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Las obras para casas particulares de Antonio Rezano Imperial


Juan Antonio Ríos Carratalá





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Hace una década y en otro congreso dedicado al teatro español del siglo XVIII, presenté una ponencia que intentó iniciar el estudio de las obras teatrales destinadas a las representaciones en casas particulares1. En aquella ocasión me centré en la producción de José Concha, de la cual se podía deducir, con las debidas precauciones, una caracterización de esta práctica teatral que no llega a constituir un género específico. Una práctica bastante habitual en la sociedad de la época, pero que sigue sin ser analizada por quienes nos dedicamos a un teatro que, claro está, no debemos reducir al representado en locales públicos o a los grandes géneros y autores del momento.

Los españoles del último tercio del siglo XVIII y principios del XIX, en especial los habitantes de las más importantes ciudades, sentían un considerable interés por el teatro y un lógico deseo de disfrutar de su tiempo de ocio. Ambas circunstancias nos ayudan a comprender la aparición del fenómeno de las representaciones teatrales en casas particulares. Dejamos al margen las dadas por la nobleza o la monarquía en sus palacios, pues tienen una realidad alejada de lo aquí analizado.

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Tampoco tenemos en cuenta las numerosas muestras del teatro escolar de la época, ya que sus objetivos son muy diferentes. Nos referimos a las obras representadas por grupos anónimos de aficionados reunidos en una casa particular, probablemente vinculados por una tertulia o una relación de vecindad, que se daban ante otros vecinos o tertulianos para satisfacer, fundamentalmente, la necesidad de ocio.

Resulta lógico imaginar que unos espectadores tan activos como los dieciochescos en algunas ocasiones dejaran de ser tales para convertirse en protagonistas directos de una representación. Después de leer varias decenas de obras destinadas a estas funciones, podemos afirmar que las mismas no tendrían sentido sin la existencia previa y simultánea de un teatro público. En ningún momento estamos ante una actividad al margen de este último, sino ante un reflejo que actuaba sobre el peculiar mundo del ocio de los españoles que se reunían en las tan activas y poco estudiadas tertulias de la época. Su afición por el teatro les llevaba a utilizarlo para divertirse ellos mismos, no sólo como espectadores sino también como actores capaces de protagonizar, a su manera, aquello que veían en la escena pública2.

Estas circunstancias generaron una demanda potencial y específica que pronto fue satisfecha por los autores más acostumbrados a vincular su producción a los gustos y expectativas del público. Impresores y libreros hicieron el resto y, desde el principio del último tercio del siglo, tenemos un considerable número de obras que van destinadas exclusivamente a estas representaciones, lo cual les obliga a reunir una serie de requisitos   -689-   a menudo indicados en las portadas.

Sería ingenuo pensar que sólo estas obras eran las elegidas para las representaciones en casas particulares. De hecho, constituyen una adaptación de algunos de los géneros del teatro público a las peculiares circunstancias de estas representaciones, la cual podría ser realizada por los mismos actores aficionados o alguien encargado de esta tarea. Incluso un género como el sainete por sus propias características podría ser, en la mayoría de los casos, puesto en escena por estos grupos sin una adaptación previa. Pero el proceso de adaptación de una obra -aligerar su contenido, disminuir el número de personajes, prescindir del aparato escenográfico...- representaba una dificultad más para estos grupos, presumiblemente carentes de medios materiales y humanos adecuados. Por ello, autores y libreros decidieron simplificar el trabajo de los aficionados y les proporcionaron obras a imagen y semejanza de las representadas en los teatros públicos, pero con una serie de condiciones que las hacían «fácil de ejecutar en casas particulares».

Las que así figuran en las portadas se pueden dividir en dos grupos: a) las destinadas exclusivamente a las representaciones en casas particulares y b) las que por sus características también pueden darse en dichas representaciones. Las diferencias entre ambos grupos no siempre son perceptibles con facilidad. Podemos señalar que las primeras se definen por una absoluta subordinación a las peculiares circunstancias del marco al que van destinadas, hasta tal punto que en otro diferente perderían su sentido. Mientras que las segundas se pueden dar indistintamente tanto en los teatros públicos como en los privados, de los que excluimos, claro está, los de la nobleza y la monarquía.

