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Literatura de viajes en cinco revistas literarias madrileñas de la década de 1840

Borja Rodríguez Gutiérrez


Catedrático de Literatura del Inst. Albert Pico, de Santander, y Profesor Asociado de la Universidad de Cantabria, (Dep. de Filología)



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La década de 1840 contempla una gran proliferación de revistas literarias. Solo en Madrid aparecen en esa década 482 revistas diferentes1. Los artículos de viajes son colaboraciones habituales en este tipo de revistas. En este trabajo vamos a reseñar los artículos aparecidos en cinco revistas: El Laberinto (1843-1845)2, El Museo Literario (1844)3, El Siglo Pintoresco (1845-1846)4, Revista literaria de El Español (1845-1846)5, y El Renacimiento (1847)6.

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A la altura de 1844 el viaje se ha convertido en un elemento más de la vida social «imprescindible». Tal es la opinión, al menos, de Bretón de los Herreros que publica en ese año, en El Laberinto, una «Epístola satírica a mi amigo, compañero y padrino el señor M.(ariano) R.(oca) de T.(ogores)7» titulada La manía de viajar. Se lamenta Bretón de no poder comunicarse con Roca de Togores que está, según él, en viaje constante. Admite que también a él le gustaría buscar el fresco en medio del verano madrileño, pero no quiere ser como otros «que por huir del purgatorio / se meten de rondón en el infierno». Satiriza después a los madrileños que van a pasar el verano en un pueblo, sufriendo incomodidades y estrecheces. Continua lamentándose de la moda que ahora obliga a viajar, comparándola con las costumbres de sus abuelos, que nunca salían de su casa.


Hoy hemos dado en el contrario abuso
Ya español que no viaja se denigra
Nadie está bien en donde Dios le puso.


Prosigue Bretón dando la lista de los destinos mas típicos, -o al menos mas deseados y mencionados en las conversaciones de buen tono-, de los viajes de su época: Pau, Suiza, los Pirineos, Lyon, París, Lila, Ostende, Berlín, Varsovia.

Los viajes se han convertido en un atributo de la elegancia y el buen tono, y las revistas, que junto a la literatura y la historia publican dibujos y viñetas de la última moda parisiense incluyen artículos sobre viajes.

Muchos de estos artículos son plenamente románticos, en los que el viaje es una consecuencia del estado especial del autor de tristeza, aburrimiento, incomodidad consigo mismo, de ese fastidio universal que busca en el viaje la esperanza de una evasión de la realidad que aprisiona. Juan del Peral8 al principio de su «Viaje a Toledo» (El Laberinto, 1844, pp. 170-171 y 194-195) lo declara de forma muy explícita:

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El descontento y el disgusto general que dominan en los individuos de todas las clases de la sociedad, tendrá sus orígenes en causas que los filósofos observadores podrán tal vez determinar con más o menos acierto: no es nuestra intención escudriñar estas causas sino hablar de sus efectos. El pobre está descontento de serlo: esto no debe de causar seguramente gran extrañeza, pero lo debe causar que lo esté el rico. Está disgustado el amante correspondido y descontento el desdeñado. Más motivo tiene el primero en nuestro concepto: los desdenes son eslabones que se rompen de una cadena, y los favores son cadenas que nos echamos poco a poco y que acaban por esclavizar nuestra alma. Descontentos están periodistas y diputados de la oposición por que no llegan al poder y disgustados los del poder por que les hacen la oposición. De esta incomodidad universal, de este comezón del espíritu, nace que nadie se encuentre bien en el pueblo donde está, por que cree que en los otros lo había de pasar mejor. El que habita en una provincia desea pasar a Madrid, y, los de Madrid, así que pueden, escapan a las provincias. Unos viajan a París y a Londres en busca de sensaciones y de ruidos, y otros huyen de esas grandes capitales buscando la quietud del campo. Nadie está contento con su suerte [...] todos anhelamos lo que no poseemos, y tal pisaverde bebe los vientos por la esposa de don Bruno, y huiría de ella cien leguas si don Bruno le cediese la mujer, lo que haría probablemente don Bruno de muy buenísima gana.


(p. 170)                


El disgusto existencial que aquí se apunta da lugar a un viaje triste y melancólico, en el que priman sobre todo las impresiones de autor. Los restos destrozados de edificios incendiados durante las guerras carlistas, las ruinas del Alcázar y la visita final a la casa de locos de Toledo mantienen el nivel general de pesimismo y de tristeza. El autor consigna como lema de su artículo «una inscripción [en uno de los muros del Alcázar] puesta al carbón y firmada por nuestro desaparecido amigo Larra. Aquellos rasgos nos los han destruido los elementos y una mujer destruyó a su autor» (p 170):

Nada nos queda nuestro sino el polvo de nuestros antepasados, que hollamos con planta indiferente: segunda Roma en grandeza pasada y en nulidad presente, tropezamos en nuestra marcha, adónde quiera que nos volvamos, con restos de grandeza... con gloriosas ruinas.


Este tipo de experiencia de viaje triste y melancólica, relacionada con la insatisfacción romántica aparece en otras ocasiones. «Una visita al sepulcro de Abelardo y Eloísa» de Ángel Fernández de los Ríos9 (El Siglo Pintoresco, 1845, pp. 133-139) nos ofrece una buena muestra. El protagonista está en París. Triste e insatisfecho sin un objetivo claro, sale a pasear. Pronto la gente le agobia y se   —70→   acerca al cementerio del Pére Lachaise. Allí se encuentra con un escritor francés, conocido suyo, que le enseña la tumba de Abelardo y Eloísa. La vaga tristeza que siente el protagonista y la tumba de los célebres amantes culmina en el momento de emoción que es la cima del artículo.

