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Las Cortes señoriales del Aragón mudéjar y «El Abencerraje»

María Soledad Carrasco Urgoiti





De las tres versiones de El Abencerraje, sólo una se editó como obra suelta, y por cierto dos veces, en el siglo XVI. La Parte de la coránica del ínclito Infante don Fernando que ganó a Antequera fue publicada, al parecer, en Zaragoza, después de 1550. La fecha de impresión no debió ser muy lejana a la de octubre e 1561, en que la prensa toledana de Miguel Ferrer dio a la estampa el mismo texto1. Meses después aparecería la edición póstuma de la Diana de Montemayor, que contiene una adaptación de la novelita en que se acentúan los elementos Unes al género pastoril. La versión más bella y perfecta saldría a luz cuatro los más tarde en el Inventario de Antonio de Villegas, sí bien hay que recordar que este autor había obtenido en 1551 privilegio para imprimir su miscelánea, inorándose hasta hoy sí aquel proyecto comprendía los mismos textos que la cocción de 1565.

Como sabemos, el cotejo de variantes ha llevado a conclusiones diferentes. Sin detenernos a examinar estudios anteriores al hallazgo de la edición de Toledo, recordemos que Keith Whinnom2 se apoya en el análisis comparativo de las tres versiones para afirmar que la de la Coránica fue base de la incluida en la Diana, y que de la fusión de ambos textos, sometidos a lo que en términos actuales pudiéramos llamar una inteligentísima labor editorial de lima, de amplificación en algún caso y de corrección de estilo, surgió la forma acrisolada y definitiva de la novelita. Francisco López Estrada, aunque inclinándose a conceder la prioridad al testo del Inventario, considera el caso abierto3. Claudio Guillen observa que la cuestión del orden de las ediciones parece insoluble, y cree que existieron variantes de la historia del moro enamorado puesto en libertad anteriores a las que hoy conocemos4. Como he indicado en otro trabajo, me parece probable que en la brevísima versión manuscrita titulada «Historia del moro y Narváez, alcaide de Ronda» tengamos un texto representativo de una etapa temprana en la elaboración literaria de la anécdota de frontera que fue el germen de la novela5. En todo caso nos hallamos ante una obrita cuya materia se tenía por verídica, lo cual contribuía a que no se la considerase propiedad intelectual de nadie. Y aunque haya que pensar en la intervención de un escritor de gran talento para explicar la diáfana armonía de los muy diversos elementos que integran El Abencerraje, su labor pudo realizarse sobre una materia ya trabajada por otras plumas, siendo posible también que, aun después de fraguada la obra, distintos narradores la adaptasen a su gusto o propósito particular.

Dado que ni los datos bibliográficos conocidos ni el estudio comparativo de variantes niegan, sino que según algunos críticos corroboran la prioridad de las ediciones sueltas de la Parte de la Coránica respecto a los textos incluidos en la Diana y el Inventario, podemos preguntarnos si no existe cierta correspondencia entre las ideas, los gustos y el clima cultural que El Abencerraje implica y la personalidad, no de un individuo, pero sí del ambiente y el medio social en que surgió dicha versión. Ha podido precisarse este emplazamiento gracias a la dedicatoria en que el desconocido autor se dirige, con gran deferencia y en tono que implica relación personal de amistad y gratitud, a mosén Jerónimo Jiménez de Embún, señor de las baronías de Bárboles y Oitura. Añadiendo nuevos datos a los reunidos por Henri Mérimée en 1928 sobre este caballero mesnadero, López Estrada ha puesto de relieve dos circunstancias significativas. En primer lugar, los señores de Bárboles emparentaron a lo largo del siglo XVI con dos acaudaladas familias de cristianos nuevos a que pertenecían, respectivamente, la madre y la esposa de mosén Jerónimo6; puede por ello verse en los postulados de tolerancia implícitos en El Abencerraje, e incluso -según la interpretación de Claudio Guillén- en la crisis que se plantea en la vida del protagonista, un reflejo de anhelos y angustias vividos muy de cerca en el hogar de los Jiménez de Embún y de otros miembros de su misma clase social7. Por otra parte, López Estrada señala que los vasallos del señor de Bárboles eran en su mayoría «nuevos convertidos de moros», y Guillen deduce de la mención de un documento inquisitorial que este caballero intervino a favor de los moriscos en conflictos surgidos con el Santo Oficio.

