Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —465→  

ArribaAbajoDe la memoria a la historia: oralidad y escritura

  —466→     —467→  

ArribaAbajoUn espacio de la memoria: el paso de la frontera francesa de los exiliados españoles. La despedida del presidente Azaña

Giuliana Di Febo


Università di Roma Tre, Italia


El éxodo español que se produjo durante y al finalizar la guerra civil ha sido objeto de múltiples investigaciones, muchas de ellas apoyadas en las narraciones de los protagonistas. Aquella dramática experiencia no sólo inspiró una relevante escritura autobiográfica sino también ha sido tema de estudio por parte de la historia oral, enriquecida, en los últimos años, por documentos audiovisuales. En particular el éxodo de enero y febrero de 1939, causado por la caída de Barcelona, se ha transformado en narración debido a las condiciones extremas en que se desarrolló. Aquella masa humana que invade los puestos fronterizos de La Tour-de-Carole, Bourg Madame, Le Perthus y Cerbère esperando poder pasar a Francia ya es parte fundamental del imaginario colectivo y de la memoria histórica del exilio español. Tal vez la conocida foto de Robert Capa representando al niño que, solo, se dirige hacia la frontera con su manta en los hombros como único equipaje, es emblemática de la soledad y el desamparo que afectaron a los refugiados españoles, sobre todo a los más débiles: niños, heridos y ancianos.

El presente trabajo se centra en la frontera771, en su ambivalente significado de demarcación real y «metáfora» de separación, en cuanto zona de la memoria presente en los relatos de los exiliados.

Aun sin dejar de aludir a otras fuentes mi lectura se funda en un corpus de textos heterogéneos: el libro Pasión y muerte de los españoles   —468→   en Francia772 de Federico Montseny que incluye también testimonios orales, las entrevistas recogidas por Antonio Soriano en Éxodos773, la carta de Manuel Azaña a Ángel Ossorio. El denominador común de las distintas narraciones -realizadas en diferentes períodos- es que provienen de testigos oculares y de protagonistas. La clave de lectura propuesta es el sentido que asume la frontera como elemento que activa el binomio memoria-identidad, dimensión ésta que estructura la experiencia y que permite individualizar referencias a menudo vinculadas al papel institucional desempeñado durante la República.

Una aclaración metodológica previa: la interpretación del material memorialístico no guarda relación con la veracidad de los hechos narrados sino con su significado en cuanto representaciones. En concreto intento reflexionar sobre las modalidades a través de las cuales el impacto con la frontera francesa se transforma en reelaboración de la memoria teniendo presente el carácter de creación y re-creación de la misma frente a la experiencia real y al tiempo. Al respecto escribe Walter Benjamin:

Un acontecimiento vivido puede considerarse como terminado o como mucho encerrado en la esfera de la experiencia vivida, mientras que el acontecimiento recordado, no tiene ninguna limitación puesto que es, en sí mismo, la llave de todo cuanto acaeció antes y después del mismo774.



La descodificación de los comportamientos, de las respuestas y de las actitudes pretende reintroducir en la historia de aquel acontecimiento una ulterior faceta: la vivencia no separable de su formalización oral o escrita -a distancia de años-, de su «destilado significativo»775. Memoria de la frontera e incidencia de la frontera en la organización de la memoria se presentan como indivisibles en este tipo de representaciones.

Indudablemente la configuración del pasado, basándose en una experiencia que marcó profundamente la existencia de tantos españoles, depende de varios factores. Entre ellos la personalidad del que cruza la frontera, su cargo o nivel de responsabilidad, su ser hombre o mujer, la peculiaridad de las dificultades encontradas, los silencios y los olvidos, y, en el caso de los testimonios orales, las elecciones del propio entrevistador. Es decir, la subjetividad de las representaciones   —469→   interactúa con los hechos reales, puesto que: «le rappresentazioni lavorano sui fatti e ambiscono allo statuto di fatti; i fatti si organizzano secondo le roppresentazioni, gli uni e gli altri confluiscono nella soggettività e nei discorsi degli esseri umani»776.

En esta línea interesa comprender la función de la frontera en cuanto generadora de actitudes, de gestos y de comportamientos que, a menudo, en el recuerdo, dan lugar a un entramado de lo simbólico con lo real. De la lectura de numerosos testigos es posible adelantar algunas reflexiones de carácter general.

En primer lugar, asistimos a una cancelación de la frontera en términos ideales y de movilidad y a su transformación en área de conflicto rígidamente reglamentada y normativizada, en línea divisoria que marca -en la narración- una polivalencia de rupturas y de separaciones777 afectivas, políticas, culturales, sociales.

Para los que esperan pasar -acosados por la lluvia torrencial, los bombardeos, el miedo a las tropas franquistas- la imaginada puerta hacia la salvación recupera su dimensión geopolítica de barrera real y convencional, pero al mismo tiempo sigue siendo posibilidad última de acogida y de 'refugio'.

El «allez/allez» de los gendarmes, recordado casi como una obsesión, y que algunos exiliados han intentado exorcizar transformándolo en estribillo de una canción778, es la primera señal de una alteridad lingüística y territorial advertida en toda su intensidad, seguida por una sucesión de violencias: los registros a menudo humillantes, las amenazas, los malos tratos, la fría burocracia, la inesperada y agresiva presencia de soldados senegaleses, la entrega de las armas o de sus pocos haberes. En definitiva, un sentido de expoliación física, moral e ideológica que afecta a todos, aunque de distintas formas y que sólo pocos afortunados pueden compensar con las muestras de solidaridad de los franceses que más allá de la línea fronteriza esperan a amigos, parientes, conocidos de amigos. Las respuestas son múltiples. El antes y el después, como veremos, inscriben su determinación espacio-temporal en distintos planos axiológicos.

  —470→  

En algunos de ellos la descripción del conflictivo impacto desemboca en una acentuación del sentido de la propia pertenencia. En cambio, en otros, la evocación de la lucha por la supervivencia es absorción de su individualidad en el drama colectivo. El paso del yo al nosotros que se detecta en muchos relatos es la muestra más evidente de ello.

Adelantamos que, cuanto más significativa es la personalidad del que cruza la frontera desde el punto de vista político, militar e institucional, tanto más la recuperación de signos y rituales adquiere el sentido de afirmación de su reciente pasado republicano. El relato del paso de la frontera del presidente Azaña -confirmado por otros escritos- nos devuelve una imagen fundada en la coherencia con una elección política y cultural anterior.

En el caso de la ministra Federica Montseny y de otras mujeres que desempeñaron cargos, la autorrepresentación se inscribe en la interrelación entre la función dirigente y la condición femenina: evacuación de niños, atención a sus padres o a sus hijos. Para las mujeres la lucha por la supervivencia da lugar a un complejo entramado de actuaciones y percepciones.

Encontramos ejemplos, si bien con matices distintos, en Teresa Pamies y Sara Berenguer. La dirigente comunista en Cuando éramos capitanes, dentro de la descripción de la desbandada general en la frontera, focaliza la actitud extraordinaria de Neus, una mujer de Manresa, que con «un hijo en brazos y el otro cogido de la mano» mandaba y organizaba inspirando valor a los otros. Una imagen que a distancia de años funciona no sólo como expresión de la fuerza de la solidaridad, sino también como autorrepresentación en clave especular y no exenta de crítica:

Aquella mujer me hacía comprender que no era hora de palabras; que todo lo que yo había proclamado por calles, plazas, cines, arenas, micrófonos, escenas y otras tribunas de Cataluña y América, debía justificarlo en aquella pequeña comunidad de fugitivos, de gente que no se conocía, de personas que nunca se habían visto entre ellas y que, en un sólo día, se convirtieron en una familia779.



Sara Berenguer, dirigente anarquista, en Entre el sol y la tormenta, subraya el comportamiento ejemplar de un grupo de chicas durante el trayecto:

Ninguna de aquellas mujeres, jóvenes y sin experiencia, a pesar de tantas peripecias y fatigas, faltas de sueño y hambrientas, nadie, absolutamente nadie, mientras anduvimos en grupo, se quejó de su suerte780.



  —471→  

La relevancia que las dos dirigentes asignan a estos dos hechos ¿se puede interpretar como una valoración de la potencialidad de las mujeres que, en situaciones límites, anula cualquier condicionamiento de género? O por el contrario ¿la dimensión maternal -en el caso de la mujer de Manresa- se convierte en resorte que se transmite a los otros? Se trata de temas, aquí sólo sugeridos, que seguramente necesitan una profundización.


ArribaAbajoSi las fronteras se hubiesen abierto...

La experiencia del éxodo ha sido objeto de escritura por parte de Federico Montseny en Cent dies de la vida d'una dona781. Se trata de una narración autobiográfica, publicada en 1949. En ella la frontera francesa es evocada a través de múltiples sensaciones y sucesos, en los que a la tragedia colectiva se suma un protagonismo complejo, donde la connotación de género -las funciones de madre o de hija- incide en el papel de dirigente. El relato de aquellos momentos se expresa a través de un imaginario maternal y e paso de la frontera se describe como un dolor más tremendo que el parto, una ruptura con un patrimonio de afectos familiares que había unido a muchas generaciones782.

Montseny, en su libro Pasión y muerte de los españoles en Francia, además del capítulo sobre el éxodo, ya publicado en la precedente obra, extiende el relato a los campos de concentración, al problema de los heridos y a la actuación de los españoles en la resistencia francesa contra los alemanes.

La narración autobiográfica se abre a la aportación de la memoria de otros protagonistas. Esta elección hace que el propio texto, enriquecido por testimonios directos y relatos indirectos (voces que cuentan vicisitudes de parientes, breves síntesis de las experiencias de amigos), se ofrezca al lector como formalización de la no solución de continuidad entre experiencia individual y colectiva.

La misma autora explica, en la introducción, que el libro se funda en testimonios recogidos a finales de 1949 y principios de 1950, es decir a una distancia relativamente breve de los sucesos; lo que explica, al menos en parte, el pathos y la fuerte subjetividad emocional.

Alrededor de la denuncia -eje principal de la primero parte del texto- se desarrollan otros motivos: las respuestas desesperadas pero también los comportamientos dignos y heroicos de hombres y mujeres en los campos de internamiento, y los casos de solidaridad por parte   —472→   de los franceses. La segunda parte, más en clave apologética, destaca el valor y la abnegación de los españoles en la resistencia contra la ocupación alemana.

Desde las primeras páginas, dedicadas a la descripción del paso de la frontera, emerge la desorientación total en la que se encuentran los refugiados. Al abandono de España en condiciones límites, se añade la decepción por la dura acogida francesa.

El paso de la frontera es la primera cesura política, existencial y afectiva para una masa humana que se separa de su tierra no por libre elección sino por haber sufrido una derrota traumática. Esta vivencia está presente en la dirigente anarquista que asume el itinerario de los dos ejércitos como emblema de la dicotomía derrota/victoria:

Los fascistas iban avanzando, y el ejército y el pueblo iban retrocediendo783.



La frontera es donde se materializa la separación de una parte del pueblo español -el vencido- de los vencedores que van ocupando un territorio que ya no es republicano.

