parecían hervir y estremecerse de la intensa estridulación de las cigarras. Y Félix iba dejando un camino de silencio en los árboles.

No siguió mucho. Había recibido un gustoso, escondido y súbito mandamiento de volverse y acercarse a Alonso, que se había alzado de las regueras para saludarle, y él pasó sin mirarle.

Decíase que, en esta mañana, lo que no fuese venturosa ternura degeneraba en crueldad. Es que sentíase atraído y embebido por todo, como si todo estuviese sediento y fuese él gota de lluvia.

Y regresó.

-¿Qué le pasa, señor don Félix, que lo veo tan pajizo y flaco? -le gritó el manijero.

Su hijo cargaba de mazorcas los serones de su jumento, que roznaba una caña de panizo arrancada vorazmente. La piel de las ancas y del cuello del animal se estiraba temblorosa para librarse de los tábanos.

Félix se los oseó con su cayada.

Vino Alonso, y, ladeando su manaza, rápidamente cogió uno vivo, que aleteó zumbando entre sus uñas.

-Yo todos los mato así -dijo riéndose; y arrancole las patas, y el lisiado tábano voló, refugiándose en un plantel de coles.

-¡Está vivo aún! -murmuró Félix.

-Vivo, vivo está; pero como no tiene patas y no tiene para agarrarse, si va a un árbol o quiere chupar de alguna bestia, pues se resbala y se cae, y así va muriéndose despacio, despacio...

Félix apartose de este hombre, sin cumplir el cristiano propósito que le trajo a su lado.

Sin proponérselo, y hasta sin desearlo, buscó la senda que ceñía los altos bancales de la residencia de Beatriz. No entraría, que nada más saliera por Isabel, y ardía su corazón en las dulces llamas de la piedad de hermano.

Las azules ventanas estaban cerradas. Toda la quinta reposaba.

Pero de pronto se detuvo, y se retorció su vida como una zarza ardiente.

A la sombra de la terraza, Julia y Silvio estaban hablando como enamorados. Ella tenía inclinada afligidamente la cabeza. Cuando vio a Félix quiso retraerse. Y Félix se esforzó por llamarles con familiar alegría, y su palabra sonó seca y rota.

-Te esperábamos para comer, Silvio.

-Pues ya miras la razón de mi tardanza; de la de hoy y de siempre. ¿Te ocurre algo?

La risa y la voz de Silvio crujía y golpeaba como la honda y la piedra.

Félix bajó a las verdes márgenes del río, y luego salió de la angostura. Pero la mañana del valle ancho y pomposo no le admitió en su inmenso abrazo de luz y de paz...

Las hormigas que recorrían los troncos de los frutales, los pájaros que saltaban de las cepas y rastrojeras, los insectos que pasaban ruidosos, enloquecidos, con los palpos llenos de miel y hasta las hierbecitas recién nacidas en una miga de tierra, todo lo veía participar gozosamente de la serenidad y hermosura de la mañana... Y él, en medio del paisaje, sentíase interiormente dormido y seco.

Junto a un ribazo halló dos rapaces hermanitos que se estaban escupiendo, peleándose por una vara de regalicia.

Los sosegó; les repartió la mata. Los cincos se quedaron mirándole, burlones y medrosos. Después volvieron a escupirse.

Félix internose en la llanura.

Otra ancha nube peregrina, baja y blanquísima, como la que viera antes acostado, se deslizaba sobre la heredad de Isabel, y la dejaba apagada entre tierras fastuosas de sol.

Pensó Félix que con alas de ángel aún podría ofrecer a su prima los últimos resplandores del llamear que, al salir, envolvía toda su alma... ¡Con pobres pies de hombre, la tardanza fatiga y entibia! Es que Félix caminaba demasiado despacio, y acaso el corazón es el que prende las alas, y no es el vuelo lo que produce y mantiene el íntimo ardimiento.

Le gritaban; volviose y vio a Silvio; y ése sí que se le acercaba como un ave feroz que apeona.