José Concha en una Nota preliminar a su obra La inocencia triunfante (Madrid, 1790) indica los requisitos que debe reunir un texto teatral destinado a estas representaciones. Su puesta   -690-   en escena no requiere un espacio escénico complejo y resulta económica, el número de actores ha de ser reducido, es preferible la ausencia total de personajes femeninos, la obra debe ser «visual, nada difícil», tener interés de acción, claridad de verso y sencillez de estilo, la edición ha de incluir las obras menores que se representan junto con la comedia y, sobre todo, el texto ha de ser relativamente breve. Estos requisitos tienen una fácil y lógica justificación si imaginamos el marco al que van destinadas tales obras. Y, por lo mismo, su estricto cumplimiento las empobrecería excesivamente de cara a una hipotética representación en un teatro público3.

Sin embargo, hay una serie de obras, e incluso géneros como el sainete, que sin cumplir a rajatabla estos principios son fácilmente adaptables. De ahí que se indique como un reclamo en las portadas de cara a su venta, pero sin que el autor pensara en este circuito paralelo al del teatro público. Paralelo y mimético, lo cual provoca la ausencia de géneros o temáticas propias que podrían haber resultado interesantes para mostrarnos aspectos de la cotidianidad de aquellos españoles. Al contrario, la necesidad de combinar lo visto en los teatros públicos con la subordinación a las limitaciones impuestas por el marco teatral provoca que, a menudo, los productos vendidos para estas representaciones carezcan de interés dramático, aunque resultaran útiles para la finalidad lúdica a la que iban destinados.

Representar, por ejemplo, una imitación de una comedia heroica o militar con escaso aparato escénico, pocos personajes, sin la más mínima complejidad en su estructura dramática y con una brevedad a veces cercana a la de un sainete es un ejercicio absurdo desde nuestra perspectiva. No obstante,   -691-   resultaría atractivo para aquellos aficionados deseosos de encarnar los personajes y las situaciones que veían en el escenario público. Hemos de comprender, pues, el sentido real de estas producciones y prescindir de una consideración crítica específicamente teatral. Estamos ante un acto lúdico realizado en un marco cercano al de las tertulias, para las cuales también se crearon unos tipos de textos muy específicos y en gran medida sin investigar todavía.

El análisis de las obras de José Concha destinadas a las representaciones particulares nos aportó una primera caracterización de este tipo de textos que circularon con una apreciable difusión. Examinar las de otros autores coetáneos no modifica sustancialmente lo ya sabido, pero nos permite conocer mejor una práctica teatral que incluso fue llevada a la escena como tema por Ramón de la Cruz, aunque sin indicar nada concreto acerca del tipo de obras representadas.

Si repasamos la nómina de autores que cultivaron este teatro, lo primero que advertimos es la ausencia de las figuras más destacadas. Suelen ser autores no tanto de segunda fila como de los que vivían de su pluma, lo cual les llevaría a un tipo de teatro de escaso prestigio no compensado con los ingresos siempre reducidos de la venta de las ediciones; única fuente directa de beneficios económicos proporcionados por este tipo de textos, siempre que no fueran destinados previamente a los teatros públicos.

La mayoría de los autores son, por lo tanto, prolíficos y se dedican a todos los géneros «comerciales». Como ejemplo, podemos citar a José Julián de Castro, el cual -además de un curioso y a veces sorprendente folleto titulado Arte real de jugar a las bolas con perfección (Madrid, 1755)- ya había incluido distintos sainetes para las representaciones particulares en sus misceláneas destinadas fundamentalmente a las tertulias.