Pero la misma frontera se convierte en espacio enemigo y recupera para la población que espera, su antiguo significado militar defensivo, de «campo trincerato»784, más bien «línea que divide los dos pueblos y las dos naciones»785. Para los españoles acosados por el ruido de los aviones franquistas se convierte en barrera donde acaecen las primeras tragedias del exilio. La de los que intentan pasar, sin resultado, a través de atajos y senderos o la del pánico que cunde en la masa hacinada y que Montseny intenta contener recuperando su papel de líder. Frontera dramática y absurdamente inestable, que se abre o se cierra según las noticias sobre la mayor o menor cercanía de las fuerzas franquistas, causa de desconcierto para los refugiados pero también reflejo de la desorientación política de los franceses asustados por la avalancha humana que ven aproximarse.

Lo recuerda la autora:

El río humano continuaba desbordándose sobre Francia. Nada había previsto ni preparado para ellos, es cierto786.

El desencanto y la decepción son inmediatas:

Pero cuando esa oleada humana llegó a las fronteras de Francia las encontró cerradas y defendidas por largas líneas de senegaleses con las ametralladoras en las manos787.



  —473→  

Los soldados senegaleses irrumpen en la evocación como símbolo imprevisto de un escenario agresivo. Son percibidos como un atropello más, como la materialización sombría de la entrada en un espacio hostil, anunciado por una otredad advertida como doblemente ajena. Demasiado reciente es el recuerdo de las tropas marroquíes de Franco. La violencia de los senegaleses -que continuará en los campos de internamiento- despierta el fantasma ancestral del negro/primitivo que finalmente toma su venganza histórica sobre los blancos. Una violencia tanto más inexplicable en cuanto proviene de un país considerado como amigo.

Comenta un testigo:

Los negros tenían carta blanca sobre los blancos... se utilizaba, contra nosotros, el complejo de inferioridad racial, el odio acumulado en los corazones negros contra el despotismo y la brutalidad de los blancos, el sentimiento instintivo de la revancha y todas las bajas pasiones que actúan en todo hombre y mucho más frecuentemente en las almas primitivas.



Los fugitivos se enfrentan con una cadena de decepciones que producen un trastocamiento de imágenes frente a Francia, reflejo de un desfase entre la expectativa sobre el país donde «comenzar una nueva existencia» y la realidad.

El impacto se expresa a través de un simbolismo alusivo a un errar sin salida, a una falta absoluta de puntos de referencias. Abundan las autorrepresentaciones que reflejan una condición de desarraigo:

No éramos más que un rebaño de esclavos788



Francia era peor que una selva para nosotros [...]789



La misma autora asimila la odisea del pueblo español a la del «judío errante», y se hace intérprete de la desilusión y del estupor colectivos:

El dolor fue común a todos; la amargura que queda como rescoldo es unánime790.



Si Francia hubiese acogido fraternalmente a los vencidos en la guerra de España; si las fronteras se hubiesen abierto791.



Numerosos estudios permiten, hoy, medir la subjetividad de la experiencia con la objetividad de lo que pasaba al otro lado de la frontera, en Francia. Se ha estudiado la falta de preparación frente a un éxodo no previsto en tales dimensiones, el «papel de espejo»792 que el   —474→   problema de los refugiados representó en los distintos partidos y en la opinión pública, la méfiance hacia el extranjero y también las muestras de solidaridad política y humana. Pero tal vez la otra faceta de la historia -los actos concretos de las autoridades del gobierno de Daladier y su extenuante retraso en «le franchissement de la frontière»- está sintéticamente y eficazmente descrita por Ralph Schor:

Le 26 et le 27 janvier 1939, deux conférences interministérielles successives décidèrent que la frontière resterait fermée. Mais la ruée désespérée d'une foule de civils effrayés et battut par les intempéries de l'hiver émut le gouvernement, l'amena dès le 28 janvier à réviser son attitude initiale et à ouvrir la frontière aux femmes, aux enfants, aux vieillards, aux malades. De leur côté, des soldats républicains franchissaient clandestinement les Pyrénées... Il parut impensable de laisser mitrailler ces hommes par les franquistes qui les talonnaient; aussi, le 6 février, le gouvernement se résigna-t-il à permettre également l'entrée des militaires, désarmés793.





ArribaAbajoCuando la retirada de Cataluña...

El libro de A. Soriano, Éxodos, recoge entrevistas realizadas a distancia de casi cuarenta años de los acontecimientos. El autor nos aclara en una nota inicial que ha seleccionado, entre los numerosos testimonios recogidos, sólo los casos «ejemplares», es decir, según se puede interpretar, los representativos de muchos otros, que aparecen como modelo de experiencia y por lo tanto de narración. Casi todas las entrevistas, muy largas y detalladas, están hechas a ex combatientes del ejército republicano -algunos de los cuales desempeñaron cargos de mando- que cruzaron la frontera francesa al acabar los últimos combates. El hecho de que el entrevistador haya participado a su vez en la guerra y en el éxodo hace que sus preguntas estén focalizadas en la reconstrucción de los últimos días del conflicto, del tránsito, de la vida en los campos de concentración, y de la continuación de la lucha en la resistencia francesa o en la guerrilla en España. De algunos conocemos su desafortunada aventura en los campos de concentración en África o en Alemania.

Me detendré especialmente en aquellos testigos -once- que cruzaron la frontera francesa desde el 10 de enero hasta el 27 de febrero, después de la derrota de Cataluña. Para algunos de ellos esa será sólo   —475→   la primera de muchas travesías en cuanto la continuación de la lucha en la guerrilla los «enfrentará» a menudo con el problema de la búsqueda de caminos no controlados para regresar a España. La frontera será línea continuamente franqueada, espacio de desafío y de riesgo.

La narración, aunque de forma más o menos dilatada, sigue un mismo esquema y se estructura, en todos los relatos, según la secuencia- retirada/tránsito/campos de concentración/resistencia contra los alemanes y/o guerrilla. La frontera no adquiere el sentido de una cesura, entre la etapa de la guerra y los acontecimientos sucesivos, sino más bien el de paso de una experiencia a otra, casi sin interrupción espacio-temporal. Dos ejemplos de esta modalidad de representación:

Cuando la retirada de Cataluña, pasé la frontera el 7 de febrero por el Col d'Ares y Prats de Molló- hasta que acabé en el campo de Barcarès, con otras 60.000 personas794.


Después de la resistencia de Cataluña, en las últimas operaciones -que comenzaron el 23 de diciembre de 1938- nos replegamos hasta la frontera francesa. Y, finalmente, ya en Francia me internaron en el campo de Argelès795.


Tratándose de militares, muchos se detienen a contar hechos de la contienda que preceden al éxodo: los últimos combates, las operaciones en la retaguardia, la protección a la población civil.

Una primera observación al respecto es que nunca aparece la palabra derrota. A excepción de un caso en que se utiliza la palabra resistencia todos eligen el término retirada (incluso el mismo entrevistador) pero sin acentos de añoranza o autocompasión; por el contrario se recupera su sentido en la estrategia bélica o sea de retroceso de fuerzas combatientes para substraerse al adversario o para organizar formas de resistencia.

A la pregunta sobre el paso de la frontera, Agustín Villela, jefe de División, contesta:

La pasé el 11 de febrero con el jefe José del Barrio y los mandos del XVIII Cuerpo del Ejército al que pertenecíamos, y siguiendo la línea de repliegue desde el comienzo de la retirada (23 de diciembre de 1938): Mollerusa-Tárrega- Cervera- Manresa- Vic- Olot- La Vajol y Francia796.


A su vez José del Barrio:

En la retirada de Cataluña, a cada repliegue sucedía una reorgonización797.


  —476→  

Seguramente en la rememoración de la experiencia pasada prevalece el orgullo de los últimos combates como afirmación de una conducta y de un compromiso que resiste a pesar del obligado retroceso. Pero lo que se percibe, especialmente en los testigos que continuarán la lucha, es que la «retirada» sigue evocándose como un acontecimiento provisional, aún en el momento del relato. La negación de la derrota, tal vez más fuerte en los jefes militares, está reforzada también por la mirada del otro, el vencedor. El testimonio de José del Barrio, jefe de División del XVIII Cuerpo del Ejército es ejemplar en cuanto asume en sus respuestas la responsabilidad de la identidad colectiva e institucional del ejército republicano. Merece la pena transcribir el trozo que encabeza su testimonio donde también notamos la simbología cruzada que asume la frontera:

Se dio el caso de que -¡en plena retirada!- nuestras fuerzas hicieron prisioneros del campo enemigo. Entre los documentos que llevaba uno de ellos, conservo un periódico de Gerona o de Figueras, en el que había una caricatura: en el fondo una valla ondulada representaba la frontera y en el primer plano, un 'rojillo' con su fusil en alto, con un pie en Francia y el otro en España, con la leyenda '¡Venceremos!'. Aquello para mí quería decir que incluso en el campo enemigo constaba que, pese a nuestro repliegue, nunca perdimos la fe en la victoria798.


Generalmente el paso de la frontera es exorcizado a través de una narración nítida, con pocos detalles y escasa información. Todos mencionan la fecha y muchos la hora. Lo que menos se describe son los alrededores y el paisaje, casi borrados por la urgencia del momento: preocupación por los heridos, los papeles, los controles humillantes.

Los malos tratos son relatados sobre todo en cuanto afectan a su condición de combatiente. Lo que nos transmiten es el sentido de una expoliación física y moral, amargamente resumida en pocas palabras: «Nos despojaron de todo»799.

La cancelación de la identidad nacional proclamada por el gobierno franquista -«los españoles refugiados no son españoles»- va acompañada por otras muchas expropriaciones en el momento de su ingreso en el territorio francés. La más dura para un militar: la entrega de las armas en el más completo anonimato, o en algunos casos arrancadas violentamente.

Más rotunda será la decepción cuanto más fuerte había sido el imperativo de recomposición física, militar y moral puesta en acto al aproximarse a la línea fronteriza:

  —477→  

Lo recuerda con orgullo y tristeza José del Barrio:

Se ordenó que todo el mundo se afeitara y arreglara para entrar en Francia con el mejor aspecto posible.


Y el reflejo en los franceses:

Los militares franceses se quedaron asombrados. Salimos de nuestra zona en rigurosa formación militar800.


Pero después la frontera, una vez atravesada, se vuelve lugar de arbitrio donde dejan de tener valor acuerdos y convenciones:

...obligaron a nuestros soldados a entregar sus armas, contrariando la orden de operaciones que recibí cuando se me anunció el día de salida801.


La respuesta es un conjunto de acciones que indican una elección moral y política dirigida a los adversarios pero también a sí mismos. Entre ellas la conservación del viejo abrigo de la 27a. División, guardado hasta la llegada de los alemanes, tirar las armas en lugar de entregarlas o, como en el caso de Enrique Yuglá Mané, esconderlas con ánimo de seguir la lucha:

Las metimos [las armas] entre panes y las municiones en una bota de vino para burlar los registros802.


Frente a la petición de los papeles por parte de los gendarmes, el combatiente Manolo Valiente contesta que su pasaporte es su corsé escayolado debido a las heridas sufridas en el frente de Madrid803.

Aunque no se deje de recordar la desilusión, prevalece una evocación de la frontera como lugar donde la propia identidad sufre un doloroso desgarro y al mismo tiempo como ocasión donde se potencia la capacidad de conservación y de reacción.

Después de la línea de demarcación, otras barreras, otros espacios conflictivos esperan a los refugiados: los campos de acogida o, como muchos le llaman, de «concentración» de Argelès-sur-Mer, Barcarès, Saint-Cyprien y Vernet donde las alambradas sancionan la diversidad, la separación.