Indagando sobre la cuestión morisca y el modo como entonces estaba planteada en Aragón, me ha sido posible documentar con cierto detalle la actuación que efectivamente tuvo Jerónimo de Embún en una intensa campaña política que por aquellos años llevó a cabo la nobleza aragonesa contra la Inquisición. Sin entrar en pormenores, que el lector interesado puede hallar en la monografía que he dedicado a esta crisis8, indicaré sus rasgos más salientes.

A fines de 1558 se recrudece un conflicto de jurisdicción entre la municipalidad de Zaragoza, bien avenida por aquellos años con el Santo Oficio, y la Corte del Justicia de Aragón que contaba con el apoyo casi unánime de la nobleza y de la clase de los caballeros e hidalgos. Llega un momento en que los Inquisidores se creen inseguros en el castillo de la Aljafería, pues las huestes particulares de los señores de lugares, integradas principalmente por «nuevos convertidos de moros», ocupan la campiña. Promulga entonces un edicto el Santo Oficio prohibiendo que se congreguen los moriscos aunque sea por orden de sus señores; responden los Diputados de Aragón con un llamamiento a Cortes que proponen don Francés de Ariño, señor de Osera, quien llevaba por aquellos años la dirección del partido fuerista, y nuestro mecenas, mosén Jerónimo Jiménez de Embún, Las juntas se celebran sin autorización de la Princesa Gobernadora ni del Gobernador de Aragón, pero el Rey envía varios emisarios, entre ellos el duque de Sessa, quienes al fin logran que se disuelva la asamblea.

Volvió a agravarse la situación en el otoño de 1559, cuando, apoyándose en el hecho de que el verano anterior habían sido asesinados varios servidores del Santo Oficio, los Inquisidores decretan el desarme de todos los moriscos de Aragón. El señor de Bárboles, Diputado ese año, acompaña en calidad de «caballero contador» una embajada del reino que lleva instrucciones de visitar a Isabel de Valois y a Felipe II. Parece ser que mosén Jerónimo se quejó de la morosidad con que procedían en todo los emisarios oficiales, pero al fin llegaría un momento en que él también considerase prudente retirarse. Los fueristas habían decidido apelar a Roma contra el edicto y recurrir al procedimiento foral de «firma inhibitoria», mediante el cual la Corte del Justicia de Aragón podía dejar en suspenso cualquier disposición de otro tribunal hasta el momento que se pronunciase la sentencia definitiva. Jiménez de Embún realizó en Toledo las gestiones preliminares, solicitando en nombre de los nuevos convertidos de Aragón y de sus señores que fuese revocado el edicto de desarme, y pidiendo después a la Junta Suprema un testimonio de que había presentado tal petición. Mas cuando le encomendaron que interpusiese la apelación a Roma y lo hiciese constar ante el Inquisidor General, se negó a dar este paso. Otros llevaron adelante el litigio, y al fin fueron presos y procesados por el Santo Oficio don Francés de Ariño y el caballero que sucedió a mosén Jerónimo como principal colaborador suyo. Sin embargo, esta campaña no fracasó totalmente pues por el momento el edicto quedó sin efecto.

