Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice

Lejanos, extraños, visitantes. Los animales nietzscheanos de Antonio Di Benedetto

Rafael Arce

Laura Soledad Romero

En 1953, Ernesto Sabato es invitado a dictar una conferencia en la ciudad de Mendoza. Diserta sobre Madame Bovary. Su tesis: la imposibilidad de escribir un relato literario deshumanizado o, mejor, el carácter esencialmente humano de todo arte. Un desconocido y joven escritor local escucha la exposición. Poco después, le envía a Sabato por correo un breve texto titulado «El abandono y la pasividad», en el cual se narran las peripecias de una serie de objetos en una habitación (Kohan «Prólogo» 10).

En ese entonces, Antonio Di Benedetto (Mendoza, 1922-Buenos Aires, 1986) estaba a punto de dejar de ser inédito. Si, como género narrativo no literario, la anécdota posee algún valor, este radique quizás en la incertidumbre respecto de su sentido, elocuente pero también esquivo, como la literatura.

Presumiblemente, la bête noire (Derrida podría decir mucho acerca de esta figura verbal) de Sabato en esa conferencia es la misma que la de sus ensayos de la época: el escritor francés Alain Robbe-Grillet y el movimiento conocido como nouveau roman. Robbe-Grillet se erigía, en los años cincuenta, como un crítico del humanismo en la narrativa literaria y señalaba la necesidad de su radical puesta en cuestión. La crítica ha discutido acerca de la filiación de Di Benedetto con el nouveau roman, incluso como posible precursor. Más allá del debate puntual, es posible afirmar que, en efecto, la crisis del humanismo en la posguerra europea, cuyos ecos en los filósofos franceses postnietzscheanos de la época son de todos conocidos, tuvo su correlato en una interrogación acerca de los fines del hombre similar en la narrativa de la misma lengua. Una tal convergencia dista de ser casual y los mismos ensayos de Robbe-Grillet no se privan de echar mano de la jerga heideggeriana de la época. Puede afirmarse, más allá de la pertinencia o no del recurso de esta a la filosofía, que la literatura de posguerra, en Europa pero también en gran parte de América Latina, estaba pensando los mismos problemas que la filosofía, aunque por medios por completo diferentes. No hay más que evocar, para probarlo, a Guimarães Rosa, Clarise Lispector, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Felisberto Hernández, Juan L. Ortiz, Jorge Luis Borges, por acotar la lista a unos pocos nombres ilustres. Es posible, entonces, situar la interrogación de los primeros libros de Di Benedetto en una crisis general de la textualidad occidental de posguerra.

Significativamente, el entonces ignoto escritor publica en 1953 su primer libro, Mundo animal, un volumen de quince relatos. Di Benedetto los ha llamado, alguna vez, «fábulas» (Mauro Castellarin La narrativa 219). La crítica se apresura a señalar la insuficiencia del concepto para encasillar los relatos de Mundo animal. Aunque un examen narratológico revele la impertinencia de la categoría, no puede tomarse con liviandad esta falsa adscripción genérica. Nuestra hipótesis es que Mundo animal pone en tensión los protocolos narrativos de la fábula, desmontando los mecanismos de significación metafórica que transfieren rasgos antropomorfos a los animales. Si la fábula opera por analogía -y la analogía «tan pronto acerca al hombre al animal, inscribiéndolos a ambos en una relación de proporción, tan pronto acerca al hombre y al animal para contraponerlos» (Derrida Seminario 10)-, los relatos de Di Benedetto socavan esta analogía: las figuras animales, lejos de someterse a este «razonamiento» o «cálculo» que administra y usufructúa el imaginario no humano, se corporeizan en las zonas desconocidas o disimuladas de lo que se presenta como propio, dominado, familiar y humano, poniendo estos límites del «adentro» fuera de sí1.

«Mariposas de Koch», que abre el volumen, por su concisión y claridad, funciona casi como una ilustración del procedimiento. El título ya lo anticipa: el genitivo establece una relación entre los animales y la enfermedad. Un narrador (casi todos los relatos están en primera persona) describe su mal corporal con una insólita historia: imitando a su burro, quiso un día comer margaritas. Pero una mariposa se posa en la flor y decide alimentarse con ella. Una segunda mariposa se introduce por su cuenta aprovechando que el personaje miraba, «con la boca abierta», el trabajo de las hormigas. Esta última, y una tercera, pasan vivas al corazón, donde anidan y tienen familia. Los «párvulos», ciegos por haber nacido en la oscuridad, quieren salir al exterior, por lo que, en vez de volar, caen pesadamente al suelo, llenos de sangre. Así traduce, con una «fábula», la tuberculosis: la ciencia llama «bacilo de Koch» al agente de esta enfermedad (43-44).

Señalemos algunos elementos que se reiterarán a lo largo del volumen: 1) las figuras animales, en general, aunque no exclusivamente, colectivas (manadas, camadas, piaras, hormigueros, jaurías) y diversas (aquí, burro, hormigas y mariposas, en un relato de apenas dos páginas); 2) la afección corporal (la corporalidad, indistintamente humana o animal, reemplazará cada vez la unidad orgánica del «cuerpo»); 3) la focalización en la zona corporal de los órganos que intervienen en el proceso digestivo y en la vocalización; 4) la figuración de la casa o el «hogar» como espacio privilegiado en el que se interroga lo familiar y se experimenta lo unheimlich.

