Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Las Cortes de Cádiz : representación nacional y centralismo

Joaquín Varela Suanzes


Profesor Titular de Derecho Constitucional.
Universidad de Oviedo




ArribaAbajo1. La idea de Nación en las Cortes de Cádiz

El sentimiento de comunidad nacional, en el moderno sentido del término, se configura en España bajo el reinado de Carlos III y es patente, por ejemplo, en Cadalso, Forner y Meléndez Valdés1. El surgimiento de esta conciencia nacionalista está íntimamente ligado al interés que en este mismo siglo se manifiesta por la historia nacional. Éste es un fenómeno, en realidad, común a toda Europa. A este respecto, Meinecke ha mostrado cómo la conciencia histórica y nacional, al igual que el racionalismo renovado, surge del fecundo movimiento de la Ilustración, que evidencia, así, su bifronte y contradictorio carácter2. En este extremo han insistido también Cassirer y Croce3.

En España, el interés por la historia, y muy en particular por la propia, se percibe ya desde el reinado de Felipe V, y a medida que el siglo avanza este despertar de la conciencia histórica y de la conciencia nacional -fenómenos ambos siempre estrechamente imbricados- no dejaría de crecer. En su esclarecedor estudio sobre nuestro siglo XVIII, destaca Richard Herr la excelente acogida dispensada a la Historia General de España, del jesuita Mariana, entre otras muchas obras de historia que circulaban con profusión4. El profesor Maravall, por su parte, insiste en la renovación que en este siglo se produce en los estudios de Historia del Derecho, merced a una larga lista de autores, entre los que destacan Macanaz, Asso de Manuel, Sempere y Guarinos, Sotelo, Burriel, Jovellanos y Martínez Marina5. En el ámbito universitario, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo, el Derecho patrio irá abriéndose paso, con el subsiguiente decaimiento del Derecho Romano. Al lado de la Instituta, del Código, o del Digesto, se difunde el conocimiento de Las Partidas, del Fuero Real y del Fuero Juzgo, de las Leyes de Toro y de la Nueva Recopilación6. A ello debe agregarse la creación de las Reales Academias, especialmente la de la Historia y la de la Lengua.

Ahora bien, no es en el siglo XVIII, sino en el período que va de 1808 a 1814 cuando el sentimiento nacionalista español cobra un inusitado auge. El motivo de ello, claro es, fue la invasión francesa. Tampoco en esto España fue una excepción respecto a Europa. Bien al contrario, el expansionismo napoleónico despertó la conciencia nacional de los diversos pueblos europeos sometidos a las tropas francesas. Y con esta conciencia nacional nació un fructífero movimiento de amplias ramificaciones en todo el campo de la cultura: el romanticismo.

En las Cortes de Cádiz la conciencia nacionalista es manifiesta, aunque en modo alguno unívoca. A partir de estas Cortes la idea de Nación pasaría a engrosar en un lugar de honor el léxico de la nueva política y desde luego el acerbo terminológico de la flamante ciencia del Derecho Constitucional7. En nuestro libro La Teoría del Estado de los orígenes del constitucionalismo hispánico8, intentamos delimitar los diversos conceptos de Nación sustentados en estas Cortes, pero no desde la teoría de la nacionalidad, sino desde la teoría del Estado. Esto es, intentamos desentrañar los diversos conceptos de Nación como sujeto a quien se imputaba el poder o la soberanía del Estado (concepto jurídico) y no como sujeto con entidad histórica real: España, para unos; las Españas, para otros (concepto histórico-cultural).

Partiendo de estas premisas, mostramos que en estas Cortes el empleo del término Nación como sujeto de imputación del poder no fue privativo, como en principio pudiera pensarse, de los diputados liberales de la metrópoli -denominación esta última que, como se verá, no es en modo alguno arbitraria- sino que a este sujeto imputaron también el supremo poder estatal, los diputados realistas y los americanos. De este modo, el principio de soberanía nacional fue invocado y defendido desde presupuestos ideológicos muy dispares e interpretado con muy diferentes sentidos. Es más, puede decirse que en buena medida el concepto de Nación fue el concepto central sobre el que giraron las diversas teorías del Estado y de la Constitución que se expusieron en aquel recinto y que, a su vez, arropaban los distintos proyectos políticos que allí se defendieron. Tratemos a continuación de resumir muy brevemente cuáles fueron los conceptos de Nación que se expusieron en las Cortes gaditanas.

Los diputados realistas defendieron una idea dualista y organicista de Nación, que sirvió de soporte a la doctrina jovellanista de la «soberanía compartida» entre el rey y las Cortes, de tanta influencia en el posterior constitucionalismo conservador. La Nación se definió como el ayuntamiento indisoluble entre el monarca y el pueblo. El rey era la «cabeza» de la Nación, y con su pueblo -concebido de una forma organicista, tanto desde un punto de vista estamental como territorial- formaban un «cuerpo moral», según lo establecido por la doctrina escolástica del corpus mysticum, muy en particular por la de Francisco Suárez9.

Los diputados americanos, en cambio, concibieron a la Nación como un agregado de individuos y provincias de la monarquía. La soberanía debía recaer por ello en cada provincia y en cada uno de sus individuos singularmente considerados. En este concepto de Nación -que se formuló de forma implícita al amparo de una peculiar teoría de la representación, de la que luego hablaremos- se ponía de relieve una sorprendente amalgama de premisas doctrinales de procedencia muy dispar: unas inspiradas en el dogma de la soberanía popular, y que recuerdan a Rousseau, otras, las de carácter territorial, que son las que aquí únicamente interesará considerar, de claro resabio arcaizante, firmemente vinculadas a las tradiciones y a los principios del Derecho de Indias y emparentadas también con el pensamiento escolástico y con el iusnaturalismo germánico, en especial el de Puffendorf. Un autor que tuvo una gran resonancia en el proceso emancipador -sobre todo en Uruguay y Argentina- a través de sus tesis sobre el pacto social y la federación (inspiradas en Grozio, quien en parte las había tomado de Suárez), en las que sostuvo la licitud de la retroversión de la soberanía a los «pueblos» o «provincias» en ciertos casos de interregno e incluso su posible emancipación. Ideas que le habían permitido justificar la independencia de las provincias holandesas respecto de la Corona española10. En el libro antes citado nos referimos también al paralelismo que se observa entre el concepto de Nación y de representación nacional sustentados por los diputados americanos y las tesis que sobre estos extremos mantuvo Martínez Marina en la «Teoría de las Cortes». Un paralelismo que fue uno de los aspectos más sugestivos que nos deparó el estudio de la teoría del Estado en las Cortes de Cádiz11.

