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«Libro de navíos y borrascas»: los aprendizajes del exilio

Sara Bonnardel






El autor y su obra

A fines de 1977, el resultado de una encuesta realizada por el diario La Opinión entre ciento nueve críticos y profesores de letras, consagraba a Daniel Moyano como uno de los tres mejores narradores argentinos vivientes. Reconocimiento tardío de un escritor que había comenzado a publicar en 1960 y que desde 1976 proseguía su obra fuera de Argentina.

Varios factores han contribuido a dar especificidad a la obra de Moyano y a explicar su presencia discreta en el mundo de las Letras argentinas: las circunstancias de la vida del autor, que transcurrió siempre en pueblos y ciudades de provincia, una formación que lo distingue de la mayor parte de sus colegas escritores y la elección de un lugar de residencia donde la imagen tradicional de la Argentina de exportación -pampas, tango, Buenos Aires, y en un nivel más refinado, cosmopolitismo y cultura francesa- resulta totalmente desvirtuada.

La confluencia de esos factores hizo que la trayectoria de Moyano se mantuviera al margen de las polémicas literarias de los años 60-70 y de las instancias rectoras de la política cultural o de los grupos que expresaban a través de revistas y suplementos literarios, su coincidencia o su rechazo frente a los grandes maestros de la época.

En ocasión de un congreso de Literatura regional realizado en Tucumán en 1987, David Lagmanovich, profesor de la Universidad de Buenos Aires y autor del único libro existente sobre la literatura del Noroeste argentino, observaba:

Cuando Daniel Moyano, Tomás Eloy Martínez y Héctor Tizón, vivían respectivamente en La Rioja, en Tucumán y en Jujuy, escribían bien, muy bien, pero tenían pocos lectores. Eran escritores «regionales». Hoy, que tienen acceso a las grandes editoriales e incluso al mercado internacional, son escritores argentinos. Pienso que lo «regional» es aquello no procesado a través de un mecanismo de acceso a la cultura, que tiene sede en Buenos Aires. Entonces, la literatura del interior y sus autores, quedan marginalizados1.



Las observaciones de Lagmanovich pueden, tal vez, explicar también el hecho de que la crítica argentina, salvo raras excepciones, sólo le haya dedicado a Moyano, escritor regional -pero no regionalista- algunos breves artículos que se ocupan de aspectos particulares de la obra. Al mismo tiempo, nuestra cita pone en evidencia el desequilibrio existente entre Buenos Aires y las provincias del interior, conflicto histórico que supera ampliamente el marco de la vida literaria y que constituye uno de los subtemas de Libro de navíos y borrascas.

El año del nacimiento de Daniel Moyano es también el del golpe de Estado del General Uriburu, acontecimiento que marca un hito fundamental en la historia argentina del último medio siglo: con la caída del presidente radical Yrigoyen en el mes de septiembre de 1930, se inicia no sólo lo que se ha llamado «la década infame» sino también una tradición de ruptura de los marcos institucionales del país característica del período en el que se inscribe la vida de Moyano.

Por razones políticas -el padre es partidario del presidente depuesto- la familia deja Buenos Aires para instalarse en el interior del país. La infancia de Moyano transcurre en diferentes localidades de las sierras de Córdoba, situadas en el centro de Argentina. Con la muerte de la madre y la ausencia del padre se inicia un período de continuos traslados y cambios de tutores que lo llevan finalmente a la internación en un reformatorio del que es rescatado por el abuelo materno.

De esos primeros exilios, han surgido temas obsesivos, personajes y situaciones que inspiraron algunos cuentos de Artistas de variedad, La lombriz, El fuego interrumpido, Mi música es para esta gente, El estuche del cocodrilo, cuya filiación autobiográfica ha sido confirmada por el autor en entrevistas publicadas por diarios y revistas argentinas.

En la capital de la provincia de Córdoba, Moyano comienza a los dieciséis años su formación intelectual alternando los trabajos manuales que le permiten subsistir -es obrero metalúrgico, plomero y luego instalador de obras sanitarias- con la lectura y los estudios de música en una escuela nocturna. Los primeros ensayos de escritura son poemas pero la poesía es pronto reemplazada por el cuento. Sus maestros no son profesores secundarios ni universitarios, puesto que no puede cursar nunca estudios regulares, sino los libros encontrados al azar en las bibliotecas y librerías. Es la época del descubrimiento de grandes escritores argentinos y extranjeros: Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Hawthorne, Melville, James, Faulkner y, sobre todo, Kafka y Pavese que lo seguirán acompañando una vez terminados los años de aprendizaje. En «María Violín»2, uno de los primeros cuentos escritos en el exilio, el recuerdo de Pavese se desliza en los pensamientos del personaje, un exiliado a horcajadas entre la vida y la muerte.

El primer libro de cuentos de Moyano -Artistas de variedades- es publicado por una pequeña editorial de provincia en 1960, un año después de la radicación del autor en la capital de La Rioja. La Lombriz, otro libro de cuentos, aparece en 1964 con un prólogo de Roa Bastos. En esa época, el escritor paraguayo está exiliado en Argentina y estimula el trabajo de los jóvenes autores del interior. Roa Bastos define en su prólogo las características de lo que él llama el «realismo profundo» de los primeros cuentos de Moyano. A pesar de la evolución que evidencian las obras posteriores, las observaciones que citaremos pueden aplicarse también a las narraciones más recientes:

Como Quiroga, como los grandes cuentistas de todos los tiempos, él procede por excavación y no por acumulación, por la creación de atmósfera, de un cierto clima mental y espiritual más que por el abigarrado tratamiento de la anécdota... No busca reproducir las cosas sino representarlas; no trata de duplicar lo visible -módica operación que se resuelve siempre en falsificación- sino, principalmente, de ayudar a ver en la opacidad y ambigüedad del mundo, no sólo en la realidad física sino también en la metafísica, eso que, siendo reflejo de lo real, sólo un ojo límpido, educado en la visión interior, puede percibir3.



Los personajes de la novela publicada por Sudamericana en 1966, surgen de la decantación de las experiencias vividas en la ciudad de Córdoba durante los años de formación. Una luz muy lejana es precisamente una novela de aprendizaje heredera de la tradición del Bildungsroman que sitúa a su personaje central en el ambiente conflictivo de una sociedad en plena transformación.

Durante la década del treinta y sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, Córdoba conoce un crecimiento industrial acelerado. Una ola de «cabecitas negras», mestizos originarios de las provincias norteñas y víctimas del éxodo rural, invade la ciudad y crea un sector de marginales que sufren el rechazo de la sociedad normalizada. Los únicos guías posibles en el laberinto urbano son los desechos de esa misma sociedad, los «anormales» que comparten con los recién llegados las vías de evasión de la miseria: el sexo y el alcohol. Ismael -el nombre establece la relación con el narrador testigo de Moby Dick- comparte el destino de los marginales y vive con ellos el exilio en una gran ciudad que ridiculiza y desprecia la cultura rural.

El ambiente y los conflictos sociales no son, sin embargo, prioritarios en la novela. El narrador coloca en el primer plano la estructuración de la conciencia moral de Ismael, su descubrimiento de la mujer y sus esfuerzos por encontrar una imagen paterna. Pero en el epílogo, la decisión del protagonista -buscar sus raíces volviendo al desierto para darse la posibilidad de una nueva vida- prefigura el pensamiento posteriormente desarrollado por el autor sobre el mito del progreso y la antinomia civilización- barbarie e introduce el tema de la búsqueda de la identidad colectiva que será tratado y profundizado en todas las novelas posteriores.

Los cuentos de El fuego interrumpido son publicados en 1967. Todos los relatos del volumen están centrados en una experiencia infantil y esta experiencia implica una entrada traumática en el espacio y el tiempo de los adultos. En el salto de un mundo al otro, el niño pierde su inocencia, las primeras certezas, la percepción de lo maravilloso, la inmortalidad.

Los cuentos se relacionan entre sí no sólo porque son variaciones sobre un mismo tema sino porque las técnicas literarias empleadas les dan unidad formal: el narrador no ejerce nunca la función testimonial, es decir, no interviene para comentar la historia narrada, característica que puede también verificarse en las obras posteriores pero que desaparece en Libro de navíos y borrascas; en la narración, el nivel de lo sugerido es más rico que el nivel de lo explicitado y se apoya en elementos que a primera vista parecen secundarios; en los diálogos se utiliza un lenguaje coloquial que no cede a la tentación del regionalismo y las referencias al contexto extraliterario son escasas o inexistentes.

La Rioja, patria chica de adopción, empieza a insinuarse en algunos relatos como «El rescate» y «El fuego interrumpido» hasta que aparece claramente en El oscuro, la novela que obtiene el premio Sudamericana-Primera Plana en 1967.

Desde su radicación en La Rioja, Moyano despliega distintas actividades. Ha profesionalizado sus estudios musicales ya que trabaja como profesor de viola en la Escuela de Música y forma parte de su cuarteto. Es también corresponsal del diario Clarín y participa activamente en el desarrollo cultural de la región. Los artículos que debe escribir para Clarín lo ponen en contacto con dos mundos diferentes: el de los jefes militares regionales -el golpe de Estado del general Onganía, en 1966, ha interrumpido el mandato presidencial del presidente Illia- y el de los Llanos de La Rioja, hoy tierra de desolación y de miseria pero escenario en el pasado de luchas decisivas para la historia del país. El relato «Cantata para los hijos de Gracimiano» condensa una experiencia de la que el autor ha dicho:

En Villa Nidia, en el corazón de los Llanos, ya casi en el límite con San Luis y Córdoba, vivía Héctor David Gatica, que ha escrito Memorias de los Llanos. Editaba una revista de poesía en mimeógrafo: Poesía amiga. La llevaba a lomo de mula a la estafeta de Nueva Esperanza, lejos de allí y la desparramaba por el mundo. Con él recorrí la zona. No pude ir en coche. Lo hicimos a lomo de mula. Mi amigo me contó la historia de una pareja con muchos hijos que había debido ir regalándolos a todos para que no murieran de hambre, hasta quedarse sola. Vacilé mucho en escribir la historia. Me senté a escribir el cuento a las diez de la noche y lo terminé a las seis de la mañana. Lo publicó el diario La Opinión antes de que se incluyera en El estuche del cocodrilo. Ese cuento representa mi contacto más brutal con La Rioja4.



La suma de todas esas experiencias de trabajo y la muerte de Santiago Pampillón, obrero y estudiante baleado por la policía durante una manifestación estudiantil, son el origen de El oscuro. La novela cierra una etapa de la escritura de Moyano e inaugura otra. La obsesión de la relación padre-hijo, abordada desde distintos ángulos en las obras anteriores, reaparece aquí en el conflicto de un jefe militar que considera a su padre mestizo como la representación de la precariedad, la impureza y el desorden que forman parte de la naturaleza del mal. Si se tienen en cuenta los aspectos formales, El oscuro representa la culminación del estilo de las obras que la preceden, pero un estilo que se ha enriquecido con nuevas técnicas: la focalización variable (la historia es narrada alternativamente por cuatro personajes) y una mayor complejidad de los planos temporales (las etapas del pasado y del presente se confunden sin cesar y el lector debe reconstituir la historia).

Pero la presencia de La Rioja y sus problemas -los mismos que enfrentan todas las regiones de colonización interior en América Latina-, el conflicto de la sociedad civil subordinada al poder de las armas y la aparición de la música utilizada en la novela como base de la estructura, establecen el puente con la segunda etapa de la producción de Moyano donde esos tres elementos cobran una importancia capital.

El contexto político de esta nueva etapa es la Argentina de la violencia. A partir del gobierno de Onganía, aumenta la represión y la censura. Los jóvenes comienzan a movilizarse y algunos entran en grupos guerrilleros. La cólera de las provincias del interior del país perjudicadas por una política económica que estimula la penetración de monopolios extranjeros en el Litoral, provoca movimientos de protesta en varias provincias. Esos movimientos, que expresan también el descontento estudiantil por la intervención de las universidades, toman, a partir de 1968, el nombre del lugar en el que se han producido. El más importante, el cordobazo, adquiere una magnitud hasta entonces desconocida en lo medios provinciales.

Todos esos enfrentamientos entre pueblo y gobierno, ejército y guerrilla, introducen cambios fundamentales en la vida política argentina. Con las elecciones de 1973, el retorno al poder del peronismo implica otro enfrentamiento: el de la derecha y la izquierda peronista. Después del 20 de junio de 1973, fecha del regreso de Perón tras dieciocho años de exilio, la lucha entre los dos sectores se vuelve cada vez más encarnizada. Aparecen grupos parapoliciales y paramilitares como la Alianza Anticomunista Argentina (las tres A) que organizan atentados, primero contra miembros o simpatizantes de la guerrilla o militantes de los partidos de izquierda, luego contra intelectuales, artistas y periodistas que han ignorado las amenazas anónimas destinadas a incitarlos al autoexilio. El proceso culmina con el golpe militar de 1976 que instaura el terrorismo de Estado.

Las novelas y los cuentos escritos por Moyano en este período son barómetros que permiten medir el aumento del poder militar y de la tensión social. No hay en las narraciones ningún análisis político, ninguna referencia directa a los acontecimientos. Los referentes extraliterarios están siempre disimulados por la alegoría pero los relatos transmiten un clima de malestar y de angustia cada vez más asfixiante a medida que la sociedad argentina se sumerge en la violencia.

El trino del diablo, una novela corta publicada en 1974, es el testimonio de un cambio importante en la escritura de Moyano. El humor, a veces un humor corrosivo, preside la visión de la sociedad argentina. Los personajes que transitan la novela son seres caricaturescos, títeres que anuncian el capítulo V de Libro de navíos y borrascas, y los dramas íntimos de los primeros personajes de Moyano son reemplazadas por las aventuras tragicómicas del violinista riojano Triclinio, un «cabecita negra» perdido en el vértigo de la capital. En esa ciudad que exhibe su cultura y su riqueza pero que oculta a torturadores sin rostro, Triclinio -émulo argentino de Cándido- hace un aprendizaje del que no le había hablado su maestro Spumarola en los tiempos de la inocencia provinciana.

