León Hebreo: el amor entre dos mundos
Andrés Soria Olmedo
Cuando Gómez Suárez de Figueroa (nacido en el Cuzco en 1539 como mestizo de la princesa inca Isabel Chimpu Ocllo -ya hispanizada en parte- y del capitán Garcilaso de la Vega Vargas) termina en 1586 su traducción de los Dialoghi d'amore de León Hebreo1 y los firma con su nuevo nombre, Garcilaso Inca de la Vega, juntando así dos estirpes distinguidas en las armas y en las letras de los dos mundos2, comienza para él una fructífera y original carrera de historiador.
El Inca Garcilaso
lleva en la Península desde 1559, y hasta poco antes de 1586
estaba en la ciudad cordobesa de Montilla, dedicado a «criar y hacer caballos»
, tras pretender
entrar en la Corte (en vano) y servir en la campaña contra
los moriscos (1570).
Con la tarjeta de
visita de los Diálogos -que pensará
reimprimir, corregidos, aunque (recuerda más tarde) en 1593
la Inquisición los «mandó
recoger en la nuestra vulgar, porque no eran para vulgo»
-
ingresa en el ambiente de los «anticuarios» andaluces
-filólogos, humanistas, arqueólogos- que
presidía Ambrosio de Morales, con una competencia que
además de sus obras queda atestiguada por su biblioteca de
humanista serio, abundante en volúmenes latinos,
españoles e italianos, «enemigo de
ficciones»
, y sin embargo amigo de las fábulas,
respetadas porque igual que los poetas antiguos y medievales y los
filósofos renacentistas las considera máscaras
alegóricas de la sabiduría de los antiguos y de la
verdad revelada. El traductor de León Hebreo adapta las
fábulas grecolatinas para incluir a los incas en el proceso
de civilización, como vio con agudeza Efraín
Kristal3.
En efecto, la operación de traducir, siempre dinámica, durante el Renacimiento moviliza la cultura en su integridad y abre un campo de reciprocidad entre el lenguaje objeto y la traducción.
En consecuencia, el encuentro del mestizo plurilingüe con el exiliado judío implica una lección decisiva en el proyecto historiográfico del primero y desde luego en nosotros que juzgamos y queremos comprender ese complejo encuentro cuatrocientos años más tarde.
De esa
lección forma parte el hecho de que la
«fitografía universal» forme la base conceptual
con la que se contrapesa la visión trágica de la
historia que Garcilaso no tiene más remedio que contar (como
observó Enrique Pupo-Walker). En los Comentarios
reales, Garcilaso idea una solución armónica
capaz de presentar la «restauración
ontológica del viejo orden mítico de los
incas»
tomando de Abravanel la tradición
platónica del Eros según la cual la variedad
«multifaria» del mundo se remonta a un principio que
garantiza su diversidad, con sus consecuencias cosmogónicas
(la teología negativa legitima al dios Pachacámac,
«el que da ánima al mundo
universo»
) y sociales («digo
que a lo primero se podrá afirmar que no hay
más que un mundo, y aunque llamamos Mundo Viejo y Mundo
Nuevo es... no porque sean dos, sino todo
uno»
)4.
Cuando Garcilaso
acomete su versión («por las
mismas palabras que su autor escribió en italiano, sin
añadirle otras superfluas»
) ya hay dos
traducciones al francés (1551, una atribuida a Ponthus du
Tyard5
y otra de Denis Sauvage, Seigneur du Parc), una al latín
(por Juan Carlos Sarraceno, Venecia 1564) y dos al castellano (por
Guedella Yahia, Venecia 1568 y por Micer Carlos Montesa,
Philographia universal de todo el mundo, de los
“Diálogos” de León Hebreo, Zaragoza,
1584).
A juicio de
Miró Quesada, el Inca -poseedor de un «León
Hebreo, en francés»- tomó de la
traducción francesa del «Seigneur du
Parc» la idea de aclarar la lectura del texto
con pequeños resúmenes al margen y de la de Sarraceno
la de agregar una tabla general «dividida por las letras del
ABC», y se sirvió de la primera edición romana
(Blado d'Asolo, 1535), cumpliendo su propósito de fidelidad,
salvo algún arcaísmo, algún cambio en el orden
de la frase, alguna pequeña amplificación para
aclarar el sentido o algún término atemperado para
escapar de la censura inquisitorial (donde León dice
«teologi», el Inca dice
«algunos teólogos»
).