-Te busco para hablar contigo -le dijo entrecortadamente-. ¿Me das tiempo, o lo necesitas para tus galanteos con la que tengas de turno? ¿Isabel o la de Giner?

Hablaba Silvio riéndose, fingiendo tosecillas y sin mirar a su primo. La negrura de sus pupilas se hizo tan densa que semejaron tiznadas.

Félix sintió un desconsuelo infinito; y todas sus entrañas se anegaron en hieles.

-¡Qué dices de turno, de Isabel, de la de Giner! ¿En qué vilezas nos hundes?

-¡Pobrete! ¡Te he injuriado!, ¿verdad? ¡Los señoritos de pueblo somos muy rudos! Debo de haberte parecido ridículo al lado de Julia. Pues quiero decirte que yo, tan mastuerzo como me ves, soy más digno que tú. ¿Lo oyes? ¡Mucho más que tú! ¡Y que me casaré con Julia!... ¿Lo sabes? Y no quiero, ¡es que no quiero que ella padezca ni llore más por lo que ve en su madre, por culpa tuya! ¡Y yo!...

No pudo seguir; se ahogaba de furia y de saliva.

-¿Julia sufre, Julia ha llorado por mí?

-¡¡No, Don Juan, no tanto!! Por ti, no; por su madre...

-¿No, Don Juan, no tanto? ¡Pero qué dices, qué supones, bárbaro! ¡Si no son ellas para mí, sino yo para ellas; soy yo el que ama, el que se lastima!... ¡Oh, por Dios, que no se case contigo la pobre Julia!

Tembló Silvio de desprecio, de rabia bestial que le desfiguró todo, y recrujieron sus brazos y sus mandíbulas.

Cuando Félix quiso mirarle, lo vio lejos, inmóvil. Sus puños se alzaron terribles.

-¡No habrá más escándalo donde sabes; no irás! ¡Y esto nadie ha de saberlo!

Y le volvió la espalda.

Félix se fue apartando. Sus labios sonreían doblándose con amargura, y su ánima sollozó. ¡Ideales y ansias se manifestaban en escándalo y truhanería! Trágica, patricia y llena de misterio había sido la ruta de Guillermo. La suya sólo dejaba tristezas y desconfianzas plebeyas.

Alzó la mirada y hallose junto a las bardas de la masía de Giner.

Entre macizos de dondiegos y geranios, la esposa paseaba la pompa estéril y triste de su hermosura. El marido cuidaba tórtolas y gallinas dentro de un grande y rudo alcahaz de alambres erizados.

Ella vio al intruso y pretendió evitarle y huir. Entonces Félix apiadose de la mujer y de sí mismo, y acercose más, llamándola para pedirle que no lo esquivase creyéndole, como el pobre Silvio, aventurero y salteador de amores, y llamándola para decirle que él la quería, no por hermosa, sino por criatura desventurada.

Giner lo descubrió a través de las rejas del gallinero; atropellose por salir para guardar a su mujer, y tropezó en una vieja colodra del averío y cayó entre aleteos y estrépito de maderas, despedazando varales, aplastando un ganso que estaba lisiado, hundiendo la cabeza en el mantillo, bajo tiestos, plumajes y masa de salvado.

Su esposa y Félix se precipitaron para socorrerle.

Los ojillos de Giner, torcidos de enfurecimiento, se hincaron en los del romántico, y sus manos y piernas se agitaban brutalmente para rechazarlo.

Félix lo perdonaba, y se inclinó hablándole con dulzura de hermano bueno. Y alentábale la esposa, que lo veía redimido de toda mácula y sospecha de rufián.

El peso y la violencia del caído lo derribaron. Félix dio un grito inmenso y angustioso.

-¡¡Koeveld!!

Una zarpa de fuego torcía su corazón; un puñal de dolor le desgarraba desde el hombro hasta el codo izquierdo, y la boca de un oso le mordió apretadamente en la garganta... Se ahogaba.

Quedó tendido bajo las rodillas de Giner. Estaba muy blanco, siniestro, con livores en la nariz y en los labios. El sudor y el estiércol le pegaban los dorados cabellos a las sienes.