A diferencia de realistas y americanos, los diputados liberales de la metrópoli concibieron a la Nación como un sujeto indivisible y, además, compuesto exclusivamente de individuos iguales, al margen de cualquier consideración estamental y territorial. De estas dos notas se deducía una tercera de enorme importancia: la Nación no era la suma de sus individuos componentes, sino un ser puramente ideal, ficticio, un mero sujeto de imputación del poder, carente de existencia empírica. En consecuencia, la soberanía no la hicieron recaer en el rey y en las Cortes de consuno, como pensaban los realistas y como defendió todo el liberalismo moderado de nuestro siglo XIX, ni en el conjunto de individuos y pueblos de la monarquía, como estimaban los americanos, sino en la Nación de modo exclusivo e indivisible (o «esencial», como proclamaba el artículo tercero de la Constitución de 1812). El concepto de Nación que se desprendía de estos postulados respondía, en definitiva, a la interpretación ortodoxa -digámoslo así- del dogma de soberanía nacional, esto es, a la que habían expuesto años antes Sieyes y los liberales franceses revolucionarios, aunque los liberales españoles insistiesen -con buena o mala fe, dejemos ahora esta cuestión- en que este dogma, lejos de ser mera copia de las doctrinas francesas, se hallaba recogido ya en la legislación medieval de Castilla y Aragón12.

En las páginas que siguen vamos a continuar abordando el concepto de Nación primordialmente desde la teoría del Estado, pero -como se pone de relieve en el título de este trabajo- lo vamos a hacer centrándonos tan solo en la Nación como sujeto y objeto de la representación política y en conexión con una determinada manera de concebir la articulación territorial del Estado.




ArribaAbajo2. Los diputados realistas y la teoría estamental de la representación nacional

La idea organicista de Nación sustentada por los diputados realistas era perfectamente coherente con el rechazo que estos diputados mostraron hacia la tesis del estado de Naturaleza, defendida por algunos destacados liberales (como Toreno) y que se traslucía en el artículo primero de la Constitución de 1812, en el que se definía a la Nación española como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Para los diputados realistas, la Nación española debía definirse haciendo expresa referencia a su gobierno monárquico y a sus seculares leyes fundamentales, pues no era una Nación que se estaba constituyendo, o reuniéndose tras una previa dispersión de sus miembros, como daba a entender el mencionado artículo, sino que era una nación constituida. Consecuencia lógica de estas premisas era el desechar el axioma de la igualdad natural de todos los individuos componentes de la Nación, como realidad previa a toda forma sociopolítica. Si la comunidad, como pensaban y defendieron los realistas, era de origen natural, lo mismo que el poder político que surgía en su seno, los miembros de esa comunidad «nacían» inmersos en unas determinadas instituciones sociales y políticas y vinculados indefectiblemente a ellas. Sobre este punto el cardenal Inguanzo fue muy explícito: «la naturaleza -decía- no reconoce diferencias de sangre; todos los hombres nacen iguales. Es verdad, no hay duda. Pero pregunto: ¿los hombres nacen en el estado natural o en el estado civil y social? Desde que el hombre nace en sociedad bajo un gobierno, nace sujeto a todas las instituciones y modificaciones admitidas en el Estado»13.

Consiguientemente, la Nación no se concebía como un sujeto compuesto de individuos igualmente considerados, sino como un conjunto de individuos sumergidos en un tejido social desigual, formado por estamentos y distribuido en heterofórmicos territorios o reinos. Los diputados realistas insistieron particularmente en una idea estamental de Nación y de representación nacional, pero no dejó de aflorar también una mentalidad particularista o «provincialista». Así, en la polémica suscitada por el artículo 12 del proyecto constitucional, Aner y Borrull revelaban que su idea de nación española era equivalente al de un agregado organicista de reinos o provincias dotados de entidad propia. Este artículo decía: «se hará una división más conveniente del territorio español por una ley constitucional, luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan».

Aner, que significativamente se consideró diputado de Cataluña y no por Cataluña, dijo: «si se entiende dividir las provincias que tienen demarcados sus términos baxo cierta denominación, desde ahora me opongo... Y muchos más si se tratase de quitar un pueblo solamente a la provincia de Cataluña. Supuesto que no se ha tratado de variar el nombre de las provincias de España, ¿sería razón de política que a estos que tienen unas mismas costumbres y un idioma se les separe para agregarlos a otras provincias que los tiene diferentes? Nadie es capaz -concluía este diputado- de hacer que los catalanes se olviden de que son catalanes... Y así si se trata de desmembrar el pueblo más mínimo, como Diputado de Cataluña me opongo a la más pequeña desmembración»14.

El valenciano Borrull, por su parte, participó también de estos recelos ante una futura uniformidad de los «reinos de la Nación», y afirmó: «se habla (en el artículo) en términos generales, y por ello comprende también la que puede hacerse del territorio español por departamentos, quitando el nombre que actualmente tiene sus diferentes reynos y agregado los pueblos los unos a los otros. Esto ha de ser perjudicialísimo; ha de impedir la íntima unión que media entre los pueblos de un mismo reyno y ha de encontrar la mayor resistencia entre ellos, sucitándose con este motivo muchos trastornos y alborotos»15.

Fue, sin embargo, en el debate del artículo 27 cuando el concepto territorial y sobre todo estamental de la Nación de que hicieron gala los diputados realistas se hizo más evidente; este artículo disponía: «Las Cortes son la reunión de todos los diputados que representan a la nación española, nombrados por los ciudadanos en la forma que se dirá». Se trataba de establecer, pues, una verdadera asamblea nacional, en la que todos y cada uno de los diputados representasen a la Nación, y no, como hasta aquel entonces había ocurrido, a los diversos estamentos y reinos de la monarquía. Era, sin duda, uno de los más importantes preceptos constitucionales, radicalmente subversivo del orden político precedente y en congruencia con los artículos anteriores, sobre todo con el primero y el tercero, a los que ya hemos hecho alusión.

Para impugnar este precepto, los diputados realistas defendieron una teoría de la representación política de factura claramente organicista. A su juicio, las futuras Cortes deberían componerse de dos cámaras, en una de las cuales tendrían cabida los estamentos privilegiados de la nobleza y el clero, mientras que en la otra se daría acogida al elemento popular. Para sostener estas tesis -en parte triunfantes en el constitucionalismo posterior- insistieron estos diputados en la tradicionalidad de las Cortes por estamentos, frente a la radical y peligrosa novedad de unas Cortes unicamerales elegidas según criterios exclusivamente individualistas. Trajeron á colación, asimismo, la teoría de los cuerpos intermedios acuñada por Montesquieu y el ejemplo constitucional inglés, al que dedicaron repetidos y entusiastas elogios. El eco de las tesis expuestas poco tiempo antes por Jovellanos se puso, asimismo, de manifiesto.

Desde estas premisas intervino nuevamente Borrull para recordar que si las futuras Cortes se compusiesen de un solo cuerpo, «con una sola voz, una voluntad y unos deseos», se haría imposible mantener el necesario equilibrio entre el rey y el pueblo, pues una sola cámara, a su juicio, no podría «contener a cada uno dentro de sus límites». En consecuencia, continuaba el diputado valenciano, «se necesita también de una fuerza o poder intermedio, que se una con cualquiera que se oponga a las usurpaciones que se intenten de algunos derechos y trastornos de la constitución, y no hay otro más apropiado que el estamento del clero y la nobleza...»16. Pero este diputado también partía de una concepción territorial de la representación. Este extremo se puso de relieve cuando agregó: «yo desearía que la Comisión (Constitucional) se hubiera hecho cargo de que según las disposiciones del gobierno feudal y de todos los que después de la invasión de los sarracenos se establecieron en España, se hallaba dividido el estado en tres clases, la de eclesiásticos, la de nobles, la de plebeyos. En las Cortes los de cada una representaba la suya, y de sus dependientes; y así ninguna de ellas podía representar a toda la nación, ni recibir poderes de la misma, ni ahora tampoco los diputados los tienen de todas ellas, sino cada una de su provincia, y como todos juntos representan a la nación, sucedía entonces lo mismo concurriendo las tres clases o estamentos»17.