«Mariposas de Koch» puede ser leído como un relato fantástico, tan adaptado a la norma, que parece casi un ejercicio de taller literario: los otros («Dicen...» «Vosotros […] llamáis», etc.) serían los portavoces de la explicación «realista» (el narrador vomita sangre y por lo tanto tiene tuberculosis), mientras que el personaje opone una explicación «maravillosa». La vacilación entre los dos puntos de vista, su indecidibilidad, permiten adscribirlo al género fantástico (Todorov Introducción 33-72). Consideramos, por el contrario, que el relato va más lejos. El punto de vista de la enfermedad (esa tercera persona genérica, ese «Uno» [man], pero también esa segunda, que pone como testigo al lector) sería el del límite racional-humano: el que considera el fenómeno como un mal, atribuible a un agente patógeno extraño, extranjero (el bacilo, una forma de vida ni humana ni animal). El narrador transmuta el sentido del fenómeno: la fábula de las mariposas (la muerte, el romance, la familia, la necesidad de los hijos de volar, la imposibilidad por «ceguera»: otra enfermedad) lo vuelve un proceso «estético», romantiza la enfermedad. Pero, más importante aún: el punto de vista de los otros, humanos, explica el mal, mientras que la fábula deja el fenómeno en el plano de lo inexplicado, del enigma. Lo más propio, lo más familiar, la corporalidad, se vuelve ajena, extraña, con la enfermedad: la ciencia permite comprender y curar el mal, devolviendo el cuerpo a la mismidad. La fábula, aquí, impide esta restitución: materializa la experiencia de la extrañeza corporal, de lo extranjero en lo propio, a tal punto que esa voz que narra y escupe mariposas ensangrentadas se identifica (digamos: se identifica en el modo de la des-identificación) con lo que lo invade desde «afuera». Lejos de negarlo, lo afirma2.

Desde el título, «Nido en los huesos» ya anticipa una estructura similar: el refugio animal (pero también lo hogareño: «nido» es, a la vez, literal y metafórico, animal y humano) y la alusión a lo corporal. El primer párrafo es elocuente: «Yo no soy el mono. Tengo ideas distintas, aunque se nos haya puesto, por lo menos al principio, en la misma situación» (49). Volveremos sobre estas proposiciones. Resumamos el argumento. Un niño cuenta la adopción, por parte de su autoritario padre, de un mono. El animal no puede adaptarse a la vida familiar y termina relegado en una palmera. Se vuelve díscolo y solitario. Finalmente, la palmera es talada y una jauría, enervada por la sangre de un pollo sacrificado (la acción transcurre en un ambiente semirrural), mata al mono. La segunda parte (que empieza con la reiteración de la primera oración negativa) narra los problemas del niño con su familia, estableciendo una analogía con el destino del mono. El narrador es amonestado o castigado a causa de lo que, para el punto de vista de su hogar (de nuevo: lo racional, el límite de lo humano), se entiende como comportamiento inadaptado: el niño entra silbando al living cuando su madre comparte un té-canasta con sus amigas. Para su punto de vista, son pájaros que silban en su cabeza, porque, no pudiendo habitar el hogar humano, decide poner su testa al servicio de la habitación de las aves. Pero a gorriones, canarios y perdices les siguen unos buitres cuyos picotazos laceran hasta lo insoportable y a causa de lo cual el niño desea terminar con su vida del mismo modo que el mono, muerto a dentelladas por los canes.

En el cuento anterior, el hogar de las mariposas era el corazón del narrador. Aquí lo es su cabeza. El relato tienta con la clave metafórica. Las mariposas en el corazón son una metáfora del amor («tener mariposas en el estómago» es un lugar común que expresa la sensación de enamoramiento). En «Nido en los huesos», se sugiere una parábola: «Si todos pusiéramos nuestra cabeza al servicio de la felicidad ajena…» (51). Esta invasión de la fábula por la parábola desenmascara el uso de la prosopopeya con fines didácticos: de ahí que el texto abunde en expresiones acerca de la moralidad humana3.

Volvamos al comienzo de este último cuento. Al contrario de lo que se afirma, en ningún momento se puso al mono y al niño «en la misma situación»: es el narrador quien se pone deliberadamente en la situación del mono, como si el relato invirtiera los términos de la fábula. Yo no soy el mono: ese animal permanece en su otredad, en su inadaptación («solo», «meditabundo y huraño», 49). El niño (como en el cuento anterior, la clave fantástica es admisible: su psicosis, su autismo o su migraña, son la explicación racional-humana de su devenir-pájaros) persiste en su rareza, no se deja adaptar ni apropiar, defiende su rebeldía, expone su corporalidad a la corrosión, anhela su aniquilación en la voracidad de la jauría. Es el mono quien lo constituye como sí-mismo, él está si(gui)endo al mono. El niño sabe quién es (o sabe lo que no es) gracias al mono: esa revelación implica su renuncia a lo humano (la familia, el padre autoritario, la madre burguesa, etc.).

