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Las meninas

María del Carmen Bobes Naves

Universidad de Oviedo

(Esta es una divagación teórica sobre los límites del relato y de la pintura temática. Va dedicada a mi buen amigo José Antonio Hernández Guerrero, que, como periodista, sabe divagar magistralmente, ante mi admiración continuada, sobre temas importantes de la vida, del hombre, de la sociedad, del arte. Entre nuestros placeres comunes figura la pintura, por eso he elegido este tema, del que espero que seguiremos hablando alguna vez con María del Carmen y con Ramón, en Cádiz o en Oviedo).

Las meninas de Velázquez creo que es el cuadro que mentalmente me gusta más, y digo «mentalmente», porque puedo razonar mi gusto, frente a otras pinturas que se orientan más al sentimiento: me conmueven, me inquietan, me irritan, sin que pueda precisar bien por qué. Y estoy convencida de que el placer de la pintura, en mi caso, pasa por el conocimiento y por el reconocimiento de sus técnicas, de sus temas, de su estilo, quizá porque el acceso a sus procesos me proporciona autocomplacencia.

Siempre he rechazado la tesis de que no hay que explicar la pintura y que el acceso del espectador al cuadro debe realizarse por medio de la intuición y del sentimiento, porque, en este caso, el problema está en cómo se accede al sentimiento; puede que se llegue a través de un deslumbramiento repentino ante la pintura, como una comunicación intuitiva, en cuyo caso nada tenemos que hacer, pero, si pensamiento y sentimiento no se excluyen, puede que el camino del discurso se abra a los dos, o puede que el sentimiento se amplíe si se razona, y puede que el pensamiento se haga más hondo si se siente; puede que confluyan intuición y argumentos; por tanto, no veo la razón por la que se ha de renunciar al conocimiento, que nos permite argumentar, sin renunciar al sentimiento, que puede producir el milagro de una identificación emocional del espectador con el pintor cuando comparten estados de ánimo, gustos, emociones.

Por otra parte, siempre me han provocado rechazo esos libretos y guías de exposiciones que numeran los cuadros con frases tan lúcidas como «técnica mixta / óleo sobre tela / acrílico sobre tabla»; o bien con un título temático: «paisaje con figuras / frutero con membrillos...», que no ayudan nada para ver el cuadro, y acaso, «sin título» o el número de serie, según están colgados en la sala: ¿alguien cree que definen, describen, o explican algo?, o ¿se hace para salir del paso, como se hacen las reseñas de los libros, parafraseando el contenido, o la distribución de los capítulos? Me parece que explican lo mismo que si ante el Quijote se dijese «negro sobre blanco / letra redonda sobre papel satinado», o acaso «relato con personajes / historia de una locura y su curación». El espectador, el lector, se siente solo ante el cuadro, ante el relato, y espera entrar en él con alguna información, alguna orientación, que se lo abra a las formas, a las unidades y sus relaciones textuales, a sus reiteraciones, contraposiciones, ángulos nuevos que le ponen ante los ojos un mundo que puede pasarle desapercibido en un primer momento, al menos. Y, si consigue algo de información, entra más adecuadamente en el proceso de comunicación que el artista inició al pintar, o al escribir, y en el que la obra actúa como elemento intersubjetivo, que adquiere un sentido, si un lector o un espectador lo interpreta. Toda obra artística es un hecho semiológico y todas abren procesos que culminan con su lectura mediante la comprensión que descubre su unidad temática y formal.

Sin olvidar el sentimiento, la intuición, la Erlebnis (o vivencia compartida entre el autor y el lector, de la que nos habla Dilthey), la mente y el discurso no son ajenos al placer estético, para mí no lo son, y creo que un placer mayor que conocer la técnica y el contenido del cuadro es reconocer en él unidades, relaciones, efectos e intenciones, con las que estar de acuerdo o discrepar, a fin de establecer un diálogo. Además de la tela y las pinturas, además de la luz y de la perspectiva, de la línea y del espacio, además del tema o falta de tema, que son la materia de todas las obras, el cuadro da forma por medio de ella a una creación que el autor propone y el espectador reconoce: el yo del pintor y el yo del espectador codifican y descodifican un mensaje, que sin la materia no sería posible de expresar ni de interpretar. Solo con la materialidad que lo inviste, puede el mensaje, o la falta de mensaje, cumplir sus pasos en el proceso semiótico en el que interviene. La racionalidad, bajo formas más o menos duras, y el sentimiento, con expresiones más o menos hondas, se materializan en las formas con las que los sujetos se comunican. Otra cuestión es la polivalencia de la obra artística, la nota característica que la pintura comparte con las otras artes, la literatura, la escultura, etc., en cuanto que todas comparten esa categoría que llamamos «arte»; me refiero a su polivalencia semántica, a la capacidad que tiene de ser leída de varias maneras. La interpretación de un lector no excluye otras lecturas y ninguna de ellas es completa o es la única. El cuadro se enriquece con las sucesivas lecturas, igual que la novela se convierte en un objeto estético abierto cada vez más a nuevas interpretaciones, según nos explicó Mukarovski, y hoy admite, en general, la teoría de la literatura.

