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ArribaAbajoCapítulo dos

La sátira y el discurso oficial


Mi aproximación a la obra de Mateo Rosas de Oquendo y Juan del Valle y Caviedes como textos heteroglósicos -algo que anunciaba en la introducción- me permite pensar en sus sátiras, género tan elusivo de clasificaciones o definiciones, como una suerte de registro cultural en el cual se hallan depositadas y a la vez examinadas críticamente algunas de las prácticas discursivas que componían los contextos ideológicos en los cuales vivieron y escribieron los dos autores, prácticas discursivas tanto de índole oficial como marginadas y censuradas. Cabe reiterar, sin embargo, que mi aproximación no pretende privilegiar el género satírico, o a sus autores, como portadores de un conocimiento superior u objetivo. Por el contrario, como veremos más adelante, si bien la crítica llevada a cabo en esta poesía a primera vista pareciera expresar una verdad moralmente superior, sobre todo en sus momentos más execratorios, los textos entregan contradicciones que neutralizan la posibilidad de pensarlos como entidades inequívocas y con tendencias éticas directas y claras.

En su entronque con la tradición literaria europea, en estos registros de Rosas de Oquendo y Valle y Caviedes entran como objeto de sátira, sobre todo paródica, discursos tanto literarios como burocráticos, que -se ha sugerido- acudían indirectamente hacia el mantenimiento de control deseado por el sistema colonial español. Entre estas formas se destaca, por ejemplo, el poema épico, con su reconocida exaltación de los valores e identidad castizos asociados con la conquista, elementos homogeneizantes que son neutralizados por el mundo complejo y multifacético que ofrece la sátira. Según Elizabeth Davis (2000), por ejemplo, la épica generaba una suerte de mitología hacia la legitimación del proyecto imperial español, opinión que recuerda algunas ideas de, entre otros, Maxime Chevalier, para quien el éxito de la épica culta se relacionaba con «el empuje del nacionalismo español». Este, «alimentado en los triunfos europeos de Carlos V y la conquista de América, engendra[ba] una serie de representaciones grandiosas, familiares a los hispanistas: la visión providencialista de España como pueblo elegido por Dios, el concepto de la lengua española como lengua del Imperio» (Chevalier 1976: 111).

La parodia también recae sobre tipos discursivos que ejercían una función práctica en el mantenimiento de la maquinaria política del virreinato como, entre otros, memoriales, cartas de relación y documentos notariales. Cabe notar que, para el caso de la colonia, tales parodias adquieren un sentido especial ya que se encaran con el ejercicio de una burocracia que se percibía como cada vez más problemática y poco viable para el habitante del virreinato. Según J. H. Eliott, por ejemplo42,

«[...] pluma, tinta y papel eran los instrumentos con los que la corona española respondía a los retos sin precedentes de la distancia implícitos en la posesión de un imperio de dimensiones mundiales [...] Muy pocos de los miembros letrados del Consejo [de Indias] parece que tuvieran alguna experiencia americana; sólo 7 a lo largo de 200 años ocuparon cargos en una de las audiencias americanas antes de su promoción al Consejo. La mayor parte de ellos habían pasado sus carreras en puestos judiciales o fiscales en la misma península, e inevitablemente tendían a ver los problemas de Indias a través del prisma de su experiencia peninsular. Su formación y perspectiva eran legalistas; su pensamiento se expresaba en términos de precedentes, de derechos y de estatus; y se veían a sí mismos como los sublimes guardianes de la autoridad real. Esto condujo a un gobierno cuidadoso más que imaginativo, más inclinado a regular que a innovar».


(Bethell 1990: vol. 2, 6-7)                


José Luis Romero también reconoce el complicado tejido burocrático de los virreinatos. Nos dice que «el gobierno colonial no podía sino ser pesado, a causa de la lejanía de la metrópolis, de la singular burocracia que predominaba en ella y, sobre todo, de la complejidad de los problemas que cada día le planteaba el gobierno central en cada rincón del mundo colonial», y añade que «los funcionarios ejercían un extraño poder, porque sus actos estaban permanentemente vigilados por otros funcionarios, y nadie sabía cuál era el que gozaba del favor de la corona. Un mundo de papeles se revolvía entre intrigas y cabildos, y un mundo de personajes de diversa condición y catadura flotaba alrededor de virreyes, capitanes generales, oidores, obispos, corregidores» (Romero 1976: 70).

Una de las aproximaciones paródicas de la sátira hacia la burocracia, o el Estado, se relaciona precisamente con discursos épicos, históricos y otros relacionados directamente con el ejercicio del poder. Para el caso es interesante notar que ambos autores ostentan un deseo de enmarcar, o encuadernar sus obras manuscritas: un deseo de otorgarle a sus pliegos volátiles y transitorios un orden y organización asociados con la permanencia del tomo publicado o de la letra archivada, algo que, sugerimos, responde tanto a la parodia del libro como del archivo burocrático43. La Sátira de Rosas de Oquendo, al denunciar los males que supuestamente conformarían la Lima de 1598, lo hace como sermón oral dirigido a la plaza pública; pero, como veremos a continuación, es un sermón cuyo lenguaje popular, polisémico y jocoso, se halla enmarcado por registros de escritura asociados con el discurso épico o heroico. Para el caso de Valle y Caviedes es también notoria la intención de inscribir su registro «callejero» de la Lima de fines del siglo XVII dentro de los marcos de un libro. Su conjunto poético empieza con una parodia jocosa de los conocidos preliminares de los libros de la época, que tenían la función oficial de alabar y aprobar un texto para el consumo del público lector44.

Es, por otro lado, igualmente importante sugerir cierta diferencia entre los dos autores. La parodia de la escritura en Rosas de Oquendo toma lugar en un ambiente carnavalesco: se halla dispersa a lo largo de un sermón a la plaza pública antes de la Cuaresma, y sermón a través del cual el narrador se autorrepresenta en el mundo satirizado simultáneamente como actor y espectador de la Lima vituperada; y sus referentes críticos son constantemente relativizados por la risa del carnaval. En el caso de Valle y Caviedes, aunque sí se recurre a la oralidad, esta recibe menos atención que la crítica de prácticas escritúrales mucho más cercanas a la actividad burocrática o cortesana, como son las parodias de, entre otras, academias, memoriales, vejámenes o procesos judiciales. Tal diferencia se explica, como hemos sugerido, no solo por preferencias autoriales sino, también, por un cambio histórico-literario. La obra de Rosas de Oquendo mira más hacia la risa y lo grotesco popular de, por ejemplo, el Arcipreste de Llita, mientras que Valle y Caviedes se acerca más al carácter burlesco-literario de un Quevedo45.

Ahora, si bien la parodia de la escritura en estos autores se ve como medio por el cual se subvierte -o se critica- la escritura oficial del virreinato, tal práctica no deja de ser ya un aspecto importante, en general, del imaginario barroco peninsular y su escepticismo hacia las posibilidades del conocimiento y la expresión libresca. Como nos explica Fernando de la Flor, en esas épocas «se cancela la ilusión central que soporta el orden humanista; es decir, la confianza en los libros, en que ellos representan una verdad a conquistar sobre el mundo» (2002: 23). Y añade que:

«[...] se recordará la frase de Séneca: "Es locura envejecerse sobre los libros", y sobre estos y parecidos axiomas se liquida la fase ingenua del primer humanismo, vertebrado sobre la idea de que un conocer de las causas mediatas era, al fin, posible. Así, el ideal libresco y el principio de identificación mundo-lectura que él asume se desconstruyen virtualmente -mostrando lo que su utopización había acabado por ocultar- en esa novela de novelas y libro hispanísimo que es el Quijote».


(De la Flor 2002: 23)                


La idea de De la Flor ilumina ciertos aspectos del desengaño barroco, pero reiteramos que la parodia del libro en los autores virreinales, si bien concuerda con la desilusión general por la cual pasan las culturas hispánicas, a la vez conlleva un referente que tiene relación con el momento socio-político virreinal, sobre todo al notarse en sus obras satíricas un descrédito burlesco de las formaciones discursivas -y, por supuesto, culturales- que se percibían no solo como ineficaces para el orden colonial sino, también, como imposiciones de una ideología estatal46.

Repetimos, entonces, que la obra satírica de Rosas de Oquendo y Valle y Caviedes, con sus burlas y su polisemia, se inserta en la tradición literaria europea, pero a la vez se delata en ella una relación no de mera continuidad ni de ruptura con la metrópoli sino, más bien, de enrevesada y contradictoria trabazón, y cuyo sentido se descubre no solo en el ámbito de lo literario sino, también, en su relación con la compleja realidad histórica del virreinato.

Rosas de Oquendo, soldado conquistador y encomendero, observa de cerca las accidentadas situaciones sociales del Perú de fines del siglo XVI, y su Sátira deja oír los conocidos lamentos y quejas de conquistadores y sus descendientes ante lo que percibían como la usurpación de sus derechos por parte de un sistema burocrático y cortesano que favorecía a sus propios oficiales y a nuevos pretendientes, y que -decían- poco o nada habían tenido que ver con el verdadero proceso de descubrimiento y conquista. Ernesto de la Torre Villar, por ejemplo, en su edición de la Sumaria relación de Dorantes de Carranza advierte -en recuerdo de algunas palabras de Joaquín de Icazbalceta- que el autor (es decir, Dorantes de Carranza), descendiente de los primeros conquistadores de la Nueva España, con sus quejas era parte de un grupo que pretendía formar una especie de aristocracia que desdeñaba el comercio o el trabajo, y

«[...] faltándoles ya las encomiendas, se alampaban a los empleos con tal furia que no dejaban respirar a los virreyes y aun sofocaban a la corte con un diluvio de memoriales y relaciones de méritos. Para todo se creían aptos por su abolengo. Eran, en suma, una nube de vagos con humos de grandes señores que veían de reojo a los españoles llegados después de la conquista porque con mejor acuerdo se dedicaban a trabajar en el comercio o en la labor de la tierra. De su industria sacaban comodidades que los de alcurnia de conquistadores veían con envidia, y la desahogaban con morder despiadadamente a los que llaman advenedizos, aprovechando el lado ridículo de algunos embusteros arrogantes que llegaban contando maravillas de sus riquezas y linaje cuando de legua descubrían la burda tela de su baja y estrecha cuna. Así comenzaba desde temprano el odio entre españoles y criollos».


([c. 1602-1604] 1987: XXVII)                


Dorantes recoge en su crónica algunos versos de Rosas de Oquendo que se dirigen satíricamente a estos «advenedizos» y hacen eco de las quejas de los descendientes de conquistadores; pero habrá que ver que la Sátira, a la vez, expresa una crítica hacia ellos, algo que no recoge Dorantes y que más bien parece corresponder a las palabras poco elogiosas de De la Torre Villar arriba citadas. Tal ambivalencia responde -sugerimos- a la relativización carnavalesca del poema que se permite encabalgar las múltiples posiciones ideológicas que conformaban el contexto colonial peruano, algo que veremos más adelante.