Pero también en los espacios precintados de los campos, la pertenencia al ejército de la República sigue funcionando como reserva moral y se configura como soporte de una identidad compacta y colectiva:

Nosotros seguíamos organizados como lo habíamos estado en el «Ejército de la República»804, afirma Agustín Villena, jefe de División.


  —478→  

La frontera se convierte en etapa de un largo itinerario unido por un hilo conductor que en la memoria de los testimonios enlaza los últimos combates a la dura cotidianeidad de los campos franceses o, para algunos, de los campos alemanes.

A distancia de años, casi obedeciendo a un juego de compensaciones, la memoria reequilibra la pérdida y la derrota a través de múltiples reapropriaciones reales y simbólicas. El pasado sigue estructurado según una representación ética que no conoce fracturas.

La bandera republicana volverá a ondear en Dachau el 20 de abril de 1945. Lo recuerda Joan Martorell, deportado:

Todavía no había sido liberado el campo y la bandera republicana española y la austriaca de las Brigadas Internacionales ondeaban ya en la entrada de Dachau805.


El paso de la frontera de Manuel Azaña

Descendíamos materialmente porque, de uno y otro lado de la frontera, las veredas de pastores llevan a pueblos acunados en la hondura de los valles, y descendíamos socialmente para fundirnos en la masa desventurada de la emigración...


MARTÍNEZ BARRIO, Memorias.                


El presidente de la República Manuel Azaña relata su paso de la frontera en la Carta a Ángel Ossorio escrita el 28 de junio de 1939 en La Prasle, en Collonges-sous-Saléve, por ironía de la suerte a trescientos metros de otra frontera, la franco-suiza.

En una narración de pocas páginas están condensados los confusos acontecimientos de los últimos días de la guerra, los contrastes con Negrín, los conflictos entre el Gobierno y la Generalitat, la tragedia del éxodo, por fin la desbandada militar, política y humana causada por la derrota del ejército republicano. Una constatación de las primeras páginas revela la amargura del Azaña intelectual:

Veo en los sucesos de España un insulto, una rebelión contra la inteligencia, un tal desate de lo zoológico y del primitivismo incivil, que las bases de mi racionalismo se estremecen806.


A partir de esta reflexión el relato de las etapas hacia la frontera está atravesado continuamente por el drama subjetivo junto a la visión de la tragedia nacional, la conciencia del propio status de presidente con la vivencia de un profundo sufrimiento. Expresiones como «Mi duelo de español se sobrepone a todo» o «yo no podía más» son señales   —479→   de una experiencia desgarradora que se hace parte integrante de la memoria de los sucesos de aquel viaje. Son también punto de llegada de precedentes convencimientos y esperanzas cuyo naufragio se va desarrollando, momento por momento, bajo sus ojos.

Asimismo podemos entender el alcance 'nacional' que la derrota asume para Azaña si la comparamos con las afirmaciones hechas en su discurso pronunciado en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938:

Y por último, que nuestra guerra, tal como nosotros la entendemos y padecemos es una guerra de defensa, y su justificación única reside precisamente en la defensa del derecho estatuido para garantía de la libertad de toda la nación y de la libertad política de sus miembros [...]807


Y, siempre en el mismo discurso, dirigiéndose al ejército, aquel ejército cuyo «espíritu intransigente del miliciano»808 le había penetrado:

Este ejército que, con su tesón, con su espíritu de sacrificio, con su terrible aprendizaje está formando y ha formado el escudo necesario para que entretanto la verdad y la justicia se abran paso en el mundo, forja con sus puños y calienta con su sangre el arquetipo de una noción libre809.


El mismo Antonio Machado que, como última actuación de escritor, realizará el prólogo a los cuatro discursos de Azaña pronunciados en 1937 y 1938, subraya su hablar «para todos los españoles sin distinción de clases, de partidos, ni de banderas»810.

En realidad el paso de la frontera del presidente es la etapa final de un proceso que empieza mucho antes y acaba el 5 de febrero con el exilio en tierra de Francia. Aquel paso lo recuerda lapidariamente Azaña, sin detenerse en comentarios emocionales, casi exorcizando el peso del recuerdo:

El domingo 5, a las 6 de la mañana, emprendimos el camino del destierro811.

  —480→  

Llega a la línea de demarcación acompañado por el tremendo escenario del éxodo:

Una muchedumbre enloquecida atascó las carreteras y los caminos, se desparramó por los atajos, en busca de la frontera. Paisanos y soldados, mujeres y viejos, funcionarios, jefes y oficiales, diputados y personas particulares, en toda suerte de vehículos... agolpándose todos contra la cadena fronteriza de la Junquera. [...] Las gentes quedaron acampadas al raso, y sin comer, en espera de que Francia abriera la puerta812.


Un viaje de comunión ideal con su pueblo pero también de separación definitiva de España. El paso a Francia sella la irreparabilidad de los hechos y la frontera adquiere el sentido de limen irreversible, emblema de la despedida de un proyecto. Como él mismo declara a Negrín:

Pero si cruzo la frontera, no se puede contar conmigo para nada, como no sea para hacer la paz. De ningún modo y en ningún caso para volver a España813.

Un viaje de retirada de un espacio que se torna dramáticamente ajeno pensando en la rapidez con que avanzan las vanguardias del ejército franquista y se instalan en su casa en Alcalá:

Nuestra casa de Alcalá, convenientemente saqueada, alberga ahora a la falange814.


O incluso ocupan la casa donde había vivido pocos días antes, en las inmediaciones de Tarrasa:

Marchándonos el sábado, el enemigo ocupó nuestra casa el martes o el miércoles siguiente815.


Un itinerario exasperadamente lento y lleno de dificultades en el que parece reflejarse la agonía de la guerra y de la República. En la breve estancia en el castillo de Perelada le llegan las noticias de la rendición de Barcelona «por las arengas radiadas del vencedor»816 y de Martínez Barrio, presidente de Las Cortes, recibe informaciones sobre la magnitud de la desbandada general que le hace comentar amargamente: «No había Estado, ni Gobierno, ni servicios». En fin la permanencia en la Vajol, «aldehuela enriscada en el Pirineo, la última de España» mientras Las Cortes republicanas celebran su última sesión en   —481→   Figueras con pocos diputados, algunos de los cuales tuvieron que volver a pasar la frontera para poder participar.

Como recuerda Martínez Barrio que le acompañó en el éxodo:

Frente a la raya divisoria de Francia y España, el presidente de la República, hacía minuto por minuto escrutinio de la situación política y militar, y cálculos sobre su propia suerte817.


Pero siempre conservando la lucidez intelectual sobre la guerra perdida y convencido de la necesidad de una cesación de las hostilidades a favor de una paz que comportara «condiciones de humanidad y piedad para los vencidos»818.

En estos últimos días de su permanencia en España, Azaña viaja reafirmando su status de presidente de la República. Su papel institucional le acompaña como una identidad cuya credibilidad hay que salvaguardar en todas sus facetas hasta el final.

La preocupación por el peligro que corría el patrimonio artístico nacional custodiado en el castillo de Perelada -«no vivía pensando que todo aquello iba a arder»- y que, como un trozo España le acompañará transportado por camiones819, el deseo de salir de Barcelona en coche oficial y con su séquito, la revista al Batallón Presidencial en las cercanías de la frontera gritando «¡Soldados, Viva la República!» y la recogida de la bandera del mismo, transcienden la ritualidad para convertirse en reconfirmación de una pertenencia política e ideal, con su derecho a la visibilidad.

La repetida convicción de que su traslado debía ser resolución del gobierno se inscribe en la elección de seguir legitimando la legalidad de las instituciones republicanas.

Así recuerda Cipriano Rivas la recepción, en clave oficial y respetando el protocolo, del embajador de Francia, Jules Henry, en Pedralbes:

Teníamos a gala y honor que el decoro de la República no padeciera con la necesidad de la guerra820.


Todo aquel viaje, y su reelaboración en escritura, es un acto cultural que Azaña dirige a sus soldados, a los españoles exilados, y también al mundo exterior.

  —482→  

Hasta en su itinerario hacia el paso de la frontera Azaña confirma aquella conciencia de la importancia política y simbólica de mantener en vida la República así como de permanecer en su cargo de presidente, especialmente frente a las potencias occidentales, durante el período de la guerra821. Se marcha con su angustia y cruza la frontera -a pie como él mismo había profetizado822- encarnando por última vez a la República en el territorio español, defendiendo una identidad político-institucional en la que pudieran reflejarse los españoles derrotados, y cuya odisea le acompañará en el exilio. Perpiñán con sus «calles iluminadas, las tiendas bien surtidas» le repropone, con más fuerza el drama que se desarrollaba al otro lado de la frontera:

En los caminos de la frontera a Perpiñán, tomados por los gendarmes y los senegaleses, se daba caza al español fugitivo. Empezaba una de esas tragedias que parecen reservada a la desventura de nuestro pueblo823.


A los españoles fugitivos dedica un espacio de la memoria marcado por el mensaje de que hasta el final el presidente comparte su misma tragedia.

Tal vez la confirmación más rotunda de la fuerza con que Azaña asumió y 'representó' su papel está en el relato de un exiliado que el 4 de noviembre de 1940 asistió a su entierro:

El duelo fue unánime. Sabíamos que estaba dolorido, que sufrió tanto como nosotros al contemplar de cerca la indigente condición de los exiliados. [...] Aquel gran presidente para una España en paz, le tocó serlo -fatalidad de la historia, en una España en guerra- lo que adelantó su muerte824.


Menos de dos meses antes de la muerte de Azaña la frontera franco-española había sido teatro de otra tragedia: el suicidio de Walter Benjamin que -en una ruta inversa a la de los exiliados españoles trataba de refugiarse en España para escapar de la Gestapo y de los campos de concentración.

Su suicidio en Portbou, debido a la noticia de que España había cerrado la frontera y que ya no se aceptaban visados expedidos en Marsella, conmovió a los guardias, y les hizo posible a sus compañeros   —483→   el permiso de tránsito. Por un singular destino, la muerte del gran pensador y teórico de la traducción había permitido la salvación de los otros:

Quelli che erano quasi segnati dal destino attraversarono il limes verso la vita dopo che il maestro della translatio aveva attraversato il limes verso la morte825.






  —484→     —485→  

ArribaAbajoCuatro años en París, de Victoria Kent: la «doble voz» en la escritura femenina del exilio

Ofelia Ferrán


University of Minnesota, Twin Cities


En su artículo «La mujer en el exilio», Montserrat Roig exclama: «Cuando se habla del exilio, ¿quién se acuerda de la mujer exiliada?... En el mundo del exilio también ha ocupado el segundo lugar» (p. 214).

Este segundo lugar de la mujer en el exilio no es, claro está, más que un ejemplo entre muchos de la subordinación de lo femenino ante lo masculino en nuestra cultura. En otro momento, Roig alude a esta subordinación de la mujer cuando habla de la represión y de la censura que hubo en España en la época de postguerra: «Entonces, ¿cómo esperas que nos hubieran hablado de Victoria Kent si no nos hablaban de Alberti o de Miguel Hernández?» (citado en Levine, p. 290)826.