Hacer un resumen de «Es superable» parece implicar ya una interpretación del cuento. Veremos que esas posibilidades son intrínsecas a la ficción. La utilización de la primera persona presupone, desde la concepción misma de estos relatos, una problematización del quién y del qué. Para hacernos entender, hemos resumido hasta aquí los argumentos sosteniendo esas ficciones útiles (Cragnolini Moradas 27): «Un hombre enfermo de tuberculosis», «Un niño con problemas de adaptación». La lectura sugirió que los términos mismos deben ser cuestionados. Trataremos de resumir «Es superable» haciendo la menor violencia antropomórfica posible al texto.

Alguien o algo, una voz narrativa, afirma haber tenido una infancia feliz, con abundante leche de su madre y pastos siempre verdes. A los tres años es «amodorrado de un mazazo en el cráneo» (52), descuartizado y vaciado. Es transportado en un carromato de hojalata. De repente, está en un vehículo a motor y «yo tenía rostro, tenía manos con uñas comparativamente diminutas, pero con un cuerpo vivo, aunque no fuese el mío» (53). Llega a un juzgado y es guardado en una caja fuerte. Los otros lo denominan «hombre» y él mismo parece adherir a esa denominación. Después de un tiempo encerrado o preso, el edificio se incendia y el narrador, atrapado, percibe que en él «se va operando una especie de transformación» (55). Es la segunda metamorfosis. Ahora es un pan. Desechado en el rescate del incendio, queda abandonado en una calle. Un niño lo recoge para comerlo, pero un adulto igualmente pobre se lo arrebata y lo devora. A final, el narrador es un montón de migajas y conjetura que las aves lo llevarán a «otra muerte, alada» (56).

La descripción de la infancia y la primera transformación sugieren un ternero. Decimos «transformación» porque el narrador lo describe de ese modo, con una extraña comparación: «A los tres años me sucedió lo que yo había observado de una mosca…» (52). Para la mirada del ternero, la mosca se convierte en una hormiga («si es que la perdí de vista o realmente se transformó…» 52).

En el «cambio» de ternero a «hombre» se presenta la posibilidad que es así mismo la de la interpretación: «Creo que me cuadraré, que tomaré la forma de la caja de hierro o que, de seguir siendo lo que soy, seré un hombre encogido» (53). Primera posibilidad: algo (quizás un alma: recurso a la metempsicosis) «pasa» de ternero a hombre4. Es el hombre el que es juzgado, ese «hombre encogido»: estamos en pleno terreno simbólico, un hombre encogido es un hombrecillo, un «pobre hombre». Ese hombrecito sufrirá un martirio de fuego por el que se convertirá en pan. El niño pobre, antes de probar un bocado, se persigna: «El pan, como símbolo del sentido de la vida, es sagrado» (56). Retrospectivamente, este camino nos vuelve «simbólico» al ternero y lo desplaza a «cordero» (sacrificial): línea de lectura alegórica y metafórica.

Nosotros conjeturamos, por el contrario, que este es uno de los numerosos señuelos simbólicos que extravían la lectura y distraen de su sentido anti-metafórico o anti-fabulístico: el ternero es un ternero, de carne y hueso, tanto más cuanto no se lo nombra. La saturación o inflación simbólica, la insistencia en multiplicar los sentidos, oblitera la literalidad: contribuye a escamotear la materialidad viviente del animal, siendo una pieza fundamental en la estructura sacrificial de nuestras sociedades occidentales. En efecto, que el animal siempre deba simbolizar algo obliga a remitirlo cada vez a la lógica antropocéntrica, pues los símbolos, en su presuposición de «profundidad», darán, como la Esfinge, la misma respuesta una y otra vez: el hombre (Robbe-Grillet «Naturaleza» 70).

Eludir la denominación no tiene aquí solamente el sentido de volver incierta la identidad del narrador: más bien sustrae ese cuerpo vivo-muerto de la violencia originaria con la que el nombrar adánico sometió la vida no humana (Derrida El animal 31-33). En la primera transformación, el narrador afirma que tiene rostro y uñas y que «estaba constreñido, pero con un cuerpo vivo, aunque no fuese el mío» (53). Lo que es constante en la primera transformación es la materialidad corporal: el ternero desollado se convierte en billetera y es eso lo que viaja alojado en el bolsillo de un preso y después es depositado en la caja fuerte del juez.

Esa es la conjetura del narrador en la oscuridad de su encierro:

No me quejaré más. El quejido es una voz estéril. Antes mugía; fui demasiado bovino. Pero existía. Ahora también existo; pero pienso. Y no puedo entender si la angustia me viene de pensar o si es que hace falta la angustia para poder pensar.