Algunas escuelas de teoría artística, entre ellas el Formalismo Ruso, por ejemplo, o el New Criticism, prefieren abordar la obra directamente, sin conocimientos previos, porque, según creen, la experiencia estética no se verá interferida, orientada, condicionada o desvirtuada por lectura anteriores; sin embargo, otras escuelas, como la Hermenéutica, prefieren aceptar las tradiciones de interpretación y los juicios previos para enfrentarse a la obra, porque muchas veces las lecturas anteriores sugieren más y permiten ver mejor los objetos artísticos; claro que la hermenéutica exige que los prejuicios se hagan juicios y las tradiciones interpretativas se depuren críticamente. El espectador puede así reconocer el cuadro con los saberes y conocimientos que suscitó antes, y puede ampliarlos con su propia experiencia y discurso, sin sentirse condicionado o determinado por la lectura de otros.

Más allá de la lectura que aporta un sentido, «mi sentido», a la obra, las relaciones particulares del lector con el relato, o del espectador con el cuadro, en su materialidad, no son ajenas al goce estético que puede producir, y tampoco lo son las circunstancias en las que se inician y se continúan tales relaciones, el entorno en que se sitúan, y las circunstancias en que se realiza el conocimiento. El hombre es un ser con una dimensión individual, física y psíquica, consciente e inconsciente, y con una proyección social que lo vincula a hechos ideológicos, culturales, religiosos, políticos, etc., todos los cuales pueden de algún modo propiciar o dificultar una relación que, en principio, se presenta con tres elementos básicos: autor, obra, receptor y que se amplía con lo que cada uno de ellos añade en su ser y en su estar (ser y relaciones del autor / ser y relaciones de la obra / ser y relaciones del lector) y las que surgen en la interactuación de los tres elementos, al superponer o fundir sus respectivos horizontes, espaciales y temporales, al recoger determinadas tradiciones de interpretación, al partir de determinados juicios previos, etc.

Y llevando este marco al caso concreto, puedo decir que quizá en mi preferencia por Las meninas interviene de lejos, como un cimiento que persiste en el tiempo, el modo en que vi por primera vez el original, y la perplejidad y asombro que me produjo su percepción. Fue en el viaje fin de carrera, allá por los años cincuenta; visitamos el Museo del Prado con una guía, ágil y, por lo visto, muy competente y enterada, que nos condujo al trote por salas, salones, pasillos y escaleras, mientras ella identificaba cuadros al pasar, con el brazo extendido: La familia de Carlos IV, Las hilanderas, Retrato de Felipe IV, otro Retrato de Felipe IV, El príncipe Baltasar Carlos a caballo, El príncipe Baltasar Carlos con traje de cazador, etc. Después de dos o tres horas, ya no recuerdo, pero sí la impresión de que fue un tiempo largo y agotador, estábamos exhaustas, y teníamos anulado cualquier criterio sobre formas o contenidos pictóricos, ante el único peso y la única advertencia de los temas. Pero llegamos a una salita del primer piso donde había solo un cuadro, Las meninas, colocado al fondo; había además un espejo, a la izquierda, según se miraba el cuadro; allí nos detuvo la guía y sentimos un gran alivio; todavía, a veces, sospecho que el recorrido anterior sirvió de preparación para el golpe de efecto que supuso la parada; o quizá fue el azar lo que propició un abordaje así a la obra de Velázquez. Lo que me parece seguro es que psicológicamente, al detenerme, mi disposición de ánimo era ideal para captar la belleza y la plenitud de cualquier cuadro, y si este era bello y pleno objetivamente, como era el caso de Las meninas, el éxito de la percepción estaba asegurado: su belleza era tal que me pareció que hería la sensibilidad, pero a la vez sosegaba el ánimo, y propiciaba una visión distendida, aunque esta yo la puse en relación con el cansancio previo.