Esto es, para Borrull la representación nacional no era más que el resultado de las respectivas representaciones provinciales. Cada diputado por separado no representaba a la Nación, sino a su provincia o reino, y dentro de éste a cada estamento, y sólo todos juntos podían representar a aquélla. De lo que fácilmente se infiere que la Nación no era para este diputado más que el agregado de provincias y estamentos y no una masa cohesionada de individuos iguales, con «una sola voz, una voluntad, unos deseos».

Los otros diputados realistas que intervinieron en la discusión de este precepto mostraron, en cambio, su única preocupación por dotar a las futuras Cortes de una estructura estamental. Así, Inguanzo -adelantando un concepto sociológico de Constitución que más tarde desarrollarían Balmes y Alcalá Galiano- entendía que las instituciones públicas debían aclimatarse y adaptarse siempre a la naturaleza sociopolítica de cada gobierno: «las instituciones de cualquier estado -argumentaba- deben ser análogas al carácter y naturaleza de su gobierno. Unas son las que convienen a la monarquía, otras las que se adaptan a la democracia, etc. Un estado monárquico es un estado jerárquico. Las diferentes clases en que se divide son los elementos que le componen, y forman aquella armonía y enlace de unos miembros con otros... La democracia está en oposición directa a la monarquía. Es forzoso que una de estas dos potencias se paralice o que, aproximándose, se susciten intereses encontrados que puedan turbar su concierto y armonía»18. Y para evitar el predominio absoluto del rey o el de unas Cortes que propendiesen a la democracia, era necesario, a su juicio, establecer «una fuerza intermedia que reúna los intereses de todos». Y esta fuerza consistía, precisamente, en una segunda cámara compuesta por los estamentos de la nobleza y del clero. De este modo, se formaría un gobierno mixto, en el cual se conjugarían las tres formas clásicas de gobierno. Por ello, concluía Inguanzo con una crítica al sistema representativo que el artículo 27 pretendía consagrar: «... si alguna cosa puede consolidar las Cortes, darles su vigor y energía, y hacerlas respetables, es su constitución intrínseca, orgánica; que no sean una masa informe y confusa, sino un compuesto de partes o miembros combinados, que reúna la potencia de cada uno, es decir, la fuerza de todas las formas de gobierno»19.

Finalmente, Cañedo -sobrino de Jovellanos- abundó en las tesis expuestas por Borrull e Inguanzo, insistiendo de un modo especial en la peligrosa inclinación de las Cortes unicamerales hacia la democracia, añadiendo que esta nueva estructura violentaba el antiguo y tradicional sistema representativo, con lo que, a su juicio, se minaba una de las bases primordiales de la monarquía española: «... Para el nuevo plan de Cortes -aseveraba este diputado- se adopta el sistema de una representación puramente popular o democrática, trastornando enteramente por este medio una ley fundamental, que es la base primordial de nuestra constitución, de la que depende la índole y clasificación particular de nuestro gobierno y el sabio temperamento que nuestros mayores habían adoptado para formar el sistema más sólido y más bien combinado de una monarquía moderada»20.




ArribaAbajo 3. Los diputados americanos y la teoría territorial de la representación nacional: la defensa del mandato imperativo

Los diputados americanos, con la excepción del peruano Ostolaza, no sostuvieron una concepción estamental de nación y de representación nacional, incluso se aprecia en estos diputados una marcada concepción individualista de Nación, aunque no según los postulados del dogma de soberanía nacional -como ocurrió con los liberales metropolitanos- sino según las premisas del dogma roussoniano de la soberanía popular. Para estos diputados, en efecto, la soberanía no recaía en la nación como sujeto unitario, sino en todos y cada uno de sus individuos. O mejor dicho, al recaer en aquéllos entendían que debía residir en éstos una parte alícuota de la soberanía. Por partir de esta exégesis democrática del principio de soberanía nacional, los diputados americanos pensaban que todo miembro de la nación, por el solo hecho de serlo, debería ser ciudadano y, por tanto, que la contraposición entre español y ciudadano que la Constitución de Cádiz consagraba -como fundamento para restringir la concesión de los derechos políticos, en particular el de elegir y ser elegido diputado a Cortes- era opuesto al dogma de soberanía nacional.

Pero si la idea de Nación sustentada por estos diputados, estaba exenta de un componente estamental, sí se detectaba, en cambio -y esto es lo que ahora interesa poner de relieve- un concepto corporativo de signo territorial, que salió a relucir en el debate del artículo 91 del proyecto constitucional. Este artículo sancionaba que para ser elegido diputado era requisito necesario, aparte de otros muchos que esta misma norma recogía, haber nacido en la provincia por la que el candidato se presentase o bien que estuviese «avecindado en ella con residencia a lo menos de siete años». Este último párrafo fue impugnado por los diputados de Ultramar por entender que iba en detrimento de sus intereses, al permitir que los españoles europeos radicados en América pudiesen concurrir allí a las elecciones, cumplidos los años de residencia y los demás requisitos requeridos. En defensa de esta enmienda, el diputado chileno Leyva sostuvo sin ambages un concepto territorial de representación en abierta antítesis con el principio de soberanía nacional, que estos diputados decían -y quizá creían- defender: «no convengo -argüía- en que los diputados del congreso no representan a los pueblos que los han elegido. Dexo esta aserción al abismo de las abstracciones. El que la congregación de diputados de pueblos que forman una sola nación representen la soberanía nacional, no destruye el carácter de presentación particular de su respectiva provincia. Tiene el diputado dos grandes obligaciones: primera, atender al interés público y general de la nación; segunda, exponer los medios que sin perjuicio de todo pueden adoptarse para el bien de su provincia».

En este mismo discurso, y por si no quedara claro, expuso este diputado una idea de Nación española equivalente al agregado de sus provincias o pueblos componentes: «esta procuración -proseguía Leyva- animada de la afección patriótica es muy eloquente y sensible, y debe producir el buen efecto de que las cortes, satisfaciendo los verdaderos deseos de los pueblos, en quanto sean compatibles con la justicia y el interés común, llenen uno de los primeros objetos de su instituto. Viniendo el gallego por Galicia, el asturiano por Asturias, y el peruano por Perú y así de las demás provincias con la debida igualdad, conseguiremos que la nación española sea perfecta y naturalmente representada»21.

A este dictamen se adhirió el mejicano Guridi y Alcocer: «si se dice que dos naciones suelen tener intereses contrapuestos, también los suelen tener dos provincias [...]. Si se supone que los diputados representan a la nación y no a las provincias, ya ha contestado perentoriamente el señor Leyva»22.

Con lo cual, la pretendida unidad de la voluntad general de la Nación, en la que insistirían los liberales de la metrópoli, quedaba seriamente erosionada con estas palabras de Guridi y con estas otras del peruano Morales Duárez: «se dice que siendo todos hermanos no debe reinar más que la unión, ni nunca puede haber ni entenderse diferencia de intereses. La proposición confunde el derecho con el hecho, a la potencia con el acto, y a las prácticas reales y universales del mundo con los bellos deseos de una pura imaginación [...]. En vano se pretende negar el caso de oposición de intereses entre un pueblo de América y otro de España»23.

