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ArribaAbajoLos huevos de avestruz

En aquellos pagos, ya muy poblados y relativamente cercanos a la gran ciudad de Buenos Aires, hacía tiempo que no se veían avestruces, cuando inesperadamente corrió la voz de haber aparecido uno, hembra, al parecer. Iba solo, zanqueando por los campos con tanto apuro, que por todas partes a la vez parecía que lo habían visto, y muchos vecinos que nunca siquiera habían tenido boleadoras, inútiles ya entre puros animales mansos, se empeñaron en fabricarlas, por si acaso. Pensar en boleadas en estancias todas divididas en potreritos y pobladas de haciendas refinadas era más bien resabio de criollismo que idea de gente cuerda, pero también saber que por allí anda un avestruz y no sentir la tentación de buscarlo para meterle bola, hubiera sido ya por demás cosa de gringo.

La verdad es que aunque nadie lo hubiese todavía tenido a tiro, nadie tampoco había que no le hubiera visto correr a lo lejos, por lo menos una vez, y esto, sin que los alambrados parecieran incomodarlo.

Una mañana, don Joaquín, pobre puestero a sueldo de una estancia grande, cuyo campo había poblado, antes que fuese de nadie, su propio padre y en el cual había nacido, encontró por fin un huevo del avestruz. Lo alzó, muy contento, pues parecía fresco y pensó que con él su patrona iba a   —124→   poder cocinar una tortilla rica que alcanzaría para toda la familia.

Don Joaquín era un hombre muy bueno, muy servicial, algo entendido en remedios caseros, tanto para la gente como para los animales, y siempre dispuesto a poner a disposición del prójimo, desinteresadamente, su pequeña ciencia y su buen corazón. Justamente venía, cuando encontró el huevo de avestruz, de asistir a otro pobre gaucho enfermo y, por la misma ocasión y con el mismo remedio, de curarle un caballo que se le había mancado del encuentro.

Cuando llegó a su casa, entró triunfante en la cocina y enseñó a su mujer el huevo.

-Bien decían -dijo ésta- que por aquí andaba un avestruz. ¡Qué cosa rara!, ¡has visto!

-La verdad -contestó don Joaquín-, que quién sabe de dónde puede haber venido. Hace más de treinta años que por estos pagos no hay más avestruces. Bueno -agregó-, de cualquier modo lo vamos a comer; dame una cacerola.

Don Joaquín sacó el cuchillo y a golpecitos empezó a romper por el medio la cáscara. De repente soltó cuchillo y huevo encima de la mesa, y todo asustado, se fue, llevándose del brazo a la mujer hasta la puerta y con ella salió al patio. Pero en este momento oyeron una vocecita armoniosa que, desde la mesa de la cocina, les gritaba:

-Vuelva, don Joaquín; no se asuste que no le voy a hacer daño; vuelva, señora, no me tengan miedo.

Se atrevieron a mirar y vieron, parado en la mesa, entre las dos medias cáscaras, un gauchito chiquitito, pero hermoso, lo más elegante y bien vestido, de chiripá negro, de blusa bordada, de pañuelo punzó, de botas finas, con un tirador, un cuchillito de cabo y vaina de plata que era toda   —125→   una joya. Era hombre, pues tenía barba, barba negra y en punta, y también facha de hombre resuelto, con el ala del sombrero bien levantada por delante, pero era toda una monada de gauchito.

-Vengan, nomás, acérquense; vengan -repitió, y el ademán y la voz eran tan atrayentes, que don Joaquín y su mujer, perdiendo el susto, se adelantaron algunos pasos y saludaron al gauchito con el mayor respeto.

-Hombre -le dijo éste a don Joaquín-, he sido mandado por mi padre Churri, el Avestruz, para decirle que usted no debe quedar más en estos pagos donde por buen gaucho que sea, nunca hará más que vegetar. Entregue cuanto antes a su dueño la majada que usted cuida y póngase en viaje. Galopará veinte días, al Sur o al Oeste, como quiera, y llegará a los dominios de Churri, mi padre, quien le asegurará el porvenir a usted y a su familia.

No había tenido tiempo don Joaquín de volver de su sorpresa, cuando ya había desaparecido el gauchito, pero quedaba en la mesa la cáscara rota del huevo del avestruz, y él y su mujer la estaban todavía mirando sin saber qué pensar, cuando ladraron los perros.

Se asomó el puestero, y viendo que el que llegaba era el mismo patrón de la estancia, le salió a recibir y le hizo entrar en la cocina.

Lo primero que vio el patrón, al entrar, fue la cáscara del huevo, y medio enfadado, dejó entender a don Joaquín que ya que era una novedad en el pago, no hubiese sido más que cabal atención de su parte haberlo llevado a la estancia. Joaquín iba a dar por excusa su pobreza, y la poca carne que le proporcionaba la estancia, cuando el patrón, interrumpiéndole, le dijo que venía a contar la majada.

-Pues, patrón -le contestó el puestero, ya como   —126→   tomando su resolución-; cae de perilla, pues pensaba entregársela.

-¿Entregarme la majada, don Joaquín?, y ¿por qué?

-Mire, señor; me tengo que ir; la orden me la trajo ese huevo de avestruz.

Y se lo contó todo.

El patrón, por supuesto, se rió mucho de lo que creía una ocurrencia de don Joaquín; pero viendo que éste insistía, no puso más obstáculo, creyéndolos a él y a la mujer locos de atar y le recibió la majada.

El día siguiente, a la madrugada, se puso en viaje don Joaquín con la tropilla, dejando a la mujer y a sus hijos en casa de unos parientes, y galopó veinte días, cruzando campos desconocidos, y acabó por llegar, el vigésimo día a la noche, a un paraje donde abundaban los avestruces. Encontró allí un rancho, muy bueno, con su palenque, su corral y todo: llamó, pero nadie le contestó, y atando el caballo, se decidió a entrar. La habitación era nueva; había muebles, nuevos también; todo sencillo, pero confortable, y en una mesa había un candelero con su vela y unos papeles. Don Joaquín encendió la vela y vio que en la carátula de dichos papeles estaba escrito su nombre; no leía con mucha facilidad; pero, sin embargo, a fuerza de fijarse, acabó por comprender que estos papeles eran los títulos de una buena extensión de tierra, y las boletas de marcas y de señales de vacas y ovejas cuyo número respetable apuntado en otro papel lo llenó de júbilo.

Descansó esa noche en la casa que así le regalaba Churri, y a la madrugada recorrió el campo, reconoció sus haciendas, y dejando que comiesen pasto, nomás, pues en esas alturas y en semejante soledad no necesitaban mayor cuidado, emprendió la vuelta.

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Pronto se supo en todas partes la suerte que le había tocado a don Joaquín y todos se congratularon de que en él hubiese caído por haberlo merecido tanto con su bondad y su genio servicial. Lo acompañaron, cuando salió con la familia para su nuevo destino, los votos de felicidad de todos los vecinos.

Pero más de uno pensaba que el avestruz que siempre andaba vagando por allí iba a poner más de un huevo, y las miradas de todos cuando galopaban iban ahora siempre fijas en el suelo como en busca de algo perdido.

El antiguo patrón de don Joaquín se había vuelto presa de una actividad desconocida; se pasaba ahora los días enteros recorriendo el campo, pues calculaba que el avestruz vendría, como siempre suele hacer, a poner todos sus huevos en el mismo paraje. Más o menos sabía dónde Joaquín había encontrado el primero, y de ahí no salía, pastoreando.

Un día que había pasado toda la mañana calculando lo que le costaban de carne ciertos puesteros que tenían muchos hijos, y lo que les podía agregar de más en la cuenta de gastos a los que cuidaban a interés, por remedio para la sarna, y lo que les podría mochar en el precio de la lana, encontró justamente un huevo de avestruz.

No fue lerdo pata alzarlo, y allí mismo, con el mango del cuchillo lo quebró. Salió, con un olor a podrido que daba asco y un zumbido asustador, todo un enjambre de moscas y moscones de todos colores que se perdieron por el espacio.

-¡Bien sabía yo que era mentira el cuento de Joaquín! -exclamó, y tirando con rabia la cáscara, volvió a su casa, donde, por supuesto, a nadie dijo nada.

Pero desde entonces empezaron a morir en la   —128→   estancia por centenares animales de todas clases, sin que los veterinarios más sabios pudiesen acertar con la enfermedad que diezmaba estas haciendas.

Lo que no impidió que siguieran todos con los ojos en el suelo buscando huevos, pues el avestruz siempre andaba por allí; y dio la casualidad que Esteban, un buen muchacho, trabajador y pobre, muy enamorado de una preciosa morocha con quien se hubiera querido casar, también encontró uno. Se lo alzó, y, naturalmente, su primer pensamiento fue regalarlo a la dueña de su corazón, y lo llevó a casa de ella. Pero cuando lo vio llegar al palenque, el padre, un hombre de esos que se figuran que sólo se puede calcular la felicidad futura de un matrimonio por el número de vacas que poseen los novios, vino a su encuentro y le preguntó con tono áspero lo que se le ofrecía.

Venía -dijo Esteban- a ofrecer a la niña Edelmira este huevo de avestruz que encontré en el campo.

-¡Ah! -contestó el padre, ya ansioso de poseer lo que bien pensaba debía contener alguna maravilla, por lo que había oído contar de don Joaquín. ¡Bien!, démelo a mí, que se lo entregaré.

El modo con que se le hablaba no dejaba lugar a réplica, y el joven entregó el huevo al verdugo de sus amores, volviéndose triste y cabizbajo hacia el palenque.

Mientras tanto, apurado, entraba el padre en su casa, y con el cuchillo, de un golpe, partió en dos la cáscara del huevo. Y saltó en la mesa, ágil y bizarro, el gauchito, hijo y mandadero de Churri. Antes que hubiera podido el hombre volver de su sorpresa, le ordenó en tono perentorio que llamase a Esteban, y como pareciera vacilar, le repitió:

-¡Llámelo!

Corrió esta vez a la puerta el padre de Edelmira   —129→   y llamó a Esteban, que demoraba la salida cuanto podía, cinchando y componiendo el recado.

Dejó cincha y bajeras y se vino ligerito. Le hizo entrar el suegro de sus sueños en la pieza, y el gauchito con aire severo, dijo al dueño de casa:

-Churri, el Avestruz, mi padre, manda que usted, bajo ningún pretexto, se oponga al casamiento de su hija Edelmira con el joven Esteban, porque se quieren y que esto basta. Y cuidadito, señor mío, con desobedecer a Churri, el Avestruz.

No había con quien discutir, pues ya no quedaba más que la cáscara rota del huevo, y el casamiento se hizo en seguida, y toda clase de prosperidades acompañaron a la joven pareja.

Más que nunca, cuando supieron esto, siguieron todos buscando huevos; pero eran escasos. Hablaron es cierto, de un hacendado de poco capital, pero muy empeñoso y muy progresista, que al romper el huevo que habían encontrado, vio salir un toro como ni pidiéndolo a Inglaterra lo hubiera conseguido, y que fue para él toda una fortuna.

Otro, un borracho perdido, quien por su vicio iba sumiendo en la más profunda miseria a su numerosa familia, saltó de alegría al encontrar en un huevo un gran porrón de ginebra; y se chupó un trago tan largo que quedó dormido allí, nomás, entre los pies de su flete. Pero, al despertar, se encontró con un gusto tan especial en la boca, que, para toda la vida se le fueron las ganas de tomar y volvió a trabajar como hombre bueno que al fin era, y a prosperar.

También contaron de un huevo de avestruz hallado por un jugador empedernido y tramposo como él solo, y que contenía un juego de barajas.

No quiso el hombre perder tiempo y se fue a la pulpería a probar la suerte. Se encontró justamente allí con un infeliz que no tenía más que un pequeño   —130→   rodeo y mucha familia, y pensó que le iba a ganar, robando, las vaquitas.

El otro, que no era jugador de profesión, pero no se negaba a hacer de vez en cuando un partido, aceptó el desafío y empezaron a jugar; pero cuanto más quería trampear el de los naipes de Churri, más perdía, y tanto perdió que pudo su contrario comprar otro pequeño rodeo de vacas para mantener a su mucha familia.

Aunque no dejase la gente de saber que no siempre salían los huevos de avestruz al paladar del que los encontraba, no faltaba quien los buscara; y un gaucho muy peleador habiendo un día encontrado uno, se lo llevó hasta una pulpería donde había carreras. Allí, lo enseñó a la gente reunida y anunció en voz alta que delante de todos lo iba a romper.

La curiosidad era intensa. ¿Qué iba a salir? En manos de semejante matón, quizás un facón con el cual los degollaría a todos. Muchos fueron los que con prudencia se escurrieron, y los que quedaban, más quedaron por compromiso de vanidad que por otra cosa.

Por fin el gaucho rompió el huevo, y con un ruido formidable, de la cascara salió el habitual mandadero de Churri, pero esta vez bajo la forma de un gaucho gigante, y con una voz que parecía trueno, le dijo:

-Por orden de mi padre Churri, el Avestruz, cada vez que quieras pelear, vendré yo y te pegaré una paliza con este rebenque.

Y desapareció, dejando en los ojos del pobre camorrero anonadado la visión de un rebenque capaz de reventar un buey con un solo golpe.

A pesar de esto, no supo resistir a la tentación de alzar y romper otro huevo de avestruz un cuatrero que acababa de carnear un animal ajeno y   —131→   se llevaba en el mancarrón un gran trozo de carne y el cuero. De la cáscara surgió un sargento de policía armado y vigoroso, que lo ató codo con codo, en un abrir y cerrar de ojos, y se lo llevó a la comisaría con todo el botín.

El último de los huevos del avestruz de que se habló fue encontrado por el juez de paz del partido. Podía, por cierto, el huevo contener muchas cosas buenas o malas, pero cuentan que después de dar alrededor de él dos o tres vueltas, sin apearse, el juez de paz, de repente, castigó fuerte el caballo y salió a todo galope, sin volverse para atrás... ¿No le gustarían los huevos de avestruz, o no se atrevería a probar la suerte?



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ArribaAbajoEl hombre del facón

Había una vez en la pampa, al sur, cuando todavía la población por aquellos pagos era escasa y la civilización poco adelantada, un gaucho muy malo, que debía muchas muertes y que era el terror de toda la comarca.

Siempre llevaba en la cintura un larguísimo facón, de cabo de plata y de hoja de acero, cortante como navaja y puntiaguda como aguja de coser; y contaban todos que con él había vertido la sangre de un sinnúmero de seres humanos, gauchos y extranjeros, policianos o trabajadores, sin que nunca hubiera todavía encontrado al hombre que le hiciera frente, si no con valor, por lo menos con suerte.

Aun peleando en son de juego, muchas veces, sin pensar, se le había ido la mano, y en medio de la inocente distracción, acostumbrada entonces entre los gauchos, de sacarse con destreza unas pocas gotas de sangre de algún tajo leve en el brazo o en el rostro, de repente había hundido entre las costillas el facón hasta la ese, matando sin remedio al que sólo había querido marcar.

Nadie sabía cuál era su nombre de pila, pero todos creían que no lo tenía, por parecer imposible que ningún santo, ni entre los de más humilde ralea, hubiera permitido que llevase el suyo semejante criminal; y todos, sin averiguar tampoco por su   —134→   nombre de familia, le llamaban «el hombre del facón».

Y el hombre del facón era temido en todas partes de tal modo, que bastaba su aparición en alguna pulpería o en alguna carrera, para que muy pronto se disolviera la reunión, escurriéndose despacio cada uno para su casa, deseoso de rehuir las peleas y bochinches, inevitables donde él estaba, y que casi siempre acababan por un velorio.

No siempre se podían ir todos; pues, apenas entrado, convidaba a los presentes, y desgraciado del que se negase a aceptar; ya empezaba él a mover los ojos de terrible modo, amenazando, chocando, insultando y tomando copas y más copas, hasta que sacaba a relucir el facón, desafiando a algún infeliz que pronto le servía de pretexto para «desgraciarse» una vez más, y cuya muerte, aunque fuera sin combate, aumentaba en algo su prestigio de matón.

Su fama de gaucho malo era tal, que cuando algún niño hacía alguna picardía o lloraba muy fuerte, bastaba que la madre, enojada, gritase:

-¡Ya viene el hombre del facón! -para que se callara o disparara el muchacho, temblando de susto.

Y Manuelito, lo mismo que los demás chicos, y también que muchos grandes, tenía, sin haberlo visto jamás, un miedo cerval al hombre del facón.

Una tarde que estaba cuidando en el campo la majada, vio venir derechito a él, saliendo de la pulpería, a un gaucho que, por las señas -pues llevaba a la cintura un gran facón-, adivinó que debía ser el hombre famoso aquel. De buenas ganas hubiera abandonado la majada, a pesar de las recomendaciones paternas, por estar ella en plena parición, pero no pudo; quedó como paralizado   —135→   por el terror. Y el hombre del facón se venía acercando, muy despacio, por suerte.

El muchacho lo estaba mirando de lejos, con los ojos redondos de miedo, creyendo llegada su última hora, cuando de repente se vio rodeado por los geniecitos de la pradera. Eran muchos, y en un minuto se treparon en el caballo de Manuelito, saludándolo gentilmente, acariciándolo con flores, dándole, entre sonrisas afables consejos para el buen cuidado de su majada y la buena preparación de su parejero. Eran muy amigos con Manuelito porque éste siempre trataba bien a los animales, y por esto lo querían mucho, ayudándolo en todo, divulgándole los secretos de su madre la naturaleza, enseñándole poco a poco esas mil cositas, indiferentes, al parecer, o inútiles, pero que sin embargo constituyen la ciencia del pastor, establecen y conservan su dominio sobre las haciendas y le permiten contrarrestar, siquiera en parte, los males y las plagas que nunca dejan de perseguirlo.

Ya se sintió confortado el muchacho con la presencia de sus pequeños amigos, y les contó en voz baja su inquietud, su temor, enseñándoles al hombre del facón que se venía acercando.

Los geniecitos de la pradera son pequeños seres, visibles sólo cuando quieren, lo que raras veces sucede, y únicamente para los a quienes quieren, que son pocos. Su poder consiste en que son muchos, muy vivos, muy activos, muy traviesos, y dispuestos siempre para la chacota. Cuando vieron al hombre del facón -pues era él, nomás-, al momento se dieron cuenta de que venía completamente ebrio. Andaba al tranco, bamboleándose, y con una guitarra en la mano. Los geniecitos, en el acto, organizaron la función.

No se puede decir que de veras aparecieron,   —136→   vestidos de policianos, bien armados y montados en buenos caballos, pues nadie los vio así más que el mismo hombre del facón y Manuelito; pero ambos, después, así lo contaron, y fuera de algunos detalles que al gaucho le incomodaban y que por esto calló, o modificó, ambos lo contaron del mismo modo.

Aseguró Manuelito -y a él se le podía creer, porque no era muchacho embustero-, que al ver por delante una gran partida de policía, el hombre del facón casi recuperó su sangre fría. Acostumbrado como estaba a poner en fuga a los milicos con sólo desenvainar la famosa daga, se fue sobre ellos con ella en una mano y la guitarra en la otra.

El desbande fue todavía más rápido que de costumbre, pues de repente el gaucho se encontró con que nadie le hacía frente; sujetó entonces el caballo, blandió el facón y la guitarra y haciendo, de un espolazo, revolear el mancarrón, cuyos movimientos seguía su cuerpo flexible, ablandado por la borrachera, como si hubiera sido una bolsa de estopa, empezó a insultar a gritos «a esos maulas que siempre disparaban».

Y todavía gritaba cuando volvieron, de repente, ¿quién sabe por dónde?, y sintió el hombre del facón que un policiano le quitaba la guitarra y otro la daga. Otro le volteó el sombrero, otro le rajó el saco; entre dos o tres le quitaron las botas, le desgarraron el chiripá y el poncho, y después de pegarle, entre risas, una paliza jefe con la guitarra y el facón, lo dejaron, molido, asustado, atontado. Quedo así un rato largo, hasta que apeándose, alzó del suelo su sombrero hecho trizas, los pedazos de la guitarra y su facón todo enclenque, con la empuñadura medio despegada, la hoja torcida y mellada; de las botas no pudo   —137→   encontrar más que una, el rebenque se le habían perdido, y para colmo de vergüenza, le habían tusado la cola al flete, ¡estando él encima!