¿Cuáles son las «materias altas y sutiles» que contiene el libro y quién fue su autor?
No es
verosímil verlo en Lisboa, en 1521, pero así nos lo
presenta Juan Valera en la novela Morsamor (1899),
anciano, zarandeado por una multitud que lo llama «perro judío»
y «marrano»
, antes de que lo defienda el
humanista Damián de Gois y de que «muchos de la comitiva, y particularmente las
damas»
acaben por aplaudirle («Sus discretísimos Diálogos de
amor eran muy admirados en la corte»
); queda en pie
el ultraje a la persona (que en efecto sufrió el exilio) y
el aprecio por la obra (que desde luego fue extraordinario,
más allá del discreteo cortesano que evoca
Valera).
Judá Abravanel, llamado León Hebreo, nació en Lisboa entre 1460 y 1470, de familia castellana. Su padre, Isaac Abravanel, era un famoso comentarista bíblico, y él recibió una esmerada educación, aunque su vida está marcada por el exilio. En 1484 huye a Sevilla, tras su padre, acusado de conspirar contra el rey Juan II de Portugal; en 1492, el edicto de los Reyes Católicos lo lleva a Nápoles, y luego está en Génova, en Barletta, en Venecia, en Roma. Todos estos pormenores biográficos se deben a Isaías Sonne6. Y a su vez este Doctor Sonne, incluso si sus investigaciones hubiesen sido menos precisas de lo que fueron, está para siempre en el reino de la literatura, a través de la admiración que le dispensó Elías Canetti, quien en sus memorias lo convirtió en el paradigma de lo atento, de lo penetrante, de la pasión fría7. Como se verá, si los libros sobreviven en sus lectores, éste ha tenido una suerte excepcional.
León ha muerto ya en 1535, cuando se imprime por primera vez su libro, que hemos de suponer compuesto entre esa fecha y 1502, aunque ya se habla de él en 1525, pues en parte ya circula en forma manuscrita.
Todos estos textos están escritos en toscano, quizá a partir de un original en español o en hebreo8; en cualquier caso, el libro ingresa en la literatura italiana y europea con esa vestidura lingüística, de vanguardia entonces para tratar cuestiones filosóficas.
Es un libro de
éxito, sobre todo después de las sucesivas ediciones
venecianas, en la órbita prestigiosa de Aldo Manuzio (1541,
1545, 1552, 1558, 1572, 1586, 1587, 1607), y como tal es presentado
por Cervantes en el prólogo del Quijote (1605), a
despecho del entramado irónico de sus palabras y de la
presencia de traducciones españolas («Si tratáredes de amores, con dos onzas
que sepáis de la lengua toscana, toparéis con
León Hebreo, que os hincha las
medidas»
9)
y por Montaigne, que extiende (1595) su juicio escéptico a
toda una clase de libros: «Les sciences traictent les choses trop
finement, d'une mode trop artifficielle et differente à la
commune et naturelle»
1010:
Mon page faict l'amour et l'entend. Lisez luy Leon Hebreu et Ficin: on parle de luy, de ses pensées et de ses actions, et si, il n'y entend rien... Laissons là Bembo et Equicola. |
El paje de
Montaigne puede pensar como el autor del Jardín de
Venus: «Pues hermosura busco y no
doctrina»
, pero es justamente esa doctrina lo que
difunden los Diálogos y consumen lectores de
educación cortesana y académica.
Aunque pertenecen a una estirpe diferente de la encabezada por Gli Asolani (1505) de Bembo y Il Cortegiano (1528) de Castiglione, los Diálogos coexisten con los numerosos tratados de amor que aparecieron hasta fines del XVI italiano, desde el De amore de Marsilio Ficino -comentario al Banquete de Platón (1484)- y son citados en varios de ellos.
En el terreno
más propiamente filosófico, análogo
sentimiento de aspiración hacia Dios y de efusión de
lo divino en el universo se detecta en Giordano Bruno11.
Igualmente se ha visto la genealogía de León Hebreo
en la definición del amor como «una unión con el objeto que nuestro
entendimiento estima ser excelente y bueno»
del
Tratado breve de Spinoza12,
que ya preludia el decisivo «amor intellectualis»
que preside el «ordo
amoris»
en la
Ética13.
