Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Las contradicciones de Apollinaire

Ricardo Gullón





La obra de Apollinaire se basa sobre una contradicción esencial: su innata tendencia al orden y el amor por la aventura que, literalmente, le enajenaba. Este inventor, este innovador audaz, a quien no importó bordear los linderos de la mixtificación; este entusiasta para quien lo nuevo, sólo por serlo, merecía ser defendido, ocultó entre los pliegues del alma una ternura antigua y eterna, un fervor por la canción tradicional y el verso nostálgico, traslucidos bajo las aguas de los caligramas y los poemas vanguardistas.

Fue el padrino del arte moderno, el patrocinador de las audacias que en los primeros años del siglo conmovieron el ámbito de la poesía y de las artes plásticas, el defensor de los experimentos cubistas, el precursor del surrealismo. Personaje completo a quien la muerte perfiló para siempre en una actitud que acaso se hallaba en trance de rectificar. Al fijarlo como caudillo del vanguardismo, contribuyó a precipitar juicios que se me antojan algo sumarios, simplistas y, por tanto, rectificables.

Entre la tradición y la invención, entre el orden y la aventura, sus preferencias le llevaron al lado de los renovadores, pero no sin desgarro íntimo, no sin una inclinación saudosa y resignada hacia los paisajes abandonados. Eligió por necesidad, sin aversión, pidiendo indulgencia para quienes partían en busca de la aventura. El orden era la seguridad y la aventura el peligro. Al asumirlo el artista manifestaba cierto heroísmo, pues comprometía una parte de su obra: la parte de la experiencia, desarrollada con evidentes riesgos de fracaso, a fin de ensanchar la órbita habitual de la creación.

A los treinta y tres años de su muerte, Apollinaire sigue en pie, vivo y operante, gran ejemplo de animador literario, capaz todavía de presencia polémica dentro del ámbito artístico. En 1952 se publicaron nada menos que cuatro libros con trabajos suyos inéditos: Tendre comme le souvenir, cartas a Madeleine Pagés, que fue su novia en 1915; Casanova, comedia paródica; Le guetteur mélancolique y Textes inédits, poemas, o inéditos o hasta ahora no recopilados en volumen. La table ronde le dedicó un número especial (septiembre, 1952), y a finales de año apareció la biografía escrita por Marcel Adéma: G. A., le Mal-Aimé. Un balance significativo, del que destacan, como aportaciones sustanciales al estudio del poeta, la extensa introducción puesta por Jeanine Moulin al tomo de Textes inédits, y la obra de Adéma, probablemente el mejor conocedor de la vida apollineriana.

A partir de estos trabajos, a los que sería justo añadir el magnífico ensayo escrito en español por Guillermo de Torre, la figura de Apollinaire presenta líneas mejor definidas, aspectos dilucidados. El voluntarismo en la invención lo prueba Jeanine Moulin gracias al descubrimiento de borradores y versiones de algunas famosas composiciones del poeta. La influencia de Rimbaud pesó sobre el autor de «Caligramas», mas su violento deseo de construir una poesía rimbaldiana, iluminada y densa no bastó para hacer brotar la encrespada corriente de misterio que atraviesa la poesía del gran predecesor. De Rimbaud a Lautréamont, una oleada de revelaciones proféticas, de fulguraciones desconcertantes y profundas había estremecido la poesía francesa. Después de ellos parecían insustanciales y muertas las aguas de la lírica romántica y postromántica, e incluso los simbolistas producían en los lectores ávidos de descubrimientos un sentimiento de insatisfacción que Apollinaire advirtió.

