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Las prácticas de lectura de una reina: Isabel I de Castilla

Elisa Ruiz García


Universidad Complutense

Un intento de reconstrucción de los libros leídos por la Reina Católica tiene necesariamente que contemplar las condiciones circunstantes: su desarrollo vital en Castilla durante la segunda mitad del Cuatrocientos, su condición femenina, y su estatuto privilegiado de infanta y, luego, de reina, tres parámetros ineludibles a la hora de enjuiciar su actividad en este campo.

Por otra parte, la captación de un mensaje escrito es una operación compleja que puede ser realizada de diversas maneras. En consecuencia, la valoración de las prácticas de lectura de un individuo se deberá establecer en función de las formas ejercitadas por él en lo que se refiere al contenido y al modo de ejecución.






1. La educación de la Reina

La primera infancia de doña Isabel transcurrió en la villa de Arévalo, donde habitó hasta el año 1461, fecha en la que fue trasladada a la corte de Enrique IV. Por tanto, en aquel lugar debió de recibir la instrucción elemental al uso, consistente en unas nociones de doctrina cristiana, el conocimiento de las letras y los rudimentos de su trazado, amén de la forma de descodificación, dada su condición femenina y su linaje1. No existe documentación que acredite los primeros pasos de la futura reina en el mundo del saber, pero cuando dejó Arévalo tenía diez años, edad más que suficiente para que ya dominase las técnicas de la lectura y de la escritura2.

La falta de otros testimonios sobre la educación recibida nos impide conocer cuál fue el alcance de su formación. Se suele esgrimir el conocimiento del latín gracias a un aprendizaje tardío. El conocido pasaje de Hernando de Pulgar, incluido en una carta dirigida a doña Isabel, es empleado como argumento contundente, amén de otras alusiones al mismo tema3. Las palabras del cronista confirman un propósito de la soberana en tal sentido, pero no prueban que el intento culminase con el dominio de la lengua de Cicerón. Es más, el encargo de traducciones de textos de su interés -entre otras razones- me inclina a pensar que poseyó tan sólo unos rudimentos del idioma hegemónico en el campo de la cultura. El hecho de que estuviese en la corte de su hermano de padre desde los diez años y su condición de infanta, que no de princesa, refuerzan la hipótesis de que no recibiese una educación sólida en materia literaria. Además las peripecias de su azarosa vida en el período juvenil tampoco contribuyeron a que adquiriese una formación autodidacta. La temprana boda y los difíciles años de su advenimiento al trono no le concedieron tregua en orden a disfrutar de un ocio inteligente. Frente a estos datos objetivos se alza una opinión generalizada: los estudiosos le suelen asignar una gran afición por distintos géneros literarios4. A mi juicio, la atribución a su persona de una competencia en el manejo del latín y de un gusto por la lectura de esparcimiento responde más bien a una imagen conformada por los cortesanos de su tiempo y por una historiografía benevolente.

La desmitificación de una visión idílica -la representación de una reina ávida lectora y amante de los libros- no resta un ápice al peso específico de una figura histórica de valía cierta y probada por los hechos, pues la bibliophilia, en una acepción etimológica del término, no es virtud imprescindible para un gobernante. Sus méritos discurrieron por otras vías. Sin embargo, muchos han considerado de buen tono adjudicarle una afición que sería un adorno más en el marco de un retrato complaciente y poco realista. El hecho de que su amor por la lectura y los libros esté por demostrar -y la ausencia de cualquier mención a este respecto en su testamento y codicilo es bastante significativa- no es óbice para que ella tuviese una clara idea de la función primordial desempeñada por la lectura y la escritura en el plano personal y en el político.