Teniendo en cuenta los datos reunidos, resulta evidente que la historia de Narváez y Abindarráez, cuya ejemplaridad radica en la lealtad mutua de un cristiano y un moro que no renuncia a serlo, hubo de tener valor de actualidad cuando salió a luz bajo el patrocinio de uno de los dirigentes de la campaña encaminada a salvaguardar en lo posible el viejo sistema de convivencia entre cristianos y mudéjares. Aunque en el fondo no sean los mismos, los principios que defienden los fueristas de Aragón coinciden en aquella contingencia con los ideales que inspiran El Abencerraje; y en el trance de la difícil colaboración entre criptomusulmanes y señores aragoneses que se adivina tras la actuación de Jerónimo de Embira, el caso que la novela narra se interpretaría como símbolo y apoyo moral que dignificaba esta alianza. Con todo, para considerar el medio social del que parte esta actividad política cuna probable de El Abencerraje hay que saber si el gusto y la formación renacentistas habían alcanzado en aquel ambiente suficiente madurez. Creo que no faltan indicios muy significativos que nos permiten responder afirmativamente.

El viajero que se aproxima por tren a Zaragoza desde Madrid divisa, minutos antes de pasar por el hoy desolado pueblo de Bárboles, la extensa villa de Épila, que fue durante la Edad Media un centro comercial de importancia. En ella se alza, sobre la ribera del río Jalón, un soberbio edificio de planta renacentista. Es el palacio de los condes de Aranda, en el que se admira una de las más bellas techumbres mudéjares de la época del renacimiento. Por embellecer y fortificar la villa hizo mucho también durante las primeras décadas del siglo XVI el conde don Miguel Jiménez de Urrea, que fue un noble arrogante y valeroso9. Tuvo también ribetes de hombre de letras, pero se destacó menos en este aspecto que su hermano Pedro Manuel, conocido como uno de los últimos poetas de cancionero10. Hacia 1560 le había sucedido como cabeza de la casa condal, que competía en poder y fausto con la del duque de Villahermosa, el joven don Juan Jiménez de Urrea, quien en la crisis de 1558 figura, igual que el señor de Bárboles, entre los fueristas más destacados. A él le atribuye Jerónimo Zurita, en unas memorias que reseñan la resistencia por parte de la nobleza al edicto inquisitorial prohibiendo que se congregasen moriscos armados, la declaración más radical que hiciera señor de vasallos: «[...] y el conde de Aranda botó que él no dexaría de ayuntar y embiar sus moriscos contra Çaragoça en fauor del Justicia de Aragón, y dixo que ésta era su última voluntad»11.

Esta actitud de don Juan Jiménez de Urrea es indicio del mudejarismo que impregna durante el siglo XVI los estados de la Corona de Aragón, y se da de modo muy marcado en Épila, villa industriosa de población mezclada donde no faltaban familias burguesas de ascendencia mora -o, por supuesto, hebrea12. Pero al mismo tiempo el conde don Juan, cuyo abuelo materno fue el Virrey de Nápoles don Pedro de Toledo13, debió ser un cumplido caballero del renacimiento. Como veremos, estuvo relacionado con varios escritores y con el emprendedor mercader de libros Miguel de Zapila, llamado también Miguel de Suelves. Además, veinte años después de la época de que tratamos funcionaba en Épila una prensa, puesto que allí se imprimieron un tratado de medicina, que fue dedicado al conde, y una edición hoy perdida de la Clara Diana a lo divino de Bartolomé Ponce14. Varios de los libros que se dieron a la estampa por iniciativa de Suelves están dedicados a don Juan Jiménez de Urrea. Entre ellos figura la Historia del [...] capitán Don Hernando de Aualos, Marqués de Pescara, con los hechos memorables de otros siete excelentissimos capitanes del Emperador don Carlos V. Impresa, al parecer, en 1555 en Zaragoza y en Valladolid, volvió a editarse en Zaragoza con gran lujo en 1557 y de nuevo en 156215. Se trata de una compilación de Paolo Jovio «y otros historiadores, así latinos como italianos», según declara en un «Prólogo al lector» el adaptador Pedro Vallés. Éste era sacerdote y manifiesta que, estando su voluntad muy ajena de «ponerse a sacar vidas, a componer historias, ordenar exércitos, pintar escaramuças y traçar raçonamientos», los ruegos e importunaciones de sus amigos le obligaron a emprender esta tarea. No habría por qué tomar al pie de la letra tal declaración, si no la encontráramos ratificada en una dedicatoria del volumen al conde de Aranda, firmada por el editor, quien en la edición de 1562 nos da con cierto detalle su ficha civil: «Miguel de Suelues, alias Çapila, infanzón, mercader de libros, vezino de Çaragoça». A partir de esta impresión la Historia del Marqués de Pescara suele ir acompañada de una «Adición, hecha por Diego de Fuentes, donde se trata la Presa de África, y assimismo la Conquista de Sena, con otras azañas particulares» a que volveremos a hacer referencia.