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Su comedia Más vale tarde que nunca (Cádiz, 1799), aunque sea «fácil de ejecutar en cualquier casa para cinco personas», es un paradigma de las limitaciones de este tipo de textos cuando, además, son escritos por autores tan poco cuidadosos. La mezcla de las desgracias del general Federico tras sus campañas contra los turcos al servicio de Ladislao, rey de Hungría, con las gracias del criado Peregil configura un extraño y absurdo texto que, por su involuntaria falta de sentido común, roza a veces la parodia del género heroico. El único elemento que da coherencia a tan desgraciada obra es la acumulación de personajes y situaciones que responden a los tópicos del género del cual parte. Acumulación deseada tal vez por los destinatarios para imitar lo visto en los teatros públicos, pero que por su caótica acumulación en un texto breve y endeble destruye cualquier lectura crítica razonable.

Lo mismo podemos afirmar de la tragicomedia La virtud aun entre persas lauros y honores grangea (Alcalá, s.a.) de José Santiago de Santos Capuano. Este «Juego completo de diversión casera para navidad y carnestolendas, con dos loas y dos entremeses para solo siete hombres» proporcionaría a los aficionados, probablemente tertulianos, la oportunidad de disfrutar disfrazándose -interpretar ya es otra cosa- de personajes tan exóticos como Esca-Abbas, Emperador de Persia; Seca-Sefi, Emperador segundo (sic); Mahomet-Alibeg, Mayordomo mayor; Kali-Amaf, Tesorero; Kan-ka-sibaj, Capitán de la guardia y Alag-gliger, Astrólogo...; personajes que, como es habitual en este tipo de textos, se alejan lo más posible de la cotidianidad. Los aficionados nunca pretendieron interpretarse a sí mismos, sino que deseaban imitar lo visto en los escenarios públicos transgrediendo como actores la misma realidad que habían transgredido como espectadores. Esta circunstancia no   -693-   impedía que, también en el mismo marco mimético, se introdujera un poco creíble contenido moralizador en la obra, fundamentado en el providencialismo tan frecuente en el teatro de finales de siglo y mecanizado hasta el absurdo en este tipo de textos.

José Santiago de Santos, autor de misceláneas destinadas a las tertulias, y/o su librero basan buena parte del atractivo de su obra en que incluye también una loa y un entremés -proporciona una representación completa siguiendo el modelo del teatro público-, el poco gasto que representa y en que sólo requiere la intervención de siete hombres, «sin que entre siquiera una mujer, que es mujer». Dicha indicación, tan frecuente en este tipo de obras, se basaría en los prejuicios existentes todavía ante la participación de la mujer en la actividad teatral, tanto pública como privada. Pero sería ingenuo pensar que quienes eran tan imprescindibles en las tertulias no tuvieran su derecho a disfrutar de un ocio teatral como el que nos ocupa. Así algunas obras incluyen personajes femeninos y hay casos sorprendentes como el de la comedia También lidia una mujer con otra mujer por celos (Madrid, 1799), original de Bernardo Vicente Lobón y Carrillo. El producto completo que ofrece su edición incluye una «Introducción, una relación amorosa y un entremés (que podrá servir de tonadilla a cuatro), intermedios y un sainete para fin de fiesta; todo brevecito y curioso, dispuesto para todos tiempos, sin necesidad de tablado, telones, extraños trajes, etc.» Pero lo peculiar de esta «cómica diversión» radica en que, lejos de evitar la presencia femenina, es «para solas cuatro mujeres». El propio autor justifica dicha novedad en la Advertencia indicando que, de la misma manera que los hombres en las tertulias buscan diversiones -incluidas las representaciones- sin presencia femenina, «sábete hay igual satisfacción en las señoras mujeres, sábelo, sí, y en tales términos suspiran por diversión que las entretenga, que si   -694-   hallasen alguna sin manejo de los hombres, procurarían haberla, aún a mucha costa...». Lástima que dicha reivindicación del ocio femenino mediante las funciones caseras no dé paso a una obra de mayor calidad o que presente alguna nota femenina que no sea el sorprendente duelo a espada entre dos mujeres. Tal vez lo único peculiar sea la casi siempre forzada moraleja de estas obras, pues en este caso se relaciona con lo absurdo de los celos, reacción que se supone más propia de las mujeres.