En virtud de esta doctrina territorial de la representación y de la peculiar paráfrasis de dogma de soberanía nacional, de la que aquélla no es más que una consecuencia, los diputados americanos defendieron el carácter imperativo del mandato de diputado y algunas de las medidas que éste comporta. Estos puntos de vista se pusieron de relieve en la larga disputa que suscitó el título décimo del proyecto constitucional, dedicado a organizar el procedimiento de reforma. En esta polémica, los diputados americanos ratificaron además su teoría territorial de la representación y, por consiguiente, la idea corporativa de Nación que de ésta se infería. Tan sólo el mejicano Ramos de Arispe pareció disentir de todos estos postulados, al afirmar el carácter general de la representación, por encima del lugar de procedencia de los representantes: «Señor -decía- no debemos apartarnos del principio de que un diputado puesto en el congreso no es diputado de Galicia, Cataluña o de Extremadura, sino un representante de la nación»24.

Esta premisa, que el mismo Ramos de Arispe contradiría más tarde, no era compartida por los demás diputados americanos, quienes exigieron que el proyecto constitucional fuese ratificado por unas Cortes convocadas y elegidas para tal efecto. Esta exigencia se oponía frontalmente al principio de soberanía nacional y a la idea de representación que este principio entraña, y de hecho en el debate que originó esta pretensión ambas cosas fueron puestas en entredicho por los diputados americanos. Pero antes de detenernos en este extremo es preciso conocer las razones de orden práctico aducidas por estos diputados para justificar tal actitud. Éstas eran, en síntesis, de tres clases: en primer lugar, por la abundancia de suplentes entre los miembros de las Cortes, sobre todo entre los procedentes de Ultramar. En segundo lugar por el menguado contingente de diputados americanos, claramente inferior al de la metrópoli. Y, por último, por él, a su entender, incorrecto sistema electoral que había regido para las elecciones a Cortes25.

Amparándose en estas objeciones, cuatro de los cinco diputados americanos que pertenecían a la Comisión Constitucional, presentaron un escrito26 en el que formalizaban la exigencia de que el texto constitucional, antes de adquirir su validez definitiva, fuese «revisto», esto es ratificado, por «los Pueblos», por los representantes elegidos por éstos para llevar a cabo tal cometido. Firmaban el escrito el mejicano Mariano Mendiola, el peruano Morales Duárez, el cubano Andrés de Jáuregui y el chileno Joaquín Fernández de Leyva. Como escribe Demetrio Ramos, esta pretensión no se debía tan sólo, ni fundamentalmente, a un móvil político, sin duda también digno de tenerse en cuenta, a saber: el de modificar el proyecto constitucional en aquellas partes que lesionan sus intereses, mediante unas futuras Cortes en las que quizá obtuviesen una más holgada representación. No, muy probablemente no era éste, con ser importante, el motivo primordial que había concitado a estos diputados a presentar por escrito esta exigencia y a los demás miembros de este grupo a apoyarla. Ante todo, tal requerimiento «respondía (son palabras de Demetrio Ramos) a un problema de principios mucho más hondo, cual es el de valor ejecutivo de la ley, que alcanzaba incluso a las facultades inapelables de las Cortes». Efectivamente, como sigue diciendo este autor, «si nos paramos a pensar la sensación que podían sentir hombres de larga trayectoria jurídica, como Morales o Leyva, formados en las Universidades americanas, a donde las leyes llegaban de un remoto origen firmadas por el Rey, después de agotadas largas consultas a los Consejos, y aun así, la práctica y aplicación de dicha ley quedaba sujeta al recurso de súplica (obedecida y acatada, pero no cumplida en el ínterim), ¿cómo habían de entender aquel texto (esto es, el proyecto constitucional), por ellos redactado o votado, superior a toda la práctica antigua que obligaba inmediatamente, sin suplicación posible...? Aquí está (concluye Demetrio Ramos) el origen de esta pretensión de que antes "se revea por los pueblos"»27.

Pero lo que aquí interesa poner de relieve es que en defensa de esta petición, redactada al abrigo de las tradiciones del Derecho de Indias, sus signatarios y otros miembros del grupo americano defendieron una teoría territorial de la representación, opuesta al principio de soberanía nacional y en la que se ocultaba un concepto de Nación similar al conjunto de pueblos o provincias de la monarquía. Veámoslo. «Quisiera (decía Riesco) que en las futuras próximas cortes con poderes especiales se jurase y ratificase esta constitución con todas aquellas precauciones que aconseje la prudencia y dicte la experiencia, para que cada diputado, en nombre de su provincia, y con la expedición de sus poderes, pueda hacer el juramento y reconocimiento a nombre de aquéllas»28.

Leyva, por su parte, además de adherirse al criterio de Riesco, sostuvo, partiendo de estas premisas doctrinales, que las Cortes encargadas de ratificar el proyecto deberían actuar de conformidad con las instrucciones previamente dictadas (se supone que por los electores): «si las instituciones deben ser estables (argumentaba) [...]. Es necesario confesar que la constitución no sólo debe ser hecha libremente, sino que debe ser libremente aceptada; y debiendo preceder a la aceptación la instrucción deberá hacerse en las primeras cortes. Nuestro principal objetivo debe ser evitar un cisma político. Para esto es necesario reunir la opinión pública en un centro cual es las cortes. En ellas los diputados, en uso de sus instrucciones, harán las observaciones que les parezca»29.

Los diputados Mendiola y Ostolaza, además de abundar en estos argumentos, calificaron a los diputados suplentes de simples apoderados. Así, el primero los comparaba con los «gestores de negocios o agentes oficiosos»30. Ostolaza, por su parte, añadía: «todo el fundamento de la representación de éstos (de los suplentes) estriba en un consentimiento presunto de las provincias que representan [...]. Siempre que algunas provincias no hayan nombrado diputados, y que estén representadas por suplentes, digan que el artículo A o B resulta no les es útil, ha cesado el motivo de la presunción de su asenso, en tal caso se verá anulado todo lo actuado mientras no se ratifique por las provincias legítimamente representadas»31.

En términos semejantes se expresaron Guridi y López de la Plata, pero en este caso extendían el carácter de mandatarios a todos los demás miembros de las Cortes de Cádiz, fuesen o no suplentes. Con ello se corrobora que estas premisas doctrinales, ciertamente alejadas del dogma de soberanía nacional, no obedecían solamente a una razón coyuntural o a una finalidad política concreta, sino a unas convicciones doctrinales profundamente enraizadas: «los poderes amplios que fungen los actuales representantes -argüía Guridi- no son suficientes para restringir las facultades del congreso futuro. Prescindo de si este asunto es de los que requieren poder especial en los procuradores; prescindo, mirándolos como mandatarios, de que semejante contrato es de buena fe, y que no constando expresamente la voluntad del mandante se necesita la ratificación. Digo que no son suficientes para restringir las facultades del congreso futuro [...]. La nación únicamente, repito, la nación misma podrá solamente hacer limitaciones por residir en ella radicalmente la soberanía [...] la nación no tendría pleno dominio si no pudiese variar lo dispuesto por las Cortes, que son su apoderado»32.