Años más tarde, la obra del otro satírico que aquí abordamos, Valle y Caviedes, se sitúa en una Lima en la cual las preocupaciones por la conquista y la encomienda han dejado de tener la misma vigencia. Las encontradas relaciones de poder entre diversos grupos sociales, como criollos y peninsulares, sin embargo, continúan -y quizás con mayor complicación-, algo que también se expresa por medio de la parodia de discursos oficiales y en la construcción de subjetividades discontinuas y contradictorias.

Aunque la pesquisa autobiográfica no es mi intención en este libro, no estaría de más reconocer el hecho de que ambos autores tuvieron un conocimiento directo de las instituciones burocráticas de la Colonia y sus procedimientos. Para el caso de Rosas de Oquendo, además de lo ya visto acerca de su participación en la fundación de la ciudad de la Rioja y su nombramiento como Contador de la Hacienda Real, hay que recordar que la documentación, aunque escasa, lo muestra recurriendo al inevitable comercio notarial. En el capítulo uno mencionamos que Rosas había gestionado ante un escribano público un poder a nombre de Juan Ramírez de Velasco para que este último procurase la publicación de su Famatina (Cabrera 1917: 90-91); y luego, ante el mismo escribano, el poeta, entonces «vecino de Santiago del Estero», vendía todas las cosas de su encomienda en Canchanga y Camiquín (Cabrera 1917: 95-96).

Para el caso de Valle y Caviedes, la documentación notarial y jurídica presentada por Lohmann Villena en la edición de sus obras nos permite vislumbrar los altibajos del poeta en sus andanzas como comerciante y minero. Se le ve, por ejemplo, acudiendo al documento legal el 12 de setiembre de 1687 cuando «suscribe un pagaré [...] a cuenta de una deuda pendiente» (Valle y Caviedes 1990: 56); o también el 21 de julio de 1688, en el que el poeta «cede por la cantidad de 600 pesos a María Hurtado de Ribera un esclavo mulato» (1990: 56); o el 13 del mes siguiente, cuando el santiaguista Juan Tomás Panes le otorga a Valle un préstamo de 1.500 pesos (1990: 56). Curiosamente, en uno de los documentos que registran sus actividades -sin duda tratando de elevar su condición social- Valle y Caviedes se antepone el título de «Capitán» (1990: 56), hecho que ilustra la facilidad con que quizás se negociaban las posiciones sociales en el virreinato. En otros momentos, Valle y Caviedes se encamina por senderos aun menos honorables, como se colige, por ejemplo, de un temprano testamento (de 1683) en el cual, según nos muestra Lohmann Villena, el poeta «reconoce dos embaucamientos: uno al cajonero Manuel de Fontidueña, a quien había empeñado en seis pesos un mate guarnecido de plata, que en verdad era de inferior valor, y el segundo a otro comerciante, Pedro del Águila, cuya tienda se hallaba precisamente en la calle de la Peña horadada, a quien su prima Tomasa le había encargado pignorar una sortija de diamantes en 22 pesos, mientras que él había obtenido por esa alhaja 40 pesos, reteniendo la diferencia» (1990: 54). En fin, el roce con la burocracia y el denso entramado legal fue una experiencia reiterada e inevitable para ambos poetas, experiencia que sin duda contribuye hacia su tendenciosa parodia de la escritura y la práctica oficial.


ArribaAbajoRosas de Oquendo: lo culto y lo popular

La Sátira de Rosas, en parte por su filiación carnavalesca y por su predilección por el inclusionismo heteroglósico, incluye en su registro textual un número de tipos discursivos y referentes literarios. Entre ellos, por ejemplo, la épica, el sermón, el emblema, la carta de relación, el testamento, la confesión, el retrato, el entremés, el sueño-visión y la picaresca, discursos, algunos de los cuales, como veremos más adelante, le permiten al poema aunar una variedad de códigos culturales normalmente polarizados por la lógica tradicional, como -entre otros- la alabanza y la denigración, lo espiritual y lo corporal, la verdad y el engaño, lo culto y lo popular47. En una vena similar, el poema ostenta también cierta orientación miscelánea al entregar a su lector una variadísima gama de referencias a la vida cotidiana de la Lima colonial: sus paseos, sus vestidos, sus celebraciones, sus comidas, sus crímenes y sus pasiones; y es a la vez un texto heteroglósico cuyo lenguaje polisémico relativiza constantemente sus posibilidades referenciales, llevándolo así a los límites de la significación y a la penetración de espacios prohibidos por el lenguaje o discurso oficial48.

En la Sátira, más de trescientos cultismos se anudan a un sinfín de palabras y expresiones populares, y alusiones mitológicas conviven armoniosamente con Diego Gil, doña María, y doña Juana. La dualidad, sin embargo, va más allá del nivel léxico y adquiere una nota muy singular al enmarcar el romance satírico -y popular- con una estructura que se adhiere a modelos retóricos clásicos y a fórmulas prescritas por la poética para los géneros cultos. El carácter dual de la obra, bajo el cual su registro oral y popular se halla enmarcado por un discurso de orientación culta, nos recuerda el ya mencionado deseo paródico del libro; pero, como veremos más adelante, tal dualidad tendría también un suplemento ideológico especial al situarse en su contexto virreinal. Primero, hay que ver, entonces, esta voz o discurso retórico de orden culto que enmarca registros del habla popular.

En la Philosophía Antigua Poética del neo-aristotélico Alonso López Pinciano, de 1596, al tratarse el género épico, después de explicarse su «essencia», uno de los tres interlocutores que conforman el libro pregunta por la «cantidad» del género, es decir, su forma. Esto le lleva a Plugo a explicar que «la heroyca tiene, allende de las partes en que, como fábula, se divide, otras, las quales son dichas prólogo o proposición, inuocación y narración» (López Pinciano 1973: vol. 3, 181-182). De inmediato los interlocutores abordan la definición de estas tres partes. Hugo, siendo más devoto de Virgilio, dice que prefiere anteponer la proposición a la invocación. La primera de estas, en sus palabras, es «do propone el poeta lo q[ue] intenta tratar»; y la segunda, es decir, la invocación, «a do inuoca el socorro y ayuda para poder empeçar y acabar el inte[n]to». Finalmente, la narración sería «todo el resto del poema» (López Pinciano 1973: vol. 3, 181-182), y en ella pueden darse a veces, dice, otras invocaciones. Habría que añadir también que la retórica clásica, como la de Quintiliano, coloca inmediatamente después de la invocación una partitio o partición49.

Es notorio que si observamos el principio del poema satírico de Rosas de Oquendo hallamos, de acuerdo con las normas retóricas y poéticas, un exordio que ocupa sus primeros 119 versos. Se emplean allí, precisamente, las partes asignadas por la tradición para la especie heroica o épica: es decir, las ya mencionadas proposición, invocación y partición, y estas, como en muchos poemas épicos, entre ellos La Araucana de Ercilla y Os Lusiadas de Camões, con una elaboración de tópicos convencionales50. En la Sátira se escucha primero una proposición que anunciaría el contenido del poema («declaraciones graves / y descargos de conciencia» [vv. 2-3]), o «desengaños provechosos / de un experto navegante / que a las barrancas del mundo quiso el cielo que llegase» [vv. 69-62]). Para el caso de la invocación, la naturaleza de lo propuesto o anunciado como experiencia del narrador (lo que pasa en el Perú en 1598) escamotea la necesidad de una apelación convencional a las musas que solicita auxilio para poetizar. No obstante, sí se percibe, nuevamente como elemento paródico, una antiinvocación propia del tópico del fastidium («Dios ponga tiento en mi lengua / para que no se desmande» [vv. 93-94])51. Ahora, dada la extensión del poema, el exordio también finaliza con una partitio o enumeración sucinta de los variados asuntos que se van a tratar, acudiendo al tópico del mundo al revés, que servirá reiteradamente para denunciar la vida corrupta de la Lima virreinal:


¡Oh qué de cosas he visto,
si todas han de contarse,
en este mar de miserias
a do pretendo arrojarme!
¡Qué de casas hay cerradas
y sus dueños en la calle;
cuántos despiertos, dormidos,
cuántos duermen sin echarse;
cuántos sanos, en unciones,
cuántos gafos, sin curarse;
cuántos pobres visten seda,
cuántos ricos, cordellate[!]


(vv. 107-118)                


Las partes del exordio se sirven de los tópicos prescritos por la retórica clásica para mover al auditorio hacia el asunto tratado (attentum parare) o hacia la figura del poeta (benevolum parare)52 El primero de estos se halla en la proposición como una simple y llana petición («vengan a oír mis sermones / [...] / óiganme con atención» [vv. 51-55]), pero también como aviso del interés personal que el discurso puede tener para el auditorio («no habrá uno entre todos / a quien no le alcance parte» [vv. 45-46]), o también «en cada razón que pierden / pierden un amigo grande» (vv. 57-58). El lugar común de «traer cosas nunca antes dichas» se percibe como la gravedad e importancia del asunto:


han rompido las mentiras
la represa de verdades,
que no hay hombre que las diga,
ni quien las quiera de balde.


(vv. 97-100)53                


El poema también hace uso del tópico del deber de transmisión de conocimiento, aunque con un elemento de ambigüedad o inversión ya visto para la invocación:


Nueve años he callado,
tiempo será de que hable,
aunque el callar estas cosas
es el oro que más vale.


(vv. 87-90)54                


Para el caso del benevolum parare, la gravitación de la evidencia de lo narrado sobre la experiencia del satírico hace que estos tópicos sean de especial importancia. Significativamente, la ausencia de la convencional «falsa modestia» es marcada, nuevamente bajo una inversión paródica, por una suerte de autoencomio del narrador, aunque de controvertida formulación, al presentarse como figura capacitada de dotes poco convencionales: «vecino de Tucumán, / donde oí un curso de artes / y aprendí nigromancía» (vv. 7-9)55. De mayor alcance, en típico acuerdo con las fórmulas convencionales, es el uso de la conquestio en una autorrepresentación del hablante como víctima de la adversa fortuna:


Dióme [...] su cumbre,
y al tiempo del derribarme
dejóme sin bien ni bienes
ni amigos a quien quejarme.
Pasé por siglo de oro
al golfo de adversidades:
ayer cortesano ilustre,
hoy un pobre caminante.


(vv. 75-82)56                


Hasta ahora hemos visto, entonces, que el poema de Rosas de Oquendo, comúnmente estudiado solo como discurso popular, tiene un entronque, en su «cantidad», como diría el Pinciano, con el discurso épico y culto. Curiosamente, tal elaboración retórica también se da en la conclusión, que ocupa sus últimos 181 versos y que, quiero sugerir, muy posiblemente dialoga con La Araucana de Ercilla. Es interesante ver que la Sátira de Rosas, como el poema de Ercilla, al elaborar retóricamente la conclusión difiere de la norma generalmente seguida por el género épico57. En palabras de Ernst Curtius, por ejemplo, los preceptos retóricos de la peroración -a diferencia del exordio- «no eran aplicables a la poesía, como tampoco a la prosa no oratoria; de ahí que sean relativamente frecuentes las obras sin verdadera conclusión (como la Eneida) o las conclusiones bruscas» (Curtius 1955: vol. 1, 136)58.