ArribaAbajo- XX -

«En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño»


El Señor había escuchado las plegarias de tía Lutgarda. Y cuando don Lázaro, su esposa y doña Dulce Nombre llegaban a los portales de la casona, Félix pudo asomarse a lo último de la ancha escalera para recibirles.

Quisieron que en seguida se acostase el enfermo, creyendo que sólo por mitigarles su ansiedad había salido. Pero Félix les pidió tanto que le dejasen asistir a la comida, que se lo consintieron. Es cierto que el día era de los más limpios y templados del otoño, y que un médico de Almudeles, hombre rico y viejo y antiguo amigo de la casa, que vino y alojaba en «La Olmeda» desde la tarde del mal de Félix, les dijo que éste podía quedar levantado, pero que nada más tomase leche de oveja.

Las hondas y humeantes fuentes que sacaba Teresa, las devolvía colmadas a la cocinera, pues los señores apenas las cataban. Sólo el doctor engullía de todos los guisos y loaba con entusiasmo sus primores. En cambio, todos hablaban mucho y nerviosamente. Don Lázaro comentó la ausencia de don Eduardo y Silvio.

-No viéndoles en Almudeles, esperaba que de la heredad hubiesen acudido aquí para recibirnos.

Dijo doña Lutgarda que Isabel y su padre estuvieron en la pasada tarde para enterarse del accidente de Félix y traerles el telegrama de la llegada de ellos.

Después don Lázaro le pidió al médico que cuando reposasen el café le acompañara por las cercanías, cuyos árboles eran claros capítulos de su vida de antaño.

El hijo le sonrió, diciendo:

-Si lo que buscas es saber de mi enfermedad, yo, delante del médico, te digo que ya estoy bien. Si brusca fue la acometida de la muerte, rápida ha venido la salud. Yo sentí que una mano toda hecha de angustia me apretaba el corazón y me abría este hombro y este brazo, y luego subió a la garganta para estrangularme. En seguida me desvanecí. Ahora nada más siento mucha fatiga; pero mañana he de ser yo quien salga contigo por estos campos.

Su voz lenta, postrada, y el mirar apagado de sus ojos les ofrecía el lacerador recuerdo de aquel Félix encandecido de alegría.

Levantose el enfermo. Le afligía que le contemplasen tan emocionadamente. Sus padres, tía Dulce Nombre y tía Lutgarda le miraban como a los muertos, y él se vio muerto, lo mismo que imaginaba a los demás muchas veces: muy largo, las manos plegadas y duras encima del vientre; una venda le bajaba por las mejillas para cerrarle la boca, y a través de los párpados se le adivinaban las pupilas fijas, elevadas, blandas y ciegas, ciegas.

Tía Lutgarda alzose también para llevarle a la sala del Cristo de la Cruz.

-¡No; allí, no! Quédate, que quiero acostarme vestido, en mi cuarto.

Se volvieron al médico, y les indicó que lo dejasen. Entonces don Lázaro quiso que le contasen todo lo de Félix.

La mirada de doña Lutgarda perdiose en el sereno azul, que parecía pasar por las ventanas. Y suspirando, dijo la señora:

-La primera palabra que Félix pronunció cuando lo trajeron, después del desmayo, fue el nombre de Guillermo.

Tía Dulce Nombre se conmovió de miedo y de congoja.

-¿El de Guillermo? ¡Válgame el buen Ángel! ¡Pensad que ella está cerca!

-¡Calla, Dulce Nombre! -le mandó Lázaro.

La señora prosiguió:

-Me vio Félix, y oprimiéndome las manos dijo: «¡Como Guillermo! ¡Me mataban como a mi padrino! ¡Qué garra de dolor en el costado; y en el cuello la mordedura del oso!... ¿No decís que soy lo mismo que él? ¡Pues lo mismo muero!». ¡Estaba rendido! Después que sosegó riose mucho. Yo me asusté de su risa, y me llamó: «¡Ya vivo, Tía Lutgarda, sin antojos, sin nieblas en el entendimiento! Nadie me mataba, ni Koeveld me mordió; fue sólo un síncope lo que tuve. La única víctima ha sido una pobre oca, que quedó aplastada debajo de Giner, el gigante amarillo, enfermo y celoso». En seguida me preguntó por Silvio. Y ya no me lo ha mentado más.