Es impensable que se hubiera hablado de Victoria Kent en esa época de postguerra, pues Kent había sido una figura política íntimamente ligada a la República. Fue elegida como parlamentaria, en 1931 y 1936, bajo los partidos Radical Socialista e Izquierda Republicana respectivamente. Fue, también, directora de prisiones, convirtiéndose así en una de las primeras mujeres españolas que ocupó altos cargos políticos. Esta carrera política en la República es la que llevó a Kent a tener que exiliarse de España en 1939 y vivir, durante varios años, en la clandestinidad en París mientras la buscaban las fuerzas franquistas y de la Gestapo. En 1954, Kent siguió su periplo del exilio al trasladarse a Nueva York, donde vivió hasta su muerte, en 1987. Su incansable dedicación a la causa de la libertad en España le llevó a ser editora de la revista Ibérica: For a Free Spain, uno de los órganos   —486→   culturales más importantes para el mantenimiento de «la esperanza de los exiliados» en Estados Unidos827.

Ese «segundo lugar» reservado para la mujer en el exilio se manifiesta en la poca atención crítica que han recibido muchas de las novelas escritas por mujeres españolas exiliadas. Entre las novelas que han recibido mucha menos atención de la que se merecen está, precisamente, la de Victoria Kent, Cuatro años en París, novela autobiográfica sobre sus años de exilio y clandestinidad en Francia828.

Curiosamente, parecería que la autora misma asume este «segundo lugar» de la mujer cuando escribe la novela, obviamente basada en su propia vida, desde el punto de vista de un protagonista masculino: Plácido829. Mi propósito, sin embargo, es analizar la manera en que la narrativa de Kent subvierte, y no sólo asume, esta subordinación de la perspectiva femenina ante la masculina. Al ser el exilio una experiencia en que el ser humano pierde «su lugar» habitual en el mundo, esta experiencia le sirve a Kent para crear una narrativa que cuestiona, precisamente, los diferentes «lugares» que se han reservado tradicionalmente para las voces literarias de las mujeres y de los hombres.

La novela presenta la vida, día a día, de Plácido, un exiliado español que llega a París en 1940 y vive allí, escondiéndose de las autoridades, como lo hiciera Kent, hasta 1944. Con la liberación de París al final de la novela, la voz narrativa del texto también «se libera», y en ese preciso momento surge una voz femenina en primera persona que, en una inversión del juego metaficticio Unamuniano de Niebla, le deja saber al protagonista masculino que ya no le necesita para seguir contando su historia. La voz narrativa de la autora implícita en la novela acaba afirmando su poder creativo frente al protagonista masculino. Lo hace, como se verá más adelante, enfrentando el razonamiento de él a la imaginación de ella. El espacio de la razón, de lo masculino, según se ha definido tradicionalmente, se enfrenta con el mundo de la ensoñación, más típicamente femenino.

  —487→  

La estrategia narrativa de la novela de Kent hace que se enfrenten estos dos mundos de lo tradicionalmente masculino y femenino para crear, en definitiva, una historia que se cuenta con una «doble voz», donde las dos voces narrativas se reconcilian en la primera persona del plural. Como exclama la autora implícita en el momento de la liberación: «...hablemos de nosotros. Es el momento de hablar de nosotros... ya somos libres» (pp. 182-183).

Esta «doble voz» del «nosotros» que surge con la liberación de la ciudad de París es la estrategia narrativa por medio de la cual Kent se libera de ese encasillamiento en el «segundo lugar» al que demasiado fácilmente se ha relegado a la mujer, tanto en el exilio como en otras circunstancias. Esta «doble voz» es un ejemplo del «discurso de doble voz» («double-voiced discourse») que, según Elaine Showalter, caracteriza a una gran parte de la producción literaria de mujeres, que pretenden, así, buscar su propia voz dentro de un sistema patriarcal que ha intentado siempre hablar por ellas (Feminist criticism, p. 263)830.

Dado que la novela narra la vida de Plácido mientras éste vive escondido en un piso en el París ocupado por los alemanes, es normal que esta novela no presente una trama de mucha acción. De hecho, el tono del texto es altamente filosófico, presentando las meditaciones de Plácido sobre las atrocidades de todo lo que ve a su alrededor: la destrucción de la guerra, la deportación de víctimas inocentes a los campos de concentración alemanes, la resistencia (o falta de resistencia) ante la ocupación alemana, etc. Como explica Mangini, «La obra de Kent se parece a un ensayo filosófico, aunque hay un personaje principal y una trama efímera... En Cuatro años en París casi no hay acción, es más bien el proceso de una mente rumiando sobre el sentido de la guerra y la destrucción, sobre la pérdida de la identidad, sobre el miedo y la soledad» (p. 159). Reitera Mangini: «[la novela] es una serie de ensayos sobre temas existenciales. Cuatro años en París no es una novela de memorias de acción, sino un relato estático de una mente que contempla la guerra» (p. 161).

Esta caracterización de la novela de Kent como «relato estático» en el que no hay mucha acción es completamente acertada. Sin embargo, siguiendo la idea de Showalter de que muchas novelas de mujeres presentan un «discurso de doble voz», quisiera proponer una lectura de esta novela donde se resalta también una «doble trama». De nuevo, ésta es una idea propuesta por Showalter para explicar la manera en que, frecuentemente, las novelas de mujeres presentan historias   —488→   en las que «no pasa nada». Pero esto es verdad solamente si se leen estas novelas con el deseo de encontrar una trama tradicional de acción. Sin embargo, si cambiamos nuestra manera de mirar, va surgiendo una «trama escondida», como dice Showalter, una trama donde se empieza a apreciar todo lo que ocurre donde antes sólo se notaba un «vacío», una falta de acción. Showalter explica la idea de una «doble trama» de la siguiente manera:

Existe una ilusión óptica que se puede ver o bien como una copa o como dos perfiles humanos. Las imágenes oscilan en tensión ante nosotros, la una superponiéndose alternativamente a la otra y reduciéndola a un trasfondo sin significado. En la crítica feminista más pura se nos presenta, de manera similar, una alteración radical de nuestra visión, una demanda de que encontremos significado en lo que anteriormente se había visto como espacio vacío. La trama tradicional retrocede, y otra trama, hasta entonces sumergida en el anonimato del trasfondo, surge y queda resaltada como una huella digital. Pero la otra trama, las otras imágenes, permanecen; a veces son todavía las únicas que podemos ver. A veces las imágenes se entrelazan en una vibración tan compleja que, apenas logramos enfocar bien una de ellas, esa imagen se rinde ante el dominio de la otra (Literary Criticism, p. 435).



Yo quisiera proponer que en el «vacío» de acción de la novela de Kent, novela en que Plácido aparentemente no «hace mucho», hay una trama alternativa, una trama que demasiado fácilmente se mantiene invisible, «en el anonimato del trasfondo.» Esta trama alternativa es la que traza un desarrollo progresivo del personaje de Plácido. Es la trama que presenta una especie de transformación en que el personaje se va identificando más y más fuertemente con imágenes típicamente femeninas. Es una suerte de «feminización» del personaje, donde se van mezclando los espacios tradicionalmente asociados con lo masculino y lo femenino. Esta transformación culmina, como se ha insinuado ya, con la escena de la liberación de París, en la cual la voz femenina también «se libera» y aparece explícitamente por primera vez. Mi propuesta es que esa «doble voz» del discurso femenino que aparece al final de la novela es el resultado de una transformación progresiva del personaje principal. Y esta transformación sólo se logra apreciar si cambiamos, como dice Showalter, nuestra manera de ver, si aprendemos a leer dejando que surja ante nosotros esa «doble trama» típica de muchas novelas femeninas. Por limitaciones de espacio, sólo podré analizar algunos de los momentos en la novela en que se puede ir trazando este desarrollo del personaje831.

  —489→  

Cuatro años en París está dividida en cuatro secciones, de extensión similar, ordenadas cronológicamente, siguiendo los «cuatro años» del título: «Las cuatro paredes, (1940-41)», «En la calle (1941-42)», «Gotas sobre el zinc (1942-43)», y «Hacia la libertad (1943-44)».

La primera sección empieza con unas metáforas sumamente corporales de una ciudad, abatida por un ataque militar, que Plácido tiene que abandonar:

Aquella tarde, la ciudad caía de nuevo en un estado de abatimiento. El golpe había sido rudo y aunque volvía a correr la sangre por sus arterias, su convalecencia era artificial, la sangre que regaba su cuerpo era una sangre de transfusión violenta e impura... Se diría que la ciudad había sido sorprendida en un momento de escalofrío, (pp. 9-10).


Estas imágenes tan explícitamente corporales, viscerales, de la ciudad hacen pensar en lo que se ha denominado «escritura del cuerpo», un tipo de escritura mucho más arraigada al cuerpo y a lo material que a lo racional, rasgo, este último, relacionado con la escritura masculina. Julia Kristeva, por ejemplo, asocia este tipo de escritura corporal con lo que ella llama lo «semiótico», el espacio de significado femenino marcado por lo fluido y lo cambiante, (como la fluidez de la sangre emanando de las venas de esta ciudad) frente al espacio de lo simbólico, el del orden patriarcal de la razón y la lógica (véase Revolution, p. 40 passim).

Plácido, cuando tiene que dejar atrás la ciudad tomada, también parece querer dejar atrás el mismo discurso femenino asociado con ella y pretende afirmar un discurso incondicionalmente racional: «Plácido se sentía sereno y quería ordenar delante de sí mismo, mirándolos de frente, los acontecimientos que pudieran sucederse, quería establecer una serie de hipótesis y decidir soluciones posibles. Era necesario ver claro» (p. 11).

Desde el principio de la novela, por lo tanto, se presentan ya los dos discursos que tradicionalmente se asocian con lo femenino y lo   —490→   masculino: el del cuerpo y el de la mente. Y Plácido parece aliarse indiscutiblemente con este último.

Sin embargo, justo antes de la cita anterior, aparece una imagen que genera algo de ambigüedad en cuanto a la posición de Plácido entre estos dos discursos. Cuando Plácido piensa en el dolor que le supondrá el tener que abandonar la ciudad, se nos dice: «Lo que le había unido a ella [la ciudad] era que en aquel día... había estado en coloquio con ella...», (p. 10). Plácido, pues, desea crear un discurso puramente racional, lo cual se vuelve a repetir numerosas veces a lo largo de la novela: «-Razonemos con calma- se dijo. -Tratemos de ver claro. Si comienzo a ver claro, desaparecerá esta confusión en que me encuentro», (p. 15). Pero quizás esa confusión que siente Plácido, que él intenta conjurar con el pensamiento lógico de la razón, es la confusión creada por haber estado él «en coloquio» con la ciudad, una ciudad descrita con metáforas explícitamente femeninas, metáforas que más que ayudar a «ver claro» ayudan a sentir en carne propia ese abatimiento que se cernía sobre ella.

Inmediatamente después de haber dejado atrás la ciudad, esa imagen tan femenina, Plácido se encuentra con el espacio que va a ser el escenario de gran parte de la novela: el cuarto donde va a vivir, escondido, durante su estancia clandestina en París. Teniendo en cuenta que la imagen de un espacio cerrado, por ejemplo un cuarto, tiene toda una tradición literaria como metáfora de la condición «encerrada» de la mujer en la sociedad, se podría decir que Plácido deja atrás un espacio descrito de manera sumamente femenina, el de la ciudad, para adentrase en otro espacio que vuelve a tener una importante asociación con lo femenino832.