De la honda oscuridad luciente (si así puede decirse) en los poemas de Rimbaud y Lautréamont, emergían mágicas revelaciones, chispas que comunicaban lo hasta entonces incomunicable, intuiciones de lo secreto captadas misteriosamente en el desorden del espíritu. Apollinaire deseó penetrar en esas zonas del alma y tocar el punto extremo de la sombra. Mas no entra quien quiere en el mundo del sueño, ni la sombra se deja revelar sino por los grandes videntes, los dotados de facultades de adivinación y profecía. La oscuridad de Apollinaire es inventada, conseguida deliberada y espontáneamente. Por los hallazgos de Mme. Moulin sabemos que Apollinaire escribía primero un poema claro y después producía la oscuridad artificialmente, suprimiendo los versos susceptibles de manifestar sus intenciones, alterando el orden de las líneas incorporando al texto otras tendentes a desnaturalizar la transparencia originaria. La voluntad de forzar el misterio resulta evidente, y también la incapacidad de conseguirlo por vía natural, de modo genuino, siguiendo el fluir de la creación poética. Testimonios de una lúcida -¡demasiado lúcida!- voluntad de penetrar en las zonas oscuras, lo son igualmente de que esa voluntad no iba acompañada por los dones necesarios, por el don magnificente de revelar la tierra incógnita resplandeciente de tan sensacional manera en los versos de Arturo Rimbaud. El mundo de Guillaume Apollinaire estaba más cerca de la tradición de lo que él pensaba o quería pensar, y esta circunstancia infunde mayor emoción a su afán de superar el arraigo para conseguir acceso a mundos cuyo conocimiento entrañable le permaneció vedado.

Y no sólo las versiones ahora conocidas. La lectura de los poemas de Apollinaire muestra el desnivel existente entre los que pudiéramos llamar «vanguardistas» y los de inspiración nostálgica y tradicional. Es un problema de autenticidad. La poesía de Rimbaud es superior a la de Apollinaire, pero no por oscura, sino por la superior capacidad de aquél para sumergirse y vivir en lo sobrenatural, para deambular, como en terreno propio, por las simas de lo irracional y lo desconocido. Apollinaire nos encanta por la sabiduría de su juego, por la gracia con que acierta a combinar los acentos nuevos y los ritmos tradicionales.

Sencillo y sentimental. A la vuelta de tantas complicaciones, de tantas tentativas por saltar sobre la propia sombra; la contradicción se resuelve en una conciliación de los en apariencia contrarios. El gran renovador es un romántico que ni siquiera se ignora un alma sensible, inclinada a cantar elegíacamente perdidas dulzuras, a transfigurar el ayer como Nerval y a vivir la nostalgia como Villón. Su visión de lo moderno está satura da de esencias antiguas. La tradición tuvo en él tanta fuerza como la renovación. Íntimamente, cálidamente, se alzó en el debate una fuerza delicada y vigorosa, contra la cual nada pudieron esfuerzos de la voluntad ni ardides de la inteligencia.

Apollinaire no es un artista «maldito». Su estirpe es la de los grandes nostálgicos; no la de los grandes atormentados. Amigo de bromas e inventor de farsas, es capaz, al mismo tiempo, de una seriedad en el esfuerzo y en el compromiso que se dirían reñidos con el humor bohemio predominante. Conviene precisar que Apollinaire fue bohemio por necesidad. En su inclinación a la vida estabilizada, confortable, burguesa, advierto otra de sus contradicciones. Cuando, por vez primera, tuvo cuarto propio, sus amigos se asombraron del tono apacible, ordenado, tradicional, en suma, que había sabido imprimirle. Lo confortable común, lo corriente y aceptado, daba paradójicamente carácter a su departamento, distinto en todo de los habitados por Picasso, por Max Jacob..., distinto de lo que hubiera podido esperarse en su caso.

Los trabajos de Adéma contribuyen a restituirnos la imagen de Apollinaire según fue y, después de ellos, cualquier versión unilateral del personaje será inevitablemente considerada tendenciosa y deformante. La imagen es compleja, en parte porque el alma del poeta lo era y en parte porque Apollinaire se complacía en aparecer cambiante, inesperado y contradictorio. Hijo natural de una mujer extravagante y fantástica, su vida tuvo comienzos folletinescos, y episodios de novela. Quizá no llegó a saber quién había sido su padre. La historia, aclarada por Marcel Adéma, no carece de picante.

Apollinaire. Dibujo de Picasso

La madre de Apollinaire, Angélica de Kostrowitzky, fue una hermosa y ligera muchacha polaca, de sangre noble; el padre, Francesco Flugi de Aspermont, un aristócrata italiano, de ascendencia grisona. Se conocieron en Roma, y allí nació Guillaume. Tras la separación de sus padres, el muchacho vivió bajo la férula de la madre, persona autoritaria y caprichosa, a la sombra y bajo la protección de un «tío», poco mayor que él, sucesor de Flugi en los favores de la dama. No sobraba el dinero, y, en una ocasión, Guillaume y su hermano menor tuvieron que huir de madrugada, subrepticiamente, de cierta pensión a cuyo dueño no podía serles abonado el gasto producido por los jóvenes.

