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Las dos caras de la luna: «Cambio de armas» y «Simetrías» de Luisa Valenzuela

Graciela Gliemmo

- I -

«Cambio de armas» y «Simetrías» son relatos cardinales en los respectivos libros en los que se incluyen. Su significación se expande hacia la portada de cada uno, iluminando desde el título el resto de los textos que conforman ambas publicaciones. Al convocarlos por su nombre, vienen a la mente de manera simultánea dos objetos coincidentes: los dos libros completos y a la vez los dos relatos.

Nacidos bajo el signo de la dualidad irreductible, que solo se rompe con las marcas aclaratorias de la letra -Cambio de armas o «Cambio de armas» y Simetrías o «Simetrías»-, en esta nueva edición, que los recorta del resto con el fin de enlazarlos, potencian su sentido, prolongando así una huella que los define, la marca que permite desandar un eje de sentido dinámico en cada uno de estos dos relatos: la duplicidad, el par que se impone sobre lo unívoco. Y como consecuencia, la apuesta al doble sentido, a la ambigüedad.

Se podrá argumentar, y con razón, que esto ocurre con muchos otros libros de cuentos, porque esta posibilidad de organización textual es una de las más utilizadas por los escritores. Me refiero al gesto de titular un libro repitiendo el nombre de uno de los cuentos que forman parte de él. Sin embargo, en este caso, dadas las connotaciones y alcances de varios de sus elementos narrativos, la coincidencia dice algo más. Por eso, que ahora confluyan en un mismo espacio parece ser el desenlace afortunado de una silenciosa búsqueda, el fruto de lecturas extremadamente fieles. Se ha encontrado la configuración más adecuada para ellos: la partición bimembre que duplica la identidad que tienen como objetos literarios en sí mismos. Ni el uno esquivo ni la multiplicidad caprichosa1.

Del mismo modo se perpetúa la imagen bipartita del tipo de sujeto que construyen, representada a través de sus respectivas historias, que exhiben que el conocimiento del propio ser permite -y hasta exige- la convivencia de lo claro y lo oscuro, lo puro y lo abyecto, lo uno y lo otro, lo humano y lo bestial, el amo y el esclavo, el verdugo y la víctima, la voluntad y el inconsciente, la vida y la muerte, el dolor y el placer.

Siguiendo una idea que vertebra toda la obra de Luisa Valenzuela, «Cambio de armas» y «Simetrías» muestran la otra faz de lo que en apariencia resuena como único, aquello quo está callado pero latente. En una entrevista realizada en 1991. Valenzuela hizo explícita esta preocupación:

«¿Qué sabés de la luna si no ves el otro lado? Todo tiene dos caras. Si vos te negás a ver una cara, que es cuando decimos que no queremos escuchar la parte negativa, estás cortando una parte de vos misma porque eso también es tu verdad».

(Gliemmo, 1994: 191)



Son las propias historias de cada uno de estos relatos las que abren la posibilidad de leer la presencia y diseminación de elementos narrativos que van intensificando esta línea interpretativa. Esa otra realidad que se esconde bajo la apariencia de las cosas, ese otro modo de nombrar lo que amenaza con ser innombrable, esa otra versión, el enfrentamiento entre mundos y personajes que a simple vista parecerían antagónicos. Detrás de lo visible, de la comprensión de los sucesos, siempre queda un vestigio, un «algo más» que se escapa a la totalización del sentido:

«Los momentos de hacer el amor con él son los únicos que en realidad le pertenecen. Son verdaderamente suyos, de la llamada Laura, de este cuerpo que está acá -que toca- y que la configura a ella, toda ella. ¿No habrá algo más, algo como estar en un pozo oscuro y sin saber de qué se trata, algo dentro de ella, negro y profundo, ajeno a sus cavidades naturales a las que él tiene fácil acceso?».