Todavía alude Schiller a León Hebreo en carta a Goethe (Jena, 7 de abril del 797)14:
Astrología, barroco; son conceptos que el Sturm und Drang pone de actualidad tras el rechazo de los ilustrados, y de ahí que Schiller se pregunte por la posibilidad de sacarle partido poético. Con todo, al día siguiente (8 de abril), Goethe le pide o se pregunta qué hacer con ese material15:
Die astrologischen Verbindungen, die Sie mir mitteilen, sind wunderlich genug; ich verlange zu sehen, was Sie für einen Gebrauch von diesen Material machen werden. |
En todo caso, por esa vía se asoman los Diálogos al horizonte romántico.
Sería prolijo pormenorizar su presencia en la literatura española de la Edad de Oro: lo leen con diversos propósitos los autores de novelas pastoriles, predicadores, poetas y dramaturgos, en el contexto de un difuso platonismo al que Menéndez Pelayo, con acierto, da rango de «filosofía popular»16.
El éxito y los lectores ilustres encuentran un camino fácil en la conjunción feliz de factores formales y de contenido. Entre los primeros importa la estructura dialogística, bastante más rígida que en otros diálogos renacentistas de tipo cortesano, pero eficiente y en todo caso acorde con las exigencias de una época entre cuyos rasgos distintivos, en lo literario, se cuenta el diálogo como género ideal para plasmar opiniones particulares, entre filosofía, retórica y poesía, que suponen la ruptura con el sistema paradigmático del saber medieval.
El libro se
organiza sobre las breves preguntas de Sofía y las dilatadas
respuestas de Filón, según un procedimiento en el que
un breve marco («praeparatio»
,
según el tratadista Carlo Sigonio) encuadra las exposiciones
doctrinales («contentio»
)
conformando un doble diálogo, de amor y sobre el amor, lo
cual determina a su vez una doble actitud de los personajes:
Filón es primero enamorado y luego maestro, Sofía
amada y después discípula; la elasticidad
estilística del marco encaja en lo discursivo del sistema de
preguntas y respuestas y dota de viveza a los personajes, al hacer
que sigan las normas de comportamiento amoroso de la
tradición cortés, petrarquista y neoplatónica,
sin dejar de ser simbólicos y portadores de un programa
cultural (Filón, «amor», ama a Sofía,
«sabiduría», aunque no llega a poseerla
nunca).
Dado que las
exposiciones teóricas de Filón están
determinadas por el marco, en cuanto son respuestas a dudas que
Sofía plantea como amada y por tanto ejercicio de un
«service d'amour»
análogo al de la tradición cortés, el proceso
de la seducción se desdobla en alegoría del sabio,
siempre prisionero de una ciencia a la vez amigable y odiosa, ante
la cual no hay más remedio que servirse de un lenguaje
insuficiente, necesitado de la paradoja y el oxímoron, con
arreglo a una fundamental «semántica de lo doble»
que da
tensión a todo el volumen y convierte la alegoría, a
juicio de M. Ariani, en eje de todo el discurso filosófico
de León Hebreo17.
La alegoría
suple la carencia del medio lingüístico en forma de
mina o fragmento, figura sensible de un significado que siempre
queda in
absentia, pues remite a la inefabilidad de Dios, a quien
León llama «Ipse»
. El
cañamazo de las Genealogiae Deorum Gentilium de Boccaccio
(diálogo II) le sirve para un comentario alegórico
diferente del original, en el que para explicar el significado de
los enamoramientos de los dioses paganos pasa a un segundo plano el
nivel moral, la ejemplificación de vicios y virtudes, para
abrir campo a la idea de que esos mitos son vehículo de
conservación de la «ciencia», esto es, de la
teología primitiva que encierran los dichos de los poetas
antiguos.
Con un amplio
sincretismo de elementos cabalísticos,
órfico-pitagóricos y
hermético-gnósticos, y sobre todo
aristotélicos, platónicos y
neoplatónicos18,
tras los precedentes de la Guía de perplejos de
Maimónides (de donde toma trozos enteros) y La fuente de
la vida de Avicebrón, León va dibujando un mapa
cuyos paralelos y meridianos son las distintas formas del amor que
enlaza y da movimiento a todas las partes del universo en todas
direcciones. Todas ellas remiten al que siente la materia primera,
«meretriz»
, por todas las
formas, como respectivos hembra y macho. Ese doble principio
generativo, «el uno formal y el otro
material, o el uno que da y el otro que recibe»
explica
«los amores, matrimonios, las
generaciones, parentescos y genealogías en los dioses
superiores e inferiores»
, así como -pasando de la
mitología a la astrología- «los amores y... los odios que se tienen los
cuerpos celestiales y los planetas»
.