Casi lloró, ese día, el hombre del facón. Trató de volver a envainar el arma, pero estaba tan torcida la hoja, que no pudo, y cuando llegó a su rancho, llevándola en la mano como cirio de funeral, al ver la facha con que volvía, no pudieron contener la risa los mismos hijos de él.

-Pero, ¿qué policía sería ésa? -repetía sin cesar, en un lamento.

Los geniecitos, después de reírse mucho con Manuelito de lo que acababan de hacer, regalaron al muchacho un cuchillito pequeño, lindísimo para señalar corderos, y lo dejaron cuidar su majada, después de asegurarle que con esa arma no debía tenerle miedo a nadie y menos al hombre del facón, que, al fin y al cabo, no era más que un cobarde y un tonto, engreído por haber peleado siempre con gente floja o débil.

A pesar de la risueña lección así recibida, no pasaron muchos días sin que el gaucho malo fomentase otro bochinche en la pulpería. Había elegido por su víctima a un puestero de una estancia vecina, buen hombre, padre de familia, incapaz de buscar camorra a nadie. Lo había primero fastidiado con indirectas groseras, después lo había insultado de veras, y viendo que no lo podía hacer salir de quicio, ya lo estaba amenazando, acariciando el puño del facón, pronto a desenvainar.

Manuelito estaba ahí; había venido a buscar los vicios para la familia, y lo estaban despachando. Cuando oyó los gritos del hombre del facón, lo miró con la mera curiosidad de saber lo que iba a suceder, pero sin inquietud, por haberle asegurado los geniecitos de que ya no debía, con su cuchillo, temer a nadie.

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Al ver que el gaucho iba a sacar el arma para herir al puestero, también pensó -inspirado sin duda por una vocecita conocida que le susurró algo al oído-, que muy bien lo podría atajar; y colocándose resuelto, con el cuchillito en la mano, frente al hombre del facón, le gritó:

-Deje usted de molestar aquí a la gente, ¡hombre fastidioso!, ¡compadrón!

Todos los presentes se quedaron admirados del valor, más bien dicho, de la imprudencia del niño, y algunos lo quisieron detener, temerosos de que, en su enojo, el matrero lo matase. Pero más admirado que todos quedó el hombre del facón; no fue cólera lo que más sintió, ni desdén tampoco, sino más bien, al contrario, una especie de respeto para el pequeño adversario que le mandaba la suerte. Asimismo, no le permitía su fama de guapo dejarse insultar impunemente.

-Quítate de ahí, mocoso -gritó-, para que no te castigue.

Y se adelantó hacia él con el rebenque levantado.

-¿Lo encontraste? -le preguntó el muchacho, con aire socarrón-, ¿o compraste otro? ¿Y la daga?, ¿quién te la enderezó?

El gaucho se paró, atónito; pues creía que sólo él, en el pago, podía saber lo que le habían pasado con la famosa partida de policía, días antes. Borracho, como andaba, aquel día, no se había fijado en Manuelito, y quedó confuso al oír sus palabras irónicas. Pero pronto, de la confusión pasó al enojo, y ciego de ira, sacó el facón de la cintura y se quiso abalanzar sobre el muchacho. Los presentes, demasiado cobardes para interponerse, creyeron, a pesar del valor que demostraba el chiquilín, que iba a ser éste el combate del tigre con el cordero.

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El hombre del facón primero le quiso pegar un planazo en la cabeza, pero con sólo levantar la mano armada del cuchillito, Manuelito rechazó la daga con tanta fuerza, que tuvo que recular de un paso su agresor, y cuando éste volvió con el arma de punta para atravesarle el pecho, el cuchillito del muchacho se alargó solo de tal manera, que la punta entró en el brazo del matrero. Sintió el pinchazo y se hubiera vuelto furioso, si su prudencia instintiva y salvadora no le hubiera hecho adivinar en Manuelito un adversario temible: no se daba bien cuenta de cómo, con un arma tan corta, lo había podido alcanzar, pero justamente por esto, no se atrevía a acercársele mucho. Se hizo entonces el que lo tomaba todo a risa, y retirándose algo, para envainar el facón:

-Corajudo había sido el gallito -dijo.

-Como gallina había sido el gallo viejo -contestó el muchacho.

Sin querer haberlo oído, agregó el otro:

-Cosa de creer que es hijo mío.

-Cuando las gamas paran leones -replicó Manuelito.

Y quedó calladito el hombre del facón, mascando su vergüenza, hasta que como si quisiera tomar el fresco, se deslizó hasta el patio, despacito, y sin ruido, montó en su caballo y se mandó mudar.

Todos, ya que lo vieron irse, rodearon a Manuelito y le preguntaron qué le había querido decir al hablarle del rebenque perdido y de la daga torcida; y el muchacho les contó lo de la partida de policía, sin divulgar, por supuesto, quiénes habían sido los policianos. El cuento pronto corrió, y casi sufrió un eclipse total el prestigio del hombre del facón.

Al saber que había sido apaleado por los milicos   —140→   y que un muchacho se había atrevido a desafiarlo, ya nadie le tuvo miedo y cualquiera se creyó capaz de ponerlo a raya. En esto se apuraban quizá mucho, pues sucedió que una comisión de policía, habiéndolo querido prender, el hombre del facón mató a un soldado y puso a los demás en precipitada fuga, recuperando él, por lo tanto, parte de su fama.

Para recuperarla toda, pensó en deshacerse de una vez de Manuelito, el único que, cuando empezaba a pasarse y a ponerse chocante con la gente, lo supiera llamar a sosiego. Y siempre, en esos casos, encontraba por delante al muchacho, avisado de antemano por los geniecitos de la pradera.

Varias veces trató de herir al muchacho con el facón, pero recibió otros tantos tajos, y, ¡cosa rara!, los tajos iban haciéndose cada vez mayores, cada vez más visibles y más peligrosos. Ya llevaba en la cara dos o tres de los buenos, que lo habían puesto bastante feo, y seguramente, si porfiase, iba todo esto a acabar mal, como se lo había dejado entender Manuelito.

-¿Cómo diablos hará esa criatura para cortarme con su cuchillito cuando le tengo en el mismo pecho la punta de mi facón? -se preguntaba el matrero; y de rabia, quiso probar otra vez la suerte. Lo provocó al muchacho y se le cuadró en el mismo medio de una cancha de bochas, en piso firme y parejo; no había querido, ese día, tomar más que dos o tres copas de ginebra como para sólo puntearse un poco y avivar sus fuerzas y sus vivezas de gaucho peleador.

Manuelito no se hizo de rogar y se le puso de frente, con el cuchillo en la mano. El hombre del facón, de chiripá de paño y de blusa negra, se había arrollado el poncho en el brazo izquierdo; había levantado bien el ala del chambergo, y con   —141→   la daga en la mano, culebreando el cuerpo y centelleándole los ojos, buscaba ya el sitio propicio para pegarle al muchacho la puñalada mortal que debía por fin quitar de su camino ese ridículo estorbo.

Manuelito, sereno, risueño, con la boina echada un poco atrás, bien plantado en sus alpargatas, de chiripá de algodón y de camiseta, sin poncho en el brazo, lo miraba al gaucho, esperando el envite. Fue tremenda la embestida: vino como relámpago, viboreando la hoja del facón y reluciendo, pero el chiquilín la evitó con un quite rápido: se echó a un lado, y acercándose al gaucho mientras se enderezaba, le alargó en el mismo segundo un puntazo que a través de los dobleces del poncho, hecho una espumadera, le pinchó fuerte el brazo, y un revés que le tajeó la mejilla izquierda.

No se quiso todavía dar por vencido el hombre del facón; volvió sobre el muchacho con la daga en ristre, y después de unas cuantas fintas, extendió el brazo en inflexible rigidez, echándose adelante para agregar a la fuerza del golpe todo el peso de su cuerpo. Manuelito no reculó, contentándose con presentar al agresor la punta de su arma; y la hoja del cuchillito, estirándose como pescuezo de mirasol, vino a herir al matrero en el mismo medio del pecho.

El tajo no era mortal, pero sí sugestivo, pues un centímetro más y no hubiera contado el cuento el que lo recibió. El hombre del facón cayó desmayado, perdiendo mucha sangre, lo llevaron adentro y quedó en asistencia más de un mes, durante el cual pensó mucho en Manuelito y en el cuchillito tan raro con el cual casi lo había muerto. Se levantó bien curado de la herida y casi también de su maña vieja de querer matar a todos.

Cualquier cuchillito ahora le infundía respeto,   —142→   pues siempre creía que iba a verlo alargarse, sobre todo que, por una casualidad singular, cada vez que le daba por pasarse con la gente y por amenazar a alguno, siempre le sucedía algún contraste que lo obligaba a dejar en la vaina el facón. O se le volaba el sombrero, en el mejor momento, o se le iba del palenque el caballo ensillado, o se le desprendía el tirador o el chiripá, de modo que quedaba imposibilitado por un rato para pelear, y mientras tanto se le pasaba el arrebato.

Manuelito ya no necesitaba salir a su encuentro; su recuerdo bastaba para conservarlo manso al gaucho.

Una vez, y fue la última, éste sacó la daga para acometer a un hombre indefenso. Manuelito, justamente, llegaba a la pulpería. En un abrir y cerrar de ojos estuvo encima del agresor; cuando éste lo vio armado del cuchillito, retrocedió tan ligero que fue a dar con el cerco, donde la punta de un alambre cortado le rajó el chiripá y le lastimó las carnes. Al sentirse herido, se dejó caer al suelo, y llorando como un niño, imploró el perdón de Manuelito. Éste se contentó con quitarle el facón, y quebrándoselo en dos pedazos, dijo:

-Toma, que todavía te alcanza para cuchillo.

Desde entonces, se volvió humilde y manso el hombre del facón, tan manso, tan humilde, que cuando las madres dicen a sus hijos, para asustarlos: «¡Ya viene el hombre del facón!», se ríen los muchachos, y en vez de disparar, se golpean la boca.



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ArribaAbajoLa olla de Gabino

Había una vez en el campo un gaucho que se llamaba Gabino. Vivía con su mujer, Quintina, y sus dos hijos pequeños, en un rancho de mala muerte, cuidando su muy pequeña majada, algunas vacas y una manadita de yeguas. Eran pobres, pues el producto de sus pocos animales apenas les daba para los vicios, y a pesar de que economizaran la carne lo más que podían, la majada, lejos de aumentar, más bien se iba mermando, pues el escaso aumento tenía que pasar todo, y a veces algo más, por el asador o por la olla.

Pero no por esto se lamentaba Gabino; no soñaba con hacer fortuna, y mientras no llegara a faltar la carne, estaba lo más dispuesto a encontrar llevadera la vida, a pesar de todas las pequeñas miserias que consigo suele traer a los pobres y, según dicen, también a los ricos.

Quintina, su mujer, era más difícil de contentar, y siempre se quejaba de algo: del sol o del viento, cuando estaba lavando; del humo, cuando estaba cocinando; de que el capón era chico; de que la carne era flaca o demasiado gorda, o muy dura si era oveja vieja. Eternamente, retaba al marido o a los chicos; Gabino dejaba que retase; comprendía que, para ella, rezongar era consuelo para todos los males y que no pudiendo, como él, gozar de las exquisitas emociones de la taba, del truco y de las carreras, y   —144→   otras diversiones de la pulpería, era muy natural que buscase su alivio por otro lado.

Sucedió que después de una sequía prolongada que había atrasado bastante las ovejas, vinieron lluvias interminables que las acabaron de embromar. La majada se puso a la miseria de sarna, porque con el agua y el barro del corral no se la podía curar, ni de manguera, por la mucha humedad. Y era todo un trabajo encontrar un animal siquiera medio bueno para comer. Hubo que hacer durar más días que nunca el capón que se carneaba, pues, de otro modo, pronto no hubiera habido carne en la casa. Gabino, muchas veces, tenía que apretar el tirador después de comer; y cuando medio muerto de hambre, se deslizaba hasta el alero para tratar de cortar, de la carne ahí colgada, con que hacer un churrasco, sin que lo viera la patrona, casi podía tener por seguro que la vigilante Quintina no lo iba a dejar aprovechar en paz el robo.

-¡Eso es!, comilón y haragán -le decía-: cómete la carne, nomás, ¡hombre!, que después, nosotros, las criaturas y yo, quedaremos mirando el gancho y con esto cenaremos. Si pronto vamos a quedar sin ovejas, con semejante apetito. Te lo pasas comiendo todo el día, como si fueras Anchorena. ¿Por qué no te comes un capón en cada comida, para acabar de una vez con la majada?

Don Gabino se callaba, envainaba la cuchilla, prendía un cigarro y se iba, medio triste por el hueco que sentía entre pecho y espalda.

Ya no se comía asado en la casa; Quintina había escondido el asador, diciendo que con carne flaca es mejor hacer puchero. Y Gabino se tenía que conformar, comprendiendo que era cierto y que, con todo, su mujer tenía razón. El asado es   —145→   un lujo, un derroche que no permitían ya las circunstancias.

Una noche que, como de costumbre, la olla estaba en el fuego, Gabino, dejando el mate en la mesa, exclamó:

-Tengo un hambre que parecen dos.

-Voy a servir ya -contestó la mujer, y con el trinchante, empezó a sacar de la olla las presas de carne cocida que nadaban, escasas y pequeñas, en el caldo. Puso la fuente en la mesa, colocó en un banquito a las dos criaturas y les dio, a cada una, para que comieran con las manos, una presita y un pedazo de galleta, e iba a servir al impaciente Gabino, cuando se oyó, en el palenque, un débil: «Ave María», que hizo que aquel se levantara y asomara la cabeza a la puerta del rancho.

En el palenque, esperando la venia para apearse, estaba un gaucho viejo, viejísimo, forastero, seguramente, pues no se acordaba Gabino de haberle visto nunca por estos pagos. Su caballo, extenuado, al parecer, por los años y la flacura; su apero miserable, los harapos con que venía vestido, no dejaron a Gabino y a Quintina la mínima duda sobre su posición social y financiera.

-Bájeese, amigo, bájese -gritó, en seguida, Gabino. Y dando algunos pasos a su encuentro, lo invitó a entrar y a comer, si tenía ganas.

-¡Hombre! -contestó el viejo-, sin cumplimiento, aceptaré, pues tengo un hambre que parecen tres.

Quintina, al oír semejante declaración, lo miró con terror. Sumó, en su mente las dos hambres de Gabino con las tres del forastero y, agregándole la propia, calculó que no alcanzarían, por cierto, las tres presas flacas que quedaban en la fuente para tantas necesidades.

  —146→  

El resultado inmediato fue un rezongo vehemente, pero interior y callado, para evitar tormenta, pues si Gabino era lo más sufrido para lo que a él personalmente tocaba, no podía soportar que maltratasen al huésped, cualquiera que fuera.

Hizo sentar al viejo en su propio sitio, le dio su plato de latón y su cubierto, y apenas le hubo dicho: -¿Qué hace, señor?, sírvase-, que el forastero sacó de la cintura una cuchilla tremenda y, de la fuente, la presa más grande, empezando a comer con un formidable ruido de carrillos. Sus dientes, blancos, largos y sólidos, a pesar de la edad, mordían, desgarraban y molían que daba gusto; los dedos y el cuchillo ayudaban sin descansar y, en un abrir y cerrar los ojos, el hueso de espinazo que se había servido quedó limpito de carne. Lo sacudió fuerte, pegando con la muñeca derecha en el dorso de la otra mano, e hizo caer en el plato el tuétano; lo alzó con la punta de la cuchilla y se lo tragó, diciendo:

-Amigo, no hay que desperdiciar las cosas buenas, cuando son pocas.

Y sin dejar tiempo a doña Quintina de salir de su asombro, agarró otra presa.

-Con permiso -dijo. Pero bien se veía que con o sin permiso, lo mismo hubiera sido.

Quintina dio un codazo a su marido y lo miró, asustada, con tamaños ojos, y, sacudiendo la cabeza en dirección al viejo, pareció preguntarle tácitamente qué medidas pensaba tomar. Gabino la miró, riéndose, y le dijo en voz baja:

-Comeremos el hígado.

Se acordaba de que en el alero del rancho colgaba todavía de la costanera el hígado del capón, cuyos últimos restos estaba devorando el viejo; el hígado, es cierto, había sido algo decentado por los gatos y se empezaba a llenar de cresa, pero era   —147→   tarde para carnear y para pensar en preparar otra cena. Al fin y al cabo, quedaba el caldo también, con arroz y zapallo; y con hacer sopa con una o dos galletas, no se iban a morir de hambre.

La mujer fue hasta el alero a buscar el hígado para hacer, con él, algún fritango ligero; pero se encontró con que una gata que tenía familia había dispuesto ya de él para los cachorros. Y doña Quintina volvió a la cocina con la única esperanza de poder siquiera apaciguar el hambre del matrimonio con caldo y galleta.

¡Desastre! Cuando llegó, el forastero voraz engullía, con la última migaja de la penúltima galleta que existiera en la casa, la última cucharada de caldo, el último átomo de zapallo y el último grano de arroz. Y el viejo, con la vista relampagueante, la cara toda colorada y relumbrosa, los labios y el bigote grasientos, la luenga barba blanca salpicada de las muestras de todo lo que se había tragado, hizo sonar la garganta con satisfacción, y pegando un puñetazo en la mesa, exclamó, riéndose:

-¡Gracias, patrona! ¡Ahora! sí, ¡caramba!, amigo, soy otro hombre. Con un buen jarro de agua... o de vino, mejor, si es que tiene, para asentar ese pequeño refrigerio, y ya le quedaré muy agradecido.

-¡Buen provecho! -murmuró doña Quintina, con el mismo tono con que hubiera dicho: ¡Revienta, animal!

En el fondo de la bolsa encontró ella una galleta, por suerte, y partiéndola, dio una mitad a Gabino y se comió la otra, diciendo despacio:

-Toma, pavo. Llénate con esto y cuidado con atorarte. Si quedas con hambre, bien tienes la culpa, por dejar que cualquiera de afuera te venga a aprovechar de semejante modo.

  —148→  

Don Gabino se reía. Mascaba, indiferente, la galleta que le había dado su mujer y, agarrando de un estante pegado a la pared una botella, la vació en un vaso que alcanzó a llenar y que tendió al forastero, diciéndole:

-Tome, amigo; todavía alcanza para un trago ese poco carlón que queda. Tómelo para completar la fiesta, y dispense la pobreza. La familia es poca; por esto, la olla es tan chica; otra vez que venga, llegue más temprano y haremos lo posible para tratarlo mejor.

-Déjese de cumplimientos, amigo -contestó el viejo-. He cenado muy bien. Con poco me contento.

-Si será sinvergüenza ese viejo cachafaz -dijo entre dientes Quintina.

Don Gabino se sonreía; le había hecho gracia la voracidad ingenua del viejo. No habría comido desde varios días el pobre. Y, al fin, ¡gran cosa!, pasarlo sin cenar, una noche, por casualidad. ¡Cuántas veces le habían sucedido ya antes!

Y viendo que el viejo, después de tomar unos mates y de fumar un cigarro, bostezaba como para desengancharse las mandíbulas, le ofreció tenderle cama en la cocina, lo cual aceptó el huésped, con la misma sencillez con que había comido toda la cena. Gabino fue a desensillarle el caballo, atando a éste con maneador largo para que pudiera comer y se cambiaron las buenas noches.

Esa noche, antes de dormir, doña Quintina hizo sentir a su marido todo el peso de su legítima indignación. Ser hospitalario y generoso, tener lástima a la vejez y a la pobreza le parecía muy bueno, pero con la condición de que la hospitalidad no le viniera a quitar a uno mismo ninguna comodidad; que no llegase la generosidad a disponer de lo necesario a la misma familia, sino apenas de   —149→   lo superfluo; y también encontraba que la vejez y la pobreza poca alegría traen consigo, y que siempre basta de plagas, con las que uno tiene en casa.

Gabino, siempre indulgente, dejó correr el chorro, y cuando Quintina, como punto final, le quiso llamar la atención sobre el terrible ruido de trueno con que roncaba el viejo, que se oía desde la cocina y que les iba, decía ella, a quitar hasta el sueño, comprobó con cierta impaciencia que su marido también empezaba a roncar y no tuvo más remedio que agregar su nota de flauta al concierto.