Suelves hizo imprimir en 1562, también bajo los auspicios del conde don Juan, dos libros: Las obras de Ausiàs March, traducidas por Montemayor, anteriormente publicadas en Valencia, 156016, a las que adiciona una «Vida del poeta» escrita por Fuentes, y una edición del Cancionero del autor de la Diana, en la que sólo recoge composiciones de tema secular por haberse prohibido las de carácter religioso17. Figuran en este libro la «Elegía a Montemayor» del ingenio aragonés Francisco Marcos Dorante, tantas veces impresa con la novela pastoril, así como la dedicatoria del autor al duque de Sessa -que se encontraba ya en la edición de Amberes, 1558. Quizás sea oportuno recordar que a comienzos de 1559 este opulento mecenas, cuyo palacio frecuentaba Montemayor18, y que tenía amistad de años atrás con don Jerónimo de Urrea19, pariente del conde de Aranda, estuvo en Zaragoza, como hemos indicado, tratando de mediar en los conflictos entre la Inquisición y los señores de vasallos moriscos.

El mismo año, un escritor aragonés, el monje bernardo Bartolomé Ponce, pasó algún tiempo en la corte y conoció en casa de «un caballero muy ilustre, aficionado en todo estremo al verso y poesía», al vate portugués cuya novela pastoril era el éxito del día. El P. Ponce explica que el viaje aquel fue motivado por asuntos de su monasterio20, pero, teniendo en cuenta que se trataba del Monasterio de Santa Fe cuyo prior, Fray Juan de Cuevas, era ese año Diputado de Aragón y había recibido -junto con el señor de Ariza- el encargo de llevar al rey un memorial de quejas contra la municipalidad de Zaragoza y la Inquisición, podemos considerar probable que el autor de la Clara Diana a lo divino fuera a la corte acompañando a su superior en esta misión. Tomó parte en aquellas gestiones21, como sabemos, Jerónimo de Embún, y no es inverosímil que, con motivo de la velada a que alude Fray Bartolomé o de otra semejante, el desconocido ingenio que dedicó al señor de Bárboles la Parte de la Coránica tuviese también ocasión de conocer a Montemayor, en cuyo libro de pastores iba a aparecer encuadrada, en fecha posterior aunque muy próxima a la muerte del autor, otra versión de la historia de Abindarráez y Jarifa. Por otra parte, el ir y venir de Aragón a Castilla de mosén Jerónimo pudo dar ocasión a que se iniciasen los tratos con la prensa toledana de Miguel Ferrer para la edición de la obrita que apareció bajo sus auspicios, dando un alto valor de ejemplaridad a actitudes de tolerancia muy acordes con la postura adoptada por los nobles aragoneses respecto a sus vasallos moriscos.