(Valenzuela, 1982: 129)



Y así como es la letra la que tiene el privilegio de establecer la diferencia entre libro y relato, también es la escritura la que oficia como reveladora de las uniones fortuitas. «Cambio de armas» se abre con un primer subtítulo: «Las palabras». Y junto con las palabras están los hechos y quien los enuncia. Tan irreductibles como necesarios para que el lenguaje surja y tenga razón de ser.

Si bien el lenguaje emerge como mediador incuestionable entre el ser humano y la realidad, y por lo tanto se constituye en 'tu puente tendido que los une, en estos relatos las palabras respiran su propia vida, parecen correr su propia suerte. Es el lenguaje literario el que desentraña el interrogante y desnuda una falacia: la existencia de una verdad absoluta. No se trata de negar la realidad ni la historia sino de renombrarlas, explorando las zonas no dichas, pronunciando las palabras irritantes, abriendo las compuertas prohibidas:

«¿Cómo habrá llegado ese costurón a esa espalda que parece haber sufrido tanto? Una espalda azotada. Y la palabra azotada, que tan lindo suena si no se la analiza, le da piel de gallina. Queda así pensando en el secreto poder de las palabras, todo para ya no, eso sí que no, basta, no volver a la obsesión de la fotografía».

(119)



«Palabra que puede llegar a ser la peor de todas: una bala. Así como la palabra bala, algo que penetra y permanece. O no permanece en absoluto, atraviesa. Después de mí el derrumbe. Antes, el disparo».

(Valenzuela, 1993: 174)



Laura está desnuda de memoria, mientras su amante-represor juega a vestirla, casi a disfrazarla para cubrirle no solo el cuerpo sino el alma y la mente. Los vestidos, las falsas llaves, la foto de la boda han suplantado a los hechos reales instaurando el tiempo de la desmemoria. No se sabe adónde ha ido a parar la «verdadera» identidad de Laura. Tal vez, como arriesga el propio texto, al pozo oscuro de la memoria. Ese archivo sorprendente y excepcional llamado inconsciente, un archivo donde las huellas de lo vivido permanecen. Lacan habló de lo forcluido, concepto que Luisa Valenzuela convoca en relación con su práctica de escritura:

«La literatura ayuda a atar hilos narrativos que la historia pierde. En la Historia con mayúscula y en la historia con minúscula entran comodidades del historiador, de la persona que relata la historia, entran mezquindades que van escamoteando detalles. En la narrativa no te pueden escamotear esos detalles porque perdés el hilo narrativo. En eso es muy exigente la narrativa. Yo creo que ahí recuperás cosas que la memoria pierde, porque la memoria es selectiva. Lo otro es recordar aquello que preferimos olvidar porque, si lo tenemos como decía Lacan "forcluido", después va a asomar y te va a reventar por otro lado. En eso me esfuerzo y escribo cosas que no tengo ganas de escribir, para conservar esa memoria».

(Gliemmo, 1994: 204)



Y desde el olvido Laura no solo se pierde a sí misma, perdida por quienes la castigan por subvertir y transgredir el orden impuesto por la dictadura, sino que arroja al olvido al otro, en el gesto de la sucesión de nombres intercambiables. No hay nombre desde el cual reconocerse y tampoco hay nombre posible para nombrar a quien no es «yo». Da lo mismo cualquiera. La relación entre yo-otro parece solo posible desde la diferencia que se establece entre una y otra identidad «real». La simulación, el disfraz, la máscara no diferencian, por el contrario, confunden. No hay multiplicidad sino juego de suplantaciones. Falsos sustitutos que no ocultan del todo un ser original que se ha perdido. Pero no para siempre.

