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Capítulo III

Los tres primos

     Es fuerza hacer saber al lector que, dejando a parte los extremos y aspavientos de la vieja Margarita, nadie había de ver llegar con tanto júbilo a don Luis como Leonor y don Alberto. Con respecto a la niña no se me pregunte el porqué; y tocante al bueno de don Alberto, bastará decir que tenía formado el plan, años había, de unir en matrimonio al Luisito y la Matildilla, echarles paternal y cumplida bendición, y pasar con ellos largos y apacibles días de filosófica holganza. Pero el diablo, que todo lo añasca, metióse de por medio, y dispuso la cosa de modo que nunca anduviesen muy de acuerdo los dos jóvenes. Y no se piense que fuese quimerilla de hogaño, pues desde niños se advirtiera en ambos tanta disposición a enquimerarse, como se notaba para vivir en santa paz entre la Leonorcilla y el primo. Ni con mil diablos unían los cachivaches o las meriendas, ni paseaban de bracero, ni eran de la misma opinión, ni se pasaba mucho rato sin que anduviese la morisqueta y la zambra. Por lo regular Luis hacía migas con Leonor, y divagaba Matilde por las calles solitarias del jardín cultivando las flores, o deliciosamente embelesada en contemplar algún dibujo de melancólica novela.

     A consecuencia de tales disposiciones de la niñez fueron manifestándose estas tres personas más o menos íntimas con la edad. El carácter del muchacho descollaba por honrado, puntual y exacto, en lo que se parecía mucho al de Leonor, muy hacendosa y mirada en el desempeño de sus obligaciones domésticas, y en repartir las horas al efecto de que no se quedasen atrás, ni se perturbase el régimen de la familia. Amiga del orden, preciada de honesta, sencilla sin afectación, virtuosa con naturalidad, gustaba de ocuparse y también de un honesto recreo mientras anduviese conforme con la distribución de sus tareas.

     Las mismas inclinaciones se advertían en el primo: por tan aplicado a las matemáticas, flemático en el cálculo y exacto sobre todo en su ojeada, quisieron destinarle a la difícil carrera de marino; pero la guerra del año ocho, entre los muchos planes que desbarató, echó a rodar también éste; y he aquí que en vez de atisbar la brújula y de mandar la maniobra, colgó del tahalí recia espada toledana, y llevaba enarbolada entre las filas una ínclita bandera. Verdad es que su mérito y sus luces le valieron rapidísimos ascensos; mas no por esto dejaba de mostrar igual perseverancia en el riesgo y serenidad, patriotismo y fortaleza en cuantas ocasiones lo exigían el interés de su honor y la gloria de su país.

     Por lo que hace a Matilde, en nada se asemejaba a estos dos muchachos. Su figura era algo extranjerada, con su poquito de languidez en los ojos, de fugitiva sonrisa en los labios, el de cuando en cuando tímido suspirito, y aquello de ponerse pálida o de mirar con ternura y pueril desconfianza. Los tres eran bellos y gallardos; pero sobresalían en Luis y Leonor el sencillo aseo y la grave compostura, al paso que en Matilde el seductor aliño y la cultísima elegancia. Manifestábase el semblante de don Luis franco y despejado, el de Leonor inocente e ingenuo, el de Matilde lo que se llama en la moderna solfa sentimental y romántico.

     Añada el lector a lo dicho la maldita ocurrencia de irse Matilde a París; ponga en su punto lo mucho que influirían en su espíritu las costumbres de aquel verdadero centro de la lechuguinería y el sentimentalismo; y nada tengo que decirle para que se imagine una joven muy culta, almibarada y leída, de corazón tierno, de juicio despabilado, pero con una fantasía llena de lances novelescos, eterna fragua de amantes que se desalentaban, de espadachines que combatían, y de doncellas que con su lío debajo del brazo andaban, bendito Dios, por esos mundos sin hacerle ascos a la noche, ni quedar muy deslumbradas por la luz del claro día. De consiguiente, a su regreso de la capital de Francia parecíale todo lo de acá desacertado y plebeyo; no que dejase de amar en lo íntimo de su alma la naturalidad, el chiste y demás bellezas de su patria, sino que, por un efecto de sus mismas inclinaciones y lecturas, no se hallaba bajo un cielo despejado, sin súbitas tormentas, sin grupos de amontonadas nubes formando aureola a puntiagudas almenas, y sin aquella media tinta, aquel desmayado vislumbre de una luna fatídica y siniestra.