Por su parte, López de la Plata, identificó la representación parlamentaria con la diplomática, al equiparar los poderes de diputado con los de embajador: «últimamente, Señor -decía- los diputados son equiparados en el derecho de gentes a los embajadores ¿y pueden los embajadores, por más amplias que sean sus facultades, concluir negociaciones o tratados de importancia sin la indispensable ratificación de la Corte que los ha enviado?»33.

Por último, puede ser de interés advertir que Martínez Marina, en su Discurso sobre el origen de la Monarquía, coincidiría con este empeño ratificador de los diputados americanos, desestimado al fin por las Cortes. Y es más, en esta obra, publicada como prólogo a la Teoría de las Cortes, este autor manifestó su adhesión al «sabio dictamen que sobre este punto extendieron los cuatro individuos de la comisión de constitución [...]. Presentado y leído en las Cortes sin fruto»34. Para Marina, la exigencia de los americanos era justa, puesto que «muchas provincias de España y las principales de la Corona de Castilla no influyeron ni directa ni indirectamente en la constitución porque no pudieron elegir diputados ni otorgarles suficientes poderes para llevar su voz a las cortes, y ser en ellas como los intérpretes de la voluntad de sus causantes. De que se sigue -continuaba Marina- hablando legalmente y conforme a derecho, que la autoridad del congreso extraordinario no es general, porque su voz no es el órgano de expresión de todos los ciudadanos, y de consiguiente antes de comunicar a los que no tuvieron parte en ella y de exigirles el juramento de guardarla, requeriría la justicia y el derecho que prestasen su consentimiento y afirmación lisa y llanamente, o proponiendo las reformas y modificaciones que les pareciese, por medio de diputados libremente elegidos y autorizados con suficientes poderes para entender en este punto y en todo lo actuado en las cortes hasta el día que se presentasen en ellas»35.




ArribaAbajo4. Los diputados liberales de la metrópoli y la teoría individualista de la representación nacional

Los diputados liberales de la metrópoli defendieron un concepto puramente individualista de Nación y de representación nacional, en pugna con el concepto organicista y corporativo (estamental o territorial, o ambas cosas a la vez) que habían sustentado los diputados realistas y americanos. Para los diputados liberales la Nación era el fruto de la unión de las voluntades individuales, de la cual surgiría la voluntad general. Así, Espiga, al glosar el artículo primero de la Constitución de 1812, en el que se intentaba definir a la Nación, entendía que los términos del mismo no podían ser más exactos, pero agregaba: «para que se dé una verdadera inteligencia a esta palabra "reunión" es preciso observar que no se trata de una reunión de territorios, como se ha insinuado, sino de voluntades, porque ésta es la que manifiesta aquella voluntad general que puede formar la Constitución del Estado»36.

Se trataba, pues, tal como Sieyes había subrayado en su ensayo sobre el tercer estado, de un sujeto único, con una sola voluntad, aunque estuviese compuesto de unidades individuales; y en él se comprendían y de él emanaban todos los poderes37. La Nación para estos diputados era también un «cuerpo moral», pero no en el sentido suareziano del término, como ocurría con los realistas, sino en el que le había dado Rousseau en El Contrato Social38. Así lo recordaba Juan Nicasio Gallego cuando afirmó: «Una nación... es una asociación de hombres libres que han convenido voluntariamente en componer un cuerpo moral, el cual ha de regirse por leyes que sean el resultado de la voluntad de los individuos que lo forman, y cuyo único objeto es el bien y la utilidad de toda la sociedad»39.

Ahora bien, pese a lo que una lectura del artículo primero pudiese dar a entender, la Nación española, para los diputados liberales no se identificaba con la suma de los españoles de ambos hemisferios, ni la soberanía, por tanto, recaería en éstos o en cada uno de ellos singularmente considerados. Por el contrario, lejos de esta interpretación de los conceptos de nación y de soberanía nacional a la luz de los postulados inherentes al dogma de soberanía popular, la Nación se concebía como un sujeto indivisible, distinto de sus individuos componentes, distinto, en definitiva, del pueblo. Por partir de este concepto individualista y puramente ideal de Nación, los diputados liberales pudieron establecer en la Constitución de 1812 la distinción entre españoles y ciudadanos, según los mismos esquemas, incluso más restrictivos, que los que habían establecido los liberales franceses de 1791 al distinguir entre ciudadanos activos y pasivos, lo que les permitió también considerar el derecho a formar parte del electorado activo y pasivo -el principal de los derechos políticos- no como un «derecho natural» -como pensaban los americanos- sino como una «función pública» otorgada por el ordenamiento jurídico nacional de forma enteramente discrecional, según unos requisitos de edad, sexo, instrucción e incluso raza40.

La crítica antiestamental formulada por los diputados liberales se puso de manifiesto sobre todo en la discusión del artículo 27 de la Constitución y la antiprovincialista en el debate de los artículos 12 y 91, además de en la polémica suscitada sobre la naturaleza jurídica de ayuntamientos y diputaciones, y en el debate del título X.

En realidad, la idea exclusivamente individualista de Nación se había puesto de relieve ya antes en el importante decreto de 24 de septiembre de 1810, en el que, entre otras cosas, se decía: «los diputados que componen este Congreso, y que representan a la nación, se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias, y que reside en ellas la soberanía nacional»41.

En el «discurso preliminar» a la Constitución de Cádiz se ratifican estas premisas de un modo más explícito cuando, al justificar la nueva composición puramente individualista de las futuras Cortes constitucionales, se alegaba lo siguiente: «los brazos, las cámaras o qualquiera otra separación de los diputados en estamentos, provocaría la más espantosa desunión, fomentaría los intereses de cuerpo, excitaría celos y rivalidades... Tales, Señor, fueron las principales razones porque la Comisión ha llamado a los españoles a representar a la nación sin distinción de clases. Los nobles y los eclesiásticos de todas las jerarquías pueden ser elegidos en igualdad de derechos con todos los ciudadanos».

Y, refiriéndose ahora a la antigua representación territorial del reino, continuaba diciendo: «... Así como se han suprimido los brazos por incompatibilidad con un buen sistema de elecciones, o sea, representativo, por la misma razón se ha omitido dar diputados a las ciudades de voto en cortes, pues habiendo sido ésta la verdadera representación nacional quedan hoy incorporadas a la masa general de la población, única base que se ha tomado en adelante»42.