2. Los libros de doña Isabel

Sin duda alguna, la documentación referente a los efectos de la soberana contenidos en dieciséis arcas y guardados en la habitación más íntima, llamada «recámara» o «retrete», constituye un testimonio fidedigno en lo que respecta a su personalidad5. Allí doña Isabel conservaba con toda probabilidad una parte valiosa de su ajuar y, sobre todo, los objetos más estimados y privados, por cierto, almacenados de manera caótica. Había enseres de todo tipo, pero particularmente joyas y reliquias, bienes que eran altamente considerados de acuerdo con la mentalidad de la época. La mayoría de dichos objetos remite a una cosmovisión medievalizante, en la que aún predomina el concepto de «tesoro» como forma de expresar unos valores potenciales, pero pecaríamos de injustos si no reconociésemos que también allí se encontraban elementos propios de un «coleccionismo ecléctico»6, aunque fuese de manera incipiente. Tal tendencia suponía una muestra de modernidad. Ciertamente, existía un fuerte contraste entre dos mundos ideológicos y estéticos durante la época en la que le tocó vivir a doña Isabel. Y ella tuvo conciencia de que estaba en una encrucijada.

Los libros hallados en esos receptáculos de madera eran sus ejemplares propios. Es probable que algunas de tales obras suntuosas nunca fueron leídas y apenas contempladas. Si se practica un desglose de los ciento y un7 libros, es posible distinguir cuatro bloques temáticos:

  • Sagradas Escrituras
  • Libros de rezo
  • Obras de espiritualidad y de doctrina cristiana
  • Otras obras

El primer grupo constaba de tres Biblias manuscritas y en pergamino. Al menos dos estaban en latín, de la tercera no se indica la lengua.

El siguiente apartado es el más nutrido e importante. He incluido bajo el epígrafe de «libros de rezo» todos aquellos ejemplares destinados a la celebración de actos de culto y al ejercicio de prácticas devocionales. Su distribución es como sigue: 5 Breviarios, 33 Devocionarios, 6 Diurnales, 14 Libros de Horas, 1 Misal, y 3 Salterios, lo cual supone 62 ejemplares de esta naturaleza8. Creo que las cifras hablan por sí solas. Ciertamente, la donación de libros lujosos de contenido religioso fue un uso instaurado en las clases poderosas. Esta costumbre explicaría, al menos en parte, el gran número de obras de esa naturaleza que he contabilizado hasta el momento presente en la documentación simanquina.

El tercer bloque comprende obras cuya finalidad era mejorar la formación espiritual y doctrinal de los fieles; su número supera la veintena volúmenes. Entre ellas se encuentran títulos muy representativos de la corriente religiosa llamada Deuotio moderna, tales como un Contemptus mundi o las Meditationes uitae Christi de Ludolfo de Sajonia.

El resto de los libros, algo más de una docena, era de naturaleza variada. Un ejemplar de molde de las Siete Partidas y un Sumario de leyes y ordenanzas del reino cubrían el ámbito del derecho. También se encontraban en esas arcas una versión del conflicto diplomático protagonizado por Alfonso de Cartagena en tiempos de Juan II, la famosa Altercaçión que se fyso entre los enbaxadores de Castilla y el concylio de Basilea, y un manuscrito en latín titulado Remedio contra las cosas beninosas, título que hace suponer se tratase de un prontuario de carácter médico. Asimismo, tenían allí su asiento dos obras dedicadas a su persona: una traducción de Trogo Pompeyo hecha por Hernán Núñez de Guzmán y una composición de carácter panegírico, probablemente de Carlo Verardi. Y poco más.

El contenido de los libros que estaban a su disposición, y que eran tan celosamente custodiados por ella, revela que las lecturas de la Reina se nutrieron básicamente de literatura de temática religiosa, dejando a un lado aquellos tratados y escritos que hubo de conocer para el desempeño de su función como gobernante. En su reserva personal no figuraba un solo título de carácter histórico, científico o filosófico ni, por supuesto, obras de ficción o de esparcimiento. El resultado de la clasificación por materias de este fondo facilita enormemente la tarea de averiguar la naturaleza de sus lecturas9.

