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Las novelas de Hemingway

Ricardo Gullón





Ernest Hemingway nació en 1898. Su primer libro, colección de narraciones titulada En nuestro tiempo, se publicó en 1925. El último, por ahora, es la novela El viejo y el mar, aparecida completa en el número de la revista Life, correspondiente al 1.º de septiembre de 1952. En estos veintisiete años ha escrito, en total, medio centenar de relatos (recopilados en el volumen Los primeros cuarenta y nueve cuentos), seis novelas: El sol sale también, Un adiós a las armas, Tener y no tener, Por quien doblan las campanas, A través del río y entre árboles y la recién publicada. Es también autor de una obra teatral: La quinta columna, de otros tres libros de viaje y miscelánea, uno de ellos, Muerte en la tarde, sobre España y las corridas de toros. «Con Hemingway -escribió Francisco Ynduráin- asistimos a un decisivo cambio en la novela americana, singularmente en el aspecto estilístico, que tal vez sea la aportación de más consecuencias en la literatura moderna, ya que su influencia ha sido grande tanto en América como en Europa».

La novelística de Hemingway gira en torno a dos temas principales: el amor y la muerte. Un adiós a las armas, Por quien doblan las campanas y varios de sus cuentos, son historias de guerra. El sol sale también mezcla extrañamente el erotismo y la afición a los toros; la muerte hace vibrar intensamente a la pasión amorosa. El Invicto y La capital del mundo (dos cuentos) refieren la historia de dos cogidas mortales, la primera en la plaza, y la segunda en el comedor de una fonda, cuando dos jovenzuelos excitados jugaban con la muerte, sin advertir que el juego podía costarles la vida.

Las nieves del Kilimanjaro -la más perfecta narración de Hemingway- es, simplemente, el relato de una agonía. Un cazador, herido por accidente, agoniza en el campo africano, no lejos del Kilimanjaro, la gran montaña cubierta de nieve. Realidad y alucinación se funden en el cerebro del moribundo y crean una atmósfera ambigua, intensamente reveladora del fracaso total de una existencia. Los recuerdos, las esperanzas fallidas acuden al examen de memoria que precede la muerte, y ésta alcanza al héroe a mitad de camino entre la desesperación y la indiferencia.

La muerte de Harry -en Las nieves del Kilimanjaro-, la de Paco -en La capital del mundo-, la de Catherine -en Un adiós a las armas- son insignificantes, fútiles, evitables. Se muere, como estos personajes, a consecuencia de algo que normalmente no debiera acarrear consecuencias; por un juego temerario y estúpido; por la indecisión de un médico irresoluto. Se muere también por una aceptación, como Manuel -El invicto- o Adreson -en Los asesinos-, y entonces cabe hallar significación al acto de morir. Estos dos personajes no buscan la muerte; se limitan a aceptarla como parte de la vida como elemento final de una existencia donde siempre estuvo presente.

Tales situaciones quizá no aluden a la del propio novelista frente a la muerte; quizá son simple estilización de materiales, respecto a los cuales no es necesario, ni conveniente, establecer una teoría. En Un adiós a las armas, el protagonista, oficial del Ejército, dispara contra un sargento que le desobedece, la escena está contada con impasibilidad como si el narrador -y protagonista- la hubiera presenciado desde lejos, sin ira ni piedad. La muerte surge como acontecimiento fortuito, casi trivial, tan pronto ocurrido como olvidado.

El amor aparece en estas novelas tan impregnado de erotismo que por él y en él se configura. El diálogo entre Harry y su esposa, en Las nieves del Kilimanjaro; las escenas entre Catherine y Frederick en Un adiós a las armas; las sorprendentes, inconcebibles relaciones entre Lady Ashley y el mutilado Jake, en El sol sale también, y la postrera lamentación de la viuda de Morgan, en Tener y no tener, inducen a pensar que Hemingway entiende el amor como exaltación, pero originada exclusivamente en lo sensual.