El viejo era madrugador: con el alba se despertó y oyéndolo Gabino que andaba por la cocina, revolviéndolo todo, se levantó y se fue a juntar con él.

-Buenos días -le dijo el viejo, medio burlón-. ¿Cómo ha pasado la noche? ¿No sufrió de empacho?

-No, señor -contestó don Gabino; y para retrucar el envite, agregó-: ¿Tiene apetito esta mañana?

-¡Qué pregunta! Pues no; casi me muero de hambre, pero, antes de churrasquear, tomaremos unos mates. Andaba buscando la yerbera, sin poderla encontrar.

Gabino prendió el fuego, llenó la pava, arregló el mate, buscó la yerba y encargándole al viejo que cebara, se fue al corral a carnear un capón, el mejorcito que pudiera encontrar.

Cuando volvió, trayendo una paleta y algunas achuras para hacer un churrasco, el viejo, que seguía tomando mate, le dijo:

-Pues, amigo, usted se fue y me dejó sin pitar.

-Es cierto -contestó Gabino-, dispense.

Y, sacando la tabaquera y el papel, se lo dio todo al forastero, quien, después de prender un   —150→   cigarro, siguió haciendo más y más cigarrillos, hasta acabar con todo el tabaco, y se los guardó todos en el bolsillo de la pechera. Gabino lo miraba con cierta admiración bondadosa, lo que viendo el viejo le tendió un cigarro, diciéndole:

-Fume, amigo; no haga cumplimientos.

Doña Quintina se levantó un poco más tarde, y se quiso volver loca, al ver al maldito viejo aquel, bien instalado en el fogón, comiendo, devorando, más bien dicho, toda la carne traída por Gabino, después de haber acabado con la yerba y con el tabaco, lo mismo que con la galleta y el vino, el día anterior.

Después de limpiarse las manos con el trapo, el forastero dejó entender que no le haría mal un trago de ginebra; pero no había en la casa, pues don Gabino no era aficionado a la bebida, y, sin insistir, se levantó el otro y declaró que ya se iba a marchar.

Quintina no pudo reprimir un suspiro de satisfacción, al oírlo, y hasta se asegura que dijo, como entre sí, pero no bastante para que el huésped no se volviera hacia ella, mirándola con cierto aire socarrón a la vez y severo:

-¡Anda al diablo, lombriz!

El viejo ensilló su caballo, ayudado por don Gabino, y en el momento de despedirse de éste, lo abrazó y le dijo:

-No me olvidaré de lo que usted ha hecho por mí. Cuente usted con un amigo que lo ha de ayudar en todo lo que pueda, y cuando algo le falte, acuérdese, nomás, de don Francisco.

Y se fue, al tranquito.

Gabino volvió del palenque, sonriéndose, como de graciosa parada, del ofrecimiento del viejo.

-Acuérdese de don Francisco, me dijo, cuando   —151→   algo le falte -le contó a la mujer-, y que nunca se olvidará de lo que hicimos por él.

-Vaya con el viejo comilón y sinvergüenza -exclamó doña Quintina-; pues, yo tampoco me he de olvidar de él.

Y como miraban ambos para el campo, vieron con admiración que donde hubiera debido estar el viejito, sólo se divisaba como una nube luminosa que pronto desapareció sin que de «don Francisco» quedara ni la sombra.

-¡Don Francisco! ¿Don Francisco de qué será? -se preguntaba don Gabino, todo pensativo-. ¿Quién sabe si no será algún enviado de Mandinga? Aunque no parece; pues era risueño el viejito, y no parecía malo.

-Por mi parte -dijo Quintina-, pocas ganas tendré yo, cuando no tengamos nada que comer, de llamarlo para que nos venga a ayudar, con su apetito, a morirnos de hambre.

Y entrando en la cocina, empezó a preparar lo necesario para el almuerzo, aunque no fuera hora todavía, pues estaban ambos como fácilmente se comprende, con un hambre feroz.

Lavó la olla, le echó agua, la puso en el fuego y fue al alero a sacar carne. Cortó un cuarto del capón y, en pedazos, lo metió en la olla.

Mientras tanto, andaba Gabino buscando el tabaco para armar un cigarro; pero no quedaba más que el papel de estraza en que había sido envuelto. Se acordó que don Francisco se lo había llevado todo y se contentó con decir, sonriéndose:

-¡Qué don Francisco éste!

Y, al momento, vio con asombro que el papel de estraza, que tenía en la mano, se había llenado, ¡cosa extraña!, del mismo tabaco que acostumbraba fumar. Se le pusieron redondos los ojos, y, llamando a su mujer, le enseñó el atado. La mujer   —152→   se quedó admirada, por supuesto; pero sin dar, por tan poco, su brazo a torcer, dijo:

-Bueno, pero te falta papel.

-Cierto -contestó el hombre-. ¿Qué hago?

-Pídeselo a don Francisco -le contestó, medio turbada-, para ver.

Y, sin vacilar, don Gabino llamó:

-Don Francisco, mande papel, pues, hombre.

Y mirando el atado que siempre tenía en la mano, vio, encima, un cuaderno de papel de fumar que parecía salir de la pulpería.

Quedaron, esta vez, atónitos ambos y no se atrevían a decir una palabra, temerosos de que tamaña brujería les resultase fatal. En silencio y sin querer acordarse de que también se les habían acabado la yerba, se sentaron a comer.

Cuando ya estaba Quintina sirviendo el puchero, entró una de las criaturas y pidió una galleta.

-¡Caramba! -dijo el padre-; galleta no hay; comimos anoche, la única que nos dejó don Francisco.

Y, al pronunciar esas palabras, oyó en un rincón de la pieza el ruido peculiar que hace la galleta bien seca al desmoronarse en la bolsa. Corrió don Gabino a su vez y se encontró con galleta para varios días.

Esta vez, no hubo duda ya que con don Francisco se podía realmente contar y se miraron los esposos con alegría sin reserva. Comieron con apetito y sólo fue cuando estuvieron cansados de comer que notaron que en la olla todavía quedaba con qué convidar a varias personas. Lo más raro es que, a pesar de ser bastante flaco el capón, el caldo era gordo y nutritivo, como si hubiera sido hecho con carne de vaca a pesebre.

Desde ese día por pequeña que fuera la olla, y por flacas que estuvieran las ovejas, nunca les faltó,   —153→   para comer, carne abundante y gorda, como si manantial hubiese sido la olla. Mas, los dos niños crecieron, y su apetito, lo mismo; nacieron otros, y otros, hasta doce, entre varones y mujeres, y sin que se cambiase la olla, siempre alcanzaba para todos el puchero. Don Francisco no habían venido nunca más a visitarlos y, asimismo, era como si habitara en la casa. Era el invisible protector de la familia, y Quintina era la que más devoción le tenía. Comprendía ella, aunque no lo confesara, que había sido más generoso con ella todavía que con Gabino; pues por su mala voluntad hacia él, bien hubiera podido castigarla, como suelen hacer esos emisarios misteriosos, de poder sobrenatural, con los que los reciben mal. Le había tenido lástima y la había perdonado, y por esto su recuerdo era más sagrado para ella.

La majada aumentó sin cesar, pues el consumo era ínfimo y se iba paulatinamente haciendo rico don Gabino, bendiciendo al Cielo por haberlo hecho nacer hospitalario.

Nunca en vano llamaba al palenque ningún transeúnte; se tenía fe en la olla y se sabía que de ella siempre saldría carne para todos; y en caso de apuro, con llamar a don Francisco quedaba todo salvado.

Y vivieron así Gabino y Quintina, muchos años, rodeados de su numerosa prole, multiplicada con nietos, biznietos y tataranietos, criados todos en el respeto de las viejas costumbres hospitalarias de los antepasados, a las cuales debían su fortuna.

Pero, al cabo de muchos años, las generaciones que se sucedían creyeron que la olla no podía perder su maravillosa facultad, no acordándose ya a qué ni a quién la debían. Sólo sabían que había que invocar a «don Francisco» para conseguir que no se agotase su contenido. El puchero, por lo   —154→   demás, poco le gustaba ya a esa gente que se había hecho delicada con la riqueza; y se reservaba la olla para los peones y los huéspedes pobres. Y como éstos abundaban, por supuesto, también llegó, con los años, el día en que el dueño de la olla, hombre de regular fortuna, se rehusó a recibir, ni en la cocina, a los pobres, diciendo, en su orgullo egoísta, que ya lo tenían fastidiado todos esos haraganes harapientos.

Una noche, un gaucho viejísimo tremoló, en el palenque, su débil «Ave María». Forastero debía de ser, pues el dueño de la casa no se acordaba haberlo visto nunca por esos pagos. Venía en un caballo flaco y mal aperado, y su chiripá roto, su poncho hecho trizas, sus alpargatas agujereadas cantaban, en coro lastimero, la miseria del pobre viejo. Pidió licencia para hacer noche.

El patrón vaciló; pues, aunque su resolución fuera de no dar hospitalidad ya a ningún pobre y que la pusiese en práctica desde tiempo atrás, de repente le pareció feo rechazar, así nomás, a ese desgraciado. Lo pensó un rato; hasta que habiendo logrado vencer ese amago de benevolencia, se dio vuelta las espaldas y, haciendo sonar los dedos, gritó a un peón:

-Dile que aquí no es fonda. ¡Que se vaya a la pulpería!

Y entrando en la cocina, se acercó al fogón para sacar una brasa y prender el cigarro. No se sabe cómo fue; mientras estaba ahí, oyó un ruidito, como de algo que se raja, y por una rendija abierta en la olla, todo el caldo se derramó y apagó el fuego, llenándose de humo la cocina.

-¡Mi olla! -gritó, desesperado, y en su mente atropellaron todos los recuerdos, las leyendas, los cuentos que sus abuelos y sus padres le habían hecho,   —155→   cuando chico, de la preciosa olla y don Francisco.

Había gozado él de la olla mágica; había evocado a menudo, con los labios, al generoso protector de su familia, pero sin darse cuenta de que era preciso seguir mereciendo por su generosidad los favores concedidos a la generosidad de sus antepasados.

Comprendió en el acto el alcance de su falta y del castigo. Adivinó quién era el gaucho viejo y pobre a quien habían negado una presa de puchero: corrió, como loco, hasta el palenque, llamando a gritos con toda su fuerza:

-¡Don Francisco! ¡Don Francisco!

Pero sólo llegó para ver desaparecer paulatinamente una nube luminosa en el mismo sitio donde, en aquel momento, hubiera debido estar el viejito, trotando.

Volvió, llorando, para las casas. Trató de componer la olla con alambre, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles: hay cosas, en la vida, que no se componen.

Desde aquel día, volvió a entrar la necesidad en la casa. La majada fue siempre mermando, padre e hijos se dieron al vicio y a la desidia; todo se volvió desastre. A los huéspedes se les admitía, pero nunca alcanzaba la carne, y se les convidaba con caña, y surgían peleas, a veces sangrientas. Hasta que se derrumbó todo: bienes, hogar, familia, quedando tirada en un montón de basura la olla que había sido de don Gabino.



  —157→  

ArribaAbajoSiempre conforme

Muy orgulloso era don Patricio, y tan orgullosa como él su hija Hermenegilda, sin más mérito para ello que haber el primero heredado algunas leguas de campo y mucha hacienda.

Vivían solos en la estancia, viudo el padre y todavía soltera la hija, habiéndose alejado los demás hermanos por no poder sufrir su soberbia.

Un día llegó a la estancia un gaucho viejo, bastante haraposo, jinete en un malacara flaco, pobremente aperado. Desde el palenque llamó, y como se asomara la señorita Hermenegilda, la saludó con respeto; iba a pedir licencia para descansar hasta que bajase el sol, cuando ella, cortándole la palabra descortésmente, le preguntó con voz desdeñosa qué se le ofrecía.

El hombre se hizo más humilde aún y formuló su deseo; y la joven le contestó que la estancia de su señor padre no era fonda para pobres y que se retirase, no más.

El viejo, entonces, con voz sonora y ademán amenazador, le dijo:

-Pues ya que es así, hija, algún día tendrá tu señor padre de yerno a un gaucho tan pobre como yo.

Hermenegilda, justamente, después de haber desechado a un sinnúmero de novios muy aceptables, acababa de quedar algo seducida por los atractivos físicos y morales de un joven abogado, hijo de un   —158→   estanciero de la vecindad, y parecía que su ambición estuviese, por una vez, de acuerdo con lo que le dejaba de corazón su orgullo. Por eso las palabras del gaucho viejo, proferidas con tan expresivo enojo, le hicieron profunda impresión. ¿Sería brujo el hombre, o algún emisario de ese Mandinga de quien todos hacían gala de burlarse en las conversaciones, y a quien, en el fondo, tanto temían todos? Miró hacia el campo; se iba el viejito, al tranco del mancarrón, pero ya algo retirado. Hermenegilda, atemorizada, llamó a un peón y le ordenó que fuese de un galope en busca del viejito y lo trajese. El peón en seguida salió, pero cuando alcanzó al jinete que le habían enseñado, dándoselo por viejito haraposo montado en un malacara flaco, se encontró con un gaucho de unos treinta años, muy elegantemente vestido y que galopaba en un magnífico pingo oscuro, cubierto de aperos de plata. Lo miró de rabo de ojo, y sin atreverse a decirle nada, volvió a las casas, donde dio cuenta a doña Hermenegilda del resultado de su misión.

Y mientras Hermenegilda quedaba agobiada por el sentimiento de lo que había hecho y el terror de lo que sin duda le iba a suceder, el gaucho viejo, después de burlarse con su cambio repentino de fisonomía, del mandadero de la joven, llegaba a su rancho.

Allí llamó a su hijo Sulpicio, muchacho de unos veintitantos años, y le dijo:

-Mira, Sulpicio; ya es tiempo de que vayas a buscarte la vida. De viático sólo te puedo dar un consejo, pero si lo sigues, te será de gran provecho: Confórmate siempre con todo, y todo te saldrá bien.

El muchacho, obedeciendo al padre, ensilló y se fue llevando por todo haber la bendición paterna,   —159→   el consejo y la firme voluntad de seguirlo al pie de la letra.

El caballo había enderezado de por sí hacia la estancia de don Patricio, y Sulpicio, muy conforme, lo dejó andar a su gusto, hasta que, poco tiempo después, estuvo en el palenque de la estancia.

Desde que se alejara de ella su padre, había ocurrido un fenómeno singular. Hermenegilda, después de quedar un rato largo sumida, al parecer, en profunda cavilación, se dirigió con paso firme a la cocina. Allí estaba fregando los platos y limpiando las cacerolas doña Eusebia, una negra vieja que había visto nacer a la muchacha y la quería mucho, a pesar de ser a menudo zarandeada de lo lindo por ella. Hermenegilda le tomó de las manos el trapo con que estaba secando los platos y le dijo con inacostumbrada suavidad:

-Anda, negra, descansa; voy a acabar ese trabajo. Desde hoy tomo a mi cargo la cocina.

-Pero, niña... -dijo la vieja.

-Anda, te digo, a tu cuarto, y descansa.

-Entonces, ¿me echa? ¿Por qué me echa, niña?

-No te echo, pero así se me antoja. Anda y déjate de rezongar, que así tiene que ser.

Se fue doña Eusebia, pensando en algún capricho de Hermenegilda, y se retiró a su cuarto.

Cuando, al rato, don Patricio llamó a la negra para que le diese mate, acudió Hermenegilda, con las manos húmedas, la ropa bastante manchada, la cara abotagada por el fuego y los ojos llorones por el humo. El padre le preguntó qué andaba haciendo, y ella le dijo que, siendo Eusebia muy vieja, había resuelto tomar a su cargo su trabajo.

-¿Estás loca? -le preguntó el padre.

-No, tata -dijo-, y así tiene que ser.

Insistió don Patricio con todo el ímpetu del orgullo lastimado, diciéndole que si se sentía enferma   —160→   o cansada Eusebia, se le tomaría ayudanta, que su hija no había nacido para cocinera, que era una verdadera locura; pero nada valió y sólo contestaba Hermenegilda:

-Tiene que ser así, tata.

Hasta que, cansado de luchar, don Patricio la dejó seguir lo que, rabiando y desdeñoso, llamaba su vocación.

Tomó mate de sus manos, mientras ella esperaba parada en la puerta, humildemente, ni más ni menos que lo hubiera hecho Eusebia; y cuando llamó al palenque Sulpicio, fue ella a recibirlo, haciéndole entrar y sentar en la cocina, con muy buen modo, mientras iba a avisar a don Patricio. Sulpicio, que habla oído ponderar lo descortés que eran todos en la estancia, no pudo menos de reconocer que siquiera la cocinera era muy amable y... bastante buena moza.

La verdad era que, en pocas horas, la pobre Hermenegilda había perdido la mayor parte de su natural hermosura. Los ojos se le habían hinchado y enrojecido, la tez se le había ennegrecido, arrugado y endurecido, tenía la cara llena de manchitas, la boca se le había torcido, y con el poco aseo que podía conservar entre el humo, la grasa, la leña de oveja, los platos sucios y la carne cruda, estaba volviéndose ya una verdadera cocinera de campo. Quizá por eso mismo le había gustado al humilde gaucho que era Sulpicio, quien no se hubiera seguramente atrevido a fijar la vista en una señorita.

También es de advertir que aunque hubiese estado horrible, Sulpicio la habría hallado muy a su gusto, dispuesto como estaba a conformarse con todo, según el consejo paterno, y a encontrar aceptable la más repulsiva fealdad lo mismo que la más fulgurante hermosura.

Pronto le vino la muchacha a avisar que el patrón   —161→   lo esperaba. Salió al patio caminando pesadamente con sus gruesas botas, tapado con el poncho casi hasta los pies, el sombrero sobre las orejas y el rebenque colgando de la muñeca... ¡Linda conquista la de la niña Hermenegilda!

Don Patricio necesitaba gente; pero, hecho un tigre, con la locura de su hija, recibió a Sulpicio de tal modo, que cualquier otro, en vez de conchabarse, se hubiera mandado mudar en el acto. Sulpicio, ni lo pensó, pues con todo estaba resuelto a conformarse. Y se conformó, no más, con los modos de repelente altanería de su nuevo patrón.

-Necesito peones -le dijo éste- que sepan trabajar lo mismo de a caballo que de a pie.

-Bien, señor -contestó humildemente Sulpicio.

-¿Eres jinete?

-Sí, señor.

-¿Sabes domar?

-Sí, señor.

-¿Sabes enlazar?

-Sí, señor.

-¿Te animas a pastorear de noche?

-Sí, señor.

-¿Entiendes de cuidar ovejas?

-Sí, señor.

-¿Y de a pie, sabes trabajar?

-Pialar, sí, señor.

-No; digo con pala, con guadaña, con carretilla y otras cosas por el estilo.

-No muy bien, señor; pero trataré...

-Bueno, entonces -dijo don Patricio-, puedes empezar ya. Tráete esa manada que se ve allá, para mudar caballo. Ensillarás un zebruno viejo que verás y te vas al jagüel, en el fondo del potrero; tiras agua hasta llenar las bebederas y la represa; a la vuelta atas del pértigo de este carrito   —162→   el zebruno y con la guadaña y la horquilla te vas al alfalfar a cortar pasto hasta llenar bien el carro y lo repartes a los carneros de pesebre. Después, con la carretilla vas a la parva y cortas pasto seco para los caballos que quedan de noche atados. Una vez llenos los pesebres, te desgranas una fanega de maíz con la máquina que está en el galpón y después te vas a buscar las cuatro lecheras para atar los terneros.

Volverás después al campo a sacar el cuero de una yegua vieja que murió esta mañana contra el alambrado de la laguna; estaquearás el cuero y llevarás la carne a los chanchos. Al anochecer, al entrar la majada, habrá que carnear un capón, pues se nos acabó la carne. Y cuidadito de tener caballos atados para mañana, a la madrugada, para salir a recoger, que nos han pedido rodeo.

-Bien, patrón -dijo Sulpicio.

Y como ya se dirigía al palenque, le gritó don Patricio:

-Y movete, que me olvidé unas cuantas cosas que hay que hacer hoy, antes que sea de noche.