Siguiendo las indicaciones de la guía, miramos al cuadro y luego al espejo, mientras oíamos: estábamos ante la mejor pintura del mundo y podíamos comprobar cómo el espacio, mirando al espejo que reflejaba la escena, producía la impresión viva e inmediata de que se podía transitar entre las figuras pintadas. Las sabias leyes de la perspectiva que permiten poner en dos dimensiones el espacio tridimensional, e introducir en él lo que lo llena manteniendo las distancias y conservando la posibilidad de percibirlo como tridimensional, estaban aplicadas con maestría y ofrecían palpablemente en el cuadro espacios libres por donde podía deambular un espectador que atravesase la línea entre la realidad y la ficción, a la vez que acogía personas, animales y objetos entre los que podía moverse, y a los que parecía que se podía tocar en todo su contorno. El espacio escénico se prolongaba por el fondo, mediante una puerta abierta a una escalera, que dejaba ver una figura, y por el frente, mediante un espejo, que en el fondo reflejaba a los reyes que pasaban por detrás del espectador, implícito en el cuadro, aunque fuera de él.

El juego de espacios interiores y exteriores tenía, por tanto, una gran complejidad, a la vez que ofrecía una explicación sencilla, que producía placer al reconocerla. A los espacios que se asomaban a la puerta del fondo o al espejo y que quedaban textualizados en el cuadro, había que añadir los espacios contiguos, latentes, de donde procedían los personajes y a donde volverían, en cuanto la escena siguiese su movimiento natural. Con esto, el espacio entraba en relación con el tiempo, generando un cronotopo que no es demasiado frecuente en las pinturas, y que queda excluido de aquellas en las que las figuras posan, y parecen definitivamente quietas.

Pero el cuadro, era mucho más que ese virtuosismo, mucho más que una técnica por muy perfecta que fuera, o unas leyes de perspectiva cuya sabiduría colmaba la escena y la desbordaba, según el espectador podía reconocer. El receptor podía complacerse al descubrir por sí mismo estas relaciones, y gozar así de una primera integración en la pintura, que luego se completaría al comprobar que el cuadro también le reservaba un espacio, pues diseñaba un espectador implícito, con el que fácilmente se podía identificar.

El cuadro producía una sensación de sosiego, de tranquilidad que yo interpreté como el estado de ánimo al descansar de la cabalgada por el museo, pero no era esa la causa, al menos no era la única con la que el cuadro podía conseguir la atención complacida y el ensimismamiento en la escena de un espectador subyugado. La primera impresión fue abriéndose a razones y experiencias posteriores, que me explicaron mejor mi relación con el cuadro, con su composición, con su disposición, con su unidad y su genio.

Porque esa impresión se mantuvo siempre, en todas las ocasiones que pude ver el cuadro o incluso sus reproducciones, que fueron muchas, y estaba perfectamente desligada de la circunstancia de la agitación de su conocimiento. Era una impresión que encontraba razones en el mismo cuadro, no en el ámbito externo, de colocación o de visión por parte del espectador.

Y es que esta pintura nos introduce en sus propias coordenadas cronotópicas; nos invita a verla desde un determinado ángulo que se identifica en cuanto se comprenden los límites de la escena, porque es una pintura que incluye, según mostraremos, lo que la narratología llamaría un «receptor implícito no textualizado». Coloca al espectador en un espacio que prolonga la sala donde está Velázquez pintando; lo introduce en una escena, amable y sugerente, nada agresiva, que es una instantánea fijada en el tiempo y en un espacio, en un momento de una historia, que viene del tiempo y seguirá en el tiempo, y a la vez muestra varios personajes procedentes de varios lugares, que luego dispersará en espacios contiguos. Todo ello de una forma amable, como indican las miradas y las actitudes de las figuras, y según puede leer cualquier espectador, a poco que reflexione o se le avise. El espectador ha llegado a una escena que durará muy poco tiempo y a un espacio que se modificará al marchar los personajes, y psicológicamente tiene la impresión de que ha sido oportuno para ver la belleza de una escena y su historia in fieri.

Como en el teatro, la pintura alza su telón e inicia con el espectador un diálogo primario, es decir, un diálogo sin palabras, el que sugieren las cosas que se presentan a la vista y se convierten inmediatamente en signos que exigen ser interpretados, porque están iniciando un proceso semiótico de comunicación. El espectador, ante lo que le ofrece el escenario, y de un modo automático, trata de interpretar y acaso construir una historia, e inicia una relación semiótica con lo que tiene a la vista, porque ha ido al teatro con ese pacto: le van a contar una historia y debe estar atento a los signos. La imaginación se proyecta sobre esos signos y es urgida por ellos para construir una trama que ya ha empezado, que se ha detenido en esa instantánea, y se dispone a seguir, recuperando de nuevo el movimiento. El levantamiento del telón no inicia una historia, simplemente la sorprende en un momento de su desarrollo para que el espectador se incorpore al proceso de comunicación dramática.