Por fortuna, algunos otros autores de estas obras tienen más entidad que los hasta ahora citados. Un ejemplo sería el prolífico Antonio Furmento -también citado como Antonio Bazo-, de quien son algunas de las obras más tempranas destinadas a las representaciones en casas particulares. Su correcta y clara versificación denota a un autor anterior a la plaga de los verdaderos Eleuterios y que cuida el aspecto formal de sus comedias. Esta circunstancia no evita que tanto Lances de amor, desdén y celos (Madrid, 1760) como En vano es querer venganzas cuando Amor pasiones vence (Madrid, 1762) tengan una escasa consistencia dramática. En la primera, la brevedad consustancial a este tipo de obras impide cualquier desarrollo tanto de los personajes como de las situaciones. Todo se agolpa con una extremada rapidez y nada adquiere consistencia sobre el escenario. Circunstancias agravadas por el excesivo recurso a la narración de hechos -algo habitual en estas obras- hasta tal punto que la comedia se declama más que se representa. Nada extraño si observamos que los amores y desdenes de Flerida y Floristo, los protagonistas junto con el gracioso Ormindo, tienen un origen y una plasmación en el escenario tan relativamente teatrales como los de las églogas del siglo XVI.

Más interesante resulta la segunda obra de Antonio Furmento, aunque no creo que sea una comedia redactada   -695-   exclusivamente para las funciones caseras. Un grado de complejidad superior a la media, sobre todo al incluir un juego de equívocos marcado por la alternancia de presencias y ausencias de los actores, la inserción de acciones paralelas, la muy relativa brevedad y hasta la presencia de mujeres vestidas de hombre que realizan duelos y venganzas nos indican, junto con otros elementos tanto temáticos como formales, que estamos ante una obra cercana a los gustos tradicionales anteriores a la irrupción del Neoclasicismo, pero de difícil traslación a las funciones caseras.

Ahora bien, este último punto siempre es difícil de determinar. No sabemos nada exacto acerca de la capacitación técnica de quienes intervenían en estas funciones, pero por mucho que se simplificaran los textos es indudable que para ponerlos en escena era necesario un mínimo de trabajo y hasta de «profesionalidad». Si en el teatro público los actores disponían de bastante libertad para alterar los textos originales, suponemos que ese margen aumentaría en estas representaciones. Pero, salvando dicha circunstancia, es indudable que no nos encontramos ante un teatro «fácil» que pudiera ser representado por cualquiera y que los aficionados de entonces, con la posible colaboración de algún profesional, tendrían un al menos apreciable nivel técnico.

Autores de mayor relieve como Félix Enciso Castrillón y José López de Sedano también editaron obras destinadas, aunque no exclusivamente, a las funciones caseras. El primero, por ejemplo, traduce «un pensamiento francés del célebre Florian»   -696-   -Juanito y Coleta o el pleito del marquesado (Madrid, 1799)4- y, al acomodarlo a nuestro teatro, se presenta como una «pieza fácil de ejecutar en casas particulares». El resultado es de un nivel teatral superior al habitual en este tipo de obras. La base original de Florian y la acertada y sencilla disposición teatral de Enciso Castrillón dan cuenta de un argumento sentimental y moralizador que se adecua perfectamente al marco de una función casera. Eso sí, de una casa donde también se leyera al célebre Florian, es decir, con un mínimo nivel cultural, unas inquietudes y un gusto que se corresponden con la ausencia de loas, entremeses... o con que no se diga nada acerca de hombres o mujeres solos, por ejemplo. Estaríamos, pues, ante una función casera de un nivel social e intelectual superior y más en consonancia con las tendencias renovadoras del teatro y la literatura de la época.