El ambiente de pequeño cenáculo literario que se trasluce en las dedicatorias dirigidas por Suelves al conde de Aranda y en el prólogo de Valles, se hace sentir más claramente en la producción de Diego de Fuentes. Entre los preliminares de «La conquista de África» figuran la dedicatoria del autor al mismo mecenas, sonetos laudatorios firmados por Francisco de Segura y Jaime Dolç, y las correspondientes respuestas de Fuentes, «La conquista de Sena, traducida de diversas partes de lengua toscana», también dirigida a don Juan Jiménez de Urrea, lleva elogios de Juan de Çaldo y del autor de la elegía a Montemayor, Francisco Marcos Dorantes22. La primera de estas obras, que refiere la toma por la armada imperial, en 1550, de la plaza tunecina de África, tiene como propósito manifiesto «contar las grandes hazañas que particulares caualleros de nuestros reinos hizieron, cuyos nombres en las pasadas impresiones dexaron de ser puestos». Al autor le interesa en particular halagar el orgullo nobiliario de la casa de Urrea, pues refiere con grandes elogios ciertos lances, omitidos por Calvete de Estrella en su historia de la misma conquista23, en los cuales se destacó un caballero de gran relieve en el Aragón de su tiempo que se llamaba don Tristán de Urrea y era hijo ilegítimo de un conde de Aranda24.

Las poesías de circunstancias de Fuentes, recogidas en un volumen de Obras25 que comprende composiciones de corte tradicional y de estilo renacentista, lo muestran también muy vinculado al señorío de Zaragoza, sin que falten entre los elogios de las damitas jóvenes unos versos dedicados a doña Isabel Dembún, la mayorazga de mosén Jerónimo, figurando también en la colección un soneto y una elegía a la muerte de la condesa de Aranda. Tiene especial interés una «Sátira del autor burlando a un su amigo, gran poeta», que no puede ir dirigida sino a Jerónimo de Urrea -a quien aún hemos de referirnos-, pues, además de aludir a la estancia entre tudescos y alemanes del ingenio satirizado y a su actividad de traductor, todo el poema es un contrafactum en tono jocoso de «A la flor de Gnido», tan similar a la «Lira de Garcilaso contrahecha» de Hernando de Acuña que quizás puedan considerarse ambos poemas piezas académicas de tipo vejamen escritas para la misma ocasión26. Entre las poesías de Fuentes sobresalen las de estilo de cancionero, que Gracián celebraría por la gracia de sus conceptos27.

El tema de moros y cristianos está representado en la colección por un romance, basado en otros más antiguos, que trata de un combate singular entre un renegado de Granada y don Manuel Ponce de León. La predilección por el motivo de duelos y desafíos que este ingenio tiene en común con Jerónimo de Urrea se manifiesta también en dos relaciones de incidentes contemporáneos que siguen a «La conquista de Sena» en el volumen editado por Suelves28.

Nos queda por señalar, no la presencia física continua, pero sí la influencia grande que hubo de tener entre los modestos cronistas y poetas relacionados con la casa de Aranda el diligente divulgador de corrientes literarias italianas y borgoñonas que ya hemos mencionado, don Jerónimo de Urrea29. Hijo natural del vizconde de Biota don Jimeno de Urrea, cuyo título y bienes pasaron a engrosar el patrimonio de los condes de Aranda, el futuro escritor se crió en la villa, a un tiempo renaciente y mudéjar, de Épila, y debió recibir bajo la tutela del conde don Miguel una educación esmerada. Disfrutó desde su mocedad de los privilegios de los caballeros y como noble asistió a las Cortes de Monzón de 1537. Para entonces ya había iniciado su vida de soldado, pues tomó parte en la escalada del castillo de Muy, donde Garcilaso perdió la vida. Tres años después se hacen las pruebas para concederle el hábito de Santiago, que se le otorgó, sin que fueran inconveniente para ello las circunstancias de su nacimiento ni el hecho de que ninguno de los testigos que declaran conociese o quisiese revelar el nombre de la madre del pretendiente, trato de excepción tras el cual creo puede adivinarse la influencia de la poderosa familia de los Urrea30. Llevó don Jerónimo durante gran parte de su vida la existencia andariega de los soldados del Emperador, y residió un tiempo difícil de precisar en el reino de Nápoles. Allí le fue encomendado el gobierno de Apulia, probablemente durante el virreinato del duque de Alcalá (1559-1572), ya que a este magnate dedicó el aragonés la más interesante de sus obras, El diálogo de la verdadera honra militar (Venecia, 1566)31, en que pone en tela de juicio las ideas comúnmente aceptadas sobre las obligaciones del caballero de mantener su buena opinión con las armas en la mano.