El teatro juega con esta disposición psíquica del espectador y confirma o rechaza la historia que la imaginación, así estimulada, puede crear, para lo cual son válidas las dos alternativas: prolongación o vuelta atrás; el drama puede confirmar la historia imaginada por el espectador, o puede rechazarla, porque su fábula es otra. En todo caso, la impresión primera sirve de procedimiento de intensificación para la historia; por esto el motivo inicial de una obra dramática, lo mismo que el final, ocupan un espacio privilegiado para la comunicación. Por eso el llamado «diálogo primario» de la comunicación dramática suele ser una de las claves del drama, quizá la más relevante.

Velázquez, como en un levantamiento de telón, sitúa al espectador ante una escena: el tiempo queda paralizado, el espacio limitado, y se abre el diálogo, tanto hacia lo anterior, como a lo que seguirá, aunque la pintura lo hace de forma distinta a como lo hace la representación dramática, porque en una y otra dirección la pintura no pondrá límites, todo lo fía a la imaginación del espectador, a la que nunca va a rectificar o confirmar en su recorrido; la pintura nunca seguirá una historia, porque es un arte del espacio, no del tiempo y no textualiza una historia, solo se aproxima un tanto en los casos de «pintura histórica», como en las grandes escenas sucesivas de Delacroix, en el Louvre, o en la tapicería de la reina Matilde; en estos casos el tiempo queda latente en los blancos que hay entre una y otra escena, fuera de la pintura o de tapiz. Frente al teatro que después del diálogo primario concreta los signos ofrecidos en una historia y elimina todas las demás posibles, la pintura ofrece una instantánea que puede corresponder a muchas historias, y puede ser cruce de muchas otras, de modo que la imaginación del espectador no se ve limitada más que por lo que tiene a la vista, todo lo demás puede crearlo libremente.

Por otra parte, si el tiempo propicia esa amplia apertura a la imaginación, el espacio se insinúa en lo contiguo en todas las direcciones, igual que hace el escenario cuando el telón se levanta y pone en marcha la máquina cibernética que es el espectador ante sus estímulos: una fachada nos habla de interiores, un salón nos remite a las demás habitaciones de la casa, y una calle nos ofrece en latencia toda la ciudad; nuestro saber sobre lo cotidiano nos permite leer, más allá de los espacios presentes, los espacios contiguos y latentes; escaleras que se insinúan para subir o para bajar, puertas que se supone conducen a espacios marcados en toda vivienda, espacios abiertos que permiten evadirse, espacios oníricos, mentales, etc., que son creación del espectador siguiendo los estímulos o indicios que el escenario o la pintura le ofrece.

¿Por qué razón se producen esas sugerencias y acaso se buscan esos efectos? El autor dramático y el pintor en sus cuadros conocen estas posibilidades por intuición o por técnica y las hacen marcos amplios de sus obras, lo que les permite intensificar, negar, o matizar su mensaje implícito o explícito. El autor de un relato elige desde la perspectiva de un lector lo que puede informarle para que comprenda una historia determinada, en una ponderación determinada y para ello elige los signos que va presentando sucesivamente en los capítulos; el autor dramático ofrece a un golpe de vista un escenario que en principio, según acertada frase de P. Brook, es un espacio vacío, o puede llenarlo de cosas que se convierten, por el hecho de estar allí, en signos, ante un espectador al que de momento se le deja libre la imaginación; después sigue la diacronía de un relato y cuenta una historia. El pintor ofrece de una sola vez la escena que despertará la imaginación sin límites a través de la percepción de lo está presente en la tela.