(53)



Existo pero pienso: singular alteración de la fórmula cartesiana. Existir sería en este relato el persistir de cierta forma de vida o de ciertas partículas de viviente. En efecto, hasta el desenlace, eso persiste, en una promesa (o amenaza) de otras transformaciones que sin embargo no lo aniquilarán nunca por completo. Además de existir, eso piensa: no solo hay inversión del cartesianismo, sino que el vínculo entre existir y pensar es contingente. Nótese cómo la cita parece ir en la dirección de la interpretación simbólica. Sin embargo, en tanto esa voz narrativa puede ser atribuible a un qué y no a un quién, se puede conjeturar que se distancia de la relación entre pensamiento y angustia: «Percibo mucha angustia entre los que podían pensar antes de que yo pensara, aunque ellos habitualmente no piensen como si pensaran…» (53). El narrador se refiere a los empleados de la limpieza, uno de los cuales, quejándose de su vida, anhela la paz del campo. El hombre es un animal que piensa sin pensar y que se angustia. Piensa sin pensar, precisamente, porque, al contrario del ternero vuelto cuero, el hombre ha escamoteado su propia materialidad: si, como afirma Nietzsche, ello piensa (Más allá del bien 38), los hombres que «piensan como si no pensaran» son, para esta voz narrativa, los que han obliterado su propia materialidad, su propio cuerpo, más originario que el pensamiento.

El último párrafo es elocuente: «Yo acepto. La vida es superable» (57). Paradójicamente, este «yo» que acepta ha alcanzado el máximo nivel de despersonalización y de multiplicación: esa aceptación es, quizás, el hecho de que la muerte se encuentre inscrita en la vida (Derrida Seminario 2010: 141). Como el animal nietzscheano, el viviente de este relato retorna a cada mundo como un inmortal, incapaz de una sola muerte (Lippit Electric 68).

Ahora bien, aquello que no forma parte de la reflexión explícita de este extraño eso, es que la continuidad en la discontinuidad metamórfica se da gracias al recuerdo de las otras vidas y los otros mundos. La memoria minaría la lectura simbólica de la trasmigración del alma, pues a la metempsicosis le es intrínseca el olvido. Siguiendo nuestro recorrido, podemos oponerle una hipótesis más nietzscheana: si hay algo humano en eso que narra, si eso ha podido alojar, en su devenir, algo así como un rasgo humano, se debe a que la memoria ha sido la consecuencia de un dolor, de un tormento, que se ha grabado a fuego en la carne (Nietzsche Genealogía 79-80). En el relato, la inscripción de la tortura y el sacrificio es más originaria que el pensamiento y la angustia. El hombre es un animal que no puede olvidar el tormento del que proviene su especie. La lectura literal o metonímica (la transformación del qué al quién y del quién al qué es un continuo metonímico que desbarata la lógica metafórica) desconstruye la cerrazón simbólica que haría del ternero un cordero sacrificial, volviéndolo metáfora del sacrificio divino-humano.

Examinemos otro relato, «En rojo de culpa». Como en «Nido en los huesos», el inicio propone de entrada la dualidad humano-animal y la tensión-trasporte entre uno y otro término de la dicotomía:

Los hombres dicen: «No es mi culpa. No soy culpable». Y culpan a la esposa, al clima, a su hígado, a Dios, al nuevo horario.

Ellos, los ratones, dicen: «No es culpa nuestra. El culpable es Caín».

No soy Caín. Soy Abel. Ellos me llaman Caín por humillarme, por humillar su culpa, su culpa comprada.

(66)



El relato propone una inversión. Si los ratones se han erigido, históricamente, como chivo expiatorio de enfermedades y pestes que han azotado a la humanidad, aquí son los ratones los que sufren males que atribuyen, ora a los hombres, ora a la civilización que han erigido los hombres («cuando infestan una ciudad, la culpa es de la ciudad», 66). Tenemos de nuevo el modelo de la fábula dentro de un relato que la abarca y la desestabiliza: los ratones, como especie, poseen atributos humanos, cometen «canalladas». No obstante, se consideran «inculpables», tiene en quien descargar la culpa. El narrador, Abel, llamado por los ratones Caín, es quien se hace cargo, mediante un pago, de la culpa colectiva de los ratones.

Para el narrador, el mecanismo de los ratones es «absurdo», puesto que no lo exponen al resto de la humanidad como culpable, sino que «se conforman con saber que el culpable soy yo, aunque no lo sea» (67). Ahora bien, esta presunta falta de sentido esconde una lógica. Los ratones establecen una relación directa, intrínseca, entre el «pago» y la «culpa». Si el origen de la culpa debe situarse, como quiere Nietzsche, en la relación prehistórica entre el acreedor y el deudor (Genealogía 82-83), los ratones de esta fábula desentrañan ese vínculo originario comprando a un hombre para evacuar las consecuencias de sus daños. Como los griegos, los ratones permanecen inculpables gracias al artilugio de atribuir la «locura» (y no el «pecado»), no a un dios (por lo demás, antropomorfo entre los griegos), sino a un hombre (Genealogía 120-121), que gracias a este «ruin y desconsolador oficio» (66), puede mantener a su mujer y a sus hijos. Irónicamente, el tal Abel es rebautizado por los roedores como Caín, ese personaje con el que el Antiguo Testamento narra «una especie de segundo pecado original» (Derrida El animal 59). Esta culpa paga es, además, «representante» de toda la humanidad: «Los culpables son, según su punto de vista, todos los hombres…» (66-67). El narrador, como un Cristo, es depositario de las culpas de los hombres. Pero esa atribución no es humana, ni es divina: son los ratones quienes ponen en el tapete esa culpabilidad que los constituye como especie.