La pasión ciega a los hombres (Madrid, 1784), de José López de Sedano, es un ejemplo de obra representada en el teatro público que se reedita por segunda vez (Salamanca, s.a.) buscando el circuito de las representaciones particulares. Esta trágica historia de celos infundados se acerca mucho al tono de los melólogos, aunque aquí intervengan dos personajes. Recordemos que la intensidad y condensación buscadas en los melólogos también se daban, por diferentes razones, en las obras para funciones caseras. En ambos casos se suele suprimir la presentación y desarrollo de los antecedentes para centrarse desde el principio en la situación climática. En los melólogos y similares para buscar la intensidad emocional, en el otro caso en aras de una necesaria simplificación que permitiera a los actores disfrutar de las escenas cumbre que eran las verdaderamente interesantes para ellos. Estas circunstancias restan entidad dramática a las obras, pero por su relativa similitud hacen posible que se pudieran representar textos como el de José López Sedano en una función casera, eso sí, de cierto nivel   -697-   y un tanto alejada de los gustos más populares. Recordemos que el público habitual de estas representaciones deseaba ver las cosas simplificadas, pero diversas y en gran cantidad importándole poco el ritmo y la coherencia.

El teatro de las representaciones particulares también nos permite descubrir algún autor interesante no estudiado por la crítica como es Manuel Rincón (1785-1804), fallecido en Madrid a los diecinueve años, pero del cual en 1805 se publicaron póstumamente la comedia La casa sin gobierno y el entremés El aldeano tuno. Las obras del joven Manuel Rincón apuntan en una dirección que, de haber tenido tiempo para consolidarse, se habría situado en la línea de Tomás de Iriarte y Leandro Fernández de Moratín. El destino final al cual aspiraría el citado autor sería el teatro público, pero a su edad y a modo de ensayos escribió estas obras escenificadas por sus propios familiares, quienes fueron los encargados de editarlas en su recuerdo presentándolas como fáciles de ejecutar en casas particulares. Verdaderamente lo son, pero sorprenden un tanto porque afrontan unos temas domésticos tan cercanos a los de los citados autores y tan apropiados para unas representaciones caseras como poco frecuentes en las mismas. Manuel Rincón no concibe personajes para que los aficionados puedan disfrazarse de algo exótico o imiten a sus héroes, sino para conseguir la función didáctica relacionada con temas como la educación de los hijos o la elección del matrimonio.

Lo precipitado de la redacción de La casa sin gobierno se percibe en el artificioso y a veces incorrecto engarce de las escenas, necesitadas de la lima neoclásica y de un mayor conocimiento técnico. Pero en Manuel Rincón hay una interesante disposición a afrontar los temas de quienes serían sus posibles referencias: Moratín e Iriarte, y a hacerlo con matices propios como los aportados por el desenlace desgraciado que sufre la familia protagonista de La casa sin gobierno o la franqueza   -698-   nada conformista de Clotilde, pretendida por el protagonista del apreciable entremés titulado El aldeano tuno. La citada comedia la pensaba representar Manuel Rincón junto con algunos familiares en el carnaval de 1804. No es, pues, una obra escrita pensando en unos destinatarios anónimos relacionados con las funciones caseras. Era la comedia para su propia función casera en la que el joven autor podría haber mostrado las capacidades de un teatro que, por su temática y disposición formal, era adecuado para las representaciones particulares sin prescindir de la reflexión crítica y la función didáctica.

Después de observar algunas de las distintas posibilidades que se dan en una práctica teatral tan condicionada como la de las representaciones particulares, quisiera terminar la ponencia centrándome en Antonio Rezano Imperial, autor que también cultivó esta modalidad junto con los sainetes, las comedias, las tragedias y hasta los folletos didácticos y polémicos.