El escamoteo de los referentes externos logra que El trino del diablo ofrezca la posibilidad de lecturas diferentes: el lector puede considerar la novela como una vasta alegoría que traduce la situación de la sociedad civil sometida al poder de las armas; puede, también, puesto que Triclinio termina su aventura refugiado en una villamiseria, ver el personaje como un símbolo de la tradicional aventura urbana de los mestizos del interior; puede, por último, tomando en cuenta la profesión del protagonista y la de sus protectores en el barrio de emergencia, considerar el relato como una meditación sobre el destino de los artistas en una sociedad represiva. Pero en todos los casos, la situación de Triclinio es la del exilio interior, tema abordado también en «El poder, la gloria, etc.», un cuento de la misma época incluido en El estuche del cocodrilo.

El trino del diablo es la última novela escrita íntegramente en Argentina. El borrador de El vuelo del tigre corre la misma suerte de los libros y discos protegidos del peligro de los allanamientos por el ingenio de muchos argentinos: queda enterrado en el jardín de la casa familiar. En una entrevista publicada por el diario londinense The Independent, Moyano dice:

Antes del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, yo había recibido amenazas de las tres A, un escuadrón de la muerte paramilitar. En la época, nuestra radio local difundía, por día, un capítulo de mi novela El trino del diablo. La estación también había recibido la advertencia de que si la difusión de mi libro continuaba, el edificio saltaría5.



Las amenazas previas al golpe de Estado se concretan en marzo de 1976. Moyano es encarcelado e inmediatamente después de recuperar su libertad, deja el país, se instala en Madrid y retoma la redacción de la novela comenzada en Argentina.

El universo de El vuelo del tigre es un universo carcelario. Cada casa de Hualacato -un pueblo situado «entre la cordillera, el mar y las desgracias»- se convierte en una prisión en la que está prohibida la comunicación con el exterior. Nabu -funcionario, guardián y torturador- se encarga de la familia Aballay a la que pertenecen los personajes centrales de la novela.

Ese procedimiento de miniaturización de la sociedad consigue dos efectos complementarios: por una parte, el encierro en la casa familiar y los métodos de Nabu, traducen las condiciones de la vida en la cárcel. Por otra parte, al introducir a su funcionario en el seno de la vida familiar, Moyano hace cohabitar lo cotidiano trivial y previsible con una fuerza de destrucción exterior, demostrando así que todo intento de huir de la violencia represiva y de refugiarse en los pequeños hábitos de la vida diaria, es ilusorio.

El final de la novela, con la solución mágica encontrada por el viejo Aballay, introduce una escritura diferente cuyos rasgos principales recuerdan parcialmente la obra de García Márquez, Scorza o Carpentier. El discurso del timonel en Libro de navíos y borrascas da algunas claves para ubicar lo maravilloso que irrumpe en los capítulos finales de El vuelo del tigre: Aballay logra la maravilla de la liberación encontrando por medio de la observación del vuelo de los pájaros, el lugar preciso en el que coincide el deseo con la realidad. El ardiente deseo de libertad de todos los miembros de la familia, se transforma en proyecto y luego en realidad porque la mirada del viejo mestizo heredero de una tradición de luchas seculares redescubre ciertas verdades naturales.

La redacción de esta novela coincide con la etapa más dura del gobierno militar y su texto resume a la vez la experiencia carcelaria del autor y la situación de un sector de la sociedad argentina exiliada por el miedo, la cárcel o la censura dentro de su propio país. El enclaustramiento y la asfixia de los personajes contrasta con los vastos espacios de la libertad recobrada en los que erran los personajes de la novela siguiente, Libro de navíos y borrascas.




Los espacios y los tiempos del exilio exterior

Libro de navíos y borrascas amplía y enriquece la reflexión sobre el exilio que hemos visto evolucionar en las novelas anteriores. Aquí los personajes no deben enfrentarse con el exilio interior y todas sus formas -cárcel, censura, marginalización- sino con el destierro. En esta quinta novela de Moyano, el extrañamiento no resulta de la marginalidad de grupos o personas que siguen habitando en el mismo país pero que han sido reprimidos, silenciados o postergados como los violinistas artríticos de El trino del diablo o como la familia Aballay en El vuelo del tigre. Los setecientos pasajeros del Cristóforo Colombo son en cambio ex presos políticos, familiares de desaparecidos u opositores que huyen del Cono Sur para evitar la muerte o la cárcel y que las dictaduras militares instauradas en Chile, Uruguay y Argentina entre 1973 y 1976 han condenado al exilio exterior. El barco que los transporta es una morada provisoria, un primer refugio para restañar las heridas del pasado reciente, evocar el país de un pasado anterior, tierra de lo cotidiano y entrañable, e imaginar el futuro en el país extranjero que les ha dado asilo.

Los títulos de las tres partes en que está dividida Rayuela de Julio Cortázar: Del lado de allá, Del lado de acá, De otros lados, pueden presumir perfectamente la perspectiva espacial y temporal en la que se sitúan los narradores del exilio anterior. Acá, es el lugar del presente en el país extranjero; Allá es el pasado en el país perdido. Entre esos dos polos de tensión se organiza el material narrativo. Otros lados -cualquiera, todos, ninguno- es el aquí del narrador y su relación con los dos polos citados, lo que hace que ni acá ni allá sean puntos fijos e inmutables y que el grado de tensión no sea siempre el mismo. Frecuentemente acá y allá se confunden o se invierten dando origen al desdoblamiento de personajes, a la pérdida y a la confusión de identidades y a la aparición de «pasajes», esos corredores secretos del tiempo por los que el narrador y sus criaturas circulan libremente. Aquí es también la mirada que se posa sobre la obra en la intimidad del taller literario donde la tensión entre los dos polos espaciales y temporales se diluye en el reencuentro con la lengua materna reviviendo incesantemente en la escritura.

La modulación de las categorías espacio-temporales señaladas puede efectuarse utilizando puntos de vista y técnicas literarias muy variadas y la elección del autor es reveladora no sólo de la singularidad de su escritura sino de su actitud frente al exilio. En el caso de Cortázar, la relación establecida entre el título de cada parte de Rayuela y el lugar en el que se desarrolla el segmento correspondiente de la historia narrada permite verificar, por ejemplo, la posición que adopta el autor con respecto a sus lectores potenciales. Los capítulos englobados por el título Del lado de allá sitúan la historia en París: los correspondientes a Del lado de acá, en Buenos Aires. Si recordamos que Cortázar vivió más de treinta años en Francia y que Rayuela fue escrita en este país, la permutación de acá y allá es muy significativa: el destinatario de la novela no puede ser otro que un lector argentino para el que París se sitúa allá y Buenos Aires, acá. La distancia entre el autor y sus compatriotas es franqueada invirtiendo el lugar de la narración y situando al narrador y a los personajes en el espacio opuesto al ocupado por el autor.

En Libro de navíos y borrascas podemos encontrar la mayor parte de las estructuras, personajes temas y subtemas que caracterizan las obras inspiradas por la experiencia contemporánea del exilio político pero la originalidad de la novela de Moyano proviene del punto de vista adoptado para trabajar esa macroestructura que acabamos de establecer: el viaje a bordo del Cristóforo Colombo entre los puertos de Buenos Aires y Barcelona crea un puente alegórico entre las dos categorías espacio-temporales opuestas y así, el acá de la historia es el navío avanzando sobre el mar que se extiende entre dos allá. El primero, el del país que se deja atrás, entra paulatinamente en el espacio de la memoria. El segundo, el país europeo aún desconocido, es un país irreal, apenas presentido y explorable sólo por medio de la imaginación.

Cada uno de esos dos puntos de tensión entre los cuales se realiza el viaje hacia el exilio, comprende una serie de subniveles tanto espaciales como temporales que son más evidentes en el discurso del narrador protagonista de la historia pero que se encuentran igualmente en los relatos y diálogos de los otros personajes. En los recuerdos de Rolando aparecen las distintas etapas del pasado y los lugares a los que están vinculadas: la casa del abuelo, la escuela primaria, La Rioja, la cárcel, Buenos Aires y especialmente su puerto porque él establece el nexo entre la represión de los años 70 y sus orígenes históricos.

El país extranjero en el que habitarán los viajeros concita las esperanzas o los temores de los personajes pero es, para todos, un lugar de paso. El allá del futuro sigue siendo el país que se pierde en el horizonte, la ilusión de un pronto regreso o la pesadilla de la repatriación de los restos de los exiliados muertos antes de haber podido volver. Para olvidar la experiencia carcelaria y luchar contra el miedo a la nueva vida que lo espera en España, Rolando recurre a dos mediadores -el abuelo extremeño y Nieves- que son, respectivamente, productos de la memoria y de la imaginación. En sus sueños ellos cumplen una función específica: son guías que lo conducirán a través del laberinto del exilio. El abuelo, porque su nacionalidad transforma la llegada del nieto en un regreso a lugares que han existido en la memoria familiar. Nieves, porque ella es la representación del otro, del desconocido que hay que cautivar para apropiarse de su tierra y de su cultura y crearse nuevas raíces.

La tercera categoría, aquí, corresponde en Libro de navíos... al plano de elaboración de la obra en una novela que se construye a puertas abiertas, que se cuenta ella misma desde el principio hasta el fin y que se niega incluso a terminar; una novela, además, que intenta ir más allá de los signos escritos para buscar en los sonidos y en la música la unidad perdida del hombre y la percepción del tiempo total.

La novela cuenta dos aventuras: la del Cristóforo Colombo, en primer lugar, que recorre un itinerario previsto entre Buenos Aires y Barcelona transportando a los exiliados pero que constituye el soporte móvil de la aventura interior del protagonista y narrador. Para él, hombre-barco, el viaje será una iniciación y un aprendizaje.




Los abismos y los puentes

La línea del itinerario interior de Rolando traduce la alternancia de la desesperanza y de la esperanza, de los impulsos autodestructivos y de los mecanismos de defensa engendrados por el exilio. Esa oposición se presenta como un esfuerzo por reunir y comprender, por establecer lazos o puentes entre experiencias vividas antes y ahora, espacios diferentes y hombres separados por la distancia y el tiempo, con el objeto de superar el vacío creado por el exilio con su cortejo de pérdidas, la experiencia de la tortura y la prisión y el miedo a estar perdiendo partes de sí mismo en el trayecto hacia lo desconocido.

La oscilación entre los vacíos -exilio, muerte, olvido, fracaso, pérdidas- y las tentativas de evitarlas está sintetizada en una imagen del primer capítulo. Con un humor similar al que alivia la tensión del universo carcelario de El vuelo del tigre, Moyano traduce por la posición del cuerpo del narrador de la historia -un pie en el barco y otro en tierra firme- la situación en que éste se encontrará a lo largo de la narración: a medio camino entre la posibilidad de asumir positivamente la libertad recobrada y el peligro de caer en el escepticismo, en la evasión por el alcohol o en la inercia. El miedo a ridiculizarse por la caída del pantalón remite a uno de los componentes del sentimiento del exilio: la humillación, sugerida también por la elección del nombre de la calle en la que vive Nieves -calle del Humilladero- y que vuelve a manifestarse en le entrevista de Rolando con el Conde de Barcelona.

El miedo y la desesperanza generan la imagen de la caída, una de las imágenes más constantes en la novela. La primera, la caída del paquete de yerba mate que el comprovinciano de Rolando le entrega en el puerto, expresa la pérdida de los gestos cotidianos y la ruptura con los hábitos arraigados en la cultura del país natal:

Puse limpiamente un pie en la escalera umbilical y el gendarme me agarró un brazo. Al papelito lo perdí, no estoy en listas negras, soy Rolando. Entonces me va a tener que acompañar. Me sacudió y el paquete de yerba hizo plaf allá abajo a veinte metros, entre aceites flotantes y otras mugres de los puertos. Cayó como hubiera podido caer el Flaco desde el quinto piso en caso de fallarle la maquinita de volar. Porque con esas alas que nunca pudo hacer por falta de goma y de tablitas y de tela, no hubiera podido llegar a ninguna parte. En cinco pisos no hay tiempo de abrir las alas aunque puedan funcionar. Cuestión de física simplemente. Alas inexistentes que el Flaco tenía en la cabeza. El paquete reventó allá abajo y el mar se irisó de verdes6.


El Flaco, personaje evocado por el narrador en varias ocasiones a lo largo del relato, es el símbolo más constante de la caída-muerte y de la imposibilidad del vuelo liberador.

El impulso ascendente y en especial el vuelo aparecen siempre como significantes de una liberación en las narraciones de Moyano. «Al otro lado de la calle, en el tiempo», un cuento incluido en Mi música es para esta gente, termina con el vuelo del perro que por haber devorado el almuerzo de una familia pobre es perseguido por niños y adultos empeñados en darle muerte. El animal escapa a su destrucción cuando puede elevarse y perderse en las colinas distantes. La liberación es doble ya que el cuento se presenta como el intento de evocar por última vez un episodio de la infancia. Para el narrador del cuento, introducir la imaginación en la memoria implica modificar la historia vivida y al restablecer la justicia salvando al inocente, poder desprenderse del peso de un recuerdo doloroso. El vuelo liberador reaparece en El vuelo del tigre: los pájaros convocados por el viejo Aballay levantan vuelo llevándose a Nabu el Percusionista, dictador y torturador instalado en la casa familiar. Como de las casas vecinas parten globos azules remontando a otros percusionistas, el pueblo de Hualacato recupera por fin su libertad. En Libro de navíos y borrascas, el asesinato del Flaco, preso político posteriormente desaparecido, hace que el vuelo imaginario sea un vuelo fracasado.

La amenaza del naufragio planea sobre toda la novela ya que el decorado del relato de Rolando convierte a la caída en los abismos marinos en el símbolo privilegiado de la pérdida y de la muerte. Los capítulos «Naufragios» y «La bahía» abundan en ejemplos de esa reiteración pero en ambos el naufragio está vinculado a las reflexiones sobre el deseo y el placer. Éstas comienzan en «Naufragios» con el discurso del capitán y son completadas por el pequeño relato alegórico que ocupa la totalidad de «La bahía». A través del primer encuentro de un barquito con una bahía, Moyano habla del amor, de la imposible posesión del Otro y de la pérdida de la inocencia.