Todos la escuchaban con grande ansiedad.

En el silencio se oían el latir de sus corazones. La oración estremeció levemente las marchitas bocas de las tres mujeres.

Don Lázaro y el médico salieron.

Al abrigo de los almiares se amontonaba la hojarasca caída de los olmos.

Humedeciose la mirada del viejo doctor, todavía enrojecido por la copiosa comida, y exclamó exaltado:

-¿Te acuerdas de mi casa, Lázaro? ¿Te acuerdas de mi mesa? ¡Era una eterna Navidad! Seis hijos tuve; los seis murieron; después, la madre. Y mi fortaleza, mi salud creciendo, creciendo en medio de la muerte, creciendo aun en mi soledad...

-Pero ¿y Félix? ¿Lo ves amenazado? ¿Morirá?

La voz del amigo se apagó un instante. Dos hojas de oro crujieron deshaciéndose bajo sus recios zapatos.

-El mal de tu hijo es el terrible angor pectoris. Todos los síntomas los ha dicho antes él mismo con una llaneza que daba frío de espanto: la mano de angustia en el pecho; el dolor que le desgarraba hondamente la carne desde el hombro hasta el codo izquierdos; apretamiento del cuello; un aura, una impresión intuitiva de la muerte; el término del acceso tan repentino, tan brusco como su aparición. Ahí tienes trazada una angina de pecho, leve porque... porque no ha matado. Pero ni yo ni nadie puede predecir cuándo aparecerá la grave, o si no vendrá nunca. Tu hijo es cardíaco. Yo he querido saber si en este retiro ha padecido alguna emoción violenta, y nada me ha dicho. Le pregunté también si hizo excursiones a la montaña de mucha fatiga; me contestó que había subido a la «Cumbrera». Quizá entre todos llegaríamos al origen y causa del mal. Ahora no hablemos; deja esto. Cuando Félix se fortalezca, llévatelo a Almina. No te apures, y espera. Veo la muerte de mis seis hijos y de mi mujer. ¡Son siete muertos, Lázaro! Se me retuercen las entrañas, lloro, y... sin embargo, ¡querrás creer que comería de nuevo! ¿No tengo motivo para aborrecerme y despreciarme?



Un sarmiento del rosal subía su única rosa, grande y pálida, hasta la ventana.

Félix contemplaba la tarde, que se iba durmiendo bajo las nieblas del río. Lejos, las aguas tenían el rojo centelleo de una nube ensangrentada del ocaso. Tan distante, breve y aciago como ese último alborozo del día vio resplandecer pasiones y júbilos de la apagada corriente de su vida; y aquellas lumbres bañaban una figura que estuvo cerca de su corazón, y de la que no supo recoger su esencia; era como la pobre flor del viejo rosal. Y Félix tomó la rama, la dobló suavemente y puso un beso inmenso en lo más escondido de la rosa. ¡Por qué no había querido a Isabel!

Los nombres de otras dos mujeres golpearon en su alma. El de Beatriz le llenaba de la gratitud de sus delicias y de remordimientos de sus tristezas. El recuerdo de Julia le hizo sentir vergüenza de sus celos. ¿A quién había querido?

¡Oh, pobre vida suya! ¿Era trasunto de las inquietudes y concupiscencias, del apocamiento, de la fatalidad y misticismo de toda una raza que generó en lo pasado todos los motivos de sus ansiedades, de sus andanzas sentimentales, y hasta de sus gustos y actos más humildes? ¿Es que verdaderamente llevaba la pesadumbre de una espiritual herencia de aquel hombre que pudo manumitirse de las ataduras de timideces y recelos y se abrasó en el pecado?