Después de una serie de daños que los roedores ocasionan en una antigua casa, lo que desemboca en la muerte de una mujer, son perseguidos y casi exterminados por el viudo vengador. La peste bubónica se desata y los hijos de la mujer también mueren. Entonces se vuelven contra su culpa, es decir, contra el narrador. Lo rodean de ratones muertos y lo atacan. Se introducen en su boca y penetran en su interior, desgarrándolo. Pero Abel no muere. Sobrevive con su cuerpo destrozado y contempla el horror: «Verlos muertos, y las pulgas trasmisoras del mal que los abandonan al sentirlos fríos y que vienen, una a una, a mi carne caliente, derrotada e inculpable» (69). ¿Quién es este Abel, que los ratones llaman Caín? Pues no puede ser otro que la mala conciencia humana: es el humano el que sufre la captura simbólica. Como en la mayoría de los relatos de Mundo animal, se ficcionalizan enunciados de sentido común, que esconden connotaciones morales5: aquí, ser devorado por la culpa. Recordemos que, en esa genealogía del concepto que lleva adelante, Nietzsche habla del roer con el que el hombre, inhibido en su agresión hacia enemigos exteriores, se volvió contra sí mismo. Por lo demás, también es una expresión de la lengua que la culpa sea algo que carcome.

Como los ratones de este cuento, en la mayor parte de Mundo animal pululan los múltiples que corroen: roedores, polillas, hormigas carnívoras. Pero también los hay individuales: es el caso del pericote de «Amigo enemigo». El título es de por sí sugestivo. El protagonista es un hombre pobre que arrastra de pensión en pensión una serie de libros inútiles que pertenecían a su padre. Este se suicidó cuando el narrador tenía diecinueve años, lo que le provocó una mudez de la que no se ha curado. Se niega a deshacerse de la carga inútil, por una asociación afectiva del objeto con el difunto. En la pieza de pensión, un pericote, introducido furtivamente, empieza a alimentarse de los libros. Para evitar su destrucción, el narrador le da de comer migas de pan que recoge después de almuerzos y cenas.

Esta es la primera parte del cuento. El relevo metafórico o simbólico es claro. El pericote hace su aparición como una especie de supletorio paterno: el protagonista, embriagado en ensueños de su infancia, imagina que el roedor ha huido, asustado, de los niños que juegan junto al canal y que suelen practicar «putería sobre alguna lata o algún animalejo» (45). Apenas aparecido el «visitante» (la lógica de la visitación, contra la lógica de la invitación, amenaza el lugar propio [Guille «Las aporías» 269-270]), el narrador, durante una cena, imagina que el pericote hace pareja con una hembra y tienen crías. Después, le dice a la dueña que el alimento es para su hijo. El pericote es, por lo tanto, en esta parte del cuento, un «amigo», es decir, algo conocido, un semejante, alguien que se puede aproximar, tal vez incluso domesticar. El protagonista no lo expulsa de la habitación, aun cuando le roe los libros: por el contrario, se preocupa por alimentarlo. Es un animal edipizable: ora el roedor parece atenuar la soledad y el desamparo del narrador y se asimila simbólicamente al padre, ora se vuelve a su vez sujeto de amparo y se asimila como hijo. En suma, es un huésped o, mejor, un hospes, es decir, un extranjero/extraño que disfruta de la hospitalidad del dueño de casa.

La segunda parte empieza con un giro abrupto, irrupción que figura el cambio del «amigo» al «enemigo». El narrador olvidó al pericote, ocupado en escribir una carta de respuesta a su hermana, de la que no sabía nada hacía años: «No estaba solo, no» (47). En ese preciso momento «asomó y sacó la cabeza gorda de bestia cebada, […] puso afuera -engendro asqueroso- medio cuerpo desmesurado y dos patitas todavía minúsculas» (47-48). El animal-amigo (edípico) se transformó, de repente, en «un monstruo» (48). Ante el espanto y el asco (el roedor ha crecido desmesuradamente cebado por el papel y la miga), sintiéndose amenazado, el protagonista le clava en el lomo la lapicera con la que escribía y ante el espectáculo de la sangre («chorro mugriento», 48) se desvanece, no sin antes sentir que le vuelve un aliento como de habla, pero que describe como una «música al paso por una flauta» (48).

Es dable «cerrar» las dos partes del cuento en una lectura totalizadora, simbólica, que, no olvidemos, es para nosotros el señuelo que la intencionalidad del escritor deja para el lector afanoso de verdades. Cuando la dueña le pregunta al protagonista por el nombre del hijo, él contesta que se llama Guerra. Cuando se le pregunta por la edad, dice: «Tiene los años de la humanidad y todavía más» (47). El hermeneuta tiene en bandeja los elementos para «descifrar» el cuento: la Guerra es un monstruo que se alimenta de los «sentimientos reactivos» (para decirlo con Nietzsche) del ser humano. Este hombre desahuciado, empobrecido, traumado, es el que le da de comer a la hostilidad y enemistad humanas que desembocan en la guerra. El desastre personal es un reflejo o anticipo del desastre colectivo.