La tarde había pasado insensiblemente. El Sol se acababa de poner, una sombra rojiza señalaba su curso en el horizonte; la luna llena se elevaba sobre un fondo azulado; el aire estaba en calma, la noche creciente permitía distinguir mil luces, que cual estrellas brillaban en la agrupación confusa de los edificios de París; un silencio profundo reinaba en aquel recinto, sólo a intervalos se oían los acentos lúgubres de algunos pájaros nocturnos, y por el lado de la capital un ruido semejante al que forma una cascada lejana; las sombras se acrecentaban, ya no se distinguía más que lo blanco de las pirámides y de las tumbas. La soledad del lugar, lo apacible de la noche, y lo majestuoso de la escena, aumentaban la impresión de tristeza que me dominaba anteriormente; ensanchose mi corazón con la plegaria y dos gotas de agua brotaron de mis ojos.


(p. 138)                


Fernández de los Ríos plantea una visión romántica del escenario de su efusión sentimental: el crepúsculo le permite dibujar un paisaje de contornos no definidos, borrosos. Esteban Tollinchi, a propósito de los paisajes románticos, recuerda que en la iconografía literaria la atmósfera ensoñada suele manifestarse en la preferencia por los paisajes en que se pierde el perfil preciso y se obtiene lo borroso o lo ambivalente, como sucede en los paisajes de otoño, los crepúsculos, nocturnos y claros de luna10. Para conseguir este efecto de crepúsculo y claro de luna Fernández de los Ríos lleva a cabo una transposición de elementos, sustituyendo lo real por una serie de detalles imaginarios muy propios del romanticismo sentimental. Así nos consigue presentar un cementerio en el interior de una ciudad como un lugar solitario. Las luces de los edificios se convierten en estrellas lejanas y el rumor de la ciudad en el ruido de una cascada. La naturaleza, el paisaje se transforman para que coincidan con el estado de ánimo del protagonista.

En otros muchos artículos aparece esta impresión romántica del paisaje, subjetiva e individual, en la que lo fundamental es el estado de ánimo del autor, las sensaciones que experimenta al contacto con los elementos de la naturaleza, de la arquitectura o de la sociedad. Gil y Carrasco, el paisajista literario por excelencia del Romanticismo español, en un bello artículo («Rouen», El Laberinto, 1844, pp. 300-303) queda subyugado por un instante del crepúsculo que contempla desde una barca que pasea por el río. La estampa resultante tiene algo de pintura de Millet:

La lluvia había cesado por entonces, y aunque el cielo estaba encapotado todavía, los nublados se habían remontado. Del lado de poniente venía una claridad pálida y extraña que revestía todos los objetos de un tinte indefinible. Los cabellos goteaban mucho: el heno de las extensas praderas en la orilla izquierda yacía abatido por el peso de la lluvia: los marineros descogían sus velas para   —71→   sacarlas aprovechando una brisa que venía del mar: el silencio era sumo en ambas orillas y sólo algunas barquillas que se desplazaban como otros tantos ánades silvestres, y dos bergantines que subían muy lentamente de El Havre con las velas extendidas y tirados por pesados caballos normandos, turbaba el espejo de las aguas. Era una escena como hay pocas o por lo menos de las que no había presenciado todavía


(p. 302)                


Lo que llama la atención a Gil y Carrasco es un paisaje descontextualizado, es decir que no tiene ningún elemento identificador de país o de localidad, y cuya importancia es que sintoniza con la melancolía siempre presente en su espíritu, y que produce una impresión más honda en el autor que otros elementos presumiblemente más importantes. Todavía bajo esta impresión el autor regresa a la estación de ferrocarril, mientras la noche se va cerrando lentamente.

Un tren que salía para París arrancó con su acostumbrada velocidad, pero con un estrépito infinitamente mayor a causa de la pesadez del aire y del silencio de la noche, y sembrando el camino de chispas bullentes que caían de la máquina, y alumbrando con los faroles encendidos de sus carruajes en medio de la oscuridad, desapareció con la rapidez de un meteoro, dejando tras de sí un surco luminoso que las tinieblas se tragaron al instante. Imagen más fiel que el destino del hombre en la tierra apenas puede ofrecerse a la imaginación de nadie.


(p. 302)                


El destino concreto del viaje ya no tiene importancia frente a las impresiones que experimenta el viajero, que en ocasiones como esta van más allá de lo que es el viaje en sí y llevan a consideraciones personales o filosóficas.

Incluso en los viajes más objetivos y descriptivos aparece el sentimiento romántico, individual del paisaje. Rafael Monje publica en El Siglo una serie de artículos de descripción de monumentos históricos. En uno de ellos, «El monasterio de San Pedro de Cardeña» (El Siglo, 1845, pp. 128-131) el detallista descriptor cede espacio al romántico que se extasía con la pureza del paisaje solitario y primitivo:

Cuanto más aquel sitio se recorre, más placer se experimenta. La imaginación, ansiosa de satisfacer plenamente sus goces, abstrae el entendimiento, le subyuga con una especie de éxtasis que no puede expresar el mismo que lo siente; porque el afán de ver los objetos le hace incapaz de examinar sus impresiones. Allí respira el corazón con desahogo: se olvidan los cuidados domésticos, el trato ceremonioso, las penosas exigencias de la sociedad. Allí vuelve, por decirlo así, a reengendrarse el hombre en su estado primitivo y hasta le repugnan esos intereses en que estriba la ley, que le sujeta a vivir entre sus semejantes.