El patrimonio librario de la Reina no puede ser valorado en su justa dimensión si no son tenidos en cuenta otros factores determinantes que modulan la relación de doña Isabel con el ámbito de la cultura escrita. Ciertamente, la posesión de una serie de ejemplares no es una prueba irrefutable de que la titular fuese una persona amante de la lectura, máxime si ni siquiera la palabra «biblioteca» resulta apropiada para designar un cúmulo de manuscritos e impresos diseminados e incorporados a un ajuar cuantioso y variopinto. En realidad, la existencia de tales bienes constituye simplemente un hecho objetivo. Por tanto, será preciso recurrir a otras vías de información con el fin de precisar su auténtica disposición a este respecto. En una persona dedicada a la vida pública resulta difícil distinguir las actitudes privadas de las que no lo son, pero a pesar de ello en su acontecer vital se vislumbra un primer espacio intelectual, el de la intimidad10 que, luego, va ensanchando su círculo de acción hacia otros campos a través de actuaciones de clara intencionalidad política. En definitiva, creo que hay unos parámetros susceptibles de ser utilizados para averiguar el papel desempeñado por la cultura escrita en su vida como simple particular y en su tarea como gobernante. Tales unidades de medida estarían representadas por su condición de mujer lectora, por su producción escrita manual, por su labor de mecenazgo en el campo del libro, por su actitud ante una nueva tecnología gráfica y por su capacidad de obtener rendimiento de letras, textos e imágenes en función de sus intereses terrenales y espirituales. Aquí sólo examinaré el punto primero.




3. El canon de lecturas de la Reina

Cuando se examina el contenido de los ejemplares, se comprueba algo que ya sabíamos por otros conductos, a saber, que uno de los valores predominantes de la cosmovisión de la soberana era la religiosidad11, aspecto sobre el que Gómez Manrique reconvino con mesura a la interesada en unos conocidos versos:


El rezar de los Salterios,
y el dezir de las Horas
dexad a las oradoras
que están en los monesterios.
Vos, señora, por regir
vuestros pueblos y regiones,
por hazerlos bien bevir,
por los males corregir,
posponed las oraciones12.



Las palabras del poeta respondían a una realidad si nos atenemos a los datos que proporciona su inventario, según vimos. Tal vez la tónica general de ese conjunto refleje lo que era estimado como literatura ideal para la condición femenina, sobre todo si la interesada pertenecía a un estrato social elevado. Basta con leer el breve tratado de Hernando de Talavera dedicado a doña María Pacheco, condesa de Benavente, para que «expenda» bien su tiempo13. El plan de vida propuesto por el fraile jerónimo se asemejaba al tipo de jornada que se desarrollaría en un convento14. Si tenemos en cuenta que el Arzobispo de Granada fue confesor de la soberana y ejerció una dirección espiritual muy activa, comprenderemos mejor cuáles fueron las relaciones de doña Isabel con la lectura. Los libros guardados celosamente en las arcas eran los que le deberían guiar para acercarse al modelo de una reina ejemplar a lo divino. Ésta era la auténtica biblioteca personal de doña Isabel. La presencia de tales textos en su entorno próximo se debe valorar en su justa medida. Por tanto, convendrá revisar algunos juicios emitidos sobre sus aficiones literarias.

Aun a sabiendas del profundo sentimiento cristiano de la soberana, un surtido tal resultaría sorprendente, si no tuviésemos en cuenta la incidencia de los regalos efectuados por los súbditos, como ya anticipé. Máxime cuando en una de las entradas se lee lo siguiente: «Un libro aforrado en carmesí pelo en que rreçaba [de] contino Su Alteza»15. Esta noticia nos confirma que para su uso diario le bastaba con un simple ejemplar. En consecuencia, la acumulación y custodia personal de tales piezas indica su alto valor simbólico y económico. Dichos objetos eran considerados como auténticas joyas en el plano espiritual y material.

Por otra parte, disponemos de una vía colateral para conocer cuáles eran los libros que doña Isabel consideraba más adecuados para una mujer de situación social semejante a la suya. Se trata de los asientos de cargo que registran los regalos enviados por la soberana durante una de sus frecuentes estancias en la ciudad de Granada, concretamente en los años de 1500 y 1501, a dos de sus hijas, alejadas de la corte castellana por razón de sus enlaces matrimoniales. A doña María, reina de Portugal, en un envío le mandó, entre otros objetos varios y lujosos, diecisiete libros y un pergamino con las palabras de la Consagración16; a doña Catalina, princesa de Gales, veintidós ejemplares17. Una simple lectura de ambas relaciones evidencia que hay trece títulos que se repiten en ambos casos. Hasta el momento presente no he encontrado documentos similares a los anteriores referidos a sus otras dos hijas, aunque cabe suponer que también tuviese el mismo género de atención con ellas. Como de doña Juana la Loca se conserva un inventario de sus bienes18, resulta posible conocer los títulos de las obras que poseyó. Dejando a un lado los libros de rezo (Breviarios, Devocionarios, Diurnales, Libros de Horas, Misales, etc.) que se encuentran abundantemente representados en dicha relación, hay una coincidencia significativa en las siguientes obras:

  1. Thomas de Kempis, Contemptus mundi.
  2. Domenico Cavalca, Espejo de la cruz.
  3. Pedro Jiménez de Préjano, Lucero de la vida cristiana.
  4. Clemente Sánchez de Vercial, Sacramental.
  5. Jacobo Vorágine, Flos sanctorum.
  6. Íñigo de Mendoza, Vita Christi fecho por coplas.
  7. Anicio Manlio Boecio, De consolatione de Boecio.
  8. Regimiento de príncipes.

Los siete primeros ejemplares eran impresos, el octavo un manuscrito. También aparecen en este inventario algunos otros títulos muy característicos, tales como la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia, el Carro de las donas de Francesc Eiximenis o la Visión deleitable de Alfonso de la Torre.

Respecto de la primogénita, doña Isabel, tan sólo tenemos la referencia de los bienes que quedaron en Castilla a su fallecimiento. Esta relación denota unos intereses de lectura muy parecidos.

La repetición de títulos en el marco de los libros regalados por doña Isabel indica, a mi modo de ver, una clara predilección suya por las obras en cuestión. Ahora bien, queda por averiguar si la elección de esta temática concreta era espontánea o, por el contrario, inducida. Creo que la figura de fray Hernando de Talavera fue muy influyente en tal sentido. A este jerónimo se debe un tratado titulado De cómo han de vivir las monjas de san Bernardo en sus monasterios de Ávila. En el capítulo séptimo del mismo propone un catálogo de lecturas que merece ser tenido en cuenta, por ello lo cito in extenso:

Sean siempre la lección en romance, porque la lección que no se entiende, ni se lee ni se oye como debe, ni aprovecha mucho leerse. Sea la lección de los santos Evangelios, y aún de todo el Testamento Nuevo; sea de los cinco libros de Salomón, sea de Tobías, de Ester y de la santa Judit; sea de las Vidas de los santos; sea de los Morales de san Gregorio y de sus Diálogos; sea de la Vida de Nuestro Señor Jesucristo, que compuso fray Francisco Jiménez, santo fraile menor, patriarca que fue de Jerusalén, sea de Natura angélica y De las donas que escribió el mesmo; sea del libro que escribió san Juan Buenaventura de cómo los novicios han de ser enseñados en la santa religión [Forma de los novicios]; sea del libro que enseña cómo se han de haber los religiosos en todo lugar y en todo tiempo y en toda ocupación [Enseñamiento de los religiosos]; sea del libro que enseña cómo se han de guardar el corazón [Enseñamiento del corazón], que es un libro muy provechoso; sea de la Regla que escribió el glorioso mi padre san Hierónimo a la santa virgen Eustaquio y la Epístola que le escribió de cómo se ha de guardar la castidad, y de su santa muerte y muy devoto pasamiento de esta vida, y de los milagros que Nuestro Señor hizo por él [Vida y tránsito de san Jerónimo]; sea del libro que escribió vuestro dulce padre san Bernardo a su santa hermana Florentina [La manera del bien vivir]; del libro que escribió san Agustín de la vida del cristiano [Doctrina cristiana]; ítem, del Espejo del pecador, del Soliloquio; de las oraciones de los padres y de las instituciones de los monjes [Instituciones de ¿Casiano?]; del Espejo de los legos; y otros libros devotos y provechosos19.



