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Las novelas de Charles Morgan

Ricardo Gullón





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- I -

La labor del crítico exige modestia, humildad suma y consciencia de las propias limitaciones. ¿Quién ante una obra, por vez primera leída, no siente la necesidad del silencio? Acaso solamente en el revuelo de pensamientos que suscita, en la calidad de la emoción que se alza en nuestra alma podemos atisbar un poco de la verdad última que supone. Samuel Butler, rebatiendo a Diderot, anotó en sus Cuadernos: «En presencia de un libro, de un cuadro, de un trozo de música me encuentro frecuentemente en la imposibilidad de formar opinión definitiva hasta tanto que escucho el parecer de muchas personas, hasta tanto que me informo de algunas particularidades relativas a los antecedentes y a la manera de vivir del autor, particularidades que de ordinario se desdeñan como si no tuvieran nada que ver con el arte».

¿Sería acaso tan sencillo entender la obra de Charles Louis Philippe desconociendo que su abuela, que su padre, en los primeros años, tuvieron que mendigar para sostenerse? Y si lo ignorábamos, ¿no aclara este hecho, cuando llegamos a saberlo, la raíz de un arte que, es exaltación de la misericordia, atención hacia lo pequeño, descubrimiento del orbe lleno de sensibilidad y de ternura que puede encontrarse en los estratos más miserables de la sociedad? En otros ejemplos, más cercanos, en la vida de Cervantes, en la de Unamuno, encontramos multitud de datos esclarecedores de su pensamiento, de cómo y por qué se generó una idea, se planteó un problema, se resolvió una duda. Por eso yo, antes de escribir con algún detenimiento sobre el novelista   —292→   inglés Charles Morgan, desearía contar con otros elementos de juicio, aparte de sus obras. Pero el hecho de que al fin tengamos en español traducida la casi totalidad de sus novelas pide el comentario urgente que voy a dedicarle. Permítaseme un recuerdo personal, pero como curiosidad intrascendente, me complace anotar que, según creo, fui el primero en publicar en España la versión de una frase de este escritor; en la Revista de Occidente, febrero de 1935, cité este párrafo de La fuente, que sigue pareciéndome muy significativo: «Algunos libros son absolutos, absolutos artísticamente o absolutos filosóficamente. Las circunstancias en que los leemos no los alteran más que un lago es alterado por las movibles imágenes que nosotros mismos que percibimos en él». Veamos ahora si a las novelas de Morgan puede atribuirse aquél ambicioso calificativo.

Crítico, antes que novelista, ocupado en la reserva y comentario teatral en The Times, de Londres, su personalidad intelectual estaba formada cuando inició los trabajos de pura creación. Ha publicado hasta ahora seis novelas y un relato. La primera de éstas al borde de los veinticinco años; el último lindando con los cincuenta -nació en 1894-. Las cuatro últimas novelas aparecieron por este orden: Retrato en un espejo, La fuente, Sparkenbroke y El viaje. Ésta en 1940, después de empezada la guerra, acontecimiento al que hace referencia en su última producción, el relato titulado La estancia vacía.

Se cuenta que en 1932, a raíz del éxito de La fuente -treinta y cinco mil ejemplares vendidos en pocos meses- le apremiaban los editores para que diera nuevos libros que beneficiaran aquel suceso; él se mantuvo fiel a sí mismo, y a un periodista que, ya avanzado 1933, le preguntó cuándo acabaría la novela en proyecto, le repuso: «No antes de dos años».

Así, trabaja despacio, corrigiendo y puliendo sus manuscritos, a lo Flaubert, con la aspiración de decirlo todo ordenada y sencillamente, estudiando sin prisa el desarrollo de los personajes. La anécdota transcrita nos da idea de su ambición, y nos permite emparentarle con la estirpe de grandes escritores actuales que pretenden algo más que entretener ociosos. Evidentemente, Morgan aspira a que sus creaciones esclarezcan el misterio más hondo y apasionante: el del   —293→   conocimiento del hombre, y sus preocupaciones se centran en torno a un grupo de problemas que, sin exageración, podemos creer constituyen el núcleo esencial de nuestra eterna angustia. Más adelante abordaremos el estudio de estos problemas radicales.