Urrea es autor de una traducción en octavas del Orlando furioso de Ariosto; escribió asimismo, siguiendo a Acuña, una versión de Le Chevalier délibéré de Olivier de la Marche, y tradujo al castellano, aunque no llegó a publicarla, La Arcadia de Sannazaro. Inéditos quedaron también a su muerte El victorioso Carlos -poema sobre las campañas del Emperador-, el libro de caballerías Don Clarisel de las Flores, y una novela pastoril hoy perdida titulada La famosa Epilia32. Latassa cita además ciertas cartas que tratan de la guerra de Alemania y una obrita sobre el desafío de Francisco I a Carlos V33. La producción poética original de este escritor comprende poesías líricas, entre las cuales destaca la epístola dirigida a Gutierre de Cetina, y algunos poemitas de estilo tradicional incluidos en Don Clarisel34.

No faltan en los escritos de Jerónimo de Urrea testimonios del amor que conservó siempre a su tierra natal ni de su vinculación constante a la familia de su padre. En el Orlando intercala, por ejemplo, un largo elogio de los Jiménez de Urrea, y dedica un canto casi entero de El victorioso Carlos a referir las proezas de su deudo don Tristán que también ensalza Diego de Fuentes. En Zaragoza está situado el Diálogo de la verdadera honra militar, cuyos dos interlocutores representen acaso la proyección de la mentalidad del autor en distintos momentos de su vida. A lo largo del extenso coloquio, un aragonés maduro y sensato modera los ímpetus del joven andaluz Altamirano, quien se ha formado en la lectura de romances viejos y «caballerías» y muestra decidida predilección por la materia de Granada. «Holgáuame», declara, «de leer las escaramuças y guerras de Granada, aquel ardimiento, y fortaleza de coraçón del buen Rey Católico, aquellas lançadas que daua el Maestre de Calatrava y Garcilasso de la Vega, y el Conde de Cabra, Reduán, y a Bencerax, [sic] aquel desasosegar el mundo del Alcayde de Castro Nuño, y otros, assí me inclinaron, y encendieron mi ánimo, para hazer marauillas»35. Muchos años antes de publicarse las Guerras civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita e incluso antes de que alcanzara su apogeo el romance morisco de carácter cortesano el autor de este pasaje era consciente del singular atractivo que ejercían los temas fronterizos.

En otro lugar del Diálogo aparece un tópico que se halla al comienzo de las tres versiones de la historia de Abindarráez: la comparación entre las muy celebradas hazañas de griegos y romanos, y las menos cantadas pero igualmente meritorias de los españoles. Urrea lo utiliza para introducir dos ejemplos de fortaleza moral cuyos protagonistas son ambos famosos capitanes de las guerras contra los moros de Granada: el Adelantado Diego de Ribera y Guzmán el Bueno. Reproduzco el pasaje referente al Adelantado, pues esta figura, tal como aparece en la breve viñeta de Urrea, puede parangonarse con el Rodrigo de Narváez de la novela, no sólo por la localización histórica, sino también por la virtud que se pone de relieve y por la precisión y rapidez del relato:

«Teniendo el Adelantado Don Diego de Ribera cercada la Ciudad de Alora fortissima para en aquellos tiempos, el día del assalto hauiendo dado a sus Capitanes la orden que conuenía para el combate, haziendo señales los moros de rendirse, dióle un moro una saetada por la boca: el esforzado cauallero viéndose herido de muerte, no por ello se retiró ni boluió la cabeza atrás, porque los suyos no le viessen herido, y con gran fortaleza de ánimo sufrió el tiempo que duró el ganar la Villa, y viéndola ganada, en presencia de sus capitanes hízose sacar la saeta, y perdió la vida que auía ganado tanta honra»36.