(p. 120)                


La vuelta a la naturaleza, al primitivismo, a la sensación pura e ingenua del hombre natural... Monje concreta la diferencia entre el viajero que ve y el viajero que siente: el afán de ver los objetos le hace incapaz de examinar sus impresiones. El viajero romántico va a estar siempre muy atento a sus impresiones, que en muchas ocasiones hacen desaparecer el viaje en sí.

Impresiones que no son sólo estéticas y paisajísticas. La guerra, la política, la decadencia nacional acechan en la mente del viajero romántico y hay elementos   —72→   del paisaje o del viaje que hacen que estas ideas aparezcan. No es raro encontrarlo en el muy pesimista «Viaje a Toledo» de Juan del Peral. Desde el coche en el que viaja divisa

unas paredes ruinosas, delante de las cuales nos detuvimos a mudar tiro. Pregunté que era aquello y me respondieron: «Las ruinas de un edificio que quemó la facción carlista». Recordé en aquel momento que en Guipúzcoa, y en la línea de Hernani, vi este verano último otros pueblos quemados por las tropas constitucionales.[...] Luego en esta bendita tierra no se hacen la guerra los partidos entre sí, sino que todos se la hacen al país y siempre es el pacífico habitante el que queda arruinado [...] Triste y amarga verdad que es el pecado mayor de la infamia de nuestra época.


(p. 171)                


El tono pesimista y triste del artículo de del Peral encaja totalmente con estas consideraciones. Pero incluso en un artículo de Antonio Flores11 «Un viaje a las provincias vascongadas, asomando las narices a Francia» (El Laberinto, 1845, pp. 26-28/42-44/56-58/67-70/87-90/120-122/152-154/171-172/188-191), donde el costumbrismo bienhumorado es la nota dominante, aparece el tono amargo cuando se introduce la política. Flores, en Bayona, observa los cafés donde se reúnen los exilados:

No me detuve a indagar el color político de aquellas gentes porque ya sabía yo que mandando los moderados debían ser progresistas cuando menos. En esta clase de ecuaciones españolas conocido uno de los datos está resuelto el problema [...] y apenas triunfa un partido manda a sus enemigos, o a los que quiere que lo sean a Francia, para que estudien [...] la manera de hacer lo mismo con sus jueces el día de la venganza. Este tira y afloja está sucediendo en España y acabará cuando Dios quiera, pero lleva trazas de ser eterno.


(p. 153)                


La situación calamitosa de los monumentos españoles, de su estado de conservación, de lo escasa protección que se les presta, da pie a numerosas reflexiones, que, en general, se lamentan de las vergüenzas de la patria. Juan del Peral, como no, es uno de esos autores.

Estando en Bélgica tuvimos ocasión de ver la cabeza de piedra de un santo, obra de gran mérito que un belga aficionado a las artes compró por diez reales, cuando visitó a Toledo; y en uno de los famosos cuadros que hay en los claustros de la Catedral, falta un pedazo que representa un perro, y que un inglés cortó con su cortaplumas. Así desaparecen en detall (sic) todas nuestras antigüedades para mayor baldón de nuestra patria!


(p. 194)                


Pero no solamente del Peral. Un autor aséptico en el estilo y científico en sus contenidos como es José Amador de los Ríos no deja de manifestar su indignación   —73→   al contemplar el estado de las ruinas de Itálica («Las ruinas de Itálica», El Laberinto, 1845, pp. 9-11):

Cuando vimos destrozo semejante nos pareció que estábamos rodeados de una banda de salvajes del Canadá [...] Los mosaicos habían desaparecido a manos de los habitantes de Santi Ponce [...] codiciosos de vender a los extranjeros las piedrecitas y pastas de que se componían, nada habían dejado de ellos [...] Jamás se ha hablado en España tanto de progreso, tomando estas palabras en la acepción filosófica y jamás se ha retrocedido tanto al estado de barbarie como en la presente época.


(pp. 10-11)                


Este lamento por la condición del país se hace más agudo cuando se considera el juicio que los extranjeros están haciendo sobre la situación de la cultura española. José Giménez Serrano12 («La casa de la moneda en Granada», El Siglo, 1845, pp. 150-153) se siente invadido por la vergüenza:

Hoy del barrio del Hajariz no queda sino el espectro grandioso de las ruinas. Sus inmensos palacios [...] son conventos de monjes o casas de vecindad. Ya no restan más que las flores y algunas palmeras mustias que acarician con sus ramas los troncos carcomidos y nudosos de los cipreses seculares que por todas partes elevan sus puntiagudas copas. La puerta del Alcázar que comunicaba con el camino que a tan poético barrio se dirigía, está murada [...] el bello monumento que podía servir de estudio y de modelo a nuestros modernos artistas y enseñar a nuestros legisladores la filantrópica administración de los árabes ofrece hoy un cuadro desastroso!!

Y qué responder a los extranjeros cuando nos insultan y arrojan a los ojos nuestra incuria? Nada!... Es preciso decorar la vergüenza que sube a cubrir de rojo nuestro semblante y, ocultando la amargura del corazón, repetir lo que dijo el autor de este artículo a Mr. Thiers: «Qué importa! Hijos tiene España, todavía, que tan grandes monumentos alzarán que harán olvidar a todos la triste memoria de estos restos».


(pp. 152-153)                


Magro consuelo es éste, sin duda.