De acuerdo con la prescripción retórica, en el poema de Rosas se observa primero la recapitulación, que resume las partes principales de la narración, luego la amplificación, cuyo uso de lugares comunes intenta mover al auditorio, y finalmente la conquestio (o conmiseración) que trata de disponer al auditorio a favor del hablante59. La recapitulación, que ocúpalos versos 1939-2020, significativamente asume el recuento de la narración en función de la experiencia y persona del narrador: su desengaño como testigo del mundo:


Yo alcanzo por experiencia
que no hay negocio durable
ni vínculo de amistad
que el tiempo no lo desate.


(vv. 1939-1942)                


Su arrepentimiento:


Yo del retablo del mundo
adoré la falsa imagen,
y aunque le di la rodilla
[...]
ya con las aguas del cielo
voy jabonando su almagre.


(vv. 1967-1972)                


Su papel de satírico, consejero y pregón de la verdad:


yo soy la cabeza ajena,
ejemplo de caminantes,
que por señas, en silencio,
da voces al ignorante.


(vv. 1959-1962)                


Y termina con una larga relación enumerativa de hechos y hazañas:


descubrí nuevos caminos,
expugné lo inexpugnable,
allané fuertes castillos,
gané seguras ciudades,
con balas de blanda cera
rompí muros de diamantes,
[...]
formé nubes en la tierra,
y edificios en el aire;
con amigos hice treguas,
y con enemigos paces.


(vv. 1991-2008)                


Esta última enumeración -hiperbólica y contradictoria- es rica en alusiones textuales: parodia la común «relación de méritos y servicios» de la literatura colonial y podría recordar, entre otras, la propia enumeración de La Araucana:


¡Cuántas tierras corrí, cuántas naciones
hacia el helado norte atravesando,
y en las bajas antárticas regiones
el antípoda ignoto conquistando!
Climas pasé, mudé constelaciones
golfos innavegables navegando.


(Ercilla 1993: XXXVII, 66)                


Luego, la amplificación (vv. 2021-2044) -cuyo uso en la conclusión es el de mover los afectos del auditorio- empieza con un apóstrofe que en típica autorreflexividad, vista también en la épica, marca la transición del discurso oral al escrito y anuncia el fin del sermón y término del texto: «Silencio pluma, callemos, / no pasemos adelante, / [...] / a buen tiempo te recojo» (vv. 2021-2031). De inmediato se toma el tópico o lugar común de lo «poco dicho por la amplitud del asunto»:


basta tocar estas cosas,
otro habrá que las acabe,
[...]
dejemos negocios grandes,
que son más para sentirse,
que no para publicarse.


(vv. 2025-2038)                


Aunque reconociendo que se trata de convenciones, este uso retórico nuevamente podría establecer un diálogo con algunos versos de La Araucana. Por ejemplo, en la conclusión de su penúltimo canto, a partir de la estrofa 46, también se escucha la queja del poeta erciliano por su impotencia ante la grandeza del asunto: «Para decir tan grande movimiento / y el estrépito bélico y ruido / es menester esfuerzo y nuevo aliento» (Ercilla 1993: XXXVI, 46). O, más adelante, en la conclusión del último canto:


¡Quién pudiera deciros tantas cosas,
como aquí se me van representando:
tanto rumor de trompas sonorosas,
tanto estandarte al viento tremolando [!]


(1993: XXXVII, 63)                


Asimismo, otro ejemplo que apela a la necesidad de suspender la narración y que nos recuerda lo ya visto en Rosas de Oquendo, lo de dejar «negocios grandes / que son más para sentirse / que no para publicarse», se halla en la estrofa 69 de ese canto de La Araucana: «Dejo por no cansaros y ser míos, / los inmensos trabajos padecidos, / la sed, hambre, calores y los fríos» (1993: XXXVII, 69).

Por otro lado, en posible diálogo no solo con Ercilla sino, quizás también, con Os Lusiadas de Camões, el poema de Rosas atenúa la usual demostración de torpeza o falsa modestia a favor de la frustración ante un público sordo, recalcándose la infeliz suerte del poeta y justificándose la suspensión del discurso:


¡Silencio pluma, callemos,
no pasemos adelante,
[...]
Basta tocar estas cosas,
otro habrá que las acabe,
aunque es hablar en desierto,
y echar sermones al aire,
que sólo pueden servir
de llamas en que te abrases [!]


(vv. 2026-2030)                


Esta alusión en la Sátira de Rosas de Oquendo al lugar común bíblico del vox clamantis in deserto (Mateo 3: 3) recuerda la conclusión de Os Lusiadas, en la cual leemos:


No mais, Musa, no mais, que a lyra tenho
destemperada, e a voz enrouquecida,
e nao do canto, mas de vêr que venho
cantar a gente surda e endurecida.


(1903: X, cxlv)                


Pero también recuerda algunos versos tópicos de la conclusión de Ercilla, en los cuales la figura del poeta, a la vez que alude a la grandeza del asunto relatado, se queja de su suerte, que le lleva a suspender el discurso:


Que el disfavor cobarde que me tiene
arrinconado en la miseria suma,
me suspende la mano y la detiene
haciéndome que pare aquí la pluma.
Así doy punto en esto pues conviene
para la grande innumerable suma
de vuestros hechos y altos pensamientos
otro ingenio, otra voz y otros acentos.


(1993: XXXVIII, 73)                


A continuación, la conquestio en Rosas de Oquendo (vv. 2045-2120) se presenta como un desengañado rechazo de la vanidad del mundo: «dejemos en paz la tierra, / no quiero pleitos con nadie, / pues ya me desencanté» (vv. 2047-2049), y también, en un sentido literal, como lamentación del narrador ante los infortunios acaecidos durante su estadía en el Perú. Así, en patético apóstrofe,


¡Oh tierra de confusión,
fuego del cielo te abrase,
ante Dios te pediré
diez años que me usurpaste,
y desta joya perdida,
tengo por paga bastante
el bien del conocimiento
y la gloria de dejarte!


(vv. 2057-2064)                


Finalmente, el poema vuelve a sugerir la inversión de los usos tradicionales. Si comúnmente, en su uso clásico, la identificación de la escritura con el viaje pedía en su final el tópico del vela trahere, como por ejemplo, Virgilio en su Geórgicas, el poema de Rosas, paródicamente, se cierra con el tópico del vela dare para despedirse simultáneamente del texto, del Perú y del mundo: «soltando al viento la vela, / diré Requiescat in pace» (vv. 2119-2120). Aquí, a diferencia del tópico épico, no se trata de un deseado arribo al puerto sino, más bien, de una salida al mar, en este caso el abandonar las tierras del Perú. Si volvemos nuevamente la mirada al poema de Ercilla, observamos que allí los pasos del poeta a lo largo de sus cantos también, muy típicamente, han recurrido a metáforas náuticas. Pero hacia el final del poema, a diferencia de lo visto en Rosas de Oquendo, el poeta de La Araucana expresa, bajo una tópica lamentación por el poco reconocimiento que ha recibido del rey, un deseo, aunque precario, de finalmente llegar a un puerto, aludiéndose más bien al vela trahere. Se lee en Ercilla:


Y pues del fin y término postrero
no puede andar muy lejos ya mi nave,
y el tímido y dudoso paradero
el más sabio piloto no le sabe.


(1993: XXXVIII, 74)60                


Regresando al poema de Rosas de Oquendo, allí, como en Ercilla, la metáfora náutica se acompaña de una común alusión a la muerte, pero en el poema satírico hay también una maldición o condena, en este caso dirigida al Perú, lugar que el poeta aborrece y que abandona. Es, nos ha dicho, una «tierra de confusión», a la cual, pide el poeta que el «fuego del cielo [...] [la] abrase». Recordemos los últimos versos en los que la metáfora náutica no se usa para expresar el deseo de llegar a puerto como metáfora del final de la vida, sino -a diferencia de Ercilla- para abandonar y condenar a muerte al Perú:


por principio de mi gusto
y por fin de mis pesares,
soltando al viento la vela,
diré Requiescat in pace.


(vv. 2117-2120)                


Habría que preguntarse ahora por el sentido ideológico que deviene del diálogo que el poema satírico establece con el género épico. Dejando de lado, por el momento, las posibles referencias a Ercilla o a otros poemas épicos específicos, es importante reiterar el carácter dual o híbrido de la Sátira de Rosas de Oquendo. Por un lado, vemos que su estructura o forma desborda la prescripción para el género satírico: recordemos que el Pinciano nos decía que el género no tenía «parte alguna ni principio ni fin: entra do se le antoja y comiença de adonde quiere, ex-abrupto, como dize el latino» (López Pinciano 1973: vol. 3, 240). Pero de más importancia es quizás sugerir que el enmarque del poema satírico, de alta elaboración retórica, nos lleva a pensar en un proceso de textualización que homologa, satíricamente, la invención poética con la realidad colonial. Es decir, el discurso u organización culta y oficial, con su cercanía al lenguaje del poder y control, enmarca o encierra los rumores y la risa crítica de la calle que recoge reiteradamente el sermón burlesco de Rosas de Oquendo. La coexistencia de lo culto y lo popular nos lleva a pensar en el carácter complejo y contradictorio de la realidad colonial, pero habría también que conjeturar que se trata de una referencia o postulación crítica hacia el carácter unívoco de los discursos o prácticas sociales asociadas con el poder, expresiones que -como las del poema épico- intentarían eludir o negar las complejas voces de la vida diaria.

Ahora bien, por otro lado, la filiación del exordio y conclusión del poema con la retórica clásica y con los géneros cultos nos podría llevar a imaginarnos -erróneamente- que la voz narrativa (o «la figura del poeta», para utilizar el término de Robert Durling) asume cierta presencia de estabilidad o autoridad. Este, sin embargo, no es el caso del poema. Su sermón a la plaza pública, de compleja y multifacética composición de voces, nos entrega una suerte de microcosmo caótico de la realidad virreinal, caos que se ejemplifica en las múltiples enumeraciones del mundo al revés en las cuales el narrador mismo se inscribirá:


¡Qué de casas hay cerradas
y sus dueños en la calle;
cuántos despiertos, dormidos,
cuántos duermen sin echarse;
cuántos sanos, en unciones,
cuántos gafos, sin curarse;
cuántos pobres visten seda,
cuántos ricos, cordellate;
cuántos ricos comen queso,
cuántos pobres cenan aves;
cuántos pobres se almidonan,
cuántos ricos, sin lavarse;
cuántos pies, sin escarpines,
y cuántas manos, con guantes!


(vv. 111-124)                


Reiteramos, entonces: en el poema de Rosas de Oquendo, el desenfado carnavalesco y popular bajo el cual se presenta la vida diaria de la Lima de 1598, algo que veremos luego en más detalle, se halla enmarcado o encuadernado por un discurso que hace suyo, si bien paródicamente, prácticas escritúrales asociadas con el ámbito culto de lo oficial y burocrático. Y es así un enmarque paródico que nos permite visualizar la compleja construcción política del virreinato en tensión entre el deseo de orden disciplinario y su constante desborde o desobediencia.