En un ensayo sobre la novela inglesa contemporánea afirmó T. S. Eliot que ésta había dejado de ser dramática. Probablemente tenía razón, y sus opiniones, asentadas sobre un perspicaz estudio de las obras más características de nuestro tiempo, son compartidas por una masa considerable de lectores, que, como la joven a quien no interesaba la Fedra de Racine, por parecerle vulgar el caso, estiman que el mundo ha cambiado tanto que los hechos ayer susceptibles de ser tratados como materia de importantes y apasionantes conflictos, hoy han sido disueltos, corroídos por los cambios que nuevas circunstancias, corrientes sociales y políticas desintegradoras de todo lo anterior impusieron al mundo.

¿Es esto cierto? Con intención y necesidad de comprender un poco lo que adviene al alma del hombre, al asentir, esbocemos algunas reservas. Los problemas del amor, de la fe y de la duda, las pasiones desviadas o reprimidas tienen un punto inconmovible, una raíz de eternidad, en contraste con aquel aspecto accidental que se da por resuelto en los modos externos de acomodarlos.

Lo importante será asir ese ápice perenne de las cuestiones, deducir de él una dramática pugna de sentimientos y lograr que la expresión sea bella y adecuada a los fines estéticos a que debe aspirar el novelista. Nada menos que eso, lo que equivale a restringir en grado extremo los temas que han de ser desarrollados.

En las obras de Morgan adviértese paladinamente cuán elevado es el blanco perseguido. En Sparkenbroke, cuyo protagonista es un escritor, se exponen las ideas que sobre el arte posee el novelista. No es el arte -piensa- «una representación de la Naturaleza, o, a lo sumo, una hábil selección de los fenómenos naturales». Lo decisivo es que este proceso de selección tenga un carácter creador operante sobre la naturaleza hasta convertir la vida «en ciertos aspectos en un producto del arte» que mantiene y exalta sus mejores tendencias.

Se comprende así por qué le parece que «la vida es menos viva que el arte», puesto que de modo fatal «en la vicia la vitalidad se disipaba en mil movimientos incongruentes y contradictorios». El ordenador de tal caos bien puede decirse que engendra y disciplina un universo completo, y al propio tiempo limitado; tiene que optar, y en la elección prescindirá de toda esa agitación sin objeto. Su obra -según la   —294→   tesis de Sparkenbroke- se reducirá a lo esencial, a lo de veras esencial para el hombre, y tendrá calidad sobrehumana, será ese puro milagro de los ángeles que, en tanto duerme Nicodemo, esculpen para él la imagen divina. «Todo arte perfecto es una semblanza de Dios tallada por Él mismo durante el sueño del artista».

Retorna a una vieja teoría: la inspiración es el descenso del espíritu. Lo que no implica ninguna suerte de negligencia, de fatalista espera, sino ferviente voluntad de conquista, trabajo tenaz que merezca como recompensa la entrega de esa iluminación tan codiciada. Pues la lección de Charles Morgan es de actividad, de confiante y paciente actividad; sin duda valen como autobiográficas estas referencias a su personaje: «Su técnica de composición era lenta, porqué, por en cima de todo, quería dar, incluso al más complejo pensamiento, una secuela verbal de máxima lucidez». Y más adelante dice cómo tacha, repasa, enmienda, destruye y vuelve a empezar la tarea sin cansancio, sin lamentaciones.