Anécdotas tales explican ulteriores actitudes, futuros recelos. Pero no conviene dejarse extraviar por ellas. En el caso de Apollinaire lo importante es su significación como vocero del arte nuevo, como adelantado de la gran transformación en marcha. Pugnando consigo mismo, o con una parte de su espíritu, aceptó la capitanía que tácitamente le fue atribuida y se constituyó en defensor permanente de las nuevas actividades artísticas. El encuentro con Picasso debe considerarse, a estos efectos, decisivo. Tardó algo en decidirse y aceptar la línea avanzada, pero una vez situado en ella ya nunca abandonó el puesto de combate. Combate, entiéndase bien, por voluntad de sus opositores, pues él insistió una vez y otra en la conciliación y pidió con patético anhelo que no tomaran a los renovadores como enemigos de lo tradicional, ni se ignorase el drama de la escisión, de la partición entre los dos impulsos que regían su vida espiritual. «Dios me es testigo -escribió- que solamente quise añadir nuevos dominios a las artes y las letras en general, sin desconocer en manera alguna los méritos de las verdaderas obras maestras del pasado o del presente».

Este romántico fue un amante apasionado: María Dubois, Linda Molina da Silva, Annie Playden, Ivonne, Marie Laurencin, Louise de Coligny-Chatillon, Madeleine Pagés y, al fin, Jacqueline, con quien casó seis meses antes de morir, siendo testigos del matrimonio Pablo Picasso y el marchante Ambroise Vollard. Novias, amantes o simplemente amadas, como esa misteriosa Annie Playden, que por huir de Kostro (así le llamaban entonces) marchó a los Estados Unidos y vivió allí, perdida en el silencio desde 1903, ignorando que su pretendiente de ayer había sido, bajo otro nombre, un gran poeta y que llevaba muerto treinta años. Un erudito con olfato de sabueso siguió pacientemente su rastro e hizo hablar a la dulce anciana, vuelta al presente como un fantasma de lo pasado.

Apollinaire cantó magníficamente al amor, y cuando se despide de Lou (Louise de Coligny), o en La chanson du mal-aimé (inspirada por la aventura con Annie), o en La jolie rousse (cruzada por la presencia esperanzadora de Jacqueline), encontró los acentos de la gran poesía, el lirismo hondo y estremecedor que nos conmueve porque está tejido desde el corazón del poeta, palpitando y desgarrado, trémulo entre la esperanza y el sentimiento de lo fatal. El último de los poemas citados es una dramática confesión, la imploración final del hombre que se sabe tocado y mal herido y pretende sobre todo ser comprendido y un poco de piedad para sus esfuerzos. La ternura, la soledad, la sensación de fugacidad y perecimiento inminente habitan estos versos en que el poeta revela sus emociones sin alterarlas, sin preocuparse más que por la expresión directa y clara de ellas.

En 1911 el robo de La Gioconda dio lugar a un proceso, en el que Apollinaire se vio acusado y detenido a resultas de diligencias que al principio parecieron volverse contra él. Aunque se le rehabilitó cumplidamente, sus enemigos tomaron pretexto del incidente para montar contra él una gran máquina de sospechas. Los antisemitas le combatieron creyéndole judío; los academizantes, por saberle partidario del arte nuevo. Al empezar la guerra llamada «europea» se alistó voluntario (pues su condición de extranjero le eximía del servicio) en el ejército francés, y su reacción resultó, también aquí, curiosamente tradicional. Fue a la guerra con entusiasmo, exaltado y belicista. Cantó a la guerra y en el parapeto escribió varios de sus libros: poemas, cartas, narraciones. Sirvió como artillero, y, más adelante, a petición propia, fue trasladado a la infantería. En 1916 recibió una herida en la cabeza, mientras se hallaba leyendo el Mercure de France. Se naturalizó francés y alcanzó el grado de teniente. No murió hasta 1918, en vísperas del armisticio, y, aunque la causa de la muerte fue un ataque gripal, quizá su fuerte organismo hubiera podido vencerle de no hallarse debilitado por la lesión del cerebro, que, según testimonio concorde de amigos y médicos, tan profundamente le había afectado.





Indice