Quizás por esto el cuarto le parece a Plácido tan poco cómodo al principio, pues es un espacio femenino al que todavía no se ha adaptado, al que no se ha «acomodado»:

Pero, ¡aquella habitación tan grande! Él no necesitaba una habitación tan grande, ni aquellas butacas... Se sentaba, se levantaba, trataba de encontrar una que le diera la impresión de que podía usarla como cosa propia. «Si, al menos, hubiese una que se adaptara un poco a mi manera de sentarme, pero no, ni las butacas ni la cama...» Las cosas no se adaptan, es uno, uno sólo el que tiene que adaptarse a ellas (p. 11-12).



Las cosas de este nuevo ambiente no se «adaptan» a Plácido, pero es él el que, poco a poco, se irá adaptando a las cosas. Y esto lo hará al ir re-definiendo, progresivamente, esa limitación espacial que le impone el encerramiento en el cuarto como una nueva forma, diferente,   —491→   de libertad. Ésta es, precisamente, una estrategia que prototípicamente han tenido que llevar a cabo las mujeres, a las que se les ha negado, a menudo, una proyección social más allá de su vida privada.

Curiosamente, en un cierto momento de la novela se habla de cómo el exilio afectaba a menudo de manera diferente a los hombres ya las mujeres: «Los hombres desterrados en el pasado, fueron hombres de una gran vida pública y de ese bien perdido nada pudo consolarles, ni el afecto de los que con él partían, ni su hogar: el diámetro de su vida quedaba reducido a centímetros, y ése era el mal de que morían» (p. 74).

Queda implícita en la comparación la suposición de que las mujeres habían estado, desde antes del exilio, más acostumbradas a una vida «reducida a centímetros». Por eso, cuando Plácido se tiene que ir acomodando a ese espacio limitado de su cuarto, está teniendo que hacer lo que muchas mujeres antes que él habían tenido que hacer.

La re-definición del espacio encerrado que lleva a cabo Plácido se ve claramente cuando, después de un tiempo de vivir allí, observa:

¿De dónde, pues, esta sensación de libertad que se adueña de mí desde hace unos días? Mi mundo lo constituye esta habitación... como ella constituye toda mi vivienda, cada día toma para mí proporciones más respetables... Pues bien, es para mí un mundo sin límites esta habitación; en esta habitación me encuentro libre y este nuevo estado de mi espíritu me sorprende; me sorprende pero es una realidad (p. 30).



Más adelante se reitera: «Miraba los objetos de su cuarto... le parecía que todo tenía un aire suyo, un modo suyo, todo le era ya familiar, todo había entrado ya en su vida», (p. 60). De este modo, Plácido se ha ido acomodando a ese espacio del cuarto, con todas las cosas en él que al principio no lograba sentir como «propias».

Es interesante notar una de las estrategias que Plácido utiliza para hacer de su habitación «un mundo sin límites». Le ha ido pegando a las paredes del cuarto mapas de toda Europa, mapas en los que ha ido siguiendo minuciosamente las líneas de batalla, con particular interés en seguir el avance de las tropas aliadas que van liberando, centímetro a centímetro, nuevos territorios ocupados. Nos explica que «Las paredes están materialmente tapizadas de mapas... Todos los mapas están llenos de flechas, de círculos, de signos especiales con los que he ido señalando el curso de la guerra» (p. 169).

Estos «signos especiales» que se ha ido inventando Plácido para seguir el movimiento incesante del frente se podrían interpretar como un tipo de escritura alternativa, femenina; escritura «diferente» que persigue, literalmente, la liberación. La imagen de las cuatro paredes del cuarto cubiertas de mapas es particularmente apropiada, por hacer del espacio limitado uno «sin límites», y por introducir en el espacio privado (el espacio de la mujer) ese espacio público que el hombre tan   —492→   a menudo perdía con el exilio. Las paredes cubiertas de mapas crean una imagen que literalmente subvierte la diferencia entre el adentro y el afuera, el espacio masculino y el femenino. Esa línea del frente que se va moviendo en los mapas, y que Plácido va siguiendo tan atentamente, se podría ver también como la línea fronteriza, que también se está moviendo aquí, entre los géneros.

Esta subversión de la línea divisoria entre los géneros, que le va llevando a Plácido más y más a una asociación con lo femenino, se puede observar en otra escena de la novela. En cierto momento, por estar cansado de estar encerrado, Plácido toma prestada una bicicleta y sale a dar una vuelta, arriesgándose a ser arrestado. Pone su cartera, con todos sus documentos de identidad, en una cesta y, al volver a casa, se da cuenta de que ha perdido la cartera. Aunque al principio está preocupado por el riesgo que significa ahora no tener ni un solo documento de identidad, rápidamente empieza a sentir esta pérdida como una nueva forma de libertad. La imagen que utiliza para expresar esta idea es significativa:

Dejo mi preocupación donde puedo y me gana el buen presagio; cuando el curso de la vida lleva una fuerza superior a aquella de la que podemos disponer para combatirla, no hay que oponerse a ella... ¡Adiós, récépissé; buen viaje!



Soy un recién nacido a quien el papá no ha inscrito todavía en el registro civil: estoy a tiempo de elegir mi nombre, (p. 86).

Esta escena podría entenderse como el eje alrededor del cual gira esa «trama alternativa» de la novela que este trabajo pretende resaltar. Al perder sus documentos de identidad gana la libertad que le permitirá apropiarse de otra. El hecho de que esta pérdida se articule explícitamente como la pérdida del nombre propio, así como la del apellido, el nombre otorgado por el padre, es muy importante. El nombre propio, y sobre todo el apellido, el nombre que viene siempre del padre, son los que se le imponen a la mujer y la convierten, esencialmente, en «propiedad» del padre, propiedad que será entregada después a otro hombre, quien le dará entonces un nuevo apellido para volver a marcarla como su «propiedad». Para resistir este proceso, muchas críticas han buscado formas en que la mujer se pueda liberar de este encasillamiento del nombre del padre. Luce Irigaray, por ejemplo, acaba exclamando que la mujer debe rechazar todo nombre propio: «la mujer no tiene nombre propio», (This Sex, p. 26), y afirma que en una escritura femenina «ya no habrían sentidos 'propios', nombres 'propios', atributos 'propios'», (This Sex, p. 134)833.

  —493→  

Cuando Plácido pierde sus documentos de identidad, pierde todo lo que le había definido hasta entonces y se encuentra con la posibilidad de desarrollar una nueva identidad, o identidades, de asumir un nuevo nombre, o nombres, que no tienen, esta vez, que venir del padre.

De hecho, más adelante en la novela esta posibilidad parece insinuarse. Cuando, en cierto momento, Plácido vuelve a intentar, como al principio, imponer una lógica clara y precisa, masculina, a su situación, aparece una voz que lo desafía:

[Plácido] En realidad, trataba de encauzar su pensamiento, buscaba claridad, precisión... Pero esta vez la otra persona que llevaba dentro, que de vez en cuando le jugaba malas pasadas, reía irónica y reticente: «Tú ¿qué eres desde que no tienes un papel, una cifra, un nombre? Si nada de eso posees y te ves obligado a decir quién eres, ¿qué dirás?, (p. 92).



En el momento de intentar volver al espacio de la razón como protección de todo lo que está cambiando a su alrededor, esa «otra persona que llevaba dentro» le recuerda que ahora ya no tiene una identidad fija desde la cual razonar. La pregunta que se le dirige a Plácido es importante por varios motivos. Para empezar, interrumpe ese intento por parte de Plácido de refugiarse en el espacio de la razón. Pero es particularmente importante el hecho de que esa pregunta se la esté dirigiendo una parte de sí mismo que parece ser otra persona. Se va abriendo el camino para la liberación de esa otra voz que también va a definir su personalidad, esa otra voz que, con la liberación de París también aparecerá liberada y aceptando abiertamente el hecho de que es una voz femenina.

Pero antes de llegar al momento de la «doble liberación» en la novela quisiera sólo mencionar algunos de los otros elementos que, a mi parecer, pertenecen a esa «trama alternativa» en la que se traza la progresiva asociación de Plácido con elementos femeninos.

Hay toda una serie de alusiones intertextuales a figuras literarias femeninas con las que Plácido se identifica: desde la figura de Preciosa de Lorca, del Romancero gitano, a la Ifigenia exiliada en Táuride, de Goethe. En cierto momento, Plácido se jacta de haber aprendido jardinería y de haber descifrado el secreto de cada flor, lo cual hace pensar en Doña Rosita, o El lenguaje de las flores, de Lorca.

También, hay una escena importante en la que Plácido se entera de que los alemanes están encerrando a una enorme cantidad de personas en un estadio cercano a su casa. Un día, quiere averiguar qué pasa, y al llegar al estadio, ve que los alemanes están separando a los hombres de las mujeres para deportarlos a diferentes campos de concentración. Plácido decide seguir a las mujeres. Esta decisión cobra especial relevancia dentro del contexto de la «trama alternativa» de la novela que estoy tratando de resaltar aquí.

  —494→  

Al final de la novela, como ya se ha indicado, aparece ya claramente, la «doble voz» que es la culminación de la «doble trama» de la novela. En cuanto la ciudad de París es liberada, Plácido vuelve a coger la bicicleta y recorre las calles en una especie de frenesí de libertad. La primera indicación de un cambio inesperado es cuando Plácido describe la sensación de libertad: «me siento ligera, ligera...», (p. 181). El adjetivo femenino ya nos pone sobre aviso de que aquí se está produciendo más de un cambio, más de una liberación. Esta nueva voz femenina irrumpe en la narración con una euforia y vitalidad que contrastan radicalmente con el resto de la novela. Exclama esta nueva voz:

La libertad, la libertad. ¿Qué es la libertad?

¿Quién me llama por mi nombre, por mi verdadero nombre? ¡Ah! ¡Plácido! No podía ser otro. ¿Que si quiero dar contigo una vuelta? Pero ¿puedes dudarlo? Sí, así, así, no temas nada; ahora soy yo la que dice «no temas nada». Monta, monta conmigo en la bicicleta, hagamos esta ronda de la libertad.

Tu cordura me ha prestado grandes servicios, pero hoy no la necesito. Sí, puedes vocear mi nombre; atrévete... Y mientras nos damos a esta orgía, hablemos de nosotros. Es el momento de hablar de nosotros, (pp. 182-183).



Esta voz le pide a Plácido que diga abiertamente su nombre, pero ese nombre acaba por no mencionarse nunca en el texto. Quizás es porque esta nueva voz femenina encarna ese ideal de Irigaray, siendo a voz «que no tiene nombre propio», (This Sex, p. 26). Esta nueva voz dice que «ya no necesita» la cordura de Plácido, que es como decir que ya no necesita depender de ese discurso masculino que Plácido, desde el principio de la novela, ha estado intentando formular con sus reiteradas afirmaciones de querer «razonar» y «ver claro.» Sin embargo, al final, esta nueva voz no se propone tanto suplantar ese discurso masculino de la razón, sino suplementarlo con otro discurso, el femenino. Así, le dice a Plácido:

¿Vivir sin ti? ¿Cómo puedo yo vivir sin tu sólido razonamiento? Fue tu razonamiento el que me hizo digerir mi miedo, aquel miedo a la muerte... Y tú... ¿Cómo ibas tú a vivir a solas con tus razonamientos, que serán todo lo sensatos que quieras, pero que no te permiten esas burbujas de colores tan necesarias al alma? Yo te he hecho andar por las estrellas, hablar con todo lo que había en el cuarto... y no sé cuántas locuras más, (pp. 182-183).