ArribaAbajoValle y Caviedes: la sátira y los libros

Muy a semejanza de su precursor Rosas de Oquendo, la obra satírica de Valle y Caviedes hace suya también una parodia de discursos que podríamos llamar oficiales y que igualmente respondían a las necesidades del orden y organización del sistema colonial. Su conjunto poético se presenta también como una suerte de registro cultural, a ratos con blancos tópicos muy semejantes a los de su antecesor, pero, como hemos dicho, con ciertas diferencias significativas. La poesía de Valle y Caviedes, aunque dispersa sin mayor organización en diez manuscritos, delata un deseo de ser compaginada en una suerte de volumen o encuadernación. Esto porque la mayoría de los códices se inician con nueve composiciones que parodian los conocidos preliminares que prologaban la publicación de un libro. Aunque no se podrá saber si completar un volumen fue un propósito real del poeta, es importante ver, a nuestro parecer, que en esos preliminares paródicos se anticipa cierta comprensión de su proyecto satírico en general, y que probablemente estos se hallaban en algún manuscrito original del poeta61. Recordando el enmarque ya visto en Rosas de Oquendo, no sería descabellado pensar en algo semejante para la obra de Valle y Caviedes: la guisa de encuadernación, como ya mencionamos, no solo anuncia que el «libro» ha de ser escrito por un «puntual coronista» (7, v. 123), sino que por su título también reclama una filiación paródica con el discurso heroico. El nombre de la obra viene siendo reconocido como «Diente del Parnaso», pero, como ha notado María Leticia Cáceres (1972: 357-358), esta rúbrica fue impuesta tardíamente por el doctor José Manuel Valdés. El título original habría sido el de «Guerra Física, Asañas de la Ygnorancia y Proesas Medicales». Como han sugerido Eduardo Hopkins Rodríguez, y luego Antonio Lorente Medina, este otro encabezamiento mostraría la intención de elaborar la sátira de la medicina peruana como una suerte de parodia del discurso heroico tradicional. Señala Hopkins que desde el principio se «alude a las intenciones "épicas" de Caviedes», y añade que los héroes invertidos en su obra serían, entre otros, la muerte, los médicos matadores, los boticarios, cómplices de médicos y los malos poetas (1975: 10). Aquí hallamos un punto de contacto con Rosas, pero es significativo también que, en sus parodias de los preliminares, la voz satírica de Valle y Caviedes anuncie que su deseo es el de ser un «puntual conmista», asociando su conjunto poético -y paródico- con la historia o crónica oficial. Se recuerda el género heroico, pero aquí enlazado también con la historia o la crónica, ambas reconocidas como medios de representar una visión oficial de la realidad colonial. Como en el caso de Rosas de Oquendo, se perfila un enmarque, aunque claro, paródico, que también encapsula la representación satírica de la vida cotidiana y la opinión pública, en este caso de la Lima de fines del siglo XVII.

En la parodia del libro hecha por Valle y Caviedes hay dos dedicatorias -una a la muerte y otra al esqueleto-, una aprobación, una tasa, una fe de erratas, una licencia, un privilegio de autor, un «parecer» redactado por la «anotomía» (anatomía) del hospital de San Andrés y un prólogo («a quien leyere este tratado»), preliminares burlescos en los cuales se detecta una reflexión metatextual, dirigida al lector, sobre la especie satírica de la obra62. Se anuncia que el narrador, como «puntual coronista», ha escrito un «cuerpo de libro» (7, v. 126). Tal identificación cuerpo-libro, curiosamente, se repite más adelante en el «parecer» de la obra, escrito por la anatomía o esqueleto del hospital de San Andrés, quien opina que el libro merece publicación ya que él, habiendo sido víctima de los médicos, se «mira» y se ve a sí mismo como «ejemplo de los mortales» (8, vv. 10-11). En esta opinión hay recuerdos de una imagen favorita del barroco, la de la vanitas, pero el vocablo «parecer» también significaba «semejanza de algo». Es decir, se trata a la vez de una metáfora para el libro: la «anatomía» se parece al libro. Y el vocablo «anatomía», además de «esqueleto disecado del cuerpo humano [...] que se emplea para fines didácticos» (RAE 1960-), significó también «análisis pormenorizado» (RAE 2001), y según RAE (1963) «disección o separación artificiosa de las partes del cuerpo humano, para que se conozca el oficio de cada una, y se curen con acierto las enfermedades», definición esta última que reitera la asociación anatomía-libro.

Más aún, en estos preliminares hay a la vez una relación entre la medicina y la sátira como cura de males sociales. En su prólogo paródico, la voz satírica nos dice que «más médico es mi Tratado / que ellos, pues si bien lo miras, / divierte, que es un remedio» (9, vv. 113-115)63. El nexo entre satírico como cronista y médico de los males sociales se relaciona con una tradición de la sátira como speculum anatómico: el cuerpo social límense es representado, cortado y observado con un propósito curativo en mente. Es curioso que en la época, en Europa, los llamados «teatros anatómicos» para la docencia médica, como ha mostrado Giovanna Ferrari, se convertían en espectáculos públicos no exentos de comicidad lúdica e interés erótico, algo muy pertinente para el carácter burlesco de toda la obra de Valle y Caviedes64.

Cabría recordar ahora que la crítica literaria de los últimos años, al preocuparse por la «ideología» de Valle y Caviedes, ha desembocado en la ya mencionada contradicción entre un poeta subversivo del poder oficial y otro defensor de él. Como hemos sugerido en nuestra introducción, tal contradicción se explica al reconocer que su obra no existe fuera de las complejidades ideológicas del virreinato, pero también hay una razón más literaria, que se asoma en estos preliminares burlescos. A diferencia de una crónica oficial, la sátira, o «satura», es para Valle y Caviedes una «corónica» no filtrada por la univocidad estatal. La supuesta ideología autorial se fragmenta en un número de voces, con diversas y, a veces, contradictorias posiciones, y relativizadas por el lenguaje polisémico e irónico del género. Esta perspectiva callejera, semejante a la del sermón a la plaza en Rosas de Oquendo, aunque sin su ambivalencia carnavalesca, se compone del multifacético cuerpo social que rodeaba al poeta y que se presenta aquí como una «anatomía». Si bien las parodias de los preliminares no aseguran que el autor hubiese deseado escribir un libro, sí queda claro que, al imaginar su complejo satírico como libro, su sátira se presenta como «suma» o registro de discursos sociales que componían la realidad virreinal.




ArribaAbajoRosas de Oquendo: relaciones de méritos y servicios

Una forma de comunicación oficial importante en el virreinato era la de «relaciones de méritos y servicios», documentos utilizados para solicitar favores o recompensas por actividades llevadas a cabo en nombre de la Corona. Esta práctica patrimonial hacia el vasallo, basada en los conceptos legales de servicio y merced, había pasado por cierta crisis durante el medioevo, pero fue restituida con vigor por los Reyes Católicos y transportada al nuevo mundo65. Tales peticiones se hallaban también impulsadas por el hecho que las empresas de conquista, o de pacificación, como se les llegó a llamar, eran a veces proyectos económicos financiados por el conquistador mismo. Ángel Rosenblat nos recuerda que «las indias ofrecían al español un nuevo campo para el encumbramiento personal, para ganar honra y señorío» (1965: 69), y añade que en la conquista americana, en la cual todos tuvieron que empuñar las armas, «hubo una nivelación desde arriba, una hidalguización general. Todos se sintieron señores, con derecho a títulos nobiliarios, y adoptaron los usos y la mentalidad cíe la clase superior» (1965: 71). No sorprende, entonces, que muchas de estas relaciones redactadas por los conquistadores exagerasen las dificultades encontradas para lograr recompensas que satisficieran sus deseos y expectativas. Y, tratándose de un género de orden testimonial, muchas de ellas solían elaborar un «yo» narrativo que se autorrepresentaba de modo, a ratos desmesuradamente, enaltecedor y elogioso. Caso ejemplar, y estudiado, es el de Hernán Cortés66.

Mateo Rosas de Oquendo, como partícipe de la conquista, habría vivido y conocido muy de cerca tales relaciones de servicios. El narrador de su Sátira, asumiendo la postura crítica del conquistador que arriesga vida y fortuna, se queja de la presencia en la corte límense de la nueva clase social, la del grupo de advenedizos que poco habrían tenido que ver con la conquista, pero que no obstante eran favorecidos. El poema arremete contra ellos arguyendo que sus acciones recurren a la adulación y la falsedad, y no a la práctica de las armas. Y es así, por ejemplo, como lo habría entendido el ya mencionado Baltasar Dorantes de Carranza quien, como hemos dicho, hace suyos algunos versos de Rosas de Oquendo para argumentar sus propios lamentos sobre la suerte de los descendientes de conquistadores en la Nueva España67. Dorantes recoge una faceta de Rosas que podríamos llamar «conservadora», ya que se asocia con las quejas del conquistador que añoraba una realidad y una práctica heroicas en vías de desaparición. Tales quejas no eran poco comunes. Por esas fechas, el cronista José de Acosta, por ejemplo, en su De procuranda indorum salute (1596) afirmaba que «no es vana y sin fundamento la voz de los que claman que gentes nuevas y que nada hicieron en favor de esta república gocen de lo que ellos ganaron con sudor y sangre y alzan por eso el grito al cielo, considerándose agraviados» (Lavallé 1993: 46). Algo similar ante lo que se percibe como arbitrariedades del sistema colonial lo expresa también Tomás Gaitán de Ribera, en 1592, al informar al soberano de los abusos corrientes de todos los virreyes en ese campo -el de dar repartimientos a ciertos favoritos-: «Afirmaba [...] que desde su llegada Don García Hurtado de Mendoza había obrado [...] peor [para que] [...] todos sus criados estuviesen provistos de los mejores puestos y de las encomiendas más ricas» (Lavallé 1993: 36). Curiosamente, como hemos visto, Rosas de Oquendo habría sido uno de estos «criados» de Hurtado de Mendoza de los cuales se queja Gaitán de Ribera, dato que nuevamente nos lleva a cuestionar una fácil identificación entre autor y narrador del poema.

Ahora bien, no obstante mis reservas en torno a la lectura autobiográfica de la Sátira, quizás habría que ver que la denuncia ante los favores recibidos por los nuevos cortesanos entra en diálogo con un referente histórico del poeta mismo, quien, en 1591, como mencionamos, participó en la conquista del Tucumán y fundación de la ciudad de la Rioja, acción por la cual fue nombrado Contador de la Hacienda Real. Como veremos, el poema de Rosas de Oquendo nos entrega una versión paródica y jocosa de las fórmulas utilizadas para la fundación de ciudades, acto que, es significativo notar, como nos recuerda José Luis Romero, revestía un sentido ritual político de importancia:

«[...] los hechos se repitieron muchas veces de manera semejante. Un pequeño ejército [...] mandado por alguien que poseía una autoridad finalmente incuestionable, y generalmente acompañado por cierto número de indígenas, llegaba a determinado lugar y, previa elección más o menos cuidadosa del sitio, se instalaba en él con la intención de que un grupo permaneciera definitivamente allí. Era un acto político que significaba el designio -apoyado en la fuerza- de ocupar la tierra y afirmar el derecho de los conquistadores. Por eso se perfeccionaba el acto público con un gesto simbólico: el conquistador arranca unos puñados de hierba, da con su espada tres golpes sobre el suelo y, finalmente, reta a duelo a quien se oponga al acto de fundación [...] se celebraba una misa [...] se redacta un acta de fundación ante el presente escribano y testigos [...] la toma de posesión y la sujeción de los indios eran los objetivos principales».