Una y otra idea se complementan; como en Baudelaire o en Strawinsky, inspiración y esfuerzo son las dos caras del arte. Sucede así porque la inspiración es indefinida, difusa, y como aclara Sparkenbroke, abstracta y no concreta. «El impulso que vale es el que da el tema», pero una vez iniciada la obra, es el artesano quien debe afanarse, aportar su habilidad, sus recursos, también sus sueños y su cultura para extraer del tema todas las posibilidades. Cabe que la imagen primitiva sea completa, pero «cuando la idea de una obra nace completa en la mente, tonto hecha a medida, hay que desconfiar -tesis un tanto aventurada, según luego se verá-; por eso habremos de atenernos solamente al brío inicial. Un poco como quien un instante, deslumbrado por el relámpago, entrevé tierras y figuras llenas de encanto, que después ha de reproducir por sí solo, penosamente, arriesgándolo todo para acertar, presionando su memoria y su fantasía. Pues la forma que es, en definitiva, lo que decidirá sobre la permanencia de una obra, es tarea de perseverante pulido; la inspiración 'desbordada' producirá mucho, mas para poco tiempo».




- II -

Los propósitos de Morgan son de gran calado; aunque no lo dice, está en tácita conformidad con la aspiración confesada por Mauriac   —295→   de conseguir, mediante sus novelas, que el lector penetre más y más las sinuosidades y recovecos del alma humana. Se trata de enfrentarle con una serie de cuestiones decisivas cuyo contacto debe fortalecerle; contestar si es posible los interrogantes que una generación tras otra viene planteándose la humanidad.

La vida, por tanto. Lo que la vida sea y represente es la primera cuestión. Después no hay sino tres temas, tres acontecimientos capaces de producir el éxtasis, a los que dedica su obra entera: el amor, la muerte y la poesía. Luego diremos qué lugar ocupa en ella la idea religiosa, más exactamente, la idea de Dios.

Nuestra vida apenas cuenta. Vivimos suspendidos entre lo que imaginarnos haber sido y lo que presentimos ser. «La esencia de la vida radica en la idea de un 'yo' fluctuante, prisionero entre un pasado imaginado y un futuro también imaginado, y en la consciencia de tener alas». Ese pasado anterior a la vida, y ese futuro que está más allá, la acoquinan y reducen a extremos que ni siquiera representan el valor de un sueño.

Si Morgan está en lo cierto, valen los versos de Sparkenbroke, y la vida no es más que una prisión, una jaula, de la que el hombre, el hombre dotado de conocimiento y de pasión, aspira a evadirse por alguno de los caminos posibles: pues no sólo la muerte, también el amor y la poesía le ofrecen horizontes de salvación. Pero esta idea es un enfermizo afán; Sparkenbroke es un herido y el Narwitz de La fuente un moribundo. En realidad, la vida exige otro género de fe, de fe en ella misma, otra suerte de amor, más asentado y sólido, seguramente menos convencional y desusado.

Pues la rareza, la originalidad de un pensamiento, no prevalece contra la sugestión y el poder de las ideas fácilmente entendidas. Ved el caso de la infortunada Bovary; es casi matemático: fantasía, más decepción, más nuevas ilusiones, igual a adulterio y desventura. Sencillo como los buenos días, vulgar asimismo, pero con una fuerza y una intensidad muy superiores a las del caso planteado en La fuente.

Quiere decirse que si diluimos nuestra idea de la vida en ese vago ámbito de sueños y fantasías, cercenamos efectivamente sus posibilidades dramáticas, y todo queda reducido a un torneo dialéctico en que cada cual busca las mejores razones para apoyar sus deseos. En tal sentido vemos cuán certera es la frase de Eliot. El ejemplo aducido nos ayudará a comprobarlo: Emma Bovary busca en el arsénico la   —296→   solución de su problema; Julia de Narwitz lo discute y sopesa con todo cuidado. La criatura de Morgan es más delicada y compleja que la hija del tío Rouault; su sensibilidad, más abierta y estremecida; sin embargo, en un universo que rechaza todo patetismo su actitud es la conveniente. Lo dramático del caso se confina al recinto de las almas; exteriormente apenas ocurre nada. El novelista, en ambos relatos, se redujo a reflejar el contorno de su tiempo: los obstáculos antes opuestos a «la pasión» se han desvanecido en el clima de libertad del presente.