La justificación que haría comprensible esa duplicación está negada desde el texto mismo: «Loca no está» (Valenzuela, 1982: 115). Es el estar sumergida en el olvido, el vacío de recuerdos lo que ha destrozado la identidad y la percepción de los otros. La ausencia de memoria hace que los nombres no puedan unirse con las cosas, que no haya percepción cabal del tiempo, que el otro no sea «otro», ni la palabra «yo» remita al propio ser, sino a un sentimiento de ajenidad absoluta. Laura está partida en dos: repartida entre su ser y el hombre que ejerce sobre ella su dominio, quebrada entre un pasado que ha olvidado y un presente que la devora. El apareamiento -ser uno siendo dos- no genera la trascendencia sino que la despedaza:

«El apareamiento se empieza a volver cruel, elaborado, y se estira en el tiempo. Él parece querer partirla en dos a golpes de anca y en medio de un estertor se frena, se retira, para volver a penetrarla con saña, trabándole todo movimiento o hincándole los dientes».

(135)



¿Qué es lo que ha sucedido antes de que esta historia comience? ¿Cuáles son los nombres primarios de esta mujer y de este hombre? En realidad, aunque la foto arroja una pista, tampoco atestigua. No es creíble en medio de esta historia de fraudes y encubrimientos. Es un elemento más para intensificar la confusión de episodios y planos, ya que ha perdido la fuerza testimonial de oficiar como prueba. Como el vestido comprado con el fin de ser lucido ante los otros hombres, como las frases de «amor» -a falta de otra palabra con la que pueda nombrarse esta relación de sometimiento, tal como se lee en «Simetrías»- resulta solo una trampa, el espejismo de una realidad incuestionable, en la que Laura no cae del todo2.

El único reconocimiento más certero se da en los límites del cuerpo -el dolor de cabeza y la cicatriz- y en el afecto -el recuerdo de la verdadera persona amada, el par. El recitado de nombres «como ejercicio de la memoria» no opera su resultado. Sí, en cambio, lo logra al final un objeto concreto: el arma, que vuelve otra vez a las manos de quien fuera su portadora original, y que promete con la detonación de un disparo, que no tiene sin embargo lugar en el relato, la vuelta al estado de memoria. Un verdadero cambio de armas.

Las palabras y la realidad no guardan franca relación en este relato. Muchas cosas parecen y no son: Laura parece loca y puta, la planta no es de plástico pero «parecía artificial», la flor se está muriendo y sin embargo está viva, la boca de Laura se abre aunque parece no pertenecerle, el picaporte de la puerta se confunde con un arma. Y los espejos la duplican, le devuelven imágenes en las que le cuesta reconocerse.

El castigo, la apropiación de su cuerpo y de su memoria han surgido como consecuencia del silencio deliberado, tras la voluntad de no delatar, de no decir por qué y con quién ha intentado matar. Es ese silencio el gran disparador de la historia, el gran acto de libertad que tal vez Laura se ha permitido. Lo demás se encadena sin remedio. El secreto de Laura queda atrapado en la escritura, en la ficción de una relación de antagonistas, inquietante. Una historia de opresión y a la vez de amor, dos nombres que se repelen. Como la presencia de esos hombres, que controlan por detrás de la puerta que Laura nunca traspasa: Uno y Dos. Ajenos y tan cercanos.

Y una nueva pregunta atraviesa el relato: ¿qué hay del otro lado de la mirilla? ¿Tal vez el resto de la casa? ¿O el más allá del mundo? ¿La verdad bajo la forma de la libertad? Y frente a lo dicho está el secreto de Laura, lo que tal vez recuerde pero que no se atreve a desafiar. Y por qué no el secreto del texto, todo lo que insinúa y no nos dice:

«Y después están los objetos cotidianos: esos llamados plato, baño, libro, cama, taza, mesa, puerta. Resulta desesperante, por ejemplo, enfrentarse con la llamada puerta y preguntarse qué hacer. Una puerta cerrada con llave, sí, pero las llaves ahí no más sobre la repisa al alcance de la mano, y los cerrojos fácilmente descorribles, y la fascinación de otro lado que ella no se decide a enfrentar».