Cualquier peón, el más guapo, hubiera rezongado, por lo menos, pero se acordaba Sulpicio del consejo paterno y todo le parecía muy bien; y todo lo hizo tal cual se lo habían mandado. Trajo la manada, agarró el zebrano, fue con él al jagüel a tirar agua; guadañó por la primera vez en su vida y sólo con un trabajo bárbaro pudo alcanzar a llenar de pasto el carrito de pértigo. Repartió el pasto a los carneros, cortó pasto seco en la parva y con la carretilla lo trajo; desgranó el maíz, fue a buscar las lecheras y ató los terneros. Se dio maña para poder cuerear la yegua, estaquear el cuero, llevar la carne a los cerdos, entrar la majada y carnear un capón. Y antes de anochecer, agarró caballos para el día siguiente.

  —163→  

Estaba el pobre Sulpicio rendido de cansancio, pero muy conforme, y a pesar de que le parecía que la única cosa que se le hubiera pasado por alto a don Patricio fuera decirle a qué horas comería, ni chistó siquiera.

Después de acabar todo lo que le habían mandado, se deslizó en la cocina, y sentándose en un rincón, sin atreverse a pedir nada, esperó que la cocinera le ofreciese algo de comer. Había muchos otros peones que antes que él habían vuelto del campo o de la quinta, gente de toda laya, gauchos y extranjeros, y todos estaban acabando de cenar. Extrañaban, por supuesto, verse servidos por la niña Hermenegilda, la propia hija del patrón, pero creyendo que fuese por indisposición de la negra Eusebia, se contentaban con meter menos bulla que de costumbre, sin hacer los comentarios que, conociendo la verdad, hubiesen seguramente cuchicheado.

Esta misma noche vino de visita a la estancia el joven abogado, candidato a la mano de Hermenegilda; y antes que el padre hubiese tenido tiempo de ir a recibirlo, se adelantó a abrirle la tranquera la misma muchacha. Había mucha luna, y la conoció en el acto, quedando asombrado de verla vestida como verdadera cocinera, toda sucia, negra y de facciones tan toscas. Le habló sin embargo y la saludó con cortesía, pero ella apenas le contestó y más bien como una sirvienta intimidada que como solía hacer la orgullosa señorita Hermenegilda. Como no fuese a la sala con él, no pudo menos que preguntar al padre qué novedad había; y éste le confesó la verdad: que su hija parecía haberse vuelto loca, que se lo pasaba en la cocina trabajando como negra, y que ni a las buenas ni a las malas la había podido sacar de allí. El joven manifestó que tomaba su parte en semejante desgracia,   —164→   expresando el deseo de que pronto pasase, y se fue, para no volver más.

Mientras tanto, seguía en la cocina esperando con toda paciencia Sulpicio que le sirviesen de comer, pero parecían haberse olvidado todos por completo de él, y se quedó con el hambre, muy conforme, sin embargo, sabiendo que conformándose con todo, según se lo había prometido su padre, todo le saldría bien.

El día siguiente, desde la madrugada hasta la noche, no paró de penar ni de ser mandado por el patrón. De todo hizo, de lo que sabía hacer, y de lo que nunca había hecho; pero, como pudo, se dio maña, sin rezongar ni quejarse, y conformándose con todo, comió poco y trabajó como un burro. Y siguieron los días, las semanas y los meses, sin mayor modificación durante todo un año.

Sulpicio había trabajado de quintero y de domador, de lechero y de ovejero, de alambrador y de tropero, de carrero y de zanjeador; había amansado novillos y arado la tierra, había cuidado majadas y rondado yeguas, y hecho muchas otras cosas, tocándole siempre a él la pala más pesada y el potro más bagual, la vaca más mañera y el caballo más lerdo, el novillo más bruto y las yeguas más ariscas, lo mismo que los días de más sol y las noches más oscuras... y, en la cocina, el plato más chato, la cuchara más chica y la presa más flaca. Pero se conformaba con todo, risueño siempre, o, por lo menos, calladito.

Todos los festejantes de Hermenegilda, naturalmente, se habían escurrido, y después del joven doctor, habían desaparecido, uno tras otro, el hijo de un vecino de regular situación, y otro estanciero, solterón viejo, y un hacendado bastante rico, pero viudo y con una punta de hijos, y dos o tres mayordomos, quienes, atraídos, a pesar de todo,   —165→   por el olor a los pesos, habían renunciado por el olor a humo y a grasa de la muchacha y también por su fealdad siempre creciente.

Un pobre capataz hubiera quizá cuajado; pero era un ambicioso que no quería ni un chiquito a Hermenegilda, y como declarase al padre que no se casaría con ella sino con la condición de manejar a su antojo la estancia, don Patricio lo echó.

A Sulpicio, que siempre había creído que sólo para titearlo le habían asegurado que era hija del patrón, no le hubiera disgustado la cocinera, a pesar de lo haraposa, sucia y fea que, sin que el padre lo pudiera impedir, se iba poniendo cada día más; pero ¿a qué se va a casar un pobre peón que ni siquiera tiene setenta centavos para comprar un par de alpargatas?, pues Sulpicio, con trabajar como lo hacía, nunca había recibido de su patrón lo que se llama un peso. Tampoco había pedido nada, siempre conforme con lo que le daban y con lo que no le daban, siguiendo con confianza el consejo de su padre, a quien siempre había conocido por un gaucho lindo y vivo.

Un día, tuvo don Patricio que mandar a cien leguas de distancia una fuerte cantidad de dinero para pagar una hacienda que había comprado, y como no había para ese punto vías de comunicación y no podía ir él mismo, se le ocurrió mandar de chasque a Sulpicio como el hombre de más confianza que tuviera en la estancia. Sulpicio, conforme, como siempre, salió con la tropilla por delante, y cuatro días después estaba de vuelta con el recibo, habiendo pasado hambre y sed, pero muy conforme por haber sabido evitar con toda prudencia las dos cosas peores que le hubiesen podido suceder: ser atacado por bandidos o atajado por la policía.

Esta vez, don Patricio quedó quizá todavía más conforme que él, y como tuviese que traer de otra   —166→   parte una hacienda muy arisca y de difícil arreo, mandó otra vez a Sulpicio a que se recibiera de ella. Fue nuestro amigo, conforme, como siempre, y llegó después de haber sufrido temporales y fríos, y pasado noches y noches sin dormir, pero tan conforme a la vuelta como a la ida, pues ni un animal se le había perdido.

Don Patricio había, durante este año de sufrimientos, perdido poco a poco el maldito orgullo que hasta entonces lo había dominado; conocía además la necesidad de asegurar en alguna forma, antes de quedar por la vejez inhabilitado para el trabajo, la situación de su malhadada hija Hermenegilda, confiando a algún hombre bueno el manejo del establecimiento; y viendo que no era ya posible casarla sino con un peón, llamó a Sulpicio y le dijo:

-Me has servido como hasta hoy nadie lo hizo; has sabido conformarte con mi mal genio, con privaciones de todo género, cumpliendo esas múltiples y penosas obligaciones sin la menor queja, y por todo esto, estoy dispuesto a tomarte de mayordomo, pero con una condición: que estés conforme en casarte con la cocinera.

Por la primera vez quizá tuvo Sulpicio una vacilación en contestar que estaba conforme, pues la pobre Hermenegilda había «progresado» de un modo espantoso en repugnante fealdad. Por suerte, a tiempo se acordó del consejo paterno y para que todo le saliera bien, se apresuró en exclamar:

-Estoy conforme, patrón.

Hermenegilda estaba presente, pero no decía nada, habiéndose vuelto más humilde que la más humilde china del último toldo, y mientras Sulpicio, como era de su deber, tomaba en la suya su mano sucia y grasienta, sonó en el palenque una alegre llamada. Corrieron todos y Sulpicio antes que ninguno,   —167→   pues había conocido la voz de su padre. También había conocido Hermenegilda al gaucho viejo que tanto la había castigado por su orgulloso rechazo, y viendo cuán cierta había salido la amenaza de este hombre, se echó a llorar asustada. Pero se le acercó el gaucho viejo, y tomándola de la mano:

-Señorita -le dijo-, no quiero que mi hijo tenga por esposa a una cocinera, sino a la hija del estanciero don Patricio.

Y apenas acabó de hablar, cuando Hermenegilda apareció a los ojos admirados de su padre y de su novio, ya conforme, por supuesto, como en su vida lo estuviera, resplandeciente de hermosura y vestida como una reina de cuento de hadas.



  —169→  

ArribaAbajoLas hazañas del Travieso

Cuando Salustiano quedó huérfano, no necesitó escribano para hacer el inventario de los bienes que le legaba su padre: se componían de una cueva cavada en campo ajeno en la costa de un arroyo, tapada con cuatro chapas y media de hierro de canaleta, viejas y abolladas, y con un cuero de potro todo reseco, roto y arrugado, del palenque, un simple estacón de ñandubay; de un mate con bombilla, una pava, un asador y una olla; de tres mancarrones, cuatro yeguas y un perro.

El perro, producto híbrido de veinte razas distintas, tenía dos años; era feo, pequeño, de pelo barcino, y contestaba, cuando le venía en gana, al nombre de Travieso.

Salustiano, desamparado, lo llamó a su lado, lo acarició y le contó sus penas, y Travieso entendió perfectamente que su amo ya no tenía qué comer, ni plata para comprar siquiera una cebadura de yerba; que pronto lo iban a echar de la pobre choza donde se guarecía, y que no le iba a quedar más recurso que conchabarse por mes en alguna parte, lo que era bien triste.

Travieso tenía sobre el particular la misma opinión de Salustiano. Acostumbrado a recorrer con él el campo a su antojo, a dormir la siesta en el pajonal, a buscar huevos, a cazar bichos silvestres... y domésticos, cuando se ofrecía, no le podía caber en la cabeza la idea de renunciar a la libertad;   —170→   más bien renunciar a la vida. Pero no era cosa de abandonarse. Si Salustiano era todavía muy muchacho para poderse desempeñar, él le ayudaría: no faltan changas buenas en este mundo para el que se sabe manejar, y al perro barcino no le llamaban Travieso sin motivo. Todo esto se lo hizo comprender a su amo y también que lo primero que había que hacer era conseguir que no lo echasen del rancho; y le aseguró en su idioma que para ello tenía un medio excelente.

Dejándole a Salustiano pensar en lo que creía su desgracia, se fue a merodear por la casa del dueño del campo en el cual estaba situada la cueva, hasta que divisó a uno de sus hijitos jugando fuera del cerco. Se acercó despacio a la criatura, haciéndose el cacharrino, retorciendo el espinazo y meneando la cola; el chiquilín lo acarició y empezó a jugar con él; Travieso se iba corriendo, venía, se dejaba agarrar y manosear, volvía a correr, haciéndose el juguetón, y sin que la criatura lo sintiera, se iba alejando de su casa y aproximándose al rancho de Salustiano. Y así, poco a poco, el pícaro perro la llevó hasta muy cerca de la costa del arroyo; allí la dejó, y corriendo hacia su amo, siempre sentado y cavilando, lo llamó a tirones para que lo siguiese.

Salustiano saltó en su caballo, y en un momento estuvo con el perro cerca de la criatura, que ya empezaba a jugar con el agua y se había empapado toda la ropa. La alzó y en seguida la llevó para la estancia. Por el camino encontró al padre que, lleno de inquietud, la andaba buscando por todas partes. Cuando le contó Salustiano en qué posición peligrosa la había encontrado, gracias al aviso que tan oportunamente le diera Travieso, de buena gana los hubiese abrazado a los dos, y le dijo:

-Amiguito, son servicios estos que no se olvidan y puede pedirme lo que quiera.

  —171→  

Salustiano aprovechó la ocasión para decirle cuán abandonado y pobre había quedado y le pidió por favor que lo dejase cuidando sus pocos animalitos en la costa del arroyo.

-¡Cómo no! -exclamó el estanciero-; quédese, no más, y cuando necesite carne, mande pedir con confianza.

Cuando al galope se hubo alejado el padre con su hijo sano y salvo, Travieso dio tres vueltas de carnero seguiditas, y pegó tantos brincos y tan fuertes, que su amo lo creyó loco; pero vio que era alegría, no más, por su buena suerte, no pudiendo, ni por un rato, sospechar la perrada cometida por el bribón.

No fue, para perjuicio de la moral, la última. Basta entrar con éxito en el mal camino, para perseverar en él; y, por un tiempo, perseveró Travieso, con la excusa, es cierto, de que sólo quería el bien de su pobre amo.

De los tres caballos dejados por el finado, uno era bastante ligero, y en las largas conversaciones que tenían entre sí Salustiano y Travieso, éste acabó por hacer entender al muchacho que debería prepararlo para correr carreras. La dificultad era que para componer parejero, Salustiano no tenía ni maíz ni pasto; pero Travieso le aseguró que esto no significaba nada y que debía arriesgarse. Tampoco tenía plata, pero tanto insistió el perro, que resolvió el muchacho arriesgar aunque fuera algún otro de sus caballos.

El día de la reunión, pudo así armar una carrera por treinta pesos, precio que le pusieron al mancarrón; bastante inquieto estaba Salustiano por el resultado, pero lo veía a Travieso tan contento que ya cobró confianza.

Corrieron, y Salustiano venía por detrás e iba a perder, cuando, como flecha, cruzó la cancha Travieso,   —172→   pasándole casi entre las patas al caballo contrario; y éste se asustó, no mucho, pero bastante para dejarse pasar y perder los treinta pesos. Bien hubo reclamos y discusiones, pero los rayeros habían apostado al caballo de Salustiano y se la dieron ganada.

Travieso se presentó a su amo, humilde y con la cola escondida, como quien por pícaro merece castigo; pero los treinta pesos que tenía en el bolsillo lo hicieron clemente a Salustiano y le perdonó al perro su travesura... provechosa. ¡Treinta pesos! Una fortuna para Salustiano. Quiso ya, por supuesto, empezar a voracear y se iba a entrar en la pulpería, cuando Travieso saltó al hocico de su caballo que estaba atado al palenque, y aquél, asustándose, cortó el cabestro y se mandó mudar. Los gritos, al momento, de «¡se va un ensillado!» avisaron a Salustiano, y montando en su parejero, siguió al otro que sólo pudo alcanzar en el palenque de su rancho.

Ya era tarde para volver a la pulpería, y Travieso empezó a convencer a su amo de que con su plata debía comprar ovejas. A Salustiano no le pareció mal pensado, y el día siguiente pudo comprar de un vecino casi tan pobre como él, veinte ovejas al corte por sus treinta pesos.

Veinte ovejas son una majada bien pequeña; pero Travieso salía a la oración y volvía a la madrugada, trayendo por delante, quién sabe de dónde, puntitas de ovejas que iba juntando con las veinte fundadoras.

Salustiano era muchacho honrado y trataba de averiguar de quiénes eran esos animales; pero todos eran de señales desconocidas en el pago y a la fuerza se tenía que quedar con ellos, pues nadie venía a reclamarlos, y ningún vecino tenía derecho a quitárselos. Lo retó muy fuerte a Travieso, y el   —173→   perro, con aire de arrepentido, los ojos llenos de remordimiento, achatado en el suelo, escuchaba, compungido; pero siempre traía ovejas y Salustiano nunca llegó a pegarle, porque le parecía digno de perdón una culpa, aun ajena, que tanta cuenta le hacía.

Sólo dejó Travieso de traer ovejas cuando la majada de su amo hubo alcanzado a quinientas cabezas, y desde entonces pareció que, sin renunciar a ser vivo, empleara su ingenio en obras más lícitas, imitando en esto a muchos amos de perros que sólo empiezan a criar conciencia cuando tienen los bolsillos llenos y la vida asegurada.

Hasta le dio a Salustiano una lección de moral... provechosa, como siempre, por supuesto. Éste había encontrado en el campo un soberbio cuchillo con puño y vaina de plata, y por la marca que llevaba conoció que era de un vecino, hombre rico y generoso. Asimismo, la tentación era tan fuerte que se lo iba a guardar. Travieso, cuando se lo enseñó, en vez de menear la cola y de saltar y revolcarse, como hacía cada vez que a su amo le tocaba alguna suerte, se puso triste, y al ver que Salustiano se ponía el cuchillo en la cintura como cosa propia, empezó a aullar lamentablemente. Salustiano comprendió que algo mal hacía y se sacó del cinto el cuchillo, y viendo que entonces el perro, bailando, lo llevaba en dirección al caballo, montó, y siguió a Travieso, quien, en derechura, lo llevó a la estancia del dueño del cuchillo. Allí el muchacho preguntó por éste y le hizo entrega de la prenda.

El cuchillo era un recuerdo de familia; andaba desesperado el hombre por haberlo perdido, y después de abrazar con emoción a Salustiano, le regaló diez veces el valor del cuchillo, felicitándolo por su honradez y ofreciéndosele para lo que se le pudiera ocurrir, lo que más que todo valía, pues, para el   —174→   pobre, la protección del poderoso es gran abrigo, por lo menos mientras que -sin querer-, no lo aplasta.

Ya se iba Salustiano, cuando lo volvió a llamar el estanciero. Era para pedirle un servicio; pero con remuneración. Le explicó que todas las noches una bandada de perros cimarrones venía al corral de su majada y le mataban una cantidad de ovejas, y que si él, con algunos compañeros, podía cazar esos perros, le pagaría cinco pesos por cabeza.

Salustiano, de cumplido, contestó que trataría de ver, que hablaría con algunos, pero en verdad no sabía ni cómo hubiera podido cazar perros, de noche, ni con quién, y se fue, sin pensar siquiera en semejante chanza. Pero Travieso, al oír las explicaciones del estanciero, pensó que algo había que hacer, y dejando que se fuese solo su amo, revisó con cuidado los alrededores de la estancia. Encontró detrás del corral un gran pozo cuadrado; era un jagüel empezado cuando la última sequía y dejado sin concluir; no había llegado al agua, pero tenía asimismo unos cuatro metros de hondo.

Travieso, con la diplomacia del caso, empezó a hacer relación con los perros cimarrones, y hasta les ayudó en algunas de sus fechorías con tanto tino que todos le fueron cobrando plena confianza.

Juntándolos entonces un día a todos, les dijo que si querían seguir sus indicaciones, iban, en una sola noche, a llevarse toda la majada en un sitio donde la tendrían a su disposición para cuando quisieran. Los cimarrones aceptaron y se dieron cita para la noche.

A medida que iban llegando, Travieso los llevaba al jagüel, haciéndoles saltar en el pozo y recomendándoles el silencio más completo. Cuando estuvieron todos, les dijo que todavía tenía algo que preparar y que se quedasen quietos hasta su vuelta.   —175→   Corriendo, fue a despertar a Salustiano, le hizo levantar, ensillar y venir, y lo llevó a la estancia; allí despertaron al dueño de casa y fueron los tres al jagüel, donde empezaban algunos perros a aullar de impaciencia y de inquietud. El estanciero, cuando vio así presos ciento y tantos de sus enemigos, felicitó a Salustiano por su habilidad y le pagó en seguida el premio prometido.

Como Travieso andaba siempre por el campo, olfateando, divisando y pispando, nada se le escapaba, y poco a poco, de uno a uno fue juntando con las cuatro yeguas de su amo una cantidad de potrillos y potrancas orejanos que ya no seguían madre y que, por un motivo u otro, habían escapado a la hierra. No dejó de encontrar también algunos terneros y vaquillonas en las mismas condiciones, y si no los podía arrear solo, Salustiano, avisado por él, lo hacía sin gran trabajo.

En sus correrías encontró también una vez por una gran casualidad una estaca plantada, que apenas sobresalía del suelo; buscó a todos vientos si no había otras, hallando así tres o cuatro. No sabía lo que era, pero supuso, con razón, que de algo debían de servir y las enseñó a su amo. Y efectivamente, vino una vez un agrimensor que no pudiendo dar con unos mojones que andaba buscando, consultó a Salustiano, quien lo llevó a ellos derechito; y el agrimensor lo tomó de capataz haciéndole ganar una punta de pesos durante más de un mes que duró su trabajo.