Los protagonistas de las obras de Morgan: Mary Hardy o Rupert von Narwitz, Teresa Despreux o Barbet Hazard, podrían ampararse en aquella sagaz sentencia de Novalis: «El hombre existe en la verdad. Si estima la verdad, se estima a sí mismo. Aquél que traiciona la verdad se traiciona a sí mismo. No se trata aquí de la mentira, sino de las acciones que contradicen a nuestras propias convicciones». Los personajes mentados coinciden en la lealtad de sus sentimientos, en la sinceridad de su conducta. Caminan a tientas, muy seguros del instinto que les guía; ajenos al engaño o la ficción. Por eso, en la encrucijada, Mary o Julia sufren sobremanera, menos por temor al malogro de sus esperanzas que a causa de una fatalidad desencadenada que les obliga al disimulo, a ocultar lo que desearían proclamar, cautela no Observada por miedo a las derivaciones de su conducta sino por deseo de no causar mayor daño a seres también queridos.

La fuerza del amor sobre tales figuras es grande. El amor es absoluto, como la fe; es la razón ele la vida y debe existir por sí mismo. Sparkenbroke lo encuentra en la leyenda de Tristán e Iseo tal como lo presiente: ajeno a los seres que se aman, con propia sustantividad. Yo creo dudoso que el sentimiento pueda desgajarse de un modo absoluto de los que sienten, mas en cambio se me antoja muy certera la opinión del viejo párroco que en la misma novela explica la génesis del querer como coincidencia profunda entre dos subconscientes que corren «en una misma dirección intuitiva»; así la persona amada viene a ser la proyección ideal de una tendencia latente, la cristalización de un sueño más o menos concluso.

El amor, según esto, es inconfundible. Sucede que esa coincidencia, ese hallazgo de cierta estrella única en un firmamento lleno de luces, resulta harto difícil. El evento tiene un aspecto milagroso, y quien lo experimenta se reconoce a sí mismo, súbitamente entiende   —297→   que ha encontrado algo que le arrebata una parte de su espíritu a cambio de acrecentar su riqueza íntima, de una profunda liberación del ser. En La fuente se explica cómo el amor debe superarse porque «impide la unidad personal, evita el repliegue del alma sobre sí misma». «Es una forma de sufrimiento», dice Narwitz, lo cual, representa una contribución para el logro de la libertad última del hombre.

Estas sutiles ideas, llenas de espiritual hondura, son de arriesgado manejo para el desarrollo de una novela. Quizá el novelista ha de ser un poco más modesto. ¿Por qué pretender que en el relato pululen ideas, teorías, divagaciones más o menos adecuadas al perfeccionamiento de la acción? Enseguida insistiremos sobre ello.

Pues aún hay más: el tema de la muerte. Dos de los más importantes personajes de Morgan, Sparkenbroke y Narwitz, viven al borde de la muerte, prisioneros en una existencia sólo soportable en cuanto limitada. Ambos sobrevivieron después de creerse al otro lado de la existencia, y sus sensaciones al retorno son de raro desencanto por haber sido arrancados a un éxtasis inconcebible. Vivieron en la muerte, y la sensación de que ella es su elemento propio les posee hasta el fin, compaginándose con la idea de la vida como destierro que sólo al acabarse les deja en libertad.

La muerte hasta tiene un significado creador para aquellos personajes, y ello fuera de cualquier esperanzado anhelo de tipo religioso. Muchas páginas desarrollan este tema que en La fuente y en Sparkenbroke fluye una y otra vez en reiterada obsesión, mezclado con el del amor, que es casi sinónimo de aquél y de la poesía. Pues si en determinados instantes los temas se desarrollan aisladamente, no tardan en fundirse, en sobreponerse las imágenes, hasta que las iniciales melodías se conciertan armoniosamente en una rica sinfonía que va creciendo en sucesivas oleadas sonoras, siempre basadas en los tres motivos fundamentales.