El espectador se encuentra seguro, tranquilo y dispuesto a dejarse llevar por la magia del arte, y se dispone a compartir un tiempo, un espacio inmediato, unos temas y unos personajes que en Las meninas se han dispuesto en grupos organizados desde dentro del cuadro, por las conversaciones y por las miradas de los mismos personajes. El cuadro ofrece la composición total y la disposición de objetos y personajes orientándolos hacia un determinado sentido, unas determinadas unidades y relaciones. El teatro las irá concretando, si estamos ante un teatro realista, de acuerdo con la escena inicial, o en divergencia, si el teatro es simbólico y nos lleva por derroteros no empíricos a mundos solo previstos en los símbolos polivalentes, o en contradicción con la primera oferta, sobre todo si sigue el lema barroco de «engaño a los ojos». El cuadro deja libre la imaginación, no le pone ataduras, y el espectador puede vagar y divagar sobre lo que ve, sobre lo que ha pasado antes y pasará después, y también sobre escenas posibles en las habitaciones contiguas: ¿de dónde viene y a dónde va el personaje de la puerta abierta?, ¿de dónde viene y a dónde van los reyes que están justamente entonces pasando por detrás del espectador?

A lo largo del tiempo leí y pensé mucho ante Las meninas, porque voy a verlo con frecuencia, en mis viajes a Madrid; siempre busco tiempo para ver en el Prado las salas de Goya y las salas de Velázquez.

Hoy pienso que esa sensación de bienestar y sosiego y de autocomplacencia en la fabulación imaginativa está suscitada por varias causas y razones diversas, algunas de las cuales las he leído, otras las he argumentado desde mi propio sentimiento y desde mi propio discurso.

Es posible que, según nos informa la teoría (¿) posmoderna, no sea capaz de obtener un conocimiento objetivo sobre el cuadro, porque dicen que es imposible, y que mediante un «lenguaje constitutivo» me haya conformado un constructo sobre algunas de las razones que me permiten ver la realidad de lo pintado como algo que me produce placer, sosiego, e incluso satisfacción por pertenecer a una especie, los hombres, que son capaces, además de pelearse y matarse, de crear belleza, armonía, felicidad y placer desinteresado. Pero es posible también que esa elucubración que voy haciendo puede servir a otros espectadores para disfrutar de la obra, y entonces la objetividad se apoya en la intersubjetividad creada; si no podemos aspirar a más, esto sería suficiente, merece la pena detenerse ante Las meninas.

Puesta a aclarar razones, se me ocurre enumerarlas para distinguirlas, y afianzarlas, y algunas, sin agotarlas, serían estas:

  1. No es un cuadro de tema impresionante, que obligue al espectador a salir de la vida diaria; su tema no es mitológico, sus cuerpos no exultan de fuerza, de salud y de luz, si lo comparamos con el tema y los personajes de La fragua de Vulcano y tantos otros que comparten museo; no es el retrato de un personaje de la corte, que nos mire con insolencia, con poderío, o que exija nuestra atención; no es un tema religioso que suscite la necesidad de mirarlo con devoción, o con respeto; el tema no nos exige nada; pertenece a la vida cotidiana en el palacio y no era frecuente en la pintura de mediados del siglo XVII. Las meninas es una instantánea de la vida cotidiana: no está inspirada en otros mundos, míticos o trascendentes, ni acoge la grandeza de la vida cortesana. No tiene detrás una preparación cultural o histórica, y ha renunciado a la grandeza que proporcionan esos ámbitos humanos; es un cuadro espontáneo, en este sentido; el espectador no necesita ser experto en mitos o en historia.
  2. Nadie está posando para el pintor, nadie pone cara de cansancio o de fastidio, ni de foto; nadie ha preparado el contexto, anulándolo, exaltándolo o simplemente preparándolo, como ocurre en los numerosos retratos hechos por Velázquez. Por tanto, el espectador se siente libre de miradas, nadie observa desde la pintura, con altivez, con impaciencia; quizá la enana Mary Bárbola mira fuera del cuadro y lo hace de manera apacible, sin fijarse, sin exigir una interpretación. Las figuras del cuadro orientan sus miradas dentro de los límites del cuadro, se miran entre ellas: Velázquez, que ha levantado hace poco la vista, y conserva el pincel en su mano para seguir pintando, sorprende la escena de la princesa y sus meninas; la mirada del personaje que justo ha dado un paso para perfilarse en la puerta del fondo, y la mirada de los reyes desde la puerta que les ha abierto el espejo para participar en el cuadro, abarcan la escena desde sus extremos, y nada hace pensar en su aceptación o rechazo, en su complacencia o disgusto; ven el conjunto sin opinar.
  3. El cuadro es efectivamente la instantánea de una escena, sin un primer plano, sin la distribución según «la regla de oro» (o «divina proporción», según la indica fray Luca Pacioli de Borgo, Tratado de la divina proporción), que aconseja poner en determinados lugares privilegiados de la tela (primer tercio horizontal y vertical) el núcleo de la composición, o quizá en el centro; aquí no hay centro ni lugares privilegiados que puedan imponer una lectura guiada o jerarquizada; la escena está simplemente segmentada en motivos independientes, reunidos de modo efímero en un tiempo y un espacio: unos minutos antes y unos minutos después no ha sido ni será la misma escena; los personajes vienen del movimiento y volverán a moverse, los reyes pasarán por detrás del espectador, que no los ve más que en el espejo, el personaje del fondo pasará por detrás del pintor, que no lo ve de ninguna manera, las meninas convencerán a la infanta de que salga del estudio del pintor y se irán con ella y con el cortejo de las enanas y del perro; quizá se vayan también con ellos, o por su cuenta, la dueña y el caballero que están detrás de la escena de la infanta, y volverá a quedar Velázquez a solas con su pintura, que, de momento se nos oculta, ya que vemos solo el bastidor.
    El espectador interactúa con placer, porque su percepción del cuadro, aunque estática, es un espectáculo que sugiere un antes y un después, un movimiento, y le ofrece su participación, a la vez que lo coloca en un lugar como lector con una visión posible, que no anula otras: el espectador real se da perfecta cuenta de que hay un espectador implícito en un lugar en que lo ha colocado el cuadro, desde donde se le permite ver unas cosas, pero no otras: no ve directamente a los reyes, a no ser que se vuelva; no ve la pintura que está pintando Velázquez, a no ser que avance unos pasos y mire la tela por delante, pues ahora y desde donde está solo ve la parte de atrás del lienzo. Velázquez ha conseguido jugar con la forma de recepción de su cuadro, desde dentro, desde fuera.
  4. El cuadro no tiene centro ni espacio privilegiado para el espectador, aunque a veces se ha dicho que este era la figura del pintor que levanta su vista del trabajo y capta la escena. No es así, no puede ser, porque el cuadro incluye cosas y figuras que el pintor textualizado no puede ver; sorprendentemente los distintos motivos están independizados mediante un recurso interno, según hemos ya apuntado: las meninas, una más atenta que otra, una hablando, la otra callada, miran de forma apacible a la princesa; el pintor observa con ojos tranquilos la escena que tiene delante; detrás de las meninas, dos personajes parecen hablar en voz baja, y no miran a nadie; la Mary Bárbola, desde un lugar lejano de su vida, según parece, es la única que dirige su mirada al espectador, aunque parece no verlo, porque no hay expresión que establezca una relación posible; y el perro se distancia de este mundo con un dormitar tranquilo que nadie interrumpe. El cortesano que se deja ver en la puerta del fondo, y la figura de los reyes que se dejan ver en el espejo cuando pasan por fuera del cuadro, no son los únicos que están fuera. Hay otro personaje que está fuera también, es el espectador, que sin duda recibe un placer añadido cuando reconoce que se ha contado con él para componer el cuadro; es el lector implícito que se identifica con el narrador implícito no textualizado de un relato, que cuenta y deja ver a los espectadores de la pintura, lo que ha visto. Es el único que ve todo lo que está en el cuadro, porque se ha compuesto desde su mirada, desde el lugar que ocupa.
  5. El cuadro no está diseñado por la mirada del pintor que está en el cuadro, porque en la posición que ocupa no puede ver lo que está a sus espaldas, el espejo con los reyes y la puerta con el cortesano. El espectador implícito está fuera del cuadro, a la izquierda, y puede ver el caballete por detrás, el bastidor del lienzo que está pintando Velázquez, pero no el tema que está desarrollando; ve también las figuras que la instantánea recoge.

Las meninas produce sosiego y ofrece al espectador participación en el tiempo, le permite entrar en el espacio del cuadro, quizá sugiere la tentación de entrar para moverse entre las figuras, y obliga a salir para explicarlo. De tanta interacción deriva una afirmación del Yo espectador, del Tú a quien dirige Velázquez su pintura en ese proceso de comunicación que es Las meninas. El placer de conocer datos y reconocer posibilidades va orientado a un espectador que asuma su papel y se recree en él.

Se ha convertido en un tópico la frase horaciana «ut pictura poesis», se han señalado paralelismos y efectos especulares entre la obra literaria y el cuadro. La narratología semiótica ha descubierto diversas posibilidades de relación textualizadas o no en el proceso de comunicación narrativa; se ha hablado de narrador en la historia y fuera de ella (homo y heterodiegético), de lector implícito o explícito (textualizado o no); y comprobamos que una vez más se pueden aplicar las categorías literarias a la explicación de la pintura.