Paulatinamente, esta literatura de viajes que va dejando en la sombra el destino del viajero y sacando a la superficie sus sensaciones y sus emociones, va ganando terreno. Pudiera pensarse que esto ocurre por la limitación de los destinos de los viajeros españoles, que mayoritariamente se circunscriben a la península y los países limítrofes. Pero aparece también en autores como Sinibaldo de Mas y Sans13 uno de los viajeros de más amplio recorrido de estos años. En la Revista literaria de El Español (1845) aparecen unas cartas de Mas escritas desde China precedidas de una breve biografía del autor (n. 1, pp. 9-14). El itinerario de Mas es impresionante (de ser cierto): Constantinopla, Alepo, Palmira, Damasco, Belén, Gaza, El Cairo, el desierto de Arabia (que cruza), Calcuta, Afganistán, Persia, Georgia, Moldavia, Servia, Benarés, Manila, Hong-Kong, Shanghai, etc. Autor de diversas obras, entre ellas una Ideografía en la que propone una escritura   —74→   común a todos los idiomas, para lo cual utiliza sus dotes lingüísticas (en el libro hay ejemplos en quince idiomas diferentes). Tiene por lo tanto, gracias a sus viajes, escenarios exóticos más que sobrados para describir. Pero su artículo «Un paseo por la muralla de Ning-Po» (El Español, n. 11, pp. 7-8) renuncia casi por entero a la descripción de monumentos y paisajes, y apenas menciona la muralla de la ciudad, a pesar de formar parte de la famosa Muralla China. Prefiere Mas hablarnos de sus sensaciones e impresiones al encontrarse el cadáver abandonado y medio putrefacto de un mendigo en una de las torres de la muralla:

Gracias te mando, oh providencia, que me hiciste nacer de padres que pudieron darme sustento y educación, y lejos de China en donde quizás abandonado y sin ausilio (sic), arrecido en una calle o en un muladar, sin médico, sin pariente ni amigo, ni la compañía siquiera de un perro o una luz, hubiere debido luchar con la agonía y morir en el suelo sin colchón ni manta ni cabecera; de dolor; de hambre; de frío!


(p. 8)                


Esta modalidad impresionista de la literatura de viajes, no es la única existente en estas revistas pero sí la más dominante. Es fácil pensar que así debía de ocurrir en la generalidad de las publicaciones de la época, sobre todo si tenemos en cuenta un curioso artículo de Nemesio Fernández Cuesta14, titulado «Impresiones de viaje» (El Siglo, 1845, pp. 185-186). Fernández Cuesta plantea su crítica a esta modalidad de literatura de viajes de modo irónico ya desde el comienzo del artículo:

Yo he viajado mucho!!!

La historia de mis viajes tiene estaciones como la pasión de Nuestro Señor y como los caminos de hierro. Estas estaciones corresponden a otras tantas impresiones que recibí en el tiempo de mi vida viandante.

Debo advertir que una parte de mis viajes los he hecho contra mi voluntad.

Sentados estos preliminares comienzo:

La primera impresión que recibí [...] Era un día caluroso de Agosto: ya he dicho que me hacían viajar a la fuerza, pero esto en vez de dañar a la narración de mis viajes le es favorable: pues claro está que si a la fuerza viajaba, fuertes habían de ser mis impresiones [...] La primera en efecto fue un tremendo vapuleo que me administraron [...]

Así mi segunda impresión fue un hambre horrorosa, que se prolongó todo el tiempo suficiente para poder saborearla a mi placer [...]

Mi tercera impresión fue un terrible aguacero, que humedeció convenientemente mi piel, ya bastante reseca, [...]


Llegado el autor a esta parte de su artículo recibe la visita de un amigo, hombre serio y reflexivo, que al enterarse de que está escribiendo una relación de sus viajes le comenta lo que el cree necesario para este tipo de literatura:

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Veamos que descripción haces de los puntos pintorescos de nuestro bello país, de las costumbres de sus habitantes, de sus artes e industria. Supongo que en esa obra se hallarán consideraciones profundas acerca de todos estos puntos; que rectificarás los errores en que han incurrido los extranjeros al hablar de nuestra España; que presentarás tal como es el carácter de nuestros pueblos. Ante todo, habrás hecho un estudio serio y minucioso de los países que vas a describir. ¿Cuánto tiempo has estado en cada uno de ellos?, ¿has consultado su historia?, ¿qué autores has leído?


A todas estas consideraciones, que sin duda Fernández Cuesta consideraba necesarias para una buena literatura de viajes, responde el protagonista del artículo con desprecio. Las consideraciones sobre las artes, la industria, el comercio, las costumbres ya a nadie interesan. El quiere hablar de sus impresiones. Si hubiera procedido como su amigo le aconseja no habría podido viajar tanto en tan poco tiempo. Admite el protagonista que antes «se necesitaba todo cuanto has dicho y algo más para escribir sobre viajes». Pero ahora es muy distinto:

Nosotros que como sabes somos la nación más atrasada del Orbe; nosotros a quienes separa del África una distancia moral muchísimo más pequeña que la distancia material; nosotros que tenemos que tomar nuestras ideas de la civilizada y civilizadora Francia; de esa nación, cuyos grandes hombres, compadecidos de nuestro país se han propuesto desde hace algún tiempo domesticarnos; nosotros mismos en punto a publicaciones de viajes, si no vamos a la par de nuestros vecinos, porque eso es imposible, les seguimos muy de cerca; y con su ejemplo nos vamos convenciendo de que para escribir de un país no se necesita ni saber su lengua, ni haber residido en él más de ocho días, ni haber estudiado su historia, ni haber examinado sus costumbres. Si me apuras dentro de poco, tanto es lo que en este punto se ha adelantado, que para escribir de un país no se necesitará siquiera haberlo visitado.