Por otra parte, la misma elección y naturaleza de las Cortes de Cádiz avisaban ya del cambio de mentalidad operado respecto a la concepción y a la misma naturaleza de las instituciones representativas tradicionales. A este cambio se referiría, en 1851, el general Evaristo San Miguel cuando se preguntaba: «¿qué eran aquellas Cortes? Una Asamblea de representantes que bajo nombre antiguo iban a ejercer facultades nuevas. ¿Eran las antiguas Cortes de la Nación? No, aquéllas se componían de tres estamentos en Castilla, de cuatro en Aragón, y las actuales de uno solo. ¿Se parecían los nuevos diputados a los otros? Mucho menos. Aquéllos representaban las antiguas localidades, cada cual la suya, los de Cádiz, la nación entera. Obraban los primeros en virtud de poderes contraídos a ciertos puntos, en cuyos límites tenían que encerrarse; los de los segundos eran amplios, omnímodos, extensivos a toda clase de reformas»43. Este giro copernicano en la exégesis del sistema representativo, al que alude este autor, no era más que una consecuencia de que el sujeto representado era muy distinto al de las antiguas Cortes: no se representaba ya, efectivamente, a los estamentos y a las ciudades del Reino ante el rey, sino a la Nación y ante ella misma. Esto es, a un nuevo sujeto al que se presentaba como soberano, y en el que se comprendían (y se confundían unificándose) todas las antiguas corporaciones sociales y territoriales. No se trataba, en puridad, de la irrupción de una nueva idea de Nación ni de una simple metamorfosis de la «antigua representación nacional», como insinuaba el «discurso preliminar» y el célebre general liberal. Se trataba, bien al contrario, de la radical y novedosa aparición en la escena de la historia de un nuevo sujeto de imputación del poder (y de un poder nuevo: la soberanía), reflejo real de una nueva sociedad individualista en ciernes, atomizada y contrapuesta, a cuya vertebración y estabilidad aquel sujeto pretendía servir, y sin la cual, o antes de la cual, este sujeto no tenía razón de ser. Pero veamos ahora, por separado, la crítica formulada por los diputados liberales al organicismo estamental y al territorial en el que habían incurrido los realistas y los americanos.

a) La critica al organicismo estamental

Fue en el debate del artículo 27 cuando afloró con más nitidez e intensidad este prius nuclear del ideario liberal, del que ahora nos ocupamos: el individualismo, enfrentado en esta ocasión con las tesis estamentalistas defendidas por los diputados realistas y por el peruano Ostolaza. Ciertamente esta mentalidad individualista había cobrado un especial relieve en la polémica sobre la extinción de los señoríos jurisdiccionales. Y el engarce entre esta medida y el artículo 27 es evidente, como los mismos diputados liberales se cuidaron de señalar. En ambos casos, en efecto, se trataba de aniquilar los privilegios estamentales en los que descansaba el Antiguo Régimen. Y en ambos casos también el principio de soberanía nacional se sacó a relucir como la última y más importante ratio para legitimar esta labor de derribo. No podía ser de otro modo: si en virtud de este principio se había solicitado (y conseguido) que se aboliesen los señoríos jurisdiccionales, por ser lesivos a la unidad de la Nación soberana y a la igualdad legal de sus miembros, forzoso era que, a tenor del mismo, se derogase la antigua representación estamental y se instruyese otra nueva, en la cual todos los miembros de la Nación, con independencia de su diferente condición social, estuviesen igualmente representados (aunque no todos tuviesen a fortiori que participar activamente en la representación).

De ahí que Argüelles conectase el artículo 27, cuyo alcance trató de minimizar, con el decreto que había suprimido los señoríos: «en el sistema de la Comisión -decía- los brazos no están excluidos de la representación en Cortes. Por el contrario acudirán a ellas con sólo una diferencia accidental en su llamamiento y reunión. Ser elegido por la masa general de los ciudadanos o por una parte de ellos, es toda la diferencia entre la opinión de los señores preopinantes (es decir, de los realistas) y la de la Comisión... Después del decreto sobre señoríos, las leyes ya no pueden menos de ser iguales para todos los españoles. ¿Por qué, pues, todos los ciudadanos no han de tener la parte que les corresponde en su formación?»44.

Nótese que en esta intervención Argüelles se refería a la igual participación de todos los ciudadanos en la formación de las leyes, lo que constituía según él la única diferencia, y aun así «accidental», con el sistema representativo tradicional, pero no decía -porque tampoco lo pensaba- que todos los españoles debiesen participar activamente en la representación, sino simplemente que las leyes fuesen iguales para todos ellos. Si las diferencias con la representación estamental se ponían de manifiesto, con no menor claridad se marcaban las diferencias con la representación democrática.

Toreno ratificó esta teoría individualista de la representación, en la que se agazapaba una idea de Nación englobadora o, mejor, disolvente de los antiguos cuerpos privilegiados: «una cámara de no privilegiados -argumentaba este diputado- sería un campo de lides perpetuas contra los privilegiados: y unas cortes, a manera de las actuales, en donde entran indistintamente todos los individuos de la nación, formarán una masa común, que será el único medio de asegurar nuestra felicidad venidera»45.

Giraldo, por su parte, al tiempo que abundaba en estas tesis, señalaba también las diferencias que existían entre la representación nacional y la popular. De este modo, en las palabras de este diputado se aúnan con claridad los dos rasgos de la idea doceañista-liberal de Nación y de representación: el individualista, opuesto al organicismo preliberal, y el orgánico o unitario, opuesto al atomismo democrático que se desprende del dogma de la soberanía del pueblo; «estemos dispuestos -decía Giraldo- a vencer los estorbos que se presenten contra la felicidad de nuestra patria; y estas cortes y las sucesivas sean sólo para representar al pueblo español, y no para tratar de las ventajas e intereses de clases particulares, pues los diputados sólo deben ser de la nación, y no de las partes que individualmente la componen»46.

b) La crítica al organicismo territorial

La idea individualista de Nación defendida por los diputados liberales exigía no sólo suprimir los grupos sociales interpuestos entre el individuo y el Estado (como los estamentos, los gremios y las familias) y abogar por la igualdad legal de todos sus individuos componentes, eliminando los privilegios o fueros que la impidiesen o coartasen. Esta idea individualista implicaba, también, erradicar las diferencias que por razones territoriales existían entre los españoles en la organización política del Antiguo Régimen. La Nación española ya no debería entenderse como un agregado de reinos o provincias con diferentes códigos legales y aun con propias aduanas y sistemas monetarios y fiscales, sino que, por el contrario, debería ser un sujeto compuesto exclusivamente por individuos formalmente iguales, capaz de servir de soporte a una unidad de orden territorial, legal y económicamente unificada.

En este sentido, resulta muy ilustrativa una intervención de Muñoz Torrero en la que replicaba a los recelos «particularistas» mostrados por Aner y Borrull ante la futura estructura administrativa anunciada en el artículo 12, llevada a cabo, como es bien conocido, en 1833, por la reforma de Javier de Burgos: «estamos hablando -decía el presidente de la Comisión Constitucional- como si la nación española no fuese una, sino que tuviera reynos y estados diferentes. Es menester que nos hagamos cargo que todas estas divisiones de provincias deben desaparecer, y que en la constitución actual deben refundirse todas las leyes fundamentales de las demás provincias de la monarquía. La Comisión se ha propuesto igualarlas a todas; pero para esto, lejos de rebasar los fueros, por exemplo, de los navarros y aragoneses, ha elevado a ellos a los andaluces, castellanos, etc., igualándoles de esta manera a todos juntos para formar una sola familia con las mismas leyes y gobierno. Si aquí viniera un extranjero que no nos conociera diría que aquí había seis o siete naciones... Yo quiero que nos acordemos que formamos una sola nación, y no un agregado de varias naciones»47.