La afición de Antonio Rezano, empleado de la Dirección de la Real Lotería, por el teatro le llevó a los escenarios sevillanos como primer galán en contra de la voluntad familiar. El mismo Conde de Aranda, por medio del teniente primero del municipio sevillano, tuvo que intervenir para que volviera a Madrid y no escandalizara a su madre5. Pero estas curiosas circunstancias no impidieron que pasados los años Antonio Rezano continuara su trabajo teatral como autor. Antes y casi coincidiendo con sus actividades como galán había publicado un par de interesantes folletos sobre las técnicas de la representación con el título conjunto de Desengaño de los engaños, en que viven los que ven y ejecutan las comedias (Madrid, 1768). Su intención era continuar la serie con nuevos folletos de periodicidad mensual que abarcaran todos los aspectos del arte cómico desde la   -699-   perspectiva de los actores, tan necesitados de una teoría que les permitiera evitar las habituales imperfecciones en su trabajo. Antonio Rezano comparte la opinión de los reformistas teatrales al lamentarse por el deplorable estado en que se encontraba el arte de los cómicos. Considera que el mismo requiere «mucho estudio» para desarrollar el entendimiento, la memoria y la voluntad, así como la correcta utilización de todos los sentidos: «¿cómo podrá llamarse Cómico, quien, no sólo apropia ninguno de estos, sino que sin reflexión, ni observancia, se presenta en el teatro como un papagayo, que dice lo que oye, sin comprender cómo ni por qué?». Los principios fundamentales que defiende Antonio Rezano son la propiedad y la naturalidad, aplicados a la técnica de un actor que debía estudiar más «porque ha de imitar los papeles de los objetos que representa con la mayor similitud, naturaleza y propiedad» (p. 8), ensayar con seriedad y conseguir la naturalidad hasta el punto de que al oyente «lejos de parecerle retrato lo que mira se engañará en que es original la acción» (p. 7).

Estos bien enfocados folletos no dieron paso a una obra creativa siempre homogénea y de calidad. En 1792 Antonio Rezano volvería a demostrar realismo y sentido común al contestar desde una postura que admite la reforma teatral al Discurso incluido por Luis de Urquijo en su traducción de La muerte de César (1791), de Voltaire. Lo hizo en el Prólogo de su tragedia La desgraciada hermosura o Doña Inés de Castro (Madrid, 1792), que en realidad es un esbozo de tragedia sin entidad propia. Tampoco es apreciable la comedia heroica titulada Defender al enemigo en la traición que es lealtad, y defensa de Carmona (Madrid, 1802), probablemente escrita por encargo para demostrar la paradójica lealtad de Carmona al rey Enrique II. Pasando de un género a otro, Antonio Rezano Imperial también tradujo Les trois jumeaux vénitiens (1777) de Piérre-Agustin Lefèbre de Marcouville con el título de Los tres   -700-   mellizos (s.l., s.a.) [1790]. Esta comedia de enredo se centra en los equívocos producidos por tres hermanos mellizos que coinciden en una posada sin saberlo y teniendo unos caracteres contrapuestos. En la «Prevención» el propio traductor y adaptador -y frustrado «primer galán»- reconoce que el valor de la obra reside en el trabajo realizado por Manuel García Parra, que tendría una excelente oportunidad de lucir sus cualidades al interpretar a los tres mellizos.

Antonio Rezano también es el autor de sainetes divertidos y bien construidos dentro de los cánones como La elección de novios. En sus tres ediciones vemos un desfile de tipos que permite la sátira de un militar por su falso valor, un petimetre por su aspecto ridículo y un montañés por su falsa hidalguía. De parecidas características es La fiesta del lugar en Navidad (Valencia, 1811), divertido sainete que hace desfilar a los tipos habituales con motivo de unas fiestas y que cuenta con siete ediciones entre 1803 y 1885. Aparte de El médico en el lugar y La sordera (Valencia, 1814), también cabe reseñar las dos partes del sainete La variedad en la locura (Alcalá, 1799-Madrid, 1800), reeditado varias veces y que constituye un nuevo desfile de tipos, en este caso de locos que acaban espantando al payo Anascote de Ciempozuelos y, en la segunda parte, a su sobrino Celedonio. Asimismo, Antonio Rezano también escribió una obra poética destinada a glosar una colección de láminas que recogían diferentes momentos de la vida de un individuo6.