Mediante la utilización del vocabulario marino, el autor describe la breve fusión de los cuerpos del hombre-barco y de la mujer-bahía, promesa de vida y de descubrimiento. El esqueleto del pesquero que se hundió en el mar por haber logrado la posesión total de la bahía, adelanta, desde el comienzo del capítulo, la revelación que resultará del encuentro: conocer el amor y la fugacidad del placer es volverse un exiliado del paraíso de la inocencia, encontrarse con la ley moral que se corporiza en el lenguaje y que actualiza la prohibición primera y, a partir de ese momento, encaminarse hacia las infinitas pérdidas que prefiguran la muerte:

Después de haber gozado con la bahía y ser un barco de verdad, adulto como todos, las palabras significaban humillación. Después del placer, ese dolor. Obligado a marchar con el máximo de su potencia para recuperar el tiempo perdido con la bahía, y ya en la noche que de algún modo era artificial, apresurada por la marcha forzada, el barco sintió que empezaba a envejecer de popa a proa, que además de avanzar sobre la mar lo hacía sobre su propia edad marchando sobre el mismo destino del pesquero; que en adelante tendría que ir cediendo al mar todo lo que no fuera estrictamente necesario para el viaje, aligerando pesos.


(p. 36)                


La caída identificada con la pérdida de la inocencia tiene un antecedente en la narrativa de Moyano: es el cuento «La columna» que forma parte de El fuego interrumpido. En el relato, un niño trepa a la columna de la galería y ve a través de una banderola los cuerpos desnudos de la madre y del que creía un simple amigo de la familia. La visión de los dos cuerpos coincide con la primera sensación intensa de su propio sexo. Ambos descubrimientos provocan la caída:

La visión duró un instante. Sus manos y sus piernas abandonaron súbitamente la columna. Se deslizaba hacia el suelo viendo que se agrandaban las baldosas7.


El riesgo de la caída aparece también en los dos cuentos inventados por el grupo de amigos para satisfacer un deseo de Contardi. Las escaleras resbalosas implican una amenaza de muerte que se concreta en el segundo de los relatos y la «luz caída» del faro expresa la impotencia de los narradores frente a la tarea que se han fijado. En el primero de los dos cuentos el fracaso del intento está también sugerido por los sucesivos títulos propuestos para la historia. Cada cambio implica una degradación de la fuente de luz hasta llegar a la oscuridad total: faro - farol - farolito - fósforo - fsss - apagón.

A veces, la caída no corresponde a una imagen sino que es sugerida por el cambio abrupto de tono. La intervención de Sandra y el lenguaje que el personaje emplea, cierra el capítulo IX e implica el aterrizaje brutal de Rolando en la consciencia de la realidad presente después de haber intentando remontar a los orígenes de la vida por vía intuitiva y a partir de la contemplación del mar.

La última imagen de caída que aparece en la novela es la de la guitarra que se desliza de las manos de un viajero en el momento del desembarco y que origina uno de los relatos incluidos en el relato principal. Esa caída está vinculada a la del Flaco porque es su hijo quien la pierde en las aguas del puerto. La guitarra, que es símbolo de una cultura, de seres y lugares que se han perdido, no acompañará a los exiliados en la tierra de asilo:

Los chicos sacaron sus pañuelos y estuvieron mucho tiempo saludando un punto que parecía brillar en el horizonte por barlovento. Un punto que al final estaba más en el mar porque la guitarra, siguiendo un rumbo sur suroeste, hacía buen rato que había desaparecido.


(p. 313)                


Contra las rupturas y las caídas, la novela multiplica los nexos, vínculos y puentes, los que toman formas muy variadas. Algunos corresponden a los mecanismos de la memoria involuntaria, recurso constante en las obras de Moyano pero mucho más frecuente en Libro de navíos... porque el tema lo impone naturalmente: a partir de un sonido o de una imagen, el pasado se vuelve presente y la distancia entre el país de origen y el barco desaparece. Por otra parte, el narrador se esfuerza por suprimir la etapa que se interpone entre su libertad de antes y la de ahora. La evocación es en este caso un ejercicio practicado voluntariamente para reestructurar la personalidad disociada por la experiencia carcelaria.

La intertextualidad permite establecer otro tipo de nexos entre el texto de la novela y obras que tratan temas similares. Finalmente, las palabras, todo lo que queda del naufragio, son los lazos entre lo que no existe más y la vida que continúa. El aprendizaje, la actividad primordial de los personajes de Moyano desde los primeros cuentos, consiste en Libro de navíos... en descubrir y crear puentes entre lo que la represión y el exilio han separado o destruido y lo que todavía puede ser salvado.

Citaremos algunos ejemplos, comenzando por el episodio de la guitarra porque esta última pérdida reúne la caída y su reparación. En el primer capítulo de la novela, Rolando está lustrando su violín cuando los representantes de las fuerzas de seguridad vienen a arrestarlo. El instrumento queda colgando de la parra, las lluvias y el viento lo destruyen lentamente hasta que cae «en el olor húmedo de la tierra removida, en el calor naciente de la fermentación». La memoria revive una imagen obsesiva, la del brillo del violín. En el último capítulo el brillo de la guitarra que se pierde en el horizonte establece un lazo entre tiempos y espacios opuestos. Dos instrumentos de música, dos pérdidas pero también un viaje de regreso que realiza simbólicamente el deseo de los exiliados.

Desde el comienzo de su relato Rolando anuncia la búsqueda de los nexos. El primer lazo evocado corresponde a lo que el poeta argentino César Fernández Moreno ha llamado «la desinmigración»8, el regreso a Europa de los descendientes de emigrados que se radicaron en los países del Cono Sur, sobre todo en Uruguay y Argentina. Rolando, nieto de un inmigrante español en Argentina, toma conciencia de que está haciendo en sentido inverso el viaje del abuelo extremeño y trata de descubrir en la experiencia vivida por el inmigrante español signos que le permitan enfrentar su propio viaje hacia el exilio. Los óvalos de la escritura del abuelo en las cartas que envía a su pueblito español se convierten en blancas sobre un pentagrama y reproducen el sonido de la sirena de los dos barcos, el del pasado y el del presente. La ligadura establece el vínculo entre dos sonidos y dos experiencias separadas por la barra del tiempo:

El Cristóforo y el Cacharro del abuelo tenían en la sirena el mismo sonido con distintos nombres, sólo había que poner una ligadura de prolongación entre ellos. En cuanto saliera del furgón, con sólo poner el primer pie en el cacharrito que me tocara quedaría trazada la ligadura, por fin podría ver el barco que imaginaba cuando iba a poner los óvalos con algún dinerillo en el buzón del puerto.


(p. 17)                


Un personaje representa en el capítulo VII el vínculo entre dos realidades o elementos que el autor quiere relacionar. Es el caso del timonel, uno de los cuatro personajes por intermedio de los cuales se expresa el discurso del autor. El capitán, el cocinero español, Contardi y el timonel son los personajes encargados de desarrollar teorías que sitúan el exilio político en un contexto más vasto integrándolo en la reflexión sobre el destino del hombre. Cada uno de esos personajes enuncia un aspecto de las ideas del autor sobre el olvido y el tiempo, la realidad y lo maravilloso, la violencia y las estrategias posibles para escapar al mecanismo de muerte y destrucción creado y controlado por el poder. Por su edad avanzada que supone equilibrio y experiencia o por la función que desempeñan dentro del barco, el discurso que el autor les transfiere logra un tono que hubiera sido imposible en el discurso de los otros personajes, seres desamparados que viven en la precariedad y en las urgencias del presente. El aspecto de las manos del timonel anula la separación entre la tierra y el mar, dos elementos que el narrador relaciona constantemente al comparar la soledad de océano con la desolación de las Salinas Grandes, vastas extensiones que constituyen el límite natural entre La Rioja y otras tres provincias argentinas. El timonel anuncia también el texto de Pessoa, O guardador de rebanhos citado en el último capítulo. El que conserva el rumbo en el mar equivale al que conduce el rebaño en la tierra:

Mezclando italiano y español, el timonel trataba de explicar lo que entendía por maravilla. Según él eso tenía que existir forzosamente, de lo contrario el cúmulo de esperanzas y aburrimientos que llamamos vida no tendría explicación. [...] Tenía unas tremendas manos huesudas, más de escarbar tierra que de conducir barcos, más traza de pastor de ovejas que de timonel.


(p. 141)                


En El vuelo del tigre, el dictador despoja a los Aballay del uso del lenguaje. Para poder comunicarse y elaborar colectivamente tácticas de resistencia, la familia crea un nuevo lenguaje con un código sólo conocido por sus miembros. La importancia del lenguaje como instrumento de lucha se reafirma en Libro de navíos... desde otra perspectiva. Aquí, lo que se subraya es su capacidad de dejar testimonios para que el tiempo no sepulte el recuerdo de los que se perdieron en el gran naufragio de los años 70. Palabras para revivir y no para perderse en «eso que llaman Historia, la aburrida suma de los acontecimientos menudos de todos los días, entre los que la gente vive y muere casi sin saberlo».

De los millones que naufragaron en los millones de kilómetros cuadrados que tienen los océanos, han quedado sólo las palabras. Lof, lof. A sotavento por el través. Capitanes y grumetes, calafates y contramaestres se perdieron con sus cargas preciosas, especias y metales, las finísimas sedas y los cargamentos de pimienta fueron arrojados al mar antes del desastre a ver si con menos peso el mar los consentía. Pero nada, se fueron al fondo y con ellos sus esclavos inocentes, y cuando todo estuvo hundido flotaron las palabras.


(p. 100)                


Después del naufragio, los únicos salvavidas posibles son las palabras. Aferrado a ellas, el narrador hará su viaje de iniciación hasta alcanzar el conocimiento de sí mismo que incluye la lucha cuerpo a cuerpo con la escritura y el recuerdo. En el relato de Rolando, las palabras intentan ser la voz de las víctimas anónimas, ésa que jamás puede hacerse oír porque fue silenciada por la muerte o se pierde en el olvido. Por lo tanto, narrar es conectar las voces de las víctimas con el futuro: dejar, como dice Rolando, «petroglifos». La novela toda se convierte en un nexo; toma el lugar del diario de a bordo que el abuelo no escribió y que el narrador interrumpe después de las primeras líneas. El deseo de Rolando de crear una memoria de las migraciones, y en cierto modo una pedagogía del exilio para uso de las generaciones futuras, logra simbólicamente su objetivo con Libro de navíos y borrascas.

Esa afirmación del poder del lenguaje encuentra, sin embargo numerosos obstáculos en el lenguaje mismo. A cada paso Rolando constata que las palabras son impotentes o insuficientes para referirse a ciertas realidades o para modificarlas: «Se me achican las palabras» dice Dorrego antes de ser fusilado, porque sabe que ningún discurso puede cambiar su situación. Es inútil decir que se es inocente porque la palabra «inocencia» no tiene el mismo valor para el emisor que para el receptor. La función comunicativa del lenguaje desaparece puesto que para el destinatario -el que tortura, interroga o acusa- la inocencia no existe o significa automáticamente, mentira. La tortura es una realidad irreductible a las palabras, tanto en el lenguaje corriente como en el psicoanalítico y las designaciones América Latina y transatlántico sólo apuntan a un aspecto del todo que significan.

En el combate contra la insuficiencia de las palabras, la música y el sonido son aliados inapreciables. En el caso de la palabra inocencia, ya que el significado es ambiguo porque se inscribe en códigos diferentes, Rolando recurre a la prosodia: la entonación puede constituir un lenguaje paralelo para enunciar una verdad y hacerla precisa y comunicable.

La escritura musical es uno de los recursos expresivos utilizados en la novela. Moyano continúa profundizando la experiencia comenzada en El oscuro y proseguida en El trino del diablo y El vuelo del tigre, obras en las que el autor ha utilizado una metaforización apoyada en la música. Cuando Rolando, el violinista, imagina el hijo que nacerá de sus amores con Nieves los dos re que aparecen en el pentagrama y que sólo pueden ejecutar algunos instrumentos de cuerda, pretenden crear un nombre que esté más allá de la posibilidad de la cárcel y de la desaparición porque la voz de los que intentarán llevárselo no podría articularlo.

Otro recurso expresivo basado en la utilización de la música, es la inserción fragmentaria y sin entrecomillado de la letra de algunas canciones populares en el texto de la novela. La función de esas canciones es doble: por una parte, la letra reemplaza las palabras del autor para expresar sus sentimientos o impresiones y, por otra, la canción recrea el ambiente y la cultura de un país que la represión ha transformado pero que sigue viviendo en el recuerdo de los exiliados. Se trata, en general, de canciones muy conocidas que evocan la época de su apogeo, los mitos que contribuyeron a perpetuar o el tipo de cultura en la que se inscriben: Carlos Gardel, Agustín Magaldi -cantor de tangos casi tan prestigioso como Gardel-, el barrio porteño con sus faroles y madreselvas, Atahualpa Yupanqui y la cultura del Noroeste mestizo. La elección de esas canciones se sitúa en la perspectiva de la memoria colectiva conservada en el seno de la familia y revivida en las reuniones de amigos y parientes.

Fragmentos de la letra de Volver, un tango de Gardel, -los subrayamos en la cita- se introducen en el discurso de Rolando cuando el barco comienza a alejarse del puerto:

¿Así que nunca? ¿Ni siquiera con la frente marchita dentro de veinte años? ¿Ni siquiera sintiendo que la vida es ffffuu un soplo? ¿Ni siquiera con miedo al encuentro? ¿Ni con esperanza humilde? Mire, yo quiero volver y apenas estamos saliendo.