Prosigue el protagonista explicando su método. Gracias a sus impresiones se da cuenta que después de la paliza tuvo hambre, por lo cual concluye que los golpes estimulan el apetito. A continuación deduce que, como el hambre aguza el ingenio, para hacer que un español sea ingenioso no hay más que aplicarle unas cuantas tandas de garrotazos. Todo eso sin contar los estudios realizados previamente ni las erudiciones que a nadie interesan. Insiste poniendo como ejemplo obras de franceses en España como Thiers15 y Walewski16, de quien dice: «advierte de cuán ingenioso modo te da a entender que cuando más te acercas a Madrid viniendo del Pirineo, más te alejas de París, cuestión dificilísima y que todavía estaba por resolver hasta la venida de Mr. Walewski». La misma crítica hace el autor a los escritos de los franceses sobre otros países como Alemania o Polonia: se dan detalles irrelevantes, siempre se cuenta lo mismo, no hay estudio sino un montón de tópicos. «Así como hay algunos que se ponen a estudiar por   —76→   escribir, hay quien se pone a escribir por no estudiar». Finalmente cuando el protagonista se dispone a demostrar que los autores españoles proceden de la misma manera que los franceses el amigo se marcha, cansado ya de oírle.

Aunque puede parecer severa esta critica lo cierto es que algunos autores diseñan un plan de trabajo que se asemeja mucho al expuesto por Fernández-Cuesta. Antonio María Segovia17, El Estudiante explica de esta manera sus propósitos al iniciar una serie de Cartas de viaje («Viajes de El Estudiante», Revista literaria de El Español, n. 11 pp. 3-5):

El interés estará si acaso, para los lectores de mi genio, en que con toda sencillez y naturalidad hablaré de aquello que vea y emitiré mi juicio, siempre con relación a lo que yo entienda que puede ser útil a mis compatriotas. [...]

En cuanto al orden de mi narración, me ha parecido lo más adecuado [...] que no haya ninguno. ¿No le parece a usted que esto es más adecuado al gusto de la época? Yo borronearé papel y allá se le iré a usted enviando: unas veces se encontrará usted con descripciones, otras con reflexiones sueltas. A veces mezclaré en la relación del presente la de mis pasados viajes, a veces [...] tal cual rasgo satírico, a veces quedará trenzado un cuadro de costumbres..

Quiero hacer unos artículos de viajes menos soporíferos que los de El Heraldo y no tan horripilantes como los del Clamor llamado público.


(pp. 3-4)                


Hay otras manifestaciones contrarias a un tipo de literatura de viajes demasiado subordinado a las impresiones personales y al efectismo. Como hemos visto la irreflexión y la falta de preparación son criticadas y no sólo por Fernández Cuesta. Enrique Gil y Carrasco en «Viaje de Lyon a París» (El Laberinto, 1844, pp. 276-278) se excusa ante el director por no haberle enviado antes el artículo de viaje prometido. El principio de su viaje a Francia fue hecho a toda velocidad y apenas le dio tiempo a ver nada:

¿Cómo quería usted, pues, que trazase mis garabatos sobre impresiones tan fugitivas, ni fabricase la armazón de mis reflexiones sobre tan frágiles cimientos? Ya sabe usted que entre nuestros caros compatriotas hay algunos, entre los pocos que se toman el trabajo de leer mis borrones, que me tienen por hombre de buen juicio y de conciencia. [...] ¿Cómo quería usted, pues, que a riesgo de dar al traste con esta caritativa opinión fuese a incurrir en un vicio que no hace mucho tildaba en la mayor parte de los extranjeros que de nosotros habla?


(p. 276)                


Pero aún más generalizada es la crítica a la dudosa veracidad de muchas obras. Se supone que muchas de las impresiones o de los sucesos que las desencadenan son producto de la imaginación del autor. El Estudiante, es quien lo afirma con más claridad: «La novedad consistirá en que yo no hablaré mas que de lo que sepa y haya visto, y en que diré siempre y solamente la verdad; esto no deja de ser raro entre viajeros, que los tales suelen mentir aún más que los cazadores». (p 3).

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El viaje impresionista y personalista de estos viajeros, centrados en sus sensaciones, sus sentimientos y sus desventuras, pronto será objeto de sátira. «Un recuerdo de Aranjuez» de Miguel Agustín Príncipe18 (El Laberinto. 1845, pp. 283-284/302-303/311/325-326.) es un cuento centrado en las desventuras de un viajero de esta especie. El protagonista es un perfecto viajero romántico, que decide de pronto viajar por pura necesidad del espíritu:

Pues señor... yo me siento inspirado, yo necesito un sitio a propósito para cantar, ¿dónde me dirigiré? La atmósfera de la corte me ahoga y es preciso salir de Madrid. ¿Qué pensamientos podrían ocurrírseme en la muy conocida villa, que no se resintieran de la confusión y el caos que reina en ella? A otra parte, poeta, a otro sitio. La primavera ha desplegado sus galas; el bellísimo mes de mayo te brinda con sus flores: tu inspiración y tu genio se desarrollan en el campo. Vamos al campo pues, vamos a cualquier parte, con tal que [...] en una palabra que pierdas de vista a Madrid.


Así resuelto sale el viajero y coge un billete en la diligencia de Aranjuez, que es el primer viaje que encuentra. Renegando contra un país donde no hay caminos de hierro se dirige a la villa. Cuando llega allí se da cuenta de que con las prisas se ha olvidado dinero y pasaporte y que no tiene suficiente para una habitación para la noche y luego comprar el billete de vuelta. Obligado a dormir en Aranjuez, pues ya no hay diligencias, pasa la primera noche en el palco de un teatro donde se ha quedado encerrado, la mañana siguiente es detenido como sospechoso de haber robado un reloj, después de aclarar el equívoco se mofa de él un pilluelo que le roba el poco dinero que le queda y su propio reloj, haciéndole extraviarse en el laberinto de los jardines del Príncipe, donde debe pasar la segunda noche. Finalmente decide escapar de Aranjuez antes de que le ocurra algo peor y vuelve a Madrid andando, recordando tristemente sus quejas iniciales sobre la falta de caminos de hierro.