La religiosidad de Morgan se refleja en las palabras de Narwitz a Lewis Alison, cuando ambos buscan solución al problema de la vida. Un artista o un santo, dice Alison, tiene su respuesta pronta: Arte y Dios. Narwitz, por su parte, contesta: Muerte. Y añade: «El verdadero santo, el verdadero filósofo, es el que no necesita de una imagen para arrodillarse porque se ve a sí mismo absolutamente en segundo lugar, y arrodillarse es para él una necesidad moral». No caben ambigüedad es la fe, ya lo dijimos hablando del amor, ha de ser absoluta,   —298→   una entrega total a la creencia, pues sólo de ese modo tendrá valor de elevación para el hombre; la esencia de la religión es ofrecernos una certeza en cuanto a los fines que perseguimos, darnos la poción de un fin que, como dice Sparkenbroke, «es el único bien absoluto», ya que en él hallamos sentido a la vida, algo firmemente existente que puede servir de asidero a nuestra angustia. «Si realmente existe un ser o una esencia divinos, existe por sí mismo; es una esencia que todo engendra y todo abarca; no depende de causa ni de efecto exterior, porque reúne en sí todas las causas y todos los efectos». Dios es lo que buscan al perseguir aquel amor absoluto al que nos referíamos antes.

El contemplativo Lewis Alison no es un cristiano, sino un platónico. La contemplación es su divinidad, y a ella se entrega o quiere entregarse por completo. Hay en él cierta difusa aspiración hacia algo entrevisto en una media luz donde sus contornos no pueden resaltar con la adecuada nitidez.




- III -

Charles Morgan, como todos los novelistas de esta hora, tiene que realizar arriesgadas singladuras, y en la tradición literaria de su país: encuentra buenos apoyos. En Sparkenbroke, por ejemplo, la historia va contada en forma clásica, con rigurosa ordenación de los episodios, de las sensaciones; nada queda en el aire abandonado a un desarrollo imprevisto; en realidad, la construcción es tan adecuada, tan en un punto demasiado adecuada, que amenaza excluir la emoción. A premisas claras, tramitadas en un proceso subidamente lógico, corresponde la conclusión inexcusable.

Y ahí se agazapa el riesgo; porque la novela no es, no puede convertirse en mera especulación, perder esa parte de azar consustancial a la vida. Pues en un ejemplo extremo de novela psicológica -Rojo y Negro-, de gran novela psicológica, se aprecia siempre la libertad con que se mueve el personaje, las múltiples direcciones que, a pesar de todo, puede tomar sin ser infiel al propio carácter. En la tercera obra de Morgan, Retrato en un espejo, me parece advertir mayor desembarazo que en las posteriores, una tensión más natural en el hilván del suceso.

Pues ya en La fuente aparecen los caracteres de Lewis Alison y de Julia un tanto agarrotados, con falta de espontaneidad que se revela   —299→   hasta en el lenguaje. El de Julia deriva a frases como ésta: «Ustedes son extranjeros. La genealogía de ustedes no afecta a la jauría. Su madre no era una Hock y no entró al casarse en una camada de Leyden». Ya se ve que la afectada desenvoltura de la imagen está repleta de ese convencionalismo que al repetirse hace pensar en una jerga, al modo de nuestros tipos de sainete, sólo que «en fino».

En Sparkenbroke, el protagonista, el poeta byroniano y sensual, es la figura menos conseguida de la obra. Artificiosa y recargada se contrapone a las de segundo plano, el viejo párroco o el Doctor Hardy, que tienen increíblemente más verdad. Y en El viaje, las de Barbet Hazard y de Teresa Despreux tienen calidad y acento de seres vivos, particularmente la de ella, contradictoria, atormentada y vacilante, en complicada peregrinación hacia sí misma.