Otros hilos que entran en la fina urdimbre de El Abencerraje tienen su correspondencia en la obra de Urrea: en Don Clarisel se encuentran ágiles relaciones de combates y escaramuzas; descripciones minuciosas de armas y galas, y alguna mención de caballeros ataviados a la morisca37. La epístola a Gutierre de Cetina pinta el dolor que le causa la ausencia de su pastora recurriendo a tópicos que también aparecen en la narración de Abindarráez: el enamorado celoso de cuanto rodea a la amada; el dolor de la soledad agravado por la contemplación de los árboles, jardines y fuentes que fueron testigos de las horas de dicha38. Y quizás debe también recordarse que en la escena de la fuente de la novelita se ha podido observar un eco de La Arcadia39, obra predilecta, como sabemos, de don Jerónimo. No indico estos puntos de contacto con la intención de lanzar una atribución de autoría. Para ello no hay fundamento, y por otro lado lo que conozco de la obra de ficción de Urrea me parece evocar un clima emocional e imaginativo muy distinto de la luminosa atmósfera que envuelve la historia de Abindarráez. Simplemente deseo señalar que hubo, sin duda, contacto personal o epistolar frecuente entre los ingenios del grupo de Épila y Bárboles, a cuya angustia vital esta obrita ofrecía un punto de compensación, y el laborioso autor y traductor que engloba yuxtapuestos en la totalidad de sus escritos muchos de los elementos fundidos en prodigiosa síntesis dentro de la novela.

Un testimonio de que en años que no podemos precisar, o quizás simplemente en temporadas de descanso, el autor del Diálogo de la honra militar formó parte del círculo de Épila se encuentra en un comentario del cronista Andrés de Uztarroz sobre el libro de pastores que don Jerónimo escribió y no llegó a publicar.

La famosa Épila, nos dice, era una imitación de La Arcadia; la acción tenía lugar en la Alameda del Conde, parque frondoso y amenísimo, emplazado en una península formada por un recodo del río Jalón, que luego, «bolviendo su curso a la mano diestra» -en palabras de don Jerónimo-, «se dexa correr mansa y agradablemente por la espaciosa huerta»40. También nos informa el cronista Andrés de que fue Zurita quien allí mismo descifró la inscripción de un padrón de mármol romano, hallado en una villa vecina, que se colocó al comienzo del puente que daba acceso a la «espaciosa selva» donde Urrea situó su fingida Arcadia. El dato es sugeridor, pues la tertulia de Épila se ofrece a la evocación con acusada personalidad si imaginamos en animado coloquio y servidos por los vasallos moriscos del conde a estos tres personajes que coinciden en el mismo nombre de pila: Zurita, Urrea y el señor de Bárboles. En torno suyo se agruparían los modestos ingenios que hemos mencionado, y otros genealogistas41, secretarios, letrados y señores de vasallos que cultivan en sus ratos de ocio la poesía y se interesan por la historia.

Es posible vislumbrar hacia la misma época otros cenáculos y cortes literarias aragonesas, aunque de orientación un poco diferente. Había en Zaragoza opiniones encontradas sobre si debía o no convertirse en universidad literaria el Estudio de Artes; el Arzobispo don Hernando de Aragón es quien con más eficacia patrocina el proyecto y puede conjeturarse que su palacio sería centro de hombres de letras, como lo fue el de su padre y predecesor, a cuya tertulia asistían Marineo Sículo, varios otros humanistas y el impresor Jorge Cocis42. Al comenzar a reinar Felipe II regresa de Flandes el duque de Villahermosa, don Martín de Aragón, trayéndose una colección extraordinaria de antigüedades y obras de arte, que él mismo describirá en elegante prosa, y acompañado de un séquito en el cual figuran dos pintores flamencos, quienes se establecerán en Zaragoza. El palacio ducal de Pedrola -villa de moriscos muy próxima a Épila y Bárboles- se convertirá pronto en un precioso museo; más tarde, cuando Lupercio Leonardo de Argensola entre al servicio de don Martín, se extenderá por toda España la fama de aquella culta y fastuosa corte señorial. Hacia 1560 el duque alternaba los estudios arqueológicos con la actividad política, en la cual hacía causa común con el conde de Aranda y el resto de los señores de vasallos, sin perjuicio de mantener interminables litigios con algunos de ellos43.