Félix postrose en la butaca y sonrió. Había florecido dentro de su alma ese aromo que pincha y deja perfume de resignación, y se llama Ironía.

¡Oh, pobre padrino, deshecho en un osario desconocido y remoto, y desenterrado por las gentes para hacerlo imagen y pretexto de las exaltaciones de su mocedad enfermiza, y sostén de terrores y augurios, y guía y camino de perdición! ¡Válgame el Buen Ángel!

Solo y señero de su ánima hallábase Félix; los nidos de quimeras quedaban vacíos de los engañosos pájaros de antaño; y ya no tenía calor para llenarlos de águilas ideálicas y suyas!... ¡Rastro y apagamiento de desgracia fue dejando en todos los corazones, y el suyo, ardiente y luminoso, sentíalo, también, frío y obscuro!

Le besaban en los cabellos, y suspiraban encima de sus sienes. El nombre y sensación de Beatriz se le difundieron dulcemente.

Era su madre, humilde, callada y entristecida. Sentose a su lado, y sus nobles manos de marfil descansaron cruzadas en las rodillas. Tenía los ojos húmedos de amor y piedad por el hijo fatalmente extraviado, y siempre menesteroso de su regazo. Penetró la noche en el aposento. Félix se angustiaba. Creía que le tocaban unos dedos flacos y helados.

La madre llamó; y vinieron todos para bajarlo a la sala del Señor de la Cruz; pero él les pidió sonriendo que lo acostasen.

La madre y tía Dulce Nombre quedaron junto a las almohadas, contemplándole y mirándose.

Un fanal azul mitigaba la lucecita de aceite.



La infinita paz quedó rota y llena de cánticos y de ladridos; y en lo profundo de este bullicio se oía el golpear de un viejo tambor. Los faroles-ciriales cruzaban por las eras; vislumbraba el estandarte de la Cofradía de Posuna, y la voz y la risa de mosén Leonardo resonaron incansablemente.

Salió don Lázaro para recibir la santa emoción del pasado. Seguíale el médico comiendo ciruelas confitadas. Y a poco asomose doña Dulce Nombre.

Pasó el párroco riéndose y mirándose el hábito manchado de cazcarrias.

-¡Disimulen que así me presente! -y les enseñaba las manos, también encortezadas de blando cieno-. ¡Me caí por un azarbe!... ¡Cuánto se holgaron estos mozos! Recójanme de esta faltriquera una carta de don Eduardo, que yo no puedo, para no enfangarla. ¡Son malas nuevas!

Teresa sacó el papel, y doña Lutgarda la abrió y leyó muy despacio.

La vieron afligirse y elevar los ojos a la Cruz.

¿Qué tenía, qué tenía la señora?

-¡Malas noticias, ya lo sé! ¡Doña Constanza está para que le cueste!...

-¡Qué pena tan grande! -murmuró doña Lutgarda-. ¡Qué pena! ¡Y qué vergüenza! Silvio se ha escapado con la hija de la forastera de «El Retiro».

-¡Ay, Buen Ángel!

-¡Dulcísimo!

Don Lázaro levantó los brazos, y sólo pudo gritar:

-¡¡Raza de víboras!!

Y el médico deslizó en el oído del clérigo:

-¡Oh, si mis hijos pudiesen marcharse con doncellas y hasta con viudas placenteras!

Horrorizose mosén Leonardo. Y de súbito trazó su vientre un oleaje de grasa; onduló su tórax hasta la garganta; apretose las ijadas; se inflaron sus carrillos, salió huyendo, y disparó su risa en el amplio vestíbulo.

Se produjo una inmensa alarida de júbilo.

-¡Perdón, perdón! -balbució el párroco volviendo a la sala-. ¡Perdón, y vengan, que es curioso...! ¡Si don Félix lo viese, qué pendencia habría!

Todos salieron. La madre del enfermo bajaba inquieta de tan recio alboroto, pidiendo que callasen porque el hijo descansaba.