Hay otros tipos de artículos de viajes, más atentos a la información del exterior y mucho menos preocupados por los sentimientos del autor. Muchos de ellos se centran en la descripción de monumentos artísticos, como los publicados por José Amador de los Ríos y José Heriberto García de Quevedo19, entre otros. En estos artículos se busca ante todo la descripción clara y la exactitud. García de Quevedo, que viaja por Italia y Grecia tiene claro cual es su objetivo principal:

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Conozco por centenares a esa clase de viajeros profanos, por decirlo así, que pueden dar razón del estado de los teatros italianos de Constantinopla y El Cairo, del modo como se hacen los biftecs y los capones trufados en aquellos países, [...] que pueden disertar sobre la confección del pilaf, y otros manjares de aquellas regiones; pero si se le pregunta por algo concerniente a artes y antigüedades, contesta muy serio: «Estuve poco tiempo, y como tenía muchas conexiones con el cuerpo diplomático no tuve lugar a ver esas cosas».


(Ruinas de Troya El Renacimiento, 1847, p. 21)                


García de Quevedo sí que tiene ocasión de ver esas cosas y a eso se orientan sus artículos descriptivos y minuciosos, que dejan muy poco lugar para los rasgos personales. Se busca la exactitud, la claridad, la minuciosidad: artículos peredianos si se me permite el anacronismo

Cuando la descripción artística se orienta a los monumentos artísticos nacionales aparece, en general, una voluntad de conservación de la memoria de estos monumentos, amenazados de desaparición por la desidia y la incultura. Además del artículo ya mencionado de José Giménez Serrano, sobre la casa de la Moneda en Granada, los artículos de Ivo de la Cortina20 sobre el Monasterio de Poblet (El Siglo Pintoresco, 1846, pp. 121-127/193-197), de Benito Maestre sobre el teatro romano de Sagunto (Revista literaria de El Español. 1846. Tomo II, pp. 1-10), o el publicado anónimo en El Siglo sobre los toros de Guisando (El Siglo Pintoresco. 1846, pp. 55-58) responden a esta intención.

José Amador de los Ríos es, sin duda, el autor mas minucioso y científico de los que dedican sus viajes a la descripción de monumentos artísticos. Dawn Logan en un artículo sobre El Laberinto, diferencia entre artículos de viajes de este autor y otros dedicados a la España monumental, pero no hay diferencia formal entre unos y otros. Cualquiera de los sitios que describe Amador de los Ríos, sean los pueblos de la Rábida o Sanlúcar de Barrameda, o las iglesias de Segovia, o la Torre del Oro de Sevilla, recibe el mismo tratamiento: una concienzuda investigación histórica con la mayor cantidad de datos posibles, y una detallada descripción, acompañada generalmente de detallados dibujos, sobre todo en los artículos publicados en El Laberinto21, una revista de gran calidad gráfica.

Junto al interés artístico está el interés geográfico. A. A. Camus22, presentando unas cartas de viaje de García de Quevedo publicadas en El Siglo, da como una de las razones para su publicación que

No estando tan generalizada entre nosotros como en otros países más tranquilos los viajes de mero recreo e instrucción, esto era contribuir de algún modo a que se despierte la afición a los estudios geográficos entre nuestra juventud estudiosa.

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Entre las ciencias fundadas en la observación y en la exactitud de los hechos, es la geografía la que ha hecho más progresos en el presente siglo, merced a esa pasión de los viajes que a todos nos devora, efecto necesario de esa actividad incesante que es el carácter de nuestra época.

Regiones casi desconocidas hasta el día acaban de ser exploradas, nuevas tierras descubiertas, empezados y completados reconocimientos hidrográficos de la más trascendental importancia para la navegación y el comercio.

Hanse acrecentado la suma de los conocimientos y las nociones y los detalles han sido ilustradas con esa seguridad que llevan consigo los métodos actuales y una larga experiencia que en la Geografía son los viajes.

He aquí la razón por que despiertan siempre nuestra curiosidad las relaciones de los viajeros recientes, aún de los que han llegado a emprenderse sin un objeto determinadamente científico y por regiones que por lo cercanas o por lo frecuentadas, suponemos, de antemano, suficientemente conocidas.


(p. 177)                


El interés por la geografía es causa de los artículos que publica Eugenio de Tapia en El Museo Literario, versión libre de una obra inglesa de 1834: Encyclopedia of Geography. Son, como pude suponerse, exposiciones muy documentadas y detalladas, que tratan no solo de geografía física, sino también de geografía humana, situación política, sociología, etc. Pero la curiosidad por la geografía de los lugares distantes también se manifiesta en artículos como el de Emilio Tamarit, «Gran catarata de Connecticut» (El Siglo Pintoresco. 1846, pp. 207-208.)

Otra variedad en los artículos de viajes es el costumbrismo. En la época costumbrista los viajes no podían escapar a la atención de los escritores que retratan todas las actividades de la época. Mesonero Romanos había comenzado en 1832 («Un viaje al sitio») la atención al viaje desde una perspectiva costumbrista. Los artículos de Casto de Iturralde («De Madrid a Málaga» Revista literaria de El Español. 1845. N. 18, pp. 11-14. N. 22, pp. 12-15.), Antonio Flores («Un viaje en galera» El Laberinto, 1844, pp. 316-317) y Tomás Rodríguez Rubí («Los baños del Molar» El Laberinto. 1843, pp. 36-37/1844, pp. 73-74.) responden a esta tendencia.