     Y mientras llena de amagos y displicencias no hacía otra cosa que pensar en los deleites, pasatiempos y sabrosos coloquios de que disfrutara en París, presentóse a sus ojos el caballero Perceval recomendado por cierta atención que le debía don Alberto, y más que todo por su finura, gallardía, buena parla y elegantísimos modales. Desde luego se comprende cuanto prestigio alcanzaría con Matilde, puesto que podía desplegar ante sus ojos el variado tesoro de un caballerito parisiense. Y no es decir que la acompañase en sus paseos, la entretuviese con lecturas, o quisiera fatigar a su lado fogosísimos bridones; pues, sobrado artero para adoptar estos medios rutinarios, antes parecía evitarla y no permitirse el más mínimo contacto con ella. Mirábala sí a hurtadillas, echábala de distraído, y mostrábase desencajado y pálido, sin que pudiera nadie decir que la anduviese persiguiendo, ni que penase interiormente por sus gracias. Muy al contrario, mostraba dirigirse a Leonor, puesto que a ella daba la mano, ofrecía el brazo, o ayudaba a pulir algún dibujo, siempre atento y oportuno a sus menores deseos.

     Cierto día, en que apenas había parecido por la casa, encontrólo Matilde al anochecer paseando por la parte del jardín más solitaria y sombría. Su hermoso pelo andaba en agradable desorden, sus botas estaban llenas de polvo cual si viniese de prolongado paseo, tenía un libro en la mano pero sin leer en él, y con los brazos cruzados parábase de cuando en cuando enteramente absorto en amargas reflexiones. Matilde, a quien no disgustaba su conversación y extremada gentileza, quería adivinar sin darlo a conocer la causa de aquella aflicción tan constante y peregrina, no porque se lisonjease de ser el objeto de ella, pero un movimiento indefinible del ánimo, hijo tal vez de algún afecto que no se atrevía a sondear, la inclinaba a esta averiguación. Llevada de tal idea, hízose encontradiza con el galán caballero y hablóle como sorprendida en estos términos:

     -Muy distante estaba de esperar semejante encuentro; según traza busca usted los más apartados sitios que ofrecen las cercanías.

     -En efecto, señorita -respondió Perceval- como más adecuadas al melancólico temple de mi espíritu.

     -Perdone usted, amigo mío, pero parece que esa tristeza no tanto sea una inclinación natural, como el desgraciado efecto de imprevistos contratiempos.

     -Y aunque tal fuera su origen ¿no tendría sobrado motivo para evitar la presencia de otras gentes?

     -Sin duda alguna -repuso maliciosamente Matilde- a lo menos hasta que diese usted con las que por su mayor instrucción o agrado pudiesen prometerse consolarle y distraerle.

     -Por desgracia nadie ha querido tomarse esta molestia. Muchos se figuran que mi humor solitario y melancólico nazca de mero capricho, no siendo en realidad otra cosa que el íntimo convencimiento de que me hallo solo en el mundo, sin inspirar a persona alguna aquellos suaves afectos que constituyen la verdadera base de la felicidad y el manantial inagotable de nuestras dulces ilusiones. Nací por azar con índole naturalmente sensible, y he deseado siempre no tanto aquel aura popular, aquel prestigio de salón que no me era difícil adquirir, como el mutuo trato, la fina correspondencia con personas que no condenasen los desvaríos de una imaginación exaltada cual la mía. ¡Ah! Sabe usted cuánto es difícil un hallazgo de esta especie; y esto que sus gracias, su modestia y sus virtudes le dan más facilidad y derecho en adquirirlo. Si quiere usted ser ingenua, no dejará de concederme que los elogios merecidos en las concurrencias y tertulias no equivalen al espiritual deleite de comunicar uno sus ideas, sus desvaríos tal vez, con quien, lejos de desaprobarlos los halague, y lejos de ponerlos en ridículo los aprecie.

     -Ese modo de pensar, esa elevación de espíritu -respondió Matilde interiormente conmovida- es a un mismo tiempo la delicia y la amargura de las almas melancólicas y compasivas. No dudo halle usted en la soledad los más sabrosos deleites de la vida, y mucho menos que se complaciese en el hallazgo de otra persona de su temple; pero es tan difícil dar con ella en un país donde la educación consiste más bien en la destreza de las manos, que en la cultura del ingenio, que miro como infructuosos los esfuerzos de cualquiera. Cosa es fácil recorrer los pueblos, frecuentar tertulias, y granjearse el aprecio de las gentes; espinoso, empero, imposible tal vez, topar con la persona que nuestro corazón y nuestro espíritu apetecen.

     -Acaso no es esto lo más triste; sino que cuando se logra conocerla, o no podemos aspirar a su amistad, o se desentiende del predominio que tan justamente alcanza.

     -No creo haya quien se resista a una comunicación razonable; como demos por sentada la uniformidad de carácter y doctrina.

     -Pues ¿cómo es, ¡oh Matilde!, que rara vez nos encontramos en nuestro paseo, y que sólo de usted merezca insípida y ceremoniosa cortesía?

     -Perdone usted, señor Perceval, pero yo soy la que en todo caso debía quejarme de su estudiado extrañamiento. Respeto no obstante los motivos que le dan margen para semejante conducta, porque me interesan muy de cerca la tranquilidad y el decoro de mi prima. No que supusiese a usted capaz de causarle el más leve disgusto; pero a veces un movimiento puramente cortés inspira amargo recelo a un corazón inocente y le presta larga materia para peligrosas cavilaciones.