Los campesinos y los aldeanos rodeaban a Alonso, que había cogido un murciélago vivo y quería quemarle las alas para verlo morir chillando blasfemias.

-¡Mirad que es obra del demonio, o quizás el animalito es el demonio mismo! -les advirtió amedrentada doña Dulce Nombre.

-¡El Enemigo, el Enemigo es! -gritaron los labriegos muy gozosos.

El hijo de Alonso trajo con las tenazas un ascua de leña.

Las señoras se pusieron las manos en los oídos para no percibir las malas palabras de la víctima.

Y el murciélago se dobló, retorciéndose; sus alas crepitaron blandas y humeantes como dos telitas de goma, y todo el vello de la cabeza quedó prendido de chispas.

Nada más chilló de dolor. Y las mujeres se tranquilizaron.



Cuando subieron estaba Félix recostado, desnudo sobre los almohadones. Una de sus manos se hundía en las sábanas, y la diestra se crispaba encima del pecho. La luz sacaba una sombra de garra enorme y negra.

-¡La mano de angustia que dice! -murmuró tía Lutgarda.

El padre la tomó para quitársela; y estaba sudada, muy fría, casi rígida...

Félix había muerto.




Arriba- XXI -

Las cerezas del cementerio


La «madre Giner» y los hijos llegaron a la heredad del valle de Posuna cuando la abundancia doblaba el ramaje de los cerezos y trenzaba y rendía los panes.

La bendición del Señor, que bajaba a las tierras de don Eduardo, solía beneficiar también los campos de toda la llanada.

Pero, ese año, la divina merced era copiosísima.

Amos y labradores se hallaban en el portal conversando de cosechas. Estaba tan contento Giner, que se reía sin saberlo, descubriendo su lengua temblorosa y su dentadura amarillenta y afilada.

Mirábale la esposa beatíficamente; y su carne, que de la opulencia había pasado a la crasitud, se le desbordaba movediza por todo el ancho asiento.

La madre volviose a los criados, y señalando con su rollizo índice hacia el matrimonio, les dijo:

-¡Yo no encuentro más felicidad!

Una labriega viejecita le repuso:

-¡No les falta sino un crío!

-¡Cállese de críos!

-¿Y no piensa que sí que lo querrán ellos?

-¡No lo permita Dios! -exclamó la nuera. Y siguió mirando al señor Giner, que ya dormitaba.

¡Ay, no; no apetecía más felicidad! ¡Y este verano, ella y su esposo respiraban libres de sustos, pudiendo pasear hasta por la misma «Olmeda», residencia de monjitas desde la muerte de doña Lutgarda! ¡Aquel pobre sobrino de la señora, cuántas rarezas hizo, y qué empeño, Señor, en decirla y creerla desdichada! Y con mucha ternura quitole al marido las moscas que le chupaban en los lagrimales. Luego, habló de Félix con la «madre Giner», que de todo hizo glosa y resumen, murmurando:

-¡Al cabo, por recuerdo de él nos mercaron «El Retiro» en trescientos cuarenta y dos mil reales, y había costado doscientas veinticinco onzas a carta de gracia!

-¿De veras?

-¡Justo!

-Mire allí. ¿No son las que cruzan por el olivar, todas de negro?

-¡Pobrete inglés, y qué lutos le llevan! ¡A buen seguro que la viuda más se los pone por el otro!

-¿Y es posible?

-¡Pues claro!... Y este año, que no haya amistad con la Julia, como la hubo antes. Ya sabes su afrenta. No conviene pasar del saludo.

-¡Jesús, mil veces no!



Ni el saludo apetecerían las enlutadas según se cuidaron de apartarse de la heredad. Y ni siquiera se volvieron a mirarla.

Caminaban por un arenoso sendero de la ribera; y sus sombrillas y sus rubias cabezas se copiaban dentro del sosegado río.

La palidez, la negrura de las ropas, y hasta el silencio de las damas, imprimían en su belleza un sello espiritual de meditación y de infortunio.