Los artículos de viaje publicados en estas revistas madrileñas son representativos del subjetivismo romántico. La conciencia romántica, según Tollinchi, nace de la filosofía de Descartes, que plantea la autoconsciencia y la reflexión sobre el «yo». La autorreflexión va a llevar al irremediable conflicto entre el contemplante y el contemplado, a observar el curso del propio pensar, sentir y actuar. Esta hiperconciencia generará un efecto en la estética romántica: la sobreestimación del propio yo. Rusell P. Sebold ha estudiado con acierto y brillantez23 la importancia del egoísmo romántico que todo lo ve y lo considera en función de sí mismo. Las impresiones de viaje, los lamentos por la decadencia de España, el   —80→   humorismo costumbrista, características, todas ellas, que hemos ido viendo en este artículo se dan en la literatura de viajes de estas revistas porque son formas de subordinar el tema literario al propio yo.

Los autores de estos artículos son por temperamento románticos y como tal escriben. Poco importa que varios abominaran en público de los excesos del romanticismo y que uno de ellos, Antonio María Segovia defendiera la preceptiva neoclásica en un debate en el Ateneo, frente a Antonio Alcalá Galiano que defendía la romántica. Son románticos y por ello Ángel Fernández de los Ríos transfigura la realidad que le rodea por la fuerza de su efusión sentimental; Juan del Peral aprovecha su viaje a Toledo para dar una muestra de su pesimismo patriótico; Sinibaldo de Mas se entrega a consideraciones sobre lo humano en la Muralla China; José Amador de los Ríos se indigna frente a la decadencia de España o Enrique Gil y Carrasco, ante el paso de un tren nocturno, define la vida humana como una rápida luz que atraviesa y apenas ilumina una oscuridad infinita. El escritor romántico aprovecha el viaje o la descripción de éste para proyectar su yo, ya sea nostálgico, escéptico, bienhumorado o lastimero. Su egocentrismo preside su visión de las cosas y de ahí el subjetivismo con que relata los viajes y la apasionante y apasionada manifestación de la personalidad de cada uno de ellos que podemos encontrar en las páginas de estas cinco revistas madrileñas