Casi la totalidad de las obras enumeradas figuró en las distintas partidas del patrimonio librario isabelino, incluido el propio manuscrito portador de la cita20. Esta circunstancia tal vez denote la existencia de un canon de lecturas femenino auspiciado o, al menos, considerado beneficioso por el futuro prelado. El hecho de que las destinatarias de esta recomendación fuesen unas monjas no es óbice, pues las seglares pertenecientes a una clase social privilegiada tenían un plan de vida espiritual análogo al de las féminas consagradas a Dios, como ya se ha indicado al hablar de la Condesa de Benavente. El denominador común era ser partícipes de un mismo género, por oposición al masculino, con independencia de su estado. La dirección ejercida por el confesor de la Reina tal vez se materializó ocasionalmente en la indicación de obras concretas. Por ejemplo, doña Isabel regaló a dos de sus hijas un ejemplar del Enseñamiento del corazón y otro probablemente a su propio esposo. Pues bien, en el catálogo de Talavera dedicado a las monjas, ese título figura distinguido con el siguiente juicio crítico: «es un libro muy provechoso».

El círculo familiar femenino se cierra con la figura de la hija política de la soberana, doña Margarita de Austria. La esposa del príncipe don Juan, al morir éste, recibió en la ciudad de Granada los bienes de su Cámara que le pertenecían. El acto protocolario se celebró el 28 de septiembre de 1499 en presencia de los embajadores venidos a la Península para la ocasión. En un memorial se registraron los distintos objetos: entre ellos figuraban veinte libros21, cinco de ellos en castellano. Estos últimos eran: unas Horas manuscritas que le había dado la Reina, un Isopete, unos Evangelios, unas Coplas de la Pasión y otras sobre la Vita Christi. Aunque sólo en dos casos se indica que los ejemplares eran de molde, hay que suponer que en realidad lo fueran los cuatro. Tras su marcha de Castilla la desdichada princesa siguió cultivando su afición. De hecho, logró reunir una magnífica colección de libros a lo largo de su vida. En el inventario correspondiente, del cual se conservan varias copias espaciadas en el tiempo, se incluyen, en medio de un riquísimo y variado surtido, algunas obras en castellano22. Si se comparan los títulos de los fondos de la Reina Católica con los que figuran en la librería de su nuera, se observa que ambas damas tenían unos gustos literarios muy distintos. La colección de doña Margarita era, en parte, fruto de una herencia patrimonial notabilísima: la de los duques de Borgoña. No obstante, se percibe en ella una pasión bibliófila a través de las adquisiciones que realizó y una verdadera afición por la lectura. En cualquier caso, su biblioteca refleja una mentalidad muy distinta de la atribuible a doña Isabel.

En definitiva, el seguimiento de los ejemplares de uso privado de la Reina Católica y de los regalados por ella permite conocer sus preferencias en materia de lectura. Ciertamente, los títulos coinciden con el canon femenino vigente en la época. El conjunto de obras enviadas por doña Isabel a sus hijas refleja cuáles eran los libros que se consideraban de buen tono y adecuados para unas damas de su rango en el seno de la corte castellana.




4. Oír y ver: formas de apropiación de lo escrito

La recepción de un texto puede efectuarse por vía auditiva o visual. Como es sabido, el primer procedimiento fue muy utilizado por personas alfabetizadas en los medios aristocráticos, ya que el manejo del ejemplar y la descodificación de la escritura suponía un esfuerzo que se delegaba con frecuencia en un servidor capaz de ejecutar el encargo con destreza. Resulta imposible averiguar si la Reina Católica acudió a este procedimiento pues no hay constancia documental, pero se puede conjeturar que así lo hiciese ocasionalmente, dados los hábitos de la época y su incesante actividad. Ante la ausencia de datos no consideraré esta opción, en cambio, me centraré en la otra vertiente de la cuestión.