Cuando Morgan abandona su presión sobre los personajes, cuando éstos logran vencer su cautela, las peripecias se encadenan suavemente y el clima de la novela mejora. En La fuente, cuya primera mitad resulta harto trabajada, acontece luego que un personaje oscuro, hasta entonces sólo atendido por ser «el marido», que en cualquier instante puede turbar los deliquios de la amante pareja, surge de pronto con plasticidad, con energía en el trazo, reveladora de una intimidad tan apasionada y honda que a su lado los demás pierden relieve, se difuminan y alejan, dejando que aquél, Ruperto von Narwitz, llene con su sombra el primer plano de la obra. La gran lección moral de dominio de sí mismo, de sus dolores, de sus odios y de sus afectos no es la única causa de su atractivo, sino la sensación de libertad que produce.

Cuando el autor no se propuso controlar las reacciones de su criatura es cuando ésta sirvió mejor a sus fines. Que son, si no entiendo, mal estas novelas, la exaltación del hombre, de la íntegra personalidad humana con todo lo que es y lo que representa, frente a las tendencias que propugnan su absorción por la comunidad. En esta dirección tantea el arte del escritor británico, para quien la capacidad da soledad y ensueño son frutos ofrecidos a quienes renunciaron mil precipitados y cotidianos afanes.

No es Morgan un escritor de la línea de Lawrence o del misma Aldous Huxley. Entronca, más arriba, con Hardy, con Galsworthy, y es, en alguna manera, su continuador. Pues aunque los extranjeros percibamos con menos facilidad las diferencias que existen entre los   —300→   novelistas ingleses y acentuemos el parecido común que en la lejanía les hace tan semejantes, no se nos oculta que a lo largo de los últimos cincuenta años se dan entre ellos actitudes distintas como la del pesimista Hardy, el optimista Meredith, o Kipling, el imperialista, y que un poco más adelante, en el momento de la gran crisis, entre las dos guerras, la convicción de que la novela se halla en una vía muerta motiva una dispersión de esfuerzos, en busca cada cual de rutas intensas acomodadas al personal esquema imaginado con referencia al género novela.

El gran innovador es James Joyce, tras él otros varios. Y Morgan adopta una postura que le clasifica aparte: su rareza consiste en el retorno al modo antiguo de la novelería. En realidad, su obra más reciente, El viaje, está compuesta con la misma técnica que El egoísta o Diana, la de la encrucijada. Retorna de una experiencia necesaria y su imaginación, liberada de excesivos rigores metafísicos, conduce el relato hacia zonas en donde corre el fresco soplo de la vida.

Pues, en general, Morgan tiende a la elaboración laboriosa de los personajes: Lewis Alison, Sparkenbroke, imitan a maravilla a los seres humanos, pero no viven. Están demasiado hechos, con cierto forcejeo, a veces perceptible, en el que se pierde la jugosidad, la gracia artística, quedando la creación complicada, construida, pieza a pieza, de un ser convencional. Y el gran personaje novelesco, aunque susceptible de mejoramiento, nace entero, armado de todas armas, como imagen de una persona que es, contradictoria y diversa, dentro de la esencial unidad del ser.

¿Posee medios Charles Morgan para alzarse a estas cumbres de la novela? Yo diría que sí, de no tener ese virus literario que desvirtúa en La fuente una obra que pudo ser de primer orden, y que en Sparkenbroke desparrama acentos falsos, palabras que suenan bien, pero que no son las propicias para que el lector se deje incluir en el mundo novelesco; esas palabras, esas frases, se interponen como un cristal, acaso nada más que como un cristal, entre él y la atmósfera adonde el novelista pretende transportarle.

A Sparkenbroke todo cuanto toca se le convierte en literatura, y en Morgan se registra análoga tendencia. En parte se salva su Retrato en un espejo por esa delicada gracia de antiguo camafeo que es la mejor característica de esta narración, y que vuelve a brillar en las páginas de El viaje.