(p. 36)                


La hija del viejito guardafaro e Ilusión marina, dos valses de fines de los años veinte, inspiran los cuentos inventados por el grupo de amigos en los capítulos XII y XIV. Las canciones pertenecen a Antonio y Jerónimo Sureda, compositores y autores de letras que se inscriben en la tradición del vals criollo pero en momentos en que éste comienza a internacionalizar sus temas. El primitivo vals criollo retomaba el ritmo del vals europeo como soporte de la canción pero la letra se ocupaba de temas y preocupaciones locales. Esos temas eran en muchos casos el legado de los últimos payadores de principios del siglo XX, anarquistas, tolstoianos y defensores ardientes del valor de piedad, la solidaridad, la justicia social, la pureza y el amor filial, tema este último que reaparece en los dos valses de los hermanos Sureda.

Al retomar la letra ingenua de las canciones para redactar la historia destinada a realizar simbólicamente los deseos de Contardi, Moyano hace una nueva incursión en el kitsch, una técnica empleada en un fragmento de su primera novela. En Libro de navíos..., la utilización del kitsch logra un efecto de contraste por la yuxtaposición de dos épocas y sus ambientes respectivos. A la candidez de la canción, que habla de desdichas familiares en una sociedad donde todavía no se ha instalado el absurdo, se opone el drama que están viviendo los amigos. La imposibilidad de utilizar los viejos clisés en una historia capaz de reafirmar valores en el presente, es evidenciada por la frustración del primer intento de relato. Rolando sólo logra rescatar la luz del faro cuando se aparta de la letra del segundo vals.

Las formas musicales aludidas o entrelazadas con el texto del narrador por medio de fragmentos de la letra corresponden a dos ambientes y culturas populares diferentes dentro de un mismo país. El tango, música rioplatense y ciudadana, acompañó la evolución de Buenos Aires y de Montevideo. A la cultura del noroeste argentino, eminentemente rural, corresponde un folklore musical que, como el tango, ha llegado hasta el presente y se ha modernizado. Las vidalas son un género perteneciente a ese folklore.

El desgarramiento que supone el hecho de abandonar el país de origen se expresa en el discurso de Rolando por medio de una vidala. Parte de la letra de la misma canción es citada en varias ocasiones, en especial cuando la amargura es más intensa o cuando aparece el guardián del faro, personaje que introduce el tema de los desaparecidos:

Más práctico y menos duro sería inventar una canción, vidala o baguala, qué sé yo, algo que en vez de meterte más en el mundo te saque de él. Una canción como una tregua. Y con cuatro estrofas todo dicho, como en la vidala. Porque si yo me muero ¿con quién va a andar mi sombra, tan chiquita, tan callada? [...]


El viejito guardafaro en aquella soledad. Con los dedos cuarteados de escabar olas salitrosas, único habitante el viejo del peñón solitario. De día se pasea y lo sigue humildísima su sombra. [...] Pobrecita la sombra, si se muere el viejo con quién va a andar. Se quedará achatada, nadie sabe cómo. El viejo guardafaro tiene miedo y se lo comunica a su luz en temblores como llorosos, miedo a que las sombras de los pescadores no tengan con quién andar.


(p. 18)                


Las expresiones subrayadas pertenecen a Vidala para mi sombra, reelaboración moderna de un género musical de tres pies, precolonial, típico del Noroeste argentino y muy cultivado en La Rioja. Algunas estrofas de las vidalas más antiguas, que en algunas provincias reciben el nombre de bagualas, se han conservado por tradición oral. Con un ritmo lento y apoyado por la percusión, la música acompaña letras que hablan de pérdidas y adioses, del paso del tiempo y del asedio de la muerte.

En el último capítulo, los dos tipos de música popular reaparecen para cerrar el relato. En «Mini historia» de Sandra, la letra de dos viejos tangos -María y Milonguita- se introduce en el último encuentro de Rolando con la joven uruguaya. Dos de los breves relatos finales, «Boceto de un vidalero» y «La volvedora», recuerdan la música del Noroeste. Las dos culturas populares coexisten, entonces, desde el primero hasta el último capítulo de Libro de navíos..., como el símbolo de las dos Argentinas que caracterizaremos al referirnos a los episodios de la historia nacional y regional retomados en la novela.

La búsqueda de la dimensión acústica del lenguaje es constante y se manifiesta no sólo en el nivel lingüístico por la utilización frecuente de onomatopeyas, palabras onomatopéyicas y combinaciones de consonantes y vocales para imitar sonidos, sino también a través de la situación narrativa propuesta desde el comienzo del relato:

Hagamos de cuenta que estamos en un viejo caserón de piedra, antiguo refugio de pescadores rodeado por jardines sombríos, en una noche de invierno europeo. Allá abajo, a un cuarto de milla, el mar y los acantilados producen el único sonido que es posible oír en la aldea oscurecida. [...]. Nos hemos reunido aquí para oír la historia de un viaje. [...] El viajero que acaba de llegar y va a contarnos una historia se saca las botas junto al fuego como en un cuento nórdico, les quita el barro del camino y acariciándose una barba de largas travesías se queda mirando fijamente el fuego. Viene de los mares del Sur, donde están las ballenas y los albatros, los naufragios y los grandes cementerios marinos. [...]

Permítanme ocupar durante algunas horas el lugar de ese viajero nórdico para contar mi propio viaje. Como él, también vengo de los mares del Sur.


(p. 9)                


Ésta es la situación narrativa del cuento de tradición oral. El narrador intenta sustituir al marino instalado junto a las personas que lo escuchan y sugiere una forma de lectura: leer como si el narrador estuviera cerca del lector -que se transforma así en un oyente atento al sonido de las palabras- esta novela que quiere franquear los límites de la escritura para ir al encuentro de la música. Escucha colectiva, además, ya que el cuento hablará de acontecimientos que no conciernen sólo a sus personajes sino también a los oyentes-lectores, y activa como lo era hasta hace poco en algunos rincones del campo riojano donde las personas presentes intervenían frecuentemente a lo largo del relato para dialogar con el narrador. Aunque la convención adoptada en el marco narrativo de la novela se rompe a partir del capítulo XI, su narrador la recuerda en el último capítulo y transcribe una de las fórmulas utilizadas en la tradición oral para cerrar el relato e incitar a continuar la ronda de los cuentos:


Y entré por un zapato roto
para que Usté me cuente otro.


(p. 279)                


Por otra parte, si se compara esta novela con las novelas anteriores de Moyano, la elección del lugar de la narración -el antiguo refugio de pescadores en algún lugar de Europa- pone de manifiesto un desplazamiento de la perspectiva tanto del narrador como de los oyentes-lectores, que es resultado del exilio. El narrador habla de los mares del Sur como si se tratara de una región exótica y lejana, situándose así en la perspectiva de los eventuales lectores europeos que lean la novela. «[...] yo también vengo de los mares del Sur» define su situación de extranjero que vive en un país de Europa. El esquema estructurante que hemos considerado básico en las obras del exilio exterior -allá, país natal, y acá, país extranjero- aparece, por lo tanto, en el marco narrativo de la novela (reaparecerá luego en «Cadenza») introduciendo la historia del viaje donde acá y allá tienen significaciones distintas. El contenido de la narración intenta posteriormente anular la distancia entre los dos continentes que se hacen visibles al definir la situación narrativa, con las alusiones a la emigración de los campesinos y obreros europeos en el siglo XIX, la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial. El narrador sugiere que el exilio de los latinoamericanos de los años 70 no hace más que reactualizar una experiencia que los europeos han conocido en diferentes momentos de su historia.




La Historia repetida

Así como la inserción de canciones populares en el texto corresponde a la necesidad de revivir momentos y seres de otros tiempos o pequeños hechos de la vida cotidiana conservados en la memoria colectiva, el capítulo V de Libro de navíos se propone establecer los nexos existentes entre el fusilamiento de Manuel Dorrego, un episodio de la historia argentina del siglo XIX, y la dictadura militar causante del exilio contemporáneo.

La figura de Dorrego es introducida en el capítulo II mediante las reflexiones de Rolando sobre la noción de inocencia y culpabilidad. El tema es desarrollado en «Titiriteando», capítulo que se presenta como una pieza para el teatro de títeres de Paredes en la que los tripulantes y viajeros del Cristóforo Colombo, espectadores del drama representado por los títeres son también personajes de la pieza. La fusión de títeres y espectadores lograda por medio de la forma dramática que el autor ha elegido -el teatro dentro del teatro- adquiere un valor significativo: los personajes históricos son títeres que representan un drama de la Historia ante otros personajes, ellos mismos títeres de la Historia repitiendo el mismo drama.

Los hechos de que se ocupa la pieza corresponden a tres años de la historia argentina y Sandra revela el nombre del libro que ha guiado a los improvisados dramaturgos del teatro del exilio. Es la Historia Argentina de José Luis Busaniche, un historiador argentino democrático que intentó desmontar los mitos oficiales perpetuados por la historiografía liberal. Busaniche se diferencia de la mayor parte de los historiadores revisionistas -católicos, conservadores y nacionalistas, empeñados todos en reivindicar la memoria de Juan Manuel de Rosas, caudillo federal de Buenos Aires, y en demoler las grandes figuras del liberalismo argentino- porque su libro ataca con la misma virulencia las dictaduras de unos y otros.

El fusilamiento de Dorrego por orden de Juan Lavalle señala el comienzo de uno de los períodos más violentos de la primera mitad del siglo XIX caracterizado por el enfrentamiento de unitarios y federales y del puerto con las provincias. Las dos tendencias aparecen inmediatamente después de la declaración de la Independencia y sus luchas desangran al nuevo país durante más de cincuenta años.

El partido unitario fue la expresión de una burguesía comercial próspera que había hecho fortuna durante el reinado de Carlos III gracias a las medidas tomadas en favor de la libertad de comercio. Los hijos de los comerciantes de Buenos Aires tuvieron acceso a la educación superior y entraron en contacto con la obra de los filósofos del siglo de las Luces. Esas doctrinas se adaptaban bien al proyecto de un país capaz de ingresar en el mercado internacional que Inglaterra comenzaba a controlar.

El programa de gobierno elaborado por los unitarios exigía el establecimiento de un poder central que impusiera orden y uniformidad para preparar el advenimiento de la nueva sociedad. La urbanización creciente, el aumento de las fortunas personales y el contacto con la cultura europea dieron nacimiento a una élite que se consideraba superior y «civilizada». Los mensajeros de las Luces se enrolaron en una lucha sin cuartel para reemplazar el país real por el país soñado. Para ello había que educar y reprimir. Sarmiento plasmó muchos años después la versión criolla de la fórmula del despotismo ilustrado recomendando su aplicación para terminar con los levantamientos del interior: «Ciencia y palo»9.

La constitución tardía del Virreinato del Río de La Plata con su centro administrativo en Buenos Aires, había perturbado ya la vida de regiones y sectores que por su situación geográfica alejada de las autoridades virreinales, estaban acostumbradas a organizar y controlar sus intercambios comerciales, a defenderse de los ataques de los indios y a decidir sobre los asuntos locales. La sumisión al rey o al virrey eran sólo teóricas y los funcionarios enviados por la Corona de España pronto advertían que no podían gobernar sin el apoyo de los vecinos influyentes. Después de la declaración de la Independencia esas regiones se opusieron al centralismo porteño y al poder de la Aduana del puerto tomando las armas para lograr la forma de gobierno que les parecía la única susceptible de resguardar sus intereses y su autonomía: la Federación de Estados soberanos.

Manuel Dorrego fue federal y defendió sus ideas como periodista, congresista, gobernante y soldado.

La carrera política de Dorrego comienza en 1815. Junto a otros jóvenes republicanos y federales agrupados en torno al periódico La Crónica Argentina, ataca a los monárquicos que buscan en las cortes europeas candidatos para reemplazar a los virreyes españoles. En 1816, la virulencia de sus ataques verbales le cuesta el destierro y Dorrego se convierte en uno de los primeros exiliados del flamante país.

Después de tres años de exilio en Baltimore donde se dedica a estudiar el funcionamiento de la democracia de Jefferson y aprovechando la renuncia del Director Supremo que ha firmado el decreto de expulsión, vuelve al país e intenta reiniciar las actividades políticas. Nuevo fracaso porque el gobernador de Buenos Aires ordena su confinamiento en una ciudad del Oeste argentino a más de mil kilómetros del puerto.

En 1826 se reúne el Congreso encargado de dictar la Constitución y Dorrego asiste como representante de una provincia norteña. Manipulado por los unitarios el Congreso se excede en sus atribuciones, crea un Poder Ejecutivo permanente y nombra a Bernadino Rivadavia como Presidente. Las primeras medidas de Rivadavia lesionan gravemente los intereses provinciales: se confía la gestión financiera del país al Banco Nacional controlado por los ingleses; se otorga el derecho de explotación de todas las minas del territorio -entre ellas las de Famatina en La Rioja, recordadas por Moyano en su novela- a compañías inglesas; se dicta la ley de consolidación de la deuda contraída con el banco inglés Baring Brothers que obliga a las provincias a aceptar la hipoteca de sus tierras públicas como garantía de un empréstito del que no obtendrían ningún beneficio y que no habían solicitado. Este empréstito, que el país terminó de pagar en 1901, al poner al país en una situación de dependencia con respecto a Inglaterra, condicionó toda la evolución económica posterior.

En las sesiones del Congreso Constituyente, Dorrego es el portavoz de la oposición. Comienza por denunciar los fraudes cometidos para violar el mandato que han recibido los representantes de las provincias y se subleva contra las medidas antidemocráticas tomadas por los diputados con respecto al sistema de elección presidencial ya que privaban del derecho de voto a los jornaleros, empleados domésticos, soldados rasos y analfabetos:

He aquí la aristocracia, la más terrible porque es la aristocracia del dinero [...] Échese la vista sobre nuestro país sobre: véase qué proporción hay entre domésticos, asalariados y jornaleros y las demás clases y se advertirá quiénes van a tomar parte en las elecciones. Excluyéndose las clases que se expresan en el artículo, es una pequeñísima parte del país que tal vez no exceda de la vigésima parte. [...] ¿Es posible esto en un país republicano? [...] ¿Es posible que los asalariados sean buenos para lo que es penoso y odioso en la sociedad pero que no puedan tomar parte en las elecciones?10


Si bien los unitarios ganan en el Congreso, la violenta reacción de las provincias obliga a Rivadavia a presentar su renuncia. Revés provisorio del puerto porque los oficiales que defienden sus intereses están al mando de la tropa que en esos momentos lucha contra los brasileños.