Dentro de estas mismas coordenadas, resulta de interés un discurso de Espiga en el debate del artículo 91, en el que denunció también las tesis «provincialistas», pero en este caso polemizando con Leyva y con los demás diputados americanos: «se ha dicho -comentaba Espiga- que el amor a la patria deberá ser el principal objeto a que debería atenderse en las elecciones, y que siendo esto por lo regular mayor en los naturales de la provincia que en los avecindados en ella deberían ser éstos excluidos. Señor, si el amor a la patria es aquel amor que tiene por objeto el bien general de la nación, convengo gustoso en este principio, pero si se entiende por esto el autor a la provincia, esto es, aquel amor exclusivo que ha producido en esta guerra tan funestas consecuencias, lejos de convenir, desearía que se borrase esta palabra del diccionario de la lengua»48.

Si se tiene en cuenta esta idea unitaria y exclusivamente individualista de Nación, no resulta difícil comprender la actitud adoptada por estos diputados, en el debate del título X, ante la exigencia de los americanos de convocar unas Cortes encargadas de ratificar el proyecto constitucional. Esta demanda, formulada al amparo de una teoría territorial de la representación que les condujo a defender el carácter imperativo del mandato parlamentario, tenía que resultar inadmisible para los liberales, habida cuenta que aceptarla supondría, por lo que respecta al plano doctrinal, transgredir las más elementales premisas de la representación derivadas del dogma de la soberanía nacional. En realidad, la teoría territorial de la representación había sido combatida ya por Espiga y Argüelles, antes de este debate. Así, el primero, en la discusión del artículo 91, y en réplica a los diputados de Ultramar, dijo: «se ha pretendido en vano persuadir que los diputados de cortes no son representantes de la nación, sino representantes de las provincias. Yo estoy convencido de que éste es un error político»49.

Y Argüelles, más explícito, en la controversia sobre la naturaleza jurídico-política de las diputaciones, afirmó: «es igualmente necesario insistir en desvanecer cualquiera idea de representación que se pueda suponer en las diputaciones de provincia. Tal vez las opiniones de algunos señores (se refería a los americanos) nacen de este principio equivocado [...]. La Representación nacional -sentenciaba- no puede ser más que una, y está refundida solamente en las Cortes. Es la que únicamente puede expresar la voluntad de los pueblos»50.

En el debate del título X no hubo, sin embargo, una explícita referencia al principio de soberanía nacional para invalidar la petición de los diputados americanos, ni para oponerse a sus argumentos doctrinales. No obstante, Oliveros, recurriendo al carácter constituyente que las Cortes ostentaban, entendía que la desproporción en el contingente de representantes americanos no podía ser motivo suficiente para poner en duda la legitimidad de las Cortes para sancionar el proyecto constitucional de modo firme y definitivo. Para apoyar este aserto sostuvo que la representación habría de considerarse legítima siempre y cuando se circunscribiese a lo legalmente establecido: «lo esencial -decía- es que la nación esté representada en el modo que establezca la ley [...]. Lo esencial únicamente en una monarquía moderada se reduce a que haya representación y a que sea conforme a la ley que la convoque [...]. En la carrera de los siglos (la representación) variará de mil modos; pero siempre que la representación sea conforme a la ley existente, de cualquier modo que sea, será la que debe ser, y por consiguiente legítima. Los poderes dados, según ley, a los diputados, señalarán los límites de sus facultades, y será valedero cuanto dispongan, arreglándose a ellos»51.




Arriba 5. Nación, representación nacional y centralismo

En los tres conceptos de nación y de representación nacional que se acaban de exponer es evidente que se manifiesta una muy diferente manera de concebir la articulación territorial del emergente Estado nacional. Todos los diputados aceptaron la unidad política de la nación española, pero la idea que tenían de ella no era ni mucho menos la misma. Los realistas (especialmente el catalán Aner y el valenciano Borrull) y los americanos concebían la unidad nacional y la vertebración territorial del Estado constitucional de una manera muy distinta a la propugnada, no sin gran intransigencia y escaso sentido político, por los liberales de la metrópoli. Para los primeros se trataba de organizar la unidad de «las Españas», respetando los intereses y las peculiaridades de sus diferentes reinos y provincias. Para decirlo con una terminología actual, se trataba de preservar la unidad de la Nación (la unidad política de Estado o de la Monarquía), pero sin que tal unidad lesionase la especificidad y el autogobierno de las «nacionalidades», de las agrupaciones territoriales «naturales» e históricas. En el caso de los diputados realistas tal actitud era lógica dentro de su estrategia global de preservar las instituciones y estamentos del Antiguo Régimen frente a la acometida nacionalista y revolucionaria -de carácter racional e individualista- de los liberales. Algunos de sus puntos de vista serían recogidos más tarde por el carlismo, aunque, como se ha dicho ya, su idea dualista de nación y la teoría de la soberanía compartida, que era su corolario, servirían de base al constitucionalismo moderado, que en lo que concierne a la organización territorial del poder estaría muy cerca de las tesis de los liberales doceañistas, en buena medida por la influencia en el liberalismo moderado del viejo grupo de los afrancesados.

En lo que atañe a los diputados americanos, sus tesis sobre la representación nacional y sobre la organización territorial del Estado coinciden plenamente con los intereses que estos diputados -con independencia de su filiación política- defendían como portavoces de una burguesía criolla con una creciente conciencia de marginación -sobre todo a partir de las revoluciones norteamericana y francesa- y en franca contradicción no sólo con el armazón político de la monarquía borbónica, sino también con el ideario de la burguesía metropolitana, que se presentaba como alternativa de la misma, pero que deseaba proseguir y aun incrementar sus tendencias centrípetas en todos los órdenes. Los diputados americanos, que en su mayoría procedían de esa burguesía criolla, sirvieron de cauce en las Cortes de Cádiz para expresar los anhelos reformistas y centrífugos de esa clase social o al menos la de aquellas fracciones de la misma que no ponían en entredicho la unidad de la monarquía española52.

La idea de destruir esta unidad quizá no repugnase a algún diputado americano, pero en absoluto se deduce de las intervenciones parlamentarias de este grupo. La misma presencia de estos diputados en las Cortes es un hecho que viene a confirmar este juicio. Un testimonio inequívoco del mismo lo constituye una intervención de Leyva -diputado poco sospechoso de uniformismo, como se ha visto- en el debate del artículo 12. El diputado chileno, refiriéndose a la futura división administrativa que este precepto anunciaba, dijo: «sobre todo debemos estar persuadidos de que esa operación tendrá siempre por objeto la unidad de la Nación española»53. No obstante, no cabe duda que sus ideas de nación y de representación nacional, sin forzarlas demasiado, podían servir de justificación a la emancipación de las provincias americanas. La soberanía nacional, en efecto, no era para estos diputados más que el resultado de un proceso de agregación de unidades singulares soberanas. La unidad de la nación soberana no era previa, axiomática e ideal, sino que resultaba o se derivaba de un ayuntamiento real, no ficticio, de provincias (y también de individuos). Estos presupuestos minaban la unidad del sujeto soberano, de la nación, tornándola frágil, endeble, quebradiza. Efectivamente, al ser la soberanía de la nación el producto o precipitado de previas unidades soberanas, éstas, a la postre, podrían desvincularse de aquélla. Los «pueblos» de la Nación española, de su Corona, podrían recobrar con plenitud su soberanía latente, originaria, su parte alícuota de la misma (y más aún en las circunstancias de 1812, debido a la acefalia de la monarquía). La soberanía de la nación española podría así atomizarse y desembocar en múltiples unidades soberanas, lo que abría un portillo para que estos diputados pudiesen llegar a justificar más tarde el derecho de cada pueblo americano a dotarse de una estructura jurídicopolítica independiente54.