Siguiendo nuestra estrategia desconstructiva de la metáfora, conjeturamos que las dos partes del cuento, y tal cual lo anticipa el título, funcionan como heterogéneos, como suplementarios, articulados por una disrupción. El pericote es lo extraño/extranjero que se introduce en lo propio/hogareño, recibiendo la hospitalidad del amo: no es el prójimo, sino el lejano, el venidero (Nietzsche Zarathustra 100-101). Un elemento de verosimilitud apoya esta conjetura: aunque la soledad y el desamparo no se dicen, se sugieren: el episodio patético de la muerte del padre, los ensueños de infancia, la pobreza material, el apego sentimental al pasado. Sin embargo, la transformación del pericote en bestia se produce cuando el narrador deja de sentirse solo a causa de la carta: basta que reciba una señal de familiaridad del exterior y aquello que había sido acogido como un alguien, se presenta como lo unheimlich, lo amenazante, lo hostil (es decir, como hostis [Penchaszadeh «Política» 263]).

En efecto, socavando el esquema edípico, que el relato manipula, encontramos algunos elementos extraños que adquieren relevancia en nuestro recorrido. En la cena de la primera parte, el narrador escucha a un pensionista referirse a la leyenda del flautista de Hamelin y recuerda sus libros infantiles que la recogían: un mago o encantador extranjero que libera la plaga de ratones de una ciudad y después, en venganza porque no le pagan, se lleva a todos los niños. Por asociación de ideas, es entonces que el narrador imagina que su pericote tiene crías: «desde mi pieza podría lanzar sobre la pensión, sobre toda la ciudad, una plaga de pericotes. Pero yo no quería hacer mal a nadie. Pensaba nomás» (46). Como en el cuento anterior, en el que leíamos la corrosión de los ratones en términos nietzscheanos, como la interiorización de una agresividad que no podía exteriorizarse, aquí lo que corroe (las noches en vela que el personaje pasa, en soledad, escuchando el roer de ese amigo-enemigo, ese otro amado-odiado, próximo-lejano, ambivalencia que también puede interpretarse en términos psicoanalíticos en relación con la figura paterna), lo que lo roe desde lo más profundo de su interioridad (la caja de los libros del padre), lucha por descargarse en el exterior: la pensión, la ciudad, el mundo. La afirmación moral de que no quiere hacer mal a nadie esconde una denegación, una pulsión agresiva. Del animal edípico, que supuestamente está claramente delimitado en la primera parte, el hijo que a su vez se hace padre, en la imaginación del narrador, con su propia pareja y crías, deviene múltiple de ratas que asolan la ciudad, es decir, la civilización. Hemos pasado de la violencia contra sí mismo, la mala conciencia, a la violencia contra los otros, germen de un nosotros que aquí todavía no aparece (y que examinaremos en el último cuento que abordará nuestro análisis).

No obstante, esa posibilidad queda como mera fantasía. Lo que no se exterioriza como agresividad, se vuelve inquietante y extraño dentro del propio hogar. Mejor aún: lo que aparece como huésped que se reconoce como alter-ego es ya extraño. Aun cuando el narrador otorgue hospitalidad al amigo, lo incalculable, lo otro, lo lejano, lo venidero (en suma: lo monstruoso), ya se han introducido en el orden de lo familiar. La irrupción de lo horripilante tiene la forma del acontecimiento, no solo por lo inesperado de la aparición del monstruo, sino sobre todo por la brusquedad con la que el relato vira: la parte del «enemigo» irrumpe con una violencia solo comparable con la que responde el protagonista al acuchillar al animal. Más aún, el monstruo interpela al protagonista, pero esta llamada es desoída (la sordera a la llamada del otro es como un correlato de la mudez): «Era un monstruo repelente y feo que me miraba como en reclamación» (48). La mirada del animal es como una reclamación. A este llamado del otro, a esta interpelación de la otredad, se responde negativamente, pero esa alteridad precede toda mismidad: es quizás por eso que el narrador puede volver a hablar, ya que se constituye como sujeto en la negación de la alteridad monstruosa que lo precede.

Ahora bien, ¿qué sentido tiene esa aparente recuperación del habla, si es tal? Simbólicamente, el narrador mata al padre y entonces recupera la voz: abandona el registro imaginario en el que está atrapado (que es también el del animal según Lacan [Derrida Seminario 164-165]) y re-ingresa al orden simbólico (la pluma con la que escribe y la «tinta roja» [48] con la que se compara la sangre se prestan al símbolo). No obstante, ese aliento no es una voz, es una voz que no es una voz: «Y mi arroyito de voz era el terror afinándose en música al paso por una flauta» (48). No es una palabra. Tal vez sea un grito («el terror afinándose»), un sonido a-humano que deviene flauta, como la música que el extranjero en la comarca legendaria utilizó para hipnotizar a los ratones. Ese terror que sale por la boca y que se afina en música es tal vez el intento de articulación de una experiencia de lo unheimlich.