Nadie admitiría hoy la verosimilitud de aquellas situaciones «románticas» en las cuales el amor se adelgaza y sublima convirtiéndose en etéreo fluido, vago impulso ascendente hacia el todo o la nada de lo intemporal y descarnado. Pero la actitud de Hemingway supone un romanticismo al revés, una desmesura en sentido contrario, con olvido de que el hombre es una totalidad, y el amor, indivisible. Catherine y Frederick, como después -en Por quien doblan las campanas- Robert Jordan y María son parejas románticas; en la primera reaparece la convención del amor más fuerte que la vida, del amor victorioso sobre prejuicios y obstáculos, desvinculado del mundo y resplandeciente en la soledad y la lejanía.

El sol sale también (1926) lleva dos epígrafes: un fragmento del Ecclesiastes: «Una generación pasa y otra generación la sustituye; pero la tierra siempre permanece»..., y la conocida frase de Gertrude Stein, refiriéndose a Hemingway y los escritores norteamericanos de la postguerra: «Sois una generación perdida». Estos epígrafes sugieren que la historia tratará, principalmente, de los expatriados que en los años veinte pasean por Europa el sentimiento de su fracaso. Historia real, incluso en sus detalles, en muchos de sus pormenores (Jimmie, el Barman, los ha contado en sus memorias, publicadas en 1937 con prólogo de Hemingway), con personajes que se saben «quemados», perdidos, sin remisión, y buscan en la embriaguez refugio transitorio y precario contra la desesperación. Scott Fitzgerald, el novelista de «la edad del jazz» -según él la rotuló-, coetáneo de Hemingway, fue en la realidad uno de esos hombres destruidos por la disipación y la futilidad. Los personajes de El sol sale también, deambulan de bar en bar y de ciudad en ciudad, se reúnen y separan sin motivo, por capricho o deseo momentáneo. En Pamplona, al contacto con la fiesta desbordada, con la explosión violenta y las fuerzas elementales de la vida y la muerte, parecen revivir. Pero el revulsivo no basta y los norteamericanos siguen al margen, sin incorporarse a la vida y acaso temiéndola, acaso imaginándola en acecho contra su marginalismo esencial, donde sólo el alcohol y los placeres tienen entrada, en calidad de estupefacientes.

En Un adiós a las armas (1929) los personajes son igualmente elementales y representativos de la fauna desarraigada e incrédula que la guerra dispersó por Europa. Los materiales utilizados no tienen la complejidad deseable; las reacciones de Catherine y Frederick son instintivas, de fuga o deseo. La sobriedad del estilo, la objetividad en el enfoque, la sustitución del análisis por la notación de los acontecimientos vistos desde fuera, y la parquedad en la descripción, aquí como en El sol sale también, dan a la novela la intensidad que constituye su fuerza.

Un adiós a las armas incluye el relato de la retirada de Caporetto. La guerra y sus miserias explican y refuerzan el nihilismo de Frederick Henry, que acaba desertando para evitar el fusilamiento; antes de huir ya expresaba su embarazo ante palabras y sentimientos cuyo sentido no comprende. Será necesario llegar a Por quien doblan las campanas para que Hemingway descubra las razones del sacrificio; Robert Jordan aceptará primero la disciplina y luego la muerte. El nihilista cederá su puesto al partisano, y el escritor, al citar el fragmento de John Donne donde éste dice que el doblar de las campanas anuncia al hombre sin propia muerte, testimoniará de su cambio de posición.

Frederick, como los compañeros de Brett Ashley, tiene algo inmaturo y rudo; una limitación, no física, como la de Jake en El sol sale también, sino, diríamos, mental. Su inteligencia tiene limitaciones, imposibilidades, una inseguridad y una seguridad adolescentes. La desesperación de Jake se explica por la herida que lo inutiliza; el nihilismo de Frederick por la falta de fe en los valores que se supone defiende. No acierta a orientarse en la confusión del mundo y a decidir una actitud responsable frente a ella. La deserción es una negativa a pactar con la sociedad.