El 12 de agosto de 1827, en virtud de un acuerdo entre unitarios y federales, Dorrego asume el gobierno de Buenos Aires y virtualmente la conducción del país puesto que está encargado de las relaciones exteriores. Durante el breve período de sus nuevas funciones, respeta a sus adversarios, trata de disminuir las proporciones de la catástrofe financiera heredada del período anterior, suprime el régimen de levas (reclutamiento forzoso de gauchos para servir como soldados en el ejército), medida muy popular pero peligrosa porque se encontrará sin fuerzas armadas para defenderse de los batallones que vuelven de la guerra con el Brasil. Los unitarios organizan violentas campañas de difamación en los periódicos que controlan, -algunas se refieren a su vida privada- pero Dorrego respeta las garantías legales y no pone trabas a la libertad de prensa lo que le vale las críticas de los federales «duros» como Rosas, opuestos a una tolerancia que les parece la prueba de su debilidad.

En 1828, la situación de las tropas argentinas se vuelve insostenible. Faltan víveres, armas, pólvoras y el presupuesto del Estado ha agotado sus recursos. El retorno a Buenos Aires de los oficiales afectados a la guerra contra el Brasil, guerra que se termina con las negociaciones de las que surge un nuevo país, Uruguay, significa el fin del gobierno y de la vida de Dorrego. Entre los oficiales que vuelven se encuentra Juan Lavalle, unitario y militar prestigioso desde las luchas contra la Corona española. Un sublevamiento de los oficiales que regresan y que atribuyen a Dorrego la pérdida de la Banda Oriental, el futuro Uruguay, derroca en pocas horas al Gobernador y lo reemplaza por Lavalle.

Dorrego pierde su primera batalla contra las fuerzas que conduce Lavalle y trata de refugiarse en una guarnición de la frontera Sur de la provincia de Buenos Aires donde su amigo Pacheco, el jefe de guarnición, lo entrega a sus perseguidores. Desoyendo las ofertas de los mediadores que proponen el destierro de Dorrego, el 14 de diciembre de 1828, en Navarro, Lavalle firma la sentencia de muerte una hora antes de la ejecución sin someter al detenido a un consejo de guerra y sin haberlo escuchado. Dorrego tiene apenas tiempo para escribir algunas cartas -una de ellas circulará largo tiempo dentro de los medios populares (la «carta del Desgraciado»- y de confiar al General Lamadrid sus objetos personales para que éste los remita a su mujer y sus hijas. La muerte de Dorrego y la masacre de gauchos a la que se libran las fuerzas de Lavalle inmediatamente después del fusilamiento, tienen repercusiones que sólo podrán medirse más tarde, con el advenimiento del régimen dictatorial de Juan Manuel de Rosas y la represión de la que serán objeto los unitarios.

A fines del siglo XIX, el historiador Ángel Venustiano Carranza publica su libro El General Lavalle ante la justicia póstuma. Lo que parecía una decisión personal, arbitraria y fruto de la pasión, se revela como un complot de la élite unitaria para desembarazarse de uno de los jefes más prestigiosos de la oposición. Las cartas leídas por Rauch en la pieza de teatro, forman parte de los archivos de la Historia argentina. Una vez que esas cartas toman estado público, el fusilamiento de Dorrego es visto desde otro ángulo y Lavalle aparece en las versiones de algunos historiadores como un militar honesto, víctima de las presiones de políticos avezados que se sirvieron de él sin comprometerse.

Las circunstancias de la muerte de Dorrego, cantada durante años por los troveros populares, la importancia de los dos protagonistas del drama de Navarro y todas las versiones sobre las presiones ejercidas sobre Lavalle, sus remordimientos tardíos, su fin trágico, han hecho de este episodio un símbolo de los enfrentamientos entre unitarios y federales. Dorrego y Lavalle han alimentado durante más de un siglo la polémica de los historiadores, la inspiración literaria concretada en relatos, poemas y piezas de teatro, y las discusiones políticas, ya que los partidarios de uno y otro representaban fuerzas sociales antagónicas. Los descendientes de las familias patricias de tendencia unitaria conservaron una devoción permanente por el recuerdo de Lavalle. En Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, el abuelo Olmos, símbolo del pasado de una de esas familias y de su decadencia actual, evoca la aventura final del General unitario, vencido por las tropas de Rosas y asesinado en Jujuy en 1841 en circunstancias que la historia no ha revelado nunca claramente. Varios fragmentos de la novela reconstituyen la muerte de Lavalle y la huida de los últimos soldados de la Coalición del Norte, galopando hacia Bolivia y transportando los restos putrefactos de su jefe. Como un eco de ese exilio de los hombres de Lavalle narrado por Sábato, Rolando dice en Libro de navíos y borrascas.

Mire, me da la sensación de que nos vamos llevando los huesos de nuestros muertos a otra parte. Es horrible, amontonados en el barco, llevándonos unos huesos que todavía no han terminado de podrirse.


(p. 124)                


La pequeña pieza El lavallazo remite desde su nombre al vaivén temporal explicitado en algunos fragmentos del texto pero siempre implícito a lo largo de la representación. El golpe de Lavalle evoca el golpe de Estado del que son víctimas los personajes-espectadores de la pieza. Moyano no se limita a recordar los acontecimientos que conciernen la muerte y las razones del fusilamiento de Dorrego sino que establece las relaciones con la situación del país durante la dictadura militar. El relator dice en la escena 5:


Abran camino, señores
a la historia bien contada
dejemos fluir los hechos
y olvidemos las palabras
procurando comprender
aquellas cosas pasadas
que son las mismas de siempre
de otra manera contadas,
pues Dorrego siempre muere
y Lavalle siempre mata
y ahora mismo en Buenos Aires
anda suelto Rivadavia
cambiando por mercancías
la libertad y la casa.


(p. 115)                


La estrofa contiene todas las indicaciones para identificar los paralelos que el relator quiere establecer entre la historia pasada y la presente: los militares que han tomado el poder en 1976 repiten el mismo esquema histórico de violación de la voluntad popular inaugurado por Lavalle con procedimientos que llevan desde el asesinato de los líderes hasta el crimen masivo. El programa económico de Martínez de Hoz, ministro de la Junta militar, que desató la gran especulación generadora de deuda externa y por lo tanto de miseria, y que favoreció a los sectores de la oligarquía financiera contribuyendo así a prolongar la tradicional dependencia argentina, es aludido a través de Rivadavia.

La técnica que consiste en representar a los personajes históricos por medio de títeres permite que el autor traduzca por el aspecto exterior del muñeco los rasgos morales del personaje. La caricatura y el humor no se limitan al dibujo del personaje sino que alcanzan elementos del decorado dándoles un valor de significante: Rivadavia está sentado en un defectuoso sillón presidencial de equilibrio precario -en Argentina, «asumir la Presidencia de la República» puede expresarse por la metáfora «ocupar el sillón de Rivadavia»- y el sillón expresa a la vez el efímero gobierno de su primer ocupante y, en general, la inestabilidad de los presidentes argentinos.

Moyano acentúa la caricatura en el caso de Rauch, jefe militar de origen prusiano, conocido por la crueldad con que trataba a los indios cuando el ejército organizaba expediciones punitivas contra tribus aún no sometidas. El lenguaraz era precisamente el intérprete -indio o mestizo- que acompañaba esas expediciones para servir de intérprete.

El lenguaraz de Moyano, introducido en el despacho de Rivadavia tiene una doble función: no es sólo intérprete en la reunión con los ingleses sino que interpreta la historia, traduce en términos positivos el discurso del Presidente y por la sensatez de su intervención, invierte los términos de civilización y barbarie con los que Moyano juega a lo largo de la pieza.

En la escena 6, el autor incurre en un anacronismo voluntario con la tirada de Rauch que retoma y caricaturiza la antinomia sarmientina enunciada casi veinte años después. Esa tirada y la canción de los sargentos («bastarán para lanzarnos/ a las vías del progreso» p. 122) buscan el mismo efecto: desenmascarar el discurso oficial de los represores mostrando lo que hay detrás de la retórica mistificadora de la civilización y del progreso. Por otra parte, la vigencia de ese discurso que desde el siglo XIX legitima el crimen y la represión, está subrayada por la indicación «al público» en la escena 10. Moyano ha parodiado en el discurso de Rauch las declaraciones del gobernador de Buenos Aires, General Saint Jean, nombrado por la primera Junta militar después del golpe de Estado de 1976:

En primer lugar vamos a matar a todos los subversivos, enseguida a sus colaboradores, luego a los simpatizantes, después a los indiferentes y por fin, a los tímidos11.


El final de «Titiriteando» reitera un símbolo constante en la narrativa de Moyano: el cofre que encierra el tiempo y sus secretos. Dentro del baúl del titiritero se confunden nivelados por el olvido o la muerte los asesinos y sus víctimas.




El narrador y su «Cadenza»

Por primera vez, Moyano elige para una de sus novelas un narrador que es a la vez el protagonista del relato principal. Rolando asume plenamente en el transcurso de la narración todas las funciones que Genette12 le atribuye al narrador: la función narrativa, que él delega a veces en otro personaje (Bidoglio, por ejemplo, en el capítulo II) explicándole al lector las razones del cambio de voz y ejerciendo por lo tanto la función de comunicación; la de dirección, cuando señala la organización interna de su texto; la de testimonio, ya que dirige el relato sobre sí mismo y sobre su relación afectiva con la historia narrada; la función ideológica, compartida -como ya hemos visto- con el timonel, el capitán, el cocinero español y Contardi, portavoces del narrador cada vez que el discurso adquiere un tono magistral.

Este tipo de narrador es, hasta ahora, único en la novelística de Moyano. Ya se anunciaba en los cuentos y discursos del viejo Aballay en El vuelo del tigre pero es aquí donde el autor le confiere la responsabilidad de todo el relato. Si el exilio exterior implica siempre una conmoción profunda en la vida personal del escritor, en la temática de su obra y en la relación con sus lectores habituales, puede decirse que en el caso de Moyano, el exilio ha supuesto además un cambio de formas y que estas nuevas formas derivan en gran parte del cambio de narrador.

La función de comunicación aparece en el comienzo del primer capítulo («Permítanme ocupar por algunas horas...»), se mantiene a lo largo de la narración y encuentra en el último capítulo un eco ficticio con la «Nota de un curioso». El narrador hace al lector partícipe de sus dudas y decisiones, lo insta irónicamente a interrumpir la lectura cuando piensa que el tono empleado puede herir su sensibilidad y, sobre todo, desde el principio de la novela, le propone un contrato de lectura. Ese contrato no implica solamente la insistencia en el plano del sonido -leer escuchando- sino que orienta la interpretación: el narrador precisa que los hechos de su historia forman parte del mundo de la realidad y no del de la ficción pero que serán contados de acuerdo con una convención en virtud de la cual el testimonio directo se convierte en relato literario.

La importancia que adquiere la función de comunicación en Libro de navíos... se presenta como una respuesta al desafío del exilio. En el caso de los escritores exiliados, a los problemas que surgen del desarraigo, de la inadaptación, del encuentro con lenguas y culturas diferentes, se suma la pérdida de sus lectores habituales no sólo a causa de la distancia que los separa del país de origen sino también de la amenaza de la censura. La perspectiva de escribir para no ser leído encierra al escritor en la incomunicación y agrava el aislamiento del exilio. El narrador de nuestra novela conjura simbólicamente ese aislamiento ejerciendo de manera constante la función de comunicación, función que, por otra parte, aparece por primera vez en el relato principal de una novela de Moyano.

La identidad del personaje elegido como soporte de la narración -primero músico que cuenta una historia, luego escritor a partir del capítulo XI- condiciona otros aspectos de la novela. También por primera vez, la literatura y la música se convierten en un tema de reflexión y aparece la intertextualidad, ausente en las novelas anteriores. Junto a escritores extranjeros son citados otros, argentinos y latinoamericanos en general. En el caso de los escritores argentinos, la intertextualidad corresponde al nivel ideológico de la novela. Nos limitaremos a algunos ejemplos.

Leopoldo Lugones es mencionado en dos oportunidades y siempre con connotaciones políticas, más evidentes en la primera referencia:

Luz débil de la tarde, menos mal, y las aves de Lugones afligían como adioses revoloteando sobre las dársenas, a la hora en que a la tarde le van apareciendo ojeras. Lugones que introdujo el águila germana para horror de los gorriones criollos.


(p. 18)                


El Lugones al que se refiere Moyano no es el escritor modernista y socialista de los albores de su obra. Por el contrario, el autor recordado por Rolando en el puerto de Buenos Aires es el Lugones de los años treinta, defensor de los postulados del nacionalismo militarista y pregonero de la «hora de la espada» del golpe de Estado de Uriburu. Escritor versátil no sólo por sus ideas políticas sino por la variedad de géneros y estilos abordados, Lugones consagró muchos de sus poemas a los paisajes argentinos y a los seres que los habitan. Las aves que aparecen en Las odas seculares y en El libro de los paisajes -y posiblemente el título de otro libro de Lugones: Los crepúsculos del jardín- se superponen en el recuerdo de Rolando al águila imperial que evoca el modelo prusiano adoptado para la constitución del ejército argentino.

El nombre de Alberto Gerchunoff aparece en el momento en que Rolando se encuentra en cubierta con el grupo de psicólogos de origen judío:

Tienen apellido judío y toman mate. Son los gauchos judíos de Gerchunoff, con caras de tenderos del Once, todos en la carreta en medio de la pampa, y a alumbrarse con los burlones farolitos cósmicos. Para nosotros esto es pan comido, dijo uno de los gauchos judíos, llevamos siglos de exilio en la sangre. Borges una vez en la Sociedad Hebraica, mezclando a los judíos con Schopenhauer, dijo que en este pueblo había voluntad de exilio. Opinión rápidamente rebatida por los gauchitos que se iban en el barco: los sacaron de sus casas y consultorios a punta de fusil. Se equivocaba, Borges, se equivocaba.