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- IV -

Veamos someramente lo que hay en la más reciente novela de Morgan. Por de pronto, resolución y denuedo en la elección del asunto y en la forma de desarrollarlo. Un viticultor francés y una chanteuse profesional son los protagonistas. Él es un tipo hondamente popular, lleno de candorosa bondad, con una inocencia -no excluyente de sensatez y previsión- que puede sobreponerse a los embates de la adversidad, una especie de Jean de la Lune, más humanizado y activo. Ella recuerda a Yvette Guibert -cuya imagen se conserva en el bello lienzo de Toulouse Lautrec- la artista que llevó al music-hall las canciones populares dándolas un sentido, un tono, que obtuvo triunfos fulminantes.

Entre esta pareja, tan divergente en apariencia, crecen vínculos secretos, tenues primero, después recios y profundos. Los dos son campesinos, pero en tanto que el carácter del hombre es todo sencillez e ingenuidad, el de la muchacha es altivo y complicado. Teresa, que así se llama, vive la pesadumbre de su origen ilegítimo, y de ahí arranca un orgullo que la lleva a los actos más torpes, como si en el desafío al resto de la humanidad residiera la afirmación de su personalidad. Teófilo, a quien dicen Barbet -literalmente «perro de aguas» conoce los secretos de ella, y como es confiado y creyente espera sin impaciencia que se desbarate aquel impulso de rebeldía y reconozca la realidad de su ser en el amor y en la nueva vida.

Tienen de común estos personajes dos cosas: su sinceridad y su fantasía. Ambos son capaces de soñar, de «hacer viajes» de un mundo conocido a otro imaginado, «de un modo de vivir a otro». Para Barbet es tan natural como en las aves, y por esto, en su sólido buen sentido, no precisa razones; tampoco puede forzarse a nadie: Teresa navegará sola mientras quiera hacerlo, y algún día -esa convicción duerme silenciosamente en el corazón del hombre- será lo bastante fuerte para debelar su orgullo y comprender por sí misma que necesita compañero para el nuevo viaje.

Barbet escribe canciones, alegres e inocentes canciones, que sirven a Teresa como punto de partida para un arte original. Ella las desfigura, las descompone y recrea según su estilo, inventando su Barbet, mi tipo original; por este camino alcanza el éxito. Al lado de su amigo se encuentra a pesar suyo sometida, recobra su actitud infantil porque   —302→   ni se aborrece a sí misma ni necesita precaverse de él, como le sucede con los demás hombres; un día, le confiesa: «Te quiero. ¿No lo sabías? Sólo cuando estoy contigo no me desprecio ni me defiendo. Me tienes como soy, hasta con lo que hay en mí de tonto e ingenuo, y cuando metes la mano en el bolsillo sacas una cajita con lirios de los valles».

Se refiere a ese extraño, involuntario poder que tiene Barbet, el rústico y simple, sobre los hombres. Su madre, en una ocasión, no hallando razones que justifiquen ese dominio, piensa que el hijo está dotado de poderes milagrosos, que es «un santo» de quien todo se puede esperar, incluso que la resucite después de muerta, que es su secreta confianza.

Barbet Hazard se plantea un problema moral. A su cargo está una pequeña prisión municipal donde padecen seis hombres de quienes se siente cercano porque palpa y cala sus dolores, y a los que quiere ayudar de alguna manera. Si la libertad admitiera sucedáneos el problema se resolvería fácilmente; como los esfuerzos de Barbet chocan siempre contra esa áspera verdad, poco a poco va notándose acorralado, reducido a un dilema escueto: o les deja en libertad o él mismo queda arrestado con ellos; el carcelero es un preso más.

A los presos también les atrae con su raro candor, y el incidente que despierta en su madre tan agresiva y vigorosa fe consiste precisamente en dominar un plante sin más arma que su simplicidad. Pues donde los alzados creían encontrar un revólver sólo hallan una caja con luciérnagas que se desparraman sobre las piedras del patio, de donde vuelve Barbet a recogerlas, paciente y sin disgusto, desatento a la actitud hostil de los reclusos, que cede en el acto.