Artículos de viajes publicados en las cinco revistas

  • A.
    • «Un herradero en Casa Luenga». El Laberinto. 1845, pp. 315-316.
  • Anónimo.
    • «Breve noticia del puente de Martorell, llamado vulgarmente del Diablo». Revista literaria de El Español. 1846. Tomo II, pp. 184-185.
    • «Estado de la Industria y Agricultura en Egipto». Revista literaria de El Español. 1845, n. 10, pp. 4-6.
    • «Estado y costumbres de los modernos egipcios». Revista literaria de El Español. 1845, n. 9, pp. 9-13
    • «La Semana Santa en Roma». El Laberinto. 1845, pp. 131-134.
    • «Los baños del Cáucaso». Revista literaria de El Español. 1845, n. 9, p. 16.
    • «España monumental». El Laberinto. 1845, pp. 364-366.
    • «Toros de Guisando». El Siglo Pintoresco. 1846, pp. 55-58.
    • «Un casamiento en Rusia». El Laberinto. 1845, pp. 379-380
  • Bretón de los Herreros, Manuel.   —81→  
    • «La manía de viajar». El Laberinto. 1844, p. 294.
  • Camus, A. A.
    • «Introducción a los viajes de José Heriberto García de Quevedo». El Siglo Pintoresco. 1845, pp. 176-177.
  • Cañete, Manuel.
    • «Recuerdos de viaje». El Laberinto. 1845, pp. 167-170/ 183-186/211-214/227-229.
  • Cortina, Ivo de la.
    • «Monasterio de Poblet». El Siglo Pintoresco. 1846, pp. 121-127/193-197.
  • El Estudiante
    • «Viajes de El Estudiante. Cartas 1 y 2». Revista literaria de El Español. N. 11, pp. 3-5
    • «Viajes de El Estudiante. Cartas 3 y 4». Revista literaria de El Español. N. 12, pp. 1-3
    • «Viajes de El Estudiante. Carta 5». Revista literaria de El Español. N. 13, pp. 1-2
  • Escalante, Juan Antonio de.
    • «Windsor». El Siglo Pintoresco. 1846, pp. 217-218.
  • Fernández Cuesta, Nemesio.
    • -«Impresiones de viaje». El Siglo Pintoresco. 1845, pp. 185-186.
  • Fernández de los Ríos, Ángel
    • «Una visita al sepulcro de Abelardo y Eloísa». El Siglo Pintoresco, 1845, pp. 133-139
  • Ferrer del Río, Antonio.
    • «Jerusalem». El Laberinto. 1844, pp. 170-171.
    • «Recuerdos de un viaje a la isla de Cuba». El Laberinto. 1844, pp. 203-205.
    • «Viaje marítimo de Cádiz a La Habana». El Laberinto. 1844, pp. 51-52
  • Flores, Antonio.
    • «Un viaje a las provincias vascongadas, asomando las narices a Francia». El Laberinto, 1845, pp. 26-28/42-44/56-58/67-70/87-90/120-122/152-154/171-172/188-191
    • «Un viaje en galera». El Laberinto. 1844, pp. 316-317
  • —82→
  • García de Quevedo, José Heriberto.
    • «Cercanías de Roma». El Siglo Pintoresco. 1847, pp. 41-52.
    • «Constantinopla». El Siglo Pintoresco. 1847, pp. 269-272/289-292.
    • «Del Pireo a Constantinopla, pasando por Sira, Smirna y Los Dardanelos». El Siglo Pintoresco. 1847, pp. 224-227
    • «Florencia». El Siglo Pintoresco. 1847, pp. 78-81
    • «Roma». El Siglo Pintoresco. 1847, pp. 17-19.
    • «Roma antigua». El Siglo Pintoresco. 1847, pp. 25-28
    • «Ruinas de Troya». El Renacimiento. 1847, pp. 21-23.
    • «Un paseo por algunos puntos notables de Grecia». El Siglo Pintoresco. 1847, pp. 97-101/145-149/193-196
    • «Viajes. Cartas 1 y 2». El Siglo Pintoresco. 1845, pp. 176-180.
    • «Viajes. Carta 3». El Siglo Pintoresco. 1845, pp. 279-281.
    • «Viajes. Carta 4». El Siglo Pintoresco. 1846, pp. 69-69.
  • Gil y Carrasco, Enrique.
    • «Crítica a Bosquejos de España (Sketches in Spain) por el capitán S. E. Cook, de la marina real inglesa». El Laberinto. 1844, pp. 128-130/141-143/157-159.
    • «Rouen». El Laberinto. 1844, pp. 300-303.
    • «Viaje de Lyon a París». El Laberinto. 1844, pp. 276-278.
  • Jiménez Serrano, José.
    • «La casa de la moneda en Granada». El Siglo Pintoresco. 1845, pp. 150-153.
  • Iturralde, Casto de.
    • «De Madrid a Málaga». Revista literaria de El Español. 1845. N. 18, pp. 11-14. N. 22, pp. 12-15.
  • Khun, Julio.
    • «Noticias sobre los Thugs». 1844, p 75
  • Maestre, Benito.
    • «Descripción del Teatro de Sagunto». Revista literaria de El Español. 1846. Tomo II, pp. 1-10.
  • Magán, Nicolás.
    • «Monasterio de San Martín de Santiago». El Siglo Pintoresco. 1846, pp. 34-37.
  • —83→
  • Mans y Sans, Sinibaldo de.
    • «(sin título)» Revista literaria de El Español. 1845. N. 1, pp. 9-14.
    • «Un paseo por la muralla de Ning-Po». Revista literaria de El Español. 1845. N. 11, pp. 7-8.
  • Monje, Rafael.
    • «El hospital del rey». El Siglo Pintoresco. 1845, pp. 32-34.
    • «El monasterio de San Pedro de Cardeña». El Siglo Pintoresco. 1845, pp. 128-131
  • M. N. B. (J. M. B.)24
    • «Recuerdos de un viaje a Francia en los críticos años de 1792 y 1793». Revista literaria de El Español. 1845. N. 31 pp. 7-10. 1846. N. 33, pp. 9-12; N. 35, pp. 5-9.
  • Navarrete, Ramón de.
    • «Bruselas». El Siglo Pintoresco. 1847, pp. 169-172.
  • Navarro, C. M.
    • «El Monte Ararat». Revista literaria de El Español. 1845. N. 5, pp. 13-15.
  • Peral, Juan del.
    • «Viaje a Toledo». El Laberinto. 1844, pp. 170-171/194-195.
  • Pérez Calvo, Juan.
    • «Una Semana Santa en Toledo». El Laberinto. 1845, pp. 136-138.
  • Príncipe. Miguel Agustín.
    • «Un recuerdo de Aranjuez». El Laberinto. 1845, pp. 283-284/302-303/311/325-326.
  • Ríos, José Amador de los.
    • «Alcalá de Henares». El Siglo Pintoresco. 1847, pp. 300-303.
    • «Iglesias de Segovia». El Siglo Pintoresco. 1847, pp. 4-9/41-43/52-54.
    • «La Rábida». El Laberinto. 1844, pp. 311-313.
    • «La Torre del Oro en Sevilla». El Siglo Pintoresco. 1846, pp. 102-104.
    • «Recuerdos de Córdoba». El Laberinto. 1845, pp. 259-262.
    • «Recuerdos de Sevilla». El Laberinto. 1845, pp. 103-106/115-118.
    • «Ruinas de Itálica». El Laberinto. 1845, pp. 9-11.
    • —84→
    • «San Isidoro del Campo». El Laberinto. 1844, p 9
    • «Sanlúcar de Barrameda». El Laberinto. 1845, pp. 70-72.
    • «Un día en Granada». El Laberinto. 1845, pp. 77-78.
  • Romero Larrañaga, Gregorio.
    • «Un recuerdo de Stambul». El Siglo Pintoresco. 1846, pp. 283-285.
  • Rodríguez Rubí, Tomás.
    • «Los baños del Molar». El Laberinto. 1843, pp. 36-37/1844, pp. 73-74.
    • «La fiesta de San Bernardo en Mallorca». Revista literaria de El Español. 1845. N 10, pp. 14-16.
  • Salas y Quiroga, Jacinto de.
    • «El Escorial». en 1847 El Renacimiento. 1847, pp. 117-120.
  • Tamarit, Emilio.
    • -«Gran catarata de Connecticut». El Siglo Pintoresco.1846, pp. 207-208.
  • Tapia, Eugenio de.
    • «África». El Museo Literario. 1844, pp. 5-15.
    • «Berbería». El Museo Literario. 1844, pp. 16-39/65-85.
    • «El Egipto». El Museo Literario. 1844, pp. 85-94/129-152.


 
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