(p. 176)                


Gerchunoff, escritor nacido en Rusia pero radicado desde la infancia en Argentina, fue testigo de la vida cotidiana de los colonos judíos instalados en las provincias del Litoral a fines del siglo XIX. Los relatos que forman parte de Los gauchos judíos, traducen la alegría de los colonos, su esperanza de encontrar nuevas raíces y de comprender la cultura del país que los ha acogido. La alusión a Gerchunoff refuerza, entonces, la crítica de las declaraciones de Borges. La pretendida voluntad de exilio del pueblo judío es simplemente el producto de la intolerancia y de la persecución que los obligó primero a emigrar y que ahora convierte a sus descendientes en exiliados.

El narrador de Libro de navíos... cumple otra función fundamental: su largo discurso del capítulo XI, titulado «Cadenza», constituye el segmento narrativo que divide la novela en dos partes bien diferenciadas. El viaje de aprendizaje de Rolando, el que se realiza en el espacio interior, se desarrolla paralelamente al cambio de espacio exterior marcado por las distintas etapas del itinerario marítimo en la historia que cuenta. «Cadenza» y el capítulo X que lo introduce, coinciden con el momento en que el Cristóforo Colombo transpone la línea del Ecuador y cambia de hemisferio.

En la historia del viaje la intriga es relativamente simple y puede resumirse con los núcleos básicos pérdida -búsqueda- encuentro, analizados por Andrés Avellaneda en los primeros cuentos de Moyano. Algunos presos políticos parten del puerto de Buenos Aires rumbo al exilio (pérdida), conocen a bordo a otros viajeros en su misma situación (encuentro), intercambian confidencias, se interrogan, meditan o sueñan para encontrar soluciones o esperanzas (búsqueda), deciden y logran escribir juntos una historia (encuentro) y se separan (nueva pérdida) al llegar a Barcelona.

El discurso es mucho más denso y más rico en la primera parte de la novela. Las reflexiones sobre el exilio y la represión comienzan en el primer capítulo y son trabajadas a lo largo de la narración como otras tantas frases musicales que se anuncian, evolucionan, se combinan en un contrapunto y cambian de ritmo o de modo. Una misma idea aparece en estilo directo, indirecto o indirecto libre; puede presentarse sola o asociada a otras reflexiones, en una alegoría o en la alusión directa, en un enunciado que busca el tono magistral o en un discurso emotivo que puede ir desde el lirismo de «La bahía» hasta el sarcasmo y el tono apostrófico de «Cadenza».

La variedad de estilos empleados en el discurso del narrador y de los personajes es otro de los rasgos que separan Libro de navíos... del resto de las novelas de Moyano. Por otra parte, el barco transporta pasajeros y una tripulación de nacionalidad, lengua, profesión y orígenes sociales diversos. Esta diversidad de personajes implica la utilización de niveles de lengua propios de cada grupo o profesión y la introducción de palabras de otros idiomas: italiano, portugués, inglés, francés.

La primera parte de la novela concentra además todos los encuentros significativos que tienen lugar durante el viaje y una cantidad más importante de personajes. Rolando y el grupo de sus amigos reiteran rasgos que ya estaban presentes en la mayor parte de los personajes favoritos de Moyano: son seres frágiles enfrentados con situaciones y fuerzas que van más allá de su posibilidad de análisis racional, capaces de pensar, de sentir o de soñar pero no de actuar ni de ejercer su influencia sobre el contexto o sobre los otros personajes.

En Rolando se reiteran también características de los personajes en los que Moyano centra habitualmente la focalización y a través de los cuales el narrador ve el mundo circundante: aunque esos personajes estén obligados a sufrir la violencia, la humillación, el absurdo, no dejan nunca de interrogarse y de intentar comprender y aprender. Son eternos aprendices del oficio de vivir que no renuncian nunca a explorar una realidad ocultada por el sometimiento a las convenciones o por los discursos mistificadores. Para encontrarlas, cuando la vía racional resulta insuficiente, el personaje se vuelve hacia su propio pasado y busca en la infancia esa otra vía perceptiva que el niño comparte con el hombre primitivo y el poeta. En el capítulo IX, Rolando adulto intenta penetrar a través del sonido en la naturaleza del mar, repitiendo así la experiencia de Rolando niño:

El ruido del caracol era una serie de sospechas alegres, capaz de acabar con la tristeza del lugar y de paso salvar a mis tías de una muerte por tristeza y reiteración. El mismo ruido que hace el mar ahora, el caracol aquel lo reproducía sin equivocarse, estaba afinado en la misma cuerda y mis tías lo sabían y lo ocultaban. [...] Lo único real de aquel lugar, lo que conservo, es el ruido del caracol. Lo demás, esas casas, ese aire, esas tías resignadas, una apariencia, una imitación triste, en todo caso, de algo que no existió o no sucedió nunca porque no supieron o no quisieron buscarlos.


(p. 165)                


Aballay en El vuelo del tigre busca y descubre el pasaje descifrando los signos del aire y del vuelo de los pájaros. Ha encontrado el sitio donde el deseo puede transformarse en suceso para regresar a la realidad cotidiana y modificarla. Rolando busca durante todo el viaje esas vías diferentes y lo que encuentra al final del itinerario es la escritura, el lugar donde el deseo puede realizarse y desde donde puede también proyectarse. Pero antes de lograrlo deberá tocar fondo. «Cadenza» representa ese momento en la evolución del personaje narrador.

El cambio de hemisferio implica un cambio de actitud de los personajes, cambio que el mismo narrador se encarga de explicitar y de ejemplificar. El cruce del Ecuador -los exiliados decretan que es también el Año Nuevo- es el momento en que todas las máscaras caen. El drama personal de cada uno sale a la superficie y se introduce abiertamente en la novela el tema de la tortura, eludido hasta ese momento o velado por la alegoría. El solo de Rolando en «Cadenza» es el resultado de esa revelación que marca el punto máximo de tensión entre los dos allá del itinerario.

La revelación es múltiple: los personajes descubren el drama de los otros y Rolando se descubre a sí mismo. La convención adoptada en el marco narrativo -la máscara de la novela- también desaparece: el cuento de Rolando, el músico exiliado, es la novela que estamos leyendo y que todavía está escribiendo el novelista. Detrás del narrador se descubre el autor implícito y con él no sólo las condiciones materiales de su exilio sino todo el cuestionamiento de su función social:

No quería meterme en esas honduras técnicas, era mejor seguir con el relato de mi barquito paralelo, mis amores imaginarios con Nieves y el hijo misterioso que tenemos. Sin olvidarme de mis profundas meditaciones (inútiles) sobre el destino de los hombres y los pueblos mientras otros se pudren en las cárceles del Cono Sur o llevan su exilio interno como pueden. Hubiera preferido seguir tocando con sordina, poetizar la cosa en otro capítulo como el de la bahía, ampliar las visiones de Contardi sobre el Quitasol y olvidarme de su hijo desaparecido, o inventarle un amor entre porno y erótico a Sandra y el Gordito, y mucho sexo para vender cien mil ejemplares de esta especie de novela que todavía no sé cómo llamarla, por ahora es «El barquito» pero me suena a pajarita de papel, y si puedo terminarla, con el dinero que me paguen, si me pagan, pedir permiso en la fábrica donde trabajo de peoncito lijando todo el día, digamos un año de libertad para escribir la segunda parte que se desarrolla en Madrid enteramente a ver si así puedo dejar de ser indio y de paso curarme estos huesos que ya duelen como los de Pedro de Mendoza, primer fundador de Buenos Aires, para qué, que se murió en el mar y para qué.


(p. 193)                


El texto expresa de manera brutal el problema ético del escritor latinoamericano que vive el exilio político. Como cualquier otro exiliado, cultiva un sentimiento de culpa con respecto a los que se quedaron, soporta las dificultades materiales en el nuevo país, el rechazo -(«dejar de ser indio...)- la soledad y todas las secuelas de la represión. Pero esa situación implica también, en su caso particular, el cuestionamiento de la escritura y de la función que ella cumple dentro de la sociedad. En «Cadenza», el cuestionamiento invalida incluso una parte de la novela: a partir de este capítulo desaparecen completamente o pasan fugazmente por el relato los personajes del timonel, el capitán y el cocinero español, que han sido los portavoces del autor cuando el discurso adquiría un tono filosófico.

La formidable explosión de cólera y rencor en que se resuelve «Cadenza», es la respuesta a una pregunta implícita en el discurso y típica de la situación de exilio: ¿quién soy? A esa pregunta Rolando responde con una confesión que define al mismo tiempo al hombre y al escritor. Aparecen así los rasgos que reiteran la imagen del padre, la pertenencia a grupos que comparten una misma tierra o problemas y actividades similares, el tipo de escritura que prefiere o para el que se siente más apto («soy un narrador de agua dulce» «siempre toco con sordina para no molestar a los vecinos»), su actitud con respecto a la represión y a la tortura. El factor desencadenante de esta larga confesión es el descubrimiento de las experiencias vividas por Sandra en la cárcel.

El tema de la tortura aparece ya en uno de los cuentos de El estuche del cocodrilo -«El poder, la gloria, etc.»-, es retomado en El trino del diablo y profundizado en El vuelo del tigre. En los tres casos, Moyano evita la alusión directa y apela a la alegoría. El narrador cuenta y describe una realidad que esconde a su vez otra, pero no interviene nunca para expresar sus sentimientos sobre lo que está sucediendo. En Libro de navíos y borrascas, el esquema se invierte: el discurso del narrador sobre la tortura -y la violación, que es una de sus formas- toma el lugar de la narración y la descripción del acto de tortura.

El sentimiento de culpa que nace del hecho de estar en libertad mientras otros soportan el exilio interior o la prisión, constituye sólo un aspecto de un sentimiento mucho más vasto. La prueba de la existencia de una dimensión de la crueldad y del horror que no había percibido antes, conduce a Rolando a rechazar su propio sexo y su pertenencia a una especie que no ha logrado todavía ser plenamente humana. Moyano ha planteado en este capítulo, con una vehemencia totalmente inédita dentro de su obra, el mayor interrogante que suscita la tortura: si nuestros semejantes son o pueden convertirse en torturadores ¿cuál es, dónde está el límite que nos separa de ellos?:

Necesito un trago que me aturda para salir del otro aturdimiento, yo no sé nada de picanas y vaginas. Es demasiado para mi violincito provinciano. Todo esto me invalida en forma y pensamiento. Me odio, no me gusta mi forma, me molestan los brazos y las piernas, preferiría reptar, me duele el pensamiento, me odio, soy horrible, quiero cambiar de cara, ser un hombre de verdad.


(p. 196)                


Contaminado por los actos de los torturadores, Rolando se considera uno más entre los verdugos de Sandra ya que se ha servido de ella. Nieves, maravilla provisoria, mediadora surgida de la imaginación para aceptar la idea de la vida en el exilio, es reemplazada por Sandra, la mujer real, mediadora en el descubrimiento de sí mismo. Después del encuentro verdadero con Sandra, Nieves desaparece del relato y sólo es evocada como proyecto literario o juego de la escritura en el último capítulo de la novela.

«Cadenza» constituye el único segmento narrativo donde se reencuentran algunos de los temas desarrollados por Moyano desde sus primeros cuentos: la relación padre-hijo, las fronteras imprecisas que separan la inocencia de la culpa, la huida milagrosa de un pasado de miseria y dolor vivido en el medio familiar («[...] porque el albañil borracho era su padre y él se le parece, apenas un violín y un par de libros mal leídos lo separan milagrosamente de esos espasmos de la miseria», p. 202). Esos temas corresponden en la narrativa de Moyano a la búsqueda de la identidad individual característica de la primera etapa de la obra, pero en «Cadenza» aparece también la preocupación por la identidad colectiva que ha comenzado a plantearse en la novela desde el capítulo VII.

En el diálogo originado por la pregunta del timonel: «¿De dónde proceden los rioplatenses?» se sugieren diversas respuestas lógicas o mágicas. La discusión pone de manifiesto la situación peculiar de Uruguay y Argentina cuya población, por ser resultado de la inmigración europea del siglo XIX, no puede reivindicar lazos históricos con ninguno de los tres grandes imperios precolombinos. En esa polémica sobre la identidad de los rioplatenses -pretexto además para una crítica del chauvinismo argentino, nutrido de victorias deportivas o de teorías científicas erróneas- la intervención de Rolando y sus opiniones sobre el tema no resultan individualizables a partir de las líneas del diálogo. Tres capítulos después, en «Cadenza», puede leerse la respuesta personal de Rolando:

Éstos no son temas para mí. Se trata de problemas que se cuecen en esa Europa que es Buenos Aires, y yo soy de La Rioja de allá. Somos medio pastoriles, medio folklóricos, nos gusta el canto y la guitarra, el vino y los buenos amigos, nos gusta podar la viña y recolectar la nuez y la aceituna, hondear en el monte, ir a pescar en Las Pirquitas en Catamarca, los festivales folklóricos, la cacharpaya. Somos los riojanitos que con el Chacho y Facundo y Felipe Varela fuimos derrotados en el siglo pasado y no queremos ni siquiera oír hablar de guerra. En diciembre hacemos pesebres para el niño Dios y cantamos el Tinkunaco, que como nadie sabe quiere decir encuentro. Año Nuevo pakari, Niño Jesús kanchari, Belencio, Belencio, Belén rosa sackchampi, Belén Belén Uactampi, somos religiosos y estamos muy lejos de picanas y vaginas ¿por qué entonces tanta crueldad para nosotros? ¿O es que quieren hacernos desaparecer como en el siglo pasado?


(p. 207)                


En una novela donde se insiste en recordar la aventura de los inmigrantes europeos radicados en Argentina y donde el narrador se dice descendiente de un extremeño, este texto que afirma la inscripción de Rolando en un contexto poseedor de su propia historia y de raíces distintas a las de la Argentina de la inmigración no puede ser comprendido sin tener en cuenta la evolución de la región del Noroeste y en particular de La Rioja, una de sus provincias.