Para terminar, sin concluir del todo, puesto que dejaremos interrogantes abiertos, vamos a examinar el relato más extraño del volumen, «Sospechas de perfección». En cierto sentido, jalona todos los hilos que hemos recorrido, pero los retoma en un planteamiento más amplio. Todos los otros cuentos proponen, de un modo u otro, la cuestión de lo familiar, del hogar o del espacio propio, sea que el cuerpo aloje en su interior, como una casa, esos animales que después se vuelven corrosivos, se exilian, se desplazan, o se convierten en amenazantes (las mariposas, los pájaros, pero también otros cuentos que no hemos abordado: «Bizcocho para polillas»), sea que el espacio propio se presente como hábitat del protagonista, invadido o amenazado por la visita (el pericote de «Amigo enemigo», pero también la piara de «La comida de los cerdos» o el gato-leopardo de «Salvada pureza»). «Sospechas de perfección» es el único relato en el que el espacio de lo propio es estatal.

Como muchos de los cuentos, también está divido en dos partes, que corresponden a dos «momentos» y a dos «espacios». El protagonista llega a una comarca desconocida (aunque después se dirá que había nacido ahí: es un extranjero pero también alguien que regresa) con un objetivo comercial: vender libros. Como los habitantes son analfabetos, les enseña a leer (pero no a escribir). Descubierto el ardid, es llevado a juicio y sentenciado si proceso. La pena: morir descarnado por un enjambre de hormigas carnívoras. El cometido no se cumple porque los insectos no pueden con los huesos y el protagonista sobrevive como esqueleto. Un segundo pelotón, de hormigas voladoras, arriba para terminar la ejecución, pero el narrador logra despertarles piedad y lo llevan volando a otro país. Se trata de un lugar paradisíaco en el que el hombre reconstruye sus carnes a la vera de un río de leche (descartando, no sin esfuerzo, vivir cerca de otro río, de vino). Los habitantes son hospitalarios, tanto que el narrador sospecha de su perfección, por lo que decide realizar una serie de atentados para destruir el orden. Es llevado a un nuevo juicio donde, en vez de castigo, se le otorgan recompensas: un lugar para vivir, una esposa, un trabajo. En el momento decisivo, el narrador recuerda la visión horrorosa de uno de los jueces jinetes del país donde fue descarnado. Se le ofrece entonces la posibilidad de una «justiciera revancha» (84) sirviendo de guía explorador del terreno en una hueste guerrera que emprenderá la invasión del otro país.

Tenemos entonces la figura del extranjero, más aún, del nómada, el errante, del que retorna, incluso del exiliado. En el primer país, el desconocido, que disfruta de su impunidad por «la tolerancia o el descuido» (78), es llevado a su primer juicio «ante un tribunal de hombres enmascarados y a caballo en bestias cubiertas de gualdrapas» (78). Curiosamente, en este relato, los animales aparecerán como fuerzas integradas al orden del derecho, sometidas como instrumento de acción legal y penal. El acusado no puede tener un abogado porque de todas maneras será condenado. Pregunta entonces por qué se lo somete a juicio. «Porque éste es un país amante de la justicia» (78) se le contesta. Este primer país aparece fundado en un derecho (podemos aquí traducir, en términos derridianos, «justicia» por «derecho») que cínicamente declara lo protocolar del proceso penal. El singular ajusticiamiento, incompleto, desemboca en el «hombre descarnado», nuevo avatar de los señuelos metafóricos, pero también figuras del más acá o más allá de la subjetividad humana: el hombre encogido, el hombre carcomido, el hombre desnudado («Bizcocho para polillas»). Cuando, ante el segundo pelotón, el protagonista ruega piedad, viendo que las hormigas parecen ceder, arenga:

Soy uno de los sostenedores de este Reino de los Hombres (que apenas es algo más que un Mundo Animal). Que se cobren en mí, las bestias, lo que de ellas despreciamos, condenamos y tememos...

(80)



De nuevo la pena como «cobro» de una deuda en forma de daño. Instrumento de acción penal, el pelotón de hormigas está integrado a la maquinaria jurídica del Reino de los Hombres. Pero las hormigas voladoras (el narrador sugiere que esos seres, al tener alas, podrían poseer un sentido de la libertad) devienen instrumento de emancipación y llevan al hombre al exilio.

En el segundo país, la hospitalidad «natural» (ríos de leche y vino) parece ser el espejo claro en el que se refleja la hospitalidad casi inhumana de esta comarca. Lo que despierta la sospecha del protagonista es justamente esa inhumana perfección. Quizás nos encontramos con la imposible hospitalidad sin condición, el estricto reverso del primer país, en el cual el derecho fundaba una hospitalidad condicionada muy pronto vuelta hostilidad. El extranjero se niega a formar parte de esa armonía. Pone a prueba, por lo tanto, esa Ley de la hospitalidad absoluta: comete atentados contra la deidad del país (que es la música: símbolo de la armonía). La alteridad irreductible del extranjero es aquí la deliberada disonancia de quien se niega a formar parte de esa «armonía preestablecida» que implica orden, trabajo, hogar, familia, paz. En efecto, el segundo juicio al que es llevado es el reverso del primero: se le otorgarán los deseos que declare. Quiere casarse con muchas mujeres, pero solo puede hacerlo con una. Quiere dinero para vivir sin trabajar, pero esa opción es rechazada: se lo acusa de holgazán. Se le dice que sin una actividad útil correrá el riesgo de devorarse a sí mismo (84). Estamos en plena aporía de la Ley de la hospitalidad absoluta, que necesita paradójicamente de las leyes si no quiere ser abstracta. Esta hospitalidad imposible se revela como una apariencia en el desenlace, cuando este país de fábula, este reino encantado, pone en escena sus intenciones hostiles que fundan ese nosotros respecto de los otros y cuyo cálculo es la guerra, la agresión vuelta hacia el exterior:

Volverás al otro país. Nuestras huestes, con tanto amor armadas para las glorias de la victoria, acogerán con gratitud tus conocimientos del adversario y de su suelo, hombre reconstituido.