(1976: 61)                


Por su lado, Ángel Rama hace hincapié en la importancia otorgada a la letra escrita en esos actos fundacionales. Nos dice que:

«[...] las ordenanzas reclamaron la participación de un script (en cualquiera de sus divergentes expresiones: un escribano, un escribiente o incluso un escritor) para redactar una escritura. A ésta se confería la alta misión de que se reservó siempre a los escribanos: dar fe, una fe que sólo podía proceder de la palabra escrita, que inició su esplendorosa carrera imperial en el continente [...] Esta palabra escrita viviría en América Latina como la única valedera, en oposición a la palabra hablada que pertenecía al reino de lo inseguro y lo precario [...] La escritura poseía rigidez y permanencia, un modo autónomo que remedaba la eternidad. Estaba libre de las vicisitudes y metamorfosis de la historia pero, sobre todo, consolidaba el orden por su capacidad para expresarlo rigurosamente en el nivel cultural».


(Rama 1984: 8-9)                


El poema de Rosas de Oquendo, consciente del simbolismo y la aparatosa ceremonia de la fundación y sus documentos, arremete burlescamente en contra de ellos. En un primer momento, como hemos visto, el narrador con voz de conquistador quejoso e airado decía que solo debería gozar del fruto de la conquista el que la «regó con su sangre» (v. 1638). De inmediato, sin embargo, el satírico se burla de la importancia adjudicada a la fundación de ciudades, contrastando la pompa y circunstancia del evento con lo que él llama la fundación de «cuatro corrales»:


Una vez fui en Tucumán
debajo del estandarte,
atronado de trompetas,
de pífanos y atabales;
y caminamos tres días,
unos llanos adelante;
fundamos una ciudad,
si es ciudad cuatro corrales;
y cuando el gobernador
tuvo nombrados alcaldes,
hízome juez oficial
de las haciendas reales.


(vv. 1689-1700, el énfasis es mío)68                


Luego el narrador reproduce -en estilo indirecto- el lenguaje propio de una carta de relación que habría sido enviada al virrey, subrayando la exageración de las posibles penurias sufridas en nombre de la Corona:


Juntámonos en cabildo
todos los capitulares,
y escribimos al virrey
un pliego de disparates:
que por franquear el sitio
para pueblos y heredades,
fuimos con mucho trabajo
para romper adelante;
que peleamos tres días
con veinte mil Capayanes;
salimos muchos heridos
sin haber quien nos curase;
que en pago deste servicio
nos acudiese y honrase,
enviándonos exenciones,
franquezas y libertades.


(vv. 1701-1716)                


Si regresamos a la primera cita de estos dos pasajes notamos que la narración de los hechos empieza con una expresión que recuerda fórmulas de la ficción: «Una vez fui en Tucumán», lo que anticipa el reclamo del narrador sobre la verdad en torno a las dificultades encontradas en ese momento de la conquista del Tucumán. Con voz de arrepentido -aunque con jocosidad carnavalesca- confesará la causa real de sus heridas, y de paso rectificará las referencias que se hacían en torno a la ferocidad de los indígenas de esa región, corrección que, dicho sea de paso, no dista de la documentación histórica. Como ha mostrado Ricardo Jaimes Freyre, aunque los indígenas de la región sí eran belicosos, la conquista y fundación de la ciudad de Todos los Santos de la Nueva Rioja no fue empresa difícil, ya que los naturales, en ese caso, se entregaron sin resistencia69. El narrador, pues, nos aclara la situación:


Mas pues viene la Cuaresma
y tengo de confesarme:
yo restituyo la honra
a los pobres naturales,
que ni ellos se defendieron,
ni dieron tales señales;
antes nos dieron la tierra
con muy buenas voluntades,
y partieron con nosotros
de sus haciendas y ajuares;
y no me de Dios salud
si se sacó onza de sangre.


(vv. 1717-1729)                


Significativamente, en ese pasaje, jocosamente crítico de la historia, vemos que la aclaración del sujeto satírico, que forma parte de su sermón a la plaza pública, se da en el período anterior a la Cuaresma; es decir, durante el carnaval, aludiéndose directamente al entronque del poema con esa tradición literaria. La Sátira, en su múltiple diálogo discursivo pone en juego no solo la presunta veracidad de los hechos históricos, sino que también pone en tela de juicio la felicidad del propio ejemplo del narrador en el poema y del discurso historiográfico en general. Tal representación burlesca sobre las exageradas relaciones de la conquista desplaza, entonces, un ojo crítico sobre la práctica escritural del virreinato, y nos deja ver la distancia que existía entre la praxis y el registro burocrático con el cual se escribía lo que podríamos llamar la historia oficial. Y, más importante, por su queja hacia los advenedizos, pero en simultánea y controvertida crítica de las exageraciones o falsificaciones del conquistador, el poema elude una posición unívoca sobre la realidad colonial y el antagonismo entre los dos grupos.

Ahora cabría regresar a Dorantes de Carranza, quien, como hemos dicho, recoge algunos de los versos de Rosas de Oquendo que criticaban a los advenedizos. Hay que ver, sin embargo, que Dorantes pasa por alto la segunda posición del poema, la que hemos visto como burlesca hacia el conquistador. ¿Por qué? Regresemos momentáneamente a la relación que habíamos establecido entre el poema de Rosas de Oquendo y el género épico. Creo que Rosas de Oquendo sin duda fue lector de los poemas más conocidos en su momento, sobre todo La Araucana, el Arauco Domado y Os Lusiadas. Si aceptamos que hay ecos paródicos o inversiones de La Araucana, o de otros poemas épicos semejantes, hay que preguntarse cómo las habría interpretado un lector de fines del siglo XVI en los virreinatos del Nuevo Mundo. Primero debemos reparar sobre el hecho de que, en los últimos años, la comprensión del sentido ideológico de La Araucana ha sido algo bastante debatido entre dos campos: los que han deseado ver en el poema cierta postura crítica ante el llamado proceso imperial, y los que ven una defensa y alabanza del monarca y sus proyectos, bifurcación ideológica que nos recuerda las posiciones críticas ante nuestros dos satíricos. Convendría, entonces, poner el poema de Rosas de Oquendo en diálogo con esta supuesta contienda crítica.

Me gustaría sugerir que Dorantes ignora la ambivalencia del poema de Rosas y desprende solo aquello que le conviene a sus propósitos críticos porque no percibe la supuesta -y tajante- polarización entre discursos «anti» y «pro» imperiales que los críticos modernos buscan en estas obras, tanto épicas como satíricas70. Estos desencuentros más bien parecen ser productos retrospectivos y algo anacrónicos, influenciados por las realidades e ideologías en torno de las colonias y las comprensiones postcoloniales de nuestros últimos dos siglos. De allí que no se percate de ello Dorantes. La Sátira de Rosas de Oquendo hace uso del carácter heteroglósico, o inclusionista, del género satírico para dialogar críticamente con el poema épico, pero no porque quiera subvertir o atacar el llamado «proyecto imperial». Su poema y su diálogo paródico con el discurso épico más bien podrían verse como queja de un género literario que se percibe como alabador del proceso de la conquista y de las hazañas del Imperio, como el poema de Ercilla, pero que a la vez, en general, desconoce, o ignora, los problemas inmediatos de la corte o de las cortes virreinales, entre ellos, la precaria situación de los descendientes de conquistadores o de conquistadores menores, como el mismo autor de la Sátira al Perú71.




ArribaAbajoRosas de Oquendo: una cartografía carnavalesca

El hallazgo en Europa de que existía un continente desconocido, como bien han reiterado Edmundo O'Gorman y un sinnúmero de historiadores posteriores, revolucionó la idea que tenía el europeo de la composición geográfica y cultural del orbe terrenal. La descripción no solo de su naturaleza sino, también, de los habitantes y ciudades nuevas de América sustenta múltiples páginas de historiadores y viajeros por el nuevo continente, algo que recoge la Sátira de Rosas de Oquendo, aunque, claro, bajo su lente carnavalesco. En cierto momento se fija en la preocupación de la época por la descripción cartográfica de los territorios recientemente descubiertos, nuevamente en un diálogo jocoso y subversivo con formaciones discursivas de orden oficial.

Paul Firbas, al reflexionar sobre el origen del vocablo «Perú», reconoce que, en la época, «los mapas y las cosmografías» constituían un «género dominante», y señala que en un poema contemporáneo a la Sátira de Rosas, Armas antárticas, había en él una perspectiva cosmográfica desde Panamá hasta el estrecho de Magallanes, que operaba como «una suerte de poética, o tropología» (2000: 198). Esta perspectiva, hay que añadir, comúnmente hacía uso de la metáfora de la sociedad y lugar geográfico como cuerpo humano. Este tópico, que se remonta a la antigüedad y que llega hasta los siglos áureos, lo hallamos, por ejemplo, tempranamente, en unos versos del Libro de Alexandre (c. 1205):



Solemos lo leyer diselo la escriptura
que es llamado mundo del orne por figura
quj comedjr qujsiere e asmar la fechura
entra que es bien rason sin de presura.

Asia el cuerpo, segun mj ocient sol
e luna los ojos que nasçen de oriente
los braços son la crus del rey omipotent
que fue muerto en asía por salut de la gent.

La pierna que deçende del sjniestro costado
es el reyno de Africa por ella figurado.


(Solomon 1987: 58-59)                


Rafael Sánchez-Concha nos recuerda que Solórzano y Pereira, para explicar el orden social virreinal de los siglos XVI y XVII, basándose en el pensamiento clásico, identificaba a la República con un cuerpo (1999: 101). Igualmente, para el caso habría que recordar también la tradición alegórica, como la de la Iconografía de Cesare Ripa (1593), que representaba a los cuatro continentes como mujeres. Allí América es una «mujer semidesnuda, de rostro "espantoso", armada de arco y flecha y a cuyos pies descansa una cabeza humana» (López Baralt 1990: 80)72, La Sátira de Rosas de Oquendo, sin duda consciente de la importancia política de tales representaciones simbólicas, volteará su lente burlesco en esa dirección.

En un segmento satírico, el narrador alude a una controvertida apertura del puerto de Buenos Aires, en competencia con el de Panamá, para la entrada de mercaderías al virreinato del Perú. Entre otros, Luis de Velasco, por ejemplo, objetaba una cédula real que habría permitido el uso del puerto bonaerense:

«[...] resulta [...] inconveniente y perjuicio al trato y comercio de este reino, porque a título de un navío han de entrar otros y aún quizás de extranjeros con mercaderías prohibidas. Habrá muchos robos y fraudes de los derechos reales si se abre puerta a que por allí se disfrute lo más y mejor de la plata de Potosí».