Su secreto es la bondad, no sentirse separado de nada -pájaros, flores o personas-, estar siempre en paz consigo y con los demás, sin ambición ni codicia, sin atormentarse. Por eso a su lado halla Teresa la calma, el sosiego interior. Cuando un día cree que en conciencia no puede sujetar a los presos, ser un autómata, un «funcionario», se desvanece la última duda, abre las puertas del presidio y se encuentra libre, dispuesto para el viaje, para abandonarlo todo y marchar sin rumbo ni itinerario.

No es posible que Teresa Despreux se convierta en la dueña de la Maison Hazard, porque ni su temperamento ni su pasado lo permitirían. Tampoco Barbet puede seguirla en su vida profesional, convirtiéndose   —303→   en el marido «agasajado o despreciado» de la artista de moda. Ambas soluciones implican una destrucción de cuanto hay en ellos de vivo y personal; en rigor, su unión sería un final. Para que sea un comienzo no cabe sino el desasimiento del pasado y, sin aparatoso desdén por cuanto atrás se queda, emprender el viaje. El amor es, pues, el camino de su evasión.

Con tales personajes dispuso Morgan una acción que sigue su curso como un río, ciñéndose lealmente a los accidentes del terreno, sin forzar obstáculos ni demorarse tampoco más de lo preciso. La tierra en torno posee la firmeza precisa para que sus pobladores semejen seres reales, y al propio tiempo está dibujado sin recargar la mano, sin obsesión detallista, de manera que conserve potenciadas sus posibilidades de acción poética. Los reclusos, pongo por caso, tienen, siluetas definidas, personal sufrimiento, pero no se parecen a los «documentos» que suelen aderezarse en trances parejos; la piedad que inspiran se basa sobre sentimientos y no sobre sentimentalismos.

La madre de Barbet, el señor de Caurcelet, Cugnot, el párroco Lancret, las figuras episódicas -el retrato de mademoiselle d'Austerlitz es una miniatura de mano maestra- ostentan indecible halo de pasión vital. Les une, como en las buenas creaciones novelescas, esa identidad de cuño, ese vago parecido llamado «aire de familia», que alude más al aura circundante que a la organización de sus almas. La atmósfera de El viaje, como insinuamos, es íntegramente una pugna entre la realidad y la poesía; no sólo en lo atañedero a la forma, sino en cuanto al drama de Teresa está reducido a ese forcejeo con lo peor de su alma, con las raíces de su miserabilismo, de su demonio; agonía conclusa cuando nota las alas recobradas y despierta a los placeres ignorados del ensueño y de la pureza.

Que la arquitectura de la novela sea sencilla, que el conocimiento de los personajes nos llegue de modo directo, por palabras y por actos, lo estimo un acierto del escritor. No fatigosas introspecciones, no confusas y vagas notas psicológicas: hechos y palabras son suficientes para alumbrar con buena luz estas almas tan diversas, demostrando que un análisis exhaustivo de las pasiones más quebranta que fortalece su unidad. Hay menos rigidez que en Sparkenbroke, mejores matices y siempre latente la eventualidad de reacciones inesperadas. Cuanto más naturales sean los materiales empleados para dar vida a la narración tanto más próximo a nosotros es el conflicto que expone. Su intensidad   —304→   depende del acierto con que se ponderen los elementos extraídos de la realidad y los de pura invención: ni demasiados detalles observados, ni demasiado pocos. Y por encima de todo, que a los ojos del autor se impongan los personajes con una existencia tan obsesionante que le obliguen a gritar, como a Balzac moribundo: «Llamad a Bianchon». Solamente así puede el lector entrar en su mundo, vivirlo intensamente y sentir que Teresa Despreux no sólo dejó de ser un personaje de Morgan sino que le es tan cercana como sus amigos, más verdadera que muchas fantasmales personas de nuestro valle1.





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