Más que enfrentarse, en realidad las voces masculina y femenina se juntan aquí, en una especie de «orgía» explosiva de esta «doble voz» femenina, que para expresarse no tiene que silenciar la voz masculina, sino que se puede unir a ella. La imagen explícitamente sexual   —495→   que se usa en este momento en que se juntan las dos voces es particularmente significativa, pues apunta a la posibilidad de que aquí se encuentra un ejemplo de esa «escritura del cuerpo» femenina de la que se habló antes. De hecho, Hélène Cixous ha escrito esta escritura femenina como una actividad que, además de ser corporal, es un tipo de escritura «bisexual» por incorporar tanto la experiencia masculina como la femenina. En el estilo poético típico de Cixous, la crítica francesa describe este tipo de escritura femenina de la siguiente manera: «la escritura es la entrada, la salida, la morada del otro en mí -del otro que yo soy y no soy, el que no sé cómo ser, pero que siento pasar, que me hace vivir... ¿quién?- un alguien femenino, un alguien masculino...» («Sorties» en The Newly Born Woman, p. 86).

Esta «orgía» de libertad, por lo tanto, es la encarnación de esa «doble voz» donde se juntan, se mezclan, se revuelven lo masculino y lo femenino, las dos voces individuales que logran, así, convivir en un amplio y abarcador «nosotros» colectivo: «halemos de nosotros. Es el momento de hablar de nosotros... ya somos libres», (pp. 182-183). Esta capacidad de la voz femenina de hacerse oír, no sólo en contra del sistema patriarcal que la ha silenciado durante tanto tiempo, sino a través de él, por medio de él, es lo que representa la idea de la «doble voz» de la mujer. Y es esto lo que se hace posible al final de la novela de Kent.

Curiosamente, esta misma «doble voz» es la que Carmen Riera quisiera ver surgir en la narrativa de más escritoras españolas: «Tal vez ha sonado para la mujer una nueva hora «en que dejando de ser habladas comencemos a hablar»... Recobremos nuestras dos voces, la que nos conecta a la razón y muestra nuestra capacidad intelectual, y la que nos une al atavismo, al mito, a la profecía», (p. 12).

Quizás esa «hora para la mujer» ya empezó a sonar en 1947 -aunque lo hiciera tan lejos de casa y por eso tan poca gente lo oyera- al aparecer, entre otros muchos testimonios de mujeres exiliadas, la novela de Victoria Kent.

Si es posible leer esta novela como una valiosa manifestación de la «doble voz» en la escritura femenina del exilio, es importante subrayar que esa lectura surge, como decía Showalter, a raíz del esfuerzo que supone el cambiar nuestra forma de mirar. Este cambio es necesario para apreciar que esa «doble voz» tan explícitamente alzada al final de la novela es, a su vez, el resultado del desarrollo, no tan obvio, de una «doble trama». Una de estas tramas, como se ha visto brevemente aquí, traza la manera en que el personaje de Plácido se va asociando más y más fuertemente con elementos típicamente femeninos a lo largo de toda la novela.

Es importante notar, además, que ese ejercicio de cambiar nuestra manera de ver, de re-enfocar nuestra mirada para detectar una   —496→   enorme riqueza de significados en lo que antes parecía un «vacío», se puede extender a la lectura de la literatura del exilio en general, tanto de mujeres como de hombres. Sin duda, es un ejercicio que nos ayudará a seguir rescatando toda una tradición literaria que tan fácilmente puede caer, y ha caído, en el «vacío» del olvido.


Bibliografía

ABELLÁN, José Luis, El exilio español de 1939, 6 volúmenes, Taurus, Madrid, 1976.

CIPLIJAUSIKAITÉ, Biruté, La novela femenina contemporánea (1970-1985): hacia una tipología de la narración en primera persona, Anthropos, Barcelona, 1988.

CIXOUS, Hélène, y CLÉMENT, Catherine, The Newly Born Woman, Traducción de Betsy Wing, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1986.

DÍAZ-DIOCARETZ, Myriam y ZABALA, Iris M., Breve historia feminista de la literatura española (en lengua castellana) I: teoría feminista: discursos y diferencia, Anthropos, Barcelona, 1993.

GARDINER, Judith Kegan, «On Female Identity and Writing by Women», en Abel, Elizabeth, Writing and Sexual Difference, The Harvester Press, Brighton, 1982.

IRIGARAY, Luce, This Sex Which Is Not One, Traducción de Catherine Porter, Cornell University Press, Ithaca, 1985.

KENT, Victoria, Cuatro años en París, Sur, Buenos Aires, 1947.

KRISTEVA, Julia, Revolution in Poetic Language, Traducción de Margaret Waller, Columbia University Press, New York, 1984.

LEVINE, Linda Gould, «The Censored Sex: Woman as Author and Character in Franco's Spain», en MILLER, Beth, Women in Hispanic Literature: Icons and Fallen Idols, University of California Press, Berkeley, 1983, pp. 289-315.

MADARIAGA, Salvador de, «Introductory Statements», en Ibérica: For a Free Spain, 2:1 (enero 15) 1954, p. 3.

MANGINI, Shirley, Memories of Resistance: Women's Voices from the Spanish Civil War, Yale University Press, New Haven, 1995.

NICHOLS, Geraldine Cleary, «Exile, Gender, and Mercé Rodoreda», en PÉREZ, JANET y PÉREZ, GENARO J., Monographic Review, Revista Monográfica, Volumen II, 1986, pp. 189-197.

RIERA, Carmen, «Literatura femenina: ¿un lenguaje prestado?», en Quimera 18, 1982, pp. 9-12.

ROIG, Montserrat, «La mujer en el exilio», en ¿Tiempo de mujer?, Plaza y Janés, Barcelona, 1980, pp. 209-214.

SHOWALTER, Elaine, «Feminist Criticism in the Wilderness», en SHOWALTER, ELAINE, Feminist Criticism: Essays on Women, Literature, and Theory, New York, Pantheon Books, 1985, pp. 243-270.

—— «Literary Criticism», en Signs 1:2 (Invierno) 1975, pp. 435-460.





  —497→  

ArribaAbajoEl exilio de Federica Montseny en Francia: entre la historia y la autobiografía

Shirley Mangini


California State University, Long Beach


No es fácil escribir sobre Federica Montseny. Nacida en 1905, fue una mujer de tan grandes dotes y protagonista de una época de tantos sucesos apocalípticos que podría ser el sujeto de una película de Steven Spielberg; era, como se dice, «más grande que la vida misma». Montseny tenía una inteligencia insólita, con un aire de excepcionalidad e inconformismo siempre. Su vida fue marcada y determinada, en gran parte, por los sucesos más importantes de la primera mitad del siglo XX en España y Europa: la Segunda República, la guerra civil, el éxodo y la Segunda Guerra Mundial.

Bajo la tutela de sus padres, los libertarios Teresa Mañé y Joan Montseny, Federica se convirtió en una anarquista irrebatible; jamás dudó de su ideología, a pesar de que, desde sus primeros años, vio a su padre sufrir cárceles y exilios por sus creencias. De una madurez inaudita desde los doce años, no sólo iba a mítines anarquistas con su podre, sino también llevaba a cabo tareas domésticas sumamente laboriosas. Montseny tuvo que ser flexible desde joven; se adaptaría a una vida constantemente mutable. Experimentó múltiples mudanzas de casa y de vida, dada la situación precaria de sus padres por, sobre todo, sus ideas políticas revolucionarias y también por razones económicas. Una joven autodidacta, desde los 17 años era una novelista muy prometedora; publicó varias novelas feministas834, y muchos ensayos   —498→   periodísticos. A los 18 años, Federica ingresó en la CNT (Confederación Nacional de Trabajadores) y llegó a ser una oradora de primera clase, talento que le serviría durante toda su carrera política. Evidentemente, Montseny siempre se vio como una mujer excepcional y subversiva; sus actos no dejan lugar a dudas. Empezó a trabajar en varias redacciones bajo el nombre de Blanca Montscan -para que no la trataran con deferencia por sus famosos padres-; con su padre reinició la publicación del periódico anarquista La Revista Blanca, en el que colaboró asiduamente; en 1927, participó en la fundación de la FAI (Federación Anarquista Ibérica), el brazo más radical del anarquismo español835.

Ya en los años treinta y con la llegada de la República, Federica Montseny llegó a ser uno de los líderes anarquistas más visibles; hizo numerosas giras por España y participó en mítines claves de la CNT. Al mismo tiempo -distinta a varias de las mujeres «visibles» de aquella época que se quedaron solteras- fundó una Familia con su compañero Germinal Esgleas, también militiante anarquista con quien compartió su vida hasta la muerte de éste en 1981. En aquellos años de «La Niña Bonita», Montseny, con una fuerza vital poco menos que titánica, estaba en el epicentro de la regeneración igualitaria iniciada con la República y motivada aún más con la naciente revolución a partir de 1933; incluso luchó por la liberación de la mujer a través de los derechos al aborto y al divorcio y promovió la erradicación de la prostitución. Y todo esto lo compaginaba milagrosamente con su labor literaria y su vida como madre y ama de casa.

De modo que de las mujeres «visibles» de la época modernista en España, es quizá la más excepcional en todos los sentidos. Dolores Ibárruri es más famosa, sobre todo porque el partido comunista creó una hagiografía consistente sobre ella (era la madre tierra, la mujer enlutada y abnegada, etc.). Otras, como Margarita Nelken y Victoria Kent eran mujeres políticas que también contribuyeron de modo importante, pero fueron tratadas emblemáticamente; si uno lee los comentarios de sus colegas masculinos, se ve que las tomaron poco en serio836.

Al llegar el trágico año de 1936, Montsensy encontraba -a pesar, irónicamente, de sus creencias anarquistas- formando parte del gabinete de Largo Caballero como Ministra de Sanidad. Muy consciente de que su sexo y su edad -unos treinta años- no pudo menos que producir un escándalo entre el patriarcado, describe su recepción en el Primer Consejo de Ministros: «Difícil es explicar el clima de estos Consejos...   —499→   la mirada socarrona de Indalecio Prieto, las sonrisitas maliciosas de Irujo, la hostilidad manifiesta de Hernández y Uribe... la cortesía de Giral y Bernardo Giner de los Ríos, la obsequiosidad de Álvarez del Vayo...» De Largo Caballero, dice: «No disimulaba, o disimulaba mal, la poca gracia que le hacía ver a una mujer perdida en ese grupo de hombres, todos encanecidos ya en la política...»837.

Toda esta actividad terminaría para Montseny -como terminaría para todos los que lucharon contra el monolito del poder encabezado ya por Francisco Franco- a principios de 1939. Comenzaba en enero esa odisea que les llevaría a los españoles a su segundo apocalipsis; Montseny lo describiría con un doloroso grito retórico, un llanto prolongado: «¿Quién, oh, quién olvidará esas horas, ese espectáculo de las montañas llenas de gentes, que acampaban bajo los árboles, temblando de frío y de terror? Por miles se alineaban los autos y los camiones, en una fila ininterrumpida que iba desde Figueras hasta Cerbère y hasta el Perthus. ¿Quién, oh, quién olvidará esas horas, el lloro de las criaturas bajo la lluvia, los gritos de las mujeres, las maldiciones de los hombres, el rumor siniestro de los aviones que volaban sobre nuestras cabezas?»838 Y más adelante dice: «Nos encaminamos hacia la línea fronteriza. ¡Qué espectáculo! Ante ella se amontonaban ya -muchos habían pasado la noche a la intemperie, bajo la lluvia helada que no paraba de caer- por centenares las personas. Había grandes grupos de heridos, con los brazos en cabestrillo, con las piernas estiradas, tendidos en el suelo, empapados. Había colonias de niños, desembarcados de camiones, miedosos y mojados, cogiéndose unos a otros de las manos. Había mujeres que acarreaban sobre sus cabezas cestas llenas de ropa mojada, con cuatro o cinco criaturas llorosas cogidas a sus faldas. Había toda la miseria y la desesperación imaginables y las que no pueden imaginarse»839.