Si en el
diálogo I, con la Ética a Nicómaco
detrás, se establece una casuística civil de las
funciones del amor y el deseo por las cosas útiles,
deleitables y honestas, en el III se aclara el origen del amor, con
una densa red de concordancias entre doctrinas filosóficas
que coloca a León en línea con la «pax
philosophica»
de un Pico della Mirandola. A
la pregunta de Sofía por el fin del amor Filón
responde que consiste en «acercarse al
deleite como a bueno y hermoso»
. En efecto, un medio de
ese perpetuo acercarse es la belleza, concebida en clave
platónica (Ficino) como «gracia
que deleitando el ánimo con su movimiento, lo mueve a
amar»
; a la gracia -semejante a la luz, frente a la
sombra de la materia- se somete la proporción como criterio
de belleza, tanto en los productos naturales como en los
artificiales, pues «la hermosura de todo
el mundo inferior procede del mundo espiritual en las
formas»
, y los «cuerpos
informados, unas veces son hermosos y otras no, según que la
materia se halle obediente o resistente a la hermosura
formal»
.
En la
cúspide del proceso se encuentra la fuente de toda belleza y
de todo amor: «El primer amante es Dios,
que conoce y quiere, y el primer amado es el mismo Dios, sumo,
hermoso»
. Este «hieros
gamos»
primordial, de la tradición iniciada por
Filón de Alejandría, que León glosa a
través del Cantar de los Cantares, es la unidad
inalcanzable, el Dios desconocido que sólo puede ser
percibido por lo que no es, a través de la multiplicidad que
hace inevitable la alegoría y su hermenéutica de la
tensión amorosa19.
En su dimensión universal, el fin del amor es la restitución de la perfección originaria: siendo el universo «amoroso», producido por Dios mediante el amor, Dios lo ama como un padre a su hijo, no para deleitarse en la unión con el amado, sino para que el universo llegue a su mayor grado de perfección.
A su vez, el universo devuelve ese amor mediante la perfección relativa de cada uno de sus elementos, ordenados jerárquicamente, en escala. Todos los actos o movimientos que se llevan a cabo en el universo pueden ser corpóreos o intelectuales, tendentes hacia la materia o hacia el espíritu, cada uno en su esfera propia. El «simulacro» que resume ese proceso es el del círculo, dividido en dos semicírculos, uno descendiente, desde el Sumo productor a la materia prima, y otro ascendente, de la materia prima a la divinidad. Esta primera imagen, estática, no es la definitiva, sino se redobla en el homólogo círculo dinámico de los amores, desde el más bello al menos bello y desde el menos bello al más bello, para hacerlos participar de la hermosura de Dios.
La imagen que
cierra los Diálogos es la de la «Gran Cadena del Ser»
, una idea secular
que estuvo en pleno vigor hasta el siglo XVIII, construida a partir
de la lectura de Platón, recogida y sistematizada por los
neoplatónicos y sus herederos árabes y judíos
y central en las doctrinas de Pico y Ficino.
En el centro de ese círculo animado, como simulacro de todo el universo, se emplaza el hombre, en cuyo entendimiento se distinguen cuatro grados: humano, copulativo, angélico y divino. En virtud de tal jerarquía, el hombre puede participar de la luz divina, desgarrando el velo de la materia y pasando de la potencia al puro acto, en «copulación» del intelecto posible y el intelecto agente, como recuerda el testimonio de quienes murieron de un beso de Dios. Pero esta rara felicidad suprema está siempre amenazada por el lastre de la materia, de modo que la síntesis del hombre es problemática, como demuestra la comparación del alma humana con la luna, variable, compuesta de la unidad y estabilidad del intelecto y de la diversidad y mutación de la materia lo que es la suprema felicidad.
Así, bajo
el signo doble de la carencia y el deseo, se alza el «espléndido alcázar de la
filografía»
(Menéndez Pelayo) que el Inca
Garcilaso convirtió en clásico de nuestra
lengua20.