Harry Morgan, en Tener y no tener (1937), es tan elemental como Frederick Henry, y mucho más violento. Morgan es otro insolidario y la novela rebosa de sangre y muertes: es la historia de un contrabandista para quien matar resulta ejercicio trivial. El personaje, de puro acentuado, es casi caricaturesco, y los seres que le rodean -degenerados, invertidos, gangsters y traficantes de la peor condición- constituyen un mundo tan parcial que su falsedad aparece evidente aún para el lector mejor dispuesto.

Morgan abomina de la burguesía (un rico aficionado a la pesca marchó en cierta ocasión sin abonarle las sumas que le adeudaba), pero ese odio no le impide asesinar a cuatro agitadores cubanos que le contratan para transportar a Cuba dinero destinado a la revolución. La novela es defectuosa en su técnica -está compuesta por tres episodios totalmente independientes- y frustrada en cuanto a la autenticidad del protagonista, que si encarna un movimiento de protesta contra la sociedad no acierta a justificarlo ni a deducir de él otra cosa que una brutal crisis de resentimiento y voluntad de poderío. El individualismo de Jake y Frederick suele contraponerse al afán de dominio de Harry, en quien algunos críticos descubren intención participativa; yo sólo veo intención de utilizar a los demás como medios para enriquecerse y afirmarse: ni a los revolucionarios ni a los pasajeros clandestinos, ni a los millonarios y burgueses les considera sus prójimos: son objeto respecto a los cuales decide en función de sus pasiones. La protesta de Harry abarca el mundo total, la condición humana; por eso su violencia no distingue categorías ni límites.

Con Por quien doblan las campanas (1940) regresa Hemingway a uno de sus escenarios favoritos: el español, en los días trágicos de la guerra civil. La violencia y la sangre le atraen, y el amor y la muerte, en áspera contigüidad, inspiran una narración demasiado lenta y demasiado cruel, con personajes de notoria insuficiencia psicológica. Se resiente esta novela de penuria ideológica y del defectuoso, esquemático y convencional trazado de los caracteres.

El crítico norteamericano Ray B. West opina que el fracaso de Hemingway es «un fracaso estilístico, pero no superficialmente; es el fracaso de aquella penetración -aquella sensibilidad- que es parte y porción de su estilo». Y aclara que por penetración o sensibilidad entiende «el don de percepción o el conocimiento natural, que pone el artista, de la variedad y rango de los objetos que le rodean y a los cuales, consciente o inconscientemente, organiza o sintetiza dentro de un diestro molde o forma». Ciertamente. Por quien doblan las campanas peca de superficial: el autor no infunde a los personajes la densidad necesaria para hacerlos verdaderos y no «representativos».

Fotografía

Ernest Hemingway

Si el propósito de Hemingway fue hacernos sentir a través de una acción breve e intensa, la complejidad de las almas intervinientes e incluso, según sugiere Mme. Claude-Edmonte Magni, «la realidad de España», su fracaso es cierto. Robert Jordan supera el nihilismo y desea participar en la vida, pero ni en él, ni en este libro, esa participación se inspira en un verdadero sentimiento de comunidad, semejante al expresado en los párrafos de Donne que sirven de exergo a la novela. Jordan es un aventurero. Y el episodio bélico en que se juega la vida -sabiendo que va a perderla- es para él una aventura, más excitante por la proximidad de María y sus relaciones con ella.

El Richard Cantwell de A través del río (1950) está al nivel de la narración, donde se barajan los habituales elementos de esta novelística, vulgarizados, degradados y más convencionales que en las primeras obras. Los personajes son parodias de sí mismos, y el gesto de Cantwell, aligerando su intestino en el lugar donde fue herido en la primera guerra mundial, descubre el contenido de su alma. Renata, la hermosa condesa italiana, es el reflejo de una figura sin matices, transmitida de folletinista en folletinista cada vez más igual al esquema desvitalizado de un carácter arquetípico.