Por lo tanto, estamos ante un autor que, como la mayoría de los que escribieron para las representaciones particulares, cultivó la práctica totalidad de los géneros existentes. No hay, pues, autores especializados en una producción que nunca   -701-   dejó de constituir un circuito paralelo de relativa importancia en comparación con el teatro público.

Las dos obras que Antonio Rezano destinó a las representaciones particulares, aunque no con carácter exclusivo, son la «pieza militar en tres actos» titulada Acrisolar el dolor en el más filial amor7 y la comedia Acaso, astucia y valor vencen tiranía y rigor, y triunfos de la lealtad8. Esta última tuvo una buena acogida a tenor de sus cuatro ediciones, pero revela los habituales defectos de las obras destinadas a este marco y que intentan ser un calco, en dimensiones reducidas, de las representadas en los teatros públicos. Se da un esquematismo empobrecedor por la excesiva condensación de la acción impuesta por la brevedad y, sobre todo, un desequilibrio entre la entidad teórica del drama y los medios personales y técnicos que presumiblemente se tendrían para ejecutarlo. En la obra, ambientada en la Atenas clásica, se dan un regicidio, un suicidio, varias venganzas y al final la proclamación del sufrido Aristides como rey de Atenas, gracias, entre otros, a la labor del sabio anciano Filemón y del pastor y gracioso Cremón. Todo ello en una acción dramática donde cada paso se realiza mecánicamente, sin la más mínima emoción o dosificación de la intensidad. Asesinatos, venganzas, desafíos... se van sucediendo sin un criterio dramático y, por supuesto, sin acudir a los moldes de la tragedia que serían dentro de los existentes en aquella época los más adecuados para abordar un conflicto como el indicado.

Pero la tragedia era casi incompatible con las funciones caseras, necesitadas siempre de algún motivo para reír aunque fuera entre desgracia y desgracia. Esta necesidad es cubierta por el pastor Cremón, que por un equívoco se pone la ropa del   -702-   perseguido Aristides y repite hasta la saciedad que él no es «Alpiste». Chiste lingüístico de escasa gracia, pero que Antonio Rezano no duda en repetir en una comedia donde se dan un magnicidio, un regicidio y un suicidio dentro de la lucha por el poder desarrollada en torno a un supuesto Palacio de Atenas. Comedia, pues, heterogénea donde todo cabe, lo cual es una característica de buena parte de las obras destinadas a las funciones caseras.

Más interés tiene Acrisolar el dolor en el más filial amor, de la cual aparecieron tres ediciones que nos prueban su buena acogida que no cabe relacionar exclusivamente con el circuito de las funciones caseras. No creo que sea una obra enteramente original de Antonio Rezano, pues aunque no haya ningún dato expreso que lo confirme, todo nos indica que estamos ante una adaptación para las representaciones en casas particulares de una comedia sentimental francesa. Lo convencional del argumento y los personajes dentro del género dificultan el conocimiento del posible original, pero lo importante en este caso es percibir que la presencia del teatro sentimental también llegó a las funciones caseras.

Hay algunas notas discordantes con respecto a los cánones del género sentimental, pero comprensibles en el marco de las citadas funciones. La obligada presencia del criado desempeñando la tradicional función del gracioso es un postizo en un argumento de pretendido dramatismo sentimental, el cual también sufre las consecuencias del esquematismo derivado de la brevedad de la obra. Antonio Rezano debe, en consecuencia, entrar directamente en la acción desde el principio y acumular elementos narrativos para situarnos ante un conflicto que ha de ser desarrollado con rapidez. La también casi obligada ausencia de personajes femeninos en esta ocasión es una rémora para conseguir el adecuado clima dramático. Sin embargo, la   -703-   corrección poética de la que suele hacer gala Antonio Rezano, superior a la de otros autores del género como José Concha, le permite sortear estas dificultades con relativa solvencia. El resultado es una comedia sentimental bastante convencional, como lo son todas las obras destinadas a las funciones caseras, pero estimable por constituir un indicador de que también esta corriente generó entre los aficionados la necesidad de llevarla a sus propios escenarios particulares. Quienes se habían «disfrazado» de los personajes tradicionales del sainete y la comedia heroica también cedieron ante la exaltación de la virtud al final siempre recompensada. Incluso en una acción desarrollada en la Francia coetánea, de la cual no se quita ningún nombre ni rasgo para su adaptación al contexto español.