(Hanke 1970-1980: 58)                


Asimismo, por las mismas fechas en que Rosas de Oquendo se hallaba en la región del Tucumán, en carta de 1591, el gobernador Juan Ramírez de Velasco arguye a favor de la fortificación del puerto de Buenos Aires, ya que, dice, «tenemos por spiriencia que [...] entran cada día por el puerto navíos de gente sin licencia de vuestra magestad» (Boman 1918: 15). Las quejas de los dos Vélaseos subrayan, entonces, la preocupación que se tenía hacia un posible relajamiento en el control mercantilista de la Corona española, algo que, como nos muestra Margarita Suárez, llegó a convertirse en una realidad económica (2001: 5 y passim)73.

Ahora hay que ver que el poema recoge estas preocupaciones y las expone, jocosamente, en diálogo carnavalesco con la cartografía. Los vocablos como «puerto», «contrabando», «lo prohibido», «Potosí», asociados con esa realidad de la historia colonial, le permiten al poema llevar a cabo una intersección de discurso histórico y alegoría obscena, intersección que enlaza la tradición cartográfica con una crítica burlesca de la práctica comercial que subvertía (o invertía) el control mercantilista. En un primer caso, el narrador se compadece de las mujeres que quedan solas mientras los maridos se ausentan en travesías comerciales, actividad que, como hemos dicho, en la época se identificaba, aunque contradictoriamente, con una práctica lucrativa de poca estimación social para el aspirante a nobleza o hidalguía o, en recuerdo de otros versos del poema, en oposición a la supuesta valentía del conquistador. El narrador de la Sátira se dirige a las limeñas, advirtiéndoles que sus maridos son unos


[...] desdichados
que sin saber lo que hacen
truecan vuestras delanteras
por los sucios embornales.


(vv. 891-894)                


En estos versos, el sentido connotado hace uso de dos metonimias bastante reconocibles: «delanteras» por mujeres, y «embornales» por navío, y así viaje marítimo. Pero hay una posible segunda lectura: «delanteras» es popularmente el órgano sexual femenino74, alusión que contamina de sentido erótico a «sucios embornales», que ahora se lee como ano; es decir, se sobrepone al sentido comercial una alusión jocosa e irreverente a la sodomía. Los esposos truecan el «comercio» sexual del matrimonio, legal y aceptable, por el de la práctica del intercambio homosexual atribuida al tripulante de una navegación, en este caso por razones lucrativas. Al comercio se le presenta, entonces, en diálogo carnavalesco con la homosexualidad, aludiéndose a una supuesta inversión de valores tradicionales75. El poema de Rosas identifica, jocosamente, la homosexualidad con el comercio y la travesía marítima, ecuación que sin duda circulaba en el habla popular. Ahora, todo esto se intensifica en los siguientes versos, en los que el poema denuncia la ya mencionada cédula real:


[...] la torpe opinión
destos ciegos navegantes
ordenaban entre sí
se removiese y pasase
el trato de Panamá
al puerto de Buenos Aires.


(vv. 897-902)                


La representación histórica nuevamente remite a un sentido obsceno. Primero, en «puerto» -como entrada u orificio- se observa una metáfora común para lo sexual; y segundo, en «Panamá» se lee (o se oye) un juego popular con el sentido de «pan», registrado en el léxico vulgar, junto con otros comestibles, como la parte sexual femenina76. Es decir, Panamá («pan-ama»), lugar de mucho tránsito, sobre todo en su mercado de Portobello, alude a la entrada heterosexual, mientras que con «Buenos Aires» -por alusión al viento o aire- se insinúa la parte posterior; y así, nuevamente, la inversión sexual. Resalta aquí, entonces, la referencia jocosa a la práctica del contrabando en cruce con el discurso cartográfico. Recordando la tradición que describía el espacio geográfico en términos corporales, al visualizar el mapa del continente americano como cuerpo humano, la localización del puerto de Panamá -que, como hemos dicho, alude a un Portobello muy transitado-, y la del de Buenos Aires -que era de poco tránsito (y prohibido)-, corresponden respectivamente a las partes delantera y trasera. La Sátira de Rosas de Oquendo logra así una risible crítica del comercio y sus enlaces conflictivos con la burocracia mercantilista del virreinato del Perú.

El pensamiento que opera en el virreinato de Rosas de Oquendo, como hemos visto, responde entonces a una situación en la cual las prácticas de conquista, fundación y descripción de nuevas ciudades y regiones ocupaban todavía un lugar importante. La conquista, aunque ya de poca importancia, había generado una mentalidad que intentaba replicar a la metrópolis y que se atribuía una importancia quizás ficticia o exagerada. Para José Luis Romero se trataba de una sociedad feudoburguesa en la que sus habitantes «querían ser una nueva Europa y que eran en verdad, sólo frontera y periferia de la Europa vieja» (1976: 68), algo de lo cual parece estar consciente la Sátira de Rosas de Oquendo a través de sus burlas carnavalescas. Décadas después, el discurso satírico de Valle y Caviedes, nos ofrecerá una comprensión de Lima diferente, como espacio de mayor autonomía, algo que se acuerda con la naciente independencia social y económica del virreinato. En la obra de este otro satírico se escuchan voces que añoran nostálgicamente un pasado castizo, pero no con la inmediatez -aunque carnavalizada- de la Sátira de Rosas. Es ahora una nostalgia idealizada, alejada ya del querer duplicar la sociedad o la realidad metropolitana en el Nuevo Mundo. Situémonos, entonces, en las últimas décadas del siglo XVII para acercarnos a las opiniones que la obra de este otro poeta del virreinato del Perú pudo expresar sobre el discurso que venimos llamando oficial.




ArribaAbajoValle y Caviedes: memoriales y amenazas inglesas

Uno de los blancos satíricos de Juan del Valle y Caviedes es la tópica burla de la hipocresía y la adulación cortesana, práctica que también repercute sobre la escritura oficial. En unos de sus poemas se expresan, con ironía, los deseos del cortesano de congraciarse con el virrey. Se nos dice que el primero «entrará en el salón, muy denodado, / y en mitad de su paso acelerado / se parará y hará tres reverencias» (94, vv. 125- 127), para luego hacer alarde de su persona, diciendo que «el Príncipe me ha hecho mil favores, / porque estaba asistido de temores / de esta nueva invasión, y lo he alentado / con el grande valor que Dios me ha dado» (94, vv. 177-180). Y el narrador, con voz de nostalgia hacia un pasado perdido y con desilusión hacia el presente, concluye que «el valor español que antes veías / está ya reducido a monerías» (94, vv. 135-136).

La hipocresía de la corte, tópico literario de la época, habría sido también una realidad presenciada por el poeta y por muchos de sus contemporáneos que se sentían al margen de los favores recibidos por una clase privilegiada. Valle y Caviedes, como minero, comerciante y mercader, habría participado en las rencillas que se daban entre diversos grupos sociales y económicos, y habría visto de cerca el uso de toda una gama de prácticas escritúrales a través de las cuales circulaban peticiones, favores, y recompensas dirigidas a la Corona. El poeta las parodia constantemente, pero a diferencia de la burla de la relación de servicios vista en Rosas de Oquendo, relativizada por un «yo» carnavalesco, en este otro satírico notamos, aunque a través de la comicidad y el juego semántico, una crítica más tendenciosa de la realidad colonial. Cabe destacar, entonces, varias parodias del memorial, documento de copiosa circulación y papel con el que se pedía «alguna merced o gracia, alegando los méritos o motivos en que funda su razón» (RAE 1963). Los memoriales circulaban, para recordar las palabras de Romero, en una urbe o «ciudad hidalga» con un complejo mundo burocrático de «intrigas y falsificaciones» (Romero 1976: 70). La parodia de Valle y Caviedes entra en fuerte trabazón causal con la reconocida desilusión -o desengaño- del imaginario barroco del momento, pero matizado por un desengaño local de referente novomundista77.

Los memoriales burlescos en Valle y Caviedes por lo general entrelazan dos voces: la del narrador del poema y la del sujeto al cual se le atribuye haber escrito el documento. La expresión crítica se entrega, entonces, en una suerte de tercera persona que la aleja de insinuaciones autobiográficas como las que vimos en Rosas de Oquendo. Las burlas ironizan la importancia del memorial, entregándolo en un lenguaje callejero y popular que invierte su carácter letrado. Uno de estos poemas, el «Memorial que le da la muerte al virrey en tiempo que se arbitrara si se enviarían navíos con gente de guerra para pelear con el enemigo inglés o si se haría muralla para guardar la ciudad de Lima», conlleva una burla del arbitrista, figura satirizada en la época y, curiosamente -como se ha visto-, ejercicio burocrático en el cual participó el poeta Valle y Caviedes78. Por esas épocas, sobre todo para el contexto peninsular, la proliferación de los proyectos de estos personajes, a ratos absurdos, como nos indica Fernando de la Flor (2002: 39), era señal de la crisis por la cual pasaba el Imperio español. En el poema de Valle y Caviedes, dentro del juego alegórico -y barroco-, la voz del arbitrista llega de ultratumba, algo que no solo se mofa de su ineficacia, sino que también nos hace presente la imagen de la vanitas tan cara al pesimismo contrarreformista de la época79. Este, a pesar de su jocosidad, alude serio-cómicamente a la debilidad e ineficacia del poderío militar español y sus colonias ante la amenaza «inglesa».

Rubén Vargas Ugarte nos recuerda que la población de Lima se hallaba en estado de pánico ante la posible invasión de piratas, entre ellos Eduardo Davis, quien, hacia 1683, había entrado al Mar del Sur. De hecho, una escuadra española se enfrentó, triunfantemente, con los corsarios el 11 de julio de 1685, pero «por diferencias entre los jefes y disputas que no tenían razón de ser, estando ya casi rendido el enemigo, éste pudo emprender la fuga, valiéndose de la mayor ligereza de sus barcos» (Vargas Ugarte 1954: 396). Señala luego Vargas Ugarte que, en su relación oficial, el virrey llega a reconocer que «fue un contratiempo serio el no haber destruido a los piratas, teniéndolos a la mano y dejándolos partir sin pérdida de un solo navío», pero no indica claramente la responsabilidad del suceso y lo atribuye, más bien, a «cambios imprevistos del tiempo» (1954: 396-397). El miedo que sentía la población limeña se oye, por ejemplo, en las palabras de un «buen cura», quien hace eco de las preocupaciones del momento de que si las cosas seguían como estaban, «nombrarían Virrey y agasajarían a todos los indios y negros y en poco tiempo sería todo este Reino del Perú de Inglaterra» (Vargas Ugarte 1954: 398). El cura expresa sus temores precisamente en un memorial al virrey:

«No lo dudo, Señor, ni por acá se duda; si V. M. no se sirve embiar algunos navíos armados, porque el pavor que ha permitido Dios se infunda en los españoles es de calidad que, a la voz de que viene el inglés, raro es el que no tiembla, pues con aver sabido, sin admitir duda, que la gente que tiene no llega 200 hombres y que, dada la primera encarga, si los acometen, no tienen resistencia, no se an atrevido, huyendo vilmente[...] ¿Pues si con un número tan corto a hecho tales destrozos, que se podrá recelar si vienen muchos?».