Hemingway tocaba al fondo: Una despedida a Hemingway, titulaba Isaac Rosenfeld su recensión de A través del río; El gladiador agonizante era el título de la escrita por Robert Warshow. ¿Dónde estaba el gran escritor de Las nieves del Kilimanjaro, de La breve vida feliz de Francis Macomber? ¿Dónde el novelista que pintara de mano maestra la tragedia de la generación perdida, la infructuosa y dramática pesquisa de tierra en donde arraigar, de valores a los cuales aferrarse? Francis Macomber conoció, siquiera un instante, la felicidad de sentirse recuperado, de sentirse triunfante de la cobardía, y franco para la vida; Jake y Frederick lucharon antes de desesperar; Jordan muere por una idea. Pero Cantwell es un neurótico petulante, miserable y tan pequeño como su aventura.

Cuando se le creía -con fundamento- acabado, El viejo y el mar restablece súbitamente el prestigio de Hemingway. La leyenda en torno a esta novela, leyenda montada por los editores de Life, no exclusivamente con fines comerciales, pero movidos, tal vez, por el odio a la inteligencia personificada en los grandes críticos norteamericanos -los highbrow o selectos-, intenta reducir la última invención de Hemingway a un simbolismo barato, conforme al cual el viejo pescador es el novelista y los tiburones que le disputan su presa, los críticos. No; la novela tiene más trascendencia y alude a la condición humana, destinada a combate y frustración, y engrandecida por la dignidad con que soporta el fracaso y se apresta a superarlo.

En Cincuenta grandes, uno de sus cuentos, dejó esbozado el tema del hombre que soporta golpes y sufrimientos para, a costa de ellos, ganar su vida, pero el marco demasiado estrecho y la fullería canalla contra la que se enfrenta el boxeador caduco, restaban grandeza al episodio. Ahora, los adversarios juegan limpio: el viejo pescador admira el vigor y la tenacidad con que el gran pez se defiende, y el escenario tiene la simplicidad y la vastedad requerida para dar plenitud al relato. Mientras el pescador, extenuado, lucha con el pez agonizante, piensa: «Estás matándome; pero tienes derecho a hacerlo. Nunca vi nada más grande o más hermoso o más apaciguador y noble que tú, hermano. Ven y mátame. No me importa quién mata a quién.»

Adversarios, no enemigos, el pez y el pescador. Cuando éste vence, no se cree superior a la presa, porque debe la victoria, en parte, al cebo, a la trampa insidiosamente dispuesta. Los enemigos llegan luego, cuando la enorme presa está amarrada al bote -dentro no cabe-, y la atacan. El viejo, cansado y mal armado, combate a los tiburones sin ceder al temor ni a la fatiga: «El hombre no está hecho para la derrota -dice-. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado».

Hemingway ha encontrado el lenguaje del hombre y hace hablar así a quien lo es de veras: al pescador que vive arduamente, en la pobreza; corazón admirable por la tenacidad, por el heroísmo que se ignora y por la nobleza con que encarna la adversidad, no en un suceso o trance determinado, sino en la cotidiana tarea, en la cotidiana agonía, en el vivir desviviéndose por continuar siendo hombre con toda dignidad y toda entereza.

El autor de El viejo y el mar recobró, para redactar esta novela, la pluma refinada con que escribiera Las nieves del Kilimanjaro; tiene la fuerza precisa y clara solamente conseguida cuando se manejan materiales susceptibles de expresar la concepción del mundo y los sentimientos del escritor. La prosa es tan densa y proporcionada en su arquitectura a la progresión narrativa, que el relato, lejos de parecer monótono, tiene, en los momentos culminantes, un género de interés semejante al deparado por las novelas policíacas. Relato lineal, conducido con tal pericia que los sucesivos capítulos son otras tantas penetraciones en el alma del personaje, sencilla, sí, pero no elemental ni tosca, sino profunda, hermosa y rica.

Después de Francis Macomber y Las nieves del Kilimanjaro, los dos cuentos largos que hasta ahora constituían lo mejor de su obra, El viejo y el mar supone una revalidación y tal vez una superación. Hemingway desechó, como en aquellos cuentos, el sentimentalismo, las advocaciones románticas y desesperadas, y parece haber hallado el sentido de la vida, la explicación de la vida y la justificación de su tarea en cuanto cronista e intérprete del hombre eterno, de la simple y abnegada humanidad del sufrimiento.





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