Por el arroyo en cuya costa estaba la habitación de Salustiano, cruzaban a menudo arreos grandes de ovejas que llevaban para fuera, y, muchas veces, era un trabajo infernal el conseguir hacerlas pasar. Salustiano y Travieso miraban con toda tranquilidad los esfuerzos que hacía la gente, lidiando a veces horas enteras para hacer puntear   —176→   sus ovejas entre el agua, hasta que a Travieso se le ocurrió un día, después que se habían cansado ya los peones de un arreo, cortar una puntita de las ovejas de Salustiano que estaban del otro lado del arroyo y traerla hasta la orilla, quedándose él bien escondido entre las pajas. Las ovejas así cortadas y detenidas por él en su sitio, balaban, y cuando las del arreo las vieron y las oyeron, se vinieron todas, como chorro, y pasó todo el arreo. El capataz no pudo menos de pagarle a Salustiano una buena propina y desde este día, toda majada que pretendía cruzar el arroyo aprovechaba con gusto, aunque pagando, la baquía de Travieso y de su señuelo, perfectamente adiestrado ya, por lo demás.

Salustiano, gracias a las vivezas de su perrito Travieso, se encontraba en holgada situación; pero a medida que él se iba haciendo hombre, el pobre Travieso se iba haciendo viejo. Tenía ya catorce años y bien sentía cercano su fin. No quería dejar a su amo solo, y su última hazaña fue de encontrarle una compañera buena que le hiciese la vida feliz. En un baile de familia a que habían convidado a Salustiano, le indicó Travieso la muchacha con quien se debía casar, haciéndole tantas caricias que todos se fijaron en ella, y más Salustiano, acostumbrado a comprender y a obedecer lo que sabía ser consejos de su fiel amigo. También los siguió en esta ocasión; y algún tiempo después, murió tranquilo el perro barcino, llorado de Salustiano y de su mujer cuya suerte había sido tan bien asegurada por él.



  —177→  

ArribaAbajoEl rebenque de Agapito

No cabe duda que cuando un gaucho tiene la suerte de poseer a la vez -aunque sea, como era Agapito, casi un niño-, las botas de potro que de él hacían el primer domador de la República Argentina, donde cada paisano es un jinete, la incansable tropilla de oscuros con que había vuelto de la misteriosa estancia de Mandinga, y el rebenque de cabo de hierro que éste le había regalado y que, según su promesa, le debía proporcionar consideración y provecho, puede mirar el porvenir sin mayor recelo.

No conseguirá quizá, con todo esto, una gran fortuna, pero seguramente logrará con facilidad el pan de cada día y hasta el relativo bienestar al cual puede aspirar cualquier hombre de buena conducta, en el rudo ambiente de la pampa; así discurría Agapito cuando llegó al rancho paterno.

Allí lo asediaron todos a preguntas, y tuvo que contar su viaje, su permanencia en la estancia de Mandinga, la doma que había tenido que hacer, todos sus detalles, y enseñar los regalos del temible amo.

Por cierto, el padre, que era conocedor, y aunque ya la hubiese visto antes, admiró mucho la tropilla de oscuros, como azabache todos, tan tapaditos, tan elegantes y tan fuertes, y la yegua madrina cuyo pelo de nieve tan lindamente realzaba el conjunto; pero le pareció, a pesar del boleto   —178→   de marca que había encontrado Agapito en su tirador, algo mezquino el pago por tanto trabajo. Aunque le dijera Agapito que el verdadero pago que había recibido era el rebenque, difícilmente podía creer el viejo que esta prenda que, por dos pesos, se podía comprar en cualquier pulpería, pudiese realmente compensar los riesgos que había corrido el muchacho.

-Hijo -decía-, yo no sé nada, sino que todo trabajo se debe pagar con plata. Nosotros, los pobres, necesitarnos para los vicios los pesitos que podemos ganar, y esto de cobrar nuestro sudor en mancarrones y chucherías de talabartería me parece un verdadero engaño.

Y rezongaba contra los ricos que a veces se aprovechan de los trabajadores tontos... y de los muchachos que no saben.

Agapito le dejaba decir, conservando la esperanza de que no le saldría tan mal el trato.

Pasaron unos cuantos días durante los cuales Agapito no tuvo ocasión de lucir sus habilidades ni de hacer uso de sus prendas, y se arraigaba cada vez más en la mente del padre su primera opinión, cuando una tarde llegó al puesto el capataz de una gran estancia vecina en busca de peones por día para ayudar a apartar de un rodeo de cuatro mil cabezas, quinientas vacas compradas «a rebenque» por su patrón. Se conchabaron el padre y el hijo, el primero a pesar de ser algo viejo, porque todos sabían que asimismo era gran enlazador y muy de a caballo, y el hijo, porque, a pesar de ser muchacho, todos sabían de qué era capaz.

Hicieron yunta ambos para el trabajo, y apenas habían entrado en el rodeo, cuando les indicó el comprador una vaca para apartar. El padre se acercó al animal para hacerlo enderezar al viento   —179→   y sacarlo así del rodeo; pero la vaca parecía algo remolona y ya la empezaba a retar feo el viejo, cuando lo alcanzó Agapito. Y apenas hubo éste levantado el rebenque diciendo: «¡fuera, vaca!», ésta, al trotecito, salió del rodeo y se fue derechito para el señuelo.

Podía ser casualidad: hay animales mineros y otros que no lo son, y quedó callado el padre de Agapito. Otra vaca les designó el patrón, y también ésta fue enderezando para el señuelo con sólo levantar Agapito su rebenque. El viejo guiñó el ojo; ni siquiera habían tenido ellos que moverse del rodeo; y como en este momento trabajaba fuerte a su lado una pareja para sacar una vaca sin poderlo conseguir, ni a gritos, ni a golpes, Agapito se les juntó, y haciendo de «gallos» alzó el rebenque y salió disparando la vaca tan ligero para el señuelo, que los dos gauchos que la estaban para sacar se quedaron mirándose, con algo más que sorpresa.

Cuando, diez o veinte veces seguidas, hubo hecho Agapito la misma prueba, se dio cuenta el padre de que la prenda regalada por Mandinga a su hijo valía algo más de lo que él pensaba, y, el día siguiente, en vez de conchabarse por día, trató por un tanto por cada vaca que sacasen del rodeo. El patrón, que los había visto trabajar, no opuso dificultad, pues bien comprendía que si les hacía cuenta a ellos, a él también le convenían peones de esa laya; y desde entonces, cada vez que tenía que hacer algún aparte, los mandaba llamar.

La fama de Agapito para apartar animales no tardó en extenderse y pronto igualó su fama de domador; todos lo buscaban para hacer tropas y ganaba mucho dinero.

Una vez que un resero lo había conchabado para apartar capones, también quedó admirado.   —180→   Apenas en el chiquero, Agapito no hacía más que tocar con el rebenque el animal indicado por el comprador, y el capón se precipitaba hacia el portillo para entrar en el trascorral.

En media hora hacía más el muchacho que diez hombres en un día; con él ya no regía para aparte de ovejas a elección la palabra: «a sacar de la pata»; sin más trabajo que rozarlas con el rebenque, ya se iban a juntar con las compañeras.

Tanta plata con esto le llovía a Agapito, que pronto pudo comprar un pequeño campo y poblarlo de animales.

Pero como no le alcanzaba todavía para alambrado y el campo era muy bueno y poco recargado todavía, los vecinos abusaban y dejaban sus haciendas internarse en él. Varias veces, el padre de Agapito, que cuidaba la hacienda mientras su hijo trabajaba en las estancias con gran provecho, se quejó y amenazó, pero no le hacían caso, hasta que un día Agapito, al volver de su trabajo, pegó, montado en uno de sus oscuros, y con el rebenque alzado, una corrida tan linda a una manada ajena, que no habiendo podido el vecino atajarla, la tuvo que campear ocho días para recuperarla; y fue tan buena la lección, que ya ni él ni los demás se descuidaron con sus animales.

Agapito no desdeñaba, con su tropilla de oscuros, llevar chasques a cualquier parte, con tal que fuese lejos y que valiese la pena la changa.

Y era preciso entonces verlo galopar por lomas y cañadas, siempre en línea recta, saltando los alambrados con todos sus caballos y cortando campo hasta por los pantanos más fieros, sin detenerse jamás, sino cuando había llegado; y sin que nunca, cualquiera que fuese el número de leguas, ni él, ni sus caballos, se hubieran cansado jamás.

Parar un rodeo de cinco mil cabezas, entre puros   —181→   fachinales, sin un grito, sin perros, era para él un juego, pues le bastaba tener alto el rebenque para que de todas partes se levantasen apurados los animales, y viniesen mansitos, en chorreras interminables, por las senditas, hasta el rodeo.

Quiso saber una vez Agapito cómo le iría en un arreo, y se conchabó de peón con un capataz conocido que iba para los corrales con una tropa de novillos. El capataz pensaba invertir ocho días para llegar, pero el rebenque de Agapito arreaba de tal modo los animales, que en dos días estuvieron en la capital.

No había tranquera ni arroyo que los atajasen, y por poco hubieran pasado por la tablada sin pagar más impuesto que una exhalación, si no se hubieran detenido de intento para cumplir con el fisco.

Lo más lindo fue que llegaron, así, justito para aprovechar un día de poca entrada de hacienda y de precios altísimos, y que, si llegan como había pensado el capataz, hubiera tenido que sacrificarse la hacienda a precios tirados. Y como los novillos, a pesar de haber venido tan ligero, no habían sufrido absolutamente nada, se disputaban los estancieros y reseros a quien conseguiría a Agapito de capataz para llevar tropas, cada vez que se presentaba la ocasión de aprovechar algún alza en los corrales de abasto. Natural era que el muchacho hiciese pagar su trabajo de conformidad con lo que valía, y seguía adelantando.

Pronto tuvo al servicio de los estancieros que la quisieron pagar otra provechosa habilidad, debida únicamente al misterioso poder de su rebenque: fue la de aquerenciar los animales recién traídos a un campo, con sólo pegarles un pequeño chirlo con él; animal así tocado, ya ni en la primavera porfiaba para irse, y quedaba como en alambrado,   —182→   sin necesidad de rondas, de pastoreo, ni de corral.

Tuvo también ocasión Agapito al comprar para sí hacienda al corte, de comprobar de qué poderosa ayuda le podía ser su rebenque, pues entonces sucedía, aunque hubiera cortado en el montón, que, al ver el rebenque, se juntaban en la punta que como suya había designado, todos los mejores animales de la majada o del rodeo: puras ovejas nuevas y capones gordos o vaquillonas por partir y novillos de venta.

Pero difícil es tener, en este mundo, algo que valga, sin que se empeñen algunos envidiosos en quitárselo, y más de una vez tuvo Agapito que vigilar de cerca sus haciendas para que no le carneasen los mejores animales o no se los robasen. En su ausencia, el padre cuidaba, pero era viejo, y los cuatreros se aprovechaban; hasta que, una noche, pilló Agapito cuatro gauchos muy entretenidos en arrearle sigilosamente para destinos desconocidos unas doscientas ovejas. Sin hacerse sentir, atajó la tropa en la oscuridad, y levantando el rebenque, pegó un grito. Las ovejas se arremolinaron, enderezando en seguida a todo disparar para el corral, como llevadas por un ventarrón, y se encontraron los cuatro matreros, hechos unos bobos, frente a frente con el muchacho.

Agapito los esperó, a pie firme, y a cada uno de los cuatro, antes que pudieran desnudar los cuchillos, pegó un solo rebencazo, lo que bastó para voltearlos en el suelo, donde quedaron como muertos hasta el día siguiente, en que vino la policía a recogerlos y a llevarlos presos.

¡Oh!, no le había mentido Mandinga a Agapito cuando le prometió que el rebenque que le regalaba le daría consideración y provecho, y largo sería el relato de todas las ocasiones en que lo   —183→   pudo poner a prueba, castigando a los malos, defendiendo a los débiles, separando a los peleadores, evitando a muchos la desgracia de matar... o de ser muertos en las reuniones de gauchos, donde beben y juegan y sacan a relucir, por vanidad o de puro gusto, los cuchillos y los facones.

A muchos de ellos les causó asombro ver a semejante muchacho poner a raya con el solo rebenque a hombres temibles, conocidos por tales y capaces de matar a cualquiera. Tanto que uno de ellos, sospechando que el rebenque ese debía tener alguna propiedad secreta, trató de robárselo. ¡Pobre de él! El rebenque, solito, sin que nadie lo manejara, al parecer, empezó a pegarle una soba como para dejar avergonzado a cualquier comisario celoso de sus deberes empeñado en hacer confesar su crimen a algún infeliz inocente; y cuando descansaba la lonja, empezaba el mango, cayendo, alternados, chirlos y golpes, como granizo después del aguacero.

Aseguran, y debe de ser cierto, que nunca más, por la duda, intentó el hombre robar rebenques de ninguna clase.

Más que el respeto, la admiración del gauchaje supo conquistar Agapito con su rebenque.

Aficionado a las carreras, había querido probar en la cancha alguno de los oscuros, pero nadie se había atrevido a hacerle carrera. Pensó entonces en probar corriendo con cualquier mancarrón el rebenque de cabo de hierro; y hasta con los caballos más inútiles ganaba, robando, cualquier carrera que le aceptasen, aunque fuera de tiro largo. Es que cuando con la lonja castigaba un caballo, parecía infundirle fuerza juvenil y sangre nueva, y todos, sin comprender cómo podía ser, quedaban boquiabiertos... y pagaban.

Años después de haber recibido de Mandinga la   —184→   maravillosa prenda, Agapito se había vuelto padre de numerosa familia, y sus hijos habían salido tan buenos muchachos y tan bien criados, que no faltaban malas lenguas para asegurar que sin el rebenque nunca hubiera logrado tan buenos resultados; pero muy bien saben todos los que lo han conocido que era pura mentira, y que nunca había tenido, para educar bien a sus hijos, que apelar a semejante ayuda.



  —185→  

ArribaAbajoVivir como un conde

Don Sebastián, como tantos otros, vivía en la pampa holgadamente y sin trabajar mucho, con su numerosa familia y sus pocos bienes. Ignorante de las mil necesidades con que complican su vida el hombre rico y el habitante de las ciudades, estaba muy conforme con lo que tenía, ni atinaba a pensar cómo podría uno estar mucho mejor, en este mundo. Con su buena majada, su rodeíto de vacas, una buena tropilla y la manada de yeguas, nunca faltaban en su casa carne gorda para comer, sebo para hacer velas, un cuero para huascas, ni leña para el fuego; y si no siempre alcanzaba la platita de la lana y de los cueros para saldar del todo la libreta en la pulpería, con vender algunos animales gordos, pronto se completaba el importe, sin contar que con algunos días de trabajo en las hierras o en los arreos, todavía podía la patrona pasarse el capricho de comprar al mercachifle algún trapo o algún cachivache, y el mismo don Sebastián el gusto de arriesgar algunos pesitos al truco, su juego favorito. Y feliz entre sus animalitos que le daban poco que hacer y sus muchos hijos, sanos y fuertes, que le ayudaban en sus sencillas tareas, se deleitaba en contestar, cuando le preguntaban cómo andaban las cosas:

-Yo, amigo, vivo como un conde.

Un día llegó a su casa, a pie, un extranjero, obrero despedido de una estancia vecina y que andaba   —186→   buscando trabajo. Don Sebastián le hizo entrar, lo convidó con el hospitalario mate, lo agasajó lo mejor que pudo y conversó con él. El hombre parecía tener ideas extrañas y las expresaba con vehemencia, en castellano chapurrado, dejando correr sin cesar, del tosco envase de su jerga, el sutil veneno del odio y de la envidia. Y cuando don Sebastián le aseguró, como con todos acostumbraba, que él vivía «como un conde», el huésped se burló de él, haciéndole ver que, comparada con la de otros, su vida era miserable: que su casa era un pobre rancho, sin más muebles casi que un asador y una pava, que sus hijos andaban vestidos de harapos, que sus animales eran ordinarios y pocos, y que del campo que arrendaba lo podían echar cualquier día.

No le dijo que si trabajase un poco más podría fácilmente mejorar su vida y la de los suyos; pero le pintó con vivos colores la felicidad de estos ricachos, podridos en plata, decía, que viven en palacios, rodeados de mil comodidades, atendidos por una multitud de sirvientes que se adelantan a sus menores deseos; para quienes los millones son como para él los billetes de a diez; que poseen toros y carneros de tanto precio que vale uno solo por toda su hacienda.

-Esto sí -exclamó- es vivir «como un conde»; usted vive como un pobre, nada más.

Después de haberse ido el extranjero, don Sebastián ya no se hubiera atrevido a decir que vivía «como un conde».

Experimentó tal desprecio por los modestos bienes que hasta entonces habían sido su gloria y su dicha, que poco faltó para que se considerase como el último y el más desgraciado de los menesterosos.

Por primera vez le pareció injusto que algunos   —187→   tuvieran tanto y otros tan poco, y pensó que sólo los ricos, los que tenían millones, podían vivir «como condes».

Y no hubiera tenido consuelo si algún tiempo después no le llega por fortuna otra visita.

Era un gaucho elegante y ricamente vestido de paño negro, montado en brioso corcel enjaezado con puros aperos de plata y de oro. Se apeó, sin pedir licencia, y acercándose con aire de patrón a don Sebastián, le dijo:

-Conozco tus deseos; sé que quieres ser rico para vivir «como un conde», y como eres un buen gaucho, he resuelto hacerte el gusto. Aquí tienes -dijo, tendiéndole un tirador grande lleno hasta reventar de billetes de Banco- un millón de pesos. Disfrútalo a tu antojo: pero acuérdate de que mermará de cien mil pesos cada vez que tú mismo o algún miembro de tu familia reniegue, por tener tanta plata.

-¡Pues señor! -exclamó don Sebastián-, renegar por tener mucho; seríamos más que zonzos.

Y tomando el tirador, iba a dar al forastero las gracias por su generosidad, cuando vio que ya había desaparecido.

La señora de don Sebastián entraba justamente en ese momento y frunció las narices, preguntando:

-¿Por qué quemaste azufre?

-¿Yo? -dijo don Sebastián, ocultando la prenda en los dobleces del chiripá... ¡Ah!, sí, estaba curando un cordero de la lombriz.

No insistió la señora, y pasó para la cocina.

Don Sebastián, sólo entonces, miró bien el tirador y vio que tenía diez bolsillos, y que cada bolsillo contenía cien mil pesos; y empezó a buscar en el cuarto un rincón a propósito para esconder este tesoro. Pero no encontraba sitio en ninguna   —188→   parte; los pocos muebles estaban llenos, los cajones no tenían llave, cuando, por casualidad, tenían cerradura; colgarlo a la vista no se podía, por supuesto, y tanto se cansó de buscar, que, renegando, exclamó:

-¡Al diablo con la plata!

Y en el acto oyó un ruidito: ¡Zuit!, y vio que uno de los bolsillos estaba vacío.

¡Hizo una cara!... Por fin, se consoló con pensar que todavía le quedaban novecientos mil pesos, con lo que cualquier pobre puede vivir «como un conde», murmuró sonriéndose. Asimismo, algo inquieto, llamó a su mujer, le enseñó el tirador y se lo contó todo.

La señora, en el acto, encontró en un baúl donde tenía sus cosas y que sólo ella abría, un excelente sitio para esconder el tirador, y se sentaron para conversar de lo que debían hacer con esa plata.

Pero revolvieron entre ambos muchas ideas, sin poder llegar a resolver nada; lo que a uno le gustaba, al otro le parecía mal.

-Comprar campo y hacienda -decía la mujer.

-Sí -contestaba don Sebastián-, y el trabajo será para mí.

-Vayamos a vivir en la ciudad.

-¡Cómo no! Encerrarme en ese chiquero y comer carne cansada.

-Confiemos la plata a don José, el pulpero, y poco a poco la iremos gastando.

-Sí, para que se nos vaya con ella, el día menos pensado.

Y de repente, don Sebastián, que no era muy paciente, exclamó:

-¡Para dolores de cabeza, no más, nos habrá regalado esa plata!

En el acto, notaron un ruidito en el baúl:   —189→   ¡Zuit! Y levantándose ambos, con inquietud, fueron a revisar el tirador. Otro bolsillito había quedado vacío. ¡Se miraron con una jeta...!

-Bueno, basta -dijo don Sebastián-. Ni pensar ya en la plata; de no, se nos va toda.