Montseny ha dejado un vasto legado de su vida y la de los otros exiliados en sus escritos, sobre todo en sus obras autobiográficas, en concreto en Cien días en la vida de una mujer y Seis años de mi vida, las dos de 1948 y El éxodo (Pasión y muerte de los españoles en Francia) de 1949. Aunque incorporó todos estos libros a su última obra autobiográfica, Mis primeros cuarenta años, de 1987, están editados y cortados, a veces restando dramatismo a sus escritos originales. Gran parte de estos libros están dedicados al exilio, a su exilio personal y al exilio colectivo de miles de españoles que huyeron a Francia en 1939.

  —500→  

Montseny explica su intención al escribir estos libros en varios momentos, siempre subrayando su evidente deseo de dejar para la posteridad una crónica del destino de los españoles errantes para que no se olvidase nunca: «Muchos fueron sepultados, destruidos por esa erupción bélica sin precedentes. Otros hemos sobrevivido, a costa de sufrimientos, arrostrando y venciendo peligros apenas imaginables. Que nuestro testimonio sirva -ésta es nuestra esperanza- para que todo ese horror, esa ignominia, no se repitan jamás, que no deban vivirlas otras mujeres y otros hombres nunca más»840.

De hecho, con el exilio, Montseny dejó de escribir ficción y dedicó su pluma sobre todo a hablar de la guerra, el exilio, la España bajo Franco y el destino de los exiliados que no pudieron volver. Podemos decir que la sobrevivencia personal de Montseny, consciente o inconscientemente, se logró a través de la escritura de resistencia, contra los hechos históricos que eran, según dijo en una entrevista aún en 1974: «llagas que no se cicatrizarán nunca»841.

Pero Montseny también salvó a sus compatriotas en muchos casos a través de su actuación en el SERE (Servicio de Evacuación de los Republicanos Españoles) y en la CNT en el exilio, todo ello documentado en sus escritos. Su misma obra periodística y autobiográfica es una «literatura de resistencia» que tuvo la función de inspirar a sus compatriotas a la resistencia también. Como en sus novelas, Montseny escribía para sí misma y para las otras mujeres españolas, en sus escritos políticos/históricos y autobiográficos también escribía para sí misma y para los otros exiliados.

De modo que estas obras son textos híbridos que yuxtaponen lo personal y lo público donde la autora resalta su importancia como sujeto de la diáspora española; sin embargo, al insertarse en la tragedia como uno más de los ciudadanos que estaban sufriendo una doble y larga tragedia, subvierte la típica autobiografía masculina en que el sujeto hace una exégesis, un discurso apologístico, en que se coloca «en el centro de su propia cosmología»842. Montseny, en sus obras, sólo forma parte de esa cosmología porque se identifica con todos los demás y sufre las mismas consecuencias.

En la medida en que Montseny yuxtapone historia personal e historia pública, está escribiendo la Historia y sus textos nos proveen de una excelente fuente para un análisis posmoderno de una población desplazada y desorientada frente a las múltiples fronteras prohibidas por el franquismo y el nazismo. Algunos historiadores y críticos literarios   —501→   han debatido la cuestión de la historia como verdad absoluta y la autobiografía como verdad sospechosa -por ser resbaladiza la memoria y por la tentación humana de ensalzar la propia vida-. En los textos híbridos como son los de Montseny, es más relevante ver el valor de su obra por cómo representa y qué cuenta que indagar en la «verdad sospechosa».

La obra de Montseny es un collage de recuerdos, fragmentos de las vidas de muchos, que en su conjunto, revela un cuadro histórico. Lo explica la crítico Shari Benstock, especializada en la teoría de la autobiografía femenina y una renegada de la intransigencia de los críticos ante géneros literarios y campos académicos: «Quizá debemos mirar más allá de las explicaciones culturales -más allá de la custodia cultural que es el manto pesado de la ciudadanía académica- para ver la cultura de la misma manera que hemos aprendido recientemente a mirar los textos, como 'cosas tejidas'. Tejidas, entrelazadas, una cohesión de partes, sin privilegiar una más que otra (sin 'centro', sin 'margen'), tonos y colores individuales, todavía discernibles de la norma más grande»843.

Como veremos, esto es lo que hace Montseny; entreteje la historia del movimiento de las masas españolas con historias individuales. Hace homenajes a seres que se destacan en la lucha a las cuales quiere agradecer, y lamenta la tragedia de seres queridos que la han rodeado. También cuenta su odisea peripatética y proteica, resaltando su entereza en todo momento. A veces el tono de su obra es de vehemente denuncia y protesta; a veces es un tono de llanto y dolor, como hemos visto en sus descripciones del éxodo; también hay ocasiones de un bello lirismo. En algunos momentos, los más picarescos, es humorístico, aunque por supuesto el humor es lo que menos encontramos en estas narraciones de destierro y desamparo.

La voz de Montseny fue siempre contestataria y subversiva, desde una temprana edad en sus novelas y artículos periodísticos; no puede menos que serlo la voz de sus autobiografías. Su obra es un desafío, sobre todo, un desafío a la historia creada por el franquismo; esa historia de «pandereta» visible, por ejemplo, en el ABC de los años cuarenta y cincuenta, en que reinaba «la paz» y la «caridad» y donde aparentemente la única lucha que existía era la de los toreros y los jugadores de futbol844. La sorda y sórdida verdad de la primera posguerra no sería documentada dentro de España hasta 1975.

La obra de Montseny cabe dentro de lo que Caren Kaplan ha denominado outlaw genre (género de forajidos) en que se formulan «de   —502→   un modo diferente las relaciones entre la identidad personal y el mundo, entre la historia personal y la historial social...» ...Kaplan explica que: «la practica del outlaw genre pone a prueba las estructuras jerárquicas del patriarcado, del capitalismo y del discurso colonial»845. Y en el caso de los exiliados españoles, yo añadiría que hubo que «poner a prueba» también el discurso fascista y el discurso apostólico romano, cosa que hizo Montseny con gran eficacia.

Como se ha dicho, en el exilio Montseny decidió abandonar su vocación literaria, y dedicó el resto de su vida a la lucha antifranquista, utilizando su voz y su pluma. No quiso irse lejos de España -ni cuando la perseguía la Gestapo y el gobierno franquista al mismo tiempo- como tantos otros. No podía vivir en su país, pero decidió quedarse en el país más próximo a la península para poder actuar como vigilante y denunciadora del franquismo. Montseny fue uno de los portavoces más asiduos en el exilio, sobre todo a través de su colaboración en la revista de la CNT y en el semanario L'Espoir.

Hoy día, como saben, está de moda el campo llamado border theory (teoría de fronteras), que yo prefiero denominar en castellano, «teoría limítrofe». Un aspecto de esta teoría es la indagación en la capacidad del exiliado para asimilarse a una nueva cultura, fenómeno llamado transculturation (transculturalización, diría). El crítico Hamid Nacify describe así el dilema ante el intento de fijar el proceso de asimilación del exiliado: «La cultura del exilio está ubicada en la intersección y en los intersticios de otras culturas. De modo que el discurso del exilio tiene que enfrentarse no sólo a los problemas de lugar, sino también a la continua problemática de múltiples lugares. Siendo híbridos liminales y múltiples sincréticos, forman una clase global que trasciende sus actuales lugares socio-culturales. Tales figuras tienden a tener más en común con sus contrapartes exílicos que con sus compatriotas en su país o en el país de acogida»846. El mismo crítico habla de «espacios de liminalidad»: «la emigración transnacional constituye un paso de profundo significado individual y social cuyas fases son paralelas a los ritos de pasaje. Como tal, el exilio es un proceso de perpetuo hacerse, que implica la separación del hogar, un periodo de liminalidad y un estar entremedio, en suspensión, que puede ser pasajero o permanente, y la incorporación a la sociedad de acogida dominante que puede ser parcial o completa»847.

Creo que se pueden aplicar estas ideas de Nacify a lo que encontramos en la vida de los exiliados españoles descrita por Montseny. Es   —503→   muy difícil encasillar los primeros años, por lo menos, del exilio español en Francia en términos de transculturalización. En efecto, la cultura de los exiliados no es ni española, ni francesa, sino una cultura exílica (si me perdonan una palabra que los de la Real Academia no aprobarían) ya autónoma, dadas las circunstancias. La llegada de los exiliados fue tratada con hostilidad y no poco desconcierto -¿qué hacer con tanta gente hambrienta, enferma, herida?- Además, como ya los nazis habían empezado a tejer su perniciosa telaraña alrededor de Francia, no se puede hablar de transculturalización, dado el aislamiento y la lucha por sobrevivir en los campos de concentración y en la resistencia. Es, en efecto, poco más que una «cultura de sobrevivencia» en los años de la Segunda Guerra, sobre todo. Si comparamos la cariñosa acogida de españoles en México por parte de Lázaro Cárdenas y muchos intelectuales mexicanos (aunque también tuvieron sus problemas) con el horror y el sufrimiento que experimentaron los españoles al llegar a Francia en 1939, es fácil concluir que la asimilación fue imposible en la primera posguerra.

A pesar de la imposibilidad de asimilación de los exiliados en aquellos primeros años, el caso de Montseny fue, como siempre, excepcional. Montseny aguantó y sobrevivió por su inteligencia y su voluntad imperiosa. Su capacidad de asimilación -aunque apócrifa, digamos- dentro de un mundo que encuentra absolutamente alienante, revela una dialéctica de sobrevivencia que quizá es lo que más la mantuvo a flote. Y esto se debe en parte a su talento como novelista, como creadora de personajes femeninos fuertes, independientes; y no poca importancia tuvo su sentido de la ironía. Durante su persecución, su ingenio literario la había salvado varias veces.

Durante un tiempo, «renació» francesa, tomando el nombre de Fanny Germain y con la documentación para comprobarlo; describe su transformación picaresca: «con un gran sombrero a lo Marlene Dietrich sobre sus cabellos rubios, visiblemente anacrónicos sobre unas cejas y pestañas de morena»848, pasó a la zona libre. Luego cuando temía que su alias despertara sospechas, se transformó en otros personajes, inventando espontáneamente historias sobre su pasado. Describe su vida proteica: «Mentía con el mayor aplomo, con el más gran descaro, sirviéndome mi práctica de novelista: debía seguir representando varios papeles de circunstancias a la vez. Aquí era una mujer de un judío; allá la posible viuda de un héroe, muerto en el campo del honor; pero otras... una mujer casquivana, que se teñía el pelo en ausencia de su marido para rejuvenecerse y satisfacer algún béguin.   —504→   ¡Qué me importaba! Lo que yo quería era despistar y traer algo para que comiesen mis hijos»849.