A la llegada de los españoles, el territorio de lo que hoy es la provincia de La Rioja estaba habitado por los diaguitas, indios sedentarios agrupados en comunidades que trabajaban la tierra y habían logrado un desarrollo técnico y artesanal considerable. La lengua común era el cacán pero la penetración del impero Inca primero y la obra de los evangelizadores después, hicieron que desapareciera y fuera reemplazado por el quechua.

Pocos vestigios materiales quedan del pasado colonial de la ciudad de La Rioja fundada por Ramírez de Velasco en 1591. Sólo el templo de Santo Domingo resistió a los terremotos y a las guerras. Pero La Rioja ha conservado en cambio una rica tradición oral que sigue perpetuando los cuentos populares llegados con los españoles y una ceremonia que se repite todos los años el 31 de diciembre a mediodía; el Tinkunaco o Fiesta del Niño Alcalde. El Tinkunaco (encuentro) actual es el resultado de elementos heterogéneos: por una parte recuerda la rebelión de los indios de Pardecitas pacificada por la música del violín de San Francisco Solano y la conversión de los indios infieles lograda por San Nicolás de Bari y por otra, es el testimonio de la intención didáctica de los jesuitas que reunieron en un mismo rito los símbolos del poder civil y del poder religioso y de las tres razas que poblaron América.

La ceremonia consiste, como su nombre lo indica, en el encuentro de dos columnas de fieles: la de San Nicolás de Bari, el santo negro patrono de la ciudad, seguido por «conquistadores» que enarbolan estandartes de estilo español y la de la imagen rubia del Niño Jesús que es llevada por los allis, los «indios» buenos. El encuentro tiene lugar frente a la Casa de Gobierno y las dos columnas siguen juntas su camino hasta la catedral. La procesión es ritmada por los ayllis, himnos a la gloria de Jesús. Las palabras de esos himnos -Moyano cita algunos fragmentos- son repetidas hoy mecánicamente puesto que el dialecto quechua del que parecen provenir ya no se habla en la región.

Con el estallido de las guerras civiles entre unitarios y federales, La Rioja pasó a ocupar un lugar importante en la historia argentina. La caballería gaucha -la montonera- que había luchado contra los españoles, defendió a partir de ese momento los intereses regionales amenazados por el centralismo porteño. Tres caudillos fueron sus jefes: Juan Facundo Quiroga, Ángel Vicente Peñaloza y Felipe Varela. Los tres vivieron en los Llanos, en la región Este de La Rioja, en la que grandes llanuras son atravesadas de Norte a Sur por tres cadenas montañosas. Los caudillos y sus hombres, los llanistos, supieron sacar partido de esa alternancia de sierras y llanuras para su tácita de combate que consistía en ataques y repliegues rápidos por medio de formaciones irregulares que desconcertaban al enemigo.

El primero de los tres caudillos fue el más prestigioso y el más temido. Sarmiento forjó la primera imagen literaria de Quiroga con Facundo, un libro del exilio, y muchos otros escritores siguieron sus huellas en el teatro, la poesía o la narrativa: David Peña, Ricardo Güiraldes, Leopoldo Lugones, Ricardo Molinari, Borges, Francisco Luis Bernárdez, entre los más conocidos.

Quiroga, el «tigre de los llanos», tomó las armas contra Buenos Aires inmediatamente después del Congreso Constituyente de 1826 y luchó hasta 1835, fecha en la que fue asesinado por caudillos rivales. Su joven lugarteniente Peñaloza se puso al frente de los llanistos. Éste es el caudillo que Moyano evoca más insistentemente en su novela tal vez porque fue el más modesto de los tres, el más querido por sus hombres y el que sufrió el castigo más severo. El Chacho mereció, y por buenas razones, el odio de las familias ricas de la región: los llanistos las agredían continuamente porque habían acaparado el agua de riego modificando el cauce de los escasos ríos y arroyos de la zona y perjudicaban a los campesinos de las tierras vecinas. El odio de los poderosos pudo expresarse en 1862. La patrulla que sorprendió a Peñaloza en Olta no se limitó a asesinarlo cuando el caudillo ya había entregado su cuchillo:

Luego hacen toda clase de vejaciones con su cadáver. Le cortan una oreja y se la mandan ensobrada a don Natal Luna, en La Rioja. Degüellan su cabeza y la clavan en una pica, en la plaza de Olta. Hasta hace poco, decían los viejos de la región que Olta sería desgraciada hasta donde llegara «el fedor» de la cabeza del Chacho13.


Felipe Varela tomó el lugar de Peñaloza y cerró en 1868 el ciclo de las rebeliones de La Rioja con una aventura insensata pero colorida que ha dejado profundas huellas en el cancionero popular. A partir de ese momento la provincia entró en el olvido y la pobreza extrema pero los tres caudillos siguieron viviendo en la memoria colectiva a través del folklore regional y a pesar de los ataques de la historiografía liberal proveedora de manuales de Historia que los presentaban sólo como frutos de la barbarie del interior.

Después de 1868, la política regional se plegó a las exigencias del gobierno central que en virtud del artículo sexto de la Constitución podía intervenir el gobierno de la provincia para restablecer el orden y proteger las instituciones. En ciento dieciocho años La Rioja fue intervenida treinta seis veces por las autoridades nacionales, civiles o militares14.

Hasta 1895, la ciudad de La Rioja fue la única capital de provincia que no estaba comunicada con Buenos Aires por una línea ferroviaria, pero su madera había sido utilizada en la construcción de vías férreas para otras provincias. La tala agravó el problema de la sequía y originó la partida de muchos agricultores y cuando el ferrocarril estuvo instalado, la provincia se encontró con los mismos problemas de sus hermanas del Noroeste: ya que todas las líneas llevaban a Buenos Aires, había que pasar obligatoriamente por la capital para comercializar los productos regionales en otros lugares de Argentina. Las enormes distancias y la multiplicación de los fletes encarecían hasta tal punto los productos del artesanado regional que estos no pudieron competir con los productos importados. Algunos telares continuaron sin embargo recordando la promesa que Facundo Quiroga había hecho a sus llanistos: ellos no usarían nunca ponchos tejidos en Manchester.

A las enormes diferencias económicas que comenzaban a separar el Noroeste de las regiones de la pampa húmeda, se sumó la diferencia de evolución cultural. La ola inmigratoria de los años 1869-1914 cubrió de manera muy irregular el territorio argentino: el 33% de los inmigrantes se radicó en la ciudad de Buenos Aires, 29% en Santa Fe y prácticamente todo el resto en Córdoba y Mendoza. En 1914, sólo vivía en La Rioja un 0,1% del total de extranjeros radicados en Argentina, ínfimo porcentaje que sólo igualaron Catamarca, otra provincia del Noroeste, y Tierra del Fuego15.

Los cambios de sociedad provocados por la integración de la masa de inmigrantes instalados a lo largo y a lo ancho de la pampa que cantó Lugones en la Oda a los ganados y las mieses, la misma que originó y afirmó el poder de la oligarquía latifundista, dieron nacimiento a una nueva cultura producto del intercambio entre los dos tipos de población que habían entrado en contacto. Buenos Aires vivía una transformación que ha quedado documentada en la literatura y en la música. La lengua evolucionaba siguiendo el ritmo de la nueva sociedad e incorporaba palabras de otras lenguas, lo que no era el caso del español hablado en las provincias alejadas de la costa atlántica. El guaraní continuó sobreviviendo en el Noreste y el quechua en algunas provincias del Noroeste, fundamentalmente en Santiago del Estero.

El desarrollo industrial de los años treinta y cuarenta se concretó en la zona de la pampa húmeda porque allí se encontraba la infraestructura necesaria para la implantación de las nuevas industrias. A partir de ese momento, La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero, Chaco y Corrientes, todas provincias norteñas, se convirtieron en proveedoras de mano de obra barata para los centros industriales. Una población joven huía de la miseria, el hambre y las enfermedades endémicas de su medio rural y se dirigía hacia las ciudades más prósperas donde cambiaba la pobreza del campo por el hacinamiento en los barrios insalubres. En 1914 el 42% de la población vivía en el campo. En 1948, el 74% en las ciudades16.

En los años posteriores, la situación de esas provincias siguió siendo la misma. El éxodo rural pobló de Comalas desiertas y fantasmales buena parte del Noroeste argentino. Sus tradiciones se perdieron o se convirtieron en un exotismo para el turista venido de la Argentina moderna. Algunas sobrevivieron -el Tinkunaco es un buen ejemplo- y testimonian el pasado de la otra Argentina, ésa que no pudo responder a las exigencias del mercado internacional del siglo XIX.

Hacia la Argentina de los vencidos y olvidados de La Rioja se vuelve Rolando en «Cadenza». Después de la constatación de la impotencia del hombre y del escritor frente a la violencia y a la represión, la evocación de la provincia es un regreso al seno materno, al recuerdo de una vida llena de costumbres simples y compartidas lejos de la agitación política de las regiones más desarrolladas. Desde la perspectiva del exilio, el terruño es idealizado y la inocencia y la voluntad de paz, la cultura y las tradiciones que aseguran la supervivencia del pasado indio de La Rioja constituyen un recuerdo protector en la inseguridad del presente. Pero al mismo tiempo, la alusión a las luchas del siglo XIX establece un paralelo entre el destino de los riojanos víctimas de la Junta militar y el de sus ancestros víctimas también de un ejército enviado por el poder central.

El hecho de que la voz de Rolando no sea individualizable en el diálogo del capítulo VII, encuentra una explicación en «Cadenza». El personaje ha respondido indirectamente a la pregunta del timonel desde el comienzo de la novela. Las palabras «argentino» y «Argentina» son escasísimas en el texto. El narrador emplea el gentilicio rioplatense o habla del Cono Sur cuando se refiere a los orígenes de los viajeros pero su discurso toma una vibración particular cada vez que evoca un aspecto del pasado o del presente de la patria chica. César Fernández Moreno ha resumido muy bien la situación del exiliado que fluctúa entre la idealización de la patria y la sospecha de que esa tierra no le pertenece porque es la patria de los que provocaron el destierro:

Et si «eux» les vainqueurs, formaient, étaient la véritable Argentine? Si nous, les vaincus, n'étions qu'un ramassis d'amants rêveurs éconduits par notre Argentine bien-aimée en raison de ce qu'elle est réellement, c'est-à-dire quelque chose de fondamentalement différent de ce que nous croyions? N'aime-t-elle pas les autres, les vainqueurs, non seulement parce qu'ils le sont, mais encore en raison des conditions qui sont les leurs et qui les menèrent à la victoire?17


Rolando resuelve el conflicto volviéndose hacia la patria chica ya que la región es el resultado de una política que la ignoró y la empobreció dejándola al margen de la evolución de la Argentina modelada por la oligarquía y sus aliados militares. Para él la Argentina de los vencedores es siempre la misma y la otra, la de los vencidos, humillada y aislada a lo largo de la historia, puede seguir siendo la patria verdadera porque representa la tierra donde todos, los hombres de ayer y los de hoy, los que se quedaron y los que partieron, forman parte del pueblo del exilio.

Cuando el nieto del inmigrante extremeño dice «soy riojano» y expresa su adhesión a los rasgos distintivos de la cultura regional, deja de ser hombre-barco («como niño probeta» dice el narrador) y puede conectarse con un pasado anterior, el del crisol cultural del mestizaje, común a todo el continente. Por la pequeña puerta de la patria chica se puede entrar en América Latina, la patria Grande.




In memoriam

En el capítulo que acabamos de analizar se encuentra el fin de la historia de Rolando, el protagonista de su propio relato, convertido en escritor e instalado en Madrid. Sobre el destino de los otros personajes el narrador no avanza ninguna información. Todos se separan en el capítulo XV que desde el título «¿Fin?» anuncia por un lado el intento de evitar la última ruptura, la del autor con la obra terminada, y por otro, deja planteado el interrogante sobre el regreso de los exiliados.

Una de las características constantes de la obra de Moyano es la búsqueda y la afirmación de valores. En nuestra novela, el autor no encierra a su narrador en la constatación de la inutilidad de la escritura o en el callejón sin salida del autodesprecio. Dos de los capítulos de la segunda parte, afirman indirectamente el sentido último de ese encuentro consigo mismo que ha tenido lugar en «Cadenza»: el grupo de amigos resuelve y logra después de muchos esfuerzos y fracasos, contar una historia que rescata la luz de un faro. Narrar -y, sobre todo, narrar para ayudar a vivir, porque el destinatario del cuento es el padre de un desaparecido- constituye entonces, la actividad principal de los personajes en los capítulos XII y XIV y su éxito implica otro final posible para la historia de Rolando y su encuentro con la escritura.

La segunda parte de la novela desarrolla un tema que ha sido anunciado desde el comienzo y que reaparece periódicamente en la narración. Es el tema de los desaparecidos durante los años de la dictadura militar argentina que institucionalizó un método represivo hasta entonces desconocido en el país.

Julio Cortázar hablaba de esos miles de desaparecidos llamándolos el «pueblo de las sombras» y calificaba de diabólica una realidad que por su horror le parecía irreductible a los esquemas racionales. Frente a las esperanzas de los que mucho tiempo después del secuestro de un ser querido esperaban todavía encontrarlo con vida, el escritor argentino decía en enero de 1981:

Un diálogo real y fraguado entre el infierno y la tierra es el único alimento de esa esperanza que no quiere admitir lo que tantas evidencias negativas le están dando desde hace meses, desde hace años. Y si toda muerte humana entraña una ausencia irrevocable ¿qué decir de esta ausencia que se sigue dando como presencia abstracta, como la obstinada negación de la ausencia final? Ese círculo faltaba en el infierno dantesco y los supuestos gobernantes de mi país, entre otros, se han encargado de la siniestra manera de crearlo18.