La manera visual de acceder a un texto no responde a un procedimiento único. En efecto, existe una amplia tipología que va desde una aproximación rápida al escrito hasta una inmersión profunda en el mismo con el fin de alcanzar distintos objetivos. En lo que respecta a la figura que venimos analizando, cabe suponer que su acercamiento a un texto ofreciese variantes: una lectura superficial con el fin de captar globalmente el contenido; una lectura informativa cuando se tratase de conocer los distintos aspectos de un asunto; una lectura receptiva en el caso de degustar el mensaje transmitido; y una lectura iterativa23 si la pieza sobre la que se deslizaba la mirada tenía un carácter litúrgico o eucológico. Las dos primeras modalidades estarían vinculadas al ejercicio de las funciones públicas de la Reina; las otras dos formarían parte del ámbito de su privacidad. Por ejemplo, la forma de recepción de la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia -obra por la que ella sintió una especial predilección a juzgar por sus desvelos para que fuese traducida, copiada lujosamente y, finalmente, impresa- tuvo que ser eminentemente fruitiva. Otro tanto sucedería, en mayor o menor escala, con algunos de los títulos que formaron parte de su canon de lecturas. Por supuesto, la variedad que he denominado iterativa debió de ser la practicada con más asiduidad, dada su religiosidad. En consecuencia, me voy a detener en el análisis de esta vertiente.

El hecho de dirigirse a Dios por la vía de la plegaria conllevaba realizar esta acción de acuerdo con determinados requisitos24. De ahí que el fiel debiese reunir determinadas condiciones para que se actualizase el mecanismo garante de la operatividad suplicatoria. En este ámbito hay que considerar dos aspectos:

-La manera de orar

-La actitud corporal

El primer punto comprende las dos formas de establecer comunicación con las instancias sobrenaturales, esto es, la elevación interior del alma o, en su defecto, la deprecación que se hace con palabras. Esta segunda vía de contacto verbal se expresaba por lo general en las fuentes latinas mediante el vocablo dicere25, lo cual subraya el aspecto oral de la performance o ejecución, con fórmulas del tipo: Si quis deuote dixerit. La utilización de legere en su lugar es excepcional. Las versiones en lengua vernácula privilegian el uso del término «rezar», en el sentido etimológico de «recitar», pero a veces se recurre al verbo «leer»26. Aunque no se especifica de manera explícita, cabe suponer que la dicción o la lectura fuese oralizada27, bien de manera musitada o en voz alta.

Con relativa frecuencia los seglares se servían de libros piadosos compuestos en latín. La explicación de este hecho quizá resida en que los interesados practicaban un tipo de lectura que Paul Saenger denomina «phonetic literacy», esto es, una pronunciación sílaba por sílaba con un recorrido secuencial desde el principio hasta el fin del escrito propuesto28. Tal modalidad no implicaba una comprensión gramatical del texto, sino una captación global del significado29. Este género de descodificación sería habitual entre los laicos con escasa o nula formación en lengua latina. El desconocimiento del canal empleado para dirigirse a Dios no constituiría un obstáculo insalvable, antes al contrario, la enunciación de un mensaje críptico podría ser interpretado en clave de mayor eficacia, al igual de lo que sucede con las fórmulas cabalísticas. Un buen ejemplo de este recurso se encuentra en la «Oración de san Agustín», la cual comienza: «Thetagramathon, titulus triumphalis passionis Ihesu Christi». Y más adelante incluye la fórmula doxológica en lengua griega: «Agios o theos, agios ysquiros, agios athanatos»30.

El otro aspecto que el fiel debía observar en el momento de dirigirse a Dios en privado era su disposición mental y su actitud física. La dicción de unas secuencias, rimadas o en prosa, no debía convertirse en un acto realizado mecánicamente, sino que requería una participación psíquica del sujeto. De ahí la continua apelación a la idea de devoción bajo distintas formulaciones lingüísticas. El modo de lectura o recitación practicado se completaba con el aparato gestual desplegado. Esta teatralidad, fiel trasunto de la liturgia oficial, se aplicaba a las prácticas religiosas realizadas en la intimidad, entendiendo por tal el rezo de las Horas canónicas y el cultivo de otras devociones particulares de los individuos. La participación del laico en el hecho religioso se conseguía por la vía del sentimiento. Los misterios de la fe eran objeto de una experiencia subjetiva más que de un conocimiento teológico.

