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Ibídem, t. 11, pp. 340-1. La teoría de la representación sustentada por estos diputados en virtud del principio de soberanía nacional, se plasmó también en el texto constitucional. Así, además del ya citado artículo 27, el 78 sancionaba lo siguiente: «las juntas electorales de Provincia se compondrán de los electores de todos los partidos de ellas, que se congregarán en la capital para asistir a las Cortes como representantes de la nación». El artículo 99, sin embargo, se apartaba del principio de soberanía nacional, al establecer que «otorgarán todos los electores [...] a todos y cada uno de los diputados, poderes amplios, según la fórmula siguiente...», puesto que, según este dogma de la soberanía, debía ser la nación, a través del cuerpo electoral, que no es más que un órgano de ésta, quien otorgase los poderes a los diputados, y no los electores, ya que aquéllos representaban a la Nación y no a éstos. Otra contradicción con el principio de soberanía nacional se contenía en el artículo 100, que recogía los términos en los que debían estar redactados los poderes y en el que también se afirmaba que eran los electores quienes debían otorgarlos, pero en este caso la contradicción con el principio de soberanía nacional no procedía sólo de la influencia del dogma de la soberanía del pueblo, sino también por la presencia de un componente corporativo de signo territorial. Así, en efecto, en este precepto se hablaba de los «diputados que en nombre y representación de esta provincia han de concurrir a las Cortes y que fueron electos Diputados para ellas por esta provincia». Estos deslices se contrarrestaban, sin embargo, cuando este mismo artículo, al extenderse a continuación sobre el alcance de los poderes y sobre la naturaleza de los diputados, decía que estos poderes habían de ser «amplios (y otorgados) a todos juntos y a cada uno de por sí, para cumplir y desempeñar las augustas funciones de su encargo y para que los demás Diputados de Cortes, como representantes de la nación española, puedan acordar y resolver cuanto entendieren conducente al bien general de ella, en uso de las facultades que la constitución determina».

 

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Para una visión global del período de la emancipación y de las causas del crecimiento de esta conciencia criolla, vid., dentro de una bibliografía muy amplia, la obra de J. VICENS VIVES et alii, Historia Social de España y América, Barcelona, 1977, t. V, pp. 443 y ss. Sobre los diputados de Ultramar en la asamblea gaditana, vid. los trabajos de RAFAEL MAREA DE LABRA, Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz y América en la Constitución española de 1812, Madrid, 1914.

 

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DDAC, t. 8, p. 177.

 

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De hecho, como ha escrito SÁNCHEZ AGESTA, «cuando llegó la hora de definir y ordenar las provincias en la Constitución, los diputados americanos lograron arrancar la proyección en América de este principio de división y organización administrativa, dándole un nuevo sentido político. Ramón de Arispe consiguió el trasplante a Méjico de una división en provincias que viniera a sustituir con su organización representativa y electiva de un órgano colegiado, al que se llamó Diputación, a las antiguas intendencias. Las Diputaciones, como órganos deliberantes, se transformaron en Asambleas, y el Jefe Político que debía presidirlas dejó de asistir a sus deliberaciones. Las provincias fueron así el cuadro insospechado de una pluralidad de nuevos pequeños Estados "soberanos" que se federaban. El hecho se puede documentar fecha por fecha y "provincia" por "provincia" en Méjico; no es tan patente en Argentina, o al menos no lo hemos podido comprobar con tanta claridad. Pero "provincias" del Río de la Plata se llamaron originariamente las entidades que iban después a federarse como tales provincias en la Constitución de 1853. La idea misma de una soberanía, por así decirlo, "territorializada" favorecía esta conclusión, que tuvo también manifestación en otras muchas formaciones políticas iberoamericanas que se constituyeron transitoria o permanentemente en estructuras federales o semifederales (Venezuela, Colombia, Centroamérica y la misma federación peruana con Bolivia)», «Sobre los orígenes del constitucionalismo hispánico». Comentario al libro de JOAQUÍN VARELA, Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 11, mayo-agosto de 1984, p. 247. Sobre estos extremos se extiende este autor en su reciente libro La democracia en Hispanoamérica, Rialp, Madrid, 1987, pp. 31 a 39 (Nación y Constitución) en donde se hace expresa referencia (pp. 34 a 36) al concepto de Nación sustentado por los diputados americanos en las Cortes de Cádiz, para los cuales «la soberanía nacional -escribe S. Agesta- era el resultado de un proceso de agregación de unidades singulares soberanas. La unidad de la Nación era el resultado de un ayuntamiento de provincias y pueblos. La consecuencia era que los pueblos de la nación española tenían partes alícuotas de la soberanía que podían recuperar si se quebraba el pacto entre estos distintos pueblos y la Corona» (p. 36). Afirmaciones que reproducen casi textualmente -y en algunos párrafos sin casi- lo que nosotros escribimos en el ya citado libro La Teoría del Estado en los orígenes del Constitucionalismo Hispánico (p. 244), pese a que el profesor Sánchez Agesta no deje en modo alguno constancia de ello.

 

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En El Español, que BLANCO-WHITE publicó en Londres desde 1810 a 1813, los problemas de América ocupan una parte muy considerable. Blanco no se muestra partidario de la independencia de estos territorios, pero sí de un trato igual al de la metrópoli en lo que concernía a los derechos y deberes de sus habitantes. De ahí que critique muchas medidas adoptadas en las Cortes de Cádiz y algunos preceptos de la Constitución de 1812, en particular los relativos a la representación parlamentaria. Sobre la actitud centralizadora de los liberales doceañistas, vid. el estudio de MELCHOR FERNÁNDEZ ALMAGRO, La Emancipación de América y su reflejo en la conciencia española, IEP, Madrid, 1957, pp. 48-49 y 64-66. Vid. asimismo, las obras citadas de DEMETRIO RAMOS y de O. C. STOETZER.

 

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Cfr. DDAC, t. 11, intervenciones de Castillo, p. 210; Larrazábal, p. 238; Ramos de Arispe, p. 239; Borrull, pp. 241-2; y Aner, pp. 242-244.

 

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Ibídem, t. 11, p. 212.

 

58

Ibídem, p. 247.

 

59

Ibídem, pp. 244 a 246.

 

60

Sobre la evolución de la Administración local en la primera mitad del siglo XIX español, vid. el libro de CONCEPCIÓN DE CASTRO, La Revolución Liberal y los municipios españoles (1812-1868), Alianza Editorial, Madrid 1979.

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