Basta echar una ojeada a la Bibliotheca de Latassa para constatar el número considerable de obras de tipo histórico y cronístico que en Aragón se escriben por aquellos años en que una intensa actividad genealógica, fomentada por la supervivencia de cierto espíritu feudal, coincide con el nacimiento de la historiografía como disciplina de investigación. En los palacios de los nobles se ocupan los genealogistas -y a veces los hijos de la casa o el propio señor44- en reunir datos, compilar crónicas, copiar relaciones. Buena prueba de la importancia que se concede al oficio del historiador es la institución del cargo de Cronista de Aragón en 1547 y el sumo cuidado con que proceden los Diputados a seleccionar la persona más apta para desempeñarlo. Según Jerónimo Zurita, en quien acertadamente recayó la elección45, uno de los caballeros que más contribuyeron a que se creara el puesto -don Jerónimo Abarca de Bolea, de una familia que se distinguió en la política y la poesía- fue también un historiador de mérito, que «tuvo una singular memoria de las hazañosas obras que avían sucedido en las provincias de España», y, retirado de la vida pública por su salud quebrantada, «dexó escrita la historia de este reino con más dignidad y ornamento que ninguno de los autores passados»46. Cito este elogio de un hombre influyente y admirado por sus dotes «de nobleza y de toda gentileza y cortesanía», cuya obra, sin embargo, se ha perdido, como ejemplo de cuan incompleto es el conocimiento que hoy podemos adquirir de lo que fue a mediados del siglo XVI la producción aragonesa de escritos de esta índole.

Entre el copioso material histórico que en distintos lugares se va reuniendo, parte importante del cual trata de las guerras de Granada, liega un día, en forma quizás de breve relato, la historia de Narváez y los moros enamorados a algún archivo de aquel Aragón en que el huerto mudéjar y el palacio renacentista se integraban dentro de un sistema de vida que tocaba a su ocaso. Para que esta semilla germinase en la original y bellísima obra de síntesis que es El Abencerraje, ¿qué terreno podría haber habido más propicio que esta encrucijada en que confluyen las influencias -representadas por Urrea- del gótico flamenco y del Cinquecento italiano con una intensa afición a la literatura histórica y cronística, y con factores de orden extra-literario que estimulan a tratar con interés y decoro el pasado árabe y a elevar a un nivel de ejemplaridad la relación cordial y cortés entre personas de religión distinta? Incluso el estilo, moderadamente retórico, que caracteriza la versión de la novelita dedicada al señor de Bárboles, tiene su correspondencia en la prosa histórica y en las relaciones de desafío de Valles o de Fuentes, así como en los pasajes de materia más afín a la épica del Don Clarisel de Urrea. En la tertulia a orillas del Jalón o en otras similares, el doble gesto caballeroso de un cristiano y un moro fronterizos hallaría un eco profundo, y más de un artífice quiso seguramente hacer suya la historia e imprimirle, en una redacción nueva, el sello de su personalidad. Hoy no es posible conocer los detalles de este proceso. Mas como resultado de este ensayo de reconstrucción ambiental, que es muy grato ofrecer al maestro cuya obra tanta luz vierte sobre la plena belleza de los textos literarios, podemos concluir que en las cortes señoriales del Aragón mudéjar, allí donde la emplaza la dedicatoria a Jiménez de Embún, la novela de El Abencerraje pudo surgir como nace una flor en su medio natural, de un modo maravilloso y perfectamente consecuente.





 
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