Y salió, por el campo, cavilando en muchas cosas: contento, naturalmente, por un lado, de tener semejante capital, ¡ochocientos mil pesos todavía!, pero desconsolado a la vez, por no saber qué hacer con él, y poseído del miedo de perderlo todo.

Ese temor de quedarse sin nada, tanto se iba apoderando de él, que cuando al volver a su casa, oyó que su mujer le pedía mil pesos para ir al pueblito a comprar muchas cosas que hacían falta para la familia, le contestó con impaciencia:

-Sí, gastemos, no más, que ya pronto vamos a quedar sin nada.

Al oír semejante disparate, no pudo menos que decir la señora, con rabia:

-Pues si porque tienes plata, te vas a volver avaro, mejor es no tenerla.

En seguida se sintió, dentro del baúl, el ruidito que ya conocían; y pudieron, aterrados, comprobar que no quedaban más en el tirador que setecientos mil pesos.

Cuando llegó la noche, don Sebastián, por supuesto, se negó a dormir en otra parte que cerca de su tesoro, pues a medida que éste disminuía, más precioso se volvía, y tendió su recado contra el mismo baúl. Durmió mal; más bien dicho, no durmió. Cualquier ruido le parecía sospechoso; las lauchas eran ladrones, y dos gatos enamorados le hicieron levantar con el facón en la mano. Iba por fin amodorrándose, a la madrugada, cuando dos cachorros que jugaban en el patio, vinieron, persiguiéndose, a caer juntos contra la puerta del   —190→   rancho, con un ruido que le hizo creer que un escuadrón de caballería la volteaba a pechadas. Se incorporó, asustado; pero, conociendo su error, volvió a acostarse, y medio dormido, dijo:

-¡Qué noche perra me ha hecho pasar esa maldita plata!

¡Zuit! hicieron en el baúl, cien mil pesos más, al irse del tirador.

Don Sebastián se arrancó un mechón de cabellos, mandó traer su tropilla, y con el tirador en la cintura, se fue para la ciudad. Quería depositar en el Banco de la Nación los seiscientos mil pesos que todavía le quedaban para no pensar ya en ellos sino con toda calma y tranquilidad.

Pero el pobre no sabía nada de la ciudad; nunca había oído hablar de esas aves de rapiña que les toman el olor a los pesos de los campesinos desprevenidos, a través de los bolsillos, como los chimangos a la osamenta escondida entre las pajas; y antes de haber llegado a la fonda, ya había comprado, tirado -por mil pesos- el premio mayor de la última lotería, en un billete adulterado; le habían sacado del bolsillo del saco la cartera con otros mil, y le habían vendido por doscientos pesos un magnífico reloj de cinco cincuenta, bien pagado.

Y cuando conoció su candidez, renegó de tal modo, no contra sí mismo, por supuesto, sino contra ese dinero que a nadie, al fin, había pedido y que, de seguir así, lo volvería loco, que no tardó en oír el ¡zuit! acostumbrado.

-¡Adiós mi plata! -dijo- ya no me quedan más que quinientos mil. A este paso, pronto me quedo como antes.

Pero en este momento se le acercó un señor muy decente que le ofreció sus servicios para el caso que tuviera algunos fondos disponibles que colocar en   —191→   valores que le darían una buena renta, sin trabajo.

Don Sebastián, esta vez, se dio por salvado y le dijo que efectivamente tenía para colocar así, en cosas que no le diesen trabajo y le permitiesen darse buena vida -no se atrevió a decir: de vivir «como un conde»- unos doscientos mil pesos.

El corredor -por tal se daba-, disimulando su inmenso júbilo, salió en seguida y no tardó en volver con otro que traía un gran atado de cédulas hipotecarias de la provincia de Buenos Aires, y explicándole a don Sebastián que cada una valía cien pesos y le daría, sin que se moviera, ocho pesos por año, le entregó, en cambio de sus doscientos mil pesos, dos mil papeles con figuritas.

Convencido don Sebastián, de haber dado con el clavo -como efectivamente, sin que lo supiese, le había acontecido-, se fue a comer, pensando en comprar más de esas «cédulas boticarias», como ya las llamaba, tan cómodas para vivir sin hacer nada.

Tuvo de vecino, en la mesa de la fonda, a un buen vasco que también había venido del campo para sus negocios y entablaron conversación. Se le ocurrió a don Sebastián preguntar al compañero lo que haría si tuviese dinero que emplear.

-Hombre -le dijo el vasco- comprar ovejas.

-¿Y si tuviese mucho dinero?

-Comprar más ovejas -dijo el vasco.

-¿Pero si tuviese más todavía?

-Entonces ya, comprar campo.

-Y de estas cosas, ¿no compraría? -le preguntó enseñándole las cédulas.

El vasco sabía lo que eran esos papeles y echó a reír. Pero don Sebastián, inquieto, insistió y quiso saber la verdad; el vasco se la explicó; le dijo que sus doscientos mil pesos podían valer treinta mil,   —192→   y que no debía, antes de muchos años contar con renta alguna.

Se sulfuró don Sebastián, y mandó a los mil demonios al corredor ese que le había engañado, y la plata, que más trabajo y más rabietas le había dado que provecho... y ¡zuit! hizo el tirador, vaciándose otro de los bolsillos.

-¡Mejor! -exclamó don Sebastián-, ¡andate al diablo! ¡Plata zonza!

Y obedeciéndole, cien mil pesos más se le fueron...

Don Sebastián, esta vez, se sosegó. Tanteó, ansioso, el tirador y se dio cuenta de que ya uno solo de los bolsillos contenía todavía algo. Eran los últimos cien mil pesos del millón que tan generosamente le regalara el forastero, pero algo mermados por los cuentos del tío que había sufrido.

Pensó que si con semejante cantidad todavía se podía hacer algo, ya era tiempo de seguir el consejo del vasco y de comprar campo y ovejas, que era, al fin y al cabo, lo único de que entendía. El vasco era honrado y conocía la ciudad; le facilitó la venta de sus cédulas y lo acompañó hasta su salida para el campo, evitándole otros tropiezos y trampas.

Don Sebastián regresó a su casa con un entrevero formidable de ideas nuevas en la cabeza.

El pobre nunca había tenido mucha ocasión de tomarse el trabajo de pensar y no dejó de encontrar algo difícil la cosa; pero tenía cierta viveza natural, como cualquier gaucho, y no tardó en vislumbrar unas cuantas verdades que, antes, le habrían parecido mentiras.

Sabía ya, por ejemplo, que es más trabajoso de lo que a primera vista parece, emplear de modo sensato mucho dinero; que una suerte por demás inesperada puede traer consigo en la vida más trastornos   —193→   que gozos; y que, aunque sea menos penoso, lo mismo tiene el hombre que acostumbrarse a la buena fortuna como a la mala.

Al ver la prudencia y la vigilancia continua que requiere la sola conservación de los bienes, adquiridos, a veces, sin esfuerzo, dejó de tener envidia a los ricos; y volvió a apreciar en su justo valor lo que poseía, comprendiendo que con lo que uno tiene siempre puede ser feliz, si a ello limita sus deseos.

Cuando llegó a su casa, tenía ya calculado lo que iba a hacer con lo que le quedaba; empezó por dar a su señora los mil pesos que antes le había pedido, ofreciéndole más, si necesitaba, diciéndole que ya se había curado de la codicia y que debían hacer como antes: gastar en proporción de lo que tenían, sin derroche, ni avaricia.

Después, con toda franqueza, le confesó las barbaridades que, en su ignorancia, había cometido; los dolores de cabeza que le había valido el regalo del forastero; sus reniegos injustos contra el dinero y el castigo de ellos.

Ahora se había vuelto juicioso: no tardó en encontrar, por una parte de lo que le habían dejado sus numerosas chapetonadas, un buen retazo de campo, y lo fue poblando con haciendas bien elegidas y compradas con cuidado.

Todo esto, por supuesto, no se hizo sin trabajo. Tuvo que andar mucho, galopar días enteros, arrear tropas, pasar días y noches a la intemperie, rondar, cuidar, vigilar, lidiar con peones y animales, y, montada la estancia, tuvo mucho trabajo para dirigirla, muchísimo más trabajo que lo que había tenido jamás, en otros tiempos, con su majada única, su rodeíto de tamberas y su manada, cuando vivía, indolente y feliz, sin necesidades y sin plata, «como un conde».



  —195→  

ArribaAbajoQuien sueña, vive

A Florentino, lo mismo que a muchos otros, le parecía que el hombre debería estar en la tierra únicamente para gozar de la vida, sin necesidad de pasar tantos malos ratos: sufrir golpes, andar enfermo, tiritar de frío o sofocarse de calor, pasar hambre o quedar a pie, estar sin un peso para las carreras, o sin colocación y con el poncho empeñado, y muchas otras cosas que hacen de la vida un infierno.

Bien tenía, sin embargo, que soportar, a la fuerza, todo esto y algo más, a veces, y como no poseía más que su tropilla y sus pilchas, renegaba de la suerte que le había hecho nacer de un pobre gaucho incapaz de juntar tantos pesos como tenía de hijos y que lo había largado a que se ganase solo la vida, cuando apenas tenía doce años.

El muchacho no era de los peores: era diestro y bien mandado, y a los veinte años que tenía, ya había trabajado mucho, en todos los ramos de su oficio; había arreado tropas de ganado y esquilado miles de ovejas; había ayudado en cien hierras; había domado potros y pastoreado rodeos; hasta había hecho trabajos de a pie, amontonando pasto y haciendo parvas en los alfalfares, y también había probado, por una temporada, el oficio de carrero.

Siempre se había ganado la vida, y no se hubiera podido quejar de la suerte, si hubiese sabido contentarse con lo que caía y dejarse de desear lo que no podía conseguir. Pero, durante las largas horas   —196→   del arreo lento, o del pastoreo paciente, dormitando al duro mecer del tranco, bajo el sol ardiente, o recostado, de noche, en el pasto húmedo, con el cabestro en la mano, listo para repuntar, pensaba que bien feliz era el dueño de la hacienda que, sin tomarse trabajo, podía tranquilamente descansar en su cama, hasta que le llegasen los pesos.

¿Por qué no sería él mismo dueño de todos los potros que domaba, y de los terneros que herraba, y de las ovejas que esquilaba y de los potreros inmensos que recorría, al rayo del sol? Y también le hubiera gustado ser el patrón de los carros, en vez de tener, por un mezquino sueldo, que andar allí metido, arriba, con las riendas en la mano, corriendo el riesgo de caerse, veinte veces al día.

No era precisamente envidioso; no deseaba quitar a algún otro sus bienes, para aprovecharlos él; tampoco aspiraba a ser más que los otros, pero hubiera querido poseer, porque poseer le parecía la única fuente de la felicidad.

Resolvió ir a consultar a un tío viejo suyo, hermano mayor de su madre, del cual, ésta, muchas veces, le había dicho que era un poco brujo y hacía cosas extraordinarias, cuando quería.

Según los datos que le dio, vivía muy lejos, en los campos de afuera, en un toldo perdido entre las pajas, solita su alma y, al parecer, sin recursos, pero, aseguraba ella, rico, por su arte.

Después de muchos días de viaje, a tientas por la pampa, indagando en todas partes, como quien campea una tropilla robada, y cuando ya desesperando de encontrarlo, Florentino se iba a volver para sus pagos, de repente dio con un ranchito que casi le pareció haber brotado del suelo, pues de ninguna parte lo había divisado todavía.

Sentado en una cabeza de vaca, estaba ahí, cebando mate, un gaucho viejo, de luenga barba   —197→   blanca, vestido como cualquier paisano pobre, y rodeado de unos cuantos galgos. Al llamado de Florentino, contestó con benévola invitación a que se apeara, y convidó al joven a desensillar y a hacer noche en su humilde morada.

Entre dos mates, le preguntó Florentino si conocía a su tío; y el viejo le contestó que sí; y también si vivía lejos de allí.

-Cerquita -le dijo el viejo, sonriéndose, y empezó a hacerle, a su vez, preguntas tan precisas sobre los diversos miembros de su familia, que, bien pronto, no pudo tener duda alguna el joven de haber dado, por misteriosa casualidad, con el mismo tío a quien buscaba; pero, viéndolo tan pobre, tan desprovisto de todo, también pensó que de poca ayuda le iba a ser.

Asimismo le confesó que, si de tan lejos había venido en busca de él, era porque había oído contar muchas maravillas de su ciencia y de su poder y que, cansado de llevar vida de pobre, había pensado que le podría indicar algún medio de vivir dichoso.

-Y no te has de ir, muchacho, sin que te lo haya dado -le contestó el viejo.

Florentino, al oír esto, y aunque pensara que, si realmente su tío tuviera el poder de crear las riquezas que a él le parecían indispensables para ser feliz, hubiera debido empezar por hacerse rico a sí mismo, se fue a dormir con el corazón lleno de esperanzas.

Pero, cuando a la madrugada del día siguiente, el tío le propuso acompañarlo con la tropilla a una estancia vecina, donde iban a tusar yeguas y donde podrían, dijo, ayudando, ganar un buen sueldo, como peones por día, Florentino se quedó aturdido, y lo miró con tanta admiración que no pudo menos, el viejo, que echarse a reír.

-¿Y qué hay en esto? -le dijo-. ¿Te parece   —198→   extraño que quiera ganar algunos pesos para los vicios? Te prometí hacerte vivir dichoso, pero no sin trabajar.

Florentino se sometió y ensilló, pero pensaba que ese tío viejo no debía de ser muy brujo, y sentía haber hecho tanto viaje para quedar en la misma. Trabajaron todo el día; comieron con los demás peones, un buen asado; recibieron, cada uno, tres pesos y volvieron al rancho.

Antes de acostarse, el viejo sacó de su recado una matra de lana, de las que fabrican los santiagueños, y dándosela al muchacho, le dijo:

-Bueno, Florentino; trabajaste mucho hoy y debes de tener ganas de dormir: anda y tiende tu recado donde te parezca mejor, en la pieza o afuera, y para que sea más blanda la cama, agrégale esa matra.

Y dándole las buenas noches, se fue él también a dormir.

Florentino hizo como se lo había mandado su tío, y puso la matra que éste le había regalado entre las demás prendas de su recado. Se durmió, y bien pronto, pues estaba cansado de veras por el trabajo fuerte que había hecho en ese día, enlazando primero de a caballo las yeguas, durante toda la mañana, y trabajando de pie, para cambiar, y dejar descansar sus caballos, durante toda la tarde.

Dormía profundamente, cuando le pareció que lo llamaba su tío, y disparando, se levantó y fue.

Encontró al viejo en el patio: estaba desconocido; muy bien vestido, tomaba de manos de un capataz, que respetuosamente se lo ofrecía, el cabestro de un soberbio caballo ricamente enjaezado.

-Mira, Florentino -le dijo al joven-; toma del palenque ese zaino malacara que hice ensillar para ti, y vamos hasta el corral a ver cerdear tus yeguas.

  —199→  

Florentino oyó ese «tus yeguas» sin chistar y montando en el zaino malacara, se fue a juntar con su tío. Caminando, se dio cuenta de que él también iba muy bien vestido y montado en un caballo de valor y ricamente aperado. A medida que se aproximaban al corral, le parecía que la bulla alegre de los peones iba mermando, como siempre sucede, cuando viene llegando el amo. Las risas callaban, como asustadas, y seguía el trabajo sin gritos, casi, ni más ruido que el del tropel de la hacienda huyendo del lazo, o los chasquidos de los rebenques, o los golpes sordos de las caídas en el suelo de yeguas pialadas; y oyó el joven que un peón lo saludaba, llamándole patrón.

El gozo de Florentino fue inmenso; sin tener necesidad de preguntar nada a su tío, se sintió poseído por la idea de que todas esas yeguas eran de él, que estos peones trabajaban para él, que la cerda que se iba amontonando en las bolsas era de su propiedad, y que, para sacar plata de ella, no necesitaba cansarse trabajando, ni arriesgar el pellejo en medio del corral.

Quiso expresarle a su tío su agradecimiento por haberle dado lo que más anhelaba, la riqueza sin trabajo, y se dio vuelta, buscándolo; pero no lo encontró más; pensó que se había retirado para las casas, y siguió admirando sus yeguas y vigilando el trabajo, con el corazón lleno de alegría.

Después de pasar así muchas horas realmente dichosas, de repente vio que, por error o por travesura, había tusado dos potros hermosos que ya pensaba reservar para formar una linda yunta volantera; al mismo tiempo, un potrillo, el más lindo de la manada, recibió al caer, de un pial, golpe tan feroz que quedó muerto en el acto, con el espinazo quebrado. Y antes de que tuviera tiempo para enojarse, la tranca de la puerta del corral se rompió, al   —200→   ser atropellada por un trozo de animales, y disparó para el campo toda la manada, interrumpiéndose el trabajo, en medio de los gritos de los gauchos que echaban a correr en persecución de las yeguas.

Florentino, ya disgustado con la tusada inoportuna de sus potros, y por la muerte del potrillo, se sulfuró del todo con la rotura de la tranca y la disparada de la hacienda en pleno trabajo; y castigando su caballo para ayudar él también, y más que ninguno a recoger las yeguas... despertó, y se encontró muy extendido en el recado, cerca de la puerta del rancho.

-Buenos días, muchacho -le dijo su tío, ya sentado cerca del fogón y tomando mate ¿Qué tal dormiste?

-Bien, nomás, tío; gracias. Pero ya era tiempo que despertase, pues se me disparaban las yeguas y ya me iban a dar más trabajo de lo que en realidad valen.

-¿Qué yeguas, hombre?

-Las de un sueño lindo que tuve; que me hizo feliz durante toda la noche, y que sólo se acabó cuando ya se volvía pesadilla; de modo que lo he gozado sin tener por qué sentirlo.

El tío no contestó nada; pero después de tomar mate, le propuso a Florentino que fueran otra vez a ganarse unos pesos, ayudando a contramarcar una hacienda brava recién traída a otra estancia de la vecindad. Y viendo Florentino que no había más remedio, para comer, que trabajar, ensilló y se fue con el viejo.

Y lo mismo que el día anterior, trabajaron mucho, se cansaron bien, comieron con los otros peones, recibieron cada uno tres pesos y se volvieron al rancho. El viejo, al dar las buenas noches a Florentino, le volvió a recomendar que pusiese en   —201→   la cama la matra que le había regalado, y le dijo en tono de broma:

-Y que hagas buenos sueños; pues, la dicha es un sueño.

Apenas dormido, Florentino creyó sentir que lo llamaba su tío, y fue. Y lo mismo que en la noche anterior, encontró a éste bien vestido y montado en caballo lujosamente aperado, rodeado de peones que le obedecían, y supo por él, que un gran rodeo de vacas mestizas que allí cerca estaba parado, era de su propiedad, de él, Florentino.

Cuando quiso darle las gracias había desaparecido el viejo, y Florentino se quedó recorriendo el rodeo por todos lados, acompañado de un capataz muy atento que le enseñaba los toros finos, las vaquillonas ya muy mestizas, las vacas con sus terneros, la novillada, gorda y numerosa, algunas lecheras y bueyes de trabajo, y por fin el señuelo, tan bien adiestrado que al solo grito de «fuera buey», lanzado por el capataz, se juntaron en un grupo los veinte novillos de un solo pelo de que constaba, colocándose en la orilla del rodeo, a espera de órdenes.

Florentino se sentía el más feliz de los hombres. ¡Mire! Poseer semejante riqueza, sentirse dueño de tantos y tan lindos animales. Ya calculaba que la próxima parición iba a aumentar todavía el rodeo, y que podría vender tantos novillos y tener tanta plata que no sabría qué hacer con ella, pues quedaba de vida modesta y de gustos sencillos, en medio de su riqueza.

No sabía de cuántas vacas era el rodeo, si de mil o de diez mil; pero sabía que eran muchas; muchísimas más de las que jamás hubiera soñado tener... sin la matra del tío viejo, de la cual no se acordaba, dormido como estaba, encima de ella. Y sólo despertó al aclarar, en el momento en que creía ver   —202→   todas las vacas tambaleándose de flacas, en medio de una sequía espantosa, sin un novillo siquiera para el consumo, con la parición perdida y muy comprometida la siguiente, y muy empeñado en cuerear él mismo el mejor toro del rodeo.