La presencia-ausencia de los desaparecidos es una sombra que se instala en Libro de navíos y borrascas desde la primera página. Cuando Rolando establece su contrato narrativo con el lector, le advierte que su historia no se ocupará solamente de un viaje sino también de fantasmas. La palabra «aparecidos», utilizada para designar un tipo de cuento popular del campo argentino que relata el encuentro de una persona con un «alma en pena» -el fantasma de alguien atormentado por el rencor o víctima de una injusticia que no ha sido reparada- introduce su opuesto «desaparecidos» con su referente extraliterario. Pero antes, el narrador ya ha descrito los retratos ovales de los marineros desaparecidos en alta mar que recuperan a la luz del fuego «un vacilante resplandor de vida» (p. 9). Las imágenes contrapuestas de la caída y del impulso que lleva a lo alto del faro, de la luz y las sombras, aparecen entonces desde el comienzo de la novela para plantear y desarrollar el tema de los desaparecidos y se intensifican en los capítulos XII y XIV. El miedo reflejado en los ojos del guardafaro amplía la imagen precedente y la sitúa en un presente donde el peligro de la desaparición en medio de la tormenta existe todavía. Debemos recordar que Moyano comenzó la redacción de la novela en 1981, es decir en momentos en que las denuncias de desaparición de personas seguían llegando a los organismos internacionales de defensa de los derechos humanos y a los gobiernos extranjeros.

Con el personaje del Flaco aparece la primera referencia directa al problema. El narrador aporta progresivamente informaciones sobre el personaje y éstas corresponden a algunos casos típicos de desaparición de personas y a los trámites infructuosos que se emprendían para encontrarlas: primero el Flaco ha sido encarcelado, luego «trasladado» -el eufemismo «traslado» era usado por las fuerzas de seguridad para significar eliminación o muerte a consecuencia de la tortura; Ruibal ha interpuesto un recurso de habeas corpus, sin obtener ningún resultado- ya que las autoridades militares pretendían ignorar el secuestro, el recurso de habeas corpus era sólo una formalidad destinada a alimentar las esperanzas de la familia. «Arabesco para Fede», en el último capítulo, completa la historia del personaje y establece los nexos entre la historia del hijo nacido para una guitarra y la del instrumento musical de «La volvedora».

El narrador se demora en la palabra «desaparecido». Mar-palabra, dice, porque es inabarcable, pertenece a un código desconocido y fluctúa entre la vida y la muerte que tienen lenguajes diferentes. En una novela donde encontrar nuevos nombres, inventarlos, embellecerlos y corregirlos para que puedan ser puentes verdaderos, «desaparecido» es la palabra que no puede ser salvavida, que no flotará después del naufragio porque no es más que oscuridad o abismo y de ahí la necesidad de la luz del faro para redefinirla y hacerla comprensible.

La reflexión sobre el tema reaparece en el capítulo XIII, consagrado al encuentro del Cristóforo Colombo con El colibrí, el barquito frágil de los derechos humanos vigilado por los periscopios de los navíos de guerra. Contardi es en este capítulo el portavoz del discurso del autor. Vamos a demorarnos en la figura de Contardi porque detrás del personaje se esconde un homenaje a Haroldo Conti, uno de los escritores desaparecidos durante la represión que fue amigo personal de Moyano.

La doble naturaleza de la novela, escindida entre la alegoría y el testimonio hace que la evocación de Conti se presente de dos maneras diferentes. Aparece mencionado directamente en «Cadenza» junto a otros dos escritores muertos en los años 70, Francisco Urondo y Rodolfo Walsh y, de manera velada, su figura sigue la línea del relato desde el primer capítulo hasta el epílogo. Para descubrir esas alusiones indirectas, es necesario tener en cuenta algunos aspectos de la vida y de la obra de Conti así como el artículo que Moyano le dedicó en 1980.

En muchos sentidos, la obra de Conti puede emparentarse con la de Moyano: la misma ternura nostálgica para recrear el mundo de la infancia, la elección de personajes que habitan en pequeños pueblos suspendidos en el tiempo, el pasado familiar que vuelve como un álbum de fotos amarillentas, el lirismo alternando con lo grotesco, la importancia atribuida a la función liberadora de la imaginación. Existe sin embargo una diferencia fundamental entre los dos narradores: los personajes de Moyano buscan siempre raíces en la tierra -las manos del timonel lo expresan elocuentemente- incluso cuando la imaginación los impulsa a ascender para alejarse de ella. Los de Conti tienen en cambio necesidad de desplazarse. La vida errante es su manera de estar en el mundo, tal vez porque el autor la conoció desde la infancia y ya adulto, la buscó sin cesar en actividades y oficios diferentes, en la aviación y en la navegación, que fue una de sus pasiones más constantes. De los viajes en su propio barco por el Delta del Paraná y a lo largo de las costas uruguayas han surgido personajes y aventuras que entraron en sus cuentos y novelas alternado con los seres del recuerdo de su pueblo de Chacabuco: Sudeste, En vida, Mascaró, el cazador americano, Balada del álamo Carolina.

En 1971 se inicia una etapa decisiva en la vida de Conti. Ese año hace su primer viaje a Cuba para ser jurado del premio Casa de las Américas. A partir de ese momento no ocultará su adhesión al socialismo. Un año después, rechaza la beca Guggenheim en una carta de tono abiertamiento antiimperialista que es dada a conocer por diarios y revistas.

El optimismo y los sueños de la juventud argentina en la etapa previa a las elecciones de 1973 se reflejan en Mascaró, el cazador americano, escrita ese mismo año. La aventura del Príncipe Patagón, prodigio de la imaginación capaz de dar una nueva vida a los pueblitos polvorientos de las zonas marginales del país, no hubiera podido nacer en otro momento de la historia contemporánea argentina. Mascaró es la única novela de Conti en la que los personajes miran con fe hacia el futuro y están dispuestos a explorar otros caminos a pesar de la amenaza de los «rurales», los gendarmes contra los que lucha Mascaró. Algunos pueblos de La Rioja aparecen en la novela, recreados a partir de una perspectiva que busca lo real maravilloso y que metamorfosea la apatía y la pobreza en una fiesta del humor y de la esperanza.

En 1975, Conti comienza a escribir los cuentos de Balada del álamo Carolina publicados después de su muerte. Un grupo armado lo secuestra en 1976 y no reaparece jamás a pesar de las numerosas peticiones presentadas por organismos internacionales, gobiernos extranjeros y personalidades del mundo de las Letras. El presidente Videla declara en 1980 ante periodistas españoles que Conti ha muerto sin dar detalles sobre la fecha y el lugar de su deceso19.

Libro de navíos y borrascas recuerda a Conti a través del pintor Contardi y de Haroldo, su hijo desaparecido. El apellido inventado por Moyano contiene el nombre Conti pero la modificación introducida sitúa el verbo «contar» al comienzo de la palabra. Nombre entonces, para contar de otra manera, lo que le sucedió al Haroldo de la vida real y recordar su obra.

El pasaje de la novela en el que Rolando busca por el barco al hijo desaparecido de Contardi (pp. 83-86) reúne recuerdos personales de Moyano y elementos provenientes de la obra de Conti. La «vieja cocina Carelli de tres hornallas fabricada en Venado Tuerto», «las hojas más altas del álamo Carolina», «Chacabuco» -el pueblo de Conti y de algunas de sus narraciones-, el fragmento «y a lo mejor andaba en la luz» que parafrasea el título de uno de sus cuentos: «Mi madre andaba en la luz», reaparecen -y el verbo tiene aquí nuevas connotaciones- en el discurso de Rolando y en un texto que juega con las luces y las sombras, donde el penacho del álamo se vuelve un faro en medio de la pampa y la imagen del vuelo fracasado y de la caída funden en un solo personaje al Flaco y al hijo de Contardi. El barco se ha transformado en una cárcel y Moyano utiliza las expresiones sala de cirugía y tratamientos intensivos para designar el lugar de la tortura.

La modificación del nombre Haroldo, que se transforma en Faroldo a fuerza de ser repetido, forma parte de los recuerdos de Moyano:

Haroldo llega a La Rioja integrando una delegación de escritores que publicaban en el Centro Editor de América Latina: Alberto Vanasco, Bernardo Verbitsky, entre otros. Andaban difundiendo literatura por el interior. Más libros para más, dice el eslogan. Haroldo se instala en mi casa y todavía no ha acabado de abrir las valijas cuando ya está preguntando adónde se pueden conseguir faroles antiguos. Mi hijo que tiene algo así como ocho años, le pregunta por qué en vez de llamarse Haroldo no se llama Faroldo20.



La imagen del faro identificada en el capítulo III con el resplandor del penacho del álamo Carolina establece un nexo entre la última novela de Conti, Mascaró, el cazador americano, y su libro póstumo. Oreste, protagonista de Mascaró, hace como Rolando su aprendizaje en el transcurso de un viaje que lo lleva de Arenales, un pequeño puerto marítimo, a los pueblecitos del desierto recorridos como miembro del circo Scarpa que terminará por disolverse después de una gira delirante. Al comienzo de la novela, cuando Oreste llega a Arenales, la imagen de un faro aparece en varias ocasiones y hacia el final, otro faro, esta vez el de Palmares anuncia el fin del itinerario tomando así una nueva significación. Capturado por los rurales, Oreste es torturado y después declarado loco. Cuando recobra la libertad, ya ha elegido su destino: se reunirá con los tres tripulantes de El mañana para presentar batalla a los opresores. Entre cada sesión de tortura, Oreste sueña con ese barco, imagen del futuro, y con el faro que ilumina su rumbo:

Las altas velas relumbran en el horizonte y Oreste se sofoca ante tanta imponencia, blanca espesura sobre el llano mar en firme rumbo. Trepa corriendo a un médano antes de que aquel enorme pájaro se sumerja en los confines. Pero aunque vuelva la cabeza a cada paso para no perderlo de vista cuando llega a la punta ha desaparecido. El faro comienza a destellar21.



Las historias inventadas por Rolando y sus amigos responden a un deseo de Contardi: los desaparecidos no están completamente en la muerte, han quedado suspendidos entre la vida y la muerte, entre la presencia y la ausencia. Para que puedan salir de la oscuridad y decir adiós hay que ponerles la luz de un faro al alcance de la mano y esa luz significa, si pensamos en el contexto histórico, la verdad sobre el paradero de los desaparecidos, la confirmación de su muerte.

El primer relato -el del capítulo XII- queda encallado en la impotencia. El capítulo XIV contiene dos relatos incluidos en el principal: el primero encuentra un desenlace convencional y feliz porque el viejito guardafaro recupera a su hija y la luz del faro sigue brillando. En el segundo, dictado por Rolando, el guardafaro desaparece después del enfrentamiento de algunos jóvenes rebeldes con sus perseguidores. Detrás de la alegoría aparece el drama de los argentinos secuestrados y asesinados con el pretexto de que habían tenido contactos, incluso involuntarios, con la guerrilla. Los pensamientos del viejo traducen la confusión de los que asisten a una guerra sin creer en las soluciones aportadas por las armas y la alusión a la polémica de los sectores progresistas argentinos en el período anterior y posterior al golpe de Estado de 1976, resulta evidente.

El desenlace del cuento de Rolando se opone al del primer relato porque el guardafaro no podrá nunca regresar a reunirse con los suyos. Pero la luz del faro no se apagará ya que otros han tomado el lugar del ausente. Al recuperar lo que daba sentido a la existencia del guardafaro, lo que era la expresión de su responsabilidad social, se perpetúa su memoria, se afirma el valor de la vida que continúa. El faro de Moyano concreta una esperanza y comparado con el de Conti, establece la diferencia entre dos momentos de la vida del país. El faro de Mascaró acompañaba la aventura del barco de Oreste y, por lo tanto, la de la rebelión. El de Moyano se erige frente a la muerte para salvar la memoria y la esperanza. El final del cuento se proyecta sobre la novela como una respuesta al escepticismo y al sentimiento de fracaso expresado en «Cadenza». De la escritura, de su combate diario y difícil, puede nacer ese faro que no se apaga nunca.






Artículos sobre la obra de Moyano

  • Agosti, Héctor Pablo, «Las iluminaciones de Daniel Moyano», en La milicia literaria, Buenos Aires, Sílaba, 1969, pp. 167-170.
  • Avellaneda, Andrés, «Encuentro, pérdida y búsqueda en los cuentos de Daniel Moyano», Hispamérica, n.º 3, 1973, pp. 25-38.
  • Barufaldi, Rogelio, «Los mitos narrativos de Daniel Moyano», en R. Barufaldi et al., Moyano, Di Benedetto, Cortázar, Santa fe, Colmegna, 1968, pp. 7-33.
  • Bonnardel, Sara, «"Al otro lado de la calle, en el tiempo" o la secreta voz de la poesía», Revista de Literaturas Modernas, n.º 12, 1973, pp. 63-74.
  • Carranza, José María, «El fuego interrumpido, de Daniel Moyano», Revista Iberoamericana, n.º 86, 1974, pp. 129-134.
  • Clinton, Stephen, «Daniel Moyano: the search for values in contemporary Argentina», Kentucky Romance Quarterly, n.º 25, 1978, pp. 165-175.
  • Colautti, Sergio, «La cuentística de Daniel Moyano: la salvación negada», La voz del interior, 5 de junio de 1988.
  • Gilio, María Ester, «Daniel Moyano: la música que brota de la tierra», Crisis, n.º 22, 1975, pp. 40-44.
  • Gramuglio, María Teresa, «Temas y variaciones en la narrativa de Daniel Moyano», Punto de vista, n.º 5, agosto-octubre de 1982, pp. 22-24.
  • Lagmanovich, David, «Daniel Moyano», en La literatura del noroeste, Rosario, Biblioteca, 1974, pp. 162-168.
  • Mamonde, Carlos Hugo, «Moyano: una literatura como ética», Pueblo, 11 de junio de 1982.
  • Prieto, Adolfo, «Daniel Moyano, una literatura de la expatriación», Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 416, febrero de 1985, pp. 189-195.
  • Roa Bastos, Augusto, «El realismo profundo de Daniel Moyano», en Daniel Moyano, La lombriz, Buenos Aires, Nueve 64, 1964, pp. 7-14.
  • Romano, Eduardo, «Daniel Moyano o las vicisitudes de una identidad», Crear en la cultura nacional, n.º 12, enero-marzo de 1983, pp. 38-43.
  • Ternavasio, Ángela, «Peronismo y narrativa: Una luz muy lejana de Daniel Moyano», El diario, 4 de septiembre de 1969, p. 14.


 
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