(Vargas Ugarte 1954: 398)                


Y añade Vargas Ugarte que había una creencia casi milenarista que el futuro funesto sería resultado, según los limeños, de sus propios «pecados» (1954: 398). Lohmann Villena, por su lado, nos muestra que la preocupación ante un posible avance inglés era compartida por todos, y que se había acordado que amurallar la ciudad era quizás el medio más viable de defensa.

«Era convicción general -nos dice- que constituía imprudencia temeraria arriesgar la suerte de la capital del Virreinato, con todas sus riquezas y su significado político, al albur de un choque armado. Sin reparar ni en desembolsos ni en las exacciones que hubiesen de asumir, todos se decidían por una obra de esa índole, y hasta en los sermones se exhortaba a las autoridades civiles a llevar a la práctica sin tardanza y a los fieles a cooperar económicamente sin regateos».


(1964: 181-182)                


Dice también Lohmann que «los vecinos, acobardados, estaban llanos a abrir sus bolsas» (1964: 183)80. Y añade que el Duque de la Palata -sin duda el virrey al cual alude el poema de Valle y Caviedes- «requirió en los primeros días de noviembre [de 1683] el parecer de los jefes de alta graduación más experimentados que tenía a su lado. En esa junta de guerra, los pronunciamientos favorables a la muralla constituyeron la mayoría absoluta, aunque cada diciente expuso matices personales» (1964: 183).

Tanto el temor de los pobladores de la capital virreinal, con sus creencias milenaristas, como las complejas andanzas burocráticas sobre el mejor procedimiento para combatir al enemigo, fueron sin duda munición muy apropiada para la burla del poeta. Jocosamente, con su «memorial» parece unirse -paródicamente- al grupo de expertos consultados, aunque, en contra del consenso, prefiere el encuentro militar sobre la fortificación. La Muerte, como arbitrista, ofrece su opinión para enfrentarse al peligro inglés: sugiere que sí se debe enviar una flota a guerrear con los piratas, pero esa flota, alegórica y jocosamente, debería componerse de los médicos de Lima, algo que al satírico le permite pasar revista a muchos de sus blancos favoritos. Se le avisa al «Excelentísimo Duque» que la sugerencia de la Muerte para «tan apretado caso» es que embarque


a todos los boticarios.
      Médicos y curanderos,
barberos y cirujanos,
sin reservar a ninguno
porque es caso averiguado,
       que si cada uno de éstos
birla al día, tres o cuatro
españoles, se limita
sin médicos este daño,
      y se aumenta la milicia;
y el enemigo al contrario,
birlándole los Infantes
de Avicena, con emplastos.
      Los que mataban en Lima
quedarán castigados,
a España con la victoria
y a la Hacienda Real sin gasto.


(23, vv. 16-32)                


Tales arbitrios de la sabia Muerte, que en cierto sentido se burlan del pánico de los limeños, sugieren un escuadrón alegórico. Se acude, por ejemplo, al médico Francisco del Barco -de apellido muy apropiado- como una de las posibles soluciones:


¿Soldados son menester?
¿A dónde está un doctor Barco
que puede abordar a un
bajel de vidas cargado?


(23, vv. 33-36)                


El lector coetáneo a Valle y Caviedes sonreiría aquí no solo por reconocer el juego burlesco con el nombre del médico, sino también por estar al tanto de las discusiones y políticas sobre el peligro, y simultáneamente -vamos a sugerir más adelante- por ver allí una alusión crítica hacia el ejercicio de la medicina y la asignación de puestos oficiales.

A continuación, la Muerte también arbitra que el virrey ha de hacer uso de otro médico, Vázquez, como arma ofensiva. Allí se hace alarde de una burlesca y escatológica referencia que recuerda los ataques comúnmente dirigidos al hereje inglés como sodomita, pero ahora, inversamente, la burla se dirige al médico virreinal:


¿Un Vásquez, campeón moderno,
que con jeringas y caldos,
por la retaguardia birla
escuadrones de hombres sanos?


(23, vv. 45-48)                


Luego, el final del texto burlesco de Valle y Caviedes hace suya una imagen que recuerda una suerte de «nave de los locos» en la cual se embarcan, o se destierran, todos los artificios usados por los médicos, los que son metaforizados como armas bélicas para combatir contra el inglés:


      En fin, de todas aquestas
naves cargadas de emplastos,
de tientas, de postemeros,
de polvos confeccionados.
      De diagridios, mechoacanes,
y todos cuantos petardos
y bombardas, las recetas
nos muestran en sacatrapos,
      ballestas, machetes, flechas,
tridentes, lanzas y garfios:
por todo lo cual, y por
lo que no va declarado.


(23, vv. 94-105)                


Y la petición, ante el peligro, es inmediata: «que luego, sin dilatarlo, / mande que salgan al mar / los campeones señalados» (23, vv. 106-108)81. El poema, entonces, reitera su burla de la medicina, pero también pone en tela de juicio los intentos, dificultades y discusiones ante el deseo de combatir contra los piratas.

Ahora bien, por relación metonímica la expulsión de los instrumentos curativos de los médicos es simultáneamente una expulsión de ellos. Esto es sátira burlesca, tópica, pero hay que ver que muchos de los médicos que menciona este poema pertenecen a una clase privilegiada de fuertes vínculos con el virrey y su corte, mientras que otros se hallan en el extremo opuesto, entre las llamadas «esferas bajas». Hay en la lista médicos o cirujanos de cámara de virreyes (Francisco del Barco, Francisco de Vargas Machuca, José de Rivilla, Francisco Bermejo y Roldán), Protomédicos de Lima (Bermejo, del Barco), Catedráticos de Primas de Medicina de la Universidad de San Marcos (Bermejo, del Barco, Juan de Llanos), Catedráticos de Víspera y profesores de medicina (José de Avendaño, Melchor Vázquez), pero también -en el otro extremo de la jerarquía medicinal- cirujanos (los dos Utrillas: Pedro el Viejo y el Cachorro), ambos satirizados por Valle y Caviedes en muchas ocasiones por ser «pardos»82. El poema, entonces, abraza la tradición satírica, pero nuevamente la hace dialogar con su contexto virreinal, ya que se enfoca en dos grupos de médicos que habrían suscitado más de una preocupación. Por un lado, el aislar a los médicos de alta posición, como veremos en el capítulo cinco, alude a las complejas y a veces poco nobles negociaciones que se llevaban a cabo para alcanzar esos puestos. Por otro lado, al desplazar la mirada satírica al extremo opuesto, al del cirujano, recoge las preocupaciones que se sentían ante la movilidad social o profesional de las «castas oscuras». Esto último, por ejemplo, lo estudia muy bien Higgins para el caso de varios poemas que satirizan al «pardo» Utrilla, destacando el temor que había en el virreinato ante el acceso de las castas a posiciones que supuestamente les deberían ser negadas (1999: 115 y n. 41).

Finalmente, cabe notar también que el poema contiene una estrofa en la cual se discurre autorreflexivamente sobre la escritura satírica y su relación con la tradición literaria. El memorial pasa revista a varias figuras y lugares comunes del género:


   Y para aumento de gente,
y que puedan ayudarlos
lleven enjalmas consigo:
suegras, suegros y cuñados,
      pedigüeñas, habladores,
necios y poetas malos,
que todos éstos disparan
y matan a cada paso.


(23, vv. 109-116)                


Nos parece que este momento autorreflexivo del poema -como en otros que hemos visto y que veremos más adelante- le lleva al lector a recapacitar sobre la escritura y su precaria relación con el referente real o histórico. Se pone en juego -crítica y burlescamente- la veracidad o la eficacia de los memoriales del momento y también la práctica del arbitrismo que muchas veces la acompañaba, memoriales todos a través de los cuales se intentaba alcanzar una cercanía a los centros del poder virreinal.

Cabría ahora, según nuestra lectura de este memorial burlesco, sugerir un diálogo con otro poema de Valle y Caviedes, un romance (44) que jocosamente regresa sobre la preocupación que se tenía ante la amenaza del «inglés», romance que abordamos, aunque con otro propósito, en el capítulo cinco. En cierto momento de este otro poema presenciamos un interrogatorio burlesco de connotaciones inquisitoriales. Leemos una serie de preguntas que el Protomédico de Lima, el doctor Francisco Bermejo, le hace a un «inglés» que desea ser aceptado en la profesión médica. El lector de la época, sin duda, se reiría mucho de este examen ya que fue un procedimiento instaurado a instancias del mismo Bermejo. Este lo había exigido en un memorial a la Corona, acudiendo al hecho, algo olvidado, de que así se estipulaba en la Recopilación de Leyes de las Indias (Valle y Caviedes 1990: 837). Ahora, este «inglés» a quien se interroga, nos enteramos, es en verdad un verdugo, equívoco que da lugar a un número de yuxtaposiciones que desarrolla la dilogía con que se elabora la burla de la medicina en el poema, la de médico = verdugo83.

En cierto momento del intercambio entre Bermejo y el Inglés, el primero interroga:


      Decidme: ¿qué son azotes?
Y el [Inglés] respondió: Señor mío,
los que se dan con la penca.
Y el Proto respondió: Amigo,
      ventosa y fricaciones,
decid. Muy a los principios
estáis en el Verdugado,
y os he de privar de oficio.
      Mas, decid: ¿qué es degollar?
Y el verdugo, ya mohíno,
le respondió: Es el cortar
la cabeza con cuchillo.
      De medio a medio lo erráis,
porque aquí habéis repondido
por la cabeza, lo que
son sangrías del tobillo.


(44, vv. 61-76)                


Las preguntas y respuestas llevadas a cabo entre Bermejo y el Inglés, el examen -parodia de la práctica oficial universitaria-, resulta ser demasiado difícil para el postulante: el cruce de códigos con que juega la sátira está fuera de su alcance. El Inglés no entiende, por ejemplo, que el «empalar» es «dar jeringas» o que el «descuartizar» es «operar». Así, pues, ante su incompetencia, exclama Bermejo: «Pero basta ya de examen, / porque en lo que aquí os he oído, / conozco que no valéis / para ser médico, un higo» (44, vv. 154-157). El Inglés, entonces, desaprueba el examen.

El fragmento de ese poema, además de reírse de la medicina, ridiculiza, en parte, los dificultosos encuentros bélicos con el pirata o corsario, pero a la vez alude a un reconocimiento de la distancia que existía entre las instituciones de poder y la realidad virreinal. Que el Inglés -hereje- sea procesado o interrogado por el protomedicato y no por la inquisición implica una mofa de las instituciones virreinales, que se hallan confusas e invertidas, incompetencia a la cual también se alude por la imposibilidad de comunicación que existe entre el interrogador y el interrogado. Es Bermejo el que desconoce la realidad, ya que las respuestas del Inglés son acertadas: los azotes sí se dan con una penca. Las preguntas de Bermejo son metafóricas; y las respuestas del Inglés, literales. El que no comprende o entiende la realidad es más bien el médico. Tal falta de comprensión entre los dos irradia una serie de posibles significados que podrían recaer no solo sobre la desafortunada eficacia de la institución y la amenaza pirata, sino también, posiblemente, sobre la población extranjera que existía en Lima, población que se pensaba, muchas veces, como peligro «hereje»84. Finalmente, hay que ver que la cómica incomprensión entre el Inglés y su interrogador se basa en la metáfora reversible, la de médico como verdugo, algo que nos obliga a regresar sobre la constante meditación autorreflexiva de Valle y Caviedes sobre la problemática, tan barroca, del lenguaje como vehículo deficiente para la certidumbre o fijación de la verdad y el conocimiento.