Para que el ejercicio de la devoción privada se realizase en las mejores condiciones posibles, se requerían tres enseres: un reclinatorio31, un soporte escrito y una representación icónica. Este atrezzo facilitaba que el fiel entrase en situación escénica. La persona practicante en una actitud adecuada y, ante su vista, el soporte del texto en conexión con la imagen requerida constituían el decorado ideal. El fiel establecía una relación entre ambos elementos, ya que eran indispensables para poner en funcionamiento el mecanismo de la incorporación afectiva del orante al asunto contemplado durante el rezo. Por lo general, en las rúbricas se insiste en que el creyente esté de rodillas32 y ante una representación figurada. Los ejemplos que aquí podríamos citar como ilustración de esta disposición son muy numerosos. En el Cuatrocientos el modelo de postura ideal del orante fue difundido sobre todo a través de las distintas versiones que desarrollaban de manera plástica la escena de la Anunciación. Los artistas convirtieron el tratamiento de este asunto en un tópos que se aplicaba por doquier, hasta el punto de que la representación del thalamus Virginis constituyó un tipo de aposento femenino que debería ser imitado por aquellas mujeres que pudiesen permitirse el disfrute de un ámbito privado o locus amoenus preconizado por los seguidores de la Deuotio moderna, quienes aspiraban a una privatización del culto y a su celebración en el interior de la propia casa33. El recogimiento y silencio necesarios se podrían alcanzar en «el retrete más quito de ruido» en palabras de fray Hernando de Talavera. El autor de la Imitación de Cristo defendía la misma postura: «Cierra tu puerta sobre ti y llama en tu favor a Jesús tu amado. Está con Él en tu aposento, que no hallarás en otro lugar tanta paz»34. Estas citas denotan cómo el dormitorio fue considerado una especie de lugar sagrado.

La imitación del modelo «postural» vinculado a la Virgen María adquirió además otros valores simbólicos en el caso de la Reina Católica. Por ello no es de extrañar que su propia imagen fuese reproducida como orante en varias ocasiones. Representaciones de cuerpo entero se encuentran en una carta de Hermandad expedida en el famoso convento romano de Santa María sopra Minerva35 y en el Libro Blanco custodiado en el Archivo de la Catedral de Sevilla36. En el primer testimonio doña Isabel, coronada, aparece arrodillada al pie de la Cruz y detrás de ella se encuentra el General de la Orden de los dominicos, fray Leonardo de Mansuetis, en calidad de intermediario. La escena, trazada en el campo interno de una S, reproduce un esquema iconográfico típico: la imagen de la orante ante una efigie sagrada. El documento está fechado en 1477. El retrato es de tipo convencional y carece de cualquier referencia a la persona física allí pintada. Centrado en la orla está el escudo de armas reales, inscrito en un tondo laureado.

El mismo asunto es tratado en el Libro Blanco de la catedral hispalense, ya citado, en la parte que contiene la constitución de un patronato por mandato de la Reina para celebrar la victoria de Toro de 1477. Al comienzo del texto y en una gran inicial, es representada la Virgen María coronada con el Niño en brazos. A los pies de ella, se encuentra la figura de doña Isabel en oración, de rodillas y con la corona en el suelo37. En la orla está el escudo con el águila de san Juan y las armas de ambos monarcas. Los dos testimonios, próximos en el tiempo, son muy semejantes por su temática, tratamiento artístico e intencionalidad en el mensaje conceptual transmitido38. Otro ejemplo posterior es un dibujo de Juan Guas proyectado para la Capilla de San Juan de los Reyes, y cuyo original se conserva en el Museo del Prado. En él figura doña Isabel arrodillada en un reclinatorio. Ante su vista tiene un grueso libro de rezo -probablemente un Breviario- protegido por una funda. También resulta de gran interés el magnífico Misal custodiado en la Capilla Real de Granada, ya que es uno de los pocos manuscritos atribuibles a su persona con certeza. Es obra de Francisco Flórez según reza en el colofón datado en 1496. Una representación de la Maiestas Domini y una escena con la Crucifixión ocupan una doble página. El escudo real, emblemas, iniciales historiadas con santos y dos viñetas con retratos de doña Isabel completan la ornamentación. En uno de ellos la soberana está de rodillas, mostrando el libro a san Juan Evangelista; y en el otro es representada como orante en un reclinatorio ante un altar.