     -¿Y cabe en la imaginación de usted que esa señorita, con ser tan amable y linda labrar pudiese mi felicidad? ¡Ah! Por mucho que se distinga entre las demás de su sexo, por mucho que en ella brillen la ingenuidad, la alegría y la inocencia, no hay miedo que desflore siquiera la superficie de un corazón que suspira por los misteriosos raptos de una melancólica ternura.

     -Luego -dijo Matilde con cierta complacencia interior- ¿no media entre ustedes la seria intimidad que yo supuse?

     -Nada más, señorita, que una amistad fraternal.

     -Pues a no engañarme, papá es de mi propia opinión, y aun creo que ha formado cierto plan en orden a esto.

     -¡Necio de mí! -exclamó Perceval con muestras de afligirse mucho- ¿Cómo no me ocurrió la idea de que lo que era puramente efecto de un natural complaciente interpretarlo pudiesen como un amoroso indicio? Hay además en Leonor una jovialidad tan ingenua y sostenida, que a tiro de ballesta descubre la inalterable calma de su ánimo. Ignoro de qué manera pudo suponerse en ella una inclinación que lleva por caracteres la inquietud, el desasosiego y la tristeza.

     -Y con todo esto el error de don Alberto ha sido general en la familia. Apenas llegada de París, ya me participaron el proyecto de esta alianza; y bien que no tenía entonces la honra de conocer a usted, la pintura que de su persona me hicieron no pudo menos de hacerme presumir como muy completa la felicidad de Leonor.

     -Pues bien, amabilísima Matilde, ya penetra usted cuáles son las ideas que me ocupan, los desvaríos que me agitan, los ocultos movimientos de mi corazón, condenado quizás a sufrir en silencio la amargura de un amor sin esperanza; y no puede de consiguiente ocultarse a una señorita tan completa la distancia por la naturaleza establecida entre Perceval y Leonor.

     -Sí señor: tan fácilmente como la intimidad con persona de más elevadas ideas que mi amada prima...

     -No acabe usted -interrumpió Perceval- puedo asegurarla que mi repugnancia no ha nacido de ninguna preferencia. Conocí a Leonor cuando mi corazón, libre de todo afecto, me dejaba en absoluta libertad para jurarla un eterno cariño como hubiera en nuestras almas aquel golpe de simpatía, aquella correspondencia espiritual, que si bien hace al amor más melancólico, lo convierte en inagotable fuente de dulzuras; pero...

     -Debo deducir que después de haberla conocido no disfrutó usted de la misma independencia.

     Perceval lanzó un suspiro, y volvió el rostro a otra parte dando muestras de querer ocultar alguna repentina turbación. Matilde como discreta no trató de ¡levar más adelante aquel coloquio, y viendo que la noche se iba adelantando propuso al caballero tomar la vuelta de la quinta. Apoyóse en el brazo de Perceval y anduvieron largo trecho sin pronunciar palabra alguna. Era la noche deliciosa y apacible: la luna, elevándose por el horizonte, alumbraba los campos con luz tibia y melancólica; silbaba el céfiro blandamente entre las hojas; embalsamaban el aire las aromáticas flores, y percibíanse el agradable murmullo de las fuentes y los últimos ecos de la flauta pastoril tocada por los zagales que iban conduciendo el ganado hacia la inocente aldea. Figúrese el lector que impresión no haría en Perceval y Matilde este bellísimo cuadro: absortos en sus meditaciones, distraídos tras la plácida ilusión de amarse, no se atrevían a hablar; pero este mismo silencio era más elocuente que un estudiado y artificioso discurso. Después de buen espacio, habiendo prolongado Perceval el camino, se hablaron y descubrieron la mutua estimación que se profesaban. Sin embargo, un observador imparcial hubiera notado tanta dignidad en la dama como humillación y frenesí en el caballero, deduciendo de todo que la inclinación de Perceval era de las más vehementes que conciben los hombres, al paso que contenida la de Matilde en los justos límites del pundonor y la decencia.

     Varios días se pasaron desde esta primera entrevista, en los cuales eran algo frecuentes los encuentros y los suavísimos coloquios. Insensiblemente la inclinación de Matilde tomó cierto arranque viendo sólo en Perceval a un joven desgraciado y lleno de mérito, a uno de estos héroes de frac y sombrero redondo, que tan ventajosamente descuellan en un salón, como desairados serían en el foro o en algún teatro académico. Y no es decir que él no la amase puesto que rayaba en lo imposible dejar de profesar a aquella elegante joven admiración y cariño; pero era harto cierto que el objeto principal de sus amores más tendía a sus riquezas que a sus gracias, más al gusto de disiparlas que al noble empeño de vivir para únicamente consagrarse a hacerla dichosa.

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