-¿Qué tal, qué tal, muchacho?, ¿dormiste bien? -le preguntó el tío-. ¿Hiciste buenos sueños?

-Un sueño más lindo aún, tío, que el de anoche; pues, era yo dueño de un gran rodeo de vacas; y también tuve la suerte de despertarme cuando el sueño se volvía feo.

-Mejor así, hijo; pues cuando la riqueza da más dolores de cabeza que goces, más vale una tranquila pobreza.

Y después de tomar mate, fueron a esquilar las ovejas de un estanciero vecino. Sacaron una punta de latas, y después de cenar, Florentino se apresuró a echarse para dormir, sobre el rudo recado, algo ablandado con la matra del viejo.

Aquella noche, fueron tan numerosas como las estrellas del cielo las ovejas que le pertenecían.

No las quiso contar él; hubiera sido mucho trabajo. Pero se deleitó viendo desfilar por los corrales y paciendo por los campos, las inmensas majadas de su propiedad. Nacían los corderos y crecían, que daba gusto; los veía blanquear, retozando por bandadas, en la orilla de las majadas. A la simple vista se conocía cuán tupida y cuán larga era la lana de los vellones en que iban envueltas las ovejas; y tanto abundaban los capones gordos, que el resero tendría seguramente bien poco trabajo para juntar buena tropa.

Se abandonaba Florentino al placer de contemplar su riqueza, y dejaba pasar las horas, complaciéndose en su dicha, cuando, en un momento, vio que las ovejas enflaquecían y se ponían sarnosas; y mermaban las majadas, muriéndose de la lombriz   —203→   todos los corderos ya hechos borregos, y hasta los mismos animales grandes. No duró ese triste espectáculo más que el corto instante en que se despertó sobresaltado; pero había sido bastante para que no sintiera haber vuelto ya a la realidad de la pobreza sin cuidado, y del trabajo sin ambición, en medio de los cuales había vivido siempre.

Y cuando su tío, con cierta intención, le preguntó esa mañana:

-¿Y cómo te fue de sueños? -empezó a sospechar que si todas las noches se encontraba dueño de tanta hacienda, y tan realmente feliz mientras dormía, no debía ser del todo extraño a ello el viejo aquel. Pensó en eso todo el día, mientras seguían esquilando ovejas y se acordó de la matra que le había dado su tío. Quiso ver si realmente era brujería o mera casualidad; y a la noche, cuando se acostó, la sacó de la cama y la puso a un lado. Durmió como hombre cansado, a puño cerrado, pero se despertó sin haber soñado más que un leño; y quedó desde entonces convencido de que era cierto que su tío era brujo, y que la matra era un valioso regalo.

La recogió con cuidado, la volvió a meter en medio de las pilchas del recado; y se disponía a ir a saludar a su tío y a darle las gracias, cuando vio que éste había desaparecido, que el toldito no existía más, y pronto se dio cuenta, con sólo mirar en derredor suyo, de que estaba en pagos conocidos y cerca de la casa paterna.

Ensilló y se fue, cavilando. Pensaba en muchas cosas en que nunca había pensado hasta entonces. Tenía por todo haber unos pocos pesos en el bolsillo, y asimismo se consideraba más feliz que todos los hombres ricos cuyos campos iba pisando.

Su matra, llena de sueños felices, valía más ella sola, para él, que todas las estancias, campos y haciendas   —204→   de todo el vecindario. No tenía más que extenderse en ella para tener cuanto puede uno desear poseer, y esto, sin los disgustos inseparables de la posesión. Sueños, no más, eran, es cierto, pero sueños lindos, que, mientras duraban, valían una realidad, y tenía profunda lástima a los patrones que lo conchababan cuando los veía desconsolados por haber sufrido grandes pérdidas en sus haciendas, o seguir en medio de mil percances algún pleito ruinoso, o tristes e inquietos por andar apremiados por algún vencimiento. ¡Qué noches pasarían esos pobres!

Y pensaba Florentino que más sabio había sido su tío el brujo, al regalarle la matra, fuente inagotable de sueños hermosos, que si le hubiera favorecido con una fortuna real, fuente, casi siempre, como lo veía, de cavilaciones sin fin y de sufrimientos, sin número.



  —205→  

ArribaAbajoLa guitarra encantada

Don Nataniel y su china, con tres o cuatro hijos, criaturas todavía, vivían, pobres como las ratas, en un campo del Estado, sobre la costa de un gran cañadón. Su rancho era una miserable choza, con el techo de paja todo podrido y lleno de agujeros, y sin más puerta que un cuero de potro, viejo y arrugado; de modo que la lluvia y el frío entraban allí como en su propia casa.

Todo el haber de la familia lo componían unas cuantas yeguas, dos lecheras y algunos corderos guachos, alzados en el campo por los muchachos y criados por ellos.

Nataniel no era haragán ni vicioso. Ganaba algunos pesos en las hierras y arreos, cada vez que se le presentaba la ocasión, y su distracción preferida no era la de tantos gauchos, de ir a pasarse las horas en la pulpería, sino -distracción inocente y barata- de tocar la guitarra, sin cesar, y cantando, cada vez que tenía un momento desocupado. No era más que un modesto aficionado, pero, sin dárselas de payador, no dejaba de tener un talentito regular. Así por lo menos estaba dispuesta doña Filomena, su mujer, a proclamarlo, lo mismo que cierto grillo que, desde algún tiempo, había fijado su domicilio en un rincón de la habitación.

Este grillo era para el matrimonio un verdadero compañero, pues, aunque nunca se le viera, se le oía mucho; y de noche solía acompañar la guitarra y   —206→   el canto de Nataniel o llenar los intermedios con su grito familiar.

La guitarra de Nataniel, aunque muy sencilla, una de tantas de las que cuestan tres o cuatro pesos en cualquier casa de negocio, tenía mucho mérito para él, pues hacía largos años que la poseía; le conocía las mañas; había sido ella la discreta confidente de sus esperanzas y de sus penas, y no podía olvidar que también por ella había conquistado el corazón de su Filomena.

Una noche, entró a oscuras, tiró el pesado recado en el rincón acostumbrado, sin ver que el instrumento favorito se había caído de su sitio en la pared, con clavo y todo, y lo aplastó completamente.

El pobre Nataniel quedó todo pesaroso, no pudiéndose conformar con que la vieja compañera no tuviera ya compostura; y después de la cena, que fue corta, quedaron ambos, él y la mujer, como almas en pena, mirando extinguirse unas tras otras las brasitas del fogón, mudos y sin saber en qué ocupar el tiempo.

De repente cantó el grillo, en el mismo rincón donde yacía la guitarra rota, y, maquinalmente, miró allí Nataniel. ¡Cuál fue su asombro al ver, colgada en la pared, una guitarra nueva, flamante! Y mientras la miraba boquiabierto, señalándosela a su mujer, calladito, con el dedo, el canto del grillo se volvió tan comprensible para ambos como si hubiera sido voz humana; y clarito oyeron que decía:

-El que conmigo cantare y sus votos expresare, pronto los verá colmados, si resultan moderados.

Don Nataniel y su mujer quedaron un buen rato atónitos. El grillo seguía cantando, pero como de costumbre, nomás, y era como para dudar de que realmente hubiese hablado. Y sin embargo, allí estaba la otra guitarra, nueva, flamante, colgada de   —207→   la pared, encima de los restos de la «finada», sin que nadie la hubiese traído.

Nataniel tenía muchas ganas de probarle el mérito; pero tenía también algún recelo, pues en esas brujerías, muchas veces, sucede que lo seducen a uno con buenas palabras o con visiones de objetos imaginarios, y de repente lo revientan.

Por fin se levantó, y también Filomena, y ambos se acercaron al sitio donde estaba la guitarra; el hombre por delante, por ser más guapo, y la mujer por detrás, por ser más miedosa, pero, empujando despacito la miedosa al guapo, para que no se echase atrás.

Nataniel, con precaución, tocó el instrumento con un dedo, primero, y después con toda la mano; y viendo que nada sucedía, lo descolgó. Filomena retrocedió ligero, algo asustada, pero pronto se sosegó, y Nataniel, sentándose, empezó a dar vueltas a la guitarra, encontrándola muy parecida a la que con tan poca suerte había destrozado.

Se animó a templarla: era de muy lindas voces sonoras, y tocó una milonga, que el grillo acompañó. Pero Filomena, como mujer práctica que era, había estado pensando en los deseos moderados aquellos que con el canto podría expresar Nataniel, para que fueran colmados, y pronto se lo hizo recordar.

Y como para ver hasta qué punto era verdad la promesa, Nataniel así cantó:

-Mira, grillo, mi amiguito, para probarnos tu amor, bien podrías al asador ponernos un corderito...

Y no había tenido tiempo de cantar un verso más, cuando en la mesa de la cocina apareció, no se sabe cómo, en una fuente grande, un magnífico asado; «... ¡y con papas alrededor!», exclamó en el acto Nataniel, y aparecieron papas lindas y bien   —208→   cocidas, colocadas en la fuente, alrededor del cordero.

Nataniel soltó la risa al ver la cara de su mujer, atontada por el suceso, y cantó al grillo una copla de agradecimiento entusiasta, antes de descuartizar con el cuchillo el cordero, tan dorado, tan gordo y tan jugoso, que se le hacía agua la boca.

Como habían cenado mal, el cordero les venía de perilla, y con ayuda de los chicos, que todavía no dormían, pronto dejaron la fuente limpia, no quedando más recuerdos del regalo del grillo que unos cuantos huesitos pelados; las manos grasientas y las caras sucias.

Fue casi con alegría que Nataniel, en la madrugada siguiente, prendió el fuego con las astillas de la guitarra rota, ¡lo que es la ingratitud! Y durante todo el día, como era natural, él y Filomena, preparando, una su puchero o lavando la ropa, y trenzando huascas el otro, no pensaron en otra cosa que en lo que iban a pedir al grillo con la guitarra, después de cenar.

Pero bien se acordaban ambos de que, para ser colmados, tenían que ser moderados sus pedidos; y no sabían hasta qué punto podían dejarse ir. Como nunca habían poseído más que los cuatro trastos que tenían en el rancho, todo les parecía mucho, y temían que cualquier cosa que pidieran fuese un disparate y les costase algún castigo imprevisto; pues medio sabían que estos seres desconocidos que protegen a los hombres, cuando uno interpreta mal sus órdenes, aunque sea sin querer, se desatan en rabia y pegan a veces golpes feroces.

No fue, pues, sin cierta emoción como empezó Nataniel, esa noche, a pulsar la guitarra. Filomena había acostado a los chicos, y sin dejar de cebar mate, para ocultar su ansiedad, esperaba que se decidiera el cantor; pero éste no parecía tener mayor   —209→   apuro, pues no hacía sino preludiar, sin que soltase un verso. Algo impaciente ya, la mujer le insinuó que pidiera un corte de vestido para ella o alguna ropa para los nenes; y Nataniel formuló la demanda, no sin pedirle disculpa al grillo por la mucha osadía.

No había acabado de bordonear la guitarra acompañando el último verso, cuando apareció en la mesa un atadito muy bien hecho, que contenía todo lo que había deseado la mujer y algo más, quizá, para ella y para las criaturas. Don Nataniel, cada vez más agradecido al grillo, le cantó una décima tan linda, que el grillo le contestó con el más sentido serrucheo de que era capaz; y pensando el cantor que fuera esto una invitación a seguir pidiendo, pidió nomás; y cuando estuvo por irse a acostar, tenía más prendas de vestir que las que en toda su vida hubiese gastado. Nada le faltaba: botas y sombrero, chiripá y poncho de paño, camisetas y blusas, tirador y pañuelo de seda, y cuchillo con cabo torneado y rebenque talero. Su recado se había completado con algunas prendas que le faltaban, y podía competir con los mejores del pago, pues no se le habían mezquinado los adornos de plata. Doña Filomena, por su parte, de vez en cuando, le había hecho alguna indicación interesada, consiguiendo para sí y para los chicos todas las riquezas que su raquítica imaginación de pobre resignada le había podido sugerir. Ya no faltaban en el rancho una toalla para secarse la cara, ni un par de sábanas de uso doméstico para la cama, ni una servilleta de alemanesco para limpiarse la boca y los dedos, en caso de tener algún huésped a quien ofrecer una tajada de asado. Dos camisetas de abrigo había conseguido para cada uno de sus hijos, con un par de pantalones, y -lujo inaudito- un sombrero para el mayor y un par de zapatos para el más chico-, no   —210→   se le había ocurrido pedir todavía medias para los tres.

La mesita parecía mostrador de tienda, cuando Nataniel volvió a colgar la guitarra, y la tuvo que volver a tomar para pedirle al grillo:

-Que el gran favor les hiciera de regalarles siquiera un baúl o algún ropero pa poner tanto pilchero.

No se hizo esperar la respuesta, y en el acto apareció un baúl de esmerada fabricación, con buena cerradura, para guardar el tesoro. Probablemente el bienhechor no les había mandado ropero por haberse dado cuenta de que en un rancho tan pequeño, hubiese sido un estorbo.

Cuando, como Nataniel y Filomena, uno ha sido pobre toda la vida, cualquier cosita le parece lujo; y pasaron ambos unos cuantos días, admirados de su suerte, gozando de ella con una candidez de niños, y sin pensar en pedir más, creyéndose quizá llegados al apogeo de la dicha, o temiendo parecer groseros.

De noche, lo mismo que antes con la otra guitarra, Nataniel cantaba, y le contestaba el grillo, mientras cebaba mate Filomena, sin que ninguno se acordara de expresar el menor deseo.

Pero un día faltó la carne, y se tuvieron todos que contentar con un poco de mazamorra. Nataniel, algo malhumorado, se acordó que quizá podría pedir al grillo con la guitarra algo que asegurase para siempre la manutención de la familia; y se largó con una canción que significa, en el fondo, su deseo de tener una majada que cuidar, para tener siempre el puchero seguro; pero, por las dudas, la hizo tan alambicada, que quizá no la pudo entender el grillo en el acto, pues esa noche se fue Nataniel a dormir sin haber oído balar las ovejas que esperaba.

  —211→  

-Se nos está enojando el grillo -dijo él a Filomena.

Y Filomena le contestó:

-Por voraces, será -y quedaron avergonzados y tristes.

Se equivocaban, pues al día siguiente recibieron la visita de un estanciero vecino que les venía a ofrecer una majada al tercio. Mientras hablaba, sentado con ellos en el rancho y tomando mate, cantó el grillo, como aconsejando. Pronto fue hecho el trato; y bendiciendo a su geniecillo protector, Nataniel, después de cenar, agotó en su honor todas las alabanzas que en sus cantos se le pudieron ocurrir.

Un bienestar relativo fue la consecuencia inmediata del arreglo con el estanciero; nunca faltaba la carne ya en la pobre morada; y sin tener que importunar al grillo, lo que siempre temía Nataniel, no faltaban tampoco ni la yerba, ni el azúcar, ni el tabaco.

Solamente cuando llegó el invierno, doña Filomena, al tiritar ella de frío, y al ver tiritar a las criaturas, insistió con su marido para que cantase alguna décima «de las de pedir», como decía ella.

Nataniel, que bien sabía que, una vez descontados los gastos de esquila y el remedio para la sarna, nunca le alcanzaría el producto de las ovejas para poder comprar ropa de abrigo, se decidió a pedirle al grillo lo que le pareció necesario; y al ver que, ponchos y frazadas, tricotas de lana y bombachas gruesas, se iban apilando en la mesa, con vestidos de tartán y enaguas de punto para ella, Filomena comprendió que hasta entonces habían sido unos infelices en no pedir al grillo muchas otras colas, ya que, al fin y al cabo, sin rezongar ni vacilar, les concedía todo lo que le pedían.

Y como sólo da trabajo el primer paso, no tardó Nataniel, incitado por su mujer, en insinuarle al   —212→   grillo que mucho mejor sería que la majada fuera de él, en propiedad, en vez de ser ajena y sólo a interés. Y el día siguiente, al abrir el cajón de la mesa para sacar yerba, Nataniel quedó lo más sorprendido: vio un rollo de papel que le pareció ser de billetes de Banco; lo abrió, y mientras lo miraba con los ojos relucientes de alegría, llamó al palenque el dueño de las ovejas. Nataniel cerró el cajón, recibió al estanciero, y pronto supo que éste venía con la intención de ofrecerle en venta las ovejas. No se turbó el gaucho por tan poca cosa, pues le empezaba a parecer muy natural cualquier maravilla, y mientras discutían el precio, cantó el grillo, en su rincón, como aconsejando.

Pronto cerraron el trato; Nataniel y el vendedor contaron la majada, que resultó de mil y tantas cabezas, y dio la casualidad que, justito, alcanzaban los pesos del cajón para pagar su importe, ni uno más ni uno menos.

Dicen que comiendo viene el apetito, y tardaron pocos días, esta vez, Nataniel y Filomena en pensar que bien podrían pedir al grillo algo más que unas cuantas ovejas; ya que todo se lo daba con tan buena voluntad, era que sus deseos resultaban moderados, como lo había él mismo mandado. También, lo que antes hubieran creído ser una enormidad, ya les parecía poca cosa; estaba lejos el tiempo en que hubiera vacilado un mes Nataniel antes de pedir al grillo una bombacha o un par de botas; y por poco hubiera despuntado en su mente la idea de que el grillo sólo cumplía con una obligación, y que a su talento de cantor y de guitarrero debía sus liberalidades; quizá el geniecillo, sin sus décimas, no hubiera podido vivir.

Y le cantó una «de las de pedir», pero «macuca». Se largó nomás, con que sus ovejas estarían más a su gusto en campo propio que en campo del Estado,   —213→   de donde, cualquier día, lo podían echar como intruso.

El día siguiente se apeó en el palenque un soldado de la policía que le traía, de chasque, mandado por el juez de paz del partido, un gran sobre de oficio. Era un título de propiedad en forma, de dos leguas de campo, allí mismo donde vivía, que el Superior Gobierno, sin que se supiera cómo ni por qué, le regalaba; ¿equivocación? ¿Quizá lo habrían confundido con algún ministro?

Lo cierto es que Nataniel y su mujer no dejaron de sentirse orgullosos al verse tan ricos, y empezaron a pensar que no tendría límite su poder. En la misma noche le cantó Nataniel al grillo unas cuantas décimas de alabanza agradecida, pero, al mismo tiempo, no dejó de pedirle que completase su obra regalándole, en lugar del rancho miserable, indigno ya de un estanciero rico, una casita decente, bien construida y bien amueblada.

Y el sol, cuando salió, creyó estar en un error, y se quedó inmóvil, un minuto entero, asomado en el horizonte, haciendo colorear con la luz de su poderoso farol el techo de teja de una alegre casita, que no se acordaba haber visto allí el día anterior.

Nataniel y Filomena quedaron, esta vez, tan encantados con su preciosa morada, que en un arrebato de suprema satisfacción, declaró el cantor al grillo, en los mejores versos que pudo, que ya no le pedirían más, quedaban colmados sus votos.

Y realmente, ¿qué mas hubieran deseado? Su dicha no podía ser más completa. No les faltaba nada: llenos de salud, ellos y sus hijos; ricos como el que más, ya que lo que tenían superaba en mucho a sus necesidades; asegurados de la ayuda del grillo, a quien acudían con discreción en los casos difíciles, vivían absolutamente felices, sin deseos ni pesares: ¿cómo hubieran tenido pesares, cuando, al   —214→   contrario, los recuerdos de todo su pasado de pobreza era, por comparación, su mejor elemento de gozo?

No todos, por cierto, saben apreciar esa clase de felicidad, un poco pasiva, por la misma falta de contrastes que la hagan resaltar; pero la apreciaban ellos, y en su justo valor, después de las penurias de antaño, contentándose ahora con dejarse vivir.

Pasaron así algunos años. Nataniel trabajaba con sus muchachos; vendía la lana de sus ovejas, los capones y los novillos, sobrándole siempre dinero. No dejaba, cada noche, de tomar la guitarra y de cantar lindas décimas, que el grillo acompañaba con su cantito monótono y estridente, celebrando así juntos los inefables goces de la vida apacible del campo, cuyas viriles faenas conservan la salud del cuerpo y dan al alma la quietud.

Desgraciadamente, el afán de tener más y más, ese gusano destructor de toda felicidad, siempre vivo en el corazón humano, no estaba más que dormido en el de ellos.