Los ejemplos citados, librarios y documentales39, testimonian que la modalidad de lectura que más ejercitó doña Isabel fue probablemente aquella vinculada a prácticas devocionales y realizada de una manera iterativa y musitada. Es cierto que las fuentes aducidas como prueba podrían ser el fruto de una acomodación a las modas artísticas del momento o la consecuencia de un plan tendente a valorar políticamente su religiosidad, ahora bien en la documentación se encuentran otros indicios indubitables. Por un lado está el testimonio de un oficial de la Contaduría que registra asépticamente la existencia de «un libro aforrado en carmesí pelo en que rreçaba [de] contino Su Alteza», según se anticipó; por otro, la mención de algunos objetos destinados a tal fin. La práctica de la lectura vespertina de textos devocionales no ofrece dudas gracias a asientos de gastos de su Cámara: «Costaron seis libras de velas blancas de çera para el candelero de Su Alteza de rezar [...] dozientos e setenta e siete maravedíes e medio»40. Asimismo, doña Isabel encarga «un candelero de rezar» de plata al orfebre Juan de Oñate41. De igual manera la imagen de una reina en trance de leer se completa con el objeto descrito en el asiento siguiente:

Una piedra de viril para leer, de la una parte llana y de la otra tunbada, guarneçida de plata dorada, con un cabo d'ello mismo, en que está figurada una muger. Pesó todo junto dos onças y dos ochavas y media. Está en una caxa de cuero con unos cordones de seda negra42.



Probablemente la vista cansada, primer síntoma de una madurez fisiológica, le obligaba a servirse de un «berilo» a modo de lente de aumento, confeccionada con una cara convexa o «tunbada»43. El uso de tal instrumento indica una práctica de la lectura a título personal. La escenografía se puede reconstruir imaginariamente con los siguientes elementos: en primer término, un reclinatorio, al fondo, un paño de devoción, y en manos de doña Isabel, un libro de rezo.




5. A modo de conclusión

Los juicios expresados hasta aquí en lo que respecta a las relaciones de doña Isabel con el patrimonio gráfico se circunscriben a su comportamiento en el plano de la intimidad. A tal fin el examen del canon de sus libros preferidos, propios o regalados a sus seres queridos, ha permitido describir el área de sus intereses. Ahora bien, la posesión o la donación de unos ejemplares no constituye una prueba que acredite la condición de lectora de la interesada. En verdad, el segundo aspecto de la cuestión ha sido determinar el ejercicio real de esta técnica y las formas de apropiación de los textos, actividad que presupone la penetración en un imaginario concreto según el género escogido. En este caso se observa un claro predominio de la modalidad de lectura iterativa, reglada en el tiempo y vinculada a unas devociones y actos de culto, lo cual no invalida la práctica de las otras variantes alternativas señaladas por parte de la interesada.

Si traspasamos el umbral de la privacidad, la actitud de la Reina difiere enormemente. En el terreno político ejerció una labor impagable en pro de la cultura escrita. Ciertamente, desde este ángulo desarrolló una meritoria e indiscutible labor. A tal fin patrocinó la composición de textos jurídicos mediante encargo a expertos de su confianza. Asimismo, estimuló la recopilación y producción de obras de diversos géneros en el círculo de los letrados más próximos a su persona ya que los hombres de pluma fueron sus mejores aliados a la hora de materializar y difundir su ideario sobre la cosa pública. A través de la documentación conservada se observa que, al hilo de las circunstancias, sugería u ordenaba la ejecución de escritos, en un sentido intelectual o material. Tales creaciones tomaron cuerpo en forma de documentos, libros de mano e impresos. En verdad, doña Isabel fue consciente de que la cultura escrita era un instrumento muy valioso al servicio del poder. En la época pocos gobernantes fueron tan clarividentes como ella a la hora de emplear un medio de comunicación privilegiado. La Reina Católica sabía los objetivos que quería alcanzar y procuró siempre los medios más adecuados a sus fines. En definitiva, su interés por promocionar el libro y la lectura fue sobre todo de carácter político en el plano humano y de significación soteriológica en el divino.





 
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