(85)



Gratitud y amor para la hostilidad y la victoria sobre el enemigo: contradicciones de la paz interior que se asegura por medio de la agresividad hacia lo que se constituye como exterior, extraño, extranjero. El hombre que, a lo largo de Mundo animal, se vuelve encogido, hombrecito, corroído, desmembrado, desfigurado en su semejanza (los ratones de «En rojo de culpa» que destruyen el rostro de Abel), descarnado, se reconstituye, se ensambla y se afirma, espartanamente, para la guerra: el individuo ha sido reconstituido para el Estado soberano.

Bibliografía

  • BOLDORI, Rosa, «Di Benedetto y las zonas de contacto», en AAVV, Moyano-Di Benedetto-Cortázar, Santa Fe, Cuadernos de Extensión Universitaria, 1968.
  • CASTELLINO, Marta, «Inquietud religiosa y discurso parabólico en Mundo animal de Antonio Di Benedetto», Piedra y Canto. Cuadernos del CELIM, n.º 3 (1995).
  • CRAGNOLINI, Mónica, Moradas nietszcheanas. Del sí mismo, del otro, y del «entre», Buenos Aires, La Cebra, 2016.
  • DERRIDA, Jacques, El animal que luego estoy si(gui)endo, Madrid, Trotta, 2008.
  • DERRIDA, Jacques, Seminario La bestia y el soberano. Volumen I (2001-2002), Buenos Aires, Manantial, 2010.
  • DI BENEDETTO, Antonio, Mundo animal, Cuentos Completos, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009.
  • GUILLE, Gustavo, «Las aporías de la hospitalidad en el pensamiento de Jacques Derrida», eikasia. Revista de filosofía, n.º 64 (mayo de 2015).
  • KOHAN, Martín, «Prólogo», en DI BENEDETTO, Antonio, Declinación y Ángel, Buenos Aires, La Gárgola, 2006.
  • LIPPIT, Akira Mizuta, Electric animal. Toward a Rhetoric of Wildlife, University of Minnesota Press, 2000.
  • MATURO, Graciela, «La aventura vital en la creación de Antonio Di Benedetto», en DI BENEDETTO, Antonio, Páginas de Antonio Di Benedetto seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1995.
  • MAURO CASTELLARIN, Teresita. La narrativa de Antonio Di Benedetto, Tesis doctoral, Universidad Complutense, Madrid, 1992. URL: <http://biblioteca.ucm.es/tesis/fll/ucm-t17686.pdf>.
  • NÉSPOLO, Jimena, Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio Di Benedetto, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004.
  • NIETZSCHE, Friedrich, Así habló Zarathustra, Barcelona, Bruguera, 1981.
  • NIETZSCHE, Friedrich, Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 1999.
  • NIETZSCHE, Friedrich, Genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 2005.
  • PENCHASZADEH, Ana Paula, «Política, don y hospitalidad en el pensamiento de Jacques Derrida», ISEGORÍA. Revista de Filosofía Moral y Política, n.º 44 (enero-junio de 2011).
  • PREMAT, Julio, «Lo breve, lo extraño, lo ajeno», en DI BENEDETTO, Antonio, Cuentos completos, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009.
  • ROBBE-GRILLET, Alain, «Naturaleza, humanismo, tragedia», en Por una novela nueva, Buenos Aires, Seix Barral, 1973.
  • TODOROV, Tzvetan, Introducción a la literatura fantástica, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1994.
  • VARELA, Fabiana, «Cuerpos invadidos: cuerpo y corporalidad en algunos relatos de Antonio Di Benedetto», Revista de Literaturas Modernas, n.º 37 (2007).
  • VARELA, Fabiana, «Antonio Di Benedetto; una poética ética y humanística», en Poéticas de autor en la literatura argentina (desde 1950), Dir. V. G. Zonana, Buenos Aires, 2007.
  • VARELA, Fabiana, «Reino de hombres, mundo animal: presencia animal en la narrativa breve de Antonio Di Benedetto», Anales de Literatura Hispanoamericana, vol. 40 (2011).
  • VERGARA, Pablo, «Una narrativa de la extrañeza: Devenires animales en un relato de Antonio Di Benedetto», Actas del Cuarto Congreso Internacional CELEHIS de literatura, Mar del Plata, 2011. URL: <http://www.mdp.edu.ar/humanidades/letras/celehis/congreso/2011/actas/ponencias/vergara.htm>.
  • YELIN, Julieta, «Kafka en Argentina», Hispanic Review, vol. 78, n.º 2, 2010.
Indice