(Valenzuela, 1982: 114)



Más que respuestas sobre un acontecimiento histórico, el relato abre infinitos interrogantes. Frente a una historia y un modo de nombrar los hechos de manera perversa, este relato sostiene las dudas, no intenta resolverlas. Construye una protagonista que a la vez quiere y no quiere saber, quiere y no quiere estar bajo el poder de este hombre-dueño. Y la identidad parece retornar en un acto extraño: no a través de un elemento humano, sino por medio del sentimiento de unidad que aflora hacia el final del relato, mientras Laura oye la confesión y funde uno de sus dedos con una minúscula gotita de pintura en la pared. Un exceso, un sobrante, un «algo más» no asimilado por la superficie homogénea.

- II -

La convivencia de realidades que transitan por senderos distintos estructura también «Simetrías», relato que continúa algunas constantes de «Cambio de armas», pero volviéndolas más evidentes. Una de las diferencias más notorias radica en el modo en que el narrador o narradora enfoca cada una de las dos historias. Si en «Cambio de armas» hay una voz que lo cubre todo y va mostrando las distancias entre uno y otro personaje, una y otra mirada, en «Simetrías» quien relata se desdibuja por momentos para cederle la voz a los personajes creando un efecto dialógico. La dualidad del relato se evidencia ahora no solo en la alternancia de las relaciones amorosas de 1947 y 1977 sino, además, entre narrador y personajes. Héctor Bravo funciona como la bisagra, el engranaje que permite articular desde la propia ficción ambos microrrelatos. La dualidad ha tomado esta vez cuerpo en la estructura misma de la narración:

«Héctor Bravo puede superponer las dos historias, las dos mujeres, y a veces siente que se parecen entre sí, que hay afinidades entre ellas. La enamorada del mono y la amada del militar. A veces los amores se le enredan a Héctor Bravo, anacrónicamente, y el orangután ama a la amada del militar, el militar y la mujer del militar se juntan».

(Valenzuela, 1993: 180)



Dos historias, dos cabos del mito, dos prisioneros, dos mujeres, dos circunstancias, dos desenlaces coincidentes. En ambos cuentos tienen lugar cruces amorosos inconvenientes. Mucho más aún, transgresores de fuertes interdictos. Como principio, la detonación de lo imposible o improbable -subversiva y militar, víctima y verdugo, mujer y gorila-. Como desenlace, la repetida detonación de un arma.

En «Simetrías» el tratamiento de la dualidad memoria-olvido sufre una torsión. Se quiere olvidar, pero el recuerdo resiste. Se quiere silenciar a estas mujeres, imponerles otra identidad, pero ellas recuerdan, no olvidan del todo quiénes son y permanecen conscientes de la engañosa realidad en la que se hallan inmersas. Se vive en un presente concreto, del cual se conoce la lógica y se recuerda el pasado. En la mente descansa la otra cara de la historia, la verdad personal que se enfrenta a la impostura. Este juego de confrontar relatos pone en escena la explicación esgrimida por verdugos y víctimas bajo la fórmula discursiva de la réplica:

«Las sacamos a pasear. No puede decirse que no somos humanos y hay tan pocas que nos lo agradecen.

Es cierto, en parte. Nos sacan a pasear, nos traen los más bellos asquerosos vestidos, nos llevan a los mejores asquerosos lugares con candelabros de plata a comer delicias. Ascos. No son en absoluto humanos, humanitarios menos. Apenas podemos probar las supuestas delicias, los vestidos nos oprimen la caja torácica; de todos modos después nos restituyen al horror nos hacen vomitar lo comido nos arrancan los vestidos nos hacen devolverlo todo. Con creces. Sólo que, sólo que. Un mínimo de dignidad logramos mantener en algún rincón del alma y nunca delatamos a los otros».

(173-174)



Y otra vez, como en «Cambio de armas», el abismo entre las palabras y las cosas: un sentimiento al que se llama amor pero que no lo es, mujeres cautivas a las que se las pasea como a amantes. Pero aunque al igual que Laura ellas también han perdido sus verdaderos nombres, no olvidan quiénes son. Ellas saben por qué están allí, por qué callan, por qué resisten. El sometimiento es solo físico. Esta lucha desigual no impide que «los generales y los contraalmirantes» las admiren: estas mujeres defienden una causa y se juegan por sus ideales.