Las innovaciones en el teatro destinado a las representaciones particulares no son tales, sino el reflejo de las producidas en el teatro público adaptado a las peculiares circunstancias del citado marco. Por ello es lógico pensar que la evolución entre las obras aquí analizadas de Antonio Furmento y las de Antonio Rezano no es sino la evolución que se dio en términos generales en el teatro español, aunque siempre matizada por las tremendas limitaciones que tuvo esta práctica teatral.

Sin embargo, la verdadera renovación se pudo haber dado en este peculiar tipo de teatro si hubiera sido más sensible a su entorno cotidiano. Su carácter mimético con respecto al público supone su lógica, pero excesiva rémora. Lógica porque responde a la necesidad lúdica de sus protagonistas de imitar lo visto como espectadores, pero excesiva porque nunca los medios disponibles permitían que esa imitación fuera de calidad. Cuando estamos ante la adaptación de una comedia heroica o similares a las funciones caseras siempre se produce un desfase entre el conflicto dramático y los medios para desarrollarlo. Sin embargo, otros géneros donde ese desfase no se   -704-   debía producir necesariamente apenas fueron cultivados en las funciones caseras. Dejando al margen los sainetes que merecerían un trabajo desde esta perspectiva, la comedia neoclásica de temática doméstica ofrecía tal vez pocas oportunidades lúdicas a unos actores obligados a hacer casi de ellos mismos, pero permitía adecuar la temática al marco introduciendo la cotidianidad en unas funciones que siempre prefirieron acudir a las realidades más exóticas. Por ello, y aunque fuera más bien fruto de circunstancias fortuitas, las obras de Manuel Rincón apuntaban en una dirección fructífera que no tuvo la debida continuidad.

Pero no podemos pedir a las representaciones particulares lo que no les era propio: la calidad teatral. Su valor hay que relacionarlo con la necesidad de satisfacer un tiempo de ocio acudiendo a un teatro que era una de las pocas diversiones a las que se podía aspirar. Un ocio en el que los espectadores se convertían en protagonistas, de una forma mimética, sin aportar nada personal, pero satisfactoria para sus necesidades de diversión. Esta expectativa era perfectamente conocida por los autores y editores, quienes proporcionaban un producto que dentro de su simpleza daba un sucedáneo bastante completo de lo presentado en los teatros públicos. Un sucedáneo que incluía todo lo fundamental, aunque reducido a la mínima expresión. Se garantizaban las risas, las emociones, los complejos conflictos, las pasiones, las virtudes recompensadas, los equívocos, los disfraces, los lugares más exóticos, los nombres más llamativos..., aunque siempre en pequeñas dosis y sin excesiva preocupación por la coherencia dramática del producto. Y cumplirían su función no sin el empeño de unos actores que, siendo aficionados en su mayoría, tenían que desarrollar un considerable esfuerzo para poner en escena unas obras no siempre tan «fáciles de ejecutar en casas particulares».

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Antonio Rezano vio frustrados sus deseos de convertirse en primer galán a causa de las presiones familiares, pero al menos facilitó obras que, junto con otras muchas, permitieron jugar al teatro a los numerosos aficionados. Juego y no otra cosa son las funciones caseras, lo cual en definitiva y hasta cierto punto también es un paralelismo con respecto al teatro público.





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