Luego, en otro poema la parodia de los memoriales le lleva al poeta a ficcionalizar un diálogo burlesco con un conocido texto científico redactado por uno de sus blancos favoritos, el doctor Machuca. El título del poema de Valle y Caviedes es el siguiente: «Habiendo presentado el doctor Machuca un memorial en que pretendía que la semilla de los pepinos se destruyese por lo nocivo de su fruto, se responde con éste» (27). El asunto histórico es interesante y curioso ya que el virrey Navarra y Rocafull, Duque de la Palata, había respaldado la propuesta, algo que llevó a los limeños a ponerle el apodo de «el virrey de los pepinos» (Valle y Caviedes 1993: vol. I, 234, n. 1). El poema, al fingir que entra en diálogo con el memorial de Machuca, no solo se burla de su contenido, sino nuevamente del profuso ejercicio burocrático de tales misivas ya que, se nos dice, ese escrito debe darse «por simple, por majadero / por tonto, por imperito, / por incapaz, por idiota», etc. (27, vv. 21-23). En el memorial paródico de Valle y Caviedes hay una interesante composición -o descomposición- corporal de los médicos que conlleva cierto recuerdo de las pinturas de Archimboldo. Al acudir a los grabados de Dioscórides, el redactor del memorial encuentra en ellos una semejanza con algunos de los médicos de los cuales se quiere burlar. Así, por ejemplo, Liseras es cohombro, Francisco Ramírez es un zapallo al vivo, Avendaño es un camote; Bermejo, una yuca; Lorenzo el Indio, un choclo; Antonio García, un higo, etc. La burla, regresando sobre la propuesta de Machuca sobre el carácter dañino del pepino, sugiere que los médicos, como el pepino, serían «frutas que matan». Ante tal peligro, en su memorial pide que se destruyan las semillas de los médicos para que no se reproduzcan y, con una soslayada referencia burlesca o crítica a la Inquisición, que «quemen» a varios de ellos: a Pico de Oro, a Reina, y a Machuca. Luego sugiere el memorial que los instrumentos de estos médicos, ya que son instrumentos para matar, se conviertan en armas de guerra y que ellos, los médicos, se aúnen a las filas militares y logren así aumentar los números de la milicia: las pinzas han de ser estoques finos, los parches adargas, las jeringas carabinas, etc. Vemos, entonces, que el uso de tópicos literarios vuelve a dialogar jocosamente con la preocupación de la época ante el peligro y temor que causaban los piratas.

Aún más, habría que ver más de cerca la tópica referencia a Dioscórides, cuya De materia medica fue desde la antigüedad la autoridad en materia de plantas medicinales. Lo curioso es que en este memorial, como hemos visto, se nos dice que al mirar el texto de Dioscórides se reconocen en él grabados que se asemejan a algunos de los médicos de Lima. Por ejemplo, allí se «copia un Liseras verde, / corcobado y revejido», pero también «por yuca a un Bermejo; / y al Buen don Lorenzo, el Yndio, por choclo» (27, vv. 99-111). Corno veremos más adelante, en el capítulo cuatro, una de las preocupaciones que se contendía en el virreinato de Valle y Caviedes era sobre el debido conocimiento que los médicos tenían sobre el continente americano. Que en este memorial burlesco Dioscórides incluya, entre otras plantas americanas, la yuca es un anacronismo burlesco que connota una posición crítica hacia los médicos que desconocían la flora y sus fármacos locales (véase Valle y Caviedes 1990: 865).

En estos memoriales, las manoseadas convenciones literarias se cruzan, pues, jocosamente, con ciertas realidades importantes de la época, entre ellas, como hemos visto, la constante amenaza del «Inglés» y las precarias y dificultosas medidas tomadas hacia la defensa de las costas, pero también las racionalizaciones oficiales ante la debilidad del poder español. Hay recuerdos de las burlas de memoriales de, por ejemplo, Quevedo, pero hay también una confrontación con un género legal, como nos decía Francisco Romero, utilizado en exceso por una burocracia incompetente y poco conocedora de la realidad virreinal, complicación política y social que Valle y Caviedes registra como buen «coronista» satírico de su Lima virreinal85.






ArribaAbajoCapítulo tres

Fiestas, procesiones y sátiras misóginas


Para los críticos de la literatura colonial es ya un lugar común pensar, en eco de las ideas de José Antonio Maravall, que las fiestas virreinales eran ejercicios de control ideológico que se ponían al servicio de la monarquía española y sus deseos estamentales. El capítulo más pertinente de su La cultura del barroco, aunque -como hemos dicho- limitado a la península española, es el nueve: «Novedad, invención, artificio (Papel social del teatro y de las fiestas)», en el que leemos que la «desmesurada actividad en las representaciones escénicas [...] se desenvolvía para aturdir y atraer a la masa del público [...] [de] comportamiento masivo» (2002: 474). O también que entre las manipulaciones del escenario, «el hombre del siglo XVII consigue que, ante el público, los actores que representan a las personas divinas [...] a los reyes [...] [crean] ante el público una comprobación sensible de su superioridad» (2002: 476-477). Y, de modo semejante, sobre las fiestas oficiales, explica que estas «tratan de distraer al pueblo de sus males y aturdido en admiración hacia los que pueden ordenar tanto esplendor o diversión tan gozosa. La fiesta es un divertimiento que aturde a los que mandan y a los que obedecen, y que a estos hace creer y a los otros les crea la ilusión de que aún queda riqueza y poder» (2002: 492). Esto para España. Para el caso de los virreinatos habría que ver algunas palabras de Mabel Moraña que recuerdan las sugerencias de Maravall. Según ellas,

«[...] tanto para la minoría peninsular como para la creciente oligarquía criolla el Barroco constituyó sobre todo un modelo comunicativo a través de cuyos códigos el Estado imperial exhibía su poder bajo formas sociales altamente ritualizadas. El código culto, alegórico y ornamental del Barroco expresado en la fisonomía misma de la ciudad virreinal o a través de certámenes, ceremonias religiosas, "alta" literatura, poesía devota o cortesana, constituyó así durante el período de la estabilización virreinal el lenguaje oficial del imperio, un "Barroco de Estado"».


(Moraña 1998: 30)                


En parte, bajo esta comprensión sociohistórica -aunque con los reparos ya mencionados en nuestra introducción- parece que las obras de Mateo Rosas de Oquendo y Juan del Valle y Caviedes estaban conscientes de tal carga ideológica, ya que acuden jocosamente a satirizar las elaboradas y a ratos ostentosas procesiones que se daban durante días festivos, celebraciones que a principios del siglo XVII no dejaron de llamarle la atención al ya mencionado viajero por Lima, el anónimo contemporáneo de Rosas de Oquendo en su Descripción del Virreinato del Perú. En cierto momento, por ejemplo, nos dice el cronista que

«[...] siempre tienen en Lima muchas fiestas, grandes procesiones con muchas danzas y mucho estruendo de instrumentos, y con tantas invenciones que [en] España no hay ciudad donde hagan tantas loas como en Lima, ni donde cuelguen las calles con más riquezas; toros y cañas se juegan todos los meses; comedias y músicas son ordinarias, [durante la] entrada de bisosrreyes se hunde la ciudad con fiestas y todos se empeñan por echar entonces galas; doctores que fazen las universidades hay bien que ver en ellos y oir sus bejames [vejámenes?]; Paseos de caballeros y de mercaderes por las calles y al campo que todas las tardes campean todos a caballos; salidas a holgar al campo y por las huertas hay meriendas y banquetes».


(1958: 54-55)                


Uno de los días favoritos para tales celebraciones era el del Corpus Christi, festividad de gran importancia y a la cual, por lo general, en Lima asistían el virrey, la Real Audiencia y el Cabildo. Este último contribuía a sufragar el costo, como ocurrió, por ejemplo, en las mismas celebraciones del Corpus de 1598 a las que se refiere el poema de Rosas de Oquendo y para las cuales el virrey Velasco autorizó el gasto de ochocientos pesos ensayados, monto no poco considerable (Monografías históricas 1935: vol. 1, 352). La gran popularidad de las fiestas y procesiones la aseveran un número de testigos de la época, entre ellos, además de la Descripción anónima, Lizárraga, Mugaburu y la interesante descripción, ya mencionada, hecha por el poeta Rodrigo de Carvajal y Flores en su Fiestas de Lima por el nacimiento del Príncipe Baltasar Carlos (1632)86.

Las celebraciones recibían el apoyo de los centros oficiales de la Corona no solo por su función religiosa sino, como se ha sugerido, por su función política o ideológica; es decir, como expresión, según las ideas ya mencionadas de Maravall, de un «barroco de Estado». Y esas festividades no escapaban el ojo vigilante de la Iglesia. Marcel Bataillon anota las preocupaciones que las fiestas religiosas podrían suscitar y remite a las palabras de Martín de Azpilcueta, quien se quejaba, por ejemplo, para el caso de México, que en esas ocasiones «otros ríen cantando y riendo cantan, dellos no atienden a lo que dicen, dellos más devotos están en notar quién cómo salió vestido, y quién cómo danza, baila, burla y dice gracias, que en contemplar al santísimo sacramento que allí se lleva, o en el misterio que aquella procesión representa» (1979: 581). Para el caso de Lima, algo muy semejante lo expresa Lohmann Villena al recordar ciertas advertencias hechas por el virrey conde de Villardompardo, quien hacia 1586 para las festividades de la Semana Santa se preocupaba por atajar los «muchos excesos y deshordenes que se cometían acogiéndose a la oscuridad» (1996: 14). También había recelo ante la posibilidad del influjo de creencias indígenas. En lo tocante a la Nueva España, el mismo Bataillon nos recuerda una censura hecha por fray Luis de Zumárraga: «en ninguna manera se debe sufrir ni consentir entre los naturales desta nueva Iglesia», ya que «por la costumbre que [...] han tenido en su antigüedad, de solemnizar las fiestas y sus ídolos con danzas, sones y regocijos [...] pesaría, y lo tomarían por doctrina y ley, que en estas tales burlerías consiste la santificación de las fiestas» (1979: 286). Preocupaciones semejantes existían para el contexto del virreinato del Perú. Curiosamente, la festividad del Corpus Christi, como recuerda Fernando de Armas Medina, coincidía con la celebración en loor del sol que «en tiempos de los Incas» se llamaba la de Raymi; y señala también que «con los años se descubrió que, en algunas partes, al solemnizar los indios la fiesta del Corpus, lo que verdaderamente hacían era rememorar la antigua fiesta del sol» (Armas 1953: 598)87. No nos sorprende, entonces, que tales fiestas religiosas, de aparatosa y controvertida función, tuvieran un lugar especial en los registros satíricos de Rosas de Oquendo y Valle y Caviedes.