Laura permanece oculta, escondidos su cuerpo y la cicatriz bajo el vestido y la doble vuelta de llave. En cambio, las mujeres de «Simetrías» se muestran en público y es imposible maquillar el rastro de la herida. Cicatriz, memoria y escritura son términos que tejen una red precisa de sentido dentro de este relato. La cicatriz: esa marca hecha en la piel, una inscripción que deja un resto y permite leer el dolor, rastrearlo. La memoria: donde se alojan los remanentes de un pasado, aquello que queda y permanece casi como obsesión, a pesar de los estragos del olvido, deliberado o espontáneo. La escritura: una memoria hecha cicatriz a través del lenguaje.

Y si bien en «Simetrías» hay dolor, humillación, sometimiento y una misma historia común que recuerda la de «Cambio de armas», la conciencia de esta situación es el mayor incremento del relato. Una conciencia que aunque se la castiga se muestra rebelde. Expuesta, casi al desnudo, igual que el cuerpo de las prisioneras. La otra mujer, la enamorada del gorila, tampoco se encierra.

La presencia de Héctor Bravo explícita la diferencia entre ambos relatos: es una tercera figura que puede comparar ambas historias, recomponerlas. Una suerte de alter ego de quien escribe: inmediato y a la vez lejano. Es el personaje que se confunde con la posición de un narrador que va anunciando los elementos comunes y las divergencias: «La simetría no radica en el pelo de estas dos mujeres. Buscar por otra parte» (183). Y hacia el final, quien narra sigue su pensamiento, donde se enlazan las dos historias: «Y el coronel del '77 está cumpliendo su misión en Europa mientras el coronel del '47 escala las imposibles verjas del zoológico» (187).

Frente a una realidad y un discurso histórico que se muestran sin fisuras, dibujando una línea continua, «Cambio de armas» y «Simetrías» presentan la ficcionalización de mundos dobles, contrapuestos, en pugna pero también entrelazados, comulgando. Luisa Valenzuela ha optado por presentar realidades irreconciliables, que sin embargo toman contacto, se acoplan por accidente y por las posibilidades que la propia literatura brinda como espacio donde todo es posible. Verdaderos acontecimientos si se piensa, como Michel Foucault, que acontecimiento es aquello que no estaba destinado a suceder, episodios que al coincidir provocan una diferencia dentro de la línea ininterrumpida del devenir.

El par, las versiones dobles, el cara y ceca han desplazado el uno, la imagen canónica de los opuestos inconmovibles. La transgresión no alcanza solo al binomio realidad-ficción o historia-literatura, sino al propio lenguaje. Ambos relatos parecen responder a una pregunta: ¿es posible lo que aquí se narra? ¿Con qué palabras narrar la atrocidad, el terror, las perversiones históricas? La respuesta la dan los propios textos, que abren un nuevo verosímil a partir de nuevos interrogantes, de combinaciones excepcionales, y sitúan la palabra en una zona que va más allá de la tensión entre memoria y olvido, resistencia y sumisión.

El lugar es discrepante, un lugar-otro: el del relato que logra recrear el pasado escapando de la relación especular a la que buena parte de la «narrativa histórica» nos tiene acostumbrados, donde unos pocos elementos cambian mientras que los básicos se mantienen idénticos. En «Cambio de armas» y en «Simetrías» ya no dictan sus leyes la cronología ni el discurso histórico, coordenadas externas a la literatura que suelen ejercer un control inobjetable, una regulación canónicamente autorizada sobre la creación ficcional.

Importa en estos dos relatos de Luisa Valenzuela, una vez más, no la imagen visible aunque ilusoria de una cara de la luna, esa que creemos percibir desde que somos niños a la distancia, sino aquella que está del otro lado, a oscuras, esperando que la hagamos surgir con la imaginación, y por qué no con el impulso de nuestras miradas, hasta lograr descubrir aquello que ella misma esconde.

Bibliografía

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