Los diputados liberales de la metrópoli, en cambio, no distinguieron entre el concepto jurídico-político de Nación, como sujeto de imputación de la soberanía del Estado, y el concepto histórico-cultural de nacionalidad. Ciertamente, la distinción explícita de estos dos conceptos no estaba -y no podía estar- presente en los planteamientos de los diputados realistas y americanos. No obstante, estos diputados sí distinguían entre la unidad política de la nación y la pluralidad de sus reinos o provincias integrantes. Es decir, afirmaban la existencia de una única monarquía, pero plural, compatible con su descentralización administrativa y política. Los doceañistas liberales, en cambio (inaugurando una línea doctrinal hegemónica en el liberalismo español posterior, solamente rota a partir de mediados del siglo pasado por el federalismo democrático y republicano) creían que no sólo debía haber una única Nación en el seno de un único Estado, sino también una única nacionalidad. Este punto de partida, latente, implícito, les condujo a estructurar no tan sólo un Estado nacional unitario, sino también uniforme, en el cual los diputados liberales aseguraban el control de la burguesía metropolitana en los centros decisivos del nuevo poder estatal, particularmente en las Cortes, órgano del cual los artículos 22 y 29 de la Constitución de 1812 excluían a las «castas» no solo del derecho de elegir y ser elegido, sino, sobre todo, del cómputo del censo de población a efectos electorales, con lo cual la representación americana (esto es, criolla) en las futuras Cortes sería notablemente inferior a la metropolitana, pese a ser mayor el número de españoles americanos que el de españoles europeos.

Por otro lado, las peculiaridades geográficas y culturales de los pueblos de España y de la América española fueron ignoradas en la Constitución de Cádiz. Los doceañistas liberales se obstinaban en creer que la solución que debía aplicarse a los problemas de la península era la misma y extensible también a los problemas específicos de las provincias ultramarinas. Por ello ingenuamente confiaban en que la promulgación del texto constitucional arreglaría como por ensalmo todos los problemas que aquejaban a las provincias americanas y calmaría el malestar de las mismas, que de modo harto visible y amenazante era patente entre sus habitantes. En virtud de este punto de partida, las reivindicaciones formuladas por los representantes de Ultramar en las Cortes de Cádiz, en las que pedían los mismos derechos para los españoles americanos y europeos y específicos remedios para los peculiares problemas de las provincias americanas, fueron sistemáticamente combatidas y desechadas en su mayoría. Esta actitud -que Blanco-White denunció con lucidez desde las páginas de El Español- resultaba ciertamente temeraria, habida cuenta del estado de ánimo de la mayor parte de la América española55.

Fue quizá en la discusión del título VI del proyecto constitucional, que organizaba «el gobierno interior de los pueblos y provincias», cuando con más claridad se pusieron de manifiesto los prejuicios centralistas de los diputados liberales. En el debate de este título destacaron tres cuestiones primordiales: la naturaleza jurídico-política de los ayuntamientos y de las diputaciones, la conveniencia de un control de estos entes locales por parte de la Administración central del Estado -para decirlo con la terminología jurídica actual- y la composición uniforme de aquellos órganos en todo el territorio de la monarquía.

Ante estas cuestiones los diputados americanos sostuvieron el carácter representativo de los ayuntamientos y diputaciones, la no injerencia o al menos la no excesiva dependencia de estos entes respecto del ejecutivo, y, además, abogaron por una composición más amplia de las diputaciones -compuestas, según el artículo 324, de un presidente, un intendente y siete miembros más-, y, sobre todo, por su desigual composición, en función de las características y extensión de las diversas provincias de la monarquía. Petición esta última a la que se sumaron Borrull y Aner56.

Frente a estas pretensiones, los liberales-metropolitanos cerraron filas en defensa de la redacción del proyecto y replicaron a sus impugnadores escudándose en el principio de soberanía nacional, en este caso, en una interpretación especialmente rígida del mismo, reacia a cualquier medida que comportase la más leve discriminación territorial. Partiendo de estas premisas, Toreno y Argüelles defendieron el carácter exclusivamente administrativo de los ayuntamientos y las diputaciones, la conveniencia de un estrecho control de su actividad por parte del ejecutivo y la necesidad de que su composición fuese exactamente igual en todas las provincias, fuesen cuales fuesen sus peculiaridades.

Pero, ante todo, interesa resaltar aquí que estos últimos diputados al discutirse estos problemas revelaron, quizá como en ninguna otra ocasión, sus temores y recelos ante cualquier posible descentralización administrativa, por ellos calificada -con harta exageración y aún con notable imprecisión conceptual- como disgregadora y propiciadora del «federalismo».

Así, el conde de Toreno, en respuesta al costarricense Castillo, dijo: «El señor preopinante ha fundado todo su discurso en un principio, a mi parecer, equivocado, cuando ha manifestado que los ayuntamientos eran representantes de aquellos pueblos por quienes eran nombrados. Este es un error; en la nación no hay más representación que la del congreso nacional. Si fuera según se ha dicho, tendríamos que los ayuntamientos, siendo una representación, y existiendo consiguientemente como cuerpos separados, formarían una nación federada en vez de constituir una sola e indivisible nación... Los Ayuntamientos son esencialmente subalternos del poder executivo; de manera que sólo son un instrumento de éste, elegí dos de un modo particular por juzgarlo así conveniente para el bien general de la nación; pero al mismo tiempo, para alejar el que no se deslicen y propendan insensiblemente al federalismo, como es su natural tendencia, se hace necesario ponerles el freno del jefe político, que nombrado inmediatamente por el rey, los tenga a raya... Éste es el remedio que la constitución, pienso, intenta establecer para apartar el federalismo, puesto que no hemos tratado de formar sino una nación sola y única»57.

Este mismo diputado abundaría en la necesidad de evitar el «peligro federalista», al discutirse la composición de las diputaciones provinciales: «lo dilatado de la nación -decía- la impele baxo de un sistema liberal al federalismo; y si no lo evitamos se vendría a formar, sobre todo con las provincias de Ultramar, una federación como la de los Estados Unidos, que insensiblemente pasaría a imitar la más independiente de los antiguos cantones suizos, y acabaría por constituir estados separados»58.

A este criterio se adhirió también Argüelles, quien insistió en los supuestos peligros del federalismo, y en la necesidad de alejarse del modelo de la «federación angloamericana»59.

Esta concepción centralizada del Estado constitucional, según la cual ni siquiera tuvo cabida una auténtica autonomía municipal, se incrementó sobremanera a mediados del siglo pasado con la llegada al poder del liberalismo moderado, cuyos dirigentes -admiradores incondicionales de los patrones franceses- impulsaron la redacción de un cuerpo legislativo a tenor del cual se edificó una Administración local concebida como mero apéndice del poder ejecutivo, eliminando por completo los tímidos resquicios de la tradición municipalista castellana presentes en la obra del liberalismo doceañista60.





 
Indice