Aquí no vemos más que el deseo de sobrevivir y de ayudar a sus compatriotas a sobrevivir; no hubo en ningún momento en los primeros años, una noción de asimilación genuina en una cultura que le fue a ella y a los demás tan hostil. Pero Montseny era capaz de adaptarse siempre, como hemos visto desde sus primeros años hasta su nombramiento como ministra en el gobierno de Largo Caballero. Recordemos también que para Montseny y sus padres era normal tener un pseudónimo (Teresa Mañe, alias Soledad Gustavo; Joan Montseny, alias Federico Urales; Federica, alias Blanca Montsan); además, toda su vida había experimentado un cambio tras otro. Vivieron en Madrid, luego Barcelona; el padre fue exiliado en Inglaterra. En Barcelona se mudaron de una casa a otra, y sus trabajos variaban entre la cría de conejos hasta llevar una casa editorial y una redacción periodística. Sobrevivencia había sido la clave de la vida de Federico y su familia. No nos extraña que su identidad fuera maleable cara a los peligros, y que no dudara, por lo que cuenta, ni un momento en engañar a amigos y enemigos para protegerse a sí misma y a su familia.

Si Montseny habla de su vida personal en el exilio como ser excepcional, al mismo tiempo trasluce la visión infernal y colectiva del destino de los miles de españoles como hecho histórico. Por ejemplo, cuando trata el tema de la indiferencia de los franceses ante la tragedia española, que es un tema constante en todas sus autobiografías, vemos como se incorpora a las masas: «Había en mí, vivo y candente, no atenuado por el tiempo y la distancia, el rencor acumulado en todos los corazones españoles por la recepción que Francia había reservado a nuestras columnas de civiles y de soldados vencidos. Sonaba aún en mis oídos, en este día de mayo de 1940, el llanto de las criaturas que morían de frío y de hambre, bajo la lluvia, por las calles del Perthus, en aquella horrible noche del 28 de enero de 1939, sin que ni una puerta se abriese para acogerles. Veía aún, ante mis ojos, el cuerpo de mi madre, extendida en una camilla, abrasada de liebre, dejada sola, a obscuras, sin que ni una mano piadosa le diese ni un vaso de agua, en la sala de la escuela del Perthus, mientras yo, con mi hijo de siete meses en brazos y mi niña de cinco años abrazada a mis rodillas, confundida con los miles de mujeres, de niños, de viejos y de heridos, veíamos ante nosotros la frontera cerrada y defendida por destacamentos de senegaleses con las ametralladoras en las manos. Veía a mi madre muerta, el 2 de febrero, en el Hospital Saint-Louis de Perpignan; a mi viejo padre preso, separado de los demás refugiados,   —505→   en Saint-Laurent de Cerdans. Veía las largas filas de ataúdes blancos que cada día entraban vacíos y salían llenos del campo de Argelès, veía, junto a este espantoso desastre de hoy, precediéndolo y anunciándolo, el nuestro. Mi corazón sangraba todavía y la sangre afluía a mi frente y a mis mejillas»850. Montseny escribe este libro sólo unos cuantos años después de los sucesos; su recuerdo y su vehemencia están frescos. Yuxtapone su propia tragedia a la de los otros miles; funciona como lo que yo he llamado: «la voz urgente del testimonio colectivo»851.

Una de las cosas más sobresalientes que se trasluce en estos escritos es la valentía y fortaleza de Montseny en Francia cuando describe el destino de los suyos. Tuvieron que enfrentarse a los mercenarios senegaleses, a los franceses indiferentes -entre los cuales había gente que empleaba a los españoles (sobre todo jóvenes mujeres que tenían en casa más como esclavas que como domésticas)-, explotándolos vilmente, según algunos testimonios. Más espantoso todavía fueron los campos de alambradas donde pasaron hambre y vivieron sin ninguna idea clara de cuál sería el futuro, que para algunos sería el mismo futuro que padecieron los judíos: los campos de exterminio en Alemania. Montseny resume, con objetividad periodística, uno de los aspectos que da gran valor histórico a sus textos autobiográficos: los primeros años bajo la amenaza nazi: «Si 1939... fue trágico para nosotros, 1941 fue terrible. Los alemanes habían cubierto toda la tierra de Francia y los refugiados españoles vivimos, durante todo el año 1940, días de angustia y de incertidumbre tremendos. Toda esperanza de embarque se había desvanecido y la perspectiva de ser devueltos en masa a España había atormentado durante meses y meses a la desgraciada masa exilada. Veíamos ante nosotros un porvenir siniestro y sólo la salud moral de la raza podía salvarnos y nos salvó de hundirnos en la locura o en la desesperación colectiva, que hubiera justificado los suicidios o los actos más desatinados. La comida era cada vez más escasa y más mala. Los refugiados veían reducir su peso cada mes. Nos íbamos convirtiendo insensiblemente en esqueletos. La sola esperanza era salir del campo, fuese como fuese. De ahí que muchos aceptasen salir en compañías de trabajadores, prefiriéndolo todo a la lenta muerte por hambre tumbados sobre la arena»852.

Su habilidad de reportero nos ha dejado importantísimos testimonios de los diversos aspectos trágicos del exilio en Francia, empezando con los campos, sobre los cuales hay escasa documentación y pocos textos escritos. Hablando otra vez de 1941, estando en el   —506→   campo de Argelès, dice: «Pero en este triste año, hasta los elementos actuaron contra nosotros. En el mes de enero de 1941, Argelès vivió la más terrible de las tormentas que asolaron las playas francesas. Cada invierno, la situación de los refugiados había sido crítica. Mas en ese de 1941 se aliaron el viento, la lluvia y el mar. Las olas avanzaban mugiendo sobre el campo, torrentes de lluvia se abatían sobre los barracones y un viento con la violencia de un simoun arrancaba los techos y se los llevaba muy lejos... Durante tres días los míseros refugiados estuvieron luchando con los elementos. Hubo muchos ahogados, sobre todo mujeres y criaturas... Todos los que vivimos esas horas no podremos olvidarlas nunca. Y una vez más me pregunto cómo sobrevivimos a ellas, cómo nuestra razón no se extravió definitivamente ante lo que cada uno vivió y el espectáculo que sus ojos presenciaban. Todas las grandes catástrofes colectivas: el hundimiento del «Medusa», el naufragio del «Titanic», el torpedeamiento del «Lusitania», el incendio de Chicago, los terremotos de Yokohama, las terribles Moussons de la India, todos eso y mucho más evoca la tragedia de enero del 41 en Argelès, de la que guardaremos eterna memoria»853.

De allí Montseny fue llevada al campo de Gurs, donde trabajó con médicos alemanes que ya estaban haciendo experimentos con los judíos. Como no pudo aguantar el horror de lo que estaban haciendo, se fue con un grupo de trabajadores. El tema de los judíos -que estaban en situaciones paralelas, por lo menos antes de ser deportados- también resurge en otros momentos. Dada su condición de mujer y el hecho de que terminaría varias veces en la cárcel cuando Franco estaba demandando su extradición, Montsseny pudo ver de cerca el tratamiento de la mujer por los nazis. Empezando como de costumbre con su propia situación mientras estaba detenida, termina hablando de todas las mujeres víctimas del fascismo, y no sólo las españolas: «La estabilidad del régimen franquista, los privilegios en peligro, la continuidad de la sociedad burguesa amenazada, exigían, por lo visto, que yo fuese detenida, traducida ante un Consejo de Guerra, fusilada como castigo y escarmiento. Y tres policías, la francesa, la alemana y la española, corrían tras una mujer cuyo único delito, cuyo solo crimen había sido soñar con un mundo mejor, prodigarse en un incesante esfuerzo de liberación y de superación. En otros tiempos, los hombres se hubieron apiadado de esa mujer, madre crucificada con sus dos hijos en brazos. Hoy no había que esperar piedad de nadie. La lucha era áspera, inmisericorde. ¿Acaso tuvieron piedad de las miles de mujeres socialistas, comunistas, sindicalistas, anarquistas de España y de los países ocupados? ¿La tenían de los millones de mujeres judías supliciadas? Los hilos de los no arios, para los alemanes, ¿acaso eran algo   —507→   más que nidadas de ratones? Y para el S. S., para el babilla, para el falangista, para el miliciano de Vichy, hombres deshumanizados, hombres amputados de toda solidaridad de especie, castrados de todos los valores morales, de todas las reacciones sentimentales normalmente producidas en todo hombre entero, ¿qué era una mujer? Menos que una cosa, que un objeto. Una cosa, un objeto, tienen el valor que cuestan. ¿Acaso nosotras les costábamos algo a esos monstruos?»854 Esta detención, por cierto, terminó en su liberación porque estaba embarazada y la ley francesa no permitía la extradición en esos casos.

Como se ve en estas citas, hay una fijación en los niños, ya que Montseny llevaba consigo a sus dos hijitos, su hermana adoptiva y al niño de ésta de un mes. Su conciencia maternal es una constante en sus escritos como cuando en Seis años de mi vida, dice: «¡Cómo olvidar los gritos desgarradores de las madres que veían morir en sus brazos a sus hijitos, víctimas de pulmonías contraídas en las noches de frío y de lluvia y para los que no había medicamento alguno disponible!»855 Montseny, al querer contar la tragedia colectiva de las familias españolas, nunca deja de recordarnos que si bien su familia estaba viviendo su mayor tragedia, era sólo un ejemplo más: «El drama vivido por mí y por mi familia se repite al infinito, multiplicado por miles de otras vidas. No sufrimos ni más ni menos de lo que han sufrido, en esos espantosos seis años, millares de seres, en España y fuera de ella»856.

Si bien Federica Montseny cambió su estilo gráfico/literario por uno político/histórico en el exilio, podemos ver en estas citas que su identidad literaria también se trasluce en algunos momentos. Pero su meta central en los años cuarenta y cincuenta, en que escribió la mayor parte de sus autobiografías, es contar al mundo la historia de la diáspora española y sus consecuencias, de aquellos años en que la España republicana se enfrentó con un monstruo todavía más grande y poderoso que Franco. Y nos lo explica de modo muy deliberado al principio de Cien días en la vida de una mujer: «Si cada refugiado español narrase simplemente lo que ha vivido, se levantaría el más extraordinario y conmovedor de los monumentos humanos ante el que palidecería cuanto hasta hoy ha producido la imaginación de los hombres. Simplemente, humildemente, con la preocupación constante de la sencillez y de la verdad estricta, he descrito yo este episodio de   —508→   mi vida, episodio a su vez de lo que ha sido la tragedia sin fin de un pueblo en éxodo y de una humanidad asolada por los azotes más terribles: la guerra y el fascismo»857.

Federica Montseny estaba consciente de que entre las muchas otras cosas que hizo en el primer tercio del siglo en España y en el exilio, una de las más importantes fue el ser cronista de la tragedia española. No dudó en ningún momento que una de sus responsabilidades era servir como portavoz de la colectividad exiliada, de un pueblo errante que en la mayoría de los casos no podría contar sus propias historias. De modo que de las muchas identidades de Federica Montseny: novelista, periodista, político, ministra, madre, esposa, hija, anarquista, ama de casa, su contribución como historiadora quizá termine siendo una de sus aportaciones más importantes para la posteridad. Entre los libros de testimonios y los textos autobiográficos, los de Montseny son sobresalientes por su aspecto híbrido, por su humanismo y su capacidad contestataria y subversiva ante la realidad histórica de la España errante.