...Doña Beatriz había dejado la ciudad desde el fallecimiento de Lambeth, que expiró en los brazos de su copero. La viuda puso en la casa y en sus jardines, llenos para sus ojos de la figura de Félix, honradísimos custodios, y ella misma también atendía amorosamente esos lugares haciendo rápidos viajes a Almina.

Elegido «El Retiro» para su perpetua residencia, lo compró, lo amplió, lo ennobleció; y la huerta de Giner transformose en espejo de la elegancia y melancolía de doña Beatriz, cuja largueza y dulzura le abrieron la voluntad de las monjas carmelitas, dueñas del antiguo solar de los Valdivia.

El blanco álamo, estrado de su perdido amor, era por la tarde su predilecto asilo y locutorio de sus recuerdos.

Y allí, donde la mirada de Julia les sorprendió y les hizo descender de la excelsitud al reconocimiento de la culpa, allí recibió otra mirada de la hija, llena de lágrimas. Y recogió todo su cuerpo; lo puso sobre sus rodillas y le descansó la atribulada cabecita en su seno, besándola delirantemente.

Julia venía repudiada de Silvio. Se habían casado en Valencia, sin el perdón de doña Constanza; pero don Eduardo y Beatriz les protegieron para que fundasen hogar.

Silvio era un marido torvo, erizado de sospechas, inquisidor meticuloso de las palabras, de los pensamientos y hasta del cuerpo de la esposa.

Julia lloró mucho la muerte de Félix, que el buen don Eduardo les comunicó después de dos meses. Silvio llegó a prohibirle enfurecidamente esas lágrimas. Cuando, algunas veces, pronunciaba la esposa el nombre del muerto, Silvio sentía que le mordían en los profundos del corazón; y siempre dedicaba un comentario soez a las románticas aventuras de su primo.

-¿Qué te parece si resucitase o te saliese algún Félix por estas calles?

Una mañana vino carta de doña Beatriz, y en ella lo nombraba, dándoles noticias emocionadoras de lo postrero de su vida.

El marido espió la lectura. ¡Oh, Julia leía con más detenimiento y complacencia que nunca!

Y su boca hirvió en maldiciones para Félix, y en palabras de oprobio para doña Beatriz.

La hija revolviose defendiéndolos. Y el celoso rugió riéndose y salivando:

-¡Eres de la misma sangre y harás lo mismo que ella, si no lo has hecho ya con otro más o menos Félix!

-¡Yo! -Y Julia se contuvo porque la queja y la protesta infamaban a la madre.

Después, recuperada, altiva y serena, le dijo:

-¡Quiero ser como ella; nobilísima como ella, que, pecadora o no, nunca se ha envilecido!



...Beatriz besó las lágrimas de su hija y abatió su frente, enrojecida por el recuerdo de la mañana en que, enajenada de celos, había codiciado esas bodas.


...Se asomaron al santo cercado. Después la madre siguió sola sobre el fresco y blando herbazal, penetrado del sol, que se esparcía como un riego de luz quietecita, remansada dentro de las amapolas.

El ramaje de los cerezos ocultaba a doña Beatriz, techándola dulcemente.

En la umbría de un rincón vio una losa tendida, grande, afelpada de hierba.

Una mano había esculpido, segando briznas de verdura, las letras del nombre de Félix.

Doña Beatriz besó esa palabra.

Temblaba un gorjeo de los pájaros que acudían a la querencia de estos árboles y de estos muros, envueltos siempre en la quietud de todos los silencios.

Pendía una rama cuajada de las primeras cerezas. Alzose la señora y las entibió con el fragante aliento de toda su vida; y después, ella tomó del olor y dulzura del árbol. ¡Pero no desfallecía de la emoción ansiada! Sólo era fruta, con el mismo sabor que antes de morir Félix.

Crujió otra rama doblándose bajo otras manos. Y apareció Isabel.

Y vio Beatriz que los ojos de la doncella lloraban y que sus labios sonreían celestialmente.

Isabel nunca había comido de esos árboles; y ahora sorbía y comulgaba la esencia del amado con las cerezas del cementerio.





Alicante, 1909.