Llegó un día en que no se contentaron con la abundancia, quisieron la opulencia; les pareció poco el ser respetados y queridos, pensaron en ser los primeros.

Una tarde, al ver cruzar por el campo el break de un gran estanciero vecino, tirado por soberbios caballos, lleno de señoras que lucían elegantes y lujosos trajes de viaje, Filomena se sintió, por primera vez, herida por la envidia. Llamó a su marido, y toda enojada, le dijo:

-¿Será más que nosotros esa gente, que ni nos mira siquiera? ¿Por qué dejas que tengan más campo que nosotros, cuando, con sólo pedirlo al grillo, podríamos seguramente ser más ricos que ellos? ¡Tan orgullosas que son esas mujeres, con sus gorras emplumadas! -agregó entre dientes.

  —215→  

Y la verdad es que lo que más le dolía a Filomena, inconscientemente sin duda, era ver que otras llevaban adornos que a ella le parecían prohibidos, a pesar de haber podido comprarlos también, si hubiera querido. Era que por instinto sentía que a su facha de paisana tosca hubiera sentado una de esas gorras emplumadas lo mismo que a Nataniel un sombrero de copa, y esto le causaba una rabia capaz de hacerla despreciar todos los favores de que se habían visto colmados.

Nataniel no estaba muy convencido de la necesidad de tener más bienes. Su felicidad le seguía pareciendo suficiente, y no pensaba que pudiera ser mayor, aun teniendo más tierra y más hacienda; se resistió pues a las exigencias de su mujer; pero tanto lo fastidió ella, que, para conseguir la paz, tomó la guitarra y se dispuso a cantar.

En este mismo momento cantó el grillo, como aconsejando, y su canto, esa noche, parecía triste y melancólico, como si alguna desgracia le estuviera por suceder. También al preludiar, le pareció a Nataniel algo ronca la guitarra, y casi estuvo a punto de volverla a colgar. Pero Filomena no le dejó, y Nataniel, para probar las atenciones del grillo, acordándose que le faltaba una carona para el recado, se la pidió. Apareció en seguida la carona. Alentado por el resultado, quiso entonces soltar de golpe, para que el susto fuese corto, toda la tropilla de pedido que en su cabeza había estado entablando, y, en versos rápidos, empezó a pedir campos extensos y numerosas haciendas y un palacio lujosamente amueblado y casa en la ciudad y los pesos por millones y coches y servidores y esto y lo otro, y hubiese seguido algún tiempo todavía, quizá, si de repente no se hubieran cortado todas las cuerdas de la guitarra, menos una, rajándose también lastimosamente la caja.

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Se quedaron los esposos tullidos como por un rayo. Al cabo de un gran rato, se levantó despacio Nataniel, y en puntillas, como para no despertar la mala suerte, fue a colgar en su sitio la descuajaringada guitarra. Y cantó el grillo, como si llorase.

Pasaron sin novedad algunos días, y como no podía Nataniel vivir sin cantar, trató de componer el instrumento con cuerdas compradas en la pulpería, pero casi no sonaban, y tuvo, para poder hacer música, que comprar una guitarra nueva.

Quedó tristemente colgada, durante mucho tiempo, la guitarra encantada, sin prestar a su dueño más beneficio que hacerle recordar su imprudencia; hasta que un día, habiéndose arriesgado a pedir al grillo, acompañándose con la única cuerda que le había quedado, un pequeño servicio, pudo comprobar que todavía sus deseos, con tal que fuesen moderados, podrían quedar cumplidos. Pero el mismo estado precario del instrumento claramente le indicaba que cualquier desliz le sería fatal.



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ArribaEl rancho de los hechizos

Desierta había sido siempre la pampa en aquellas alturas, sin un árbol, sin una población, sin un rebaño a la vista. Y por eso Sandalio, que hacía pocos días había cruzado por allí boleando avestruces con otros matreros, se quedó muy sorprendido al ver un rancho muy bien construido, rodeado de un buen monte, encerrado en alambrados, con sus corrales y su palenque.

¿De quién sería todo aquello? ¿Quién habría venido a poblar esa soledad?

Y como Sandalio no era hombre de perder tiempo en conjeturas, ni de admitir que pudiera haber para él palenque desconocido, no vaciló en acercarse.

Vago empedernido, acostumbraba vivir de rapiñas y consideraba que no hay cocina que se atreva, por huraña e inhospitalaria que sea, a negar a quien los pida con un buen cuchillo en la cintura, un churrasco y un mate.

A medida que se aproximaba fijábase en todos los detalles: por la puerta entreabierta del rancho veía el vestido de una mujer, muy ocupada en coser y acompañando con su canto el ruido de la máquina. No había perros en el patio, ni caballo cerca, lo que le hizo suponer que la mujer estaba sola y sin defensa, y esto bastó para que en su cabeza de gaucho malo nacieran en el acto intenciones criminales de toda índole.

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Con cierta cautela se arrimó al palenque, y después de acariciar la empuñadura del facón, como para avisarlo de estar listo para cualquier complicidad, se apeó y quiso atar el caballo. Pero no le dieron tiempo los tres estacones del palenque, pues empezaron a brincar en alegre baile, haciendo con sus retorcidos cuerpos mil contorsiones, y pegándole de vez en cuando, como quien no quiere la cosa, un buen palo en las espaldas. El mancarrón, asustado, se mandó mudar ensillado, y cuando el gaucho, después de correr a pie dos cuadras, perseguido por los tres estacones locos, se detuvo para resollar, vio que todo había desaparecido y que quedaba solo en medio del campo, a pie y molido. Y oyó una voz que cantaba:

-Los estacones, bandido, tu intención han conocido.

Sandalio, por supuesto, no contó a nadie su hazaña; pero queriendo saber si era cierto lo que había visto o si era mentira, a pesar de sentir todavía en el lomo ciertos dolores que le hubieran podido confirmar que no había sido sueño, le ponderé a su amigo Vicente, borracho de siete suelas, lo lindo que en el rancho famoso trataban a cualquier transeúnte, asegurándole que lo habían convidado con ginebra... Pero, amigo, ¡qué ginebra!, ¡y a discreción!

Vicente, al oírle, se quedó con la boca hecha agua, y no pensó ya sino en ir sigilosamente en busca del rancho aquel donde, de arriba, se podía tomar cosa tan rica, y... a discreción. Eso, sobre todo, de la discreción, le gustaba mucho.

Bien enterado de la ubicación exacta del rancho, se fue una mañana a ver si lo encontraba. Dio con él, en el paraje indicado por Sandalio, y lo mismo que éste vio el palenque, el rancho, el corral y la mujer cosiendo detrás de la puerta entreabierta.   —219→   Se acercó al palenque, y soñando ya con la buena ginebra con que lo iban a obsequiar, llamó.

Contestó una voz femenina, cantando con toda claridad:

-Si por bebida vinieras, ¡cuidado con las tranqueras!

Vicente, a punto ya de llegar justamente a la tranquera, se detuvo algo sorprendido, pero fue cosa de un rato, y resueltamente empujó la puerta. Ésta cedió pero movida por un resorte poderoso se volvió a cerrar, pegándole al gaucho un golpe feroz que lo mandó a rodar, desmayado, a veinte varas de distancia.

Cuando, azorado, volvió en sí, quedó admirado al ver que el rancho y todo había desaparecido. Sentía mucha sed, y viendo que a su lado estaba un porrón de ginebra, lo tomó con avidez, y, sin paladear, sorbió un gran trago.

Pero la ginebra era agua, y como Vicente tenía poca afición por tan desabrido líquido, tiró lejos de sí el porrón, y montando en su caballo que todavía estaba en el mismo sitio donde había estado antes el palenque, se fue bastante caviloso con lo que le había pasado.

Sandalio se encontró con él en la pulpería a los pocos días, y le preguntó cómo le había ido.

-¿Dónde? -preguntó Vicente, haciéndose el zonzo.

-¡Hombre -le dijo Sandalio-, en el rancho que le dije, pues!

-¡Ah!, sí; rancho lindo, que parece de brujos.

Y le contó ingenuamente y punto por punto todo lo que le había ocurrido.

Sandalio, consolado ya del propio mal por el mal ajeno, se rió mucho, y lo mismo hizo Nicolás, gaucho joven aún, pero ya perverso, quien, pensando que sólo por la borrachera había visto Vicente   —220→   tantas cosas imposibles y recibido tantos porrazos, no se acordó más que de la mujer aquella, cosiendo, solita en su rancho, sin hombre que la defendiera, ni perro que la cuidase y habiendo conseguido de Vicente las señas que le podían guiar, armó viaje para el paraje designado.

Soñando ya con alguna belleza cuyo amor le hubiera reservado la suerte, dispuesto a conquistarla a las buenas o a las malas, galopó deprisa hasta divisar la población. Se acercó lleno de emoción, pero dispuesto a todo, y lo mismo que había hecho Sandalio al llegar, acarició, para mayor seguridad, la empuñadura del cuchillo.

Llamó en el palenque y la voz femenina le contestó, invitándole a apearse. Así lo hizo, ató el caballo y pasó la tranquera dirigiéndose con paso seguro hacia la puerta entreabierta, por donde se veía cosiendo a la mujer. Pero mientras atravesaba el patio, Nicolás oyó que ésta cantaba:

-No mires por la rendija, si no el gato te castiga.

Pero no por miedo a un gato se iba a contener Nicolás, y agarrando por el borde la puerta, la quiso abrir. En vez de abrirse se cerró la puerta, apretándole la mano derecha, al mismo tiempo que la cola de un gran gato negro, al cual no había visto y que se le abalanzó con furia. El gato no le podía alcanzar la cara, pero le desgarró todo el chiripá -un chiripá nuevito- y le lastimó horriblemente la mano que no podía sacar de la rendija.

Duró muy poco por suerte la función, y de repente desaparecieron como pesadilla el gato, la puerta, el rancho y todo, quedando Nicolás con la mano deshecha por la apretadura y por el gato.

Cuando le preguntaron Sandalio y Vicente lo que tenía en la mano, por tenerla así envuelta, dijo   —221→   que se había quemado con el lazo, al disparar una yegua que tenía enlazada de a pie. Y agregó:

-Y siento mucho haber tenido que venirme, pues estaba en este puesto de que nos habló Vicente, como un conde: bien mantenido, bien pagado y sin nada que hacer casi.

Así hablaba él por no dar su brazo a torcer y para inspirarles envidia; pero más o menos suponían ellos lo que le había podido haber pasado.

Únicamente Pascual, un haragán y comilón sin igual, que también había oído lo que contara Nicolás, pensó que para él no dejaría de ser ganga una colocación tan buena: buen sueldo, buena comida y casi nada que hacer, esto pocas veces se encuentra, y con las indicaciones que riéndose entre sí, le dio Nicolás, rumbeó para el rancho.

Por el camino encontró a un hombre que araba, y como se le había disparado un caballo, le pidió, ya que iba montado, tuviese la bondad de traérselo. Pascual se hizo el sordo y pasó.

Un poco más lejos se encontró con unos vascos que curaban de la sarna una majada y que le pidieron les ayudase a encerrar una chiquerada, ya que estaba allí. Pero Pascual les contestó que iba deprisa y se fue.

Otros que estaban cerdeando unas yeguas, también le pidieron una manita, porque eran pocos y querían acabar; pero Pascual dijo que su caballo estaba cansado y los dejó.

Y lo mismo hizo con otros que para hacer un pequeño aparte le rogaron que les atajase el rodeo un rato.

Llegó por fin al rancho, donde todo estaba como se lo había pintado su amigo Nicolás. Pero cerca del palenque vio una pieza dispuesta como para forasteros, con la puerta abierta, un fogón con leña lista, bancos, una pava, un mate, hierba, etc., y   —222→   hasta vio que colgaba del techo medio capón gordo. Y pensó que antes de conchabarse siempre podría aprovechar todo esto y comer de arriba.

Después de atar el caballo, iba hacia la pieza cuando sintió que la mujer que cosía, desde el rancho cantaba:

-Quien no trabaja no come; el haragán, ¡que se embrome!

Se paró, porque le pareció indirecta, pero estaba ya muy cerca de la pieza para echarse atrás y quiso entrar; cuatro perros bravísimos, al sentirlo, se le echaron encima, destrozándole la ropa y también un poco la carne, y lo corrieron hasta que saltó en su caballo y disparó. Cuando ya muy lejos se dio vuelta y miró, no quedaba ni rastro de las poblaciones, ni tampoco de la gente que a la venida había encontrado apartando, cerdeando, curando y arando.

Se quedó muy admirado el hombre y se fue cavilando hasta la querencia, repitiendo a cada rato:

-Pero, mire ¡qué cosa!... ¡Qué cosa!

Tanto que su compañero Hipólito, cuatrero de oficio, quiso saber cuál era esa cosa que tan preocupado lo tenía. Y Pascual, no queriendo, por supuesto, confesar lo que le había pasado, le salió con media mentira, diciéndole que en un puesto nuevo, ubicado en tal parte -y le indicó con prolijidad el paraje- había visto una hacienda tan gorda, tan mansa y tan fácil de arrear, aun de día, por lo mal cuidada, que nunca había visto cosa igual.

Hipólito le propuso ir los dos a pegar malón; pero Pascual pretextó estar medio indispuesto, lo que no era del todo falso, y le aconsejó que fuese solo, que no había peligro.

Hipólito se decidió. Fue de día a inspeccionar   —223→   el campo y la hacienda y salió exacto todo lo que le había contado Pascual sobre el puesto y su ubicación y sobre la mujer sola y sobre los animales tan mansos que sólo al grito se arrollaban y marchaban.

Se dejó estar escondido entre el pajonal hasta que fue de noche cerrada, dirigiéndose entonces hacia los animales en que se había fijado. Los encontró fácilmente, y como todos estaban con la cara al viento y que justamente soplaba éste de donde pensaba llevarlos, se puso detrás de ellos y amontonándolos en un grupo, gritó: «¡fuera buey!». Pero en el acto sintió el tropel de los novillos que dándose vuelta se le venían encima con bufidos de enojo, y vio relucir frente a sí tantas luces fulgurantes como tenían de ojos entre todos. Presa de un espanto sin igual, echó a galopar, castigando el mancarrón con furia, y galopó derecho nomás, leguas y leguas, atravesando lomas y cañadones, tropezando en las vizcacheras, castigando, espedeando, loco. Y cada vez que se animaba a deslizar una mirada para atrás, veía las luces fulgurantes, sentía los bufidos, oía el terrible tropel; y sólo cuando salió el lucero le pareció que ya habían dejado de seguirlo.

Pocos hombres había tan baqueanos como él; y asimismo quedó extraviado más de quince días, pasando mil miserias, antes de volver a sus pagos. Lo que no impidió que una vez que estaban todos juntos: Sandalio el bandido, con Vicente el borracho y Nicolás el atrevido, Pascual el haragán y él, Hipólito el cuatrero, contó que se había llevado de aquel campo una gran punta de hacienda muy buena y que en estancia tan mal atendida se podían hacer muy provechosos negocios. Y cada cual ponderó a su turno lo bueno que era allá el campo, lo gorda que estaba la hacienda y lo numerosos   —224→   que eran los rodeos, y lo buena y hospitalaria que era la gente, y así mil mentiras a cuál más grande.

No había, fuera de ellos mismos, más auditorio que Inocencio, un buen muchacho, trabajador, hábil, honrado, discreto y sin vicios, que por casualidad andaba por allí buscando conchabo. No conocía a esos gauchos que tanto hablaban del rancho aquel, y creyó que decían la verdad. Les preguntó si pensaban que necesitaran peones allá, y en el acto le dijeron que sí; se hizo indicar por ellos dónde era y se fue. Con un poco de atención hubiera podido ver a los compañeros sonreírse de la confianza con que iba en busca -creía cada uno de ellos- de algún nuevo chasco.

Inocencio, por el camino, encontró al hombre que araba y que le pidió varios servicios: gustoso se los prestó. También ayudó a los que estaban cerdeando yeguas y a los vascos que curaban la majada y tampoco se negó a atajar el rodeo para facilitar a los apartadores su trabajo.

Cuando llegó cerca del rancho nuevo, vio encerrada en el corral una majada muy linda que parecía esperar que se le abriera la puerta, y como mandado por una voluntad superior, soltó las ovejas juntando con las madres los corderos extraviados, haciendo salir despacio del corral las ovejas muy preñadas y atajando los capones para que en su apuro por desflorar el campo no se llevasen la majada demasiado lejos.

Una vez sosegado el rebaño en buen campo, volvió Inocencio y mudó caballo, tomando uno de la tropilla que se le vino como a ofrecer. Después, viendo que se venían acercando algunas lecheras al palenque donde estaban atados unos terneros, las arrimó, las ató y las ordeñó, sacando para ello de la pieza contigua al palenque baldes   —225→   y jarros. En dicha pieza, como lo había visto Pascual, cierto día, estaba dispuesto todo como para que pudiera comer y descansar cualquier forastero, pero Inocencio todavía no pensaba en ello, pues tenía mucho que hacer y no era hora de comer. Por lo demás, los perros que allí estaban, no le molestaron y quedaron dormidos.

La puerta del rancho principal no estaba todavía abierta y puso Inocencio los baldes de leche en la pieza; desató los terneros y fue a repuntar la hacienda. Encontró muchos grupos de ella por todas partes; lindos animales, todos muy mestizos y gordos. Se fijó en sus respectivas querencias y anotó en su memoria las marcas que eran tres y varios animales fáciles de distinguir por sus señales peculiares.

Cuando volvió a la estancia, pues no había más población que el rancho y tenía que ser éste la casa principal, estaba entreabierta la puerta y se veía el vestido de una mujer que cosía y cantaba:

-Para el que no tiene vicio, que sabe vivir con juicio, que sólo en trabajar piensa, habrá buena recompensa.

Inocencio oyó estas palabras y le hubiera gustado poder siquiera verle la cara a la cantora. Pero no se atrevió a acercarse, y pensando que debía esperar que lo llamasen, entró en la pieza de los forasteros, se preparó un churrasco, tomó mate, fumó un cigarro y durmió la siesta. Cuando despertó, nadie tampoco lo llamó, ni le dijo nada; pero le parecía estar hacía tiempo ya en la estancia, y, sin que le mandaran, cumplió con lo que ya consideraba su obligación. Y los días siguieron así, durante varios meses. Sus tareas impedían que pudiera Inocencio sufrir de su soledad. Sin haber podido nunca, y esto de lejos y por la rendija, ver más que el vestido de la mujer que en el rancho   —226→   vivía, soñaba con ella, y sin saber si era joven o vieja, hermosa o fea, comprendía que su vida le pertenecía y que era ella la voluntad misteriosa a la cual obedecía.

Un día, en el campo, se encontró con Sandalio, Vicente, Nicolás, Pascual e Hipólito, que juntos habían venido a curiosear, y averiguar lo que había sido de él, del rancho y de su dueña. Se quedaron admirados de encontrarlo allí y trataron de conseguir que les ayudara en sus propósitos. Unos querían llevarse robada la hacienda, otro quería saquear el rancho; éste de buena gana se hubiera llevado a la mujer, mientras que Vicente seguía soñando con la ginebra de que en otros tiempos le habían hablado. Inocencio, primero, creyó que era en broma, pero pronto tuvo que comprender con qué gente se las tenía y sin fijarse en cuántos eran, los atropelló cuchillo en mano. Poco pelearon; tres o cuatro tajos bien dados los pusieron a todos en fuga y volvió muy tranquilo Inocencio a su rancho.

Hacía justamente, el día siguiente, un año que estaba en el establecimiento, y cuando a la madrugada despertó vio con asombro que en lugar del pobre rancho de paja estaba un precioso edificio de material. En la puerta principal, abierta de par en par, estaba, vestida de novia y bañada en las primeras luces del alba, una mujer joven y seductora, que con gestos amables lo invitaba a acercarse. Tímido, vino hacia ella y de sus labios supe que por su trabajo desinteresado durante un año y su discreta comportación, había deshecho el hechizo de que ella era víctima, y que en recompensa le ofrecía su corazón y su fortuna.

Inocencio tuvo el buen gusto de no hacerse de rogar: se casaron, vivieron felices y tuvieron muchos hijos.